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Casa Konor PDF
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noche desde aquí... Sin embargo, el polvo depositado allí, y que cubre
con una capa muy gruesa el suelo y el mobiliario, no muestra más tarde
ningún signo de haber sido removido.
–¿Posee pruebas convincentes de la presencia del Hombre Resplan-
deciente?
–Eso creo –replicó secamente Naripse–. Yo mismo lo vi la noche
anterior a que le escribiera pidiéndole que viniera a verme. Entré en la
casa después de la puesta de sol, y cuando me encontraba en las escale-
ras lo vi; la alta figura de un hombre, absolutamente blanco y resplan-
deciente. Me estaba dando la espalda, pero los hoscos hombros encogi-
dos y la cabeza inclinada reflejaban un grado de animosidad siniestra
que excedía cualquier otra cosa que haya visto jamás. Así que lo dejé a
él en posesión del lugar, porque de todos es sabido que todo aquel que
ha intentado dejar su tarjeta en la Vieja Casa Konnor también ha
dejado allí su cordura.
–En efecto, suena bastante absurdo –dijo el señor Low–, pero
supongo que aún no hemos oído todo sobre el caso, ¿verdad?
–No, hay una tragedia relacionada con esa casa, pero es una historia
bastante ordinaria y de ninguna manera explica la presencia del Hom-
bre Resplandeciente.
Naripse era un joven adinerado, que pasaba la mayor parte del
tiempo en el extranjero, pero la anterior conversación trascurría en el
lugar al que él siempre se refería como su hogar: un pabellón de tiro
junto a su enorme coto de urogallos en la costa oeste de Escocia. La
vivienda era una pequeña casa construida en un valle de humedales, y
estaba situada junto a un río truchero que bordeaba el jardín.
Desde la alta planicie un poco más arriba, donde el páramo se
extendía hasta el Estuario de Solway, era posible en los días claros ver la
oscura cumbre del Ailsa Crag elevándose sobre las ondas brillantes del
agua. Pero el señor Low llegó allí precisamente en un periodo de mal
tiempo y no se alcanzaba a ver nada por los alrededores de la casa, a
excepción de unos acres de terreno bajo empapado, y una curva del
pequeño río amarillo y revuelto, y más allá el contorno turbio de las
colinas agolpadas y brumosas por la incesante lluvia. Eran ya probable-
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todo este asunto! –dijo Naripse–. Reconozco que fui un idiota al decir
lo que dije sobre la Vieja Casa, pero nadie a excepción de un asno como
Jack se hubiera tomado el reto en serio. ¡Qué ganas de que pase la
noche! En todo caso, esa luz se apagará dentro de dos horas.
Incluso para el señor Low la noche se hizo insoportablemente larga;
pero al romper el alba dejó el libro en el sofá, se estiró y dijo:
–Será mejor que nos pongamos en marcha; vayamos a ver qué hace
Sullivan.
La lluvia comenzó a caer de nuevo; caía en apretadas líneas rectas
sobre los dos hombres mientras avanzaban por la avenida hacia la Vieja
Casa Konnor. A medida que descendían la arboleda se fue haciendo
más densa a ambos lados del camino que, entre curvas, les llevó hasta la
planicie en la que se alzaba la casa.
Aunque era un edificio moderno de ladrillo rojo, bastante pinto-
resco con sus hastiales y tejadillos voladizos inclinados, parecía estar
desolado y resultaba bastante intimidante en la grisácea luz del amane-
cer. A la izquierda se extendían los prados y jardines, a la derecha la
colina descendía abruptamente hasta el arroyo que se desplomaba en
un torrente rugiente de más de noventa metros de caída. Condujeron
el carro hasta los establos vacíos y luego caminaron a toda prisa hacia la
casa pasando directamente bajo la ventana de la biblioteca. Naripse se
detuvo frente a esta y gritó:
–¡Hola, Jack! ¿Dónde estás?
Al no recibir ninguna respuesta, se dirigieron a la puerta de entrada.
La oscuridad del húmedo amanecer y el pesado olor de aire estancado
invadieron el enorme recibidor mientras los hombres contemplaban el
terrible vacío. El silencio dentro de la propia casa era opresivo. Naripse
volvió a gritar y el sonido retumbó duramente por los pasillos cris-
pando el silencio que los inundaba. Acto seguido guió al señor Low
hacia la biblioteca a toda prisa.
Cuando se aproximaron a la puerta, les llegó una oleada de un olor
nauseabundo, e inmediatamente descubrieron la figura de Sullivan
tirada en la parte de fuera de la entrada; su cuerpo estaba retorcido y
rígido, como si sufriese un dolor extremo; su perfil contorsionado y
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cionaron las fuerzas para actuar. Vio su propia mano moviéndose vio-
lentamente, pasaba una y otra vez a través del rostro cercano, y sin
embargo ¡jura que sintió un pequeño impacto y que vio temblar la
gruesa y vidriosa piel! Entonces, en un último esfuerzo, logró despe-
garse del sofá, corrió hacia la puerta, la abrió con desesperación y se
precipitó hacia delante en un rojo abandono, y después cayó y cayó... Y
no recuerda nada más.
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–Podría ser. Es un caso muy turbio, pero la enfermedad, sea cual sea
su nombre, parece estar en la familia de Bowie; creo que su tío, Sir
James Mackian, tuvo precisamente síntomas similares durante la enfer-
medad que lo llevó a la muerte. También falleció en esta institución,
pero eso ocurrió antes de que yo llegara aquí –contestó el asistente
médico.
Tras un examen en mayor profundidad del cuerpo, el señor Low se
marchó, y durante uno o dos días estuvo muy atareado en una habita-
ción de invitados que Naripse puso a su disposición. Lo único que
necesitaba era una mesa de cartas y una silla, explicó el señor Low, y
añadió a esto un microscopio, un aparato para producir calor húmedo
y el abrigo que llevaba Sullivan la noche de su aventura. Al finalizar el
tercer día, cuando Sullivan estaba ya en los últimos estadios de su recu-
peración, el señor Low visitó por segunda vez la Vieja Casa Konnor
acompañado por Naripse, y Low habló de algunas de sus conclusiones
sobre los extraños sucesos que habían tenido lugar allí. Será una tarea
sencilla comparar la teoría del señor Flaxman Low con las experiencias
narradas por Sullivan, y con los descubrimientos posteriores que de
alguna forma vienen a confirmar sus conclusiones.
El señor Low y su anfitrión llegaron evitando la entrada, como la
primera vez, y también guardaron el caballo en el establo como enton-
ces. Eran las primeras horas de la tarde de un día seco y gris. Mientras
ascendían por el camino que llevaba a la casa y, tras echar un vistazo
durante unos segundos a la ventana de la biblioteca, el señor Low
comentó:
–Esa habitación tiene aspecto de estar ocupada.
–¿Por qué?... ¿Qué le hace pensar eso? –preguntó Naripse con cierto
nerviosismo.
–Es difícil decir por qué, pero da esa sensación.
Naripse sacudió la cabeza desanimado.
–Yo mismo he tenido siempre esa misma sensación –respondió–.
¡Ojalá Sullivan estuviera ya bien y pudiera contarnos lo que vio allí
dentro! Fuera lo que fuera, casi le cuesta la vida. No creo que podamos
averiguar nada más definitivo sobre el asunto.
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qué afecta sólo a una pequeña zona? No es posible que pueda explicar
eso, no es posible que ya lo haya deducido.
–Mire alrededor y siga mis razonamientos –contestó el señor
Low–. Cuando vinimos a recoger a Sullivan, noté que la cantidad de
polvo excedía la acumulación que normalmente se encontraría incluso
en los lugares más descuidados. Usted también puede apreciar que es
de color verdoso y de grano extremadamente fino. Este polvo es de la
misma naturaleza que el polvo que hay en el interior del hongo pedo
de lobo, y está compuesto de diminutas partículas o esporas. Descubrí
que el abrigo de Sullivan estaba cubierto de este polvo fino, y en el
cuello y la parte superior de la manga encontré una o dos gotas pegajo-
sas idénticas a esas gotas de lluvia, como usted las denomina. Apli-
cando la lógica, concluí por su posición en el cuerpo que debían de
haber caído desde arriba. A partir del polvo, o más bien esporas, que
encontré en el abrigo de Sullivan, he logrado obtener desde entonces
cultivos de al menos cuatro especies distintas de hongos, de las cuales
tres pertenecen a conocidas especies africanas; pero la cuarta, por lo
que yo sé, nunca ha sido descrita, pero se aproxima bastante a una de
las faloideas.
–Pero ¿qué hay de las gotas de lluvia, o lo que sean? Creo que gotea-
ron de aquella terrible mancha.
–Las gotas proceden de esa mancha del techo, y son causadas por el
desconocido hongo al que acabo de referirme. Madura muy rápido y se
pudre totalmente durante esa maduración, licuándose en una especie
de gelatina oscura llena de esporas que se derrama y desprende un olor
extremadamente repulsivo. Finalmente la gelatina se seca dejando el
polvo de esporas.
–No sé mucho sobre esas cosas –respondió Naripse vacilante–, y me
admira ver que usted sabe más que suficiente sobre el tema. Pero, escu-
che, ¿cómo explica la luz? Usted mismo la vio ayer noche.
–La clave está en que las tres especies de hongos africanos poseen
unas propiedades fosforescentes ampliamente conocidas que se mani-
fiestan no sólo durante el periodo de descomposición, sino también
durante el periodo de crecimiento. La luz sólo es visible de vez en
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