“Levanten, pues, las manos caídas y las rodillas entumecidas;
enderecen las sendas por donde van, para que no se desvíen los cojos, sino que sean sanados. Procuren vivir en paz con todos, y en santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Tengan cuidado. No vayan a perderse la gracia de Dios; no dejen brotar ninguna raíz de amargura, pues podría estorbarles y hacer que muchos se contaminen con ella. Que no haya entre ustedes ningún libertino ni profano, como Esaú, que por una sola comida vendió su primogenitura. Ya ustedes saben que después, aunque deseaba heredar la bendición, fue rechazado y no tuvo ya la oportunidad de arrepentirse, aun cuando con lágrimas buscó la bendición. Ustedes no se han acercado a aquel monte que se podía tocar y que ardía en llamas, ni tampoco a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, ni al sonido de la trompeta, ni a la voz que hablaba, y que quienes la oyeron rogaban que no les hablara más porque no podían sobrellevar lo que se les ordenaba: «Incluso si una bestia toca el monte, será apedreada o atravesada con una lanza». Lo que se veía era tan terrible, que Moisés dijo: «Estoy temblando de miedo». Ustedes, por el contrario, se han acercado al monte de Sión, a la celestial Jerusalén, ciudad del Dios vivo, y a una incontable muchedumbre de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios, el Juez de todos, a los espíritus de los justos que han sido hechos perfectos, a Jesús, el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel. Tengan cuidado de no desechar al que habla. Si no escaparon los que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos escaparemos nosotros si desechamos al que amonesta desde los cielos. En aquella ocasión, la voz de Dios sacudió la tierra, pero ahora ha prometido: «Una vez más sacudiré no sólo la tierra, sino también el cielo.» Y esta frase, «Una vez más», significa que las cosas movibles, es decir, las cosas hechas, serán removidas para que permanezcan las inconmovibles. Así que nosotros, que hemos recibido un reino inconmovible, debemos ser agradecidos y, con esa misma gratitud, servir a Dios y agradarle con temor y reverencia. Porque nuestro Dios es un fuego que todo lo consume.” (Heb 12:12-29 RVC) El escritor sagrado presente algunos objetivos y carácterísticas de los ciudadanos de un reino que no puede ser movido. En primer lugar, el autor de la carta recuerda a sus lectores que la vida cristiana es como una carrera en la cual, a pesar del cansancio y lo difícil del camino, hay que perseverar. Anima, como un entrenador, a los hermanos a no desfallecer hasta llegar a la meta. Pero, además, recuerda que cada uno es responsable de su hermano, así que no debe esforzarce por llegar él solo, sino que debe hacer todo lo posible para ayudarlo a culminar también la carrera. En segundo lugar, exhorta a los creyentes a “estar en paz con todos”. La paz abarca bienestar y armonía; es más que la ausencia de guerra. Entonces, la exhortación es a procurar el bienestar de los demás, hacer todo lo posible para una sana y edificante convivencia, de tal manera que todos puedan crecer espiritualmente. Junto al vivir en paz, está el “llevar una vida santa”. No es fanatismo ni mojigatería, sino una vida que se caracteriza por la recta e íntima comunión con Dios, de tal manera que cada día el creyente se vaya formando a la imagen de nuestro Señor Jesucristo. Esta relación con el Señor Jesucristo hace posible las buenas relaciones de los creyentes con los demás. En tercer lugar, la instrucción es a no ser descuidados con nuestra salvación. Si hemos sido salvos por la gracia de Dios, debemos ser diligentes en buscar nuestro crecimiento espiritual, a través de un andar diário con el Señor. Además, es importante recordar que necesitamos de los hermanos para ser edificados y fortalecidos en la fe. Así como un atleta ejercita sus músculos para que no se le atrofien, el cristiano debe ejercitarse practicando todo aquello que contribuya a su crecimiento espiritual. Finalmente, el escritor sagrado nos insta a ser agradecidos con Dios, quien, por gracia, nos salvó y nos hizo del Reino que no puede ser movido, (vr 28.) Cuando somos agradecidos estamos listos para servir al Señor, a rendirle culto con agrado y un gozo desbordante. De este modo, nuestra relación con Dios no será una carga, sino un deleite. El hecho de que El Señor nos haya perdonado todos nuestros pecados y nos haya recibido como sus hijos debe ser un motivo de gratitud cada día. Recordemos: Demos gracias al Señor por habernos hecho ciudadanos de su reino, que es un Reino eterno e inconmovible. Ahora le pertenecemos al Señor, quien nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la condenación eterna. Pero también debemos estar siempre unidos a Él para poder llevar una vida santa, propia de un ciudadano del Renio de Dios.