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ECOÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL '

EL SURGIR DE LA CONCIENCIA ECOLÓGICA

Pese a la ya muy notable incidencia de los movimientos ecologistas,


persisten todavía entre nosotros notables carencias en todo lo refe­
rente a ecoética y educación ambiental. Sin embargo, datan ya de
1972 los cinco grandes objetivos de la educación ambiental señala­
dos por la Conferencia de la U N ESCO en Belgrado, y confirmados ,
dos años después: *
1. : Tom a de conciencia medioambiental global y sensibilización
ante los problemas derivados.
2. : Adquisición de una comprensión medioambiental global, de
sus problemas y de la responsabilidad crucial del hombre ante
el mismo.
3. : A dquisición del sentido de los valores sociales, así com o de
un interés profundo por el medioambiente, y firme voluntad
de contribuir activamente a protegerlo y mejorarlo.
4. : Adquisición de las competencias necesarias para la solución
de los problem as m edioam bientales, así com o aprendizaje
para evaluar las acciones y programas de formación ambien­
tales en función de los factores ecológicos, políticos, econó­
micos, sociales, estéticos y educativos.
5. : Desarrollo del sentido de responsabilidad humana y de par­
ticipación en acciones medioambientales urgentes.

En el transcurso de la Cum bre de la Tierra que tuvo lugar en


1992, en Rio de Janeiro, se concretaron todavía más estas «co m p e­
te n cias», dirigiéndolas enfáticamente hacia el «com prom iso y la
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participación m edioam bientales» en tanto que constitutivos de la


«dim ensión é tic a», a la que vinculan también los nuevos concep­
tos de «desarrollo sostenible» y de «so lid arid ad » internacional e
intergeneracional.
N o obstante, com o apunta F. Aramburu (2004), pueden siste­
matizarse en tres las opciones que se han venido defendiendo ante
la nueva situación:
1. : O pción «n atu ralista» : ejercida por grupos ecologistas radi­
cales («e c o lo g ía p r o fu n d a » ), que pretende desvincular al
Hombre de la Naturaleza en cuanto máxima fuerza perturba­
dora, por lo que lo elimina de toda consideración m edioam ­
biental.
2. : O pción «h um an ista»-, considera el m edio ambiente como
un com plejo global, en el que se interconectan los sistemas
natural, social y técnico. El hombre ha causado y sigue cau­
sando graves problemas, pero suya es la conciencia y la respon­
sabilidad por su evolución.
3. : O pción « tecnocrática» : reduce el progreso social a las reali­
zaciones tecnológicas, y considera un mito el agotamiento de
los recursos naturales; igualmente, piensa que no hay que pre­
ocuparse por los problemas medioambientales, ya que la cien­
cia-tecnología sabrá resolverlos cuando sea necesario.

O bviam ente, sólo la segunda opción resulta correcta, siendo


la tercera la más peligrosa e injustificable, producto del clim a de
acum ulación econom icista y del neoliberalism o posesivo. Pero
tam bién la prim era resulta injustificable y perturbadora, pues el
hombre, pese a sus excesos contra el m edio ambiente, constituye
una parte integrante y esencial del m ism o en cuanto «e n to rn o
n a tu r a l» . Es cierto que la conciencia ecológica surgió en la
«d é cad a catastrofista» (los años 70 del pasado siglo) ante la evi­
dencia de la fragilidad de la biosfera, ante el agotam iento de los
recursos naturales, la ruptura de los equilibrios sistémicos (ecosis­
tem as), etc... Los Informes del C lub de R om a sobre « lo s límites
del crecim ien to» y el horizonte del «crecim ien to c e ro » contri­
buyeron a crear en los países más desarrollados una fuerte reacción
anti-humanista.
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Pero hoy es ya bien patente que el M edio Ambiente funciona


como un sistema complejo en el que deben distinguirse tres subsis­
temas interconectados entre sí mediante un equilibrio dinám ico:
el «m ed io físico-químico y b iológico », formado por los ecosiste-^
mas y denominado biosfera; el «m ed io hum ano» que constituyen
las relaciones sociales o sociosfera; y un «universo tecn ológico»,
elaborado por el hombre, que condiciona al medio humano y natu-
ral, y se denomina tecnosfera. Este último subsistema, la tecnosfera,
se ha hipertrofiado a partir de la Revolución Industrial y es el res­
ponsable de importantes desajustes y de la inestabilidad de los otros
dos, en especial de los desastres medioambientales.
A hora bien, el desajuste y la degradación ambiental no tienen
por qué ser irremediables. Ante todo, porque los tres subsistemas
(biosfera, sociosfera y tecnosfera) constituyen un todo complejo
cuya dinámica interna tiende al equilibrio. Sólo es preciso reforzar
la sociosfera y vincularla más estrechamente con la biosfera para que
en el horizonte aparezca la promesa de un reequilibrio, aunque esfor­
zado y siempre amenazado. Es decir, la ética y la política (legisla­
ción) han de aliarse con la ecología. El llamado «desarrollo soste- í
nible » sólo será posible mediante la conjunción y equilibrio de los
tres subsistemas.
En la actualidad es perceptible un fuerte desenfoque de muchas
tendencias ecologistas, por un lado, y del tecnocentrismo, por otro.
Lo básico es que el puesto del hombre está dentro de la naturaleza,
no frente a ella. C o m o repetía R . M argaleff, « e l hom bre en la
naturaleza, no el hom bre y la n atu raleza». D e lo contrario, nos
em barcam os en un «m a n iq u e ísm o » esterilizante, según el cual
« lo s culpables son los d e m ás». Tam poco el planteamiento exclu­
sivamente científico por sí solo es suficiente: precisam os del trío
com puesto por ciencia, ética y democracia. A lgunos avances sig­
nificativos se han producido ya en este despertar de la conciencia
m edioam biental: la exigencia de informes de im pacto ambiental,
el principio de responsabilidad am pliada (Principio de Precau­
ción) y el Principio ético de « so ste n ib ilid a d » . Se ha lanzado la
denom inada «B io lo g ía de C o n se rv ació n » (J. A. G arcía R odrí­
guez, 2004), que prom ete ser una guía del cóm o actuar, aunque
precisa de la ética para no caer en la conocida falacia naturalista.
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En efecto, lo natural es valioso en sí, pero únicamente a través del


reconocimiento y de la valoración humana puede llegar a ser objeto
de obligación moral.
Por lo demás, resulta descabellado intentar evitar todo impacto
ambiental del hombre sobre la naturaleza: es constitutivo del Homo
Faber, como más adelante expondré. Lo que es posible y necesario es
limitar y encauzar dicho impacto, que forma parte de la antropogé-
nesis, tanto más cuanto que la técnica (o transformación adaptativa
del entorno natural) forma parte de su mismo ser. Ello atañe no sólo
al «sistem a de soporte vital» de la biosfera, sino también a los ciclos
que nos afectan directamente (climáticos, energéticos, bióticos). La
ciencia será la encargada de enseñarnos « e l manejo alternativo» de
los recursos ecológicos y económicos, pero los principios de sosteni-
bilidad (explotación racional de los recursos naturales) y de biodiver-
sidad (conservación y restauración) desempeñarán un papel crucial.

PROPUESTAS DE FUNDAMENTACIÓN DE LA ECOÉTICA

Lo que aquí nos atañe, sobre todo, es el estudio de la respuesta que


ha dado — y debe dar— la ética a los nuevos problemas m edioam ­
bientales y a la nueva sensibilidad surgida de los mismos. Hay que
decir que, en general, la ética tradicional no ha estado a la altura de
las nuevas circunstancias. Pero en los dos últimos decenios ha sur­
gido de m odo muy vigoroso un nuevo tipo de ética aplicada, esto
es, una hermenéutica crítica de la acción del hombre en la natura­
leza, que suele denominarse «é tica eco ló g ica», «é tica m edioam ­
b ien tal» o « e c o é tic a » . Por similitud con la ética clásica, trata de
reflexionar y prescribir la acción correcta del hombre en el medio
ambiente. Una revista muy conocida, Environm ental Ethics, ha ser­
vido con frecuencia de punta de lanza en esta investigación apli­
cada, aunque con sesgo radical.
C o m o antes dejé apuntado, son varias las lineas de enfoque y
acción que se vienen defendiendo, con diferencias muy notables entre
las mismas. Algunos problemas siguen discutiéndose en un debate
poco fructífero, dadas las diferentes convicciones de partida. Baste
enumerar algunos: ¿sigue vigente la famosa falacia naturalista? ¿puede
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hablarse con propiedad de los «derechos de los anim ales» ? ¿es jus­
tificable un antropocentrismo moderado? ¿es inevitable el signo uti­
litarista de la tecnología? ¿son justificables racionalmente los atribu­
tos cualitativamente diferenciales del ser humano, o constituyen un
simple «especieísm o»(privilegio de especie)? Se hace imprescindi­
ble, pues, efectuar una fundamentación serena y crítica de las princi­
pales líneas de enfoque, a fin de discernir la más equilibrada y fiable,
con fines orientadores. La nueva filosofía de la naturaleza y la nueva
ecología sistémica proporcionan servicios inestimables a la ecoética.
José M a García Góm ez-Heras (2002) ha presentado una siste­
matización de las principales propuestas de fundamentación en un
trabajo a la vez sintético, claro y preciso, y al que me atendré en sus
líneas maestras. Según Góm ez-Heras, pues, serían seis las grandes
corrientes concurrentes: «a n tro p o ce n trism o » (valor hom bre), ^
«p ato ce n trism o » (capacidad de sentir), «b io cen trism o » (valor
vida), «fisio ce n trism o » (valor naturaleza), «m e ta físic a » (valor
ser) y «argum en tación relig io sa» (teologías). Dejaré de lado las
dos últimas por considerarlas menos relevantes. En todos ellas se
trata de ampliar más y más el ámbito moral, de m odo que la ecoé­
tica se ocupe de los mismos, al m odo de círculos concéntricos gra­
duales. Son perceptibles dos grandes ejes alternativos: «a n tro p o ­
centrism o-fisiocentrism o», por un lado, y «subjetivism o-objeti­
vismo axiológico», por el otro. Examinemos los cuatro primeros.

Fundamentación antropocéntrica

Desde Protágoras, el antropocentrismo radical ha sido la tesis filo­


sófica central de O ccidente: el ser hum ano es el único fin en s í /
mismo en cuanto único sujeto moral. Tras la Ilustración y la Revo­
lución Industrial se acentuó exageradamente el uso puramente uti­
litarista de la naturaleza, que ha desembocado en la crisis ecológica
actual. A partir de la segunda m ital del siglo X X han surgido, sin
embargo, diversas orientaciones de antropocentrismo moderado,
entre las que cabe citar:
1.: Argumento de los derechos degeneracionesfuturas, a partir de t
un concepto am pliado de la justicia y de una clara sensibili­
dad medioambiental (J. Passmore, H . Joñas). Las exigencias
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de igualdad y solidaridad complementan las de justicia. Añade


el concepto central de «justicia intergeneracional», que obliga
a preservar las condiciones de habitabilidad del planeta, del
que la generación actual es sólo administradora.
2.: Argumento deontológicoy discursivo en torno al principio de
«universalización de norm as» morales y su aplicación crítica
al trato del hombre con la naturaleza. Destacan los trabajos
de Haré y, en especial, de Apel y Haberm as con su ética dis-
cursivo-dialógica: toda pretensión de validez ha de ser deba­
tida teniendo en cuenta los argumentos e intereses de todos
los afectados. L a ilegitimidad de la conocida falacia natura­
lista se refuerza con nuevos argumentos. El hombre es el único
«a n im a l é tic o » , esto es, el único ser capaz de razonar
siguiendo principios previamente fundam entados y de apli­
carlos mediante hermenéutica crítica y dialógica a la acción.
/3.: Argum ento de las necesidades básicas-, se trata de superar el
enfoque utilitarista del hombre en la naturaleza, distinguiendo
entre las necesidades básicas, en las que la primacía humana
resulta indiscutible, de otras necesidades secundarias o artifi­
ciales, cuya relevancia hay que demostrar. Se trata, en reali­
dad, de jerarquizar las necesidades para asegurar lo principal;
en definitiva, de un antropocentrismo bien ordenado.
/4 .-.Argumento estético-, los valores estéticos de la naturaleza, objeto
hasta ahora de poetas y artistas, pasan a generar según este
planteamiento obligaciones morales, de tal m odo que el ser
humano ha de cumplir el deber de su cuidado y conservación.
La naturaleza bella obligaría también moralmente y vetaría
su utilización meramente utilitarista o tecnocrática.

Fundamentación patocéntrica

X Sus argumentaciones siguen la línea de una ecoética ampliada a los


animales (Patosfera). En sus planteamientos, la distinción hombre-
animal se aligera hasta casi desaparecer. El valor moral central sería
la compasión. Aunque aducen observaciones del comportamiento
animal, resulta obvio que sus interpretaciones están coloreadas con
^ frecuencia de un franco antropomorfismo; es más, las consideracio­
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nes patocentristas están fuertemente lastradas de antropomorfismos.


Rechazan de plano la falacia naturalista como desviación antropo-
céntrica. En realidad, en la tradición filosófica pueden observarse
precedentes como los estoicos. Y mucho más próxima es la postura
de Schopenhauer y la virtud universal de la compasión: « n o causes
dolor a nadie, ayuda a todos, en la medida que p u ed as». Rousseau,
en cambio, la consideraba virtud fundamental del hombre, junto al
amor-de-sí (autoconservación). O tra base para la argumentación
patocentrista es la de Bentham (Introducción a los principios de la
m oraly la legislación), quien adjudica obligaciones morales respecto
de los animales en cuanto que éstos « so n capaces de sufrim iento»,
lo que desemboca igualmente en una «ética de la com pasión ».
En la actualidad el patocentrismo está bien representado (P. Sin-
ger, J. Regan, G. Patzig). Se insiste también en el concepto de «inte- i
r é s» en tanto que tendencia a favorecer el bienestar y eliminar el
sufrimiento. Sobre esta categoría funda Singer su propuesta de inte­
grar por igual a humanos y animales, tachando de «especieísm o»
a toda propuesta de justificar una distinción cualitativa. D e ahí se
sigue una equiparación sin más de los derechos de ambos. O bvia­
mente, la fundam entación patocéntrica rechaza toda propuesta
antropocéntrica, incluso la moderada. Y polemiza con la misma radi-
calidad con el biocentrismo. Pero se trata de una pretensión injus­
tificable en términos de una ecoética racional: estar capacitado para
sentir, e incluso tener algún grado de conciencia, así como tener una
vida digna de respeto (J. Regan) son valores que comparten con los
humanos. Com parten, pues, el concepto de «pacientes m orales».
El hombre es el único agente y sujeto moral en sentido propio,
ya que es el único capacitado para reconocer y justificar éticamente
las cualidades naturales. La falacia naturalista consiste en la preten­
sión de que del « e s » puede pasarse directamente al « d e b e » , pero/
es obvio que la ética (el « d e b e » ) es una creación humana; es más,
la norm a moral sólo será validada mediante un proceso argumen-
tativo-discursivo. C laro está que la com pasión debe ser valorada
como virtud de alcance universal, que obliga en conciencia. Pero el
único sujeto de derechos, en sentido propio, es el hombre, si bien
resulta aceptable que se reconozcan «derechos anim ales» en sen­
tido lato (y no sólo a los grandes simios). N o es cuestión de antro-
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pocentrismo, ni cuestión de privilegiar a una especie, como se aduce:


la realidad es que la ecoética es producto del hombre, dado que los
valores morales y las consiguientes obligaciones éticas sólo pueden
ser creados por el hombre. Lo anómalo es no reconocer una espe­
cie naturalmente superior. A Aristóteles debemos la sentencia gene­
ralmente admitida: tratar como iguales a los desiguales es la mayor
injusticia. Eso sí, el hombre en la naturaleza. En realidad, los pato-
centristas son antropocéntricos a su pesar, ya que sus caracterizacio­
nes contienen numerosos antropomorfismos; y el antropomorfismo
no es más que otra forma de ser antropocéntrico.
Los griegos — según muestra el mito de Prometeo en la versión
del Protágoras de Platón— mostraron tener un conocimiento más
exacto de la posición hombre-animal, pese a carecer de la noción
de la evolución de las especies. En efecto, distinguían tres grandes
sistemas de supervivencia animal: por la velocidad, por la fuerza y
por la fecundidad. Cada.especie poseía su estrategia vital, pero sola­
mente una: así el conejo no tenía fuerza, tenía velocidad m ode­
rada, pero una gran fecundidad; el león, en cambio, tiene las cua­
lidades típicas del depredador: mucha fuerza, velocidad moderada
y poca fecundidad. D e esta form a constituían ecosistem as muy
dinámicos y equilibrados, con efectos incluso para la selección natu­
ral, evitando un exceso de individuos que pudiera poner en peli­
gro la supervivencia, incluyendo también la biosfera. El hombre,
en cam bio, tiene su prolongación natural en el fuego, las herra­
m ientas, el logos (lenguaje y razón), además de los dones « d iv i­
n o s » de la ética y la política.

Fundamentación biocéntrica

El valor « v id a » ocupa en este planteamiento el criterio básico de


reconocimiento y asignación ecoética. D e ahí su polémica contra el
antropocentrismo, incluso moderado, y, sobre todo, con el patocen-
trismo y el fisiocentrismo. Al patocentrismo le reprocha acremente
su privilegio de la vida animal y su desconsideración de la vida vege­
tal, dejando a ésta fuera del dom inio «pacientes m orales»; al fisio­
centrismo, su enfoque holístico de la naturaleza como un todo, que
le lleva a desconsiderar los caracteres propios de la biosfera.
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El biocentrismo unifica, pues, a humanos, animales y vegetales \


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en un único universo sin diferencias cualitativas, pues son única­
mente diferenciaciones del fenómeno vital. Este es el valor central
y distintivo, fuente directa de las valoraciones — pese a la falacia
naturalista— a partir de las cuales se justifican las obligaciones y se
formulan las normas ecoéticas. Lo cierto es que los principales defen­
sores de este enfoque (A. Schweitzer, P. Taylor, K . E. Goodpaster,
entre otros...) emplean conceptos muy diferentes del valor vida:
desde el matiz místico al biologismo, de la bioquím ica a la teleolo­
gía. Unos insisten en condenar toda agresión a la vida (a la eutana­
sia como a los insecticidas, al aborto como a la destrucción del medio
natural). Por otra parte, su argumentación resulta demasiado ecléc­
tica y, en ocasiones, carente de bases científicas y filosóficas. En
efecto, es notoria su ceguera a la realidad sistémica de los ecosiste­
mas; es decir, al dinam ism o y encadenamiento de los ecosistemas
que «sacrifican » unos seres en beneficio de otros (presas y depre­
dadores). La realidad es que la muerte form a parte esencial de la
vida, en una indudable jerarquización evolutiva de la biosfera. La
«veneración hacia la v id a » sólo es posible cuando se entiende de
m odo complejo y en apariencia paradójico. Al final, la pretendida
\
ecoética biocentrada termina en un biologismo generalizado y ambi­
guo, en el que el talante místico o los arcanos teleológicos de la bio­
química sustituyen a la reflexión moral. N o hay base científica para
afirmar que las plantas tienen un nivel de percepción y de concien­
cia. En cualquier caso, sería cualitativamente distinto al de los ani­
males y el hombre. Y afirmar que la igualdad de las cualidades comu­
nes a todos los vivientes exige comportamientos iguales es privile­
giar voluntaristamente lo general frente a lo diferencial; esto es, a la
biosfera frente a la noosfera.1

Fundamentación fisiocéntrica

Esta opción se centra en la Naturaleza. Obviamente, el fisiocentrismo í


abomina de la unilateralidad del antroponcentrismo, que reprocha
igualmente al patocentrism o y al biocentrismo. Su tesis central es

Noosfera: esfera de los seres humanos en cuanto capaces de pensamiento y diálogo.


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i que no existe más que una realidad: la «n aturaleza», orgánica e inor-


* gánica como un todo inseparable. N o es exacto afirmar que con el
fisiocentrismo se ha reavivado el viejo iusnaturalismo;2 más bien, se
intenta rehabilitar un «n atu ralism o m o ra l» conform e al lema
estoico: «sig u e la N aturaleza». Existen otros precedentes filosófi­
cos de un cierto panteísmo naturalista (G. Bruno, Spinoza o en el
romanticismo de Schelling), por no citar ya el «s a m s a r a » hindú.
En definitiva, la condición moral se atribuye como un todo a la Natu­
raleza como tal. El hombre en la Naturaleza se entiende como coper-
tenencia óntico-moral. Pero el rigor científico y la distinción filosó­
fica brillan por su ausencia. Además, el discurso fisiocéntrico está
| lleno de antropomorfismos y peligrosos holismos como el sintagma
« lo que es bueno para la naturaleza es bueno para el h om bre».
En la edad contemporánea puede considerarse a A. Naess el fun­
dador y principal propulsor del fisiocentrismo, con el precedente de
A. Leopold, mediante la concepción de la ecología profunda (deep
ecology) por contraposición a la «eco lo gía superficial» corriente,
que se muestra incapaz de detener y revertir la colonización tecno-
industrial. Se trata, pues, de promover un ecologismo «p ro fu n d o »,
radical, vinculado a una cosmovisión natural integral. O tros auto­
res (B. Dewal, G. Sessions, Meyer-Abich) han desarrollado esta ide­
ología de la «ecología profu n d a», organizándola también como un
poderoso movimiento social provocativo y hasta fanático (aunque
hay que reconocerles la iniciativa de creación de los Parques N atu­
rales, por ejem plo). Su program a básico de « autorrealización»
implica una fusión con la Naturaleza e incluso con el Cosmos. Decla­
ran de nulo valor tanto la ética humanista com o sus ampliaciones
patocéntricas y vitales, dado que las consideran simple emotivismo
moral. De ahí que, como apunta certeramente Gómez-Heras, el fisio­
centrismo desemboque « e n una suerte de eco-sofía» o «pan psi-
q u ism o » y hasta en una «n u ev a físic a » en pos del « a lm a del
m u n d o ». U na cosa es criticar los excesivos dualism os y otra muy
distinta es negar la evidencia de los saltos cualitativos y recaer en al
panpsiquismo. Un ejemplo muy conocido es la llamada «hipótesis

2 Iusnaturalismo: corriente de pensamiento ético-político que pretende basarse en las leyes


naturales.
EM ÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL 25

G a ia » de J . Lovelock, según la cual el planeta Tierra bien podría ser


un organismo global, que sabrá cuidar de sí misma y rehacerse, pese
a las agresiones sufridas. Se trata de un mero postulado, sin base cien­
tífico-filosófica alguna.
Y, una vez más, el fisiocentrismo pretende rehabilitar la falacia
naturalista para afirmar enfáticamente la identidad entre « s e r » y
« d e b e r». Por tanto, no sólo sería posible, sino que resulta obligado,
inferir normas morales a partir de hechos naturales, sin necesidad
de mediación humana, esto es, de reflexión racional y justificación
discursiva. El precio de ignorar la falacia se paga caro: los ensayos
se llenan de antropom orfism os flagrantes y el rigor científico se
trueca en literatura más o menos sugestiva.

EL DESARROLLO SOSTENIBLE Y EL PRINCIPIO ÉTICO DE SOSTENIBILIDAD

El informe de los expertos de Naciones Unidas E l Cam bio C lim á­


tico 2007: impactos, adaptación y vulnerabilidad, fruto de cinco años
de trabajo, ha confirmado la gravedad de la crisis ambiental del pla­
neta, con la pérdida de biodiversidad, la deforestación, el calenta­
miento global e incluye la redacción de un Libro Verde dirigido a
los gobernantes, donde se establecen las estrategias pertinentes dados
los efectos sobre los recursos naturales, pero también en economía
y sanidad. Todo ello confirma una crisis ecológica que hace ya insos­
tenible el modelo actual de desarrollo, por lo que urge una toma de
conciencia generalizada del problema, ya que el ser humano tiene
una indudable cuota de responsabilidad y se ve interpelado a reali­
zar un cambio sustancial en su actitud y en sus decisiones en mate­
ria ambiental.
Aunque la actividad trasform adora de la naturaleza por parte
del hombre para adaptarla a sus necesidades (trabajo) se remonta,
por lo menos, a más de diez milenios, lo cierto es que el comienzo
de la crisis ambiental ha de situarse mucho más próxima, en la Revo­
lución Industrial, desde finales del siglo XVIII. En efecto, en este
periodo se acentúa progresivamente la devastación de los recursos
energéticos fósiles, la economía adopta modelos desarrollistas a cual­
quier precio y se rompe el equilibrio del medio urbano con el medio
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natural hasta acentuar el cambio climático subyacente con las emi­


siones incontroladas de gases de efecto invernadero. Todo ello, con
la actitud inconsciente de quien viviera en un planeta infinito en
recursos y en capacidad de recuperación. Se hace patente, además,
la utilización de recursos psicológicos de tipo defensivo, a fin de no
aceptar las propias responsabilidades (J. Riechmann, 2000).

El desarrollo sostenible

El comienzo oficial de la percepción de la crisis ambiental genera­


lizada puede situarse en la Conferencia de Estocolm o — 1972— ,
organizada por la sección de Naciones Unidas sobre Am biente y
Desarrollo. Es entonces cuando se consagra también el concepto
de «d esarro llo co m p a tib le», esto es, acorde con la condición
medioambiental humana, aunque fue pronto desplazado por el con­
cepto de «desarrollo sostenible», ya avanzado por el Club de Roma
con anterioridad. Aunque su sentido irá matizándose con el tiempo,
«d esarrollo sosten ible» se convertirá en el concepto básico para
los debates sobre la crisis ecológica actual.
Por su parte, la Conferencia de Río de Janeiro — 1992— fijó su
objetivo primordial en el im pulso de la toma de conciencia de los
problemas ambientales. Esta «C u m b re de la T ie rra » adopta ya el
concepto de «desarrollo sostenible» y señala que « lo s seres huma­
nos constituyen el punto de referencia del desarrollo sostenible» y
han de garantizar el «d erech o al d esarro llo » m ediante la salva­
guarda de un ambiente sano, la paz internacional y la lucha contra
la pobreza. Además, esta Conferencia lanzó el programa Agenda 21
(esto es, agenda para el siglo X X I) con un plan de acción relativa­
mente detallado a escala global, nacional y local.
D iez años más tarde, en 2002, se celebró la Cum bre M undial
sobre el Desarrollo Sostenible en Johannesburgo, que renovó las pro­
puestas de las Conferencias precedentes y confirmó la Agenda 21.
Pero en su transcurso se elaboraron, además, dos documentos de con­
clusiones: la denominada «D eclaración de Johannesburgo» (con
los principios rectores de la estrategia de desarrollo sostenible, resu­
midos en 37 puntos y entre los que destaca el de desarrollo sosteni­
ble, así como el relativo a la construcción de una sociedad mundial
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«hum anitaria y equitativa», además de la responsabilidad «h acia


nuestros semejantes, hacia las generaciones futuras y hacia todos los
seres vivientes»), y el «P lan de A cció n », en el que se identificaban
los compromisos de actuación para políticas de sostenibilidad en los
ámbitos específicos de salud, conservación y gestión de recursos bási­
cos, tutela del medio ambiente y erradicación de la pobreza.
Obviamente, también la Unión Europea ha incorporado en sus
textos constitucionales el concepto de «desarrollo sosten ible». Y
bien puede decirse que hoy no se habla de desarrollo sin adjetivarlo
de sostenible, pero no siempre se conserva el sentido que le confiere
el Informe Brundtland, elaborado en el seno de Naciones Unidas
en 1987, con el título N uestrofuturo común, como «aq u el desarro- ^
lio que satisface las necesidades del presente sin comprometer las
capacidades de las futuras generaciones para satisfacer las su y as»;
ni siquiera el enunciado por la C om isión Europea: « e s aquel que J
trata de no malgastar hoy las semillas del m añana» (M. Vidal, 2005).
Determinados colectivos ecologistas critican el excesivo papel que
se concede con demasiada frecuencia al desarrollo económico en la
estrategia global de la sostenibilidad.
Se hace urgente subsanar, por otro lado, muchos de los plantea­
mientos propios de la economía clásica. Es notorio, por ejemplo, que
no se repercuten los «co stes am bientales» ni en los precios ni en
macromagnitudes tales como los daños ambientales, la generación
de residuos, la pérdida de recursos, las incidencias en la salud, aun­
que aparezcan como consecuencias indeseadas o extemalidades nega­
tivas. Por eso, el mercado ha resultado ser tan «in eficien te» como
«in c a p a z » de asignar recursos y medir el crecimiento real. Es más,
en la actual situación de globalización y deslocalización, las econo­
mías más prósperas están exportando la insostenibilidad y apropián­
dose del ambiente ajeno como fuente o como sumidero. Tales prác­
ticas debería computar como «dum ping social» y «dum ping eco­
lógico » (L. E. Espinoza Guerra, 2004).
El mismo concepto de «desarrollo sostenible» y las directrices
de la Conferencia de Río han quedado desvirtuados por una impe­
nitente actitud desarrollista de los gobiernos, que ni se plantean la
posibilidad de ralentizar el crecimiento de los países más ricos para
permitir el de los más pobres. Un valioso esfuerzo en esta dirección
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fue la «Declaración del M ilenio» de Naciones Unidas en 2000, sus­


crita por 189 países, en la que se señalaban ocho objetivos irrenun-
ciables a obtener antes de 2015 (entre ellos, «garantizar la sosteni-
bilidad am bien tal»), además de dieciocho metas concretas (entre
ellas, incorporar el desarrollo sostenible a las políticas e invertir la
pérdida de recursos naturales, facilitar el acceso al agua potable...),
enfatizar la lucha contra la pobreza, la mejora de la salud y la equi­
dad de género. Gran parte de estos objetivos fueron confirm ados
posteriormente en la Conferencia de Joannesburgo (2002), ya men­
cionada. Se trataba de aceptar definitivam ente que «p ro te ge r la
naturaleza y luchar contra la pobreza no eran objetivos contrapues­
tos, sino com plem entarios, integrando desarrollo y m edio
ambiente » (Sachs, W., 2002). Se consideraba el desarrollo sosteni­
ble en términos más intergeneracionales: satisfacer las necesidades
actuales sin poner en riesgo a las generaciones futuras. Pero los resul­
tados han sido poco satisfactorios.
En ello han incidido, sin duda, otras urgencias de la política inter­
nacional, que han dejado las cuestiones ambientales en segundo plano.
Pero muchas críticas se dirigen al concepto mismo de «desarrollo
sostenible», tanto por su énfasis en el crecimiento, aunque sea atem­
perado, como por el acento puesto sobre las generaciones futuras,
dada la dificultad de anticipar sus necesidades. Por otra parte, no fal­
tan quienes denuncian que el «desarrollo sostenible» se ha conver­
tido en un comodín, y hasta en un recurso retórico e ideológico. De
hecho, cada vez son más numerosas las empresas que lo incorporan
a su imagen corporativa como recurso publicitario. En otros casos se
ha convertido en un concepto ambiguo, utilizado por unos y otros
con diferente sentido, por lo que provoca confusiones. Por eso con­
sideran preferible referirse a un principio genérico de « sostenibili-
d a d » , dejando el «desarrollo sostenible» para el crecimiento eco­
nómico, aunque completado con las dimensiones social y política.
( ftros incorporan, además, el Principio de «P recaución », para evi-
i.ii los eln ios irreversibles o acumulativos (H . Daly, 1991).
I i sosienibilidad no es un contenido inmutable, pues pende de
........... i ipiii m ti'inpor.il y del avance del conocimiento científico.
I'm i ni n iiili.i ni 1 1 ........ , como advierte la Conferencia de Río, que
• o I ....................... buI di lin.i m i s objetivos y compromisos. Algunos, como

I
ECOÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL 29

Sachs (2002), distinguen diferentes discursos de la sostenibilidad: la


perspectiva del «astro n au ta» (planetaria); «d o m é stic a» (local); y
la «com petitiva» (que prima la preocupación medioambiental como
impulsora del crecimiento). Por su parte, Jacobs (1996) insiste en
fijar tres factores imprescindibles en el concepto de sostenibilidad:
1. : integración de las políticas ambiental y económica;
2. : la equidad o justa distribución, incluyendo la perspectiva inter­
generacional; y
3. : el bienestar económico ha de ampliarse a la calidad ambien­
tal, la salud, la educación...

Y esta ha sido también la acepción adoptada por la Unión Euro­


pea (2001): Desarrollo sostenible en Europa p ara un mundo mejor.
O tra posibilidad sería adoptar la denominación de «desarrollo
hum ano», utilizada en el Programa de Naciones Unidas para el Des­
arrollo desde 1998. Se trata de ampliar las opciones de los individuos,
incluyendo sus capacidades básicas, con el objetivo de impulsar los
Derechos Humanos y la equidad intra- e intergeneracional. Se incluye
un índice de países que miden valores como la longevidad, el acceso
al conocimiento y a los recursos para una vida digna. Q ueda implí­
cita una apuesta por la calidad del crecimiento, que no tiene límites,
a diferencia de la cantidad. Pero tampoco deben descuidarse los aspec­
tos cuantitativos ante la realidad sangrante de la pobreza.
Es patente, sin embargo, que los economistas siguen inmersos
mayoritariamente en los m étodos y objetivos de la econom ía clá­
sica, con la apelación incesante al mercado com o regulador obje­
tivo. Pero resulta una obviedad que este mercado capitalista ni es
objetivo ni imparcial, sino que, a escala global, los «fallo s de mer­
c a d o » son más la norm a que la excepción. Por eso se insiste en la
necesidad de remplazar la economía clásica capitalista por la «eco-
nomía am biental», que contabiliza la sobreexplotación de los rccur-\
sos, el despilfarro, el im pacto ambiental, la contaminación... y los
descuenta de los beneficios. Implica, pues, un replanteamiento gene­
ral, en el que la contabilidad se hace sumamente compleja, pero se
trata de un enfoque mucho más realista, a partir del «capital natu­
ra l» o «patrim on io n atural» en lugar del capital financiero como
categoría central, aunque llevará su tiempo afinarlo.
10 ÉTICA DEL SIGLO XXI

( )tros prefieren un enfoque más radical, el de la «econom ía eco-


loga .1 •>, que tomó cuerpo en la Conferencia Mundial de 1990 y se
definió como «ciencia y gestión de la sostenibilidad». Su enfoque
es más interdisciplinar, aunque recoge muchas de las premisas de la
«econom ía am biental». Sus objetivos son mucho más holísticos,
incorporando factores sociales y políticos esenciales. Por primera
vez, la economía abandona el objetivo del crecimiento, excepto en
los países pobres, para centrarse en la promoción de la autosuficien­
cia, la redistribución y la desmercantilización. Los indicadores físico-
ambientales sustituyen a los de valoración monetaria. La conserva­
ción del patrim onio natural es su gran objetivo.
A hora bien, el enfoque de la «e co n o m ía e co ló g ica » parece
demasiado radical y ha suscitado numerosas críticas. Algunos han
propuesto una síntesis entre las economías « am biental» y «e co ló ­
g ica », o enfoque «ecointegrador». Resulta obvio, sin embargo, que
habrá de proseguir la tarea de «con struir alternativas» (Espinoza
Guerra, 2004): habrá que revisar las verdaderas necesidades huma­
nas, el consum o responsable, los instrum entos económ icos y los
mecanismos de decisión. Y resulta imprescindible, al mismo tiempo,
un aumento exponencial de la percepción ambientalista (libre de
fanatismos) o «alfabetización ecológica». La motivación ética habrá
de abrirse definitivamente a la problemática medioambiental —y
no sólo al cambio climático— . Y, por último, la movilización eco­
lógica habrá de contribuir decisivamente a la consolidación de los
nuevos movimientos sociales y, en definitiva, a la regeneración de
los procedimientos democráticos de toma de decisiones.

El principio ético de sostenibilidad

El principio ecoético de sostenibilidad constituye, en realidad, un


nuevo principio ético de alcance general, aunque todavía son pocos
los autores que lo reconocen (Vidal, 2005). Y ello es así porque la
«so ste n ib ilid ad », aunque surgida de una sensibilidad eco-econó­
mica, alcanza de lleno a todas las vertientes y aspectos de la activi­
dad humana, tanto en sus relaciones con la naturaleza como en las
relaciones humanas, incluidas las generaciones futuras, obligando
al hombre a adoptar una nueva forma y estilo de vida. En realidad,
ECOÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL 31

el principio ético de sostenibilidad incluye de por sí algunos otros


principios propuestos, como es el caso del Principio de responsabi­
lidad, en especial para con las generaciones futuras (H . Joñas), el
Princicipio de solidaridad con todos los que sienten o padecen, y el
Principio de precaución (H . Daly) o de previsión, así como los de
justicia am biental y de equidad intergeneracional y de género.
Sucede en este cam po algo similar a lo sucedido al especificar los
principios de la bioética (no-m aleficencia, autonom ía, justicia y
beneficencia): que suponen, a la vez, una ampliación y una aplica­
ción renovadas de los principios éticos clásicos, a los que comple­
tan y, a la vez, renuevan mediante las sensibilidades emergentes. En
este sentido, resulta indudable que el Principio ético de sostenibi­
lidad atesora un gran potencial para reformar hábitos de conducta
claramente nocivos, asi com o para delinear y orientar nuevas for­
mas o estilos de vida a partir de la nueva conciencia ecoética. Es pro­
bable que estemos asistiendo a una verdadera «revolución axioló-
g ic a » ante el enorme desafío de la globalización, que pone a prueba
nuestra calidad moral.
Por lo demás, la inspiración ética es predominante en un docu­
mento com o la Agenda 21. Se trata, ante todo, de un programa de
acción que abarca las tres dimensiones de la sostenibilidad: soste­
nibilidad m edioam biental (respeto y prom oción), sostenibilidad
económica (patrim onio natural) y sostenibilidad social (estilo de
vida más solidario y participativo). Igualmente, ha inspirado inicia­
tivas como el «com ercio ju sto », la «banca ética», los «fo n d o s éti­
c o s» , además de numerosos movimientos sociales enraizados en la
sostenibilidad. Es cierto, no obstante, que no todo el monte es oré­
gano y que, con demasiada frecuencia, es preciso separar el trigo de
la paja, a causa de formulaciones unilaterales.
M. Vidal (2005) ha resumido las prácticas éticas exigidas por el
Principio de sostenibilidad en las siguientes:
1.: Prácticas dejusticia básica y general, hacer efectivo el cumplí-
miento de los compromisos internacionales para eliminar el
hambre en el mundo; aumento de la presión mundial para pro­
mover un desarme progresivo; exigir la democratización efec­
tiva de los organism os financieros internacionales (Fondo
Monetario Internacional — FMI— , Banco Mundial — BM— ,
32 ÉTICA DEL SIGLO XXI

Organización Mundial del Comercio — O M C— ); penalizar


los movimientos especulativos del capital («tasa T obin » u otra
equivalente); no permitir la comercialización del agua y del aire.
2. : Prácticas vinculadas a la sensibilidad ecológica-, llevar a la prác­
tica efectiva las exigencias del protocolo de K ioto — 1998— ;
promover la investigación de nuevas tecnologías que se sirvan
de energías renovables.
3. : Prácticas que propician un desarrollo alternativo-, educación
para la animación sociocultural a fin de difundir la nueva sen­
sibilidad; educación para la ciudadanía democrática y parti-
cipativa; difusión de nuevos m odelos de desarrollo humano,
con validez global; boicoteo a empresas manifiestamente injus­
tas o explotadoras; prom oción de un comercio alternativo,
justo y equitativo para todos los afectados; promover un trato
preferencial a los más desfavorecidos; apoyo a la igualdad de
varones y mujeres; incentivar una producción ecológicamente
sostenible; prom oción de condiciones laborales dignas.

Desde otros puntos de vista complementarios, el Principio ético


de sostenibilidad ha de concretarse en una «é tic a del con sum o»
(A. Cortina, 2003), que exige sustituir los hábitos del consumismo
neoliberal inducido por otros más acordes con la calidad de vida y
con el respeto medioambiental. Es decir, obliga a un consumo res­
ponsable, lo cual replantea indirectamente los hábitos de produc­
ción y de comercio. Se trata, en definitiva, de recuperar la relación
íntima con la N aturaleza (el hom bre en la Naturaleza) y la adop­
ción de un estilo de vida sostenible.
Y, aunque sólo sea como mero apunte o sugerencia, he de seña­
lar que el Principio de sostenibilidad tiene, además, una prolonga­
ción directa en la vertiente política y ha inspirado algún movimiento
como « la izquierda verde», la «crítica ecosocialista al capitalism o»
y la «ciud ad an ía eco ló g ica» (A. D obson, A. Valencia). También
la democracia deliberativa (Dryzek, 1998) ha comenzado a incluir
la problemática ecológica y las cuestiones medioambientales en su
agenda com o parte integrante de las deliberaciones democráticas.
ECOÍTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL 33

¿ANTIHUMANISIMO ECOLOGISTA?

El puesto del hombre en el cosmos

No es nada infrecuente constatar en muchas corrientes ecologistas,


en especial en la más radicales, notables lagunas de conocim iento
científico relativo a la teoría de la evolución de los vegetales, de los
animales y del hombre: un periodo de, al menos, 3.500 millones de
años lleno de «pacientes y tenaces respuestas biocenóticas». Obvia­
mente, no es éste el lugar para subsanar dichas lagunas, pero resulta
indispensable en todo programa mínimamente solvente de educa­
ción ambiental.
Es más preocupante todavía la actitud en tales grupos radicales
de ignorar conscientemente — y hasta menospreciar— los conoci­
mientos científico-evolutivos, lo que no sólo provoca un desajuste
grave en los planteamientos de una ecología racional, sino que con
frecuencia ello conduce a actitudes anti-humanistas y maniqueas,
que propician la prevención y hasta la desconfianza por parte de quie­
nes se interesan por los enfoques científicos y filosóficos reflexivos.
Una causa frecuentemente aducida es el comportamiento utili­
tarista, tecnocrático y egocéntrico del hombre a partir de la Revo­
lución Industrial, época que algunos denominan el Antropoceno,
o último periodo del Cuaternario. Durante tal periodo la actividad
transformadora del hombre sobre la Tierra ha alcanzado ya propor­
ciones geológicas, causando graves desequilibrios eco-sistémicos,
entre los que destaca un nuevo cam bio climático en el que, por pri­
mera vez, la intervención humana es un factor desencadenante o,
al menos, potenciador. Pero no es justo — ni científico— exagerar
sus efectos declarándola ya irreversible y dem onizar a la especie
hum ana p or una actuación tem poral que puede — y debe— ser
corregida por medio de una conciencia medioambiental generali­
zada y llevada a la práctica por todas las vías posibles, excepto la vio­
lencia. Porque se trata de una educación racional, esto es, ejercida
mediante argumentación ética, científica y filosóficamente avalada.
C om o se desprende de los tipos ya expuestos de fundamentación
ecológica, pueden sintetizarse en tres las opciones medioambienta­
les más relevantes (Aramburu, 2 0 0 4 ), que dejé antes apuntadas:
34 ÉTICA OEL SIGLO XXI

1. : O pción naturalista-, según el fisiocentrismo, la Naturaleza lo


es todo y el hombre es presentado como el enemigo y pertur­
bador del sistema natural. D e ahí su énfasis por aumentar más
y más los espacios naturales protegidos y «lib e ra d o s»; tam ­
bién los enfoques patocéntrico y biocéntrico se apuntan en
parte, aunque con m enor fundam entalism o, a esta opción
antihumanista.
2. : O pción humanista-, el medio ambiente es entendido com o
un sistema complejo y global, en el que interaccionan los sub­
sistemas natural, social y tecnológico. La acción del hombre
en los dos últimos siglos ha sido nefasta, pero el hombre ocupa
la posición clave y es inevitablem ente p rotagon ista com o
cabeza de la evolución de los sistemas terrestres. Se hace pre­
ciso un cambio histórico para reasumir sus tareas con respon­
sabilidad planetaria.
3. : O pción tecnocrática-. también protagonizada por el hombre
y mayoritaria en los ámbitos económicos y políticos. L a T ie­
rra es entendida com o una reserva inagotable de recursos,
incluso para las necesidades ficticias, y ha confiado a la tecno­
logía la tarea de ganar la carrera del «p ro g re so », aunque sea
a costa de inmensos desperdicios, contaminaciones y destruc­
ción que han propiciado (o, al menos, potenciado) un cam ­
bio climático (ciertamente han existido muchos cambios cli­
máticos con anterioridad, todos con efectos desastrosos para
las especies) que supone una amenaza de primer orden para
todos los ecosistemas y para la misma civilización, a no ser que
de inmediato se inicie un cambio revolucionario.

C om o ya señala el mito de Prometeo, la especie humana no sur­


gió especialmente dotada de ninguna de las tres cualidades reparti­
das entre los animales: velocidad, fuerza y fecundidad. D e aquí que,
para subsistir y progresar, debió inventar nuevos recursos: el dom i­
nio del fuego, la utilización de herramientas y utensilios « artificia­
le s » , el desarrollo de la capacidad mental y del lenguaje articulado,
la dom esticación de los animales y las plantas, las normas éticas y
legales, la educación, la organización política y la investigación filo­
sófica y científica... Todos estos nuevos recursos son artificiales en
ECOÉTICAY JUSTICIA AMBIENTAL 35

el sentido de que no se trasmiten por herencia genética, pero resul­


tan ser enteramente naturales para el hombre, dado que sin ellos
peligraría gravemente su mera existencia, aunque cada generación
debe ser entrenada para su adquisición.
Muchas sociedades humanas, algunas de las cuales todavía sub­
sisten y suelen ser denom inadas «p rim itiv a s», optaron volunta­
riamente, o más bien se vieron obligadas a hacerlo, p or una rela­
ción predominantemente «ad ap tativ a» con la Naturaleza, en lugar
de intentar m odificarla y adecuarla a sus necesidades, com o hizo
la opción mayoritaria. Aunque es una cuestión disputada, el hecho
de que en su casi totalidad estas sociedades se encuentren en zonas
desérticas, de exuberancia tropical o de hielos perpetuos hace más
plausible la segunda hipótesis; de hecho, pese a las dificultades del
medio, no han dejado de desarrollar un utillaje complejo, aunque
limitado, así como su propia cultura, aun sin superar apenas la etapa
de cazadores y recolectores.
Si hablam os con m ayor precisión habría que referirse a una
antropogénesis biológica y a una antropogénesis cultural, ambas
estructuralmente vinculadas por una retroalimentación incesante
y mutuamente potenciadora. Un caso bien conocido de esta diná­
m ica es, por ejemplo, el de la relación mano-cerebro. Y podrían
citarse muchos más, porque, en realidad, la cultura es nuestra forma
especializada de adaptar el m edio a nuestras necesidades transfor­
mándolo mediante el trabajo. Pero el hombre sigue viviendo « e n »
la Naturaleza, no frente a ella.
La formidable desviación —y ruptura— de este modelo de vida
que surge con la Revolución Industrial sobre premisas utilitaristas
ilustradas tuvo su inicio real en la llamada Edad de los Metales, como
ya apuntó Rousseau en su Discurso sobre los orígenes de la desigualdad
entre los hombres. En efecto, la posesión y uso de los metales propició
la primera gran desigualdad de clases, que se agravó con el estableci­
miento de la propiedad privada. Esta violencia sociocultural tuvo efec­
tos nefastos para la especie, pero no tanto para el medio. Pero la gran
ruptura ha sido la antes citada del antropoceno. En ella se pasó de ade­
cuar el medio a las necesidades humanas a devastar los recursos según
el egoísmo inmediato, sin el menor cálculo de futuro. H a sido un caso
de persistente y casi generalizada ceguera del hombre consigo mismo,
36 ÉTICA DEL SIGLO XXI

lo que se ha traducido en incesantes conflictos intra- e interespecífi­


cos. Puede decirse que en los últimos años han sonado todas las alar­
mas y han comenzado los primeros preparativos para corregir el desas­
tre ecológico causado, gracias a la acción-presión de numerosos gru­
pos ecologistas y la investigación científica medioambiental. Aunque
todavía faltan por concretar muchos proyectos, tratados internacio­
nales y promesas reiteradas, puede decirse que ha llegado el momento
de iniciar un profundo «g iro medioam biental».

El giro medioambiental (GMA)

El radical cambio medioambiental ha de partir necesariamente de


una mayor templanza de las posiciones antihumanistas, porque su
planteamiento es a la vez reduccionista y desenfocado. Reduccionista
porque nada podrá hacerse sin la iniciativa humana, aunque ésta haya
de ser fuertemente rectificada. Y desenfocado porque resulta inevi­
table un antroponcentrismo moderado, en el sentido antes expuesto.
En definitiva, el hombre está en el centro del medio ambiente.
En realidad, las tres opciones antes enumeradas — naturalista,
humanista y tecnocrática— descansan sobre la sobreactuación de
los tres subsistemas fundamentales:
1. : El mediofísico-químico., que constituyen los ecosistemas bási­
cos, cuya dinámica es preciso respetar, dado que tienden a un
sistema en equilibrio (biosfera).
2. : El medio hum ano, constituido por la noosfera — o conjunto
de fuerzas mentales— y por la sociosfera — o conjunto de rela­
ciones sociales— , en pos de una vida de calidad y no mera­
mente consumista o acumulativa.
3. : El universo tecnológico, producto del hom bre en cuanto
segunda naturaleza imprescindible para su adaptación y trans­
formación del medio a sus necesidades. Es la tecnosfera, res­
ponsable de profundos desajustes y destrucciones realizados
en la biosfera y en la misma sociosfera. Es el ámbito donde ha
de incidir fundamentalmente el Giro M edioambiental. Y la
dirección parece clara: a la recuperación del equilibrio de los
ililn cines subsistemas en el seno del sistema natural global,
i ii • I que los i auibios al azar y la selección natural han de
ECOÉTICA Y JUSTICIA AMBIENTAL 37

encontrar libremente su equilibrio dinámico mediante ajus­


tes incesantes. En definitiva, a la recuperación del hombre
« e n » la Naturaleza.

En este reclamado GMA están llamados a colaborar —mediante


una competición cooperativa— las dos grandes tendencias ecoló­
gicas, la naturalista y la hum anista.
1. : La tendencia naturalista postula una orientación «ecocén-
tric a », sobre el pivote de « lo s derechos de la naturaleza glo­
bal » . El hom bre es considerado com o un ecosistem a más,
aunque con un estatuto particular, pero tan eco-dependiente
com o los demás. Se incide incansablemente en el dogm a de
que la N aturaleza es « p e r fe c ta » y « a c o g e d o r a » , con evi­
dente antropomorfism o. En realidad, la Naturaleza no es lo
uno ni lo otro: simplemente sigue sus propias leyes físico-quí­
micas y ecosistémicas, de enorme complejidad, pero entre las
que destacan las de mutación al azar y de selección natural.
Obviamente, habrá que ir abandonando paulatinamente las
tendencias más radicales, como la «ecología p rofu n da» (deep
ecology) y los conservacionistas radicales, el denom inado
«transcendentalism o am erican o» y su panteísm o panreli-
gioso, o m isticismos tales com o el del «M ovim ien to por la
T ie rra », para atenerse mucho más a datos científicos contras­
tados y a la reflexión filosófica (ecoética).
2. : La tendencia hum anista, en cambio, postula una orientación
moderadamente antropocéntrica, por contraposición al antro-
pocentrismo fuerte propugnado por la corriente tecnocrática.
Se caracteriza por admitir que el ecosistema humano se inte­
gra globalmente en los demás ecosistemas, pero mantiene su
singularidad en el cosm os al estar dotado de un ecosistema
tecno-cultural al m odo de segunda naturaleza, que le confiere
una jerarquía, a la vez que la mayor responsabilidad, en el sis­
tema general de evolución. Ello implica también una revisión
profunda no sólo de las desviaciones tecnocráticas ya men­
cionadas, sino incluso de la concepción excesivamente «racio­
n alista» que le separa en exceso, hasta el aislamiento en oca­
siones, de su naturaleza animal, lo que dificulta su dinámica
38 ÉTICA DEL SIGLO XXI

«ecológicam ente racional» (Agenda 21) con los demás eco­


sistemas del planeta. Es ésta una comunidad que puede con­
siderarse « u tó p ic a » (Sosa, 1994), pero irrenunciable en un
horizonte de futuro.

En conclusión, el GMA ha de realizar un estrecha síntesis de los


valores medioambientales, de los valores humanistas y los Derechos
H um anos de tercera generación — derecho a un ambiente sano,
derecho a la paz, derecho a un desarrollo sostenible y autogestio-
nado— , asunción del valor inestimable de la biodiversidad y de la
pluralidad cultural y de sistemas democráticos; diversidad de esti­
los de vida; responsabilidad por las generaciones futuras; elimina­
ción real de la pobreza — lo que implica un abandono del injusto
comercio neoliberal— ; primacía otorgada a la calidad de vida; enfo­
que verdaderamente global de los problemas, asi como de su com ­
plejidad e interdependencia, además de unos mecanismos mundia­
les más eficaces de redistribución de riqueza con salvaguarda de los
recursos naturales; y, por último, una educación medioambiental
(o «alfabetización ecológica») que profundice y difunda el respeto
por la vida y la solidaridad con todos los animales.

BIBLIOGRAFÍA

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