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de controlar su propio destino. En ambos casos los protagonistas recurren a la ficción para
llenar el vacío de sentido: donde el Quijote desempolva las armas oxidadas de su bisabuelo,
Quinn rebusca un nuevo atuendo en el fondo del armario. Los dos empiezan sus aventuras
convirtiéndose en otros personajes de ficción: Quijote en un caballero y Quinn en un
detective. Pero mientras que el castellano elige convertirse en caballero, el norteamericano
se ve arrastrado por una trama que escapa a la comprensión: El Quijote toma las riendas
de su aventura; Quinn, en cambio, se deja arrastrar por el azar.
Este primer juego ficcional viene marcado por la dimensión autoconsciente: El Quijote,
aunque en principio no pretende escribir su propia historia, reflexiona constantemente en
torno a su construcción narrativa: «¿Quién duda sino que en los venideros tiempos,
cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los
escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta
manera?». Auster decide integrar este recurso metaficcional en la propia definición del
protagonista: Quinn es un escritor que se transforma en uno de los personajes de sus
novelas, y luego, llevando hacia el extremo la semilla que planta Cervantes, se hace pasar
por Paul Auster; un Paul Auster personaje, miméticamente descrito al fáctico, que irrumpe
transgrediendo los sucesivos niveles diegéticos del relato y causando un efecto de
extrañamiento. En El Quijote, el autor aparece mencionado brevemente por el cura como
«grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos»;
más lejos lo lleva Auster, que se incluye como parte actancial de la historia en un juego de
espejos —uno de muchos— con su propio protagonista. No deja de ser irónico y propio de
este carácter lúdico del neoyorquino que, en la conversación entre Paul Auster y Quinn,
alter-ego y alter-alter-ego, en la que ambos constatan su amor por El Quijote, pregunte el
primero: «¿Quería hablarme de algo relacionado con la literatura?», y el segundo
responda: «No. Ojalá lo fuera. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura».
Un segundo plano por el que discurren ambas novelas es el de la transgresión del género
del que parten. Alonso Quijano, como bien sabemos, enloquece leyendo libros de
caballerías y, dado que el mundo que le rodea nada tiene que ver por aquel descrito en las
novelas medievales, lo adapta a su propio medio: fuerza la ficción a penetrar en su
realidad; dicho de otra manera, Cervantes juega a encajar una ficción en otra. Auster hace
lo propio con el género policíaco, comparable por su popularidad y éxito en la
Norteamérica del siglo XX a la de caballerías en la España del XVI: Quinn, narra Auster,
admira estas novelas por la total integridad del mundo que muestran, por su conexión con
lo fáctico y lo resolutivo de sus tramas. Este sentido de la coherencia y plenitud que nos
describe con tanto ahínco el narrador es, precisamente, aquello que no podemos encontrar
Victor Castellanos