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No sabía su nombre. Para mí era solo la madre de María, la tía de Ezequiel.


Me dijo que no había dormido nada y yo la entendí. Desde que había
empezado a comer tierra para otros, nunca más había vuelto a dormir como
antes. El día anterior había sacado dos cervezas de la heladera y una había
quedado por la mitad al costado del sillón. Había tomado tratando de pensar
solo en la música que salía de la Play. Quería que la cerveza me dejara la
mente en blanco. No pensar en María atada, en María encerrada. Ni en su
mamá. Y en algún momento me había quedado dormida.
Y ahí estaba ella ahora, la madre, buscando acercarse. Yo sabía que
quería decirme algo pero no quería escuchar. Me estaba guardando toda
para la tierra. Igual, se sentó enfrente mío y trató de agarrar mis manos.
—Hija —dijo, como para empezar a pedir algo, más con los ojos que
con la boca—. Hija…
Le hice que no con la cabeza. Ya no siguió hablando. Solo los ojos.
—No, así no funciona —le dije, tratando de no mirarla, tratando de no
recorrer con la cabeza el tiempo seco, los años guachos que me lastimaban
el cuerpo como una lija frotada sobre la piel, que hacían que ya no saliera
nunca, nunca, la palabra «hija» para mí de la boca de una mujer—. Yo vine
a comer la tierra de su hija —dije, y me levanté para salir sola a la
intemperie a buscar una vida.
 
Acaricié la tierra que me daba ojos nuevos, visiones que solo veía yo.
Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados.
Acaricié la tierra, cerré el puño y levanté en mi mano la llave que abría
la puerta por la que se habían ido María y tantas chicas, ellas sí hijas
queridas de la carne de otra mujer. Levanté la tierra, tragué, tragué más,
tragué mucho para que nacieran los ojos nuevos y pudiera ver.
Era ella. El moretón en el ojo de María era fuego y furia en mi corazón.
Un golpe que el día anterior no estaba en una cara que era pura tristeza.
Seguí comiendo, borracha de tierra. Tenía que ver. Ahí estaba María, que,
como si me hubiera presentido, se desesperó. Yo traté de calmarla. Ella
tiraba fuerte de sus brazos, dos brazos que no le servían. Estaba atada contra
esa cama que era solo mugre para un cuerpo nacido hacía cuántos años,
pocos, quizás diecisiete. La cama golpeaba las paredes y María tiraba y
tiraba de sus cadenas, trapos pobres de los que no podía zafarse.
De nuevo las letras negras en la pared de ese pozo que era una cárcel
para la chica. Se movían, no me dejaban leer. Me agaché, pero ya no existía
tierra de donde agarrarme. Traté de hacer de mi cuerpo un ovillo pero la
cabeza, derecha, miraba a María y detrás la pared, las palabras negras en la
oscuridad. Ella ya no luchaba contra sus ataduras. Leí, como en una foto,
carga tu cruz.
Se abrió la puerta que había al lado de la cama y el ruido que hizo fue
terror para nosotras. Solo sus ojos enormes no estaban atados y les
contaban, a los míos, el miedo, los golpes y las ganas de escapar. Como
pude, vi al hombre metiéndose en la pieza. La luz entraba por la puerta
como si fuera llamas para los ojos de María y para los míos. Pero yo tenía
que verlo. Luché contra la luz y, aunque me lastimara, lo pude ver. Era un
hombre viejo, la frente dibujada con poco pelo, blanco. Los brazos
descarnados seguían siendo fuertes. Un hombre viejo, como un abuelito de
plaza, que sacudía a María y le decía: «Quedate quieta, mujer».
No podía verla llorar. Quise morderlo pero tampoco podía. Apreté mis
rodillas con los brazos mientras las letras se movían hasta despegarse de la
pared, mariposas negras de la noche que se me venían encima. El hombre
viejo también caminaba hacia mí. ¿Me había visto? No. Era el frío del
miedo, y después el aturdimiento y el dolor siempre en mi panza.
Tenía que irme.
Aunque no lo quisiera, salí tan oscura como la noche, en mi cabeza el
aleteo prestado de una mariposa negra: carga tu cruz.

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