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La alquimia habla del adepto como de un jardinero. Encontramos una definición del
alquimista como un “agricultor celestial”, como el guardián del paraíso que yace detrás
de las falsas apariencias del mundo material y, según cuenta Manly P. Hall, la alquimia
es “la servidumbre voluntaria a la naturaleza” (una definición que Hall dice haber
encontrado en la obra de Basilio Valentino). La cualidad de servicio que es el distintivo
de todo trabajo espiritual se manifiesta como un cuidado, como una veneración, como
una fe que celebra la maravilla magistral de la Creación.
El plomo no se trasforma en oro, porque el espíritu que lo anima siempre fue, es y será
oro. El germen metálico es, en todos los casos, una semilla que tiende al oro. El
alquimista sólo tiene que disolver y purificar aquello que impide al espíritu metálico
manifestar su perfección
El proceso alquímico, que comprende también la liberación del potencial interno del ser
humano o pequeño universo, en toda su rica variedad de operaciones químicas y
filosóficas –por ejemplo la rectificación, la purificación, o la disolución y la
coagulación (y demás operaciones reales y simbólicas que sintonizan la energía creativa
del cosmos)– en realidad no es más que la asistencia en conciencia al proceso que lleva
la naturaleza: un cumplimiento de un destino sembrado en el corazón de la materia. Es
decir, el destino del espíritu creciendo hacia su manifestación irrestricta, en toda su
gloria y esplendor. El alquimista es el facilitador, o quizás más aún, el testigo de la
transformación irreprimible de los cuerpos en la sustancia simple de la luz. Este es el
oro que deleita a los filósofos.
A lo que nos podemos preguntar, ¿acaso es posible que exista en el gran jardín del
cosmos, una semilla cuyo verdadero origen no sea la divinidad misma, el Uno, la Fuente
Eterna? ¿Acaso es el rayo de luz distinto al Sol? De lo cual resulta razonable pensar,
como señala Orígenes, que todo avanza, a distintos ritmos, pero sin lugar a dudas
indeteniblemente hacia Dios. Así todos los metales avanzan hacia el oro y todos los
espíritus a ese Sol Invisible. “Sólo el cuerpo que ha vuelto a nacer por el Espíritu Santo
es la perla dispuesta hacia el Oro, como lo está el carbón respecto al sol”, dice
Paracelso. ¿Y qué es este volver a nacer, más que la anulación del ser individual
separado y el abrazo de su íntima realidad, que es Dios? O como señala Ibn-Arabi en su
magnífico Tratado sobre la Unidad: “De ahí las palabras ‘Quien se conoce a sí mismo
conoce a su Señor'”, quien comprende esto “comprenderá que el que sabe y lo sabido es
Él, que el que ve y el que es visto es Él”
Es por esto que el alquimista es un químico y un filósofo al mismo tiempo, ocurre una
química espiritual a través de la gnosis: el acto de conocer transforma al adepto en lo
conocido, así resplandece el oro filosófico como una chispa en rostro del Sol. Como
dice el Evangelio de San Juan, “la verdad os hará libres”. Es la sabiduría la que libera al
adepto (que se ha vuelto indistinguible de su obra) de la prisión material y de la ilusión
de la separación y hace florecer, en un acto de conciencia, la semilla en él de Él.