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La República Liberal

No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya


constituido en una oligarquía.

—Alfonso López Pumarejo

Para empezar, Olaya y López no se podían ver. Luego se detestaban López y Santos. A
continuación, Lleras abominaba de Turbay y de Gaitán, que se execraban el uno al otro. Y todos
odiaban a sus antecesores, los generales de las guerras civiles. En eso consistieron los dieciséis
años de lo que se llamó la República Liberal, entre 1930 y 1946.

La crisis del año 29 en la bolsa de Nueva York dio comienzo a la Gran Depresión económica en el
mundo entero. En los Estados Unidos el demócrata Franklin Roosevelt era elegido presidente e
iniciaba la política económica del New Deal. Pero en Colombia todo parecía inconmovible. Cuenta
un historiador: «Todo era conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el
Ejército, la Policía, la burocracia».

Seguro de sí mismo, el conservatismo se dividió entre dos candidatos: un general y un poeta.


Olaya desembarcó en Barranquilla y se vino río Magdalena arriba echando discursos diluviales y
dando vivas al gran Partido Liberal en cada puerto y en cada plaza de pueblo hasta llegar a Bogotá.
Bajo la modorra de la Hegemonía un crucial dato demográfico había cambiado: en treinta años se
había casi duplicado la población del país, y la proporción entre la rural y la urbana se había
transformado radicalmente. desembocó en un vuelco electoral: los conservadores perdieron votos
en el campo y los liberales los ganaron en las ciudades. Y tal vez por primera vez en la historia de la
república tuvieron estos las mayorías electorales legítimas, sin necesidad de recurrir al fraude
como en la época del Olimpo Radical.

Aún más sorprendente fue la reacción del Partido Conservador en el poder: lo entregó
mansamente, en la transición más pacífica y menos accidentada que se había visto en los últimos
cien años, sin conato de guerra civil ni tentativa de golpe de Estado, desde los tiempos del general
Santander.

Pero a poco andar empezó la violencia partidista en los pueblos de los Santanderes, al tiempo que
en las ciudades crecía la agitación social, alentada por el desempleo e incluso el hambre urbana
provocados por la Gran Depresión. Y a conjurar esa revolución social en Colombia contribuyó en
mucho la irrupción inesperada de una guerra fronteriza con un país vecino, también la primera en
un siglo, que paradójicamente trajo estabilidad interna. Poco más tarde, cuando se hizo la paz en
la frontera, Gómez denunciaría violentamente al gobierno por haberla hecho, y volvería a
desatarse la guerra en lo interior.
¿La revolución?
Alfonso López Pumarejo fue un improbable líder revolucionario: era «un burgués progresista»,
como lo llamaría cuarenta años más tarde su hijo Alfonso López Michelsen. Su gobierno, hecho de
jóvenes liberales de izquierda, llegó en 1934 proponiendo reformas radicales basadas en la
intervención resuelta del Estado, no sólo en lo político sino en lo económico y social.

Pero su Partido Liberal, salvo unas minoritarias vanguardias entusiastas de jóvenes intelectuales,
periodistas, estudiantes y dirigentes sindicales, no estaba preparado para eso: seguía siendo
mayoritariamente un partido caciquil de gamonales, de abogados y de terratenientes, como en los
tiempos de Murillo Toro o del general Santander. Pues pese a tener un Congreso
homogéneamente liberal este estaba hecho de liberales de muy distintos matices, «desde
Manchester hasta el Frente Popular»: y eran más los de Manchester.

Una reforma constitucional que aspiraba a «quebrarle las vértebras» a la Constitución teocrática y
cuasi monárquica de 1886, pero que no pasó de ser —diría el propio López— «un compromiso
entre la cautela y la audacia»; una reforma agraria que por enésima vez proponía redistribuir la
tierra, y tampoco esta vez lo consiguió: su famosa Ley 200 de 1936, sin llegar a aplicarse, se volvió
«un criadero de demandas», y a los pocos años fue revertida por la no menos famosa Ley 100 de
1944, bajo el segundo gobierno del mismo López Pumarejo; una reforma tributaria que por
primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de renta y patrimonio, como suma a los que ya
pagaban los pobres: la alcabala sobre los «vicios populares» del tabaco y el aguardiente; una
reforma laboral que consagraba el derecho a la huelga: una reforma de la educación universitaria.

Y finalmente la que encendió la más viva oposición del Partido Conservador, en el que los
momificados notables de la Hegemonía habían sido desplazados por la jefatura única e imperiosa
del senador Laureano Gómez: la reforma del Concordato con el Vaticano para protocolizar la
separación de la Iglesia y el Estado. A la Santa Sede y al Papa Pío XII les pareció muy bien. A los
conservadores colombianos no.
La oposición y la pausa
Por livianas al principio y casi sólo cosméticas que resultaran al final las reformas políticas y
sociales impulsadas por la llamada Revolución en Marcha, el caso es que irritaron profundamente
a los grandes propietarios del campo y a los industriales de las ciudades, enfurecieron al clero que
veía recortados sus privilegios y su influencia, e indignaron por principio a los conservadores; y al
mismo tiempo decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de
sus promesas. Las dos primeras fuerzas tuvieron corta vida institucional, y se diluyeron pronto de
nuevo en los dos partidos tradicionales. Para 1938 la pausa en las reformas decretada por López
se convirtió en programa de gobierno de su sucesor Eduardo Santos, cabeza de los liberales
moderados.

Santos, un exitoso periodista dueño del diario El Tiempo, casi accidentalmente llevado a la
presidencia en sustitución de Olaya Herrera, pretendía hacer un gobierno, como era su talante,
moderado y pacifista: republicano y liberal, en el sentido de lo que había sido veinte años antes la
Unión Republicana, a cuyo servicio había puesto entonces su recién fundado periódico El Tiempo.
Santos quería un gobierno tranquilo, moderadamente progresista, sin alharacas revolucionarias,
de concordia con todos: un gobierno que, sin estridencias, paulatinamente, contribuyera a llevar al
país a la tolerancia civilizada: lo mismo que en sus tiempos había pretendido la difunta Unión
Republicana.

No le iba a permitir a Eduardo Santos darse ese lujo la oposición conservadora, que arreció su
agresividad desde el primer día. Con motivo de un tiroteo en el pueblo de Gachetá que dejó varios
muertos en las elecciones parlamentarias del año 39, el fogoso y elocuente Laureano Gómez acusó
a Santos de haberse puesto a gobernar sentado en un charco de sangre conservadora.
La intrusión del mundo.
Para Gómez, fervoroso antiyanqui como lo era casi toda su generación por cuenta del zarpazo
imperial del primer Roosevelt, era preferible que el Canal estuviera en manos alemanas o
japonesas a que lo siguieran administrando los Estados Unidos. En cambio, Eduardo Santos, que
también había sido antiyanqui virulento, creyó en las buenas intenciones de Roosevelt, o por lo
menos las tomó en serio. Y aunque guardó una neutralidad verbal en la gran guerra, en la práctica
tomó partido por los Aliados, siguiendo el camino marcado por los Estados Unidos: al cual desde
entonces —y como desde mucho antes: desde Suárez, desde Ospina Rodríguez, desde Santander
— ha estado uncida Colombia.

Por sobre la cabeza del presidente Santos y de su gobierno liberal, el adversario al que apuntaba
Gómez era López, de quien se sabía que sería inevitablemente el sucesor de Santos, y a quien
Gómez acusaba de ser comunista. Todavía no habían entrado los Estados Unidos en el conflicto
mundial, y todavía creía Gómez, como muchos en el mundo, que el vencedor sería Alemania.

López sí, López no


Llegó pues en el 42, como era previsible, el segundo gobierno de López, al grito de «¡López sí!» y al
grito de «¡López no!». Pero no trajo el bolchevismo que vaticinaba el caudillo conservador, y ni
siquiera la profundización de las reformas sociales que esperaban confusamente las masas
liberales que habían respaldado la Revolución en Marcha. Más que cambiarlos, había vuelto a los
amigos de su juventud. Y había dejado a un lado a los entusiastas intelectuales jóvenes de su
primer gobierno, que por otra parte ya no eran tan jóvenes y se habían vuelto más políticos que
intelectuales. En lo militar, la guerra finalmente declarada a Alemania, en seguimiento de los
Estados Unidos, fue apenas un detalle. O dos: un submarino alemán hundió un buque mercante
colombiano, y un destructor colombiano hundió un submarino alemán.

Y ahí fue también Laureano Gómez quien llevó la batuta, mezclando acusaciones y denuncias por
asuntos de toda clase: los negocios del hijo de López, el turbio asesinato de un boxeador llamado
«Mamatoco», la construcción de unas casetas de guardia en una finca del presidente. Acusado de
haber sido el inspirador de una intentona de golpe militar que por dos días tuvo al presidente
López preso en Pasto en julio de 1944, Gómez tuvo que refugiarse en el Brasil. Sería el primero de
sus varios exilios.
Un hombre y un pueblo
Pero desde el otro extremo del arco iris político estaba también Gaitán: un parlamentario
izquierdista venido de las clases medias bogotanas que había iniciado su carrera con las denuncias
contra la United Fruit Company por la Matanza de las Bananeras a finales de los años veinte. Ante
su creciente fuerza política, era visto por sus críticos del conservatismo o de los sectores más
derechistas del liberalismo como un simple demagogo agitador de masas, con retazos de
socialismo jauresiano e ínfulas de caudillo mussoliniano . Un orador torrencial a quien amaban las
masas populares —que en las fotografías y películas de la época se ven como mares de sombreros
negros— cuando peroraba: «¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo!».

Desde los fracasos electorales de su movimiento UNIR de los años treinta, Gaitán se había
reincorporado al Partido Liberal y había venido desescalonando su radicalismo izquierdista. Sin
dejar por ello de colaborar con los gobiernos liberales, que lo hicieron alcalde de Bogotá en el año
36 con el primer gobierno de López, ministro de Educación de Santos en el 40, ministro de Trabajo
del presidente interino Darío Echandía en 1944. Faltando un año para terminar su período, López
renunció a la presidencia. Lo sustituyó su ministro de Gobierno, Alberto Lleras.

Y Jorge Eliécer Gaitán por los sectores populares y los sindicatos. Y así terminó, melancólicamente,
la pujante República Liberal que iba a cambiar la historia de Colombia.

El monstruo y doctor
Pero los dos arbotantes que apuntalaron esa etapa histórica, pies de amigo o de enemigo,
adversarios los dos entre sí y adversarios también de López, fueron Eduardo Santos y Laureano
Gómez. O, mejor, los fenómenos políticos que encarnaron esos dos personajes, liberal el uno y
conservador el otro. Un poder que brotaba de la prosa del periodista Eduardo Santos, que era a la
vez dueño de su periódico. También fue Laureano Gómez buen escritor y avezado periodista, y
dueño del periódico El Siglo, y también fue orador notable Eduardo Santos.

Las carreras paralelas y enfrentadas de los dos anteceden y exceden el ámbito de este capítulo
sobre la República Liberal. En 1913 el joven funcionario ministerial Eduardo Santos, recién llegado
de París, le compró el modesto y quebrado periódico El Tiempo a su cuñado, se sentó a escribir los
editoriales, puso a encabezar la redacción a su hermano Enrique, un periodista que venía de Tunja
con fama sulfurosa y taquillera de liberal recién excomulgado, y le confió la gerencia a un eficaz
empresario tolimense llamado Fabio Restrepo. Santos era un santanderista convencido, que
actuaba públicamente como si en la realidad se cumplieran las normas establecidas en los códigos.
Restrepo, por tolerante y pacifista, Santos puso su periódico de modo definitivo al servicio del
Partido Liberal en los años veinte, en plena Hegemonía Conservadora.

Y a partir de ahí se consolidó para las décadas siguientes el poder de opinión de su periódico. Su
director y propietario Eduardo Santos fustigaba en sus editoriales al embajador de los gobiernos
conservadores de Colombia en Washington, el liberal Olaya Herrera, por su mansa aprobación del
derecho de Washington a intervenir en las repúblicas latinoamericanas al socaire de la Doctrina
Monroe. Pero poco después no vacilaría en ungir a Olaya como su candidato a la presidencia. Y
unos años más tarde, con Santos en la presidencia y la Segunda Guerra Mundial en ciernes, el
periódico se volvería inconmoviblemente pronorteamericano.

Estabilizándose finalmente en lo que uno de sus futuros directores, otro sobrino nieto del doctor
Santos, llamaría «extremo centro». Y cuando doce años más tarde Rojas ganó las elecciones
presidenciales, se las birló en una noche de toque de queda un antiguo director de El Tiempo, el
para entonces presidente Carlos Lleras Restrepo. Otro presidente liberal, Alfonso López Michelsen,
que nunca fue su amigo, diría a la muerte de Santos que durante medio siglo había sido el hombre
más poderoso del país. Y, de paso, el más rico, dado que su periódico fue siempre una empresa
enormemente rentable.

Jefe único del Partido Conservador. Finalmente, presidente de la República . De tratar a sus
contradictores, liberales o conservadores y ocasionalmente incluso a algún obispo de su santa
religión, de mentirosos y sofistas, de traidores, de perjuros, de prevaricadores, de herejes, de
asesinos. Atentados personales que en su juventud no pasaban de ser simplemente verbales ,
pero que más adelante, desde la cima del poder, se hicieron sangrientamente prácticos a través de
la policía política , del detectivismo , de los «chulavitas» y de los llamados «pájaros», las bandas de
asesinos asociadas a la Policía que mataban e incendiaban en nombre del Partido Conservador.

Pero lo cierto es que toda su vida fue dejando a su paso una estela de destrucción. Contra el
gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez que él mismo había impulsado para derrocar a los
liberales. Y finalmente contra los gobiernos bipartidistas surgidos de los acuerdos del Frente
Nacional que él mismo había firmado, a los cuales trató de hacer la vida imposible con sus
exigencias y sus rabietas divisionistas, hasta su muerte en l965. A Eduardo Santos lo llamaron
siempre con respetuosa distancia, amigos y enemigos, «el doctor Santos».

A Laureano Gómez los suyos, con admiración temerosa o con odio, «el Monstruo». Y aunque los
dos fueron por un período presidentes de la república, su verdadero poderío lo tuvieron ambos
desde la oposición, toda la vida. Durante la dictadura de Rojas Pinilla, cuando por distintas razones
estaban uno y otro en el exilio, la política en Colombia se movía según los telegramas que
enviaban Gómez desde su hotel en Barcelona y Santos desde su hotel en París.

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