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I Orestes Di Lullo

Santiago del Nuevo Maestrazgo. - Orestes Di Lullo


Santiago del Nuevo En esta oportunidad tengo la
satisfacción de presentar esta
colección en diez tomos de once
Maestrazgo. libros de un médico santiagueño
que hizo de su vida un ejemplo y
cuya obra hoy casi inhallable es
Santiago del Estero - República Argentina una de las más valiosas de
Santiago del Estero y el Noroeste
Argentino.
Obra monumental la de este Como argentinos conscientes,
santiagueño admirable, nacido el hemos decidido comenzar nuestra
4 de Julio de 1898. Monumental actividad en la Madre de Ciuda-
en todos los sentidos: por su des, y en menos de un año, edita-
excelencia, por su profusión, su mos ya Santiago del Estero.
multiplicidad, pero sobre todo, Historia- Tradición - Cultura, Las
por su valor documental, por su Termas de Río Hondo y la pre-
gran esfuerzo de rescatar para sente edición que conforma esta
preservar la memoria. colección, que forman parte de la
Orestes Di Lullo, médico de TÍTULOS DE LA COLECCIÓN colección de mi hijo más pequeño,
profesión, que abarca todos los Franco Rossi.
aspectos, en afán de investigar, Tomo Estos libros se los dedico a mi
I Santiago del Nuevo Maestrazgo. esposa Adriana, quien me pre-
desentrañar, registrar, clasificar y
II La agonía de los pueblos.
dejar así, en sus numerosos libros, sentara a Graciela Paladea, que
Viejos pueblos.
el gran corpus de la santiagueñi- III Contribución al estudio de las voces santiagueñas. 1ª parte. como santiagueña de ley que
dad para que abreven en él los IV Contribución al estudio de las voces santiagueñas. 2ª parte. ama su terruño, nos diera toda la
especialistas que lo continuarán. V Reducciones y fortines. información y su experiencia
En reconocimiento a su prolífera VI Caminos y derroteros históricos en Santiago del Estero. para lograr nuestro propósito
labor profesional y cultural, el 28 VII La Razón del folklore. editorial: hacer saber más de esta
VIII Santiago del Estero Noble y Leal ciudad.
de abril, día de su muerte (en “tierra de encuentros”.
IX La medicina popular de Santiago del Estero.
1983), fue declarado Día de la La alimentación popular de Santiago del Estero. Un reconocimiento especial a la
Cultura Provincial en Santiago X El bosque sin leyenda. Ensayo económico social. Fundación Cultural Santiago del
del Estero. Estero que permitió que el
proyecto se realizara con mayor
soltura y excelencia.
A todos los que colaboran en

FRANCO ROSSI
cada libro, a los santiagueños:

L
A
I
R
muchas gracias!!!

O
T
I
D
E
FRANCO ROSSI FRANCO ROSSI
A
Jorge Rossi

S
A
C
C A S A E D I T O R I A L C A S A E D I T O R I A L Editor
Proyecto y Realización
Jorge Rossi

Edición
Adriana Serra Lafluf

Idea y Coordinación Editorial


Graciela del V. Paladea

Prólogo de la colección
Dr. José Andrés Rivas

Revisión y correcciones
Dra. Hebe Luz Ávila

Dibujos tapas
Ricardo Touriño

Diseño tapas y armado


Nicolás Foong

Colaboración Editorial
Lic. Alicia C. Montenegro

Primera edición
SANTIAGO DEL NUEVO MAESTRAZGO
Editorial Herca. Santiago del Estero. Noviembre de 1991.

ISBN 978-987-1060-54-2

Este libro ha sido impreso en papel según normas IRAM ISO 2000
de acuerdo con los estándares de TCF.

Jorge Rossi Casa Editorial


Dr. José E. Uriburu 646, B1846AYL - Esteban de Adrogué, Pdo. Alte. Brown
Provincia de Buenos Aires, Argentina
Tel. 54 11 4214-4404 / cel. 54 11 15-5769-6740
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Todos los derechos reservados. La reproducción de este libro, sea en su totalidad o parcialmente,
deberá hacerse con expresa autorización del editor.
Este libro fue impreso por Jorge Rossi Casa Editorial.
ORESTES DI LULLO

Santiago
del Nuevo Maestrazgo

Santiago del Estero


República Argentina
Orestes Di Lullo

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

LOS LIBROS DE ORESTES DI LULLO


Dr. José Andrés Rivas *

Hace mucho que los estábamos esperando. Hace mucho que


pasábamos con cuidado las hojas cada vez más frágiles de los libros que
guardan algunas bibliotecas de Santiago. Siempre había un privile-
giado que tenía alguno de ellos y a veces hasta algún recuerdo de aquel
hombre pulcro, pausado, de mirada firme y profunda que amaba in-
tensamente a su provincia. Pero la mayoría de las veces sólo eran fo-
tocopias de fotocopias de páginas preciosas sobre las que el tiempo
había pasado.
A veces sólo era la cita en alguna monografía o en algún ensayo.
Otras, el título de alguno de sus libros en una tesis de licenciatura. O
el trabajo de un investigador de nombre extranjero, que anotaba el
suyo en un texto de más allá de nuestras fronteras. En todos los casos
la palabra de Orestes Di Lullo o lo que él había escrito o había afir-
mado, estaban allí. Sin ella, quedaba inconcluso el pensamiento y la
cultura de esa honda pasión que se llama Santiago del Estero.
Sin embargo, ese destino es extraño. Di Lullo apenas salió de
los límites de su provincia y publicó la mayor parte de sus libros en sus
imprentas. La pasión que rige sus páginas se vuelca hacia el presente,
el pasado o el futuro de su provincia y más allá de sus límites empieza
un territorio que no le pertenece. Hasta en el libro que escribió sobre
Castilla a cierta altura de su vida, buscaba el reencuentro con las pala-
bras de su tierra. Tampoco propuso un nuevo sistema, una nueva
forma que pudiera servir como modelo de otras disciplinas. Ni creó
un paradigma del hombre de su provincia, que sirviera para entender
a los que vivían en otras partes.

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Orestes Di Lullo

Por el contrario, en Di Lullo hay una predominante pasión, una


felicidad y una angustia por su tierra. A través de miles de sus páginas,
de su riquísima erudición sobre las costumbres, temores, creencias,
tradiciones, alegrías y tristezas de sus hombres y mujeres elaboró el
más extenso corpus de la vida santiagueña. Partió de ella para termi-
nar en ella, y nada ajeno a su cultura tuvo lugar en sus páginas. Lo que
no pertenece a ella, apenas le toca y sólo lo convoca para justificar o
explicar una fecha, un lugar, la aventura de un habitante del presente
o el rico pasado de una tierra postergada.
Sus libros están llenos del polvo de los caminos, de páginas ama-
rillentas de viejos textos, de legajos o documentos del pasado de San-
tiago, de antiguas canciones y refranes populares, de miedos y
esperanzas, de voces de criollos y criollas que vivían muchas veces en
pueblos de nombres olvidados, de la honda sabiduría de sus gentes. En
todos los casos Di Lullo insiste en recordarnos que él pertenece a esa
historia y a esa geografía, que le duelen sus dolores y le alegran sus ale-
grías. Que él también pasó por allí: Me he despertado. Las campanas tañen
dulcemente. Un gallo ha hecho oír su épico clarín. Me he asomado por la ven-
tana. Pasa una viejecita arrebujada en su manto negro, puede decirnos con
palabras cotidianos en una página. O: …he echado a andar. Las veredas
suben y bajan. Veo cuartos diminutos, puertas recias y pequeñas con gruesos he-
rrajes coloniales…., puede decirnos en otra.
De experiencias tan sencillas y tan íntimas como éstas, están cu-
biertas sus páginas. Cuando las leemos, sentimos que el hombre que las
escribió está aquí. Por esa razón, las palabras de Di Lullo viven y arden
como cuando aún corría la tinta fresca sobre ellas. El papel sobre las
que las escribió puede haber envejecido; lo que él dijo, en cambio,
sigue igual. Nos parece que todo lo escribió entre nosotros y para nos-
otros esta misma mañana.
A más de un cuarto de siglo de su muerte nos parece normal
esa rigurosa pasión de Di Lullo por su tierra. Después de tantos co-
mentarios, tantas observaciones, tantas alabanzas sobre este o aquel
libro o sobre cualquiera de sus actos, nos es posible creer que aquel
hombre que dedicó tan vasta obra a su provincia, sabía desde el co-
mienzo adónde tenía que ir. La propia sustancia de sus páginas agrava
este engaño. Es imposible encontrar en ellas, alguna que no haya sido
labrada con pasión y que ignorara adónde iba. Y hasta nos parece na-
tural el largo inventario de sus libros.
Sin embargo, su vida aparece como una extraña paradoja. Fue
un apasionado hispanista, pero en sus venas corría sangre de inmi-

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

grantes italianos que habían llegado cuando la Argentina era el país


del futuro. Estudió en el prestigioso Colegio Nacional Absalón Rojas
de Santiago bajo la dirección de un hombre al que luego dedicaría pá-
rrafos de justa admiración, Baltasar Olaechea y Alcorta. Después di-
sentiría con él en la visión del saladino Ibarra y del pasado de Santiago.
Participó en el mitológico movimiento de La Brasa y compartió con su
inspirador, Bernardo Canal Feijóo, y tantos otros, la misma pasión:
nombrar Santiago desde adentro de Santiago. Después se alejó y des-
cribió a su Santiago con otra mirada y otra voz. Pocos años más tarde,
se convirtió en el gran cronista de la vida de su provincia.
Vista en perspectiva, su obra se abre como los círculos que hace
una piedra al caer en el agua. Partió de las características de la medi-
cina y la alimentación, se rebeló luego contra el infierno del obraje, se
sumergió en las leyendas, creencias, tradiciones, juegos, temores y ale-
grías de sus comprovincianos y no se detuvo hasta que buscó en la larga
historia de su tierra la misteriosa razón de su destino. Pero detrás de
esas aparentes diferencias había una unidad esencial: la de su autor
con la tierra que amaba y de esa tierra con ese autor. Por esa razón su
obra tiene esa intensa coherencia y por cualquiera de sus páginas po-
demos internarnos en una experiencia fascinante. Veamos cómo pa-
saron el tiempo y su vida sobre ella.

LA VIDA, LOS LIBROS

Todavía puede leerse en el ejemplar de La Medicina Popular de


Santiago del Estero que se conserva en la biblioteca Sarmiento la dedi-
catoria a Bernardo Canal Feijoo: poeta y animador de La Brasa, lo llama.
El libro había sido impreso en 1929 y no es posible acercarse a él, ni
a los otros que escribió, sin partir de la simpatía que transmiten estas
páginas. En todas ellas, Di Lullo tiene una mirada generosa y com-
prensiva sobre las creencias de los hombres y las mujeres de su tierra.
Gracias a esa mirada, el médico Orestes Di Lullo puede guiar-
nos desde el comienzo de su libro en el devenir de la medicina popular
en su provincia. Parte del mundo de rituales y creencias de esa “me-
dicina”, antes de la llegada de los europeos. Un mundo en el que se
juntaban las artes mágicas con la experiencia y la práctica en enfermos
ajenos, la búsqueda de fórmulas mágicas y los conjuros reservados para
unos pocos iniciados. Todo eso sería inexplicable sin los oficios del cu-
randero, un singular personaje que formaba parte de la comunidad
indígena, ocupaba un lugar importante en ella y cuyas prácticas eran

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Orestes Di Lullo

muy respetadas. Si ellas fracasaban -lo cual era lo más probable- las cre-
encias de la comunidad, que no estaban muy separadas de las fórmu-
las mágicas del curandero, le vaticinaban a la víctima un lugar en el
más allá adonde compensarían sus pesares.
Para la tradición indígena, señala Di Lullo, la enfermedad era
producto de los malos espíritus. Para espantarlos recurrían a los cu-
randeros, los amuletos, los conjuros y hechizos. Plumas, hilos de lana,
collares de cabezas de serpientes, pedazos de huesos de cráneos, dien-
tes y garras de animales formaban parte de una singular farmacopea,
que había asombrado tanto al padre Lozano, quien diría que el pue-
blo más contagiado por la hechicería era el de Santiago del Estero.
Por esa razón el teniente general don Alfonso de Alfaro había conde-
nado…a varios al brasero para que las llamas abrazasen esta peste y se puri-
ficasen al aire de tan fatal contagio. Una reacción demasiado cruel, si
recordamos que la medicina de los españoles también apelaba a con-
juros, rezos y remedios extraños. Como curar tomando agua tres veces
“barajada” (pasada de un vaso a otro) mientras se rezaba un padre
nuestro. El credo no, aconseja,…porque es muy cálido.
La segunda parte del libro es un delicioso inventario de las en-
fermedades y remedios que la cultura popular había aceptado. Las
primeras podían dividirse entre los males en el cuerpo, muchas veces
nacidos de la orfandad sanitaria de las poblaciones rurales, y los males
del alma, de los que contagia el deseo en todas partes. Para estos últi-
mos también había remedios o explicaciones del mal. Así la vulgar pur-
gación, mejor designada como blenorragia, podía ser mal de hombre o
mal de mujer, según la víctima del encuentro amoroso. De cualquier
modo, el mal podía curarse tomando durante nueve días en ayunas un
trago de ginebra marca llave al que se agregaba enseguida una tajadita de
naranjas. Si el remedio fracasaba, el enfermo debía tomar el caldo de
la lengua del oso hormiguero bien hervido. Sin sal, por supuesto. Más
espiritual es, en cambio, el mal de amor producto de brujerías, artes má-
gicas o encantamientos, que le causaban al enamorado con el mate, pe-
queños cigarros o sangre menstrual en la cama. Por suerte, bastaba un
ramito de ruda en el bolsillo para evitarlo.
Di Lullo escribió ese libro hace más de ochenta años. En ese
tiempo, la medicina tuvo grandes transformaciones y encontró cura
para estos y otros males. Comparados con esa evolución de la ciencia,
la lista de remedios que recoge aquí el médico Orestes Di Lullo con
sonriente erudición, envejeció necesariamente. La frescura de sus pá-
ginas, en cambio, sigue intacta.

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

Al año siguiente -en 1930- lo encontramos como concejal de la


Municipalidad de Santiago, pero la revolución de Uriburu lo sacaría
muy pronto de allí. Igualmente publicó su tesis doctoral sobre el Páaj,
más conocido como el Mal del Quebracho, que atacaba a los hacheros en
el monte santiagueño. A fines del año siguiente se presentó como can-
didato a diputado provincial. Y en 1935 apareció La Alimentación Popular
de Santiago del Estero con un prólogo en el que el destacado nutricionista
Pedro Escudero, destacaba el profundo amor lugareño del autor.
Di Lullo nos confirma en este libro que su interés por la cultura
popular seguía intacto. Pero a diferencia de los investigadores porte-
ños de más renombre -muchos de ellos provincianos, como el ilustre
Ricardo Rojas- a Di Lullo le interesaba más que la elaboración de tesis
o investigaciones de laboratorio, recorrer los campos, oír los testimo-
nios de las creencias, milagros, tradiciones o leyendas que allí circula-
ban y, sobre todo, conversar con sus gentes alrededor de una olla
humeante sobre una pila de leña. Allí, junto a hombres sudorosos y
mujeres pacientes, podía sentir mejor el sabor de las comidas.
Como haría en sus otros libros presentaba a éste como un mo-
desto trabajo, una simple compilación y comentario de los alimentos
que prodigaba el campo de su tierra y del arte culinario propiamente
dicho. Como haría también en sus otros libros, afirmaba que la mate-
ria que trataba era más importante que su tarea, que sus páginas ape-
nas darían una vista panorámica de la alimentación popular de Santiago.
Sin embargo, su libro nos muestra un delicioso inventario de comidas
con nombres muy extraños para el lector urbano, muchos de ellos en
“la quichua” que se hablaba asiduamente en los campos de su provin-
cia. Y así aparecían el chuchocko, la amcka, el illinchao, el anchi-api,
el zanco, el huascha-locro, el api, el alcuco, el moten-acu, el jigote, la
sajta, la chatasca, etc. mezclados con los más conocidos mistol, bolan-
chao, guarapo, patay o aloja.
Más allá de este inusual inventario, las páginas Di Lullo nos re-
cuerdan que el verdadero héroe de todos los días eran los hombres y
mujeres comunes, cuya cultura era honda, secreta, permanente. De
ellos rescataba el esfuerzo permanente, los pequeños placeres de la
vida cotidiana, la íntima felicidad y el cansancio. De allí que sus pági-
nas podían mostrar con orgullo la tarea que ellos realizaban. Entre
ellas aparecía su homenaje a aquellos estupendos chipacos de la Marica,
que comían los chicos a la entraba de la escuela. Aunque entre todas
las comidas, rescata el pan de mujer: y propone una fórmula única para
saborearlo …hay que comerlo en esas mañanitas frescas, a orillas del río, o en

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Orestes Di Lullo

los ranchos del campo, o en las puertas de las revendedoras del mercado, cuando
aún conservan el tibio calor de la horneada. Entonces sí que saben a gloria,
dice.
En 1937 se publicó El Bosque sin Leyenda, un libro al que él cali-
ficaba como…una defensa sentimental de las posibilidades sociales y econó-
micas del hombre, en su relación con la tierra y el capital. Esta aparición es
extraña si pensamos que el año anterior Di Lullo había obtenido por
concurso la beca de la Comisión Nacional de Cultura para estudiar el
folklore de su provincia. Para realizar esta tarea se había internado en
el campo santiagueño, conversado con sus gentes y escuchado lo que
ellos le contaban de sus alegrías y sus penas. De estas últimas, lo que
más le había dolido e impresionado era el terrible destino que ago-
biaba a tantos hombres y mujeres del bosque santiagueño bajo el opro-
bio del obraje. Y la evidencia de que por la tala indiscriminada, el
monte santiagueño que otrora cubría la décima parte de los bosques
argentinos, podía convertirse en un desierto.
Su libro no era, sin embargo, una voz clamante en el desierto,
ya que treinta años antes, al final de El País de la Selva, Ricardo Rojas
se lamentaba junto al mítico Zúpay por la caída del bosque a golpes de
hacha. Y en ese año de 1937, Bernardo Canal Feijóo publicaba su En-
sayo sobre la Expresión Popular Artística de Santiago, en el que denunciaba
que con la destrucción del bosque se estaba creando el desierto. A ello
se sumaba el azote de la “Gran Sequía”, que estaba diezmando el
campo santiagueño.
Di Lullo compartía con ellos la misma angustia y la misma rabia,
por la tala indiscriminada, pero acentuaba su palabra contra el obraje,
al que acusaba de devastar el bosque, crear el desierto y robarle al ha-
chero el futuro de sus hijos. Por su culpa el bosque santiagueño de
duras maderas y tantos mitos y creencias, podía convertirse en un in-
fierno. Con esa dolorida experiencia escribió estas páginas.
En su libro se internaba en la historia de su provincia que tan
bien conocía, y recordaba que durante la Colonia los indios habían te-
nido una vasta legislación de amparo; en cambio, el paria de su tiempo,
se lamentaba, él no tenía nada. El obraje de esos años había arruinado
la provincia y sembrado el campo de troncos inútiles. Podía haber cam-
biado el interior de la provincia, pero había fracasado en su función
moral, social y política y se había convertido en el último reducto del cau-
dillismo. A ello se agregaba la proveeduría, a la que llegaba el paria obli-
gadamente, la policía del patrón, el contratista y el trazado de las vías
férreas, que había destruido el cuerpo interno de Santiago. Para solu-

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

cionar ese problema proponía una alianza entre el hombre y el capi-


tal. Éste es importante porque lleva trabajo y progreso, señalaba, pero
pedía que quien lo ejerciera tuviera… un sentido humano, de beneficio
humano.
Di Lullo escribió este libro con mucha angustia. Le dolía ver la
destrucción, el olvido y el futuro derrotado. El destino hubiera tenido
que ser otro y a él le hubiera gustado escribir un libro más sereno y
más esperanzado. En cambio, tuvo que escribir ese libro en el que mos-
traba tanta injusticia y tanto dolor. En él no aparecían, como en los
bosques de la literatura tradicional, ni mitos, ni creencias, ni sueños.
Pocas páginas, sin embargo, tenían la poesía y la doliente belleza de su
Bosque sin Leyenda.
Al año siguiente de su aparición, el gobernador Pío Montene-
gro convocó a una convención para reformar la Constitución de la Pro-
vincia. Di Lullo participó en ella y defendió con mucha pasión la
enseñanza libre. En 1939 publicó La San Asís, cuyo subtítulo era Ensayo
de Organización de la Sanidad y Asistencia Social, una tesis que interesó a
Ramón Carrillo, quien años después la llevaría a cabo desde el Minis-
terio de Salud Pública de la Nación. Entre fines de 1943 y comienzos
del 45 se desempeñó como Intendente Municipal de su ciudad y desde
ese lugar intentó devolverle a ella su fisonomía original. Por esos años
también publicó una compilación del cancionero popular y le dio
forma a una institución a la que se dedicaría con singular pasión du-
rante largos años de su vida: el Museo Histórico de la Provincia. En
1946 apareció su Contribución al Estudio de las Voces Santiagueñas, un mo-
numental estudio, al que él llama apenas un complemento de sus estudios
sobre el folklore de la provincia.
Con su singular modestia, Di Lullo afirmaba que este libro era
una continuación de valiosas investigaciones anteriores que habían
quedado truncas, como las de Juan Christensen, Andrés Figueroa y Sa-
muel Lafone Quevedo y las de los sacerdotes Pablo Cabrera y Miguel
A. Mossi. Y lo definía como el producto de una paciente búsqueda de lar-
gos años, durante los que había podido reunir ese precioso material del
acervo lingüístico de su provincia. Que su libro era apenas una compila-
ción o catálogo de voces dialectales y que no tenía otro propósito que ser-
vir al lingüista, etnólogo, folclorista o historiador.
Una breve incursión en este libro nos demuestra que es mucho
más que eso. Con una exquisita erudición, una organización sistemá-
tica y la prosa de un hombre que escribe como si nos estuviera con-
tando una historia fascinante, Di Lullo nos introduce en el mundo de

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Orestes Di Lullo

la flora, la fauna, las formas afectivas y familiares de los nombres pro-


pios, los topónimos, etc. de su provincia. Sobre ese vasto inventario
vuelca el paso de la historia, cuyos pormenores describe deliciosa-
mente.
Recorre los rastros que habían dejado pasadas lenguas en el
campo santiagueño, en especial el quichua, lengua que según él, había
llegado dos siglos antes de la Conquista con los mitimaes que había
enviado el Inca Huiracocha para enseñar a sus vasallos la lengua de su
corte, como lo asegura Garcilaso de la Vega. Otorga una notable impor-
tancia a los nombres de los animales y las plantas, a los que define
como la mitad de la vida del campo. Su ignorancia, señala, había deshu-
manizado al hombre de la ciudad al arrancarlo del mundo original.
El hombre del campo, en cambio, estaba en contacto con la naturaleza
y podía extraer de ella sus conocimientos.
Como en sus páginas sobre la medicina y la alimentación, aquí
también Di Lullo recoge los significados más sabrosos. Así por ejemplo,
nos cuenta que la hembra del ushamico le asierra al macho la cabeza con
una de sus patas; que la charata cuando canta, dialoga en quichua; que el
licenciado no es sólo el hombre de estudios sino el que tiene licencia para
bautizar a falta de un cura y sobre todo, que el sestiadero, es el nombre
que designa el lugar en donde se hace la imprescindible siesta.
Centenares de palabras y frases como éstas con tanto sabor y
saber, recorren este delicioso y exhaustivo trabajo al que su autor de-
finía apenas como un modesto estudio.
También en 1946 apareció su Agonía de los Pueblos. En él, Di Lullo
daba otra vuelta de tuerca a sus investigaciones sobre la vida de su pro-
vincia y se sumergía angustiadamente en los resabios de un pasado que
no se resignaba a perder. Pero antes de internarnos en sus páginas, y en
su continuación en Viejos Pueblos de 1954, debemos recordar un libro
anterior: Los Pueblos, un libro de 1904 del escritor español José Martínez
Ruiz, a quien la literatura recuerda con el seudónimo de Azorín.
Muchas veces se ha hablado sobre la huella que Azorín dejó en
las páginas de Di Lullo. Sus formas de escribir son parecidas. Ambos
utilizaban frases breves, enunciativas, en presente o en el pretérito per-
fecto tan caro a la expresión del habitante de esta provincia. La forma
de contar de ambos era también seca, precisa, austera. Hasta aquí los
contactos y coincidencias. Pero mientras el alicantino Azorín volvía a
esos pueblos para recuperar las huellas de un imperio, Di Lullo via-
jaba a los suyos en busca de un futuro que les habría sido arrebatado:
Asistimos al espectáculo de esta agonía tremenda con total ausencia de nuestros

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

deberes /.../ He querido creer que ello es debido a la ignorancia del pasado his-
tórico de estos pueblos....nos dice angustiado. [Escribo] con la vaga ilusión
de encontrar algún espíritu que los comprenda o interprete, agrega más ade-
lante Y antes de guiarnos en su viaje por esos pueblos, recuerda otros
que ya habían desaparecidos: Ayachiquiligasta, Mocana, Guacra,
Mopa, Lasco, Pasao, Mamblache, Sanagasta y tantos otros.
Estos pueblos /.../ se van muriendo poco a poco, en una larga agonía
de siglos, denuncia. Una agonía que en Azorín venía del agón, la lucha
para defender las vastas fronteras del orgulloso imperio de los Aus-
trias. En cambio, los viejos y olvidados pueblos del interior santiagueño
que nos recuerda Di Lullo, padecían otra agonía. No era la lucha del
hombre triunfador para sobresalir, sino la angustia del moribundo, del
que sabe que la muerte es irremediable, porque ya ha sido derrotado
por la vida.
Sin embargo -y éste es uno de los mayores méritos de su libro-
su autor nos recuerda que en muchos de esos pueblos habían vivido
personajes singulares o habían ocurrido episodios que permanecerían
más allá de sus vidas ¿Qué había sido sino, la tarea del padre Miguel
Ángel Mossi, quien en 1899 había escrito la Gramática Quichua, mien-
tras que sus dedos agarrotados por el esfuerzo trazaban los signos de una len-
gua que no era la suya en la antigua Atamisqui? ¿O El Bracho, un lugar
que había nacido para ser la cuna de adonde se forjaría el espíritu de una
raza libre, pero un ignominioso destino lo había condenado a ser el
nombre de una horrorosa prisión de torturas y degüellos? La más tris-
temente célebre, aquélla en la que estuvieron prisioneros Agustina Pa-
lacio de Libarona y su esposo enloquecido.
Más allá de las tristezas y los dolores por tanta posible grandeza
detenida, Di Lullo nos sumerge en sus páginas en los sabores del
mundo provinciano, los placeres de la vida diaria, la recuperación del
hombre común como sujeto de la historia y ésta como una empresa
que todos realizamos. Él no podía mostrar como Azorín el pasado de
un imperio en donde no se ponía el sol, pero rescataba la vida menuda
y secreta de aquellos pueblos y nos recuerda nuestro injusto olvido.
Al año siguiente, en 1947, Di Lullo consiguió dar forma a uno
de sus anhelos más preciados: que la provincia adquiriera la vieja y se-
ñorial casona de la familia Díaz Gallo en donde funcionaría el Museo
Histórico de la Provincia, que llevaría con justicia su nombre después
de su muerte. Pero en esa época Di Lullo estaba muy lejos de ese des-
tino y con casi medio siglo de vida estaba en uno de los momentos más
lúcidos de su producción intelectual. Ejemplo de ello es la aparición

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Orestes Di Lullo

de su Santiago del Estero, Noble y Leal Ciudad, en el que se sumerge de


lleno en la historia de la ciudad que amaba.
Éste es quizás el libro más hermoso de Orestes Di Lullo. El que
nos muestra uno de sus más altos momentos como narrador. El libro
de un historiador que a partir del relato del tiempo de las lanzas y ar-
cabuces, las espadas y corazas, los yelmos y celadas portados por hombres
barbados, sucios, hirsutos, sudorosos… nos pinta con trazo fascinante el
arduo devenir de su provincia hasta los albores del siglo XX. De paso,
nos demuestra que era un enorme escritor.
Para que no quedaran dudas de cuál es su perspectiva, Di Lullo
nos recuerda desde el comienzo que el título de Noble y Leal Ciudad le
había sido otorgado por Felipe II, uno de los monarcas más grandes de Es-
paña. Pero agrega de inmediato, que ese título también podría haber
sido la ciudad desvalida o la gran desventurada. Y como en sus otros libros
reaparece una vez más su rostro más modesto para decirnos que ese
trabajo era apenas una narración sucinta de los inmensos sacrificios
que había realizado su ciudad, y de la ingratitud y el infortunio que
recibiría como pago.
El libro comienza en el presente mientras el narrador oye las
campanas de la iglesia, que suenan graves, lentas y piensa en el destino
de su ciudad. Esto lo lleva a una tarde como ésa de 1552 cuando lle-
garon los conquistadores con el capitán Juan Núñez del Prado, se ins-
talaron media legua al sud de esa ciudad y fundaron la ciudad del Barco
en su tercer y último emplazamiento. A partir de allí advertimos que
esa historia tiene un personaje fascinante: un Núñez del Prado con
rasgos tan profundamente humanos, que sólo los del brigadier Juan
Felipe Ibarra, el personaje que Di Lullo más intensamente conocía y
admiraba, podía alcanzarlo.
Luego la vida de su ciudad se mete por otros caminos y con la
llegada furtiva de Francisco de Aguirre comienza la desdicha. La his-
toria que sigue es el relato de las grandezas y miserias que conoció su
ciudad. En ella conviven personajes tan disímiles como un Gonzalo de
Abreu y Figueroa odiado por los pobladores, derrotado por los indios y en-
vilecido por sus actos, y el ejemplar San Francisco Solano que borra esas
miserias, pero al final se aleja desolado, enfermo, cargado de amargura y
pesadumbre.
La vida de la Noble y Leal Ciudad continúa. Di Lullo nos cuenta
su historia que él conoce como pocos, y nos hace oír las descargas de
la fusilería, los estertores y gemidos, las procesiones, las escenas de
amor, el sonido de los clavecines o del arpa o los anuncios de la sedición.

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

También oímos los nombres admirados de José Antonio Rodríguez,


de la Beata Antula, de Borges que se rebelaría hasta su propia muerte
en defensa de su ciudad natal y del saladino Ibarra.
Su relato nos mete por calles, casas, esquinas, nos hace sentir el
escalofrío por el anuncio de los malones, la llegada de las carretas, la
visita de los prelados, el traqueteo de las encomiendas, los misterios y
los secretos, las conversaciones junto a alguna mesa con un vaso de
vino y un plato humeante y nos recuerda la profunda sabiduría de la
gente del pueblo. Nada de eso estaría tan vivo, si no sintiéramos la pre-
sencia de un hombre que asumía en carne propia el destino de su tie-
rra. Sólo con esa sustancia pudo escribir páginas tan intensas como las
que nos regaló en este libro.
Dos años después -en 1949- ocurriría un hecho central de su
vida pública: Di Lullo, uno de los más altos intelectuales del norte ar-
gentino, el hombre que había dejado una marca memorable en su
breve paso como intendente de la capital, renuncia a la segura gober-
nación de la provincia por motivos éticos. Una actitud como ésta no
era frecuente, pero era coherente con la línea de conducta que había
seguido en su vida. Sería también una de sus últimas actuaciones en ese
campo. En cambio, siguió buceando en la geografía y la historia de
Santiago del Estero y ese mismo año apareció su Reducciones y Fortines,
un libro en el que su autor regresaba a dos viejos amores: la vida del
interior de su provincia y la marca que había dejado en ella el paso de
los siglos.
Como en sus libros anteriores, Di Lullo se lamentaba aquí de
que después de tantos sacrificios, el Santiago que tanto amaba, había
quedado con las manos vacías: Una fuerza aciaga -se quejaba- parece pre-
sidir los destinos de esta provincia. Todo nace en ella bajo el signo de la muerte.
Eso también había ocurrido con sus reducciones y fortines, otra his-
toria de esfuerzos y sacrificios muy pronto olvidados.
Su libro quería recuperar su memoria y el significado que ellos
tuvieron en la devenir de la provincia. Y así se detiene minuciosamente
en la vida de sus reducciones- la de Concepción de Abipones, la de
San José de Vilela y la de San Joseph de Petacas- y en los fortines si-
tuados en las riberas del río Salado. La historia de estos últimos era la
historia dramática de muchos siglos de dolor y sangre, pero también
el recuerdo del sueño de grandeza que habían emprendido los Tabo-
ada: la posibilidad de convertir ese río en una vía navegable. A pesar
de su precaria apariencia -los fortines se levantaban con la premura que
dicta el miedo y el peligro, improvisadamente- ellos habían sido la frontera

15
Orestes Di Lullo

de la civilización, señala.
Hoy podemos imaginar el aspecto de esos fortines en los versos
del Martín Fierro y sobre todo en los folletines de Eduardo Gutiérrez, tan
lejanos y ajenos al mundo en que vivimos. Gracias a las páginas de Di
Lullo podemos recuperarlos. Con su escueta empalizada, perdidos en
la soledad de un territorio peligroso e inmenso, insomnes frente a la
invasión inesperada, ellos serían durante mucho tiempo y muy lejos, la
última frontera de su provincia. Éste es el significado que él quería res-
catar en su libro. Para conseguirlo regresó como en sus otros libros al
interior de su tierra, se confundió con sus gentes y buscó las huellas
que había dejado el paso de la historia.
El libro se cierra con un delicioso documento de 1767, que nos
traslada a la vida de la segunda mitad del siglo XVIII. Se trata del Tes-
timonio de los Ymbentaxios que se pxacticaxon al tiempo del secuestxo que se hiso
a los Regulares expulsos de este Colegio de Santiago del Estero.
Si recordamos que cuando en 1954 apareció Viejos Pueblos, hacía
varios años que Di Lullo sólo había publicado artículos sobre la vida de
su Noble y Leal Ciudad, nos llama la atención este regreso al interior
de su provincia y a la historia de los viejos pueblos, que la memoria
había olvidado. Tal vez no fuera ajeno a su publicación el hecho de
que el año anterior había sido nombrado director del Instituto de Lin-
güística, Folklore y Arqueología de la Universidad Nacional de Tucu-
mán. O tal vez había encontrado tantos amarillentos pergaminos de la
biblioteca que hablaban de ellos, que regresó a buscarlos. Lo que en-
contró fue solo un puñado de ranchos escasos, de arbolitos retorcidos, edi-
ficios en ruinas, callejas desiertas o apenas unos montículos adonde estaba
la iglesia de siglos. Como en su libro sobre la agonía de esos pueblos,
también se preguntaba allí cuáles habían sido las causas de ese des-
tino. Su respuesta es otra vez una hipótesis, pero también una acusa-
ción: …se debió unas veces al cambio del curso de los ríos; otras, a la tala
despiadada de sus bosques; al paso del tren por otras rutas; a la emigración de
sus pobladores y, las más de las veces, al desconocimiento de la historia y del des-
tino de estos pueblos…, nos recuerda.
Sin embargo, por esos pueblos también había pasado una parte
de la historia, que explicaría el destino de la provincia. Como en So-
concho, que fuera testigo de la primera entrada de los españoles en la
provincia y de la lucha y la agonía del desdichado Diego de Rojas. O
Silípica, adonde se replegó el esforzado Borges perseguido por Lama-
drid, cuando aún se oían los pasos de San Martín que iba a reunirse
con Belgrano. O en Icaño, adonde Emilio Wagner creyó descubrir el

16
Santiago del Nuevo Maestrazgo

origen de una antigua civilización que, aunque inexistente, no dejó de


ser fascinante, y adonde buscaría refugio el otrora opulento Fabián
Gómez de Anchorena, el Conde del Castaño, amigo del rey Alfonso
XII y del Príncipe de Orange, para morir muy pobre y con una pierna
amputada, pero rodeado de humildes labriegos de rostros curtidos por el sol,
de desarrapados pobladores, de viejitas y de niños. O en Otumpa, luego
Campo del Cielo, adonde cayó un meteorito del espacio para que se te-
jieran muchas ambiciones, muchas leyendas y una novela extraña-
mente olvidada.
Esos pueblos también tienen otros nombres, como Tuama, Pi-
tambalá, Sumamao, Oratorio, Guasayán y tantos otros, en los que se
oiría el silbato del tren que destruía la geografía y la temible llegada del
obraje. En alguno de ellos tal vez estaría la escuelita de barro, en donde
el maestro Jorge Wáshington Ábalos había conocido a su inolvidable
Shunko. Sobre esos pueblos Di Lullo escribió este libro, que se inserta
en la tradición de aquellas Probanzas de Méritos, que escribían los va-
lientes soldados que habían arriesgado algo más que sus vidas en estas
tierras de lo que sería América para justificar sus sacrificios.
A este género pertenece este libro, pero también al de las la-
mentaciones por la decadencia y el olvido. Di Lullo compara esos pue-
blos con esas madres que habían envejecido de penurias después de
haberlo dado todo, incluso la alegría. El recuerdo de ese sacrificio, sos-
tiene, es necesario para entender el presente y asegurar el futuro. Y
sólo el conocimiento de esos viejos tiempos podría señalarnos el ca-
mino. La tesis es discutible, por cierto, pero nos demuestra la hones-
tidad intelectual de su autor y la preocupación ética con que escribía
sus páginas.
Caminos y Derroteros Históricos en Santiago del Estero apareció en
1959. El año anterior, Di Lullo se había presentado como candidato a
Intendente Municipal de su ciudad y ese mismo año y al siguiente ob-
tendría por concurso la beca del Fondo Nacional de las Artes. En este
trabajo continuaba las investigaciones que había emprendido en su
trabajo sobre las reducciones y fortines y en el delicioso viaje por el in-
terior de su provincia en busca de los viejos pueblos que estaban des-
apareciendo. Al libro lo acompañaba una minuciosa cartografía de
Luis G. B. Garay, que nos muestra el dibujo que habían trazado aque-
llos caminos en la historia de Santiago. Su importancia era muy
grande, señalaba Di Lullo, porque…los caminos y derroteros jalonan, en
cierto modo, la historia del hombre.
Su historia comenzaba antes del arribo de los españoles.

17
Orestes Di Lullo

Cuando éstos llegaron, ya estaba el imponente camino que habían


construido los incas hasta los arrabales de su imperio. Él unía las po-
blaciones de lo que luego sería Santiago del Estero con un rosario de
pueblos y ciudades a lo largo de los Andes. Luego, con trazo minu-
cioso, Di Lullo nos lleva junto con los conquistadores, los guerreros, los
artistas, los pensadores, los religiosos, los comerciantes, los hombres de
leyes y la gente común de los pueblos que recorrieron sus huellas, a
veces con sueños de gloria, de poder o riqueza.
El libro también nos muestra las huellas que había dejado la his-
toria en ellos. Como el camino que había recorrido Concolorcorvo
para escribir su Lazarillo de Ciegos Caminantes, el itinerario real de pos-
tas que recogía la Guía de Forasteros, el sendero que trazaron los pies
descalzos de la Beata Antula, el Itinerario del Virrey, al que para hacer
grata su permanencia en la ciudad, el Cabildo había llamado a cam-
pana tañida y que por… no aver en esta Ciudad casa en que poder hospe-
darlo…se destinan las casas capitulares... a las que hay que rebocar, calzar y
poner escalera firme, o la ruta que habían hecho los prisioneros españo-
les capturados en el norte, quienes después de Ambargasta … comieron
asado y tomaron agua caliente de dos chifles.
Como en sus trabajos anteriores, Di Lullo nos propone otra vez
un libro de grata lectura con personas o acciones famosas. Como en
aquellos libros también, los verdaderos protagonistas serían los hom-
bres y las mujeres comunes, que mirarían con asombro, incredulidad
y esperanza, las vidas de otros personajes tan transitorias y fugaces
como las suyas.
Orestes Di Lullo murió en la ciudad que tanto amaba el 28 de
abril de 1983. Años antes, en 1965 y 1966, se había convertido en el
único santiagueño que fuera designado Miembro Correspondiente en
Santiago del Estero por tres de las más prestigiosas Academias Nacio-
nales: la de Historia, la de Medicina y la de Letras. Sin embargo, estas
distinciones, como las otras que recibió en los últimos años de su vida,
no lo distrajeron de sus trabajos sobre la cultura y la historia santia-
gueñas y cuando él murió, quedaban en su mesa de trabajo varios li-
bros inéditos. Entre ellos La Razón del Folklore y Santiago del Nuevo
Maestrazgo. A ambas las editó su provincia en 1983 y 1991, respectiva-
mente.
En este último libro, Di Lullo regresaba a las posturas que había
asumido en su fascinante trabajo sobre la Noble y Leal Ciudad: su ad-
hesión a la figura de Juan Núñez del Prado y su lamento porque su
ciudad lo hubiera olvidado. Él seguía siendo su fundador, aunque... la

18
Santiago del Nuevo Maestrazgo

trasladen una y cien veces, aunque se la quiten a Núñez y la llamen de mil


modos, aunque la remuden y pueblen y pretendan hacerse dueños de ella. Y
como en aquel libro la figura de contraluz era Francisco de Aguirre, un
personaje de carecía de los atributos morales y espirituales del anterior.
Para que no quedaran dudas de cuál era su perspectiva, Di Lullo
se detiene minuciosamente en la figura de ambos, pero también en la
de Diego de Rojas, la de Pedro de Valdivia y la de Francisco Villagrán.
Ninguno de ellos, sin embargo, alcanzaría la dimensión de Francisco
César, un ...oscuro soldado de la expedición de Sebastián Gaboto..., que no
había estado en Santiago, pero cuyo nombre había creado la leyenda
del País de los Césares con ciudades de oro y piedras preciosas. Al-
guien que había despertado sueños de aventura y riqueza sin término,
y había fundado en la afiebrada imaginación de los conquistadores…
el Imperio de la Quimera, tan grande como el Imperio de aquel otro César, lla-
mado Carlos Rey de España y emperador de Alemania…El libro se cierra con
una propuesta muy polémica de cambiar el nombre de Santiago del Es-
tero por el de Santiago del Barco o solamente Santiago, como había
gritado Diego de Rojas en la primera entrada en la provincia.
En La Razón del Folklore también regresa a un libro anterior: el
voluminoso estudio sobre el folklore que había publicado casi cuarenta
años antes. En aquella ocasión Di Lullo se había detenido minuciosa-
mente en todos los testimonios del folklore de su provincia: sus cre-
encias, leyendas, juegos, fábulas, casos, etc. En éste, en cambio,
buscaba la razón y el sentido. El mismo es la larga reflexión de un hom-
bre que había estudiado la geografía, la historia, la vida y la cultura de
su provincia durante más de medio siglo, en los últimos años de su
vida. Su legado sería esta minuciosa visión sobre el mundo y la vida de
sus comprovincianos.
Hay un pueblo y una región desconocidos en el país. Son el pueblo y la
provincia de Santiago del Estero… ambos, pueblo y comarca, permanecen lejos
de nosotros, como en una perspectiva del tiempo, como en una visión del pasado
-visión retrospectiva de años que se suman inútilmente, nos dice dolorido. Y
sus páginas, como las de sus otros libros, nos muestran la imagen de
un hombre que antes de su despedida, seguía luchando contra esa ig-
norancia y ese olvido. Con ese fin nos brinda uno de los más comple-
tos y definidos inventarios de la vida y el hombre de su provincia, del
secreto sentido de sus actos, de la huella que había dejado en ellos el
paso del tiempo.
La Razón del Folklore es uno de esos libros, en los que sentimos
que el autor quiere dejarnos en claro cuál era su visión antes de des-

19
Orestes Di Lullo

pedirse. El resultado es una muy digna conclusión de muchos años de


trabajo fecundo. Como en sus otros libros la imagen que nos brinda no
permite equívocos. Podemos discutirla o no compartirla. Pero no po-
demos dejar de admirar aquí, como en sus otras páginas, la coheren-
cia y la intensa pasión que mantuvo a lo largo de su vida. Fue un
hombre que se arriesgó a sentir y a pensar diferente. Pero todo lo hizo
al servicio de su provincia, de los hombres y mujeres de su tierra. Y por
eso perdura.

LA HERENCIA

La redacción de este prólogo me permitió releer varios libros de


Orestes Di Lullo. Eran los mismos que había leído hace algunos años
en dos bibliotecas de Santiago -la Nueve de Julio y la Sarmiento-, en le-
janas fotocopias de fotocopias y en algún precioso ejemplar de sus li-
bros que alguien me había regalado. En todos los casos me encontré
con hojas envejecidas por el paso del tiempo y en algún momento
hasta me gustó jugar con la ilusión de que yo era él leyendo las hojas
gastadas de algún documento olvidado Tan grata tarea me sirvió para
confirmar dos recuerdos que tenía de sus libros. El primero, que Di
Lullo es uno de nuestros más grandes escritores. No sólo por su ex-
tensa bibliografía, sino porque sus libros tienen las virtudes que en-
contramos en los clásicos: la prosa transparente, el lenguaje preciso, el
pensamiento claro y definido.
El otro recuerdo era que en todos ellos había una modestia con-
movedora. Que en todos los casos, afirma que el mundo que abordaba
en sus páginas era infinitamente más importante que él. Gracias a esa
relectura, lo confirmé. En sus libros no aparece por suerte la torpe e
insensata vanidad que envilece tantas páginas. Él podía hacerlo, por-
que no necesitaba recordarnos a cada paso que era un grande. Le bas-
taba con serlo.
Estas virtudes aparecían como una constante en las páginas de
un hombre al que lo dominaban dos rostros de una misma pasión: la
historia y la geografía de su provincia, por un lado; la vida de sus hom-
bres y sus mujeres, por el otro. Con esa pasión había hurgado como
pocos y mejor que muchos, en los dolores, las esperanzas, los proble-
mas, la vasta riqueza escondida, las alegrías y las tristezas de una tierra
injustamente olvidada. Con esa misma pasión durante más de medio
siglo de trabajo fecundo multiplicó la herencia que había recibido. El
resultado de ese trabajo fue una imagen mucho más rica, más orgu-

20
Santiago del Nuevo Maestrazgo

llosa y más perdurable del Santiago que había heredado. Es innega-


ble, por cierto, que sin los innumerables rostros de su provincia, esa
obra hubiera sido imposible. Pero es también innegable que hay un
Santiago antes y después de Orestes Di Lullo.
¿Por qué nos interesa tanto una obra que nos habla de extrañas
farmacopeas, sabrosas comidas o el secreto de algunas palabras? ¿Por
qué nos atraen tantas páginas sobre caminos que ya no existen, pue-
blos abandonados o viejos y viejas que viven en ranchos lejanos? ¿Por
qué nosotros que vivimos en otros tiempos y podemos no compartir sus
ideas, queremos leer sus libros? Creo que es porque las páginas de Di
Lullo nos recuerdan que nuestros temores son los mismos, que con
otros nombres nuestras ilusiones son las mismas, que con el paso del
tiempo nos olvidamos de nuestros límites. O porque a lo largo de sus
libros siempre quiso mostrarnos formas de amar, de vivir y de sentir
que fueran ejemplares. O tal vez por el insobornable amor que tuvo
por una tierra que tanto quiere ser amada
Un territorio puede ser importante por los recursos que tiene,
la riqueza de sus campos, la dimensión de sus montañas, la multipli-
cación de sus caminos, el caudal de sus ríos, su comercio o su indus-
tria. Pero si los hombres de más valía no se apasionan por él, no vale
nada. Felizmente Di Lullo fue uno de esos hombres y amó con toda in-
tensidad el cuerpo y el alma de la provincia que había heredado. A
ella le dedicó los mejores frutos de su vida, su pasión sin descanso y la
invalorable riqueza de sus páginas.
Toda esa riqueza estaba escondida en sus libros guardados en al-
gunas bibliotecas, en fotocopias de fotocopias, en la cita de alguna mo-
nografía o algún ensayo, en el trabajo de algún investigador de nombre
extranjero que anotaba el suyo más allá de nuestras fronteras. Siempre
había un privilegiado que tenía alguno de ellos y a veces hasta algún
recuerdo de aquel hombre pulcro, pausado, de mirada firme y pro-
funda que amaba intensamente a su provincia. Pero la mayoría care-
cíamos de ellos y una generación ávida de esos libros los esperó
durante muchos años. Su ausencia nos confirmaba el doloroso olvido
que él recordó en tantas páginas y era una afrenta para la cultura de
su tierra. Hoy por suerte los tenemos entre nosotros. Hoy por suerte
los hemos recuperado.

*(Miembro Correspondiente de la Academia Argentina de Letras)

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Orestes Di Lullo

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

ORESTES DI LULLO

Santiago
del Nuevo Maestrazgo

Santiago del Estero


República Argentina

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Orestes Di Lullo

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

A MODO DE PRÓLOGO

Volver a escribir sobre la fundación de Santiago es como volver


a las viejas banderías, enrolarse con uno u otro capitán, llevando de
nuevo la ciudad, tantas veces trasladada, a ser una presa, no ya del con-
quistador sino del historiador. Pero hemos de correr el riesgo de una
presupuesta adscripción, atendiendo al hecho de que el problema no
ha sido dilucidado en absoluto pese a los dictámenes de prestigiosas fi-
guras de nuestra historia, ni en lo que se refiere al nombre del funda-
dor, ni a la fecha de la fundación de nuestra ciudad.
Es cierto que las actas han desaparecido, pero es obvio que hay
documentación testimonial suficiente y en cantidad abrumadora para
suplir la falla de aquella pérdida, si esta documentación hubiese sido
consultada con minucioso empeño crítico.
Luego, la forma un poco desaprensiva de juzgar los hechos tal
un pleito pobre de tribunales nos ha mostrado con evidencia que en
la mayor parte de los escritos sobre el tema hubo poco interés al re-
clamo de una venerable ciudad que no sabía su origen y a quien le ad-
judican, quiera que no, una paternidad ajena a todas luces.
Y creemos nosotros que el caso asume singular importancia,
sobre todo en este momento en que Chile, por pretendidos derechos,
puja en el empeño de expandir sus fronteras a costa de las nuestras, ya
que en Santiago del Estero del Barco empezó (año 1550) el conflicto
limítrofe con Chile.
Con la intención de subsanar este malentendido hemos escrito
esta narración (que por eso no lleva notas al pie de página y porque en
ella se relatan hechos muy conocidos) tratando de ordenar los sucesos
de modo de hacerlos fáciles y legibles, veraces y concretos.
Y es que hemos sentido un poco de tristeza al comprobar de

25
Orestes Di Lullo

qué modo un tanto absurdo, se procede a sacar conclusiones por su-


puesto falsas de hechos dudosos, que, desde luego, no se compaginan
con la realidad, tal la presunta legitimidad de derechos de Chile sobre
el Barco Santiago, ya que nuestra ciudad nunca estuvo dentro de la ju-
risdicción de Valdivia, como lo sostienen los chilenos y muchos ar-
gentinos, llevados éstos por el afán repetitivo de proclamar, como
aquéllos, la paternidad “aguirrista” de nuestra ciudad.
Ahora bien, si no hay documentos fehacientes que sustenten di-
chas pretensiones (y los hay a granel que prueban lo contrario) ¿por
qué hemos de seguir consintiendo estos desmanes de lesa historia y
hacernos pasibles del grave delito de lesa patria?
Estas páginas llevan el propósito de poner cada cosa en su lugar,
dando a cada cual lo suyo, en un esfuerzo de esclarecimiento, sencillo
y ordenado.
Se advertirá en ellas la avilantez de este proceso por la perfidia
de los que pretendieron evitar la erección de nuestra ciudad (empeño
en que fracasaron) y la persecución y saña con que actuaron contra
Núñez del Prado al quitarle la ciudad que él había fundado.
Nuestra tarea ha resultado particularmente difícil, pero la
hemos realizado con satisfacción, con el afán de situar el problema de
la génesis de nuestra ciudad en los términos de una objetividad es-
tricta, sin sombra alguna de duda. No sabemos si lo hemos logrado,
aunque la misma Academia nos ha abierto una puerta de acceso a la
discusión al permitir nuevas pruebas y nuevos planteamientos,
Pues bien, esa prueba (una más de las mil) ha sido encontrada
al consultar, en 1955, la Biblioteca provincial de Toledo (España),
donde hemos visto el libro “Geografía y Descripción Universal de las
Indias”, del año 1571, cuyo autor D. Juan López de Velasco, fue Cos-
mógrafo y Cronista Mayor del Reino y en sus manos obraban los do-
cumentos de la época. Dice López de Velasco que Juan Mz (Martínez
por Núñez) de Prado pobló la ciudad de Santiago del Estero que al
principio la llamó la Ciudad del Barco del Nuevo Maestrazgo”.
No vamos a suponer que este documento sea el decisivo en esta
cuestión, pero sin duda es un valioso aporte, que nos decidió a una
nueva compulsa e incluso, a examinar de nuevo el Informe Académico
de don José Torre Revello, quien después de reconocer todos los de-
rechos a Juan Núñez de Prado sobre la fundación del Barco-Santiago
del Estero, acredita a Francisco de Aguirre la paternidad de la ciudad,
por el mero hecho de que aquél no había realizado ningún acto de
gobierno mientras Aguirre ocupaba el poder, cuando se sabe que no

26
Santiago del Nuevo Maestrazgo

pudo realizarlo por haber sido encarcelado por orden de Aguirre,


como lo reconoce el mismo Torre Revello en dicho informe.
Habiendo dedicado una gran parte de nuestra vida a los temas
locales, y exigidos por un imperativo de la conciencia, resolvimos re-
plantear el problema que trata de la fundación de nuestra ciudad. Pre-
tendemos enfocar el tema con un esfuerzo totalizador que
comprendiese los distintos propósitos fundacionales, ya que nuestra
ciudad era el resultado de una pluralidad de intentos. Estamos segu-
ros, por otra parle, de que la documentación mejor ordenada en esta
compulsa, ha de hablar por sí sola con mayor claridad a la nueva com-
prensión historicista de la crítica.
Al menos, ese ha sido nuestro propósito. Si no lo hemos logrado
que la intención nos valga.
O.D.L.

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

Santiago
del Nuevo Maestrazgo
PRIMERA PARTE

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Orestes Di Lullo

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

LA PREHISTORIA

La provincia de Santiago representa geográficamente un gran


mar interior desecado, y fue parte principal de una fosa tectónica hun-
dida entre dos grandes pilares cristalinos: los relieves uruguayo-brasi-
leños y las sierras desprendidas de los Andes.
Tiene fisonomía propia, pero sin duda, configura la expresión
del llano de un llano algo “sui generis” pues, ni es una llanura absoluta,
ni deja de serlo.
En efecto, la inmensa planicie, en que discurren los ríos Dulce
y Salado, que la recorren íntegramente y paralelos de N.O. a S.E., está
poblada de bosques, surcada de arroyos y brazos divagantes, modelada
de relieves pétreos, y montículos, deprimida en lagunas y hoyas sali-
nosas, aflorada de manantiales, y cubierta en gran parte de arenas es-
teparias, cuando no de un tenue limo de aguas desbordadas, que le
forman inmensos aunque superficiales mantos fecundos.
Santiago es una zona de transición morfológica, pero también
étnica y cultural. En lo morfológico representa una forma intermedia
entre las serranías y las llanuras y, no obstante su tipismo, esta indife-
renciación geográfica trasciende al hombre, a la fauna y a la flora. Sus
cerros que se elevan apenas en el S.O. (Guasayán, Sumampa y Am-
bargasta), no serán nunca una montaña; sus bosques, duros, sufridos,
no fueron nunca selva lujuriosa; sus lomazos, no serán ni túmulos ni
dunas, el llano tampoco será la pampa y sus ríos son ríos sólo dos
meses, y cauces secos el resto del año.
En este desdibujamiento de su planicie, Santiago puede, sin em-
bargo, participar de las cinco subzonas características en que dividi-
mos su geografía: la llanura, los ríos, las serranías, el bosque y los
esteros, cada una de las cuales está representada en su mitología por
un numen tutelar: el Pampáyoj, la Mayumaman, el Orkomaman, el Sa-
cháyoj y la Mailinpaya, respectivamente.
Esta naturaleza a la vez variada y uniforme, configura un esce-
nario grande, austero; un marco abierto, holgado, de contornos in-

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Orestes Di Lullo

conmensurables; donde el paisaje parece rechazar el fácil apegamiento


del hombre, pues la madre tierra sólo sustenta con mezquindad a sus
hijos, enseñándoles en cambio a amarla intensamente, aun por en-
cima de las necesidades vegetativas y de los sufrimientos.
Fue, en otro tiempo, la tierra de nadie y continua siéndolo hoy
en otro sentido pero fue también la tierra de todos. Ancha, abastecida
y plana, ahí confluían, desde 8.000 años ante de Cristo las hordas sal-
vajes de todos los rumbos, convocadas por la necesidad y atraídas por
la facilidad, términos que luego serán la clave que explique la postura
filosófica de nuestro pueblo actual Ahí los ríos se hinchaban de sí mis-
mos y desbordaban de sus crecidas, fecundando inmensas comarcas
donde se sembraba el maíz. Ningún clima fue mejor para la fruta sil-
vestre y la miel por lo prematuro de sus primicias,
Había muchos peces y los bosques estaban poblados de aves y
otras animales de caza, sin contar con la sal de sus salinas, “de la que
eran golosos los indios’,
Mas, era tierra paradojal y contradictoria. En ella se daban todos
los extremos: frío y calor; inundaciones y sequías; vientos y lluvias; pro-
digalidad y avaricia; un sol sin sombras y una noche blanca de luna.
Estos antagonismos sustanciales de la tierra y sus elementos han sido
transferidos a la historia, al alma del pueblo y a su destino,
Confluyeron, pues, a Santiago, acuciados por la necesidad y atra-
ídos por la facilidad, casi todos los pueblos vecinos de la prehistoria.
Ahí se mezclaron, intercambiando sus respectivas culturas o simple-
mente, imponiéndolas, como en el caso de los Incas, lo que no impi-
dió que a la caída del imperio y por dejadez del poder aglutinante de
la dictadura, aquella civilización se transformara en un caos, singular-
mente en Santiago, —zona marginal— donde parecen acabar los tri-
butos culturales y raciales, donde sus elementos se dislocan y semejan
náufragos que se ayudan para vivir y sobrevivir.
Dijimos que Santiago en épocas remotas, fue un gran mar inte-
rior. Podemos agregar que fue, también un mar étnico-lingüístico
como las mareas, los hombres, viniendo de distintos rumbos llegaron
a esta región y se fueron, o se quedaron remansados, o se absorbieron.
Estas mareas, inundables, cambiantes, con sus flujos y reflujos, sin es-
tabilidad ni permanencia, como si una ley de interinidad dictase nor-
mas emergentes, como si todo tuviese que dejar de ser, fundido o
transformado por fuerza de las circunstancias, fueron diversas en
tiempo, intensidad y extensión. Cubrieron, como la influencia pe-
ruana, vastos y lejanos escenarios, anegando totalmente pueblos, len-
guas, cultura, avasallándolas, mas, sin borrarlas totalmente. Otras veces
las marejadas de pueblos, fueron aisladas y débiles y llegaron apenas a
lamer los pies de otras culturas. De unas y otras quedan en Santiago del

32
Santiago del Nuevo Maestrazgo

Estero capas estratificadas con resto de civilizaciones y cultura prehis-


tóricas.
Y es porque esta provincia es una zona de tránsito, una llanura
abierta a todas las invasiones, donde hasta lo propio se cambia cons-
tantemente, donde todo florece y nace y fructifica.
Por todos los rumbos penetraron en Santiago los pueblos abo-
rígenes.
Directamente desde el Norte hacen su entrada los lules o juris,
desprendimiento lejano de los ándidos, mezclados luego, con ele-
mentos de la Amazonia, que ocupan por momentos la mesopotamia
santiagueña a ambas márgenes del Dulce y forman el estrato más in-
diferenciado por ser de transición típica entre los pacíficos y los atlán-
tidos y sobre todo, por ocupar sin permanencia fija, el camino de las
invasiones del Norte (arawacos, chiriguanos, etc.) y del Sur (huarpes,
araucanos, pampas, etc.). Del noroeste, los quichuas y aimaras con su
secuela de diaguitas, calchaquís, humauacas y atacamas.
Del Noreste, los guaraníes y su cortejo de matacos-guaicurús,
ramas amazónicas y que ocupan en sus correrías circunstanciales todo
el territorio del Chaco Santiagueño.
Por el sur penetraron los pámpidos (huarpes, comechingones,
sanavirones, indamas, patagones y querandís) sumados a la influencia
araucana.
Y por el Oeste y el Este los capayanes y los chamás respectiva-
mente. Sin duda, esta sencilla esquematización no responde total-
mente a la realidad siempre muy compleja, pero ayuda a fijar los
principales rumbos de estos avances que afluyen a Santiago y ahí se
pierden, mezclados, y ahí se aquietan como en la necesidad del goce
y la holganza, prolíficos, aunque este reposo temporario no fuera, de
ningún modo, ni absoluto ni perfecto, aunque más que suficiente si lo
comparamos con las urgencias y zozobras de otros lares, por ofrecer
Santiago mejores medios de vida a aquellos aborígenes.
Señalemos, empero, el hecho de esta confluencia, que no
puede ser accidental, y el de su forzosa mixigenación, como la clave de
muchos problemas que hay que resolver.
Si bien es cierto que la guerra entre ellos era endémica no por
eso hay que pensar que fuera cotidiana o muy frecuente. Había largos
períodos de quietud y bonanza, sobre todo en las zonas marginales y
apartadas de los corredores transitados por las tribus trashumantes
ocasionales que se desplazaban buscando “un lugar bajo el sol”, para
descansar y sembrar, para dedicarse a su manufactura doméstica, a su
arte, a su culto, a su vida.
El nomadismo fue siempre por necesidad. Emigraban sólo tem-
porariamente o porque eran impedidos o rechazados y siempre, bus-

33
Orestes Di Lullo

cando mejores condiciones para su vivir, o tranquilidad o bastimentos.


La guerra no fue tampoco un quehacer arbitrario. Por el contrario,
muchos pueblos la mayoría convivían pacíficamente o intercambiaban
sus elementos culturales, a la par que sus productos.
Reconozcamos también que los desplazamientos masivos no
eran frecuentes y no se realizaban en son de guerra. Eran penetracio-
nes que ocupaban zonas baldías y daban lugar a enfrentamientos. La
lucha podía ser endémica, pero de ningún modo era epidémica
Lo esporádico y fortuito fue norma de la acción guerrera, par-
ticularmente en Santiago, donde su vasta extensión estaba sembrada
de pueblos minúsculos, mal organizados y a veces sin nexo de unión
entre ellos. No es verosímil pues, que se movieran sincrónicamente
ante un enemigo que nunca fue común, a menos que se tratara del es-
pañol. Ni siquiera los incas ejercieron predominio militar en Santiago,
donde se aceptó lisa y llanamente el vasallaje sin lucha
Por lo demás, nunca coexistieron las grandes invasiones anta-
gónicas. La cronología lo demuestra con evidencia. Hay estratos cul-
turales que se superponen. Unos dominaban primero y otros después.
Y en cada caso los sojuzgados acataron los acontecimientos como he-
chos naturales. La resistencia se caracterizó por desplazamientos o por
fugas. Casi nunca por luchas cruentas. No estaba en la condición na-
tural de estos indígenas de un territorio de tránsito grande y generoso,
el hacer pie en nada, para defender nada preciso, acaso una semen-
tera, pero nada más, pues el campo continuaba siendo suyo más allá
con los mismo frutos y dones.
La verdadera resistencia fue interior, y hasta cierto punto su va-
sallaje era formal. Adentro del alma triunfaba la inclinación nativa, la
idiosincrasia la índole, la tendencia, el seguir siendo el mismo, la in-
sobornable voluntad de no ser al modo de la exigencia. Es decir, triun-
faba en él la condición negativa: una especie de huelga de brazos
caídos, el “trabajo a reglamento” de los conflictos laborales modernos.
Algunos grupos indígenas pelearon en Santiago. Pero eran los
diaguitas o yuguitas o capayanes que se establecieron a su modo sobre
el Dulce y Salado, a la altura de los paralelos 28 y 29. Formando pue-
blos bien organizados y defendidos con fosos y empalizadas,
En cuanto al hábitat de estos indígenas podría decirse que fue
siempre móvil y extensible. El sedentarismo, en esta tierra de nadie —
y de todos— era una mera fórmula. En el mejor de los casos sería un
reposo peregrino de una trashumancia crónica y forzosa. Sería aspi-
ración de estas tribus vivir en paz, pero pocas veces se daría el caso de
una permanencia absoluta en un espacio vital circunscripto, sin nor-
mas morales o jurídicas, en tiempos dilatados como los que abarcan la
formación libre del hombre en América.

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Santiago del Nuevo Maestrazgo

Bien, pues, esta tierra y estos hombres fueron parte del Tucu-
mán prehistórico y Santiago fue entonces un centro incaico como lo
fue durante la conquista del periodo histórico.

35
Santiago del Nuevo Maestrazgo

ÍNDICE

Prólogo de la colección. 5
A modo de Prólogo. 25

PRIMERA PARTE
La Prehistoria. 31
El Tucumán. 36
Los dos Imperios. 39
La leyenda de Francisco César. 41
La Historia. 44
El Nuevo Maestrazgo de Santiago. 48
El Descubrimiento. 50
Diego de Rojas. 53
La Fundación. 55
Juan Núñez de Prado. 58
La conquista. 64
Pedro de Valdivia. 66
Francisco de Villagrán. 69
Francisco de Aguirre. 73

SEGUNDA PARTE
La Ciudad Imperial. 79
Noticias. 82
Méritos y Servidos. 94
El Nombre . 100
Títulos . 102
Jurisdicción. 104
Posición. 106
Distancias. 108
Población. 111
El Río. 115
Traslados. 117

TERCERA PARTE
Algunos testimonio a favor de Francisco de Aguirre
sobre la fundación de Santiago. 123
Algunos testimonios a favor de Juan Núñez del Prado
sobre la fundación del Santiago de Estero. 127
Preguntas para una nueva información sobre
la fundación del Barco o Santiago. 137
Resumen General: Conclusiones. 151
Bibliografía. 154

159
I Orestes Di Lullo

Santiago del Nuevo Maestrazgo. - Orestes Di Lullo


Santiago del Nuevo En esta oportunidad tengo la
satisfacción de presentar esta
colección en diez tomos de once
Maestrazgo. libros de un médico santiagueño
que hizo de su vida un ejemplo y
cuya obra hoy casi inhallable es
Santiago del Estero - República Argentina una de las más valiosas de
Santiago del Estero y el Noroeste
Argentino.
Obra monumental la de este Como argentinos conscientes,
santiagueño admirable, nacido el hemos decidido comenzar nuestra
4 de Julio de 1898. Monumental actividad en la Madre de Ciuda-
en todos los sentidos: por su des, y en menos de un año, edita-
excelencia, por su profusión, su mos ya Santiago del Estero.
multiplicidad, pero sobre todo, Historia- Tradición - Cultura, Las
por su valor documental, por su Termas de Río Hondo y la pre-
gran esfuerzo de rescatar para sente edición que conforma esta
preservar la memoria. colección, que forman parte de la
Orestes Di Lullo, médico de TÍTULOS DE LA COLECCIÓN colección de mi hijo más pequeño,
profesión, que abarca todos los Franco Rossi.
aspectos, en afán de investigar, Tomo Estos libros se los dedico a mi
I Santiago del Nuevo Maestrazgo. esposa Adriana, quien me pre-
desentrañar, registrar, clasificar y
II La agonía de los pueblos.
dejar así, en sus numerosos libros, sentara a Graciela Paladea, que
Viejos pueblos.
el gran corpus de la santiagueñi- III Contribución al estudio de las voces santiagueñas. 1ª parte. como santiagueña de ley que
dad para que abreven en él los IV Contribución al estudio de las voces santiagueñas. 2ª parte. ama su terruño, nos diera toda la
especialistas que lo continuarán. V Reducciones y fortines. información y su experiencia
En reconocimiento a su prolífera VI Caminos y derroteros históricos en Santiago del Estero. para lograr nuestro propósito
labor profesional y cultural, el 28 VII La Razón del folklore. editorial: hacer saber más de esta
VIII Santiago del Estero Noble y Leal ciudad.
de abril, día de su muerte (en “tierra de encuentros”.
IX La medicina popular de Santiago del Estero.
1983), fue declarado Día de la La alimentación popular de Santiago del Estero. Un reconocimiento especial a la
Cultura Provincial en Santiago X El bosque sin leyenda. Ensayo económico social. Fundación Cultural Santiago del
del Estero. Estero que permitió que el
proyecto se realizara con mayor
soltura y excelencia.
A todos los que colaboran en

FRANCO ROSSI
cada libro, a los santiagueños:

L
A
I
R
muchas gracias!!!

O
T
I
D
E
FRANCO ROSSI FRANCO ROSSI
A
Jorge Rossi

S
A
C
C A S A E D I T O R I A L C A S A E D I T O R I A L Editor

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