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Victor Castellanos

Como buena representante de la literatura posmoderna, la obra de Paul Auster, Ciudad


de Cristal (1985), es un texto híbrido, de convicciones intertextuales y dialógicas y con un
carácter marcadamente metaliterario y autoconsciente. Ciudad de Cristal nos presenta una
historia que incluye otras historias y otros libros, que se va construyendo entre
duplicidades aporíticas y digresiones. Más allá de las lecturas temáticas respecto a la
condición del hombre posmoderno, a Auster le interesa reflexionar sobre la propia
expresión literaria. Para explorar este extraño artefacto que es la novela recurre a la fuente
originaria de El Quijote, a su espíritu transgresor y, sobretodo, al espíritu cervantino del
juego metaliterario.
Las dimensiones en las que la obra de Cervantes planea sobre Ciudad de Cristal son
múltiples y complejas. Aquellas más explícitas pasan por las referencias textuales a Don
Quijote: la coincidencia con las iniciales del protagonista, el diálogo entorno a la autoría
del manuscrito o la presencia de un personaje secundario llamado Michael Saavedra.
Auster incluye también el recurso narrativo del manuscrito encontrado y el del narrador-
editor, imitando la concatenación cervantina de narradores, así como la autoreferenci-
alidad autorial en la propia obra.
A grandes rasgos, estos serían los elementos más claros de intertextualidad. Sin
embargo, no resultan los elementos cruciales de la reescritura; estos hay que buscarlos en
un nivel menos explícito, aunque latente en toda la obra: es allí donde Auster explora las
posibilidades del juego cervantino, haciendo suyos alguno de sus elementos para tratar de
tensionarlos y llevarlos a un nuevo nivel adecuándolos al contexto, a sus obsesiones y a las
reflexiones contemporáneas en torno al ejercicio narrativo.
La primera relación clara la vemos en la construcción de los personajes: el protagonista,
Quinn, es un hombre solitario y, como el Quijote, vive absorbido por los libros. Si el
Quijote vivía aislado en un lugar remoto de La Macha, Quinn lo hace en medio de La Gran
Manzana. Su único quehacer, a aparte de su oficio como escritor, consiste en «caminar por
la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar en concreto». Este deambular del protagonista nos
remite a las andanzas que inaugura Cervantes al romper con la tradición anterior en que el
héroe tenía un destino claro y manifiesto. Nuestros protagonistas transitan un mundo
marcado por la incertidumbre; el comienzo azaroso y la falta de sentido originaria nos
introducen en historias que no van a ninguna parte. El mundo del Quijote, que inauguraba
la modernidad, era aquel donde las formas tradicionales colapsaban y el hombre, con su
ambigüedad, se colocaba en el centro de la transformación; en el de Auster, en cambio, ya
han caído tanto los viejos como los nuevos ídolos, y el hombre ya no es el centro de nada.
El individuo de la posmodernidad es alguien roto, atravesado por la contingencia, incapaz
Victor Castellanos

de controlar su propio destino. En ambos casos los protagonistas recurren a la ficción para
llenar el vacío de sentido: donde el Quijote desempolva las armas oxidadas de su bisabuelo,
Quinn rebusca un nuevo atuendo en el fondo del armario. Los dos empiezan sus aventuras
convirtiéndose en otros personajes de ficción: Quijote en un caballero y Quinn en un
detective. Pero mientras que el castellano elige convertirse en caballero, el norteamericano
se ve arrastrado por una trama que escapa a la comprensión: El Quijote toma las riendas
de su aventura; Quinn, en cambio, se deja arrastrar por el azar.
Este primer juego ficcional viene marcado por la dimensión autoconsciente: El Quijote,
aunque en principio no pretende escribir su propia historia, reflexiona constantemente en
torno a su construcción narrativa: «¿Quién duda sino que en los venideros tiempos,
cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los
escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta
manera?». Auster decide integrar este recurso metaficcional en la propia definición del
protagonista: Quinn es un escritor que se transforma en uno de los personajes de sus
novelas, y luego, llevando hacia el extremo la semilla que planta Cervantes, se hace pasar
por Paul Auster; un Paul Auster personaje, miméticamente descrito al fáctico, que irrumpe
transgrediendo los sucesivos niveles diegéticos del relato y causando un efecto de
extrañamiento. En El Quijote, el autor aparece mencionado brevemente por el cura como
«grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos»;
más lejos lo lleva Auster, que se incluye como parte actancial de la historia en un juego de
espejos —uno de muchos— con su propio protagonista. No deja de ser irónico y propio de
este carácter lúdico del neoyorquino que, en la conversación entre Paul Auster y Quinn,
alter-ego y alter-alter-ego, en la que ambos constatan su amor por El Quijote, pregunte el
primero: «¿Quería hablarme de algo relacionado con la literatura?», y el segundo
responda: «No. Ojalá lo fuera. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura».
Un segundo plano por el que discurren ambas novelas es el de la transgresión del género
del que parten. Alonso Quijano, como bien sabemos, enloquece leyendo libros de
caballerías y, dado que el mundo que le rodea nada tiene que ver por aquel descrito en las
novelas medievales, lo adapta a su propio medio: fuerza la ficción a penetrar en su
realidad; dicho de otra manera, Cervantes juega a encajar una ficción en otra. Auster hace
lo propio con el género policíaco, comparable por su popularidad y éxito en la
Norteamérica del siglo XX a la de caballerías en la España del XVI: Quinn, narra Auster,
admira estas novelas por la total integridad del mundo que muestran, por su conexión con
lo fáctico y lo resolutivo de sus tramas. Este sentido de la coherencia y plenitud que nos
describe con tanto ahínco el narrador es, precisamente, aquello que no podemos encontrar
Victor Castellanos

en la vida; y que ni Quinn, ni nosotros como detecives-lectores, hallaremos en la novela. De


una manera claramente cervantina, Auster utiliza el género detectivesco para realizar una
crítica y una reflexión sobre la literatura y para autoironizar, e incluso confundir, con el
destino de su personaje y de la trama que nos plantea. Utiliza la crítica, la reflexión y los
juegos metaliterarios como métodos de creación narrativa de una forma que, aunque
presente en El Quijote, integrados y llevados hasta las más altas cuotas de complejidad,
Auster sabe situar en el centro mismo de la historia.
Ambas novelas suponen también una superación del género —o una actualización— en
tanto que beben de un género para darle la vuelta y romper las expectativas internas. A su
vez, funcionan como un ejercicio de admiración hacia el género que satirizan: El Quijote
como una «despedida nostálgica», en palabras de Borges, y Ciudad de Cristal como una
renovación o una obra de género híbrido. Tanto los autores como sus héroes conocen y
admiran tales obras, y usan sus motivos en otro sentido, para reflexionar sobre el medio
literario y explorar nuevas posibilidades.
Lo importante, por tanto, es hacia donde nos llevan sus ficciones. Cervantes, según
Borges, toma los libros de caballerías para contraponer el «imaginario poético» al
«realismo prosaico» de su época, enfrentando lo sublime y lo grotesco, realidad y ficción.
Auster incluye ciertos atributos de la trama negra en la estructura de Ciudad de Cristal
para jugar con las expectativas de sus lectores; toma ciertos clichés y plantea un libro que
en superficie funciona como una novela detectivesca. Así, el lector asiduo del género pasa
las páginas esperando la aguda resolución del escritor-detective para constatar, al final, la
ingeniosa tomadura de pelo de Auster: la trama de Stillman, como el propio dilema que
plantea, no se soluciona; es una disgresión que sirve a sus propios fines, para reflexionar
en torno al giro lingüístico y la condición discursiva de la realidad. Porque a Auster no le
interesa la resolución final y placentera que proporciona una obra de ficción cerrada; busca
la ambivalencia, los juegos dobles y la reflexión literaria. El único misterio que nos resuelve
al final de la novela es el de la identidad del narrador tal y como hace Cervantes en el
capítulo IX.
Finamente, con el descubrimiento del manuscrito y la evanescencia del protagonista,
Auster se recrea con la ruptura de la coherencia interna al quebrantar el pacto de
verosimilitud. Entonces podemos ver, tras los cimientos caídos que sustentaban la trama,
la desnuda naturaleza artificial de la ficción. El neoyorquino se las apaña para manipular
con habilidad tanto las expectativas del género como de la propia novela y lograr su
objetivo final: la perplejidad del lector. «Porque, a fin de cuentas —dice Paul Auster
personaje— el libro es un ataque a los peligros de la credulidad».

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