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Martín Marcos
No conocemos su nombre pero hace pocos meses en algún lugar del mundo nació el
habitante número siete mil millones. “Los próximos dos mil millones de personas que se
agregarán a la población mundial vivirán en ciudades; en consecuencia, es necesario
planificar para ellos desde ahora” advierte el informe “Estado de la Población Mundial
2011” de la ONU.
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¿Dónde alojar a esos millones por venir? “El Triunfo de las Ciudades”, reciente libro del
profesor de Harvard Edward Glaeser, reivindica que ellas -las grandes ciudades- son la
única alternativa a esta temible combinación de crecimiento demográfico explosivo,
calentamiento global, crisis energética y pobreza endémica: “Seria mucho mejor para el
planeta que su población urbana viviese en ciudades densas levantadas alrededor del
ascensor, en lugar de hacerlo en áreas diseminadas construidas en torno al automóvil”.
Sus estudios demuestran que la ciudad extendida de baja densidad poblacional provoca
mayor impacto ambiental y social negativo que las urbes compactas y densas. La casa
individual exenta -mal que nos pese a los arquitectos- ha devenido en el tipo de vivienda
que más energía, tierra y agua consume; siendo la contra-cara de un modelo territorial
inviable y ecológicamente insustentable. ¿Podemos seguir enseñando, publicando y
premiando estos paradigmáticos ejemplos de la “alta costura” arquitectónica sin hacer
una reflexión crítica de sus consecuencias?
Aquí el 92% de los argentinos vivimos en ciudades y sus periferias han crecido en los
últimos años de tres formas: La privada mediante barrios cerrados y similares; la pública
con conjuntos habitacionales de vivienda social, y la espontánea vía asentamientos
irregulares y villas miseria. Así y por distintas razones, se ha agrandado la mancha urbana
sin planificación y con muy baja densidad; ocupando gran cantidad de tierras fértiles o
interviniendo imprudentemente frágiles eco-sistemas de regulación hidrológica como
humedales y otras zonas inundables. Hoy los barrios cerrados usan 40 mil hectáreas contra
las 20 mil de la ciudad de Buenos Aires; duplican su superficie para albergar menos gente
que el barrio de Caballito. Un verdadero despilfarro del territorio más rico y productivo del
planeta, justo cuando los alimentos son vitales. Además su dependencia del automóvil
conlleva altos consumos de combustibles fósiles y emisiones de CO2 que agravan el
calentamiento global. Probablemente por ello Rosario ha sido la primera ciudad del país
en debatir públicamente y prohibir nuevos barrios cerrados en su periferia. Privilegiar el
valor social y estratégico del suelo por sobre la especulación y la fragmentación son
fundamentos de la flamante Ley. ¿Es sostenible continuar loteando al infinito la Pampa
Húmeda y el Delta?