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FERNANDO YURMAN, Literales Tal Cual 19 noviembre de 2011

Caminata en fa menor

"Siempre hay historia, hasta en el tictac del reloj, hay un génesis en tic y un apocalipsis en
tac" Frank Kermode

Q uizás para humillar el mortífero siglo XX, la nostalgia inventó ese álbum que se llamo
la "Belle epoque", una atmósfera crepuscular para el romanticismo del siglo XIX y una
armonía candorosa para la pausa que precedió la primera guerra. No habría habido esa
conflagración si tal armonía no hubiera sido falaz, sin contar que ese olímpico atardecer
cultural ya estaba agrietado por los relámpagos de las vanguardias. No obstante, el
ensueño de un tiempo perdido y recuperado, en la literatura y fuera de ella, hizo de esa
época un melancólico oasis en la penuria de la historia. El encuentro de Freud y Mahler,
una sesión caminada de cuatro horas, en un día de verano de 1910, es una de las joyas
relumbrantes de aquel ámbito mítico. Fue un simple paseo incrustado en las vacaciones
de Freud para aliviar psicoanalíticamente la angustia de Mahler, pero las constantes
referencias culturales lo convirtieron en una suerte de cajitas chinas encastradas unas en
otras; también podría considerarse como una escenificación viva y adelantada del
Ulises, una interioridad de calle, con la subjetividad moderna exportada fuera de
Dublín. Lo cierto es que ambos paseantes, como destinados a un friso de su tiempo,
fueron comprometidos con sus afinidades y sus diferencias en una larga sesión. La
memoria de aquella cita todavía nos concierne. 

Gustav Mahler había revolucionado la música, era admirado por genios afines y por
algunas vanguardias, pero era ferozmente criticado por voceros conservadores y
antisemitas, y su plena aceptación habría de llegar muchas décadas después de su
muerte. Sigmund Freud había trastornado casi todas las nociones que definían lo
humano, desde la conciencia a la sexualidad, pero era un marginado de la ciencia al que
sólo alentaban artistas y pensadores de vanguardia; el psicoanálisis era la biblia de los
impíos. Los dos eran judíos, pero Mahler pagó con su conversión la entrada en los
círculos áulicos de la Ópera de Viena, mientras que Freud reivindicó siempre su
identidad. El primero representaba lo que la sociología de la asimilación llamaba "judíos
de excepción", aquellos que por su genio podían ser sumados a los gentiles siempre que
no se mostrasen demasiado judíos. Freud vivía entre judíos (excepto Jung, que
renunciaría en ese 1910, todos sus discípulos lo eran) pero no preservaba el judaísmo en
sentido religioso o social; mantenía "La judeidad", esa atmósfera con que Hanna Arendt
definía las costumbres y valores judíos. También había otras diferencias: Freud tenía
reservas con la música, las que usualmente padecen los pensadores concentrados en el
concepto, y especialmente las que derivan de su trabajo con las pulsiones a través de la
palabra. Desconfianza al influjo musical que atraviesa sin aviso, invade y transfigura las
capas del psiquismo. 

Fue una sesión psicoanalítica sin diván, una conversada caminata por las calles, plazas y
avenidas de la calmada ciudad holandesa de Leyden, donde Freud había fijado el
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encuentro sin sospechar las volutas históricas que desprendería el empedrado.


Traducido al alemán Leyden significa "sufrimiento"; la elección de Freud fue atinada, el
recorrido tenía resonancia en la ciudad interior que traía Mahler, un duelo
multitudinario y disperso que lo agobiaba sin freno. Ocho de los hermanos del músico
habían muerto en su infancia, el último se había suicidado; a ese paisaje de muerte se
había incorporado recientemente su pequeña hija como desenlace de la dura agonía de
una difteria; luego Alma, su esposa, perdió un nuevo embarazo que podría haber
reparado esa pérdida; esa crónica sombría apareció al promediar la caminata, porque la
consulta inicial era por la angustia de perder a Alma (veinte años menor) en brazos de
un reciente y joven amante. Celos, posesividad, culpa, atravesaban esta angustia de
pérdida, que no podía entenderse sin las capas acumuladas de pérdida previa. Las
intervenciones de Freud, en lo poco que se sabe, habrían procurado aliviar a Mahler los
celos al señalar que su esposa se interesaba en él, no a pesar de la diferencia de edad
sino por eso mismo, ya que le recordaba a su amado padre. También trato la fijación de
Mahler con su propia madre, esa sufrida mujer a la que deseaba que su esposa se
pareciese; revisó algunas escenas traumáticas de la infancia que ligaban la música a la
violencia de los padres. Como fondo general había empleado una explicación edípica
del caso, figura tan vulgarizada por la información contemporánea que hoy parece un
tema banal de revista de domingo, pero entonces suscitaba un gran impacto intelectual y
emocional.

Probablemente un terapeuta actual consideraría la pérdida de Alma como una grave


lesión narcisista que no podía compensarse sino mediante el amante, pero no dejaría de
considerar a Gustav bajo un proceso de duelo. Seguramente haría lo mismo que hizo
Freud, organizar un sentido de la pérdida que disminuyese el carácter tormentoso del
duelo y permitiese su elaboración. Para ello Freud hizo del relato de Mahler una
historia, le dio un significado. Debemos a Oscar Wilde una definición memorable: la
música es lo que permite tener historia incluso a los que no la tienen. En este caso Freud
entregó la melodía: la intervención psicoanalítica, como la música, se desliza sobre
tiempo, es un ordenador del tiempo, y convirtió en historia la angustia de Mahler. Para
decirlo en el registro musical: le puso letra a Mahler. Hizo lo que Mahler con la ópera,
porque la ópera procura esa fusión de sonido e historia, de palabra y música, o dicho en
lenguaje de Freud, de significado y pulsión. Pese a su temor, que describió “como sacar
una viga mayor de un edificio desconocido”, Freud compuso al compositor en esa
soleada caminata de cuatro horas donde intercambiaron palabras. Estabilizó con una
historia el poderoso tormento del duelo. El gran poeta suizo Robert Walser decía
“siempre que no escucho música siento que me falta algo, pero cuando escucho música
sé concretamente cómo es que me falta algo”. Eso es lo que procuró Freud, aunque sin
música, cernir esa falta, darle una geografía a la pérdida para que Mahler supiera más lo
que le faltaba, de modo que esa inquietud difusa y dolorosa pudiera rodear el objeto
perdido.

La diferencia inicial entre el psicoanalista y el compositor, que era de palabra y


emoción, de semántica y sonido, fue finalmente sobre algo que ambos sabían tejer.
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El clima de muerte siguió duramente a Alma Mahler, luego de la muerte del músico (a
un año de la legendaria sesión a pie).

Ella retomo la relación con Walter Gropius, su amante, se casó y tuvo una hija que
murió en la adolescencia, luego tuvo un hijo con Franz Werfel que también murió muy
pequeño. Viene a este caso sombrío recordar que el director Daniel Baremboin
observaba que la música ocurre entre silencios, como la vida: hay un silencio antes de
nacer y otro después de morir; la música sucede entre dos muertes. Dicha semblanza
hubiera podido ser adoptada en algún instante por aquellos dos paseantes que tejían un
duelo en Leyden.

Esa caminata sigue sucediendo hoy como la rememoración de una cultura reflexiva, que
todavía caminaba y escuchaba.

Contrasta con la actual intolerancia para la espera, la pausa y la incertidumbre.

Quizás por esa lenta morosidad, el cine la había eludido casi siempre, pero logró una
extraordinaria aproximación por la fineza de Visconti y luego por la creatividad de Ken
Russell. Recientemente, sin ese cuidado, en ocasión del aniversario de Mahler, fue
retomada por Percy y Felix Adlon, con el expeditivo título de Mahler en diván. Este
director ya había perpetrado otro film exótico y romántico en Café Bagdad, donde hizo
fumigar un intenso realismo mágico sobre el desierto que había prestigiado Wenders en
Paris Texas.

Ahora el reto fue mayor, la realidad ofreció gran resistencia al guión porque fue sólo
una caminata de cuatro horas la de Freud y Mahler, y de una profundidad difícil de
traducir a un cine de comida rápida. Pese a todo, como no se podía desperdiciar la
promesa escenográfica de la Belle epoque, le instalaron un diván a la historia, alargaron
la sesión a días, impusieron una hipnosis, escenas eróticas, símbolos dorados (¿acaso no
estaba también Klimt por ahí?), pero no lograron sepultar aquella gloriosa caminata.
Visconti fue prudente, delicado, sabía que esos temas se deben presentir, que hay una
riqueza mayor en respetarlos con distancia.
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El diván de Freud

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