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LA REPUBLICA LIBERAL - aNTONIO cABALLERO PDF
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Aún más sorprendente fue la reacción del Partido Conservador en
el poder: lo entregó mansamente, en la transición más pacífica y
menos accidentada que se había visto en los últimos cien años, sin
conato de guerra civil ni tentativa de golpe de Estado, desde los
tiempos del general Santander.
¿La revolución?
Alfonso López Pumarejo fue un improbable líder revolucionario:
era “un burgués progresista”, como lo llamaría cuarenta años más
tarde su hijo Alfonso López Michelsen. Nieto de uno de los jefes
de los artesanos de Bogotá durante la dictadura de Melo a mediados
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del siglo XIX, hijo de un exportador de café y banquero que a
principios del XX llegó a ser uno de los colombianos más ricos de su
tiempo, y banquero quebrado él mismo y hombre de negocios que
se dio a la política cuando le fracasaron los negocios, como a todo el
mundo en esos días de la Gran Depresión. Su gobierno, hecho de
jóvenes liberales de izquierda, llegó en 1934 proponiendo reformas
radicales basadas en la intervención resuelta del Estado, no sólo en
lo político sino en lo económico y social. El propio presidente
anunció en su discurso de posesión cambios impresionantes:
Así que las reformas anunciadas casi no pasaron del papel a la realidad
de los hechos. Una reforma constitucional que aspiraba a “quebrar-
le las vértebras” a la Constitución teocrática y cuasimonárquica de
1886, pero que no pasó de ser —diría el propio López— “un
compromiso entre la cautela y la audacia”; una reforma agraria que
por enésima vez (desde el presidente de la Real Audiencia
Venero de Leyva en el siglo XVI) proponía redistribuir la tierra, y
tampoco esta vez lo consiguió: su famosa Ley 200 de 1936, sin
llegar a aplicarse, se volvió “un criadero de demandas”, y a los pocos
años fue revertida por la no menos famosa Ley 100 de 1944, bajo
el segundo gobierno del mismo López Pumarejo; una reforma
tributaria que por primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de
renta y patrimonio, como suma a los que ya pagaban los pobres:
la alcabala sobre los “vicios populares” del tabaco y el aguardiente;
una reforma laboral que consagraba el derecho a la huelga: una
reforma de la educación universitaria.
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Y finalmente la que encendió la más viva oposición del Partido
Conservador, en el que los momificados notables de la Hegemonía
habían sido desplazados por la jefatura única e imperiosa del sena-
dor Laureano Gómez: la reforma del Concordato con el Vaticano
para protocolizar la separación de la Iglesia y el Estado. A la Santa
Sede y al Papa Pío XII les pareció muy bien. A los conservadores
colombianos no.
La oposición y la pausa
Por livianas al principio y casi sólo cosméticas que resultaran al
final las reformas políticas y sociales impulsadas por la llamada
Revolución en Marcha, el caso es que irritaron profundamente
a los grandes propietarios del campo y a los industriales de las
ciudades, enfurecieron al clero que veía recortados sus privilegios
y su influencia, e indignaron por principio a los conservadores; y al
mismo tiempo decepcionaron a los sectores populares y obreros,
que esperaban mucho más de sus promesas. Por lo tanto la oposi-
ción al gobierno de López Pumarejo vino simultáneamente de tres
vertientes: la derecha burguesa liberal, que se organizó en la APEN
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(Asociación Patriótica Económica Nacional) para defender la pro-
piedad privada amenazada por la reforma agraria prometida: una
especie de Mano Negra avant la lettre; la izquierda socialista, que
el joven político Jorge Eliécer Gaitán quiso aglutinar en la UNIR
(Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria); y el Partido Conser-
vador. Las dos primeras fuerzas tuvieron corta vida institucional, y
se diluyeron pronto de nuevo en los dos partidos tradicionales.
Pero el conservatismo, unificado bajo la mano de hierro y la “disci-
plina para perros” de Laureano Gómez, inspirado en las doctrinas
totalitarias del fascismo italiano y el nazismo alemán, y luego en el
modelo hispánico del nacionalcatolicismo franquista, se endure-
ció cada vez más a medida que el impulso reformista del gobierno
se agotaba. Para 1938 la pausa en las reformas decretada por López
se convirtió en programa de gobierno de su sucesor Eduardo
Santos, cabeza de los liberales moderados.
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Un hombre y un pueblo
Pero desde el otro extremo del arco iris político estaba también
Gaitán: un parlamentario izquierdista venido de las clases medias
bogotanas que había iniciado su carrera con las denuncias contra la
United Fruit Company por la Matanza de las Bananeras a finales
de los años veinte. Ante su creciente fuerza política, era visto por
sus críticos del conservatismo o de los sectores más derechistas del
liberalismo como un simple demagogo agitador de masas, con
retazos de socialismo jauresiano e ínfulas de caudillo mussoliniano
(había estudiado en Italia en los años del auge del fascismo). Un
orador torrencial a quien amaban las masas populares —que en las
fotografías y películas de la época se ven como mares de sombreros
negros— cuando peroraba: “¡Yo no soy un hombre, yo soy un
pueblo!”. Un serio pensador socialista —como lo había mostrado
en su tesis sobre las ideas socialistas en Colombia—, y un político
ambicioso, y tan odiado como adorado.
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Colombia. Como había escrito el poeta angloamericano T.S. Eliot
hablando de otra cosa completamente distinta: terminó “not with
a bang, but a whimper”. No con un estallido, sino con un sollozo.
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El monstruo y el doctor
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Dentro de la República Liberal la estrella más brillante fue Alfonso
López Pumarejo, en lo bueno y en lo malo: el presidente de la
Revolución en Marcha entre 1934 y 1938, y siete años más tarde,
en 1945, el presidente de la caída del Partido Liberal. Pero los dos
arbotantes que apuntalaron esa etapa histórica, pies de amigo o
de enemigo, adversarios los dos entre sí y adversarios también de
López, fueron Eduardo Santos y Laureano Gómez.
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El secreto consistía, tal vez, en que el propio Eduardo Santos no
sólo creía en su periódico sino también en la visión que su periódi-
co pintaba del país en sus titulares y sus editoriales: un país
parecido a sus leyes. Santos era un santanderista convencido, que
actuaba públicamente como si en la realidad se cumplieran las
normas establecidas en los códigos. De ahí que tuviera que
exiliarse a menudo.
Pero lo cierto es que toda su vida fue dejando a su paso una estela
de destrucción. Desde su fogosa juventud parlamentaria, cuando
atacó ferozmente a los gobiernos según él degenerados y corrom-
pidos de su propio partido, al final de la Hegemonía, los de Suárez
y Abadía. Contra los liberales que vinieron después: Olaya, López,
Santos, López, Lleras. Contra el gobierno conservador de Mariano
Ospina Pérez que él mismo había impulsado para derrocar a los
liberales. Contra el gobierno militar de Rojas Pinilla que lo derrocó
a él. Y finalmente contra los gobiernos bipartidistas surgidos de
los acuerdos del Frente Nacional que él mismo había firmado,
a los cuales trató de hacer la vida imposible con sus exigencias y
sus rabietas divisionistas, hasta su muerte en l965.
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