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EL SÓTANO DE LA PESTE1

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(1) Título original: “The Plague-Cellar”. Publicado por vez primera el
24 de agosto de 1985 en la revista The Weekend Scotsman. Posteriormente
Kenneth Gelder lo incluyó en su edición de Stevenson’s Scottish Stories and Es-
says (Edinburgh University Press, Edimburgo, 1989), de donde lo he tradu-
cido, cotejando el texto con la edición de Ian Bell, Robert Louis Stevenson,
The Complete Short Stories - The Century Edition Vol. I (Henry Holt and
Company, Nueva York, 1995).
Es el primer relato que se conserva de RLS y en principio iba a titularse
“The Plague Seller” [v. Frank McLynn, Robert Louis Stevenson. A Biography,
Pimlico, Londres, 1994, pág. 27]. Aunque Roger G. Swearingen cree que fue
escrito «en el verano de 1864» [The Prose Writings of Robert Luis Stevenson: A
Guide, Archon Books, Hamden (Connecticut), 1980, pág. 3], o sea antes de
cumplir catorce años, posiblemente date de 1865, cuando intentó escribir
algo sobre los covenanter (pactistas), partidarios del National Covenant
(Pacto Nacional), redactado en 1638 para oponerse a las tentativas del rey
Carlos I de anglicanizar la iglesia presbiteriana escocesa. En principio RLS
pensaba en una novela sobre la insurrección de 1666 en el Pentland (región
al norte de Escocia) como consecuencia de que el Parlamento declarase ilegal
el Pacto en 1661 y ordenase quemar todos los ejemplares del mismo. Pero la
destruyó, aunque utilizó parte del material para este relato, cuya trama se
desarrolla a comienzos de 1667, uno o dos meses después de la insurrección,
así como aprovechó sus estudios preliminares para el breve folleto anónimo
“The Pentland Rising”, publicado privadamente en Edimburgo en 1866 a
expensas de su padre.

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El viento frío bramaba con lúgubre cadencia a través de
las calles en forma de embudo, subiendo por la tortuosa
calle mayor y rodeando la base del castillo, levantando pe-
queñas olas en el triste Nor’ Loch y sacudiendo los cru-
jientes árboles hasta hacer caer más hojas marchitas que
nunca. Las nubes vaporosas que pasaban a la deriva por
delante de la luna creciente, tan pronto la ocultaban con
su gris abrazo, como dejaban que cayera sobre aquella
pintoresca ciudad antigua un trémulo destello de espec-
tral palidez. Había helado bastante y todas las calles esta-
ban resbaladizas; y a pesar del vendaval los rincones más
resguardados del Loch se habían congelado en forma de
hielo acuoso. Todo auguraba que nevaría antes del ama-
necer.
Así que el canónigo magistral Ephraim Martext, anti-
guo pastor evangelista, cerró la puerta tras de sí de mala
gana y salió a la calle de una zancada. Allí se sentía prote-
gido; pero un momento después, al entrar en el Grass-
market, el viento casi lo derribó al suelo, tirando brusca-
mente de su capa hasta rodear sus robustas piernas. El
canónigo magistral Ephraim se ajustó al cuerpo todavía
más su refractario atuendo y se inclinó ante la ráfaga. Al
mismo tiempo la luna disipó una nube, aunque a decir

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R.L. Stevenson

verdad para ocultarse tras otra; pero dio tiempo a que un


destello pálido e incierto cayera sobre aquel cadalso, que
el día anterior se había teñido con la sangre de los cinco
insurgentes de Pentland2.
El semblante del canónigo magistral Ephraim se en-
sombreció.
–Otra noche ominosa –dijo entre dientes–. ¡Ay, Se-
ñor, cuánto tiempo vas a demorar el día de tu venganza!
Después de caminar unos cuantos minutos, entró en
el tortuoso callejón que le habían indicado y se detuvo
ante la puerta. Sacó la llave que le habían adjuntado en la
carta y la introdujo en la cerradura. Con un crujido el ce-
rrojo retrocedió; con un chirrido la puerta giró sobre sus
goznes. El eclesiástico la cerró cuidadosamente tras de sí;
y luego se volvió para examinar el panorama. Un amplio
vestíbulo y una magnífica escalera aparecieron ante sus
ojos, el primero pavimentado con grandes baldosas, la
otra con barandillas de roble a ambos lados, y los dos su-
cios y mugrientos, cubiertos de telarañas y alfombbrados
(sic) de polvo. En un pequeño espacio alrededor de la
puerta el aire y el acceso de gente habían quitado el polvo;
pero Martext pudo ver huellas de pisadas ascendentes que
se conservaban con exactitud en la cobertura de los pelda-
ños. Todo aquel panorama lo ponía de maniffiesto (sic) el
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(2) El primer sublevado fue ejecutado en Edimburgo el 7 de diciembre
de 1666, y el último el 22 de diciembre de aquel mismo año [véase James
Kirkton, The Secret and True History of the Church of Scotland, from the Resto-
ration to the year 1678…, J. Ballantyne, Edimburgo, 1817, págs. 248-249].

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El sótano de la peste

resplandor amarillo de una lámpara de aceite protegida


de las fuertes corrientes de aire en un farol estable situado
en el primer rellano. Un escalofrío sobrecogió el corazón
del pastor. El fuerte viento que soplaba y la helada le cor-
taban el rostro y las manos pertinazmente; pero deseaba
volver a salir. «¡Pobre muchacho!», pensó. «Sería una lás-
tima abandonarlo. ¿Quién tiene más derecho a mi ayuda
y ministerio que aquellos que han combatido por mi igle-
sia? No obstante este lugar es espeluznante, y el aire es ex-
traordinariamente malsano».
Luego, hizo acopio de valor y subió corriendo cuatro
tramos de escalones hasta donde una puerta abierta per-
mitía que saliera al rellano más alto un destello de parpa-
deante luz roja. Entró. La habitación era grande, de techo
bajo, sin alfombbrar (sic) y desamueblada. En un ex-
tremo había un montón de capas descoloridas, emporca-
das y manchadas de sangre, con un par de pistolas, un sa-
ble desenvainado, y una Biblia con un agujero negro de
bala que la atravesaba exactamente por la mitad. Muy
cerca, un gran fuego de leña ardía con un pálido resplan-
dor rojo, que de vez en cuando se convertía en vacilantes
lenguas de llama, en una chimenea revestida de azulejos
azules de cuadros holandeses; y en cuanto las llamas se
elevaban, Moisés daba un golpe en la roca con su vara le-
vantada y el fuego se enroscaba alrededor de los niños
hebreos y su divino compañero en el horno siete veces
calentado, y los diablillos que daban vueltas alrededor de
San Antonio agitaban sus brazos deformados y aumenta-

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R.L. Stevenson

ban de tamaño y menguaban transformándose de peque-


ños y rechonchos duendes en colosales Apolos; y entonces
las llamas volvían a decaer; y los cuadros volvían a conver-
tirse en fríos azulejos. Delante del fuego se encontraba un
hombre alto y delgado, cetrino, de unos veintisiete años
de edad. Su rostro estaba consumido y demacrado; lle-
vaba atada en la frente una servilleta manchada de sangre;
y en sus ojos se advertía un brillo esquivo, feroz, febril. Su
ropa estaba desgarrada, en desorden y llena de barro. Pa-
recía muy raro comparado con el rostro serio, sensato y
las prendas negras y correctas del respetable eclesiástico.
Omitiré los primeros saludos que fueron como tantos
otros. En cuanto se puso delante del fuego, calentándose
los dedos doloridos por la helada, el canónigo magistral
Ephraim empezó a hablar:
–Y bien, Maese Ravenswood, ¿qué te hizo citarme
aquí? Es una noche gélida y tempestuosa: no es recomen-
dable que el Consejo 3 me encuentre con un maldito re-
belde, sacrílego y asesino… pues así es como te llaman,
Maese Ravenswood 4.
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(3) Se refiere al Privy Council of Scotland [Consejo Privado de Escocia],
consejo de gobierno que evolucionó a partir del primitivo Consejo del Rey.
Integrado por los principales funcionarios del Estado y de la Casa Real, se
reunía a voluntad del soberano para debatir asuntos políticos y administrati-
vos. En la época en la que está situado el relato lo presidía James Sharp
(1613-1679).
(4) Este personaje ficticio, como el propio Martext, podría ser un home-
naje a Walter Scott, pues así se llama el protagonista de su novela histórica
The Bride of Lammermoor (1819).

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El sótano de la peste

–¿Vino a regañadientes? –preguntó Ravenswood, en


un tono desabrido–. Todavía está a tiempo de irse.
–No, de eso nada, me has interpretado mal –respon-
dió Martext, afectuosamente–. No sería correcto que un
tío abandone a un sobrino, ni un pastor a un defensor de
su misma fe: únicamente pretendía que te dieras prisa, ya
que no deben darse cuenta de mi ausencia.
–Tal vez le necesite más de lo que piensa. A veces creo
que voy a volverme loco, permaneciendo aquí solo en esta
casa deshabitada. Anoche Corsack 5 estuvo sentado ante
mí durante una hora mirándome desafiante de una ma-
nera extraña con sus ojos llenos de vida en su rostro
muerto; y me habló –dijo–: ¡Ay! Mr. Martext, me gusta-
ría que rezara por mí.
Era una época de superstición: a Martext le interesaba
lo que había oído.
–¿Qué dijo?… ¿qué es lo que dijo, Ravenswood? –le
preguntó en voz baja y ronca.
–Es extraño –dijo el otro–. Para contarle lo que me
dijo tuve que mandar al pobre Donald a que le entregase
la carta; y ahora que está usted aquí no me atrevo a hablar.
Tendré que forzarme. Escuche: usted sabe bien que mi fa-
milia fue una de las primeras en ser afectada por la peste
de 16616. Mi hermana Janet entró en el armario secreto
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(5) John Neilson of Corsack era un covenanter que fue arrestado y tortu-
rado en Edimburgo, siendo ejecutado el 14 de diciembre de 1666 [véase
“The Pentland Rising”, págs. 215-216 y nota 35].
(6) La última epidemia de peste bubónica registrada en Edimburgo fue

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de la escalera. Cómo encontró el resorte sólo el cielo lo


sabe; pues cuando la encontramos tendida, afectada por
la peste, en los escalones de fuera sólo pudo decir que ha-
bía entrado en el sótano. Aquella misma noche murió.
Mi padre decidió descubrir el misterio. Con su propia
mano rompió el panel y entró; y dos horas más tarde un
antiguo criado lo encontró tendido en el suelo con la
marca de la peste en el rellano en lo alto de un estrecho
tramo de escalera. Ambos murieron aquella noche. Tam-
bién todos los que cruzaron aquella puerta fatal se vieron
afectados como los que entraron. Alarmada, mi madre
llamó a unos obreros para tapar la entrada. Los carpinte-
ros corrieron la misma suerte que los demás.
–Ya he oído todo eso antes, amigo mío –dijo el canónigo
magistral Ephraim, viendo que el narrador hacía una pau-
sa–; aunque no es del todo comparable. El Señor, en su sabi-
duría, había permitido que hubiera varios de esos nozivos
(sic) receptáculos de la Muerte. En alguna parte de esta ciu-
dad hay más de uno, en el que los vecinos viven saludable-
mente atemorizados. Pero ¿qué tiene que ver esto, Maese
Ravenswood, con las palabras del fantasma de Nielson?
–Pronunció palabras que no puedo mencionar; pero
me dijo que intentara entrar en el sótano de la peste.
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en 1645, por lo que la que cuenta Stevenson es ficticia. La elección de la fe-
cha no parece casual: en 1660 se produjo la Restauración de la monarquía in-
glesa con la entronización de Carlos II, que volvió a establecer el episcopa-
lismo aboliendo el presbiterianismo, con lo cual empezó la persecución de
los covenanter.

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El sótano de la peste

–¡No lo permita Dios!


–He tenido un augurio –respondió Ravenswood, en
un tono sepulcral, con un fulgor en los ojos todavía más
extraño–; y además, es por una causa mayúscula. Me dijo,
señor, tan claramente como podría hablar un hombre
vivo que quien entrase en el sótano de la peste salvaría a
nuestra Iglesia de su lamentable estado actual 7.
Cualquier espectador imparcial podría haber com-
prendido que las palabras de Ravenswood eran producto
de la fiebre. El tétrico furor de sus ojos, el temblor de sus
manos demacradas, la verbosidad e insensatez de sus pa-
labras, todo contribuía a probar el mismo hecho. Pero en
cuestiones de superstición en el año 1667 los hombres re-
nunciaron a su prerrogativa del sentido común. Además,
quién es más sordo que el que no quiere oír. Maese Mar-
text deseaba creer en la posible renovación de su Iglesia
oprimida, y la imposibilidad material del asunto no le in-
dignaba demasiado.
–Un propósito mayúsculo, como dices, pariente –res-
pondió–, un propósito mayúsculo. ¿Cuál es el otro augurio?
–Es más cierto todavía. ¿Ve usted aquí mi Biblia aguje-
reada por la bala de un dragón erastiano8? Después de la
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(7) Se refiere a la persecución de los pastores disidentes que se menciona
en la nota anterior [véase “The Pentland Rising”, pág. 204 y notas 23 y 35].
(8) Partidario del médico y teólogo suizo Thomas Liebler o Lieber
(1523-1583), más conocido por su nombre en griego Erastus [el Amado],
que fue catedrático de la Universidad de Heildelberg y escribió un libro
(publicado póstumamente en 1589) en el que atacaba la doctrina calvinista

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R.L. Stevenson

visión la abrí en busca de algún mandato divino. Librado


de la trayectoria de la bala por un milagro, encontré el
mandato: Quien busca halla9.
Durante un buen rato el predicador estuvo dándole
vueltas a las extrañas revelaciones de su contertulio. Final-
mente levantó la cabeza.
–¿Te atreverías? –le preguntó.
–¡Atreverme! –fue su única respuesta: pero la dijo en
un tono tan firme y tan entusiasta que acalló cualquier
duda en la mente de Maese Ephraim.
–¡Que el Señor Dios de Isaac y de Israel te guíe y asista!
Yo esperaré en el rellano de arriba para captar lo que pudie-
ras decir si a ti también te aqueja repentinamente. Supon-
go que yo también debo morir; pero procura, hijo mío, ce-
rrar la puerta cuando salgas, no sea que en cuanto pase por
delante quede incapacitado para difundir el secreto.
El apesadumbrado rostro del pastor enalteció su noble
determinación.
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según la cual los tribunales eclesiásticos tenían derecho a excomulgar y casti-
gar a los herejes. Según él lo eclesiástico debía estar subordinado al poder se-
cular; o sea, abogaba por la supremacía del Estado en materia religiosa. A la
Iglesia de Inglaterra (anglicana) se la ha llamado a veces erastiana porque el
Estado controla su ritual y sus temporalidades, reservándose el Rey el nom-
bramiento de obispos y otras dignidades eclesiásticas. Por el contrario, la
Iglesia de Escocia (presbiteriana) sostenía que la «llamada» de la congrega-
ción era la única forma de elegir ministros.
(9) Referencia bíblica: Mateo 7, 7-8. En “The Pentland Rising” (pág.
214) la bala con la que intentan matar al perseguidor Tom Dalyell la desvía
su coleto.

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El sótano de la peste

Ambos se levantaron sin decir palabra. Ravenswood


iba delante, con ojos chispeantes y las mejillas encendidas
con un rubor febril. Mientras pasaban por la escalera Ra-
venswood dijo algo tan incoherente que Martext se ima-
ginó que no había oído claramente: estaba demasiado ex-
citado para preguntarse por su significado.
Por fin el pastor se detuvo en el rellano, desde donde
podía ver perfectamente una parte del revestimiento de
paneles de madera, en la que algunas tablas menos ajadas
por el paso del tiempo que las restantes le indujeron a
creer que la puerta del sótano existía.
Ravenswood continuó su descenso hasta un rincón de la
escalera en el que un hacha grande estaba apoyada en la pa-
red. Tres golpes fuertes en las tablas que crujían rompieron
la entrada tapiada provisionalmente. Martext estaba tan
contento que no pudo examinar el espacio que había más
allá: oyó que Ravenswood soltaba una carcajada extraña,
desaforada, con voz de falsete, cuyo eco resonó terriblemen-
te de una parte a otra de la escalera: el sonido le dolió en el
alma: sintió mucho frío. Ravenswood descendió la escalera,
cogió la linterna y se precipitó a aquel misterioso paso.
De momento todo estaba tremendamente tranquilo.
La luz que, procedente de la escalera, entraba por aquella
abertura irregular era cada vez más débil. Presa del miedo
y la agitación, Martext estiró el cuello hacia delante por
encima de la temblorosa balaustrada, mientras la débil luz
le daba en el rostro, impaciente y nervioso, produciendo
un extraño efecto.

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R.L. Stevenson

De pronto, aquella risa detestable estalló de nuevo


más fuerte, más desaforada, más alta, mucho más aterra-
dora que antes.
–¡Ajá! –dijo a gritos–. ¡Mire, las manchas de la peste!
¡Por la Santa Madre Iglesia! ¡Bendito sea el Señor!
Y una vez más la risa demoníaca resonó de una manera
extraña en el interior de la escalera.
Inmediatamente surgió una luz brillante en el pasillo:
habían encendido algo sumamente inflamable. La figura
de Ravenswood apareció en la entrada, resaltada por la
luz que le daba por detrás. Las palabras exaltadas, la risa
diabólica y el incendio repentino habían aterrorizado por
completo al eclesiástico; sin embargo no olvidó su deber
para con su iglesia.
–Habla –expresó–. ¡Habla! ¿Qué has oído?
–¡Ja, ja, ja! ¡Te conozco! –respondió el loco–. ¡Eres
Sharpe… Sharpe el apóstata!10 ¡Crees que te lo voy a decir!

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(10) James Sharp (1613-1679), pastor presbiteriano, líder del ala mo-
derada de la Iglesia escocesa conocida como los «Resolutioner» [Resolucio-
nistas, nombre atribuido a los pactistas que se negaron a reconocer a Carlos
II hasta que demostrase su fidelidad al Pacto, siendo condenada su protesta
por una resolución del Comité]. Ravenswood le llama apóstata porque
más tarde cambió de bando y, tras ser nombrado arzobispo de St Andrews y
primado de Escocia, se dedicó a perseguir a los covenanter, llegando a presi-
dir los juicios contra los insurgentes del Pentland. El 3 de mayo de 1679
fue asesinado en Magus Muir, cerca de Strathkinness (Fife), por un grupo
de covenanter que le esperaban, aunque en realidad se proponían matar a
otro. La tradición popular escocesa lo describe como un renegado aliado
del Diablo.

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El sótano de la peste

¡Bendito sea el Señor! ¡Bendito sea el Señor! ¡Ah, apóstata,


asesino! ¿Dónde está el perdón? ¡Ayer murieron cinco
hombres! ¡Dame la carta de clemencia del rey! ¡Dámela!
Y fue corriendo hacia el otro. Martext seguía clavado
en el suelo, completamente horrorizado; seguía espe-
rando al loco con los ojos desencajados. Acto seguido ex-
haló un prolongado suspiro, se dio la vuelta y huyó. Su-
bieron la escalera corriendo, levantando nubes de polvo,
mientras los alaridos del maníaco retumbaban en la bó-
veda de la escalera. Maese Ephraim se precipitó con des-
esperación al interior de una puerta abierta: la habitación
estaba en completa oscuridad; se pegó bien a la pared. Su
perseguidor casi le tocó al pasar, palpando cada esquina.
En cuanto el camino estuvo libre, Martext se lanzó hacia
delante y volvió a bajar la escalera corriendo. No sabía lo
que hacía: su único propósito era evitar que le tocara su
desgraciado sobrino.
El combustible del sótano de la peste sin duda se había
agotado sobremanera; pues cuando Maese Ephraim llegó
a aquella zona de la escalera en su huida hacia abajo, gran-
des lenguas de fuego saltaban a un lado y a otro del ca-
mino y se enroscaban alrededor de la balaustrada, mien-
tras el humo negro había oscurecido por completo la
entrada. En ninguna otra circunstancia se habría atrevido
el pastor a traspasar semejante barrera. Pero en aquel pre-
ciso instante, incitado por la desesperación, se lanzó a tra-
vés del fuego, saltó el resto de los escalones y se derrumbó,
medio muerto de miedo, ante la imponente puerta.

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R.L. Stevenson

Recuperando su presencia de ánimo, y acordándose


de que en cualquier momento podía ser alcanzado y dete-
nido, procuró retirar el pestillo de la cerradura. Pareció
que transcurría un siglo. Por fin el cerrojo se abrió. Miró
atrás: Ravenswood, aterrorizado por las llamas, se había
parado de manera indecisa en el lado más lejano. Lan-
zando un grito desaforado de alegría, Martext salió preci-
pitadamente y tiró de la puerta con gran estrépito.
El viento soplaba en la calle de manera cortante y ne-
vaba copiosamente. Por el montante en forma de abanico
de encima de la puerta rebosaba el parpadeante resplan-
dor rojo del incendio del interior. El eclesiástico cayó de
rodillas en la nieve en polvo de la acera y dio gracias a
Dios por haber escapado.
Nos satisface poder completar lo anterior (extraído del
propio informe del reverendo gentilhombre) con los si-
guientes detalles provenientes de documentos contem-
poráneos.
Encontramos (en «Specials Judgements and Provi-
dences» del Dr. Zophar Cant) que a esa vasija de Dios11,
Ephraim Martext, durante mucho tiempo le consumió
una dolorosa fiebre, desvarió bastante y dijo en su delirio
estar aquejado de la peste.
Además, leemos en una narración personal que aque-
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(11) Referencia bíblica (Jeremías 18, 5-6): «Y me vino la palabra de Yavé
diciendo: ¿Acaso no puedo yo hacer de vosotros, casa de Israel, como hace el
alfarero? […] Como está el barro en la mano del alfarero, así estáis vosotros
en mi mano, casa de Israel».

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El sótano de la peste

lla noche la mansión de los Ravenswood quedó reducida


a cuatro paredes negras y ruinosas. De modo que el miste-
rio del sótano de la peste nunca se resolvió.

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