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La evolución desde la comprensión

alquímica del universo


Alquimia
El alquimista, el jardinero de la evolución de la materia hacia el espíritu o el conductor
del viaje espiral de regreso a la fuente.
Autor: cadenaaurea
junio 17, 2016

La alquimia habla del adepto como de un jardinero. Encontramos una definición del
alquimista como un “agricultor celestial”, como el guardián del paraíso que yace detrás
de las falsas apariencias del mundo material y, según cuenta Manly P. Hall, la alquimia
es “la servidumbre voluntaria a la naturaleza” (una definición que Hall dice haber
encontrado en la obra de Basilio Valentino). La cualidad de servicio que es el distintivo
de todo trabajo espiritual se manifiesta como un cuidado, como una veneración, como
una fe que celebra la maravilla magistral de la Creación.  

El hakim Álvaro Remiro señala:

Por ello, la transmutación desde el punto de vista hermético no es una materia


transformándose en otra, sino que es la liberación de los frenos que impiden la perfecta
manifestación del espíritu en la propia materia.

El plomo no se trasforma en oro, porque el espíritu que lo anima siempre fue, es y será
oro. El germen metálico es, en todos los casos, una semilla que tiende al oro. El
alquimista sólo tiene que  disolver y purificar aquello que impide al espíritu metálico
manifestar su perfección

El proceso alquímico, que comprende también la liberación del potencial interno del ser
humano o pequeño universo, en toda su rica variedad de operaciones químicas y
filosóficas  –por ejemplo la rectificación, la purificación, o la disolución y la
coagulación (y demás operaciones reales y simbólicas que sintonizan la energía creativa
del cosmos)– en realidad no es más que la asistencia en conciencia al proceso que lleva
la naturaleza: un cumplimiento de un destino sembrado en el corazón de la materia. Es
decir, el destino del espíritu creciendo hacia su manifestación irrestricta, en toda su
gloria y esplendor. El alquimista es el facilitador, o quizás más aún, el testigo de la
transformación irreprimible de los cuerpos en la sustancia simple de la luz. Este es el
oro que deleita a los filósofos. 

El profesor de simbolismo Raimon Arola escribe en Ars Gravis:

El testimonio de la experiencia a la que nos hemos referido es, como el cristianismo,


universal. Y por eso, aunque secreta, numerosos personajes se han referido a ella
mediante palabras más o menos veladas, un ejemplo sería el siguiente texto del maestro
Eckhart que dice lo siguiente: “De la nobleza del hombre interior, del espíritu, y del
carácter vil del hombre exterior, de la carne, hablan también los maestros paganos
Tulio [Cicerón] y Séneca: no hay alma razonable sin Dios; la simiente de Dios está en
nosotros. Si encontrara un buen labrador, sabio y trabajador, prosperaría mejor y
crecería hacia Dios, de quien es la simiente, y el fruto llegaría a ser de la naturaleza de
Dios. La semilla del peral crecerá hasta ser un peral; la semilla del nogal, hasta ser
nogal; la simiente de Dios, hasta ser Dios. Pero, si sucede que la buena simiente tiene
un labrador torpe y malvado, entonces crecerá la zarza y cubrirá y ahogará a la
semilla buena, de manera que no llegue a la luz ni pueda madurar. Y, sin embargo,
Orígenes, un gran maestro, dice: dado que es Dios mismo quien ha vertido, impreso y
germinado esa semilla, puede suceder muy bien que se halle tapada y oculta, pero
jamás aniquilada ni anulada en sí misma; brilla y resplandece, ilumina y arde y se
inclina, sin cesar, hacia Dios” Se trata de un comentario del maestro Eckhart a Juan 3,
9: “Todo aquel que es nacido de Dios, no peca, porque su simiente permanece en él; y
no puede pecar, porque es nacido de Dios”.

A lo que nos podemos preguntar, ¿acaso es posible que exista en el gran jardín del
cosmos, una semilla cuyo verdadero origen no sea la divinidad misma, el Uno, la Fuente
Eterna? ¿Acaso es el rayo de luz distinto al Sol? De lo cual resulta razonable pensar,
como señala Orígenes, que todo avanza, a distintos ritmos, pero sin lugar a dudas
indeteniblemente hacia Dios. Así todos los metales avanzan hacia el oro y todos los
espíritus a ese Sol Invisible. “Sólo el cuerpo que ha vuelto a nacer por el Espíritu Santo
es la perla dispuesta hacia el Oro, como lo está el carbón respecto al sol”, dice
Paracelso. ¿Y qué es este volver a nacer, más que la anulación del ser individual
separado y el abrazo de su íntima realidad, que es Dios? O como señala Ibn-Arabi en su
magnífico Tratado sobre la Unidad: “De ahí las palabras ‘Quien se conoce a sí mismo
conoce a su Señor'”, quien comprende esto “comprenderá que el que sabe y lo sabido es
Él, que el que ve y el que es visto es Él”

Es por esto que el alquimista es un químico y un filósofo al mismo tiempo, ocurre una
química espiritual a través de la gnosis: el acto de conocer transforma al adepto en lo
conocido, así resplandece el oro filosófico como una chispa en rostro del Sol. Como
dice el Evangelio de San Juan, “la verdad os hará libres”. Es la sabiduría la que libera al
adepto (que se ha vuelto indistinguible de su obra) de la prisión material y de la ilusión
de la separación y hace florecer, en un acto de conciencia, la semilla en él de Él.  

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