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De Vida o Muerte

Un espasmo golpeó mi pecho, desperté asustado por el timbre. Di vueltas en mi cama para intentar dormir
nuevamente, pero unas voces subían por las escaleras y entraban por la puerta de mi habitación. Tapé mi
rostro con la almohada y lo apreté, pero no sirvió.
Resignado salí de mi habitación, aunque no con la suficiente rápidez como para ver quien estaba en la
puerta, que ahora estaba cerrada. Lo que sí pude ver, fue a mi madre acurrucada en el pecho de mi padre
mientras ambos lloraban.
Quise correr hacia ellos, abrazarlos y preguntarles por qué lloraban, pero mis pies se habían pegado a los
escalones de madera blanca. Apoyé una mano en la baranda. Al sentir el material helado, pude moverme y
bajar las escaleras.
Mientras ponía un pie un escalón más abajo, pude observar la sala con precisión, la temperatura había
bajado diez grados; las cortinas lloraban al igual que mis padres a causa del agua que entraba por la ventana;
los platos sucios, todavía sobre la mesa, me gritaban que algo malo había sucedido. Esto no parecía mi
hogar, esto era un lugar irradiando tristeza y malas noticias, hasta destrucción, si uno tenía las fuerzas para
observar de cerca.
Al llegar al último escalón, volví a clavarme en el suelo, pero me obligue a ir hacia ellos.
—Mamá ¿Qué sucede? —le pregunté cuando llegué a ella. No me respondió— ¿Estás bien? —insistí. Vi
los labios de papá moverse, pero no puede escuchar que decía.
—No estoy bien —contestó mi madre luego de unos segundos, todavía sin mirarme.
—¿Qué sucedió? —volví a preguntar con un hilo de voz.
—Él… está muerto… no puede ser verdad… no es posible.
—¿Quién está muerto, mamá? —me ignoró de nuevo, pero no tuve tiempo de insistir, ya que se levantó
del regazo de mi padre y subió las escaleras.
Me senté al lado de papá, cuyas mejillas estaban anegadas de lágrimas que comenzaban a endurecer su
rostro. Ninguno de los dos hablamos. Traté de preguntarle que era todo eso, pero las palabras estaban
agarradas con uñas en mi garganta, cuando inhalaba preparado para hablar, éstas me cortaban, me
rasguñaban y me sacaban sangre.
Luego de lo que parecieron minutos, —aunque entendí que habían sido horas después de mirar por la
ventana— mi madre bajó por los blancos escalones. No nos miró antes de meterse en la cocina.
Minutos más tarde, un olor a carne llegó a mi nariz y lo inhalé complacido, ese aroma inspiraba familia,
amor, calidez.
Sentí un sollozo a mi derecha y giré la cabeza alarmado al ver a mi padre tapándose el rostro con las
manos. Su espalda encorvada temblaba con cada embestida de las lágrimas. Estiré mi mano dispuesto a
tocarlo. Cuando estaba a unos milímetros de hacerlo, mi mamá apareció con la comida. Al ver la bandeja, los
pensamientos y sentimientos familiares que había sentido se esfumaron. Era triste, solo un metal ovalado
empapado de gotitas de vapor. No había nada de esos hermosos recuerdos que me había traído su olor.
Mis padres también lo notaban, me di cuenta en cuestión de segundos.
Ambos nos levantamos al mismo tiempo y caminamos hacia la mesa con el hermoso mantel rojo que nos
había regalado mi abuela años atrás.
La cena, fue la peor cena que he tenido en mi corta vida. Mis padres lloraron mientras comían —lo que
fue muy poco, casi nada— y sus platos se enfriaron antes de que pinchen siquiera la carne.
La habitación seguía fría y oscura cuando terminamos de comer. Seguía sin recordarme a mi colorido
hogar.
—¿Mamá? ¿Quién murió?
Sin levantar la vista de su comida, la cual movía con su tenedor, me contestó.
—Yo… no… sólo no puedo. —y salió corriendo escaleras arriba.
Me quedé mudo, con los ojos abiertos tan grande que dolían. En lo que parecieron segundos, mi papá se
levantó de su silla aterciopelada, juntó los platos y todo lo que quedaba sobre la mesa. Le pregunté si quería
ayuda, pero tampoco me respondió.
Decidí seguir a mamá, era más unido a ella que a papá, tal vez ella me diría que pasaba si insistía un
poco.
Cuando llegué al piso superior, vi la puerta abierta del baño y la luz prendida. Creí que mi madre estaba
allí, y supe que era así, cuando escuché agua gotear. Desearía no haberme acercado a ese lugar, desearía no
haber sido yo el que la encontrara, desearía no haber visto sus pies colgando, desearía haber salido corriendo
de allí, desearía que mis malditos pies no hubieran vuelto a estar pegados al suelo de madera.
Para mi desgracia, descubrí que el ruido que había pensado que era agua goteando, en realidad era la
sangre que caía de las muñecas de mi madre y formaba un charco en el suelo. Su piel estaba rebanada debajo
de sus manos en cortes prolijos y profundos. Demasiado profundos. Hilitos de sangre pintaban su piel desde
esa fatal herida, hasta sus prolijas uñas color violeta y luego seguían a sus iguales para agrandar el charco
carmesí.
Subí mi mirada y vi que decenas de pequeños cortes marcaban también la piel de su antebrazo y
sangraban más de lo que debían. Mi madre no había soportado esa muerte —la cual todavía no sabía de
quien era—, su dolor había sido tan profundo que había agarrado la navaja de afeitar de mi padre —que
descubrí poco después tirada en medio del rojo intenso— y se había herido a sí misma.
Quise dar otro paso cuando mis ojos quedaron incrustados en la soga que envolvía su cuello y dejaba su
cara llena de secas lágrimas de un tono azulado. Esa soga era la que hacía que los descalzos y
ensangrentados pies de mi madre quedaran suspendidos a varios centímetros de la madera que recubre el
suelo. Esa cosa espantosa era tan áspera que su piel parecía quemada.
Todavía sin poder moverme, noté como los rubios cabellos, los pómulos afilados, los hombros finos,
hasta las hebras de la soga estaban anegadas, literalmente, de la sangre de esa mujer que se preocupó por mí
toda su vida, que se levantó todas las noches en las que despertaba asustado por horribles pesadillas sobre
este momento, que recibió con alegría a todas las chicas que llevé a casa, que sonreía con orgullo cuando les
decía que una de ellas era mi novia.
Agradecí que su vestido era negro y no me permitía ver el líquido rojo intenso que seguro también cubría
la tela.
La porcelana del baño también estaba llena de ese color, el espejo, los muebles, las cortinas, las toallas,
todo lo que allí había, para mi desgracia, de color blanco ¿Por qué tenía que ser todo de ese color? ¿Del color
que más contrastaba con el rojo?
Aparté mis ojos de ella —fue todo el movimiento que pude hacer— y los clavé en la pared azul claro.
Cuando también vi color carmesí los cerré.
Sentí el sonido de los pesados zapatos de mi padre subiendo la escalera.
—¿Rose? —dijo en un hilo de voz.
Me giré dispuesto a no permitirle verla, a impedir que tenga este horrible recuerdo, el mismo que me
quedará a mí para siempre.
Cuando mi padre vio a la mujer que amaba colgando del techo, cayó de rodillas, aunque parecía que
seguía cayendo en un limbo de dolor y desesperación. En sus ojos se observaba un grieta enorme que lo
atravesaba y partía en dos, tres, en tantos pedazos que me hubiera gustado traer una bolsa de tela, de esas que
mamá amaba tanto, y recogerlos para que no quedaran esparcidos por todo el suelo ensangrentado. Y eso fue
lo que traté de hacer. Lo hubiera hecho si no hubiera traspasado a mi padre en cuanto quise tocarlo y
terminado en una habitación oscura.
Sentí otro espasmo por todo mi cuerpo, no sólo en mi pecho y mucho más intenso que el de esta mañana.
Mi cabeza se levantó de la camilla donde estaba apoyada y abrí los ojos. Lo único que pude visualizar antes
de volverlos a cerrar fue el techo de un hospital, y entonces entendí.
Lo que había sentido esta mañana no era el timbre, fue la primera oportunidad de vivir que me
concedieron.
La segunda había sido más dolorosa, y había recorrido todo mi cuerpo.
En la tercera entendí. Lo que había vivido era un adelanto de mi infierno. Del infierno que viviríamos los
tres.
En la cuarta, decidí abrir los ojos.

RECURSOS LITERARIOS:
Personificación.
Alegoría.
Anáfora.
Perífrasis.
Metonimia.
Hipérbole.

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