Está en la página 1de 3

Nuestros adolescentes / fragmento

Juana Isola

La semana en que mi papá estuvo internado toda la familia tomó mucho champagne
porque a él le hubiera gustado. Mi abuela compraba champagne en su honor y así, mientras
dormía, nosotros rellenábamos el vaso de telgopor del hospital con alcohol, un poco para
hacernos los graciosos, un poco para soportarnos, emborracharnos y mirarnos a los ojos sin
llorar. Mi abuela dijo que podíamos tomar tranquilos porque cada familia tiene sus códigos
entonces alzamos los vasos y con ese gesto quedó aceptada la costumbre de beber
mientras otro se muere despacio en la habitación de al lado.
Mi papá servía alcohol para dar buenas y malas noticias, generando una expectativa
enorme. Antes de su internación, me llamó a los gritos al comedor, donde tenía dos copas
de champagne rosado servidas en la mano. Me dio una copa y me señaló un sobre con
dólares. Andá a conocer Europa, y guiñó un ojo. Yo ya había ido a Europa pero levanté la
copa y le di un abrazo.
Dentro de los tratamientos alternativos que hizo había uno que era la terapia de la risa.
Consistía en darse las manos con muchas personas en ronda y reír a carcajadas aunque
fuera forzado. Mi papá lo hacía dos veces por día y en general en el turno de la mañana,
como estaba solo, le pedía a la empleada que le diera las manos y se reían juntos durante
quince minutos.
Le tiramos champagne al ataúd y el sacerdote se ofendió porque consideró que diluía el
agua bendita. No nos importó que Martin tomase un trago largo del pico y pasase la botella
alrededor para que circulase en ronda.
Me la dio a mí primero y la miré a mamá para buscar aprobación pero ella estaba
compenetrada escuchando un bolero que cantaba sus hermanas, así que tomé y pasé la
botella. Mi tía cantaba una canción que decía que el varón que no había amado con pasión
no podía llamarse varón. Mi mamá tenía los ojos cerrados y movía la cabeza hacia los
lados, la botella seguía circulando y los más desconocidos comenzaron a irse.
Lloré un poco, en realidad lloré muchísimo, casi no podía respirar. Lisandro me sostenía
de la cintura y mi cuerpo se caía hacia abajo como el truco de la varita mágica que se
desarma.
Cuando ya quedábamos pocos, mamá se acercó con la botella en la mano y le dijo ¿Vos
viste cómo llovió anoche? Se lo dijo de forma violenta. Le contó que la lluvia la había
asustado, había creído que lo iba a enterrar en un dia nublado, como el principio de una
vida miserable mientras los vecinos dormían la siesta con el sonido del agua.

Despedida
Natalia Romero
El principio luminoso

El miedo también es esta forma


con la que tipeo tu nombre,
digo hola, no,
no tipeo el nombre
no te nombro,
digo, el sábado voy a buscar mis cosas.
Digo, estoy triste.
El miedo también es esto.
Llegar a tu casa, sacar la llave de la maceta,
abrir la puerta
mi amiga me espera en el auto,
entro,
no estás.
La perra me lame las manos,
me lame como si lamiera mis heridas,
la dejo,
la dejo que me cure
quiero creer que me está curando.
Entro,
la casa es la misma pero no la reconozco.
La que se fue
no es la misma que ahora entra,
esta soy yo me digo,
entro para irme.
Esto es el miedo,
lo digo en voz alta
miedo de no verte nunca más.
Saco mis cosas,
los libros, las camisas, los vestidos,
mi taza, un perfume.
Una piedra de cuarzo,
lo que no refleja
lo que escondió.
El miedo,
no decir más que esto.

El corazón de un perro / fragmento


Laurie Anderson

Cuando Lolabelle estaba muy enferma, la llevamos al hospital. Pasamos mucho tiempo con
los veterinarios y siempre te querían dar ese discurso preparado acerca del dolor, que era:
"Obviamente no quieren que sufra. Así que le damos una inyección para dormirla y después
otra, y deja de respirar". Y cada vez que me decían eso, yo decía: "Mirá, yo sé que que
queres decir esto, pero no lo vamos a hacer, así que no importa". Pero aún así insistían en
dar el discurso. Yo estaba muy preocupada así que llamé a nuestro maestro budista y él
dijo: “Los animales son como las personas. Se acercan a la muerte y después retroceden.
Es un proceso y no tenés el derecho a quitárselo". Dijo: "Deberías ir y sacarla del hospital y
llevarla a tu casa”. Casi lo mismo que diría tu abuela judía. Conseguí sedantes, conseguí
buena comida y conseguí llevarla a casa. Así que fuimos al hospital y trajimos a Lolabelle a
casa. Nos quedamos con ella tres días mientras su respiración se hacía cada vez más lenta
y después se frenó. Aprendimos a amar a Lola de la misma forma en que ella nos amó, con
una ternura que no sabíamos que podíamos tener.

En El Libro Tibetano de los Muertos lo que está prohibido es llorar. El llanto no está
permitido porque supuestamente confunde a los muertos, y no hay que invocarlos de vuelta
porque en realidad no pueden volver. Así que nada de llorar. Cuando murió Lolabelle,
nuestro maestro dijo: "Cada vez que piensen en ella, regalen algo o hagan algo amable". Yo
dije: "Entonces estaría regalando cosas sin parar. Y él dijo... "¿Y?"

Y me llevó tanto tiempo entenderlo, porque la muerte casi siempre se trata de culpa o
remordimientos. "¿Por qué no la llamé? ¿Por qué no dije eso?” Se trata más de vos que de
la persona que murió. Pero finalmente lo vi. La conexión entre el amor y la muerte. Y que el
propósito de la muerte es liberar al amor.

También podría gustarte