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¿Cómo recuperar la ética pública?

Cambiar las costumbres políticas también es responsabilidad del Estado. Para cumplir su
promesa anticorrupción Iván Duque deberá asumir tareas imprescindibles como mejorar
el sistema educativo, estimular el crecimiento de la clase media e impulsar una moral
laica. 

Por Mauricio García Villegas* 

Esto decía Montesquieu a principios del siglo XVIII: “Si quieres que tu país
progrese, debes pensar más en cómo mejorar el talante moral de la gente y menos en cómo
mejorar sus leyes”. No es que las leyes no importen, es que de poco sirven cuando
contradicen la conciencia y las costumbres de un pueblo. Muchos países tuvieron en cuenta
esta recomendación e hicieron esfuerzos por modernizar las costumbres, adaptándolas a las
leyes. Con este propósito en mente se concentraron en dos cosas: mejorar el sistema
educativo (con más cobertura y mejor acceso de todas las clases sociales) y promover el
crecimiento de la clase media a través de un sistema económico más igualitario. Así, poco a
poco, lograron una mayor sintonía entre las costumbres y las leyes, la fórmula inveterada
para cimentar la democracia y el progreso social. 
En Colombia nunca hemos tomado muy en serio esa recomendación, en parte, porque
hasta hace muy poco creíamos que el problema de la moral y de las costumbres no era
asunto del Estado, sino de la religión (la moral dependía de la fe) y, en parte, porque la vida
política estuvo dominada por élites egoístas a las que no les interesaba promover la
igualdad. Nuestros gobernantes se concentraron entonces en hacer leyes para resolver todos
los problemas sociales, como si con eso bastara; justo lo opuesto de lo dicho por
Montesquieu. 
Esta fórmula criolla (una especie de Montesquieu invertido) funcionó, mal que bien,
mientras la Iglesia tuvo poder para moralizar a la población y controlar sus costumbres.
Pero a partir de la década de los sesenta, el grueso de la sociedad colombiana se volvió
urbana, diversa y pluralista, con lo cual las autoridades religiosas empezaron a perder el
poder que tenían.
Por eso, muchos conservadores dicen hoy que el gran problema es que en Colombia
se perdieron los valores. Algo de razón tienen en eso; pero se equivocan cuando pretenden
reimplantar los valores de la sociedad tradicional de hace un siglo o más. En cambio, hay
que inculcar una moral laica fundada en el respeto, incluyente, universal y estricta.
La insuficiencia de esa moral laica en nuestro medio ha incidido en el debilitamiento
del bien público y de las virtudes ciudadanas. No es lo único, por supuesto: el narcotráfico,
la crisis de los partidos políticos (con sus efectos en el deterioro de la legitimidad de las
instituciones) y la corrupción en la justicia también ayudaron a empeorar el talante moral de
la gente. Todo esto ha afectado la calidad de las relaciones sociales y del clima de
convivencia ciudadana en general. Quizás lo más grave es la pérdida de la confianza no
solo entre los individuos, sino entre estos y sus gobernantes. La confianza es como el
combustible de una sociedad que progresa. Sin ella todo es más costoso, más demorado,
más difícil, más enredado. 
La desconfianza de los colombianos aumenta con la distancia del otro: mientras más
lejano y más indiferente es alguien, peor es su imagen. A medida que se pasa de la familia
al grupo de amigos y de allí a la gente del barrio, del pueblo y del país, los niveles de
desconfianza aumentan. El desacato a las reglas sociales y de convivencia se origina en esa
desconfianza más que en cualquier otra cosa. A nadie le gusta ser ‘el bobo del paseo’ y a
eso teme la gente cuando desconfía: que los demás se aprovechen de su cumplimiento, de
su colaboración y se salgan con la suya. 
Sin embargo, también hay que decir que los colombianos exageramos la mala imagen
del otro, tal vez por tener una visión de la realidad social demasiado sesgada por el
amarillismo de los medios y de las redes sociales. El hecho es que, incluso en Colombia, la
mayoría de la gente cumple y mientras más sienten que están en mayoría más cumplen y
más colaboran. 
Un país es más que sus montañas, sus ciudades, sus puentes y sus bancos. Es también
algo imaginario; algo invisible. Esa parte que no se ve es la cultura. No me refiero al
folclor, ni a los buenos modales (politeness), ni mucho menos al refinamiento social o
intelectual (Zeitgeist). Me refiero a la manera como las personas ven la realidad social y,
sobre todo, se ven entre ellas. Lo típico del subdesarrollo es una mirada de recelo y
desconfianza. El atraso de un país no solo se mide en cosas materiales, como la falta de
autopistas, siderúrgicas o fábricas de aviones. También se mide por la incapacidad para
confiar y colaborar; para emprender proyectos colectivos. No puedo dejar de recordar al
profesor Takeuchi, un japonés que vivió muchos años en Colombia y que decía que un
colombiano era más inteligente que un japonés, pero que dos japoneses eran más
inteligentes que dos colombianos. 
¿Qué hacer entonces para mejorar esa infraestructura inmaterial (la cultura) que nos impide
avanzar, desarrollarnos y construir una sociedad más ordenada y pacífica? ¿Qué hacer para
fortalecer los valores de respeto, tolerancia y la resolución pacífica de conflictos? Se trata
de muchas cosas y no es una tarea fácil ni de corto plazo. Pero hay tres objetivos
importantes: 1) ampliar y mejorar el sistema público de enseñanza. Mientras subsista la
situación actual de apartheid educativo, en la que los ricos y los pobres estudian por aparte
y con estándares de calidad diferentes, será muy difícil inculcar esos valores; 2) mejorar la
capacidad del Estado para sancionar a los que incumplen las normas básicas de respeto
social y se benefician del cumplimiento de los demás; y 3) construir confianza entre los
cumplidores al mostrarles que son mayoría y que su comportamiento beneficia a la
sociedad y, por ende, a ellos mismos. 
Hace 50 años Colombia era un país relativamente cohesionado por la Iglesia católica.
Con la urbanización masiva, entre otros factores, fue surgiendo una sociedad menos
homogénea en creencias y la Iglesia perdió el monopolio de esa conducción moral. Pero
estos cambios no trajeron consigo un proyecto político de educación moral sustituto, laico y
adaptado a esta nueva sociedad. Es cierto que la Constitución de 1991 contiene el catálogo
de esos nuevos valores; pero eso no basta; el derecho sin las costumbres, como digo, no
sirve de mucho. 
En un país donde tanta gente incumple normas, con tantos escándalos de corrupción y
con niveles tan altos de desconfianza, los temas éticos suelen correr una suerte lamentable.
O bien terminan desacreditados, en las manos de los cínicos y de los políticos, o bien caen
en las manos de los moralistas y los sacerdotes. Hay que evitar que eso ocurra y convertir
esos temas en asuntos estatales serios, públicos y vitales para la cohesión y el progreso. 
Si en Colombia nos importara la ética tanto como nos importa el derecho, tal vez
empezaríamos a encontrar la solución a muchos de nuestros problemas. Por eso, vale la
pena tomarse en serio la propuesta de Montesquieu.

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