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Comentario Antiguo Testamento Andamio

JOSUÉ

Personas según el propósito de Dios

David Jackman

Coeditado por PUBLICACIONES ANDAMIO® y LIBROS DESAFÍO®

PUBLICACIONES ANDAMIO
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Josué

Joshua
Copyright © 2014 por David Jackman

Publicado por Crossway Books, un ministerio de Good News Publishers Wheaton, Illinois 60187,
U.S.A.

Esta edición es publicada con el permiso de Good News Publishers.


Todos los derechos reservados.
Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores.

“Las citas bíblicas son tomadas de LA BIBLIA DE LAS AMÉRICAS


© Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation
Usadas con permiso”. (www.LBLA.com)

Traducción: Loida Viegas


La imagen de portada es una obra de Joan Cots
Diseño cubierta: Fernando Caballero

Depósito Legal: DL. B. 612-2015


ISBN Andamio: 978-84-943225-4-9
ISBN Libros Desafío: 978-1-55883-197-1

© Publicaciones Andamio, 2015


1ª edición enero 2015

Para
Ollie, Tom, Charlie y Millie
«al SEÑOR vuestro Dios os allegaréis».
Josué 23:8

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«Sé fuerte y valiente, porque tú darás a este pueblo posesión de la tierra que juré a
sus padres que les daría. Solamente sé fuerte y muy valiente; cuídate de cumplir toda la
ley que Moisés mi siervo te mandó; no te desvíes de ella ni a la derecha ni a la
izquierda, para que tengas éxito dondequiera que vayas. Este libro de la ley no se
apartará de tu boca, sino que meditarás en él día y noche, para que cuides de hacer
todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino y tendrás
éxito».
Josué 1:6–8

Contenido
Prólogo
Obertura y preliminares (1:1, 2)
Un doble encargo (1:3–18)
Dentro del territorio enemigo (2:1–24)
Maravillas entre vosotros (3:1–17)
Un memorial para siempre (4:1–5:1)
Preparativos básicos (5:2–15)
La batalla que no fue (6:1–27)
La tragedia golpea (7:1–26)
Resumen de la conquista (8:1–29)
Se renueva el pacto (8:30–35)
Adulación para engañar (9:1–26)
Ningún día como este (10:1–15)
La conquista del sur (10:16–43)
La conquista del norte (11:1–23)
Recepción de la herencia (13:1–14:5)
Seguir incondicionalmente (14:6–15; 15:13–19)
El reparto del territorio (15:1–19:51)
Refugio y residencia (20:1–21:45)
Se reafirma la unidad (22:1–34)
Prioridades para el futuro (23:1–16)
La elección ineludible (24:1–33)

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Epílogo

Prólogo
Hay muchos cristianos que a menudo se sienten desorientados cuando leen el
Antiguo Testamento. ¿Qué hacemos con estas tres cuartas partes de la Biblia? Es como
si de alguna manera tuvieran menos que ver con nuestras vidas, que el Nuevo
Testamento. Su contexto nos parece demasiado lejano. Y su literatura muy diferente a
la que conocemos hoy. Porque la verdad es que no hay mucha gente que lea leyes,
códigos, oráculos contra naciones extranjeras, o poesía sin rima…
Es cierto que nos gustan algunas de sus historias. Nos identificamos con sus
personajes, tentaciones y conflictos. Participamos de la misma realidad de pecado y
obediencia, éxito y fracaso… Pero ¿es esto lo que quieren decir estas historias? ¡Todo
parece tan subliminal! Porque bien visto, si somos cristianos, ¿no es el Nuevo
Testamento, el que nos habla principalmente de Jesucristo, como nuestro Salvador?
“Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y
diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué
tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de
antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les
reveló que no para sí mismo, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os
son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado
del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pedro 1:10–12).
Los profetas indagaron acerca de esto; los ángeles anhelaban verlo; y los discípulos,
no lo entendían; pero Moisés, los profetas y todas las Escrituras del Antiguo
Testamento hablaban de ello (Lucas 24:25–27): Jesús tenía que venir y sufrir, para ser
después glorificado. Él no vino sin ser anunciado. Su llegada fue declarada con
antelación en el Antiguo Testamento. Pero no sólo en aquellas profecías que
explícitamente hablan del Mesías, sino por medio de las historias de todos los sucesos,
personajes y circunstancias del Antiguo Testamento.
Dios comenzó a contar una historia en el Antiguo Testamento, cuyo final se
esperaba con impaciencia. Desarrolló el argumento, pero faltaba la conclusión. En
Cristo, Dios ha llevado el relato del Antiguo Testamento a su culminación. Los cristianos
aman por eso el Nuevo Testamento. Pero Dios estaba contando una sola historia, que
se extiende a lo largo de todas las páginas de la Biblia. Desde Génesis a Apocalipsis, Dios
desvela progresivamente su plan de salvación.
La Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, presentan una sola
revelación de Dios, centrada en Cristo. Cuando estudiamos los diferentes géneros,
estilos y enseñanzas de cada libro, vemos que anuncian y señalan a Cristo. El carácter

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cristocéntrico de la Biblia puede parecer “oculto en el Antiguo Testamento”, como
decía Agustín, pero es “revelado” en el Nuevo. Ver la relación entre Antiguo y Nuevo
Testamento es clave para comprender la Biblia.
El Antiguo Testamento nos revela a Jesús. El Dios de Israel es el Dios encarnado en
Jesús: “El mismo, ayer, y hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8). La Biblia de Jesús es el
Antiguo Testamento. Los apóstoles se refieren continuamente a él. Porque el Antiguo
Testamento no es sólo para Israel. ¡Es para nosotros! Nos enseña acerca de Dios y su
propósito en la Historia, pero también sobre nuestra propia vida.

¿Para qué sirve un comentario bíblico?


Aunque hay algunos cristianos que todavía se enorgullecen de no usar nunca un
comentario, cada vez son más los creyentes que aprecian esa literatura que está
específicamente destinada a exponer y analizar el texto bíblico. Pocas herramientas hay
tan fundamentales en la vida de un predicador, pero también de muchos cristianos con
inquietudes por profundizar en el estudio de las Escrituras, que esos libros que
denominamos comentarios bíblicos.
El problema es que hay muchos tipos de comentarios. Y no son pocos los que se
decepcionan al comprar un libro que luego no les ofrece la ayuda deseada. Es
importante por eso considerar qué clase de comentario necesitamos, antes de iniciar la
búsqueda de algún titulo que nos ayude a entender mejor determinada porción de la
Biblia.
Conviene recordar en ese sentido, una vez más, que los comentarios son útiles, pero
ninguno puede sustituir a la Escritura misma. Así que debemos consultar primero
diferentes traducciones —si no conocemos los idiomas bíblicos—, tomándonos tiempo
para orar y meditar en la Palabra de Dios, antes de usar cualquier modelo de
comentario.
Hay básicamente dos enfoques difícilmente combinables en la literatura expositiva
de la Biblia. Uno pretende acercarse al texto con el mayor rigor exegético posible. Por lo
que, en un lenguaje bastante técnico, intenta aclarar el sentido de cada palabra en su
contexto original. Y otro busca más bien presentar el mensaje de cada libro,
esforzándose en aplicar su sentido a la vida personal y social del lector contemporáneo.
Entre medio, hay, por supuesto, una enorme variedad de textos que oscilan entre una y
otra dirección, pero generalmente podemos distinguir estos dos tipos de comentarios.

¿Qué es un comentario evangélico?


Aquellos que tenemos la extraña costumbre de leer los comentarios bíblicos de
principio a final —o sea, de la primera a la última página, como cualquier otro libro—,
observamos cómo el estilo de muchos exégetas se va haciendo cada vez más farragoso
y oscuro, hasta el punto de resultar casi ilegible. La estructura de muchas colecciones
actuales se ha vuelto tan complicada e incomprensible, que sus divisiones parecen
multiplicarse indefinidamente. Cuesta entender la lógica de tantas secciones y
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apartados, sobre todo cuando acompañan unos textos realmente inaccesibles, capaz de
desanimar a cualquiera que vaya a estos comentarios para aclarar sus dudas…
Porque lo peor de muchos comentarios modernos, es su lenguaje. La jerga de la
crítica bíblica, no sólo es difícil de traducir, sino que parece que ya no la entienden ni
siquiera los especialistas —a juzgar por las interpretaciones que hacen unos de otros,
cuando se quejan de que les malentienden—. Todo parece que se ha convertido en un
inmenso galimatías, donde la complejidad se confunde con la erudición…
Basta leer los antiguos comentarios, para ver cómo es posible exponer un texto con
claridad, a pesar de su evidente dificultad… Los que leemos una gran variedad de
comentarios, para preparar un estudio o una exposición bíblica, nos encontramos con
que no solamente los críticos son difíciles de leer, sino que la lectura de algunos autores
evangélicos actuales, que buscan el reconocimiento académico, se ha convertido
también en un verdadero suplicio…
Hay series de comentarios evangélicos, incluso norteamericanos —cuya literatura
ha sido siempre conocida por su sentido práctico—, cuyo contenido carece de
aplicación alguna. Su teología es dudosa, y claramente difícil de distinguir de otros
autores protestantes, que son a veces peores que algunos eruditos católicos, alguna
que tratan con más respeto el texto bíblico, y tienen más carácter devocional que
algunos comentarios evangélicos. ¡Vivimos tiempos extraños!

La Biblia habla hoy


Es, por lo tanto, refrescante encontrarse con una serie de comentarios como esta,
claramente inspirada en la colección The Bible Speak Today de Inter-Varsity Press. La
mayor parte de los libros pertenece a esta colección, pero no en su totalidad. Esta
colección sobre el mensaje de los libros del Antiguo Testamento, que ahora traduce al
castellano Publicaciones Andamio, está editada por veteranos predicadores, como Alec
Motyer o Raymond Brown. La erudición de estos hombres no tiene nada que envidiar a
la de algunos jóvenes profesores evangélicos, pero su fuerza y claridad están a años luz
de muchos autores actuales, más preocupados por las notas a pie de páginas y las
referencias bibliográficas, que por la comprensión del texto bíblico. Necesitamos
comentaristas como ellos, llenos de sabiduría, pero también de pasión por el mensaje
de la Escritura.
Es cierto que esta no es una serie de comentarios bíblicos que desarrollen los libros
siguiendo el texto versículo a versículo. Como su titulo inglés indica, se centran en su
mensaje, aunque hay pocos libros tan útiles como estos, para comprender el sentido de
cada sección y libro en su totalidad. Lo que tenemos aquí es una comprensión global de
cada texto que nos lleva inmediatamente a la actualidad, considerando su valor práctico
y aplicación para la vida del creyente.
También hay autores jóvenes en esta colección, como Chris Wright, que ha
enseñado mucho tiempo el Antiguo Testamento en un centro bíblico orientado a la
tarea misionera (All Nations Christian College), antes de dedicarse en Londres a la
fundación de cooperación internacional Langham (que fundó John Stott para mantener
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proyectos de educación en todo el mundo).
La visión de la profecía de estos autores está lejos de las especulaciones
escatológicas de tantos autores populares, que juegan con el texto bíblico para dar su
propia interpretación del mundo, siguiendo las más caprichosas identificaciones, para
leer la Biblia a la luz del telediario. Su enfoque es riguroso, claramente arraigado en el
contexto histórico, pero lleno de referencias al mundo actual. Lo mismo cita una
canción de U2 que analiza el mapa del Templo.
Algunas obras, como la de Motyer sobre Isaías, no pertenece en realidad a la serie
The Bible Speak Today de Inter-Varsity, aunque está publicada por esta editorial. Es un
comentario al que dedicó toda su vida, basado en su propia traducción y meditación
durante años. Para muchos, no hay duda de que se trata de una obra maestra, un
trabajo magistral, en una línea radicalmente diferente a la mayor parte de los
comentarios que se hacen hoy en el mundo evangélico en un contexto académico.
Algunos de los comentarios, por otro lado, pertenecen a la colección Tyndale
también de Inter-Varsity. Otros son de autores que consideramos “nuestros”, como
David F. Burt, que han escrito algunos comentarios de un nivel excelente.

La Palabra eterna
Estos libros parten de los presupuestos clásicos de la teología evangélica, como es la
unidad del texto y su mensaje cristocéntrico. Se atreven a veces incluso a prescindir de
toda referencia crítica, para concentrarse en el sentido del texto, que explican con
claridad y pasión evangélica. Estas obras están destinadas por eso a ser libros de
referencia durante años, siendo apreciadas por muchas generaciones, que descubrirán
en su trabajo una obra perdurable, que trasciende las absurdas polémicas entre uno y
otro autor de esta generación, para desvelarnos el verdadero mensaje del libro.
La publicación de estas obras nos da, en este sentido, un modelo de lo que debe ser
un comentario evangélico. Cuando muchos de los libros que abundan en este tiempo,
sean finalmente olvidados, las obras que seguirán atrayendo al lector del futuro, son las
que transmitan el mensaje de la Palabra eterna, más allá de modos y modas, sobre los
que prevalece el espíritu de la época.
Estos autores muestran una capacidad excepcional para sintetizar lo que otros
hacen en multitud de páginas de oscuro contenido. Su extraordinaria claridad se ve
resaltada a veces por una increíble genialidad para dividir el texto en unos
encabezamientos tan atractivos, que uno no puede resistirse a la tentación de
repetirlos en su propia exposición. Son comentarios ideales, porque animan a predicar
estos libros de la Escritura.
Alguien ha dicho que nunca se debería escribir un comentario sobre un texto
bíblico, que no se haya predicado. Es más, los comentarios que resultan más útiles a los
predicadores, son aquellos que están escritos por predicadores. Y eso es lo que son los
autores de estos libros, maestros que piensan que es más importante comunicar la
Palabra de Dios, que obtener un prestigio académico. Son servidores de la Iglesia, pero
anunciadores también al mundo de la Buena Noticia que hay en este Libro.
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Estas obras son una excelente ayuda para estudiar la Biblia y exponerla, en nuestra
lengua y generación. Esperamos con impaciencia todos los títulos de esta colección,
deseando que sean usados por muchos predicadores y lectores de la Escritura, para
anunciar el Evangelio a un mundo y una Iglesia necesitada de la Palabra viva, puesto
que Dios sigue hablando hoy por su Palabra y su Espíritu.
José de Segovia

Obertura y preliminares
Josué 1:1, 2

El principio de este sexto libro de la Biblia es tan escueto como sorprendente. Desde
Éxodo en adelante, los cuatro últimos libros han estado dominados por una figura
humana gigantesca: Moisés. Durante cuarenta años ha sido el factor decisivo, el
mediador y libertador de su pueblo, siempre presente, siempre confiable, el hombre
que habla con Dios cara a cara “como habla un hombre con su amigo”. Debió ser casi
imposible imaginar la vida sin Moisés, como ocurriría a la mayoría de los ciudadanos
británicos, pensar en su país sin la reina Isabel II después de sus sesenta años en el
trono. Pero el directo principio de este libro es «Mi siervo Moisés ha muerto» (v. 2) y la
vida, como siempre, ha de continuar.
Las palabras van dirigidas a Josué, hijo de Nun, que a estas alturas ya no es un
muchacho, sino que el verdadero trabajo de su vida está a punto de abrirse delante de
él. Las palabras son pronunciadas por el Señor soberano, Yahvé, cuyo nombre revela su
invariable fidelidad a sus promesas del pacto por su carácter y sus propósitos
inmutables. Las palabras son inesperadas. Son como el pistoletazo de salida de la
carrera que Josué sabía que tendría que correr un día y para la que se ha estado
entrenando y preparando durante décadas. Pero debieron llegar con una exigencia y un
desafío tremendos, e indudablemente provocarían esa mezcla de apasionada
anticipación y pánico interno que todos conocemos cuando nos encontramos en el
umbral de un nuevo capítulo de la experiencia de nuestra vida. “Ahora pues, levántate,
cruza este Jordán, tú y todo este pueblo…” (v. 2).
Ha llegado el momento de entrar en la tierra y poseer todo lo que el pacto del Señor
había prometido a Israel a lo largo de los siglos, desde que lo dijo por primera vez a
Abraham, su padre: “Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra de tus
peregrinaciones, toda la tierra de Canaán como posesión perpetua, y yo seré su Dios”
(Gn. 17:8). Esta fue la razón por la que los sacó de su esclavitud en Egipto. Esto fue lo
que anticiparon siempre durante los cuarenta años del desierto. Así era cómo el Señor
soberano cumpliría ahora sus repetidas promesas.
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El patrón se había trazado mucho antes, en el principio de los tratos de Dios con
Abram, cuando, estando en Ur de los Caldeos, recibió la llamada divina: “Vete de tu
tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”
(Gn. 12:1). Esta clara orden no iba acompañada de un mapa de carreteras ni de un
programa detallado, ni explicación alguna de cómo ocurriría todo; pero Abram tenía lo
que verdaderamente necesitaba: la promesa del soberano Señor de que le mostraría la
tierra y, más adelante, se la daría a él y a su familia (Gn. 12:7). El mandamiento y la
promesa van juntos a lo largo de la Biblia. Del mismo modo se plasma aquí para Josué.
La orden consiste en cruzar el río Jordán, pero la promesa es que Dios le está dando
ahora a su pueblo su tierra prometida. Tanto el mandato como la promesa dependían
de la soberanía divina, expresada en su sabia voluntad y lograda por su poder
irresistible. Así es cuando el pueblo de Dios cree las promesas y obedece los
mandamientos: entran en la experiencia de comunión con él al nivel relacional más
profunda. Y también es cierto para nosotros, hoy. ¿Por qué desobedecemos tan a
menudo los mandatos divinos? Porque en realidad no creemos sus promesas. Ambas
cosas van ineludiblemente juntas. La fe conduce a la obediencia. La desobediencia está
siempre arraigada en la desconfianza. Veremos esta lección ejercitada con frecuencia
en el libro de Josué; es un continuo desafío con el que nos encontraremos una y otra
vez en nuestra experiencia contemporánea de vivir la vida cristiana.
Resulta relevante que la designación de Moisés como «siervo del Señor» en el
versículo 1 coincida con el final del libro (24:29); este mismo título aparece, pero esta
vez se le atribuye a Josué. La historia del libro es, por una parte, la historia del progreso
y desarrollo de Josué desde su descripción como “ayudante de Moisés” (1:1) a su propio
epitafio como siervo del Señor. Pero Josué no es el héroe del libro, como veremos. Este
papel lo desempeña por completo el Señor mismo, a quien Josué servía. No obstante, él
protagoniza el rol del actor humano central en el drama de la conquista de Canaán, y,
para nosotros es totalmente adecuado que consideremos algo de su historia previa,
antes de escarbar en los detalles del texto.

El aprendiz
En primer lugar, se nos presenta a Josué en los albores del éxodo, con anterioridad
a que la nación se agrupe en Sinaí para recibir la ley de Dios. Tal vez el término hebreo
toráh, traducido “ley”, se vertería mejor como “instrucción” ya que hace hincapié en el
aspecto de la autorrevelación de Dios, al desvelar cómo debe vivir su pueblo en pacto
con él. Por supuesto, esta va entretejida con los efectos y las sanciones vinculantes de
sus mandamientos, que no son un mero consejo, sino que conllevan la autoridad divina
e infligen castigo en medio de ellos por su infracción.
Los israelitas llevaban tan solo unos pocos meses fuera de Egipto cuando sufren un
asalto de órdago por parte de los amalecitas en Refidim, donde Dios acaba de
proporcionar agua de la peña. Sin otras palabras de introducción, Moisés escoge a
Josué para que seleccione un ejército y dirija la batalla, cosa que hace (Éx. 17:8–10).
Tras la gran victoria (“Y Josué deshizo a Amalec”, Éx. 17:13), Dios ordena a Moisés que
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recoja por escrito y que se le lea a Josué que él, el Señor, estará en guerra con los
amalecitas hasta que borre “por completo la memoria de Amalec de debajo del cielo”
(Éx. 17:14). Josué, antes desconocido, se convierte de repente en un exitoso líder
militar, pero necesita que se le recuerde de forma constante que era la victoria de Dios
y no la suya, dependiendo por completo de que Moisés levantara sus manos, de
manera simbólica, hacia el trono de Yahvé en súplica e intercesión. Es interesante que,
en este primer incidente de Josué que se recoge, el testimonio por escrito tenga un
lugar central para alentar su fe y recordarle dónde está realmente el poder. El hombre
de acción tiene que depender de la palabra del Señor y de las oraciones de su pueblo.
A continuación vemos a Josué, descrito como el “ayudante” de Moisés en Éxodo
24:13, donde acompaña al gran líder cuando este responde a la llamada de Dios para
que suba al monte Sinaí a recibir las tablas de la Toráh. Nada indica que estuvieran
juntos cuando el líder entró en la nube de la presencia de Dios, pero sí que estaría
ciertamente más cerca de la autorrevelación divina “como fuego consumidor” (Éx.
24:17) que ningún otro de sus compatriotas israelitas. Y, cuando finaliza la extensa
entrevista, es Josué quien desciende con Moisés para presenciar los horrores de la
idolatría del becerro de oro en el campamento. El joven supone que el ruido que llega
desde abajo, donde está el pueblo, es señal de guerra, pero Moisés sabe más y la orgía
se manifiesta con rapidez (Éx. 32:17–19). Después de los actos iniciales de juicio y de la
retirada de la inmediata presencia de Dios del campamento, es Moisés quien erige una
tienda fuera, un prototipo del “tabernáculo” o “tienda de reunión”, donde solo él podía
comunicarse con Dios en intimidad personal. Pero el privilegio de la proximidad vuelve
a ser de Josué: “Cuando Moisés regresaba al campamento, su joven ayudante Josué,
hijo de Nun, no se apartaba de la tienda” (Éx. 33:11). Desconocemos, por supuesto,
cuántas cosas le transmitió Moisés al joven aprendiz, pero esa cercanía a la acción y su
conciencia de la gloria de Dios debieron haber sido enormemente formativas en el
pensamiento del joven guerrero.

Sigue aprendiendo
En la siguiente ocasión que vemos a Josué, Dios ha llamado a Moisés para que
escoja a setenta ancianos sobre los que deposita su Espíritu para facultarlos y que
puedan compartir la carga del liderazgo que Moisés ha estado llevando solo sobre sus
hombros. Esta única visitación del Espíritu se evidenció porque hablaron la palabra de
Dios (profetizaron), y esto ocurre de forma excepcional. Aunque dos de ellos no habían
abandonado el campamento, Eldad y Medad también profetizaron, si bien Josué se
sintió tan consternado que le dijo a Moisés: “Moisés, Señor mío, detenlos” (Nm. 11:28).
Pero la respuesta de este es: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta!” (v. 29). El
hombre más manso de la tierra no muestra ni un solo indicio de celos. No le preocupa
su propia posición o autoridad, sino únicamente el bienestar del pueblo. El joven Josué
tiene, pues, que aprender que el liderazgo nunca es un privilegio exclusivo, que no debe
glorificar a Moisés, por gigante que sea, ni tampoco ha de procurar limitar a Dios según
nuestro plan preferido. Hasta el día de hoy, estas cosas siguen siendo perspectivas
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básicas para un liderazgo piadoso.
Pero entonces llega la mayor contribución que Josué ha hecho hasta ahora en los
propósitos de Dios para Israel, cuando Moisés lo selecciona para representar a su tribu,
Efraín, como uno de los doce espías que tenían el encargo de explorar la tierra de
Canaán (Nm. 13:1–16). Solo él y Caleb regresan con un buen informe e instan a la
inmediata ocupación: “… porque sin duda la conquistaremos” (Nm. 13:30). Y no solo
esto, sino que suplicaron a toda la congregación que confiaran en la gracia y el favor de
Dios, porque “nos llevará a esta tierra y nos la dará; es una tierra que mana leche y
miel” (Nm. 14:8). No deben temer a los cananeos, sino más bien confiar en la promesa
de Dios y en su presencia con ellos. Con todo, el informe mayoritario de rebelde
incredulidad prevalece, se pierde la oportunidad e Israel queda confinado a la tragedia
de otros cuarenta años en el desierto ya que toda esa generación es condenada a morir
fuera de la tierra, excepto Caleb y Josué (Nm. 14:30). Una plaga se cobra la vida de los
diez espías; solo Josué y Caleb siguen vivos (Nm. 14:37, 38).
Finalmente, los años transcurren y Dios ordena a Moisés que, antes de su propia
muerte, contemple la tierra de la promesa sin entrar en ella (Nm. 27:12, 13). La
preocupación de Moisés es la sucesión. No obstante, su pasión dominante sigue siendo
el bienestar de la nación, de modo que le pide a Dios en términos específicos que se
hacen más relevantes a medida que la meganarrativa de la Biblia se va desarrollando.
Pide un hombre “que salga y entre delante de ellos, y que los haga salir y entrar a fin de
que la congregación del Señor no sea como ovejas que no tienen pastor” (Nm. 27:17).
Pide un pastor, sin duda influenciado por sus años cuidando el rebaño de Jetro, su
suegro, así como el tiempo que ha pasado dirigiendo a la manada de Dios. Y la
respuesta divina es inmediata: “Toma a Josué, hijo de Nun, hombre en quien está el
Espíritu, y pon tu mano sobre él” (Nm. 27:18). En consecuencia, Josué recibe
públicamente el encargo con algo de la autoridad que Moisés tenía. Esto no es, quizá,
una referencia a compartir un trabajo, sino el reconocimiento de que aun siendo Josué
claramente un hombre de Dios, su relación será diferente de la que Dios tuvo con
Moisés. Josué no disfrutará de la comunión cara a cara que este experimentó. Tiene un
registro escrito a través del cual se dará a conocer la voluntad divina: se presentará a
Eleazar, el sacerdote, quien “inquirirá por él por medio del juicio de Urim delante del
Señor” (Nm. 27:21). En este sentido, es el primer líder israelita que, aun habiendo
recibido el encargo directamente de Dios, depende de la palabra de este ya hablada y
escrita, y que el sacerdote inquiera en oración para proporcionarle la sabiduría que
necesita para tomar las decisiones piadosas para el pueblo.
De ahora en adelante, y hasta la muerte de Moisés, Josué y Eleazar son incluidos en
el gobierno de la nación. Por tanto, en Números 32:28, se les dice que se aseguren de
que el pueblo de Gad y Rubén no hereden la tierra que les ha sido asignada al este del
Jordán hasta que entren en Canaán con el resto de las tribus y que desempeñen su
parte en la conquista armada; ellos acceden. El cumplimiento de este mandamiento,
con su promesa, tendrá un considerable lugar destacado en el libro de Josué.

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Heredero natural
El libro de Deuteronomio, la segunda entrega de la ley, contempla a la nación de
Israel acampada en los llanos de Moab, antes de su entrada en la tierra, a la muerte de
Moisés. Pero el anciano líder tiene mucho que comunicar al pueblo, de parte de Dios
antes de ser llamado a su presencia. Recordándoles la exclusión de la generación de sus
padres por culpa de la incredulidad, Moisés no solo evoca la promesa a Caleb y Josué de
que entrarían, sino que les da la instrucción sobre el nuevo líder: “Anímale, porque él
hará que Israel la [la tierra] posea” (Dt. 1:38). Dos capítulos después se nos da una
percepción de la preparación de Josué, así como el aliento que ha recibido para los
futuros desafíos inminentes. Moisés relata cómo, bajo la dirección de Dios, le dijo a
Josué en el momento de su victoria sobre Og, rey de Basán, y Sehón, rey de los
amorreos (Nm. 21): “Tus ojos han visto todo lo que el Señor vuestro Dios ha hecho a
estos dos reyes; así hará el Señor a todos los reinos por los cuales vas a pasar. No les
temáis, porque el Señor vuestro Dios es el que pelea por vosotros” (Dt. 3:21, 22). Y,
basándose en esto, la instrucción se renueva. “Pero encarga a Josué, y anímale y
fortalécele, porque él pasará a la cabeza de este pueblo, y él les dará por heredad la
tierra” (Dt. 3:28).
Esta nota de alentar y fortalecer a Josué se ha vuelto ahora cada vez más
persistente y sirve de motivo introductorio a los primeros capítulos del libro de Josué.
Deuteronomio 31 recoge la transmisión del testigo de Moisés a su ayudante. Hablando
sobre su inminente partida, el legislador asegura a la nación que poseerá la tierra “y
Josué es el que pasará delante de ti, tal como el Señor ha dicho” (Dt. 31:3). Este plan de
sucesión es divino tanto en su origen como en su ejecución. Pero, en sus palabras a
Josué, Moisés es más específico. Lo llama a ser “firme y valiente”, a no temer ni
desalentarse, porque tiene las promesas seguras y ciertas de Dios (Dt. 31:7). “El Señor
irá delante de ti; Él estará contigo, no te dejará ni te desamparará (Dt. 31:8). De esto se
hace claramente eco la fe del Nuevo Testamento en el último capítulo de Hebreos,
donde el escritor cita la misma promesa, dada directamente por Dios al nuevo líder en
Josué 1:5 y la vincula a la valiente afirmación del salmista en Salmo 118:6: “El Señor
está a mi favor; no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?” (He. 13:5, 6). Este es el
hilo de fe en las promesas de Dios como antídoto del temor, y estas promesas unen
toda la Biblia en conjunto.
Josué recibe, pues, el encargo del Señor en presencia de Moisés, con el mensaje
repetido: “Sé fuerte y valiente, pues tú llevarás a los hijos de Israel a la tierra que les he
jurado, y yo estaré contigo” (Dt. 31:23; cf. Dt. 31:6, 7). Al final del libro, todo está
preparado y dispuesto para la conquista. Junto con la muerte de Moisés hay una
sensación de expectación sobre lo que está a punto de ocurrir, ya que Josué está “lleno
del espíritu de sabiduría, porque Moisés había puesto sus manos sobre él” (Dt. 34:9). Y,
entonces, al volver la página y pasar del Pentateuco a la primera de las narrativas
históricas (o primeros profetas), escuchamos el mandato de Dios: “Ahora… levántate,
cruza este Jordán” (Jos. 1:2). Ha llegado el momento de Josué.
12
Reflexiones
De la narrativa de Moisés y Josué se pueden derivar importantes principios que se
ejemplifican y amplían en otros lugares de las Escrituras en cuanto a la formación de
líderes y el orden de sucesión. Lo que descubrimos con mayor claridad es la forma en la
que el propio conocimiento que Josué tiene de Dios y la dependencia que resulta de
ello se convierten en el método de equipamiento clave para la obra que tiene que
hacer. Como mano derecha de Moisés, Josué tiene el privilegio de participar en algunos
de los momentos de revelación divina, pero a cierta distancia. Sin embargo, esto no es
para que aprenda a ser un líder, sino más bien para que sepa depender por completo
de quién es Dios. Y después sabrá cuál es el carácter de Dios de quien debe depender.
Queda bastante claro que Josué está lejos de ser una persona de cualidades
sobrehumanas. De haber sido así, ¿habría necesitado que se le exhortase
constantemente a ser “firme y valiente” (1:6)? Esto no parece indicar que el liderazgo
fuera algo innato en Josué. Sin embargo, no es una selección poco habitual para Dios
que escoge lo necio, lo débil, lo menospreciado y hasta “lo que no es para anular lo que
es” (1. Co 1:28). La raíz de la cuestión es que Canaán no se conquista por la estrategia
militar superior de Josué ni por su heroísmo dominante, sino que el Señor le da la tierra
a su pueblo (1:2). Por esta razón se convierte en la tierra de Israel. Josué es el agente
humano necesario y altamente valorado que se halla en el corazón del proceso, pero,
como aprende de su primer encuentro con los amalecitas, la batalla es del Señor. El
liderazgo cristiano contemporáneo necesita con desesperación volver a aprender esta
lección. Dios es el héroe del libro de Josué. Todo se le atribuye directa y
categóricamente a él, como deja más que claro el final del libro. El Señor le concedió la
tierra a Israel. El Señor le dio descanso a Israel al entregar a sus enemigos en sus manos.
Todas y cada una de sus promesas se cumplieron (véase 21:43–45).
El otro factor a recordar es lo abrumadora y, al parecer, imposible que debió de
parecer esta tarea cuando Josué y el pueblo se enfrentaron al Jordán para atravesarlo y
a la conquista de la tierra. Por ello necesitaban ser exhortados constantemente a
escuchar, recordar y confiar en la palabra de su Dios, revelada en sus promesas. Esta
debía ser la primera generación que dependiera de la instrucción escrita de Dios en la
Toráh y en los requisitos de fe y obediencia recogidos en el libro del pacto. La
conversación cara a cara con el Señor no fue el privilegio constante de Josué, como lo
había sido de Moisés. Él tenía que dirigir al pueblo dependiendo de la palabra escrita y
del espíritu de sabiduría, como lo hacen hoy los líderes cristianos. Cuando nos
enfrentamos a la abrumadora tarea de alcanzar nuestra cultura, cada vez más hostil,
con las buenas nuevas de Cristo, nuestra dependencia equivalente en la Palabra de Dios
y en las manos del Espíritu de Dios para llevar a cabo la obra de Dios es igual de vital. Es
también nuestro único medio de avanzar. Así que, al abrir el libro de Josué, no estamos
tratando tanto con la historia antigua como con el Dios vivo que gobierna toda la
historia para el cumplimiento de sus propósitos eternos de gracia y de gloria. Si hemos

13
de ser personas según estos propósitos en nuestra generación desesperadamente
necesitada, precisaremos aprender bien las lecciones de este magnífico libro y ponerlas
en práctica.
Tal vez el mayor incentivo para hacerlo nos lo proporcione el reflejo de todo este
episodio de la historia de la salvación en el Nuevo Testamento, cuando el escritor de
Hebreos mira más allá de Josué, a Jesús, y el mayor cumplimiento en el evangelio de
todo lo que se presagió en el Antiguo Testamento.
“Porque si Josué les hubiera dado reposo, Dios no habría hablado de otro día
después de ese. Queda, por tanto, un reposo sagrado para el pueblo de Dios.
Pues el que ha entrado a su reposo, él mismo ha reposado de sus obras, como
Dios reposó de las suyas. Por tanto, esforcémonos por entrar en ese reposo, no
sea que alguno caiga siguiendo el mismo ejemplo de desobediencia” (He.
4:8–11).

Un doble encargo
Josué 1:3–18

Las transiciones nacionales, de un líder o de un gobierno a otro, suponen siempre


épocas de incertidumbre y estrés. El sentido común dicta que el nuevo liderazgo se
tome su tiempo para asentarse, familiarizarse con la situación y sopesar las opciones
antes de lanzarse a ninguna acción decisiva. Este hecho se produce especialmente
cuando el líder anterior ha sido muy venerado o cuando el futuro es agitado y
problemático. Sin embargo, Josué no puede permitirse ese lujo. Como hemos visto,
Dios no dice: “Mi siervo Moisés ha muerto. Tómate tu tiempo para asentarte. Gánate
poco a poco la confianza del pueblo. ¡No te embarques en asuntos demasiado
exigentes todavía!”. Todo lo contrario. Dios ordena de forma perentoria que se
preparen para cruzar el Jordán y entrar en la tierra prometida “ahora” (1:2). Es como si
se hubiese eliminado la barrera final de entrada y Dios no pudiese esperar para cumplir
sus promesas.

Propósito y estructura
La estructura del capítulo 1 es significativa y formativa para nuestra comprensión
del resto del libro, que es histórico. Algunos expertos sugieren que debería adjuntarse
al Pentateuco, ya que la conquista de la tierra es el punto culminante natural de la
secuencia de promesas de pacto que comenzaron con Abraham y que se extendieron a
lo largo del éxodo y de la travesía del desierto. No obstante, también resulta
14
convincente considerarla como la primera de las narraciones históricas que abarcaron
el período de la conquista, el de los jueces, la institución de la monarquía, la división del
reino y la derrota final de Israel a manos de los asirios, así como el exilio de Judá en
Babilonia. Esta unidad va desde Josué hasta 2 Reyes. Está claro que Josué no es el autor
del libro del que es el “héroe” humano epónimo; quizá fue obra de Samuel o de un
historiador desconocido. No obstante, tenemos aquí un registro veraz de
acontecimientos que tuvieron lugar realmente. Al principio del libro, Israel sigue
esperando para cruzar el Jordán, y, al final del mismo, gran parte de la tierra ha sido
conquistada y toda ella asignada a las doce tribus. Realmente ocurrió así.
La disposición de las Escrituras hebreas cataloga a Josué como el primero de los
“antiguos profetas”. Resulta extraño para nosotros en la actualidad calificar un libro
histórico de profético. Sin embargo, la profecía bíblica no es historia escrita de
antemano. Más bien, es la narración de lo que Dios ha hecho y seguirá haciendo desde
la perspectiva divina. La tarea del profeta consiste en declarar la mente de Dios al
pueblo, “predecir” la palabra infalible del Señor en su situación, algo que se consigue
aprendiendo las implicaciones teológicas de la historia. Aquí tenemos la interpretación
de Dios de lo que ocurrió y por qué lo hizo. Este libro de Josué contribuye de forma
exclusiva a la teología bíblica ya que vemos la obra de Dios iniciada bajo Moisés hacerse
realidad con Josué, porque Dios es el Señor fiel que guarda el pacto y siempre cumple
las promesas que hace.
Por extensión, pues, también es un libro de enseñanza. Pablo recordó a los
cristianos de Roma que “todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra
enseñanza se escribió, a fin de que por medio de la paciencia y del consuelo de las
Escrituras tengamos esperanza” (Ro. 15:4). Por esta razón, el libro de Josué tiene un
beneficio potencial tan grande para la iglesia del siglo XXI. El Dios de Josué también es
el nuestro. No cambia sus propósitos ni incumple sus promesas. Por tanto, de este libro
podemos aprender grandes principios de la vida y de la fe cristianas, para nuestra
edificación. Por supuesto, debemos leerlo y estudiarlo como creyentes del Nuevo
Testamento y predicarlo como seguidores de Cristo, y no como rabís judíos. En este
libro no resulta difícil encontrar al Cristo que es el centro y el foco de todas las
Escrituras (Lc. 24:44). Josué significa “salvador”, y Jesús es otra forma del mismo
nombre. Josué nos señala hacia el Señor Jesucristo, el gran cumplimiento definitivo de
todo lo que el libertador del Antiguo Testamento anunciaba. De forma parecida, no nos
resultará difícil identificarnos con el pueblo de Israel en este libro, porque somos el
nuevo Israel de Dios (Gá. 6:16), la comunidad universal del pueblo del propósito del
Señor. Nosotros también estamos inmersos en una batalla para poseer por completo
todo lo que Dios nos ha dado. Nosotros tampoco hemos alcanzado el descanso pleno
en el reino celestial, pero somos liberados para luchar contra el mundo, la carne y el
diablo, llegando así a obtener más y más bendiciones del evangelio eterno. Nosotros
también tenemos lecciones que aprender acerca de las prioridades de la fe y la
obediencia, lecciones que cambian vidas.
El capítulo 1 habla de recibir y transmitir la palabra de Dios. En los versículos del 3 al

15
9, Dios está hablando directamente a Josué en una mezcla de promesa y mandato
diseñada para hacer su fe más profunda e impulsar su obediencia. En los versículos 10 y
11, Josué transmite las instrucciones al pueblo por medio de sus oficiales. Después
sigue una palabra especial para las dos tribus y media (Rubén, Gad y la mitad de
Manasés), que les recuerda la orden de Moisés de cruzar el Jordán y luchar en la
conquista junto a sus hermanos, aunque su heredad estará al este del río, donde sus
familias ya pueden asentarse (vv. 12–15). Los líderes tribales responden garantizando a
Josué su obediencia y lealtad, junto con la esperanza de que recibirán fuerza y valentía
a través de la presencia de Dios (vv. 16–18). El único elemento condicional en estos
diálogos es que Josué liderará al pueblo con su propio ejemplo de fe en las promesas y
de obediencia a los mandatos.

Dios comisiona a Josué (1:3–9)


Con una promesa (vv. 3–5)
Tras el mandato original del versículo 2, los tres versículos siguientes son promesas
en su totalidad. Dios está declarando sus intenciones y las está relacionando con su
carácter, mientras proclama la integridad de su fidelidad al pacto. Dios se compromete
sin reservas a tres cosas: (1) darles la tierra en toda su extensión (vv. 3, 4), (2) vencer a
sus enemigos (v. 5a), (3) estar con Josué como lo estuvo con Moisés (v. 5b). Cada una de
estas promesas se garantiza como cumplimiento de la palabra ya hablada (“tal como
dije a Moisés”, v. 3) y como continuación de la bendición ya experimentada (“como
estuve con Moisés”, v. 5b).

La tierra (vv. 3, 4)
Nótese que, aunque ninguna parte de la tierra está aún en sus manos, Dios puede
decir: “os he dado” (v. 3), empleando el pasado a fin de expresar la certeza absoluta de
que ocurrirá en el futuro. No existen dudas acerca de quién recibirá la tierra ni sobre su
asombrosa extensión. El área descrita en el versículo 4 es enorme, aunque muy en
sintonía con la promesa original a Abraham, en Génesis 15:18–20. David Oginde
comenta: “En términos de fronteras políticas actuales, ¡la tierra prometida abarcaría el
Israel moderno, toda Jordania, una gran parte de Arabia Saudí, la mitad de Irak, todo el
Líbano, parte de Siria y todo Kuwait!”. Sin embargo, como destaca, incluso en el auge
de la monarquía en la época de David y Salomón, Israel no ocupó más que una pequeña
parte de todo ese territorio.
Este hecho suscita una importante pregunta para el comentarista. Si el avance de
Josué dependía de creer al dedillo en las promesas de Dios, ¿cómo es que nunca se
cumplió una parte tan grande de esta? Los predicadores tienen que lidiar con tales
objeciones y preguntas o ellas socavarán sin duda la fe de sus oyentes. Se diría que se
pueden sacar dos importantes conclusiones. La primera es que la materialización de lo
prometido depende de la obediencia incondicional del pueblo de Dios. Lo triste del libro

16
es que la conquista quedó lejos de completarse, que la transigencia y la comodidad se
impusieron y que muchos de los habitantes de la tierra nunca fueron expulsados. La
misma incredulidad y falta de fe que impidieron su entrada en la tierra cuarenta años
antes, aparecieron en la siguiente generación en su reticencia a seguir luchando por la
conquista total tras las primeras victorias. De la generación del éxodo se dice: “No
pudieron entrar a causa de su incredulidad” (He. 3:19), pero, por extensión,
exactamente la misma debilidad fue manifestada en sus descendientes.
Sin embargo, existe otra razón más teológica, sobre la que Juan Calvino llama la
atención al principio de su comentario sobre Josué. Atribuye su incapacidad de llevar la
conquista hasta estas fronteras a la pereza, que era producto de su incredulidad. Se
negaron a apropiarse de la liberalidad que Dios les estaba ofreciendo. De hecho, la
materialización total de lo prometido por Dios tuvo que esperar a la venida del Mesías
para completarse. Del mismo modo que Cristo ofrece un reposo superior al conseguido
por Josué, también ofrece un reino más glorioso en su dimensión de lo que ningún
imperio ha sido o podría ser. Esa gran extensión de tierra habría pertenecido a Israel si
la nación hubiese aceptado el desafío con fe y obediencia, pero sabemos como ellos lo
que es conformarse con lo asequible y, sin duda, perder la inmensa amplitud de la
gracia potencial de Dios. Él nunca disminuye su poder ni agota sus propósitos. Por
tanto, la verdad es que ninguno de nosotros consigue menos de él y de sus bendiciones
prometidas de lo que desea realmente.

La conquista (v. 5a)


La promesa del versículo 5a es particularmente personal para Josué. Es un
compromiso de que el ilimitado poder divino vencerá a toda oposición meramente
humana, y, por tanto, transitoria y mortal. Ningún hombre puede enfrentarse a Dios.
Sin embargo, considerando la perspectiva que Josué tenía por delante, los
innumerables grupos tribales y ciudades-Estado que ocupaban la tierra, su seguridad y
riqueza, su innovadora tecnología y sus poderosas máquinas de guerra, se le podía
perdonar por pensar que era una “misión imposible”. No obstante, con las promesas de
Dios, estaba más que plenamente preparado para cumplir los propósitos del Señor. Las
analogías con nuestros retos actuales son asombrosas. Las ciudadelas del materialismo
ateo y la psicología reduccionista parecen inexpugnables. De hecho, lo son para los
seres humanos, pero “si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Ro.
8:31). La respuesta es que existen muchos enemigos, tribulación, angustia, persecución,
hambre, desnudez, peligro y espada, por nombrar unos pocos (Ro. 8:35). Sin embargo,
“en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”
(Ro. 8:37). Nada puede separar a su pueblo del amor de Jesús. Y nada puede
interponerse en el camino del cumplimiento de sus propósitos. En palabras de Horatius
Bonar (1808–1889) en su himno “Bendito nuestro Dios”:
¡Bendito sea Dios, el Dios nuestro,
que por nosotros entregó a su Hijo amado,

17
regalo de regalos, todos los demás dones en uno!
¡Bendito sea Dios, el Dios nuestro!
¿Quién nos condenará ahora?
Si Cristo murió, resucitó y ascendió a lo alto,
a rogar por nosotros a la diestra de amor,
¿quién nos condenará ahora?
¡Nuestra es la victoria!
En poder salió a defendernos el poderoso;
por nosotros peleó y el triunfo logró:
¡Nuestra es la victoria!
(Traducción libre)

La presencia (v. 5b)


Esta es la mayor promesa de todas, que afianza lo que el Señor ha dicho. Cuando
Dios amenazó con retirar su presencia de su pueblo, tras el incidente del becerro de
oro, Moisés suplicó de forma elocuente y persuasiva diciendo que si Dios abandonaba a
su pueblo este perdería todo aquello que lo hacía diferente (Éx. 33:12–16). Eso es lo
que convertía en único a Israel. Y ahora Dios garantiza a Josué que esta bendición
también será suya. Nunca lo dejará ni lo abandonará, una seguridad que también es
válida para nosotros, sellada con la sangre de la cruz de Cristo. Saber que el Señor está
más comprometido con su pueblo de lo que este pueda estarlo nunca con él nos da una
fuerza maravillosa. “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo” (Mt. 28:20) sigue siendo la promesa de Cristo a su iglesia misionera.

Con mandatos (vv. 6–9)


Valentía personal
Solo demostramos que realmente creemos las promesas de Dios cuando
empezamos a obedecer sus mandatos. Dios exhorta, pues, a su agente en tres
ocasiones más a ser “fuerte y (muy) valiente” (vv. 6, 7, 9). Al final del capítulo (v. 18),
incluso el pueblo le está dedicando estas mismas palabras. Sin duda, Josué no es un
héroe omnipotente. El mismo mandato ya se había emitido tres veces en
Deuteronomio. Y ahora, a orillas del Jordán, no sería de extrañar que sus rodillas
estuviesen temblando y que el pueblo fuese consciente de ello. Ya no está Moisés para
sostenerlo cuando caiga. El premio que tiene por delante es bueno y glorioso, una tierra
que fluye leche y miel, pero la perspectiva de luchar realmente con un ejército casi sin
preparación, contra los cananeos, era aterradora. Además, Josué conocía muy bien las
debilidades y la inconstancia de su pueblo. ¡Incluso Dios había hablado de rendirse! Por
tanto, no podemos reivindicar superioridad alguna de Josué en estos versículos, como si
no hubiese necesitado las repetidas exhortaciones. Lo que tendemos a ver con

18
frecuencia como una valentía natural es, quizá, en el análisis definitivo, una disciplina
personal que decide vencer nuestro miedo natural a fin de obtener un bien mayor. “Tú
darás a este pueblo posesión de la tierra” (v. 6) es la promesa, que genera la valentía
para obedecer.
Fe personal
Sin embargo, aunque sin duda la voluntad está involucrada, la valentía que Dios
pide a Josué es de origen divino, generada por la palabra del Señor. En la economía de
Dios no existen imperativos sin indicativos, mandatos sin enseñanza sobre cómo
pueden obedecerse estos y lo que significa confiar activamente en las promesas de
Dios. Aquí no hay excepciones. El versículo 7 nos dice que la fuerza y la valentía
dependen directamente de la esmerada y detallada obediencia de la palabra escrita de
Yahvé, en la ley dada a Moisés. Josué debe ponerse bajo la autoridad de Dios, mediada
por su palabra escrita, tal como lo está cada creyente que ha pasado a ser destinatario
de la revelación directa por medio de los escritores bíblicos. En este sentido, Josué
lucha con nosotros y por nosotros cuando afrontamos las batallas espirituales y desafíos
de nuestro momento en la historia.
Nótese cómo es esta fe personal: una entrega inquebrantable a practicar
detalladamente todo lo que Dios ha mandado. Ese tipo de obediencia mantiene
abiertos los canales de la gracia, de forma que los objetivos se logran, los ministerios
son efectivos y los propósitos de Dios se cumplen. A su vez, ello implica una relación
profunda y pormenorizada con el contenido de la revelación del Señor. Esta debe ser
objeto de la meditación de Josué día y noche (v. 8). No significa que no hiciese otra cosa
que estudiar la ley de Dios; era un hombre de acción y energía inmensas. Nada se
excluye del amplio hebraísmo “día y noche”; significa que no hay un solo momento, una
sola decisión que se deba tomar, en que el libro de Dios no lleve las riendas. Se debe
leer constantemente en voz alta a Josué y a los demás, practicarse y recordarlo de
continuo, obedeciéndolo en una acción meticulosa y entusiasta (v. 8). La obediencia
inquebrantable e incondicional de la voluntad del Señor garantiza prosperidad y éxito,
algo que nada tiene que ver con el tamaño de la cuenta bancaria de Josué y sí con que
se cumplan los propósitos del Dios vivo. La misión imposible pasará entonces a ser una
misión cumplida.
Si ese era el caso cuando sólo se habían escrito cinco de los sesenta y seis libros de
la Biblia, ¿cuánto más debe serlo para los creyentes cristianos que han recibido la
revelación plena y completa? Sin embargo, en medio de toda la confusión y el debate
sobre cómo debe afrontar la iglesia contemporánea los desafíos de esta generación,
¡cuán poco oímos acerca de lo importante que es obedecer diaria, disciplinada y
minuciosamente todo lo que el Señor ha hablado en su palabra de verdad! La búsqueda
de lo temerario y lo inusual, por medio de visiones, sueños y “profecías”, ha ocupado el
lugar principal en muchas congregaciones de hoy. Se nos dice que la enseñanza bíblica
está anticuada, desfasada, que es aburrida y poco efectiva. Sin embargo, “la fe viene del
oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Ro. 10:17). Sin esa palabra, no existirá fe

19
duradera. Sin fe, no habrá obediencia. Sin obediencia, no se producirá un cambio
fundamental ni un avance del evangelio. Aceptar alternativas a la centralidad de las
Escrituras, en la iglesia y en el cristiano, provocando miedo y desánimo, es algo que Dios
le prohíbe a Josué en el versículo 9. Tales opciones no son difíciles de encontrar en la
iglesia occidental, ya que las principales denominaciones siguen volviendo la espalda a
la Palabra revelada de Dios y formalizando un acuerdo de transigencia con el mundo
pecador.

Acción personal
Si Dios ha mostrado bondadosamente a su pueblo cómo debe vivir en relación a él,
entonces la obediencia activa, y no el mero consentimiento intelectual, constituye la
única forma de recibir su bien. Si queremos conocer las promesas divinas en la práctica
y experimentar su creciente potencial en nuestra vida, debemos obedecer los mandatos
del Señor. De eso mismo trata la vida de fe. Las promesas de Dios son términos
incondicionales de su propio compromiso, pero su disfrute depende de nuestra
minuciosa obediencia, y eso significa tener fe, la cual se manifiesta en obras (Stg.
2:21–26). Supón que te dan un cheque de 1000 euros. Es incondicional. Lleva la firma
de la persona que lo ha extendido. Tiene el dinero que lo cubre en su cuenta. Todo está
ahí, sin condición vinculada alguna, excepto que actúes con fe y vayas al banco a
hacerlo efectivo. Cuando crees que todo es legítimo y auténtico, entras en la promesa
cobrando el cheque, con lo que el dinero pasa a ser tuyo. Sin embargo, no obtienes el
beneficio de los 1000 euros si enmarcas el cheque, lo cuelgas en la pared y lo miras de
vez en cuando.
De forma parecida, no debemos relajarnos en nuestro discipulado cristiano
escuchando la Palabra de Dios sin actuar de acuerdo a ella. Todo lo que ocurrirá es que
nuestros corazones se endurecerán (Sal. 95:7ss.). Conocer a Dios y caminar con él exige
fe y una disposición a obrar dentro de los términos del contrato o acuerdo. Y hemos
visto que estos son la confianza y la obediencia. Martín Lutero solía definir la fe como si
se dijese: “Sí, esto es para mí”. Esta es la lección que se nos enseña aquí, como a Josué.
Dios nos llama a decir sí a sus recursos, su gracia y su poder, su presencia continua, a
apropiarnos de ellos hasta el punto exacto de nuestra necesidad consciente. Esa es la
fuente de la fuerza y la valentía. “Fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza”
(Ef. 6:10). “Fortalécete en la gracia que hay en Cristo Jesús” (2 Ti. 2:1). “Todo lo puedo
en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13).
La fe responde a la promesa con acción. Puedo seguir adelante por medio de Cristo.
Él es la dinámica, la energía, y me llevará donde él quiera que yo esté, si confío en él. La
fe no tiene miedo ni se rinde. No subestima al enemigo ni se relaja, sino que vigila y ora:
“Señor, ayúdame ahora. Dame tu valentía, tu fuerza para ayudarme en este tiempo de
necesidad”. ¡Es fe en Cristo tal como se revela en su Palabra, no fe en la fe! Incluso las
congregaciones que siguen la buena enseñanza deben tener cuidado con un
intelectualismo teológicamente preciso y exacto, pero que no se traduce nunca en una
obediencia activa, costosa y totalmente dependiente de Dios.
20
Josué comisiona a Israel (1:10–18)
La primera señal de la fe y de la obediencia activas de Josué aparece en su confianza
incuestionable en la palabra de Dios al pueblo, a través de sus líderes tribales en los
versículos 10 y 11. Las instrucciones son muy prácticas y todos deben involucrarse.
Tienen que preparar comida para cruzar, porque dentro de tres días entrarán en la
tierra para tomar posesión de ella. Probablemente, en ese momento Josué no conoce
con detalle cómo conseguirán pasar al otro lado. Sin duda sabía lo que nosotros, los
lectores, no conocemos hasta 3:15: que el río “se desborda por todas sus riberas todos
los días de la cosecha”. Otro ingrediente imposible en una comisión cada vez más
aterradora. Pero la promesa lleva las riendas. Es “la tierra que el Señor vuestro Dios os
da en posesión” (1:11). Si Yahvé dice que ahora es el momento de ir adelante y cruzar el
río, ¡lo es!
La parte final del capítulo habla de las instrucciones especiales de Josué a las dos
tribus y media que se asentarán al este del Jordán, en las tierras arrebatadas a Sehón y
a Og, reyes de los moabitas (véase Nm. 21:21–35). Moisés les había dado permiso para
ocupar esa región de buenos pastos, ya que aceptaron sumar sus fuerzas a las de las
demás tribus cuando invadiesen Canaán (Nm. 32). Ese acuerdo registrado, del que
Josué y Eleazar fueron testigos, es el que el líder les recuerda ahora. Sus familias podían
quedar atrás, en la tierra que acabaría llamándose Galaad, pero sus guerreros deben
comprometerse con la conquista (Jos. 1:14).
Los tres últimos versículos del capítulo subrayan para nosotros que Dios ya está
cumpliendo sus promesas a Josué. No hay oposición a su liderazgo, tal como se
promete en el versículo 5a, ni rastro alguno de resentimiento en el traspaso del mismo.
De hecho, no solo confirman su lealtad incuestionable a Josué como nuevo líder, sino
que incluso están de acuerdo en que cualquiera que se rebele contra sus órdenes sea
ejecutado (v. 18). Sin embargo, existen dos condiciones, introducidas por las palabras
“con tal que” y “solamente”. En el versículo 17 leemos: “con tal que el Señor tu Dios
esté contigo”. En el 18: “solamente sé fuerte y valiente”. La primera se cubre con fe en
las promesas de Dios ya expresadas, y la segunda con el compromiso de Josué de
hacerlo todo según la palabra de Dios. Las mismas concluyen un comienzo muy propicio
del ministerio de Josué. El Señor está con él. El pueblo está con él. Los planes para
cruzar el río ya están en marcha y pronto llegarán a Jericó, la ciudad fortificada que
protege la entrada a la tierra de la promesa. Dios mismo guía y orquesta todos los
movimientos. Él es el personaje principal de este capítulo, así como de toda la empresa
que el libro continuará describiendo.
Por supuesto, no somos Josué y no podemos ponernos exactamente en su lugar. Sin
embargo, cuando Jesús actúa como mediador para nosotros —su pueblo rescatado—,
la mente y la voluntad del Padre invisible, nos vemos en una posición parecida por
medio de su enseñanza, dependiendo de la palabra de Dios para guiarnos y llamados a
una vida de fe y obediencia. Todos sabemos lo que es necesitar valentía para afrontar
un futuro desconocido y fe en las promesas del Señor para generar obediencia a sus
21
mandatos. Lo que me impacta en este capítulo es la urgencia divina por todo ello. Este
día ha tardado mucho en llegar, pero cuando amanece no hay tiempo que perder.
Nuestro problema es que, con frecuencia, somos incapaces de actuar como sabemos
que deberíamos hacerlo, porque no creemos lo suficientemente como para lanzarnos
por la simple palabra de nuestro Dios prometedor. No obstante, nada puede ser más
cierto o seguro. No estoy hablando de ideas brillantes que se nos hayan ocurrido o
nociones que nos guste contemplar, sino de una clara palabra de Dios de las Escrituras.
Cuando él aplica su palabra a nuestra vida con respecto a algo que nos está llamando a
llevar a cabo, debemos empezar a hacerlo tan pronto como podamos, en la fuerza que
él nos suministra. Nuestra tentación es esperar y pedir más luz, sin actuar en la que él
ya nos ha dado. Todo lo que tengo que hacer para que mi corazón se endurezca,
después de que Dios haya hablado su palabra es… ¡nada! Cualquier progreso en nuestro
discipulado comienza con el Señor hablando con claridad (y a menudo persistencia) a
través de las Escrituras, mandando y prometiendo. Seguidamente, su Espíritu aplica esa
palabra de verdad de forma tan relevante y potente que no podemos escapar a su
exigencia. Este es el propósito de la comisión de Dios: una vida que confíe y obedezca,
es decir, una vida que él pueda utilizar.

Dentro del territorio enemigo


Josué 2:1–24

Se dice a menudo que los Estados Unidos y el Reino Unido son dos naciones
divididas por una lengua común. En realidad, las diferencias culturales son más
profundas que su delineación lingüística, y las presuposiciones, sin duda no articuladas
y a menudo ni siquiera pensadas, dictan que creemos estar oyendo lo que pensamos
que estamos diciendo. Sin embargo, cuando las culturas son diametralmente
diferentes, cuando no sólo el vocabulario sino la propia actitud del otro lado son
desconcertantemente opacos, necesitamos un testimonio de primera mano sobre lo
que está aconteciendo realmente, así como una interpretación de lo que se está
suponiendo. Hablemos de los dos espías del versículo 1.
Josué se enfrenta a un dilema. Con su base aún en Sitim (una palabra hebrea para la
madera procedente de las acacias), donde Israel había sucumbido ante la idolatría y la
inmoralidad con Baal Peor y sus devotos moabitas (Nm. 25:1ss), el líder es consciente
de que al otro lado del Jordán se encuentra la ciudad de Jericó, amurallada y defendida,
como un centinela que impedirá el paso de Israel a la tierra. Hasta ahora no tiene
preparada estrategia alguna para su conquista. Dispone de la garantía divina de que
Dios les entregará, sin duda alguna, “todo lugar que pise la planta de vuestro pie… tal

22
como dije a Moisés” (Jos. 1:3), pero no da instrucciones acerca de cómo derrotar a
Jericó. Así pues, actuando como el buen general en que se está convirtiendo, hace
como Moisés y envía espías (no doce, sino dos) en una misión de reconocimiento de la
tierra, “especialmente Jericó”, el desafío número uno. Esto es sabiduría y no falta de fe,
algo de lo que algunos le acusan.
Consideremos la situación. Jericó es una plaza fuerte con tropas entrenadas en su
interior. En primer lugar, Israel debe cruzar el Jordán en época de crecida, para
enfrentarse seguidamente a una ciudad aparentemente inexpugnable. Su posición será
extremadamente vulnerable, un enemigo delante de ellos y un río desbordado detrás.
En ausencia de instrucción divina, Josué está actuando de forma responsable al enviar
sus espías. Está utilizando los medios que tiene a su disposición. Su conducta no es poco
espiritual. De hecho, orar sin utilizar los medios que Dios nos ha dado es casi tan necio
como hacer uso de ellos sin orar. Ambos aspectos deben combinarse en todas nuestras
batallas. Israel aprendió esta lección a lo largo de su historia, finalmente englobada en
el Salmo 126, un salmo posexílico que celebra el regreso de los cautivos a Sion. La
situación se afronta con oración: “Haz volver, Señor, a nuestros cautivos, como las
corrientes en el sur” (Sal. 126:4) —no obstante, esto debe ir acompañado por una
acción entregada—; “Los que siembran con lágrimas, segarán con gritos de júbilo” (Sal.
126:5). Orar y sembrar van de la mano. Así pues, el sentido común con el que Josué
enfoca aquí la situación es una prueba de su gran fe en las promesas de Dios y no al
contrario.

La elección improbable de Dios


El centro de atención pasa entonces a ser Jericó, y especialmente una de sus
ciudadanas, Rahab, una ramera (v. 1), en cuya casa entran los espías. Algunos
comentaristas y traducciones la definen como una “mesonera”, siguiendo la insistencia
rabínica posterior en que los judíos la tratasen con reverencia. El comentario de Calvino
es típicamente directo: “Es práctica habitual entre los rabinos [sic] preocuparse por el
honor de su nación y retorcer presuntuosamente las Escrituras para dar un giro
diferente con sus ficciones a cualquier cosa que no parezca respetable”. No hay duda de
que el Nuevo Testamento muestra un gran respeto por Rahab, considerándola una
mujer de fe en Hebreos 11:31 y Santiago 2:25, pero ambos versículos se refieren a ella
como prostituta. Su rescate glorifica más a Dios que cualquier intento de blanquear su
conducta. La idea es que una mujer pagana e inmoral nunca habría sido considerada
candidata a la gracia salvadora del Señor en medio del juicio que él iba a infligir a su
ciudad. Sin embargo, ella y su familia son los únicos rescatados cuando se destruye
Jericó, un ejemplo de la compasión y la misericordia divinas en respuesta a la fe.
Además, no solo se salvan y pasan a formar parte de la comunidad del pacto, sino que
se les concede un lugar de honor en la genealogía del Señor Jesucristo (Mt. 1:5).
Esta es una de las grandes historias de salvación del Antiguo Testamento. En un
principio, todo está en contra de Rahab. No tiene antecedentes familiares de
conocimiento del Dios viviente. Vive como pagana en una ciudad totalmente idólatra.
23
Es conocida como ramera, y su día a día constituye una ofensa continua a Dios. La Biblia
no dice que este sea el peor de los pecados, porque no se ocupa de hacer valoraciones
comparativas de los mismos, como algunos cristianos parecen hacer. Sin embargo,
considera sin duda que el pecado aparta al pecador de un Dios santo, convirtiendo a
cada ser humano (porque todos somos pecadores) objeto de la condenación y el justo
juicio de Dios. No obstante, esta es la mujer que el Señor decide rescatar por medio de
lo que parece una secuencia de circunstancias casi accidentales. Ella recibe a los espías
y los esconde de los investigadores del rey (vv. 2–4). Los primeros parecen ser bastante
ineptos ya que los descubren tan pronto como entran en la ciudad (v. 2), pero los
segundos son igualmente ingenuos ya que las mentiras de Rahab los llevan a seguir una
pista falsa (vv. 4–7), mientras su presa se encuentra en todo momento bajo los tallos de
lino en el tejado de la vivienda de la mujer.
No hay duda de que Rahab no es un gran ejemplo de honestidad al hablar. Declara
no saber nada de los espías y engaña deliberadamente a los perseguidores con soltura y
sin remordimientos. Después de todo, es una mujer pagana. Sin embargo, no sorprende
que estos versículos hayan suscitado un debate ético considerable que David M.
Howard trata detalladamente en su valioso comentario. En el texto, no se condenan sus
mentiras ni tampoco se alaban. La narración no enseña que mentir sea justificable o
que el fin justifique los medios. Rahab parece haberse visto atrapada en una decisión
moral en la que ambas opciones implicarían pecar. Podía descubrir a los espías y, casi
sin duda, provocar su ejecución, o podía alegar que desconocía su paradero, algo
claramente falso. Una mentira es una distorsión o negación de la verdad con la
intención de engañar, y eso fue claramente lo que hizo Rahab. Es probable que lo
hiciese de una forma bastante natural ya que, como nosotros, era un ser humano caído
que vivía en un mundo caído, algo que debemos recordar cuando nos disponemos a
señalar con el dedo.
Rahab tuvo que escoger el mal menor, y, en su caso, esto significaba mentir para
salvar la vida de los espías. Por supuesto, este hecho vino motivado por su creciente
conciencia espiritual, como muestran los versículos siguientes, pero ello no la exonera
de su pecado. Todo falso testimonio provoca el juicio de Dios, que es la Verdad. Por
tanto, no podemos decir que el Señor la salvase porque ella hiciera lo propio con los
espías. Como señala Santiago, esta estrategia de alto riesgo constituyó las “obras” que
demostraron la realidad de su fe (Stg. 2:25). Sin embargo, esta fue la que la salvó junto
a su familia. Dios no necesitaba la mentira de Rahab para proteger la vida de sus
hombres. De haber dicho ella la verdad, el Señor habría obrado de otra forma para
salvar a los espías, como el resto de la Biblia ilustra con frecuencia. Dios es totalmente
capaz de confundir y redirigir a aquellos que buscan abortar sus propósitos. Sin
embargo, solo estamos especulando. Rahab estaba siendo ella misma. Mentir era algo
natural para ella, como lo es para cada pecador. Nadie hubiese imaginado que pudiera
llegar a ser el objeto de la gracia salvadora divina, pero su historia es una prueba
maravillosa de que nadie se encuentra fuera del alcance de la misericordia de Dios.

24
La improbable fe de Rahab
Indudablemente, este maravilloso capítulo centra la atención en la asombrosa
confesión de Rahab en los versículos 9–11. Este discurso revela una situación que ni
siquiera el israelita más optimista hubiese imaginado. Jericó, la barrera imposible de
superar para el pueblo de Dios, es en realidad un enemigo derrotado. Antes de que los
primeros pies toquen el Jordán para llevar al pueblo a la tierra, el corazón de los
habitantes de la ciudad tiembla de miedo (v. 9). El agente de esa derrota es el rumor de
lo que Dios ya ha hecho por su pueblo y cómo esto revela su carácter. Observemos el
testimonio de Rahab: “Sé que el Señor [Yahvé, el nombre de Dios en el pacto] os ha
dado la tierra” (v. 9). ¿Cómo lo sabe? Por lo que tanto ella como sus conciudadanos han
oído (v. 10) sobre el éxodo de Egipto, la travesía milagrosa del mar Rojo y la destrucción
de Sehón y Og. Eso es lo que provocó que los corazones desfalleciesen en Jericó y
decayese el ánimo. Sin embargo, hay otro factor implicado además de los éxitos y las
victorias militares del pasado, al menos en el caso de Rahab. Ella no encuentra el origen
de estos acontecimientos en ninguna superioridad inherente de los hijos de Abraham,
sino en la realidad que confiesa en el versículo 11: “El Señor vuestro Dios, él es Dios
arriba en los cielos y abajo en la tierra”. Para Rahab, no existe lugar alguno en el que
Dios no sea Dios, incluida Jericó.
La verdad de quién es Dios y de lo que ha hecho por su pueblo ya ha penetrado en
Jericó y, cuando la palabra del Señor entra en territorio enemigo, solo existen dos
reacciones posibles: fe en la grandeza de Dios que provoca una confianza total en su
misericordia (vv. 12, 13), o miedo, que decide resistirse a la supremacía del Señor,
desafía su voluntad y lucha contra sus propósitos. Encontraremos el mismo patrón al
menos en otras tres ocasiones en el libro. Se utiliza el mismo lenguaje en 5:1, en
relación a “los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán hacia el
occidente, y todos los reyes de los cananeos que estaban junto al mar”. En 9:24, el
engaño gabaonita se explica con idéntico mecanismo. De nuevo en 10:1, 2, Adonisedec,
rey de Jerusalén, reacciona de la misma forma a las noticias de lo que Dios ha realizado
en Jericó y Hai. Los hechos poderosos del Señor en la historia de Israel siempre sirven
para revelar el carácter del Dios de la nación, y una vez que se es consciente de la
singularidad de su autoridad soberana y su poder sobre toda la creación, la respuesta
solo puede ser sumisión o resistencia. La neutralidad es imposible frente a los
propósitos divinos.
Por supuesto, esta idea tiene vigencia actualmente. Los ataques contemporáneos
contra la razonabilidad de la creencia cristiana dependen, a menudo, de la ignorancia
de las evidencias históricas de la revelación bíblica, especialmente en relación con la
encarnación, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesucristo. Si el cristianismo
puede reducirse a una especulación religiosa o a un código ético, será fácilmente
desechable, lo que explica las críticas destructivas en los últimos ciento cincuenta años
contra lo sobrenatural y lo histórico de la Biblia, un fenómeno que ha vaciado las

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iglesias del mundo occidental. Sin embargo, la revelación bíblica es gloriosa y
obstinadamente histórica, algo que nunca debemos cansarnos de afirmar. La siguiente
declaración es histórica: “El Verbo se hizo carne, y habitó [literalmente, erigió su tienda]
entre nosotros” (Jn. 1:14). Sin duda, contiene una explicación del acontecimiento que
se puede rebatir, pero la existencia factual de Jesús de Nazaret en las páginas de la
historia no admite discusión. Negarse a reconocer que Jesucristo es Señor no conduce a
la neutralidad; en última instancia, conduce a un miedo que expande las llamas del
rechazo y la resistencia.
Rahab no tiene otra explicación del asombroso acontecimiento del éxodo y de todo
lo que fluyó de él, aunque parezca la candidata más improbable a abrazar la fe en el
Dios de Israel y se sienta totalmente sola entre sus conciudadanos de Jericó. La
auténtica fuerza histórica de lo que Dios ha hecho, y hará todavía, genera dentro de ella
la fe que está preparada para arriesgar la vida a fin de salvarla junto a la de su familia
(vv. 12, 13). Está dispuesta a aislarse de sus antecedentes, a arriesgarse a que la acusen
de traidora, a hacer todo lo posible a fin de ayudar a los espías, debido a su nueva fe
leal en el único y verdadero Dios viviente. Todo su futuro depende ahora de ese Dios; se
rinde a su misericordia y a la fidelidad de sus representantes (v. 14). Como es él quien
está entregando la tierra a su pueblo, ellos imitarán su carácter fiel en la forma de
tratar a esta nueva conversa y sus parientes.

La prueba de fe improbable de Rahab


El rescate final de Rahab no sólo depende de su confesión de fe inicial, que la lleva a
buscar la misericordia de Dios, sino en su obediencia posterior a las instrucciones que
los espías le dan acerca del cordón de hilo escarlata (v. 18). Por esta razón resulta ser un
atractivo ejemplo para Santiago, que la menciona en su epístola del Nuevo Testamento.
En ese pasaje fundamental sobre la fe y las obras (Stg. 2:14–16), el apóstol declara en
varias ocasiones su indivisibilidad. “La fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta”
(Stg. 2:17). “Yo te mostraré mi fe por mis obras” (Stg. 2:18). En el caso de Abraham, “la
fe actuaba juntamente con sus obras, y como resultado de las obras, la fe fue
perfeccionada” (Stg. 2:22), por haber estado dispuesto a ofrecer a su hijo Isaac.
“Vosotros veis que el hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe” (Stg. 2:24).
“La fe sin las obras está muerta” (Stg. 2:26). Rahab es el otro ejemplo que Santiago
utiliza para su principio de la “fe revelada en las acciones”. Su principal acto importante
es su provisión para los espías y su protección, pero la vida de fe siempre debe
expresarse en la obediencia activa. De hecho, la obediencia a lo que Dios manda es la
única confirmación fiable de la creencia en lo que él provee.
La obligación que los espías le imponen es colgar un cordón escarlata de la ventana,
por la cual se descolgarán para escapar de la ciudad, ya que “su casa estaba en la
muralla de la ciudad” (v. 15). Parece poco probable que utilizasen el mismo para la
huida ya que el versículo 18 hace referencia a este como “este cordón de hilo
escarlata”, dando a entender que los espías lo entregaron a Rahab. También se
emplean palabras hebreas diferentes para “cuerda” en el versículo 15 y “cordón” en el
26
18. Woudstra sugiere que lo llevarían con ellos, ya que “probablemente iban
preparados para diversas eventualidades”. La razón es práctica. Las fuerzas israelitas
esperaban atacar la ciudad con el asedio y el lanzamiento de proyectiles, por lo que
necesitarían identificar claramente la casa cuyos ocupantes debían salvar. Se
mantendrán fieles a su promesa de rescate ya que Rahab respeta los términos del
acuerdo, reuniendo a toda su familia en la casa señalada con el cordón escarlata (vv.
17–20). Ella acepta las condiciones; los espías escapan por la ventana, bajando por el
muro de la ciudad y refugiándose en las colinas (v. 21). El cordón sigue atado a la
ventana.
Muchos comentaristas han visto el cordón escarlata como una réplica de la
liberación de Israel de Egipto por parte de Dios. Volviendo a Éxodo 12, las únicas casas
salvadas del juicio de la muerte de los primogénitos, cuando el Señor pasó por la tierra,
fueron aquellas en que la protección del cordero de la Pascua se puso de manifiesto con
su sangre aplicada en el dintel de la puerta. “La sangre os será por señal [en lugar de
vosotros] en las casas donde estéis; y cuando yo vea la sangre pasaré sobre vosotros…”
(Éx. 12:13). El color escarlata del cordón de Rahab se ha entendido, en ocasiones, como
ilustración de que la salvación solo es posible por medio de la sangre del sacrificio,
proyectándose hacia el futuro hasta la realidad neotestamentaria del rescate
exclusivamente por medio de la sangre de Cristo derramada en la cruz. Si analizamos
detenidamente la unidad de los sesenta y seis libros de las Escrituras, identificamos
claramente patrones o tipos recurrentes de los tratos de Dios con su pueblo en
diferentes etapas de la historia redentora. El peligro es que las conexiones sean
imaginarias y fantasiosas en lugar de reales, pasando a ser una imposición sobre el
pasaje y no una exposición de su significado. En este caso, el color por sí solo parecería
una base débil sobre la cual justificar un vínculo tipológico con la cruz. Sin embargo, el
principio de obediencia como expresión externa de una fe interna, y aún más la
dependencia de la misericordia de Dios como garantía de salvación son, sin duda,
principios vigentes en el Nuevo Testamento, como ya hemos comprobado en Santiago.
A Rahab debió de parecerle extraño tener que colgar un cordón rojo en su ventana,
pero lo hizo porque simbolizaba su fe en Yahvé, el Dios de Israel, y su obediencia a él, y
no porque el objeto en sí tuviese otro poder aparte de constituir una señal de
realidades invisibles. Tal vez el recordatorio útil para nosotros sea entender que es
necesario seguir confiando y obedeciendo incluso cuando no podamos comprender por
qué hacerlo en ciertos términos o cómo se desarrollarán los acontecimientos. Para el
creyente cristiano, esa misma misericordia divina se nos transmite por medio de la
muerte de Cristo en la cruz como nuestro cordero pascual, bajo cuya sangre
encontramos refugio de la justa ira del Señor (1 Co. 5:7). Sin embargo, la cruz sigue
siendo la piedra de tropiezo, la locura que era para los griegos y los judíos de la
sofisticada Corinto del siglo I (1 Co. 1:23). “Porque la palabra de la cruz es necedad para
los que se pierden, pero para nosotros los salvos es poder de Dios” (1 Co. 1:18). Este es
el importante asunto que nos presenta la narración sobre Rahab.
El capítulo termina (vv. 22–24) donde empezó, con los espías. El plan para confundir
a sus perseguidores tiene éxito, al igual que su paso al otro lado del Jordán. Su informe
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posterior es triunfante: “Ciertamente, el Señor ha entregado toda la tierra en nuestras
manos, y además, todos los habitantes de la tierra se han acobardado ante nosotros”
(v. 24). Resulta chocante el contraste con la negatividad de los diez espías y su informe
en Números 13: vinimos, vimos, no podemos. ¡Qué diferente ahora y qué parecido con
la información que Caleb y Josué dieron a Moisés! Estos dos espías no habían viajado
mucho por la tierra ni visitado sus asentamientos. Más bien, estaban convencidos de
que si Dios era capaz de hacer eso en Jericó, no habría límites para lo que podría
conseguir en el resto de la tierra. Es una buena lección que este fabuloso capítulo nos
deja. Como iglesia de Jesucristo, nunca somos tan fuertes como cuando reconocemos la
gracia soberana de Dios y nos regocijamos en ella.
Si Dios puede rescatar a Rahab, nadie se encuentra fuera de su alcance o
preocupación. Él no hace distinción de personas. Este hecho debería enseñarnos a no
etiquetar a nuestra familia, amigos y conocidos no creyentes según cómo creamos que
reaccionarán probablemente a las buenas nuevas de gracia. Dios está obrando entre
bambalinas. La ciudad de Jericó se presentaba como un hueso duro de roer, pero en su
interior ya estaba hecha pedazos. Por tanto, nunca deberíamos dar por perdido a
alguien por sus antecedentes o sus hechos. El Señor se deleita salvando pecadores. “El
Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). “Este
recibe a los pecadores y come con ellos” (Lc. 15:2). No debemos caer en la mentira de
que el cristianismo es para unas pocas personas que tienen una vena religiosa en su
personalidad inadecuada. La verdad de Dios es para todo hombre y toda mujer, todos
ellos creados a su imagen, todos ellos necesitados de su redención y restauración. No
existe una vida tan insensible que la gracia de Dios no pueda tocar con su poder
transformador. Pero tampoco debemos imaginar jamás que la oposición sea invencible.
La palabra de Dios puede entrar en el territorio ocupado por el enemigo, y, cuando
comienza a obrar, las ciudades fortificadas se vuelven vulnerables. La fuerza dinámica
se encuentra en el poder del Espíritu Santo que lleva la palabra de Dios y penetra en la
mente y el corazón de forma que la persona no puede escapar de la verdad del Señor,
siendo la fe y el miedo las dos únicas consecuencias posibles.
Este capítulo constituye una llamada contundente a tener confianza en la
misericordia y la gracia de nuestro Dios, en el evangelio de sus actos de salvación.
Cuando este aspecto se encuentra profundamente arraigado en nosotros, oraremos y
esperaremos que Dios obre, no una cosa u otra, sino ambas. Significa que otorgaremos
peso a la palabra del Señor por encima de todos los demás factores humanos. En
nuestra cultura dominada por la técnica, no carecemos de análisis sociológicos sobre
por qué el cristianismo está en decadencia en el mundo occidental del siglo XXI. Tales
diagnósticos pueden ayudar en gran manera, pero no suministran un remedio. La
respuesta se encuentra en la Palabra de Dios en las manos del Espíritu Santo y en la
obediencia en oración del pueblo de Dios. No existe razón para que la Palabra de Dios
no “se extienda rápidamente y sea glorificada” en la actualidad (2 Ts. 3:1). El Señor ha
conquistado muchas Jericós a lo largo de los siglos y ha transformado situaciones por
completo. Es capaz de hacerlo de nuevo. Quizá esté esperando que nosotros, su pueblo,
demostremos nuestra fe en obediencia y confianza mediante la oración dependiente.
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Sin embargo, no hay duda de que Dios obra poderosamente en todo el planeta. “En
todo el mundo [el evangelio] está dando fruto constantemente y creciendo” (Col. 1:6).
Él está rescatando Rahabs y sus familiares, destruyendo las fortalezas de Satanás,
llamando a toda persona que desee venir y refugiarse bajo la provisión de la muerte en
sacrificio de su Hijo sobre la cruz.

Maravillas entre vosotros


Josué 3:1–17

El título de este capítulo es una cita del versículo 5, donde Josué llama al pueblo a
una consagración renovada “porque mañana el Señor hará maravillas entre vosotros”.
La NVI traduce “grandes prodigios”. Literalmente, son “cosas ante las que asombrarse”.
Todo ello nos ayuda a captar el espíritu del capítulo en el sentido de asombro y
sobrecogimiento por la forma en que Dios provee un camino a través del Jordán, para
que su pueblo entre en la tierra. Este acontecimiento es fundamental en la historia de
Israel y se ve en la promesa hecha a Abram mucho tiempo atrás: “A tu descendencia
daré esta tierra” (Gn. 12:7). Ahora, por fin se dirigen hacia su cumplimiento. Es,
asimismo, un importante trampolín en la historia de la salvación ya que se inicia la
siguiente etapa de la relación de pacto de Dios con Israel. Aprendamos lo que
aprendamos de este capítulo y del próximo, nunca debemos perder de vista la maravilla
de los poderosos actos de Dios ni dejar de recordarlos y proclamarlos.
Los capítulos 3 y 4 de Josué van claramente de la mano, ocupándose de los detalles
del paso al otro lado del Jordán y su conmemoración. Sin embargo, el texto puede
parecer algo repetitivo y confuso para un lector ocasional. Parte de ello es
intencionado. El verbo “cruzar” se emplea veintidós veces como mínimo. La técnica del
narrador también implica, en ocasiones, volver a una parte del relato que ya acabó con
anterioridad, con el fin de poder desarrollar el propósito de enseñanza de su escrito.
Además, existe un patrón en las unidades que forman el conjunto. En primer lugar, Dios
toma la iniciativa dando su palabra y sus mandatos a Josué. Seguidamente, este
transmite la palabra del Señor al pueblo, informándolo de lo que Dios va a hacer.
Después, el escritor explica que él siempre cumple lo prometido, y al final de cada
sección existe un resumen relacionado que mira retrospectivamente al cumplimiento
fiel del Señor y, hacia adelante, a la siguiente etapa de la línea histórica. De este modo,
tanto el entusiasmo como el asombro se sustentan con los detalles de los
acontecimientos históricos reales, cuidadosamente descritos y desvelados. En el
capítulo 3 tenemos, pues, los preparativos que el pueblo tuvo que llevar a cabo a fin de
cruzar el río, seguidos por la travesía en sí y la asombrosa forma en que Dios la

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permitió. El capítulo 4 se dividirá también en dos partes, con el foco puesto en el
levantamiento de las piedras conmemorativas del lecho del río, seguido del memorial
en Gilgal.

Preparación de un milagro
Detrás de la descripción práctica del versículo 1 se pretende, sin duda, que sintamos
la mezcla de expectación, entusiasmo y suspense que fluía por el campamento. Han
pasado un tiempo considerable en Sitim y ahora, por fin, comienzan a moverse hacia el
río. Sin embargo, aún no saben cómo van a cruzarlo. Por tanto, se produce una pausa
de tres días (v. 2), quizá para provocar que la imposibilidad de lo que está a punto de
acontecer, desde un punto de vista puramente humano, penetre profundamente en la
conciencia de los israelitas. Demoras parecidas tienen a menudo el propósito mayor de
refinar y fortalecer nuestra fe. Por tanto, no debemos subestimar el desafío que el río
les presenta. Un poco después (v. 15), encontramos un comentario parentético, casi
casual, sobre un aspecto de la situación que debió de ejercer un inmenso impacto sobre
ellos: “Porque el Jordán se desborda por todas sus riberas todos los días de la cosecha”.
No es un arroyo burbujeante en el que poder chapotear, sino un río desbordado, con
una corriente rápida y turbulenta, probablemente de más de tres metros de
profundidad en esa estación y en ese punto. No se pueden plantear vadearlo ni cruzarlo
a nado. Utilizar balsas es imposible y la ingeniería aún no es capaz de excavar un
pasadizo subterráneo. Recordemos también que se trata de toda una nación
trasladándose, mujeres y niños, animales y enseres, sin una forma clara de cruzar el
torrente desbordado. No obstante, inician el camino porque Dios dice que vayan
adelante. El Señor dio la orden en 1:2, y, tan pronto como los espías volvieron, Josué
comenzó a obedecer. No saben cómo ocurrirá, pero dan el siguiente paso lógico en
obediencia a lo que Dios ya ha dicho, y dejan el resultado en sus manos. Aquí tenemos
una gran lección de cómo vivir cristianamente, en confianza y obediencia.
Alexander MacLaren, cuyos pensamientos exegéticos han estimulado a
generaciones de predicadores bíblicos desde su ministerio en la Union Chapel de
Manchester, durante más de cuarenta años, dijo en una ocasión: “Con frecuencia, Dios
abre su mano un dedo tras otro”. Eso es lo que está ocurriendo aquí. Basta con ver el
siguiente paso y confiar en el Señor para lo que aún no se ve. De hecho, la esencia de la
verdadera fe consiste en confiar cuando no podemos ver, “porque por fe andamos, no
por vista” (2 Co. 5:7). El concepto se explica de forma memorable en el comentario de
Isaías sobre el tercer cántico del Siervo, en el que vemos al siervo sufridor entregándose
decididamente a la voluntad de Dios, confiando en su sustento continuo y su
vindicación definitiva a través de toda la devastación del dolor y la aflicción. “¿Quién
hay entre vosotros que tema al Señor, que oiga la voz de su siervo, que ande en
tinieblas y no tenga luz? Confíe en el nombre del Señor y apóyese en su Dios” (Is.
50:10). Este útil recordatorio nos hace ver que dos ingredientes pueden coexistir y lo
hacen, andar en tinieblas y confiar en el nombre del Señor (su naturaleza).
Por fin se dan las instrucciones (v. 3). El centro de atención debe ser el arca del
30
pacto, porque constituye el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo; en
este caso, desempeña el papel de líder y guía. No podemos negar que seres humanos
deben transportarla, pero quien da las instrucciones a los porteadores es aquel cuya
presencia simboliza el arca. La responsabilidad de Israel es seguirla. Una vez más, este
hecho nos presenta un principio continuo para la comunión del pacto. Nuestro papel no
es pronosticar lo que Dios hará ni mucho menos argumentar cómo podría hacerlo.
Debemos seguirlo. La fe reúne nuestras preocupaciones y ansiedades en el
conocimiento de que el Señor se ha hecho responsable de nuestro futuro y de cada
paso que tenemos por delante, y lo deja todo en sus manos (véase Sal. 55:22; 1 P. 5:7).
No debemos renunciar a lo que sabemos por culpa de lo que desconocemos. Aunque
ignoremos cómo se revelarán la fidelidad y el poder de Dios o cómo ordenará él
nuestras circunstancias, tenemos claro que es nuestro Dios, comprometido con
nosotros por su inquebrantable promesa del pacto, y “su amor es tan grande como su
poder y no tiene medida ni fin”.
En los versículos que siguen (vv. 4–6) se llama nuestra atención hacia tres elementos
concretos de esperar a Dios, y en él, por parte de los israelitas. El primero es su
sumisión a sus instrucciones, que significaba fijar sus ojos en el arca y no en el río.
Dentro del arca recubierta de oro se encontraban las tablas de la ley, el pacto que Dios
había hecho con su pueblo, la señal externa y visible de los términos en que el Señor
moraba en medio de este. Debían mantener cierta distancia (v. 4) por razones de
visibilidad, pero también quizá como recordatorio de que Dios es santo y los pecadores
no pueden estar libremente dentro del alcance de su presencia. Las detalladas
instrucciones para el levantamiento del tabernáculo contienen prohibiciones parecidas.
En segundo lugar, deben “consagrarse” (v. 5). En Éxodo 19:10, esto implicaba el
lavamiento de prendas así como una concentración interior y dependencia renovada de
Dios. Están a punto de vivir una experiencia totalmente nueva (Jos. 3:4b); por tanto,
deben entregarse a él en sumisión e ir detrás del arca cubierta de oro a una distancia de
unos 800 metros, con la mirada puesta en ella. Dios hace sus maravillas para las
personas consagradas a él. Finalmente, en tercer lugar, debe haber una obediencia
específica (v. 6). Los sacerdotes lo ejemplifican. Hacen lo que Josué les ordena. Existen
una santidad y una reflexión en todo el proceso que, a menudo, están ausentes en
nuestro discipulado contemporáneo. No queremos esperar. En ocasiones nos negamos
a apartar nuestra vida para su utilización exclusiva por parte del Señor. Nos cuesta
permitir algún tipo de distancia, porque imaginamos que ya conocemos el camino y no
necesitamos una dirección pormenorizada. Estos versículos bien pueden instarnos a
replantearnos profundamente nuestro discipulado diario, en especial en nuestra
generación instantánea en la que lo queremos todo especificado y garantizado antes de
empezar. Quizá por ello, las maravillosas manifestaciones de la gloria de Dios son
comparativamente escasas entre nosotros. Este capítulo nos recuerda que no estamos
organizando el programa. Esa prerrogativa le pertenece al Señor. Lo que él exige de
nosotros es una obediencia sumisa que desee su gloria y no la nuestra, y que se agrade
en cumplir cualquier papel que él desee asignarnos.

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Entender los caminos de Dios
El verbo en pasado, al principio del versículo 7 (“dijo”), coloca probablemente estas
instrucciones más detalladas antes de los acontecimientos que acabamos de presenciar.
El Señor ya le había dicho estas palabras a su siervo, como base de los versículos 3–6.
Sin duda le reveló más cosas de las que recoge este pasaje, pero se hace hincapié en sus
propósitos a la hora de orquestar los acontecimientos de esta forma. Para Josué, se
trata de la confirmación adicional de las promesas del capítulo 1, en las que Dios le dice
que estará con él tal como estuvo con Moisés, algo que le garantiza a la nación que él es
ciertamente el sucesor escogido por deseo divino, cuando el Señor comienza a exaltarlo
(v. 7) en su estima. Para Israel será la prueba de que “el Dios vivo está entre vosotros”,
con la consecuencia de que “ciertamente expulsará de delante de vosotros a los
cananeos” y los demás pueblos paganos de la tierra (v. 10). El Señor va a dividir las
aguas del Jordán para permitirles cruzar a la tierra prometida, así como abrió las del
Mar Rojo para su éxodo de Egipto (Éx. 14). No obstante, hay algo más en toda esta
situación. Dios podría haberlos llevado allí en la estación seca o a otro punto en que los
vados fuesen comparativamente poco hondos. Sin embargo, escogió la época y el lugar
más improbables, porque su propósito más profundo era desarrollar la confianza de su
pueblo en él. Entran físicamente en la tierra solo por el milagro que está a punto de
describirse, planeado para enseñarles el principio fundamental de que solo podrán
conquistar toda la tierra y hacerla suya por el mismo poder sobrenatural y divino de su
Señor del pacto.
Los sacerdotes deben avanzar con el arca hasta la orilla del río y detenerse allí (v. 8).
Se les dice ahora a los israelitas que el arca del Señor será su exploradora, que entrará
en el Jordán por delante de ellos. Tendrán que seguirla. Están dando los primeros pasos
en el largo viaje que conducirá a la expulsión de los siete grupos tribales nombrados en
el versículo 10, una tarea que podía parecer aún más imposible, pero el Dios que puede
hacer que su pueblo cruce el Jordán es, sin duda, capaz de darle la tierra. Recordemos
también que echar a las naciones era un acto de justo juicio. El Señor había predicho a
Abraham que sus descendientes volverían a la tierra de Canaán siglos más tarde,
cuando la iniquidad de los amorreos hubiese alcanzado su apogeo (Gn. 15:16). Los
israelitas deben ser, pues, el instrumento a través del cual se juzgue la tierra por la
grave inmoralidad y el ocultismo perverso que caracterizaba a la cultura cananea,
limpiándola de todo ello. El momento de la conquista ha llegado ya, porque la tierra le
pertenece a Dios y porque tiene propósitos de gracia inimaginable para la simiente de
Abraham, y para todas las familias de la tierra. Él es, tanto en la práctica como por
declaración, “el Señor de toda la tierra” (v. 11).
Finalmente, en el versículo 13 se describe la naturaleza de la maravilla que se va a
producir, una manifestación de poder sobrenatural y creativo. Tan pronto como los pies
de los sacerdotes toquen la corriente del río, las aguas “quedarán cortadas”. Por
primera vez se nos muestra a los lectores una pincelada de lo que Dios está a punto de
llevar a cabo, y es asombroso. Los milagros son extraordinarios por definición, pero este
32
se encuentra tan distante de la capacidad o la comprensión humanas que solo puede
atribuirse al poder divino. Que se anuncie antes de acontecer confirma aún más su
origen divino. Nada en este texto indica una coincidencia o causas naturales. Intentar
imaginarse la escena es muy difícil, pero tratar de explicarla en términos humanos es
imposible. Como casi siempre, los comentarios de Juan Calvino nos ayudan
enormemente. Él escribió: “El título de Señor de toda la tierra aplicado aquí a Dios no es
insignificante, sino que ensalza sus poderes sobre todos los elementos de la naturaleza,
a fin de que los israelitas, considerando que mares y ríos están sujetos a su dominio, no
duden de que a pesar de la naturaleza líquida de las aguas, se quedarán quietas en
obediencia a su palabra”.

La experiencia de lo imposible
No deberíamos subestimar la valentía y la fe de los sacerdotes cuando avanzaron
hacia el río, llevando el arca. El agua desbordada había sumergido las orillas. Podían
desestabilizarse fácilmente, caer en un agujero o ser arrastrados por la corriente. Sin
embargo, cuanto más grandes sean los obstáculos que la fe encuentra, mayores son la
victoria y la seguridad producidas al seguir actuando con confianza y obediencia. Los
versículos 14 y 15 recogen los hechos de manera que no pueda haber duda sobre lo que
sucedió realmente. Perseverando en fe y obediencia, los sacerdotes llegaron al río.
Nada había cambiado. Seguía fluyendo con toda su fuerza. Sin embargo, tan pronto
como dieron el siguiente paso de obediencia y metieron su pie en la corriente, se
produjo el milagro prometido, exactamente como se predijo. El arca entró en el río y se
mantuvo firme “en tierra seca en medio del Jordán” (v. 17). De este modo, toda la
nación pasó segura ya que las aguas permanecieron amontonadas. “No puede haber
duda alguna de que esta visión maravillosa debió de recibirse con sentimientos de
miedo, llevando a los israelitas a reconocer de forma más directa que Dios los salvó en
medio de la muerte. Porque ¿qué era aquella montaña acumulada, sino una tumba en
la que toda la multitud habría perecido sepultada, de haber recuperado las aguas su
estado líquido natural?”.
Se cree que Adam, la ciudad cercana a Saretán (v. 16), se encontraba unos 32 km de
Jericó, río arriba, y esto indica que el pasillo para que la nación cruzara era muy ancho.
Incluso así, debieron de ser necesarias varias horas para completar el paso al otro lado.
El final del capítulo se centra en el papel fundamental del arca en este acontecimiento
sobrenatural. Mientras esta se halla en el río y los sacerdotes se mantienen firmes
sobre suelo seco, la nación se encuentra a salvo, mientras cruza al otro lado. Sin duda
habría espías de Jericó escondidos en las colinas, que corrieron a la ciudad para
informar sobre lo que vieron: todas esas personas cruzando la barrera imposible del río
sobre su lecho seco. Dios hace maravillas por su pueblo y lo que promete por su palabra
lo cumple con su poder, sellando así sus predicciones con sus hechos. La conquista de la
tierra no podría haber comenzado de un modo más portentoso que brindara mayor
gloria a Dios.
Sin embargo, ¿cuáles son las implicaciones del texto para los lectores cristianos del
33
siglo XXI? Recuerdo un cántico de mi juventud:
¿Tienes tú un río, que no puedes cruzar?
¿O tal vez montañas, a las que no puedes tú llegar?
Dios se especializa en cosas imposibles,
Él hará lo que nadie más podrá.
(Letra del himno “Got any rivers”, traducción al español tomada de http://www.top-
tour-of-spain.com/support-files/hymns.pdf)
Sí, ese es nuestro Dios. Puede hacer milagros y los hace, pero quiero añadir que no
debemos suponer que nuestra serie particular de dificultades vaya a desaparecer por
intervención divina. Que él pueda hacer lo imposible no quiere decir que siempre lo
vaya a llevar a cabo. No tenemos aquí una promesa incondicional válida para todo el
pueblo de Dios, en todos los desafíos y complejidades de la vida en este mundo.
Después de cruzar el Jordán, los israelitas tuvieron que utilizar, por lo general, métodos
humanos para seguir adelante en su vida. Este milagro concreto nunca se repitió; sigue
siendo un prodigio.
A menudo leemos el Antiguo Testamento de forma errónea y sentimos una gran
decepción, que, de repetirse, podría incluso dar lugar al naufragio de nuestra fe. Por
ejemplo, nos apresuramos a interpretar la historia buscando puntos de similitud o
coincidencias con nuestras circunstancias presentes. La vida siempre presentará
dificultades, que, en ocasiones, parecerán insoportables e irresolubles, como un río que
fluye con toda su fuerza, interrumpiendo nuestro camino hacia el cumplimiento y el
disfrute de lo que creemos que debe ser lo mejor de Dios para nosotros. Pasamos a ser
los hijos de Israel en nuestra interpretación de la historia y nos ponemos en su piel a
orillas de nuestro río, pretendiendo que Dios intervenga de forma milagrosa para
eliminar la insuperable barrera. Sin embargo, él no lo hace y preguntamos por qué.
Quizá no estoy suficientemente consagrado, o mi historial de obediencia no impresiona
lo suficiente, o quizá no intereso a Dios después de todo, o puede que las promesas no
tengan un beneficio real para mí. Podemos comprobar la peligrosa espiral en la que
puede desembocar esta malinterpretación, todo porque intentamos trazar una línea
directa entre un acontecimiento histórico de salvación único para Israel y nuestra
experiencia cotidiana individual. En esa raya está el error. La pregunta que debemos
hacernos, en primer lugar, y sobre todo en una narración del Antiguo Testamento como
esta, es: ¿Qué nos está enseñando Dios aquí sobre sí mismo? Esa es la línea directa y
poderosa que va desde el texto bíblico hasta nuestra vida, porque todo lo que Dios
revela sobre sí mismo en la narrativa sigue siendo verdad para nosotros hoy. Su
carácter es eterno e inmutable; por tanto, debemos permitir que la historia nos instruya
acerca del Señor antes de apresurarnos a entrar en escena. La Biblia es el libro de Dios
que habla de Dios antes de ser el libro de Dios que habla de nosotros. En su excelente
introducción a la interpretación bíblica, How to Read the Bible for All Its Worth, Gordon
Fee y Douglas Stewart lo explican de la siguiente forma: “Ninguna narración bíblica se
escribió de forma concreta para usted… Siempre se puede aprender mucho de ellas,
34
pero no debe suponer que Dios espera que haga exactamente las mismas cosas que
hicieron los personajes bíblicos o que le ocurran las mismas cosas que a ellos”.
Por tanto, nuestra fe no se mide por que estemos o no convencidos de que Dios
detendrá las aguas de nuestro “Jordán” con alguna de sus intervenciones. Puede que
ese no sea en absoluto su propósito para nosotros. Las promesas del Nuevo
Testamento van dirigidas al pueblo de Dios de todas las épocas y debemos reclamarlas
en oración fiel, esperando la fidelidad del Señor a su palabra. Sin embargo, no somos
libres de construir promesas de intervención milagrosa para nosotros a partir de una
narración como Josué 3. Entonces, ¿qué tiene que decirnos a nosotros? La respuesta es:
¡muchísimo!
Nos enseña que Dios, nuestro Dios, es el Señor del cielo y de la tierra, del tiempo y
de la eternidad. Él obra todas las cosas en la historia del planeta Tierra según el
propósito de su voluntad, y “todas las cosas” incluye cada circunstancia de nuestra vida
individual. Romanos 8:28 es un valioso versículo utilizado con frecuencia para explicar el
concepto: “Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien,
esto es, para los que son llamados conforme a su propósito”. Sin embargo, en ocasiones
no somos capaces de establecer el versículo en su contexto inmediato, leyendo hasta el
versículo 29, para ver cuál es realmente “su propósito”. Tendemos a suponer que debe
ser nuestro bienestar y nuestra felicidad como hijos suyos amados, pero el siguiente
versículo nos muestra que es más rico y profundo que eso. “Porque a los que de
antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su
Hijo” (v. 29). Su propósito es restaurar la imagen desfigurada de Dios en nosotros, su
creación humana redimida, para hacernos más y más como el Señor Jesucristo. Así
debemos afrontar nuestras crisis y adversidades, considerando que son el proceso de
transformación que Dios sabe que necesitamos para depender cada vez más de él y
producir el fruto de su vida dentro de nosotros. Si analizamos nuestra vida desde esa
perspectiva, Josué 3 es tremendamente fortalecedor, tanto en nuestro entendimiento
de los propósitos divinos como en nuestra confianza en su sabiduría suprema y en su
total capacidad de llevarlos a un fin glorioso y exitoso.
Ese hecho también cambiará nuestra perspectiva del mundo a nuestro alrededor,
en nuestro propio momento del tiempo, cuando vemos nuestra pequeña vida atrapada
en algo mayor que nuestras necesidades o circunstancias inmediatas. Formamos parte
del caleidoscopio universal de los propósitos del Señor soberano, mientras él lleva a
cabo los planes por los cuales su reino eterno se revelará y establecerá. Él es el Dios de
lo imposible, como revela este capítulo. La marea de fuerzas contrarias a Dios puede
estar en todo su apogeo en nuestro momento y lugar, pero no escapa al control divino.
Lo mismo es válido para las presiones y los problemas abrumadores que pueden causar
impacto en cualquier congregación del pueblo de Dios o en cualquier creyente. El Señor
sigue abriendo camino para aquellos que se consagran a él, confían en él y le obedecen.
Quizá nuestro problema sea que buscamos afanosamente madera para construir una
balsa, planeamos construir un puente o cavar un túnel, pero hayamos perdido de vista
al Dios que hace cosas asombrosas; o tal vez somos demasiado impacientes para
esperar su voluntad y su actuación. No obstante, el arca, símbolo de la misericordia y la
35
fidelidad del pacto de Dios, sigue dirigiéndonos en la persona de nuestro Señor
Jesucristo, que ha prometido no dejarnos ni abandonarnos nunca (He. 13:5). Debemos
seguirle, “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo
puesto delante de él soportó la cruz, menospreciando la vergüenza, y se ha sentado a la
diestra del trono de Dios. Considerad, pues, a aquel… para que no os canséis ni os
desaniméis en vuestro corazón” (He. 12:2, 3).
Para Israel, este no es más que el primer paso hacia la tierra, el principio de un largo
viaje para poseer lo que Dios les está dando. Surgirán muchos más desafíos, en
particular Jericó, amenazando con detener su progreso y frustrar los propósitos del
Señor. Pero nada puede parar al Dios que hizo y gobierna todo el orden creado, por
quien las aguas se levantan y se mantienen quietas. Este Dios está con nosotros, su
pueblo, a lo largo de nuestra vida y por toda la eternidad. Debemos confiar en él, y, si lo
hacemos, obedecerle.
Cuando pise el margen del Jordán,
sosiega, tú, mis angustias;
muerte de la muerte, y destrucción del infierno,
llévame salvo a Canaán.
Cánticos de alabanza, cánticos de alabanzas,
siempre te cantaré;
siempre te cantaré.
(Traducción libre del himno “Guide Me, O Thou Great Jehovah”)

Un memorial para siempre


Josué 4:1–5:1

Recordar es una parte esencial del discipulado cristiano. También es una actividad
profundamente humana. Recordamos y celebramos los aniversarios de nuestro
nacimiento, nuestra boda o acontecimientos destacados en la historia de nuestra
patria. En parte, esos momentos sirven como señales indicadoras en el paso del tiempo,
pero también suministran oportunidades para reflexionar y recapacitar, y quizá para
reajustar el presente a la luz del pasado. Las ceremonias anuales que recuerdan a los
muertos en acto de servicio a su patria durante las dos guerras mundiales del siglo XX,
por ejemplo, así como en los pequeños conflictos que se han producido desde entonces
sirven para que tengamos presente el precio de la libertad. Asimismo, nos ayudan a
honrar el sacrificio de aquellos que la garantizaron, llamándonos a su renovada
valoración y sabia utilización. Las piedras conmemorativas tomadas del lecho del Jordán

36
y erigidas en Gilgal debían cumplir un propósito parecido en la vida cotidiana de la
nación de Israel.
En líneas generales, este pasaje se divide en dos secciones, de las cuales 4:14 y 5:1
constituyen la conclusión reflexiva resumida. Siguiendo el análisis de R. Poltzin, que
sostiene que la primera sección (4:1–14) se narra desde una perspectiva ventajosa
fuera de la tierra prometida, y la segunda (4:15–5:1) desde dentro, David Howard añade
la observación de que el primer comentario evaluador muestra el efecto de los
acontecimientos dentro de Israel (4:14), mientras que el segundo habla de los que se
producen fuera de la nación. Esta estructura es útil para trabajar en un capítulo que
contiene elementos de retroceso y repetición en su estrecha relación con lo ocurrido en
el capítulo 3.

“¿Qué significan estas piedras para vosotros?”


Esta pregunta, puesta en boca de las hipotéticas generaciones futuras de niños
israelitas, sirve como tema unificador para nuestra consideración de qué aconteció
realmente. Las primeras palabras de 4:1 parecerían estar continuando la acción, aunque
repiten de forma casi idéntica 3:17. En realidad, la narración nos lleva de vuelta a lo que
el Señor ya le había dicho a Josué. Debemos recordar que la distinción entre pasado
perfecto y pluscuamperfecto habitual en las lenguas clásicas y contemporáneas no
existe en el hebreo. Por tanto, es totalmente factible traducir el final del versículo 1 “el
Señor había dicho a Josué”. Este hecho nos ayuda a mantener el orden de los
acontecimientos de forma más lógica y creíble, vinculando también la narración con
3:12, donde la misteriosa elección de un hombre de cada una de las doce tribus de
Israel tiene ahora propósito y significado.
El designio, revelado en el versículo 3, es que cada hombre tome una piedra de en
medio del lecho del Jordán, donde los pies de los sacerdotes se encuentran anclados
mientras el pueblo pasa, y la lleve al nuevo campamento dentro de la tierra. Esta orden
dada a Josué se transmite después a los doce hombres a los que se encomienda el
cumplimiento de la tarea (vv. 4, 5). Se hace hincapié en la unidad de la nación; cada
tribu es incluida en los mismos términos. Aunque el asentamiento definitivo tendrá dos
tribus y media al este del Jordán, nada muestra en ningún momento que el río vaya a
dividir a la nación. Son un solo pueblo bajo su Dios único. El propósito de las piedras es
ser una “señal”, un indicador siempre presente del gran milagro por el cual el Señor los
ha traído a la tierra y al gran Dios que lo llevó a cabo (v. 6a). El lenguaje es parecido al
utilizado al hablar de la Pascua en Éxodo 12:26, 27, una festividad que debe ser una
señal, un recordatorio o una conmemoración anual de la milagrosa liberación del
pueblo de Dios de su esclavitud en Egipto y de la ejecución de la ira del Señor. Las
generaciones futuras deben saber que esas cosas ocurrieron realmente, de ahí las doce
piedras del lecho del río, pero también el testimonio que dan acerca del carácter y las
promesas de Dios. La referencia al arca en el versículo 7 es especialmente significativa,
pues indica que Dios estaba en medio de la situación con su pueblo para liberarlo,
protegerlo y guiarlo. No era una deidad remota o distante, a diferencia de los dioses de
37
los paganos a su alrededor. El concepto se explica dos veces en el versículo 7: “las aguas
del Jordán quedaron cortadas”. ¡Mirad las piedras! Ahí está la prueba. Constituyen un
memorial perpetuo, y no sólo del paso al otro lado del Jordán, sino también del Dios del
pacto, Yahvé, que lo hizo todo. Como comenta Woudstra: “En hebreo, la noción de
recordar es más que una simple rememoración. Implica hacerlo con respeto; también
reflexionar sobre la vida y, cuando existe un llamado a hacerlo, un grado de acción
correspondiente”.
En los versículos 8–10 la explicación teológica lleva de forma natural a la mención de
la obediencia, destacada en dos ocasiones por su detallado cumplimiento. Hicieron “tal
como Josué ordenó” y “como el Señor dijo a Josué” (v. 8). Existe un vínculo con el
comentario posterior del versículo 14, que afirma que “aquel día el Señor engrandeció a
Josué ante los ojos de todo Israel”, tal como prometió que haría en 3:7. El versículo 9
conlleva una dificultad textual bien conocida, ya que parece indicar una segunda serie
de doce piedras levantadas “en medio del Jordán” además de las llevadas al margen
occidental. Woudstra, Polzin y otros comentaristas consideran que las piedras erigidas
en el lecho del río señalaban el lugar donde habían permanecido los sacerdotes y por
donde cruzó el pueblo. Por ejemplo, el texto de la Septuaginta se refiere a “otras” doce
piedras. Sin embargo, algunos comentaristas sugieren que Josué levantó una serie de
piedras al principio (v. 9) para señalar el lugar de paso, que después se sacaron del río
una vez que terminaron de cruzar. Sin embargo, independientemente de que solo
hubiese piedras en Gilgal o de que también existiesen otras levantadas en el Jordán,
visibles cuando el nivel de las aguas fuese bajo, la narración es clara acerca de su
propósito y de que “allí permanecen hasta hoy” (v. 9b). La sección concluye con un
comentario de que el pueblo cruzó con rapidez (v. 10b), quizá por su aprensión natural
a que las aguas pudiesen volver, pero también para hacer hincapié en que no había
obstáculos ni retrasos. Todo transcurrió con fluidez, sin complicaciones, porque la mano
de Dios estaba obrando.
Los versículos 11–14 sirven como resumen de lo que hemos leído desde 3:1 en
adelante y como recordatorio de su significado. Aquí encontramos la perspectiva de
Jericó acerca de lo acontecido, como da a entender el versículo 13. “Todo el pueblo” (v.
11) que había estado al este del Jordán se encuentra ahora al otro lado, frente a Jericó.
Sin embargo, el versículo 12 muestra que no se incluyen las familias de las tribus que se
asentaron en el este, Rubén, Gad y la mitad de Manasés. Josué 1:14 ya nos ha dicho
que las mismas deben permanecer en la tierra asignada por Moisés (véase Nm. 32; Dt.
3:18–20), pero que los guerreros deben unirse a sus hermanos en la conquista de la
tierra al otro lado del río. El versículo 13 destaca la obediencia de los 40000 guerreros
que se suman a las fuerzas israelitas “para la guerra”, considerablemente menos que los
hijos de Rubén y Gad mencionados en Números 26:7, 18. Esta sección termina, pues,
con una nación unida al otro lado del Jordán, preparada para la batalla y reconociendo
a Josué como verdadero sucesor de Moisés. La travesía del Jordán es, sin duda, una
analogía de la del Mar Rojo, tras la cual “el pueblo temió al Señor, y creyeron en el
Señor y en Moisés, su siervo” (Éx. 14:31). El paralelismo es claramente intencionado.
Dios había establecido a Moisés y ahora hace lo propio con Josué como líder humano
38
de Israel, y el pueblo está unido en su temor (Jos. 4:14) o respeto a él como jefe
escogido por el Señor, tal como había ocurrido con Moisés.

Corazones que se acobardan por el miedo


Cuando volvemos a la narración principal (v. 15ss.), el centro de atención cambia de
lo que el acontecimiento de la travesía significaba para Israel a lo que implicaba para los
pueblos ajenos a la comunidad del pacto, los reyes de los amorreos y los cananeos “que
estaban al otro lado del Jordán hacia el occidente”, cuya reacción se destaca en el
concluyente versículo resumen en 5:1: “Sus corazones se acobardaron, y ya no había
aliento en ellos a causa de los hijos de Israel”. Una vez más se sigue el patrón de la
narración. Dios inicia la siguiente etapa ordenando a Josué que mande a los sacerdotes
que llevan el arca salir del río (v. 16). El líder les transmite la orden, siendo el agente de
la palabra de Dios (v. 17), y los sacerdotes obedecen (v. 18). También se hace hincapié
de forma repetida en lo milagroso, en este punto del tiempo. Tan pronto como los pies
de los sacerdotes tocaron el suelo seco en el margen occidental, “las aguas del Jordán
volvieron a su lugar y corrieron sobre todas sus riberas como antes” (v. 18b). Cuando la
presencia de Dios, simbolizada por el arca, sale del río, las condiciones normales de la
creación se recuperan. Sólo el poder divino podría haber producido esta milagrosa
cadena de acontecimientos. Las personas que estaban allí debían aprender esa lección,
y el registro de la misma tanto en las piedras como en la historia debía preservarse para
todas las generaciones venideras.
La fecha del acontecimiento en el calendario, el décimo día del primer mes (v. 19),
Nisán. También indica el control divino. El significado del día es que en él se
seleccionaba el cordero de la Pascua, en preparación para su sacrificio el día catorce del
mes (Éx. 12:3, 6). Sin duda, el tiempo subraya la conexión entre la entrada a la tierra y el
éxodo de Egipto unos cuarenta años antes. El lugar de descanso escogido para su
primera noche en la tierra es Gilgal (Jos. 4:19), donde se levantan las piedras
conmemorativas (v. 20). Algunos han comentado que el nombre del lugar deriva del
verbo hebreo “rodar”, sugiriendo que implícita en el nombre se encuentra la acción de
rodar lejos la vergüenza de su esclavitud egipcia y su deambular por el desierto, cuando
al fin cruzan la frontera y entran en la tierra de la promesa. Cuando Josué repite al
pueblo el propósito del memorial, se refiere en primer lugar al acontecimiento histórico
(v. 22), después a su explicación (v. 23) y, finalmente, a su propósito (v. 24). Se hace
hincapié totalmente en Yahvé, “nuestro Dios”, mencionado en cuatro ocasiones, como
centro del relato. Él secó el Jordán tal como había hecho con el Mar Rojo, y lo hizo
“delante de nosotros”, su pueblo (v. 23).
Sin embargo, la perspectiva excepcional llega en el versículo 24, que revela las dos
grandes razones por las que la entrada en la tierra se hace de una forma tan milagrosa.
En primer lugar, Dios quiere que el mundo sepa que todo el poder se encuentra en sus
manos. Como él es el único Dios verdadero y vivo, Creador de todo y de todos, su
propósito nunca fue limitar este conocimiento solamente a Israel. Él siempre quiso que
la relación de amor de pacto y devoción fiel entre Yahvé y su pueblo fuese
39
evangelística, un testimonio a las naciones de su propia atracción magnética.
Tristemente, conforme progresa el Antiguo Testamento, somos testigos de los errores
acumulados de Israel y su rechazo definitivo hacia ese siervo que lleva la luz a las
naciones. No obstante, Dios actúa aquí en el ámbito político internacional a fin de
poner de manifiesto su realidad y su mano poderosa. En segundo lugar, lo hace por el
bien de Israel, “a fin de que temáis al Señor vuestro Dios para siempre” (v. 24b). Cuando
se disponen a pasar su primera noche en la tierra de la promesa, que será la del reposo,
quiere que sepan que están en ella solo por él. De no ser por Yahvé, su Dios, seguirían
siendo esclavos del faraón en Egipto. De no ser por él, habrían muerto en el desierto.
De no ser por él, seguirían abandonados, sin hogar, al este del Jordán. Por tanto, su
única respuesta apropiada debe ser someterse a él y temerle con reverente y
continuado sobrecogimiento, porque él es Dios. Ese será el único factor inmutable en
todo el futuro desconocido que está a punto de abrirse ante ellos. Él es el poderoso
Dios que puede hacer maravillas, por lo que hay que temerlo. No podemos manipularlo,
engañarle ni escondernos de él, pero sí confiar en él y obedecerle, y amarle porque él
nos amó primero. Eso es lo que los israelitas debían recordar siempre que viesen las
doce piedras en Gilgal. Debían ser un recuerdo perdurable (v. 7) de la fiel provisión de
un Dios amoroso, que tenía que ser objeto del amor y de la confianza de su pueblo
eternamente. Si el corazón de este se deshacía en amorosa gratitud y fiel servicio,
nunca se aterrorizaría como los reyes paganos (5:1) que saben que se encuentran en la
trayectoria de colisión con el poderoso Dios de toda la tierra.

¿Y para nosotros hoy?


¿Qué podemos entresacar de este asombroso capítulo, Josué 4, para nuestra
instrucción? ¿No nos muestra principalmente que toda nuestra esperanza se basa en el
Dios que realiza prodigios y que se nos debe recordar constantemente lo que son y por
qué ocurrieron? Este es aún más nuestro caso en un período de la historia del planeta
Tierra en que podemos mirar atrás, a la obra terminada del Señor Jesucristo y a la
suficiencia de la revelación de Dios en los sesenta y seis libros de las Escrituras.
Nosotros también debemos recordar.
Nuestra memoria espiritual es muy corta, tanto que en el ajetreo de la vida
olvidamos frecuentemente las realidades espirituales sobre las que estamos
fundamentados. Pero del mismo modo que Dios conocía sus necesidades, también
conoce las nuestras, y una de las razones por las que disponemos de las Escrituras en su
forma escrita permanente es para que podamos volver a ellas día tras día y recordar.
También es una de las razones por las que nos reunimos con otros creyentes
regularmente en tiempos de adoración, instrucción y comunión conjuntas. En una
cultura como la nuestra, adicta a la novedad, resulta fácil caer en la tentación de juzgar
la efectividad de nuestra utilización de los medios de gracia divina según la cantidad de
nuevo entendimiento que tengamos. Por supuesto que queremos crecer en nuestro
conocimiento y amor de Dios, pero frecuentemente se trata de una profundización de
lo que ya conocemos o de una nueva aplicación de antiguas verdades en lugar de
40
asombrosos nuevos descubrimientos. Todos necesitamos que nos recuerden
constantemente las realidades más básicas de nuestra experiencia cristiana, los
fundamentos de los que depende todo lo demás, que explica la provisión de las doce
piedras en Gilgal y la Santa Cena para nosotros.
“Haced esto en memoria de mí” fue el mandato de Jesús a sus discípulos (Lc. 22:19)
cuando les dio la ordenanza del partimiento del pan y derramó el vino como señal de su
muerte expiatoria, la inauguración del nuevo pacto. Aquí tenemos un milagro mayor
que cruzar el río Jordán. “El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá.
2:20). Necesitamos el recordatorio visible y tangible de lo que reside en la misma raíz de
nuestra salvación. Hemos de recordar a qué coste abrió él en camino a la tierra de la
promesa para nosotros, su pueblo redimido. Debemos entregarnos al amor y servir a
Dios siempre.
También tenemos que recordar la gran victoria que el Calvario consiguió sobre el
pecado, el mal y la propia muerte. Nuestra esclavitud ha terminado y disfrutamos de la
libertad de los hijos de Dios, bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares
celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Aunque una cruz puede ser un símbolo de esa realidad, la
Santa Cena es un recordatorio y una conmemoración mucho más elocuente. A su mesa
ingerimos los elementos, que no son más que pan y vino corrientes, y los hacemos
parte de nosotros, de manera que no sólo recordamos algo que ocurrió en un momento
de la historia. En su lugar, en palabras del Libro de Oración, debemos “alimentar a
Cristo en nuestro corazón, por la fe, con acción de gracias”. Por tanto, cuando nos
apropiamos de todo lo que Jesús ha conseguido para nosotros en la expiación de su
muerte sustitutoria, también recordamos personalmente y con compromiso renovado
de acción lo que significa ser redimido.
Debemos repasar la bondad de la gracia de Dios y recordarnos los unos a los otros
lo que el Señor ha hecho por nosotros. Nos ayudará a no olvidar. Eso no significa que no
tengamos otra agenda para nuestra comunión en la iglesia o nuestra vida familiar, pero
se trata de un cristianismo raquítico que no puede, o no quiere, compartir no sólo lo
que el Señor ha hecho por nosotros en la cruz del Calvario, sino también los
acontecimientos de esta semana actual. Necesitamos que nos refresquen la memoria,
como si nos animásemos los unos a los otros, de forma que volvamos a ser conscientes
de que Dios no cambia y de que seguirá siendo, ahora y siempre, como demostró ser en
el pasado. Los padres tienen una responsabilidad especial de transmitir esta verdad en
su experiencia, con convicción, a la siguiente generación. Cuando ellos pregunten:
“¿Qué significan estas piedras?” (v. 6), contestémosles. La comunicación más efectiva se
produce habitualmente dentro del círculo familiar, donde las preguntas surgen de
manera natural. Es el momento de contar a nuestros hijos la realidad de nuestro Dios,
el seguro cumplimiento de sus promesas, así como su amor y fidelidad confiables. En mi
propia vida, cuando fui a la universidad y me enfrenté a toda clase de desafíos
intelectuales y de otro tipo para mi fe, sin tener respuesta inmediata para ellos,
recuerdo que fue un ancla para mi alma conocer la realidad de la fe de mis padres y
haber visto la obra inequívoca de Dios en nuestra familia. Debemos contar a la siguiente
generación, con nuestras palabras y nuestro ejemplo, que la mano del Señor es
41
poderosa y que nada le resulta difícil. Dios habla; nosotros obedecemos. Él actúa;
nosotros recordamos. “Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus
beneficios” (Sal. 103:2).
Cuanto más recordemos su carácter, su bondad y su gracia, más convertiremos a
Dios en el centro de atención de nuestro pensamiento y confianza, cualesquiera que
sean las dificultades a las que podamos enfrentarnos. En las memorables palabras de
John Newton:
Su amor en tiempo pasado
me prohíbe pensar
que al final me abandonará
cuando corro peligro de hundirme;
cada dulce Ebenezer
que traigo a mi mente
confirma que él se agrada
en ayudarme a salir.

Preparativos básicos
Josué 5:2–15

La celeridad es uno de nuestros valores incuestionables que impregna gran parte de


la vida contemporánea. Cuanto más rápido se haga una cosa, mejor. Las sorprendentes
capacidades de la tecnología moderna continúan desarrollándose de forma
exponencial: lo que requería largos períodos de tiempo se lleva a cabo ahora en
segundos. ¡Intentar mantenernos actualizados puede dejarnos sin aliento! Así, con
Israel al otro lado del Jordán, regocijándose en la intervención milagrosa de Dios a su
favor, y con Jericó a unos pocos kilómetros de distancia, nuestros instintos modernos
nos llevarían a seguir adelante lo más rápidamente posible, cuando el pueblo sigue
entusiasmado y motivado, y cuando los ciudadanos de Jericó están aterrados y
desmoralizados. ¡Vayamos ya a la batalla! Sin embargo, Dios ralentiza
sorprendentemente la acción en el capítulo 5; de hecho, pulsa el botón de pausa. Las
acciones se paralizan.
Ya hemos destacado que 5:1 sirve como versículo puente. Por un lado se cumple la
promesa de Dios, a través de Josué, de que “todos los pueblos de la tierra” conocerán
que él es poderoso (4:24), algo que ya está ocurriendo en 5:1, razón por la cual tiene
también una perspectiva futura, ya que el miedo paralizante que sienten los enemigos
de Israel parece apuntar a una conquista relativamente fácil de la tierra. Los amorreos
eran los grupos tribales que habitaban en la región montañosa con sus asentamientos
42
fortificados, mientras los cananeos eran comerciantes de las llanuras, hacia la costa
mediterránea. Sin embargo, cualesquiera que fuesen su ubicación o cultura, nunca se
habían encontrado con un Dios como Yahvé, que podía secar un río desbordado y
hacerlo fluir de nuevo después. ¿Acaso no era el momento ideal para darles un golpe
repentino? No en el tiempo de Dios, porque para él existen cosas más importantes de
las que ocuparse antes.
Los reyes paganos no tienen poder contra ese Dios. Él puede barrerlos en un
instante y reducir a escombros sus fortalezas. No le preocupan en absoluto. Él se centra
en su propio pueblo, Israel, porque existen preparativos fundamentales de confianza y
obediencia renovada que deben llevarse a cabo, si quieren seguir teniendo una relación
correcta con él, prerrequisito para la victoria. Estos preparativos básicos deben
realizarse antes de atacar Jericó. Desde el capítulo 1 en adelante se nos ha enseñado
que lo que más preocupa a Dios es que su pueblo observe fielmente todo lo que él
mandó por medio de Moisés, todo lo escrito en el libro de le ley (el Pentateuco). Una
omisión flagrante de esa obediencia caracteriza a toda esta generación de israelitas y
debe remediarse antes de que siga la acción.

Renovación de la obediencia al pacto


Resulta sorprendente que aunque la palabra “pacto” no se emplee en estos
versículos, se encuentra implícita en todas partes. La omisión flagrante es la no
circuncisión de la generación nacida después del éxodo. Este acto era necesario para
guardar los términos del pacto. La institución de la circuncisión como señal del pacto se
remonta a las instrucciones de Dios a Abraham en Génesis 17:10–14. Aunque se
practicaba en Egipto y por parte de otros grupos (véase Jer. 9:25, 26), el ritual tenía un
significado exclusivo para Israel, porque Dios lo ordenó con las siguientes palabras:
“Este es mi pacto que guardaréis, entre yo y vosotros y tu descendencia después de ti:
todo varón de entre vosotros será circuncidado” (Gn. 17:10). Todo niño varón debía ser
circuncidado a los ocho días de vida como requisito indispensable para poder ser
miembro de la comunidad del pacto de Dios. “Así estará mi pacto en vuestra carne
como pacto perpetuo” (Gn. 17:13). Sin embargo, parece ser que este mandato se había
ignorado o dejado en espera para toda una generación. Por esta razón, la orden de Dios
a Josué en el versículo 2 habla de circuncidarse “por segunda vez”. Es como si toda la
ordenanza tuviese que renovarse en una segunda entrega del pacto a la nación, ya que
“todos los del pueblo que nacieron en el desierto, por el camino, después de salir de
Egipto, no habían sido circuncidados” (v. 5). Este acto de obediencia es fundamental si
el pueblo de Israel quiere servir a los propósitos de Dios y conocer su presencia.
Se produce un incidente análogo justo antes de que Moisés se presente ante faraón
en Éxodo 4:24–26. En su viaje a Egipto para comenzar la obra del éxodo en obediencia
al mandato de Dios, Moisés se encuentra con el Señor en una posada del camino, y su
vida corre peligro, porque su hijo aún no estaba circuncidado. Su esposa Séfora lleva a
cabo las acciones oportunas y Moisés vive. El mensaje claro es que si Moisés va a
cumplir la voluntad de Dios como siervo suyo entregado delante del faraón en Egipto,
43
debe encontrarse en una posición de obediencia dentro de su propia casa. No podemos
esperar que la bendición de Dios se vea en la obediencia pública a sus órdenes si se
transige secretamente en el mundo privado personal y de la familia. La consagración y
la obediencia deficientes a la instrucción de la gracia de Dios es la raíz de la negativa a
recibir la promesa del pacto que las demanda. Como dice J. A. Motyer: “Esta relación de
la circuncisión con la promesa anterior muestra que el ritual indica el movimiento
misericordioso de Dios hacia el hombre, y sólo de forma derivada… la consagración del
hombre a Dios”.
Por esta razón, los versículos 2–9 constituyen una preparación fundamental para el
asalto a Jericó. El contraste entre ambas generaciones subraya la seriedad del asunto
(vv. 6, 7). La primera tuvo que retrasar cuarenta años su entrada en la tierra, porque
debía esperar que muriesen los que salieron de Egipto, “porque no escucharon la voz
del Señor” (v. 6). La ironía es que, aunque Dios ha prometido la tierra a sus hijos, esa
nueva generación corre el grave peligro de cometer el mismo error al descuidar la
exigencia de la circuncisión en el pacto, un acto de desobediencia o incluso rebelión (v.
7). Por tanto, Josué obedece la orden de Dios. Toda la nación se circuncida (v. 8) y, por
supuesto, en este hecho como en cualquier otro detalle, el tiempo de Dios es perfecto.
La curación a la que se hace referencia en el versículo 8 tomaría algún tiempo, durante
el cual Israel sería extremadamente vulnerable con todos sus guerreros inhabilitados.
Sin embargo, este es justo el momento en que los enemigos están paralizados por el
miedo, por lo que no existe peligro real de ataque por su parte.
Aquí encontramos lecciones de principios para el pueblo del pacto, tanto dentro del
nuevo orden como del antiguo. Las personas obedientes, que se ponen en manos de
Dios sin reservas, demuestran sus promesas y experimentan su protección, pero la
prueba solo se encuentra en la acción. Esta exige fe para obedecer, pero nunca
debemos intentar justificar nuestra desobediencia especulando sobre cuáles podrían
ser las consecuencias. Un cristiano debe vivir así. En ocasiones se necesita más fe para
confiar en Dios con respecto a las consecuencias de un acto de obediencia que para
llevar a cabo el mismo, pero en cualquier caso nunca somos más fuertes que cuando
dependemos de la palabra del Señor y la obedecemos. Por tanto, es importante que las
Escrituras gobiernen nuestros actos, no que sean una brillante idea o noción espiritual
que acaba de introducirse en nuestra mente. Sin embargo, cuando las Escrituras son
claras, debemos confiar y obedecer, conscientes de que se puede confiar en que Dios
velará por el resultado. El versículo 9 revela que, en este caso, será glorioso. El Señor
había eliminado el oprobio de Egipto, su cruel esclavitud y su escarnio en los cuarenta
años en el desierto, y Gilgal es el lugar que recibe su nombre por esta realidad. El verbo
hebreo “gálal”, que significa “rodar”, es sin duda la raíz del nombre que se le dio.
Este ritual de renovación del pacto tiene una relevancia aún más específica para
nosotros hoy como creyentes del Nuevo Testamento. En Colosenses 2:11, 12,
escribiendo a una iglesia principalmente gentil como apóstol a los gentiles, Pablo
afirma: “En él [Cristo] también fuisteis circuncidados con una circuncisión no hecha por
manos, al quitar el cuerpo de la carne mediante la circuncisión de Cristo; habiendo sido
sepultados con él en el bautismo, en el cual también habéis resucitado con él por la fe
44
en la acción del poder de Dios, que le resucitó de entre los muertos”. La señal del pacto
pasa de la circuncisión al bautismo en el nuevo orden, conforme al cual la señal externa
y visible habla de una gracia interna y espiritual. Esta consiste en “quitar… la carne”, la
forma de vida vieja, pecaminosa y egoísta. Esa es la realidad espiritual de la
regeneración, cumplida en nosotros por la obra salvadora de Cristo y a través de ella. La
señal física de la circuncisión siempre tuvo el propósito de conducir a un corazón
circuncidado, marcado por la obediencia a la ley de Dios. Ahora, en el evangelio, la ley
de Dios está escrita en el corazón del creyente, y el poder del Cristo resucitado
transforma a su pueblo, liberándolo de la influencia negativa de la naturaleza pecadora
y fortaleciéndolo para vivir una nueva vida. Las implicaciones de este hecho se explican
con más detalle en Filipenses 3:3, donde el apóstol dice a sus lectores: “Nosotros somos
la verdadera circuncisión, que adoramos en el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo
Jesús, no poniendo la confianza en la carne”. En su lugar, la confianza y la gloria del
cristiano se encuentran en el Señor Jesucristo, a quien adora por el Espíritu que mora
en él.
Estos son, pues, los fundamentos básicos sobre los que debemos edificar si
queremos entrar en todo lo que puede ser potencialmente nuestro por medio del
evangelio. Si el bautismo es la señal externa de iniciación en el cuerpo de Cristo,
entonces esa persona ha sido crucificada con él, ya no se apoya en su propia justicia
imaginada ni confía más en sí misma. No obstante, los cristianos somos personas
confiadas. Conocemos demasiado bien nuestro pecado y nuestra culpa, pero también
sabemos que por su gracia Dios ha lidiado con cada pecado y error, de una vez por
todas, en la cruz de Cristo. Cuando depositamos nuestra fe en su obra completa y
recurrimos a su poder por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros, podemos
comenzar a disfrutar en nuestra propia vida de los beneficios de su victoria sobre todos
los poderes hostiles.

La experiencia de las bendiciones del pacto


El pueblo de Israel puede ahora observar la Pascua (v. 10) gracias a su relación
renovada, expresada por su circuncisión. Una vez más, parece hacerse hincapié en su
atención sobre los detalles del mandato de Dios. En Éxodo 12:6, el cordero de la Pascua
debía sacrificarse el decimocuarto día del primer mes, “al anochecer”, y aquí el
paralelismo es exacto. El lenguaje tiene probablemente la intención de llevarnos a
recordar esa primera Pascua en Egipto, aunque sabemos que se había celebrado en el
desierto al año siguiente (Nm. 9:1–5) y, presumiblemente, en otras ocasiones. Sin
embargo, esta primera Pascua dentro de la tierra es una celebración única, porque
ahora se ha completado el ciclo. El mismo Dios que los sacó de Egipto por medio de la
sangre de la Pascua los ha traído a la tierra, tal como prometió. Como ya son un pueblo
circuncidado, la puerta para observar la fiesta está abierta.
Los versículos 11 y 12 subrayan otra gran bendición del pacto cuando el pueblo
come del fruto de la tierra por primera vez. Dios mismo lo provee en cumplimiento de
su promesa. Ese mismo día cesó el maná, que los había sustentado durante tanto
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tiempo en el desierto, claro indicativo adicional de que aquellos días habían pasado ya.
La referencia a los “panes sin levadura” puede señalar que estaban celebrando la fiesta
de los panes sin levadura, que comenzaba el día 15 del mes y duraba siete días (véase
Lv. 23:6). Este hecho no se afirma de forma directa en el texto, pero es una suposición
razonable. El primer día debía ser una “santa convocación” (Lv. 23:7), un día de reposo,
seguido por la celebración de las primicias (Lv. 23:9–14), cuando las ofrendas se
llevaban al Señor en primer lugar en gratitud por la cosecha, acto tras el cual ya se
podía comer lo recogido. Fue sin duda una ocasión trascendental para esta generación
que había dependido del maná durante tanto tiempo. En estos dos versículos, se nos
dice en tres ocasiones que comieron el producto de la tierra. La promesa de Dios se ha
cumplido.

Encuentro con el Dios del pacto


El capítulo acaba con un magnífico párrafo, rico en significado e instrucción. Aquí
tenemos la última pieza del rompecabezas de preparativos necesarios antes de que
pueda comenzar la conquista. Los versículos 13–15 resumen y subrayan las lecciones
que ya hemos estado aprendiendo, pero son también la clave de lo que seguirá en los
próximos capítulos. Se ha destacado, en varias ocasiones, los paralelismos con Moisés
en el libro, y puede que Josué esté viviendo su propio episodio de la “zarza ardiente”.
No hay duda de que el lenguaje empleado en el versículo 15 es muy parecido al de
Éxodo 3:5. Aquí tenemos una entrevista personal con el Señor del pacto, a fin de
preparar a su siervo para los desafíos que llegarán en el futuro.
El centro de atención pasa de Gilgal a Jericó, y de una nación a un solo hombre.
Josué debió de sentirse abrumado por la enorme responsabilidad a la que se estaba
enfrentando. Indudablemente, podía mirar atrás con gran agradecimiento por la
travesía del río, así como animarse y fortalecerse con la Pascua y las noticias que los
espías trajeron de Jericó (2:24). Sin embargo, la ciudad sigue ahí, ante él, sin ser
conquistada. Por tanto, es probable que haya salido en misión secreta de
reconocimiento para ver por sí mismo el estado de la situación en Jericó y planificar su
estrategia para el ataque. No estaba inactivo. Decidió hacer lo que pudiese para
obtener una visión detallada del asunto. Es un movimiento prudente, cuyo resultado es
inesperado y espectacular: al mirar hacia arriba, ve “un hombre… frente a él con una
espada desenvainada en la mano” (v. 13). Esta impresionante figura está preparada
para la acción militar, con su espada en la mano, ¿pero de qué lado luchará? La
pregunta de Josué a este respecto (“¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?”) es
totalmente razonable y esperada. Sin embargo, no recibe una respuesta directa (“No;
más bien…”, v. 14) porque no es la apropiada. La traducción de NVI, “De ninguno de los
dos”, podría entenderse como que tampoco está del lado de Israel, aunque sin duda lo
está. La mejor traducción es, pues: “No; pero…” o “No; porque…”. En otras palabras:
“Has preguntado mal, Josué, porque soy el capitán del ejército del Señor” (v. 14). No ha
venido a escoger un bando, sino a hacerse cargo de la situación.
La identidad exacta de esta figura superior no queda clara ni tampoco el ejército
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que encabeza. Puede referirse a los guerreros de Israel, como lo hace en la imagen del
éxodo, donde “los ejércitos del Señor” indica las filas de los israelitas (Éx. 12:41). No
obstante, la expresión “Señor de los ejércitos”, más común en el Antiguo Testamento,
parece hacer referencia a los seres angelicales de un ejército celestial, del que quizá era
líder supremo el visitante de Josué. Este hecho centra nuestra atención sobre su
identidad. Queda claro que viene con la autoridad de Dios, presumiblemente a
controlar y dirigir las tácticas para la toma de Jericó. Es posible que sea él quien
comunique las instrucciones divinas que siguen en 6:2–5, aunque no existe relación
textual directa con este misterioso personaje. Sin embargo, la reacción de Josué
demuestra rotundamente que es consciente, al menos, de estar en presencia de un
mensajero divino. Cae a tierra postrado en adoración (y no es reprendido). Pregunta
humildemente cuál es el mensaje que el comandante tiene para Josué, su siervo. Se le
dice que se encuentra sobre suelo santo, por lo que se quita las sandalias en reverencia
y obediencia (v. 15). D. M. Howard sugiere que todos estos detalles apuntan a que esta
figura es el comandante de las huestes celestiales de Yahvé, preparadas para luchar por
Israel, y comenta: “Nada indica que el hombre con el que Josué habló estuviese
asumiendo el mando personal del ejército de Israel, desplazando a Josué, y el lenguaje
del versículo 15 (relativo al suelo santo) demuestra rotundamente que se trata de un
ser divino que representa a Dios y a sus ejércitos”.
El comentario de Howard contiene un útil excurso sobre la “Identidad del Ángel del
Señor”, en el que sugiere tres posibilidades, reconociendo que, a la vista del silencio de
las Escrituras, no podemos ser precisos en relación a la misma. En resumen, las
opciones son: “(1) Un ángel con una comisión especial; (2) un descenso momentáneo
del propio Dios, que se deja ver; o (3) el propio Logos (es decir, Cristo), una especie de
preencarnación temporal de la segunda persona de la Trinidad” (citando a J. M.
Wilson). La conclusión a la que llega el propio Howard es que se trata de una revelación
que Yahvé hace de sí mismo que comunicaba su inmanencia a Josué y que “sin duda
anunciaba a Cristo de una forma tipológica, aunque no era él mismo”.
Lo que queda muy claro, y tiene quizá mayor significado para nosotros, es la
reacción de Josué a la visitación. Sus actos y sus palabras indican su sumisión absoluta a
la autoridad y dirección del comandante. Josué tiene todas las responsabilidades del
líder humano, pero el guerrero celestial ha venido precisamente a dirigir las
operaciones. Él es quien dictará la estrategia y entregará Jericó en manos de su pueblo,
dándole la victoria. ¿Podemos imaginarnos el gozo, la esperanza y el alivio absoluto que
Josué sintió cuando se postró sobre su rostro y adoró? Las tácticas para conquistar
Jericó no le fueron reveladas hasta que no adoptó esa postura.
Este Dios es nuestro Dios. ¡Qué alentador ver de nuevo cómo toma la iniciativa!
Josué fue a observar su problema y se encontró cara a cara con su Dios. Es frecuente
ver este mismo mecanismo obrando. Vamos, por así decirlo, a echar un vistazo a
nuestros problemas, a analizarlos detalladamente y expresar nuestras necesidades al
Señor en oración, y de pronto se hace la luz. Vemos los asuntos de forma más clara. Las
Escrituras cobran vida de una nueva manera. Algo de lo que no habíamos sido
conscientes anteriormente nos sorprende y de pronto nos damos cuenta de que Dios
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está con nosotros en la complejidad y la confusión, llamándonos a caer a sus pies y
encontrar una nueva seguridad mientras ponemos en sus manos todo lo que
desconocemos. Justo cuando lo necesitamos, el Señor se revela al hombre o la mujer
que camina con él en la oscuridad. Él es el comandante, el estratega supremo, e
inmediatamente todo el énfasis cambia. Josué ya no lleva las cargas solo. La pregunta
no es si el Señor está o no de nuestro lado, sino si estamos sometidos a su reinado
soberano y autoridad, porque él es el Señor de la tierra y del cielo, a quien pertenece
todo el poder.
La preparación básica para la caída de Jericó es que el líder terrenal se postre sobre
su rostro delante de Dios. Ese es el requisito previo para que los planes del Señor se
desvelen y se active su propósito. Este mismo principio es válido en la actualidad para la
iglesia de Dios y para sus miembros individuales. Cuando vivimos en alegre sumisión a
su voluntad, revelada en su Palabra, él puede levantarnos y guiarnos. Debemos
preocuparnos mucho más de sus prioridades que de nuestros planes, nuestra
organización de las estrategias, nuestra colocación de las escaleras de asalto o nuestra
construcción de arietes. Puede que ni siquiera los necesitemos. Lo que debemos hacer,
como pueblo de Dios, es reconocer al comandante del ejército del Señor, adorarlo en su
santidad y gloria, y ponernos sin reservas a su disposición. Esto es lo que cambia las
cosas. Entonces no pensaremos principalmente en nuestra iglesia, nuestra obra, nuestro
servicio; no nos volveremos introvertidos ni nos centraremos en los problemas. En su
lugar, veremos que todo se encuentra en las manos del comandante (incluidas nuestras
pequeñas vidas) y que la mayor maravilla de todas es que se digna tomar y utilizar una
masa de arcilla poco prometedora como usted y como yo.
Tú que todo lo dispones y eres Juez de la tierra,
que escogiste para ti al débil y al pobre;
frágiles vasos de barro y cosas sin valor
y les entregaste tus riquezas eternas.
Esos vasos pronto fallan, aunque llenos de tu luz,
y a tu orden se rompen y desaparecen;
entonces aparece tu verdad en su poder,
como el brillo de los relámpagos entre las nubes.
Su sonido retumba: “Cristo Jesús el Señor”;
y Satanás teme, sus fortalezas caen;
como a tu orden sonaron las temibles trompetas
y, con una explosión, cayeron los muros cananeos.
Resuenen las trompetas y que agite su son,
para despertarnos, oh Señor, del sopor del pecado;
las luces que tú encendiste en la oscuridad nos rodeen.
Ilumina, tú, nuestro espíritu profundamente.

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(Traducción libre del himno: “Disposer supreme, and Judge of the earth”).

La batalla que no fue


Josué 6:1–27

“Josué peleó la batalla de Jericó, y los muros se desplomaron”, dice el viejo cántico.
Es cierto a la vez que erróneo. Los muros se derrumbaron sin lugar a duda y “el pueblo
avanzó sin ceder ni un centímetro, y tomó la ciudad” (v. 20 NVI), pero no hubo batalla
que pelear. Dios entregó Jericó en manos israelitas, y todo el relato de este gráfico
capítulo 6 se centra en el misericordioso regalo del Señor soberano. Si existiese un caso
práctico del Señor como héroe de la narración, es este capítulo.
Habíamos dejado a Josué postrado en adoración sobre el suelo santo creado por la
manifestación del propio Señor como capitán de su ejército (5:13–15). Josué había ido a
inspeccionar su problema (Jericó) y se encontró cara a cara con su comandante.
Probablemente, había salido a pensar con qué estrategia militar asediar esa ciudad
fronteriza, extremadamente fortificada, y en su lugar descubrió que el plan de Dios para
él era que se quitase las sandalias y adorase. Es una lección impactante, pero que se
puede malinterpretar con facilidad. No justifica la inactividad. Como veremos, el pueblo
de Dios tenía un importante papel que desempeñar en la conquista y destrucción de la
ciudad de Jericó. No se les entregó en bandeja, por así decirlo, mediante una
intervención sobrenatural abrumadora que no les exigiese hacer nada. Sin embargo, el
Señor escogió la forma en que llegaría la victoria, de manera que este primer triunfo,
regalo de su comandante misericordioso y soberano, quedase grabado en su memoria…
Lo que aconteció al principio debía ser el patrón a seguir para todo futuro avance
dentro de la tierra de la promesa y del reposo. Más adelante, nuestro escritor
reflexionará que “el Señor dio a Israel toda la tierra que había jurado dar a sus padres…
Y el Señor les dio reposo en derredor” (21:43, 44). Este es el principio de validez
duradera que se nos enseña aquí. La acción obediente en respuesta a las promesas
hechas por Dios es el canal por el cual la divina gracia soberana se experimenta en la
vida de los suyos.
Las tácticas varían según cada situación, pero el principio sigue siendo el mismo. La
generación anterior había aprendido las mismas lecciones cuando salieron de Egipto
por primera vez. Guiados por Dios hasta su lugar de campamento, frente al mar, con
una barrera insuperable delante de ellos y con las tropas de élite del faraón echándose
encima, por la retaguardia, Moisés les ordena: “No temáis; estad firmes [o quietos] y
ved la salvación que el Señor hará hoy por vosotros… El Señor peleará por vosotros
mientras vosotros os quedáis callados [o quietos]” (Éx. 14:13, 14). El mar se divide, el
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pueblo cruza y, cuando los egipcios perseguidores son destruidos, Israel es consciente
de que tan sólo un poder sobrenatural los ha salvado. Sin embargo, cuando tres
capítulos más adelante los amalecitas atacan en Refidim, Moisés ordena a Josué:
“Escógenos hombres, y sal a pelear contra Amalec”. El resultado es que “Josué deshizo
a Amalec y a su pueblo a filo de espada” (Éx. 17:8–13). Por supuesto, el elemento divino
no está ausente aunque la actividad humana es mucho más dominante. La batalla solo
se inclina del lado de Israel cuando las manos de Moisés se levantan hacia el cielo, con
la vara de Dios como señal física de su dependencia exclusiva del poder del Señor para
liberar a su pueblo de sus enemigos. La memoria de estos hechos, escrita en un libro y
recitada “a Josué” (Éx. 17:14), tendría sin duda una profunda influencia en la educación
militar y espiritual de este joven guerrero. Ahora, en Jericó, las lecciones muestran
exactamente el mismo principio.
El versículo 1 inicia la narración como una franca declaración de hecho, la realidad
de la situación, y también como una explicación motivadora. Jericó está totalmente
alerta “a causa de los hijos de Israel”, una frase que resume todo lo que Dios ha hecho
por su pueblo para llevarlos hasta ese punto. Puede que Jericó sepa muy poco del Dios
de Israel y quiera darle aún menos credibilidad, pero no puede ignorar a la multitud que
ha cruzado el Jordán desbordado y que ahora amenaza la ciudad. Los acontecimientos
recientes no les dan confianza alguna en que el conflicto sea evitable. Por tanto, cierran
las escotillas. No hay forma de salir ni de entrar. Jericó es una ciudad sitiada. Según
todas las reglas normales de la intervención militar, esta situación de punto muerto
debe resolverse con un ataque israelita. Sin embargo, la perspectiva es desalentadora
para un cuerpo de guerreros mal preparados y sin experiencia. Es tan imposible pensar
que puedan tomar esta ciudad de guarnición como lo había sido creer que podrían
cruzar el Jordán desbordado, pero Dios…

Iniciación divina
Los versículos 2–5 incluyen las instrucciones de Yahvé a Josué, que se transmiten a
los sacerdotes (v. 6) y al pueblo (v. 7). Aquí se revelan las tácticas y la agenda para el
resto del relato. Es la respuesta a la pregunta de Josué, “¿Qué dice mi señor a su
siervo?” (5:14), e indica que la división del capítulo no nos sirve aquí. Estos versículos
constituyen las estrategias del comandante divino. Como siempre, los mandatos se
basan en las promesas; los imperativos solo son posibles por los indicativos. Así pues, el
versículo 2 es una gran declaración de hecho, aunque su experiencia es totalmente
futura: “Mira, he entregado en tu mano a Jericó”. “Mira” llama la atención de Josué
hacia este hecho como la revelación suprema sobre la que se apoya todo lo demás.
Mira, pon tu atención aquí, concéntrate en esto. No existe atisbo de duda acerca del
resultado. Es un eco de la promesa de 1:3, que vino acompañada de la orden de cruzar
el Jordán: “Todo lugar que pise la planta de vuestro pie os he dado”. Aún no es vuestra
físicamente, pero lo será y esto es tan cierto en la providencia de vuestro Dios
todopoderoso y soberano, que el futuro puede expresarse con un tiempo de acción
terminada (“os he dado…”).
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El mandato se da basándose en esto: “Marcharéis alrededor de la ciudad…” (v. 3).
Después, se dan todas las instrucciones posteriores. Cada uno de los seis días
siguientes, todo el ejército debe marchar alrededor de la ciudad una vez. No se hace
hincapié en los hombres de guerra, sino en el arca del pacto, el símbolo de la presencia
divina. Dios está con su pueblo, en medio de los suyos, para conseguir esta victoria para
ellos. No está lejos o a cierta distancia, sino liderando a su pueblo con su presencia, tal
como lo había hecho a lo largo de todos los años en el desierto. Por esta razón el texto
insiste tanto en el número “siete”, que aparece en cuatro ocasiones en un solo versículo
(v. 4). El siete es el número de la perfección o plenitud divina, y refleja el séptimo día de
reposo al final de los seis días de la creación. Los seis anteriores dando la vuelta a la
ciudad deben, pues, completarse o encontrar su culminación en el séptimo, con sus
siete recorridos alrededor de Jericó. Siete sacerdotes con un cuerno de carnero cada
uno anuncian la presencia del arca, tocando continuamente (v. 9) y culminando con un
largo toque tras la séptima vuelta en el séptimo día, la señal para que el pueblo grite a
gran voz y caigan los muros de la ciudad. La nota al pie atrae nuestra atención hacia la
traducción literal tanto en el versículo 5 como en el 20: “la muralla de la ciudad caerá
en su lugar”; es decir, caerá como si la presión viniese de arriba en lugar del exterior.
Me pregunto cuál sería la reacción cuando Josué transmitió esta estrategia divina a
los sacerdotes y a todo el pueblo (vv. 6, 7). Desde el punto de vista humano, parece un
plan muy irrelevante y obviamente ineficaz; sin embargo, esas personas habían visto el
caudal del Jordán detenido y entraron en la tierra pasando por su lecho. Por tanto,
obedecieron las órdenes dadas, porque las promesas sobre las que se edificaron se
afrontaron con fe. Así es cómo el Nuevo Testamento nos enseña que debemos
considerar este acontecimiento. “Por la fe cayeron los muros de Jericó, después de ser
rodeados por siete días” (He. 11:30). Por la voluntad soberana de Dios y su irresistible
poder, sí, pero también en respuesta a la fe de Israel, indicada por su obediencia a sus
instrucciones. Woudstra comenta: “Las ciudades de Palestina no eran grandes en esa
época. Jericó tenía un medía unos 225 por 80 metros, y su circunferencia era de 600
metros. No conocemos la longitud de la columna que marchó alrededor de la ciudad.
Este dato dependería también de su profundidad. A la vista del gran número de
marchadores, podemos suponer que el principio de la misma habría llegado ya al
campamento cuando los demás realizaban aun el recorrido”. Esta observación resulta
útil, porque suscita preguntas acerca de los siete recorridos sucesivos en el séptimo día.
Sin embargo, la narración no acentúa tanto los detalles del plan, sino más bien la fe que
incuestionablemente lo puso en marcha.

Cumplimiento detallado
Los versículos 8–14 se centran en la detallada ejecución de las órdenes relativas a
los preparativos para la caída de la ciudad, que se describe en los versículos 15–21, en
el contexto de mandatos e instrucciones más precisos sobre la forma de proceder de
Israel. Aunque las mismas se coloquen en el punto culminante de la narración en el
séptimo día, a fin de hacer hincapié en su importancia y quizá también para realzar su
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espectacular efecto (vv. 17–19), no es descabellado suponer que fuesen comunicadas
con anterioridad al acontecimiento en lugar de la inmediatez del momento, ya que
regulan cuál debe ser la conducta de Israel tras la caída de los muros.
Con sus palabras, los versículos 8–11 nos ofrecen una imagen elocuente de la
circunvalación del primer día. El ejército se divide en dos partes, la primera de ellas
lidera la procesión (v. 9a), pero la atención se centra sobre los sacerdotes que tocan la
trompeta, anunciando la llegada del elemento fundamental de todo el acontecimiento,
mencionado, empleando su título completo en el versículo 8b, “el arca del pacto del
Señor”. El resto del ejército forma la retaguardia (v. 9b). El propósito del desfile es
centrarse en el arca y, por tanto, en el Señor, de forma que tanto Israel como Jericó
conozcan quién es responsable de lo que está a punto de acontecer. El único sonido es
el de las siete trompetas tocadas continuamente, pero no se oyen gritos ni palabras
entre el pueblo en ese primer día ni en los demás, hasta el séptimo. El clamor debe
reservarse para el final (v. 10b). Todo ello ayuda a incrementar el espectacular
desarrollo de la narración, como lo hace la información práctica del versículo 11 y la casi
prosaica repetición de los detalles en los versículos 12–14, que describen el segundo día
de idéntica actividad. Nosotros, los lectores, sabemos lo que va a ocurrir en el séptimo
día, pero se nos hace esperar el desenlace (por así decirlo), en nuestro caso con el
recurso de la repetición, que crea tensión. Aquí tenemos una gran técnica de narración
de historias.
Por fin llegamos al séptimo día (v. 15a), comenzando al amanecer y con siete vueltas
que dar a la ciudad. No se ofrece ninguna descripción adicional hasta que se cumple la
orden de gritar (v. 20). Sin embargo, entre medias encontramos lo que parece ser una
especie de anticlímax, las detalladas instrucciones acerca de lo que debe hacerse con la
ciudad y su pueblo, incluida Rahab. Sin embargo, el posicionamiento aquí es muy
significativo. Siguiendo la coherencia narrativa necesitamos la información de los
versículos 18 y 19 para comprender lo que va a ocurrir en el capítulo 7. Tenemos, por
tanto, un vínculo con la línea histórica continua. No obstante, lo que ocurre
espiritualmente constituye la lección principal de la victoria de Jericó, ocupando así el
escenario central, porque es la perspectiva más importante de la narración. Se
encuentra ahí para enseñar a Israel principios esenciales que deben regular la conquista
y la posterior posesión de la tierra. El tiempo de acción completada en el versículo 16
quizá pueda traducirse mejor “Josué había dicho”, aunque la orden “¡Gritad!” se da sin
duda en ese preciso momento.
Con la excepción de Rahab y de todos los reunidos en su casa, marcada con el
cordón escarlata y por su fe en la promesa de Dios por medio de los espías (2:14–21),
“la ciudad será dedicada al anatema, ella y todo lo que hay en ella” (6:17). Cuando cae
la ira de Dios, los pecadores solo pueden ser rescatados por la fe en cualquier provisión
de su gracia, que él ofrece. Israel aprendió esa lección en la noche de la Pascua en
Egipto (Éx. 12:13) y aquí se enseña de nuevo. La fe de Rahab, expresada en sus obras, es
el medio por el cual es justificada y rescatada del juicio de Jericó (véase Stg. 2:24–26). El
resto de la ciudad y sus tesoros deben destruirse, como Dios había ordenado
anteriormente por medio de Moisés (Dt. 7:1–5; 20:16–18).
52
Debemos detenernos aquí para explorar lo que resulta un concepto extraño para los
oídos modernos y para muchas personas, censurable e inaceptable. Esta es la primera
aparición en la narración de Josué del concepto “anatema”, descrita en la nota al pie de
la NTV como “la consagración total de cosas o personas al Señor, ya sea destruyéndolas
o entregándolas como ofrenda”. El nombre es hèrem y su raíz verbal (hàram) significa
apartar, o consagrar, con el objetivo de que lo apartado pertenezca al Señor, a fin de
que él determine de forma absoluta su uso o destrucción. La propiedad es suya total e
irrevocablemente. Ahora, por supuesto, en el sentido más fundamental, esto es válido
para cualquier ser humano o cosa dentro del orden creado del universo. Todo
pertenece a Dios, porque él lo ha creado todo. Cualquier artefacto humano depende
totalmente de las materias primas elaboradas por el Señor. De hecho, él tiene el
derecho de disponer de todo lo creado según su voluntad soberana. El tema bíblico
alcanza su desarrollo en el Nuevo Testamento en Romanos 9:21, 22, donde el apóstol
escribe: “¿O no tiene el alfarero derecho sobre el barro de hacer de la misma masa un
vaso para uso honorable y otro para uso ordinario? ¿Y qué, si Dios, aunque dispuesto a
demostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de
ira preparados para destrucción?”. Como ha dicho anteriormente, no tenemos derecho
a replicar al Creador (Ro. 9:20) o cuestionar su sabiduría. Así pues, no puede haber
debate acerca de la justicia del juicio de Dios contra Jericó.
La justicia divina de la conquista de Canaán es un tema importante en el Antiguo
Testamento. Cuando Dios promete la tierra a los descendientes de Abraham en Génesis
15:16, también declara que pasarán varias generaciones antes de que la promesa se
haga realidad, “porque hasta entonces no habrá llegado a su colmo la iniquidad de los
amorreos”. Ahora sí ha llegado el momento en que lo ha hecho. Moisés dijo al pueblo
en Deuteronomio 9:5: “No es por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón que vas a
poseer su tierra, sino que por la maldad de estas naciones el Señor tu Dios las expulsa
de delante de ti, para confirmar el pacto que el Señor juró a tus padres Abraham, Isaac
y Jacob”. El juicio siempre es el último recurso de Dios y en este caso se produjo
después de generaciones de provocación. Esa maldad o inmundicia se describe
gráficamente en Levítico 18, que se centra en las perversiones sexuales, el sacrificio de
niños y otras “abominaciones” al Creador: “Porque por todas estas cosas se han
contaminado las naciones que voy a echar de delante de vosotros. Porque este tierra se
ha corrompido, por tanto, he castigado su iniquidad sobre ella, y la tierra ha vomitado a
sus moradores” (Lv. 18:24, 25). Al reconocer la consagración de estas cosas a Yahvé
para destruirlas, Israel en efecto estaba siendo apartado, no como hèrem ni según sus
hechos, sino como el pueblo escogido de su Señor del pacto que los rescató,
redimiéndolos de la esclavitud para que fuesen su posesión especial, su cofre del
tesoro, su propiedad exclusiva. Su propósito consiste, por tanto, en ser apartados para
la santidad y la vida en lugar del juicio y la destrucción. “Toda cosa dedicada es
santísima al Señor” (Lv. 27:28). Todo lo que se ha descubierto acerca del paganismo
cananeo sólo sirve para confirmar las repugnantes y salvajes manifestaciones del mal
que eran endémicas en su cultura idólatra. Así pues, no se puede acusar de injusto al
Dios Creador de justicia y juicio perfectos.
53
Tampoco se puede aducir que las naciones de la tierra prometida no fuesen
culpables, porque no habían recibido la ley mosaica. Una vez más, el Nuevo Testamento
nos ayuda a tener absolutamente clara esta cuestión y constituye un principio
fundamental de interpretación bíblica, que muestra que la revelación posterior
presenta la clave interpretativa para una correcta comprensión y aplicación de la
anterior. Cuando habla de que la ira de Dios se ha revelado contra toda impiedad e
injusticia humanas, Pablo considera moralmente culpable a toda la raza delante del
Señor por la supresión de la verdad que ha sido revelada. “Porque lo que se conoce
acerca de Dios es evidente dentro de ellos, pues Dios se lo hizo evidente. Porque desde
la creación del mundo, sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto
con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que no tienen
excusa” (Ro. 1:19, 20; cp. Ro. 1:18). Esta es la razón por la que Hebreos 11:31 puede
afirmar que “por la fe la ramera Rahab no pereció con los desobedientes, por haber
recibido a los espías en paz”. Los ciudadanos de Jericó fueron desobedientes. No
carecían del conocimiento de Dios; tenían su revelación general y el residuo de su
imagen dentro de cada ser humano creado, aunque rebelde y depravado. Además,
recibieron la revelación específica de la liberación redentora de Israel de la esclavitud
egipcia por parte de Dios y habían sido testigos de la travesía milagrosa del Jordán. No
les faltaban evidencias, pero, a diferencia de Rahab, decidieron ser desobedientes. Por
consiguiente, después de generaciones de creciente rebelión y negativa a creer, el juicio
de un Creador justo debía caer de forma irrevocable. Las acusaciones del “nuevo
ateísmo” de que los juicios de la conquista constituyen una limpieza étnica xenófoba
encajan bien en la hostilidad de la cultura contemporánea que rechaza a Dios, pero se
encuentran muy alejadas de la realidad en términos del testimonio de las Escrituras
como palabra de Dios mismo.
El texto de Josué destaca en sí mismo el endurecimiento del corazón de los
cananeos contra Dios y sus propósitos, así como su negativa a pedir la paz. De hecho,
11:19, 20 subraya que, tal como ocurrió con el faraón en Éxodo, este endurecimiento
de corazón fue también un acto de juicio por parte de Dios. Conocían lo suficiente
acerca de las grandes victorias que Yahvé había obtenido para su pueblo, pero se
negaban a doblar su rodilla. Si Rahab estaba dispuesta a cambiar, los demás también
podrían haberlo estado. Si los gabaonitas (cap. 9) estaban dispuestos a pedir la paz,
aunque por medio del engaño, otros podrían haber buscado un acercamiento parecido.
En su lugar, deciden resistir al Dios de Israel y sufren las consecuencias. Como comenta
David Howard: “Debemos destacar que las instrucciones dadas a Israel de aniquilar a los
cananeos eran específicas en tiempo, propósito y geografía. Es decir, no se dio carta
blanca a la nación para que hiciese lo mismo a cualquier pueblo que encontrase, en
cualquier momento o lugar. Se limitaba a la época crucial en la que Israel se estaba
estableciendo como teocracia bajo Dios, para proteger su adoración, así como para
castigar a esos pueblos concretos”.
Volviendo ahora al texto de 6:18, 19, vemos cómo funcionaba el principio del
hèrem. Si todo lo que había en Jericó pertenecía a Dios, entonces apropiarse de
cualquier objeto, como utensilios de plata, oro, bronce y hierro, o vestidos valiosos,
54
sería unirse a algo que debía ser destruido. El campamento de Israel pasaría entonces a
estar sujeto a destrucción, no solo por robarle a Yahvé algo que le pertenecía por
derecho, sino también porque adueñarse de cosas consagradas hace que la persona sea
susceptible de ser destruida como “propietario” humano de las mismas.
La caída real de Jericó se recoge con una descripción mínima en el versículo 20,
cuando las trompetas suenan y el pueblo grita, probablemente como alarido de guerra
y también como celebración de la victoria, ya que la destrucción fue instantánea. Los
israelitas obedecieron con detalle y la destrucción fue terrible (v. 21).

Liberación prometida
Con el cordón escarlata en la ventana, la casa de Rahab sería fácilmente
reconocible, pero ahora que los muros han caído lo es presumiblemente más ya que la
misma sigue en pie. Cualesquiera que sean los detalles, los dos espías vuelven ahora a
la historia y, obedeciendo concretamente un mandato directo de Josué, se dirigen a la
casa de Rahab y la sacan de ella junto a su familia, rescatadas por la fidelidad de Israel a
la promesa hecha y por la fidelidad de ella hacia ellos. Gracias a su fe en Yahvé como
Dios verdadero y vivo, tanto ella como los suyos sobreviven (v. 25). Aunque el versículo
añada que “ella ha habitado en medio de Israel hasta hoy”, no quiere decir
necesariamente que el libro se escribiese poco después del acontecimiento. El uso de
un nombre propio como Abraham o David puede, en ocasiones, hacer referencia a sus
descendientes, pudiendo ser el caso aquí. Sin embargo, datar el texto no es el propósito
de esta declaración. Más bien, se trata de uno de esos comentarios de efectos a largo
plazo. Las promesas de Dios tienen un valor duradero. Él no faltará a su palabra y allí, en
medio de Israel, está la prueba. Rahab y su familia comenzaron fuera del campamento
de Israel (v. 23b), pero pronto pasaron a vivir en medio del pueblo y, finalmente, la
primera encuentra su verdadero lugar en la genealogía de Cristo, en Mateo 1:5. Los
actos de fe producen efectos perdurables. Como Jericó fue la primera ciudad de la
conquista, vencida únicamente por el poder de Dios, y debido a que pertenecía
exclusivamente a él, cualquier intento de reconstrucción se consideraría un acto de
rebelión “delante del Señor”, equivalente al desafío arrogante que provocó por primera
vez su juicio sobre la ciudad original. El versículo 26 expone los términos de forma muy
clara y 1 Reyes 16:34 muestra sus consecuencias muchas generaciones después. Como
contraste, el resumen del versículo 17 confirma la cantinela creciente del libro. Josué
continúa creciendo en importancia, no sólo entre los israelitas, sino “por toda la tierra”,
porque el Señor está con él. No existe otra explicación posible y ninguna es necesaria.
Como los israelitas creen y obedecen la palabra de Dios, el Dios de la palabra está con
su pueblo para darle todas las bendiciones de su fidelidad al pacto. Todo parece
favorable tras esta primera gran victoria, pero tristemente la historia se tuerce en este
momento y empeora.
¿Dónde nos deja esto, pues, como creyentes cristianos del siglo XXI, sabiendo que el
Dios de Josué también es el nuestro, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo?
Primeramente, es importante subrayar que la iglesia no debe aplicar los principios de
55
las cosas consagradas a nuestra muy diferente ubicación en el espacio y el tiempo. El
mal sigue descontrolado en nuestro mundo y quizá el indicador de si somos
verdaderamente el pueblo de Dios sea la profundidad con la que compartimos en
nuestro corazón su odio al pecado y la determinación con la que nos apartamos del
mismo. Por ahí debemos empezar antes de imaginar que podemos sentarnos a juzgar a
otros. Allá donde veamos manifestaciones del mal, debemos enfrentarnos a las mismas
con energía y decisión, pero empleando las armas que Dios ha provisto para esta guerra
cósmica espiritual. Existen varias formas en que el Nuevo Testamento nos ayudará a
aplicar correctamente Josué 6.
Cuando escribe a los corintios, Pablo declara: “Pues aunque andamos en la carne,
no luchamos según la carne; porque las armas de nuestra contienda no son carnales,
sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y
todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo
todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:3–5). Esta guerra se
libra para salvar la mente y el corazón de hombres y mujeres de las cadenas del mundo,
la carne y el diablo, por medio de la proclamación y aplicación del evangelio de la gracia
de Dios. Además, “nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados,
contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes
espirituales de maldad en las regiones celestiales. Por tanto, tomad toda la armadura
de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiéndolo hecho todo, estar firmes”
(Ef. 6:12, 13). Lejos de enrolarnos en alguna forma de guerra santa contra otros seres
humanos, los cristianos debemos concentrarnos en que Cristo ya ha ganado por
nosotros con su gran obra redentora y luchar la batalla espiritual contra las arremetidas
del diablo “en las regiones celestiales”. Por esta razón, la verdad, la justicia, el evangelio
de paz, la fe, la salvación y la palabra de Dios son las armas fundamentales para esta
batalla espiritual (Ef. 6:14–17). Jesús es quien obtiene la victoria para el pueblo de Dios,
no la yihad. Si queremos ver las Jericós de nuestro mundo contemporáneo caer delante
del evangelio de la gracia de Dios, solo será en los términos del comandante del ejército
del Señor y por su poder, que da vida. Él dice a los ciudadanos de su reino: “Amad a
vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro
Padre que está en los cielos” (Mt. 5:44, 45).
Esta perspectiva del Nuevo Testamento eleva la batalla por encima de la visión
temporal de este mundo hasta las realidades eternas del reino celestial y la vida del
mundo venidero. Los cristianos no luchan contra individuos, ni siquiera contra otras
creencias erróneas o sistemas religiosos. El ejército del Señor debe pelear contra el
mundo y la carne, las presiones del mal fuera y dentro de nosotros, así como contra el
diablo mismo, que se encuentra detrás de todos estos, manipulándolos para la
destrucción de Cristo y su iglesia. Allí es donde debemos unirnos a la batalla, en los
lugares celestiales. Sin embargo, si el enemigo consigue que luchemos en batallas
terrenales con armas humanas, nada le agradará más, sobre todo cuando esas
contiendas tienen lugar entre creyentes en la iglesia. Los principios de Jericó siguen
aplicándose. (1) Debemos averiguar, escuchar, aceptar y adoptar la estrategia divina
para la victoria, revelada en todas las Escrituras, la Palabra de Dios, viva y perdurable.
56
(2) Como Cristo es el Comandante, nuestro trabajo es confiar en él, creer sus
maravillosas promesas y obedecerle con una atención minuciosa y meticulosa. No
siempre sabemos por qué se nos llama a cierta forma de proceder, pero si la Palabra de
Dios lo dice, debemos obedecer. (3) La batalla pertenece al Señor. Él conoce el final
desde el principio y sabe exactamente cómo llevarnos allí. Nada queda nunca fuera de
su control soberano y “sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan
para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito” (Ro. 8:28).
Como Charles Spurgeon observó: “Si todas las cosas obran juntas para nuestro bien, no
queda nada entonces para nuestro mal”. No debemos malgastar tiempo o energía
especulando o tratando de imaginar cómo conseguirá hacer Dios lo que nos parece
francamente imposible. Nadie habría pensado en la estrategia del Señor contra Jericó ni
en un millón de años. Josué no tuvo que diseñar la victoria; Dios la concedió. Nuestro
problema es que con demasiada frecuencia anteponemos nuestros planes a las
prioridades del Señor y nos convencemos imprudentemente de que nuestro ingenio
puede sustituir a nuestra obediencia. Sin embargo, Jericó no cederá ante ningún poder
que no sea la autoridad soberana del Señor, de la cual nosotros, su pueblo, nos
apropiamos en nuestra marcha de obediencia y nuestro grito de fe.
¡Oh iglesia, levántate y ponte tu armadura!
Escucha el llamado de Cristo nuestro capitán;
porque ahora los débiles pueden decir que son fuertes
en la fortaleza que Dios les ha dado.
Con el escudo de la fe y el cinto de verdad
resistiremos a las mentiras del diablo.
Un ejército valiente cuyo grito de batalla es “¡Amor!”
alcanzando a aquellos en tinieblas.
(Letra del himno “O Church Arise”, traducción al español tomada de
http://todoporgracia.blogspot.com)

La tragedia golpea
Josué 7:1–26

El giro brusco de los acontecimientos es un elemento habitual en nuestra


experiencia humana. ¡Cuántas veces hemos visto a un equipo de fútbol jugando
tranquilo con un gol de ventaja sobre su rival y, de repente, perder el partido con dos
tantos rápidos de este, en los cinco últimos minutos! La marca de un gran campeón del
tenis es su capacidad de remontar dos sets de desventaja y ganar finalmente en cinco.

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Tenemos una descripción irónica de este en la expresión “arrancar la derrota de las
fauces de la victoria”. Sin duda es lo que parece estar aconteciendo aquí en Josué 7. El
capítulo anterior acaba con un broche de oro: los muros de Jericó reducidos a
montones de escombros. Podríamos pensar que Israel se encontraba en la cresta de la
ola, a punto de disfrutar de una serie ininterrumpida de victorias mientras ocupan la
tierra. Sin embargo, ocurre lo contrario, y aquí en el capítulo 7 la tragedia golpea.
La primera palabra del versículo 1 adelanta un comentario de mal agüero: “Mas…”.
En realidad, tal como ocurre con 6:1, todo el primer versículo establece la situación que
el resto de la narración expone y explica. Los muros de Jericó cayeron por el poder del
Dios todopoderoso de Israel, que entregó la ciudad en manos de su pueblo. Israel no
tuvo que vencer a sus enemigos por la fuerza de las armas o las proezas militares. No
obstante, cuando Jericó cayó ese día tuvo lugar una batalla, un conflicto dentro del
corazón de los propios israelitas, una lucha por seguir confiando en Dios y observar sus
instrucciones en minuciosa y disciplinada obediencia. Fue una batalla que Acán perdió
de forma espectacular. El ejército se mantuvo firme en su recorrido obediente
alrededor de los muros, pero, en el momento de la victoria, Acán hijo de Carmi “tomó
de las cosas dedicadas al anatema”. Woudstra señala la importancia del significado
literal del verbo, traducido frecuentemente “transgredir”. “Significa ‘actuar a
escondidas’ ”, por tanto “ ‘traicioneramente’, ‘en secreto’. Indica un abuso de confianza
(Lv. 5:15), generalmente contra el Señor, como en este caso, hurtando o apropiándose
de lo consagrado a él”. Además, toda la nación estaba implicada en este acto de
infidelidad al pacto, porque el hurto de Acán provocó que la misma sufriese la gran ira
del Señor ardiendo contra ella (v. 1).
Se nos cuenta lo ocurrido justo al comienzo del capítulo, de forma que todo lo que
sigue tenga sentido espiritual para nosotros. No obstante, por supuesto, Josué no supo
nada de ello hasta la mitad de la narración, ni tampoco la nación en conjunto, y, sin
duda, Acán imaginó que se había salido con la suya. Sin embargo, el concepto del
“anatema” tenía el propósito de enseñar a Israel lecciones de santidad y separación,
que habían estado en el programa de Dios desde que se encontró con Moisés en la
zarza ardiente en Sinaí y le ordenó quitarse las sandalias por estar pisando suelo santo.
Tendemos a pensar en la santidad en cierto modo ético como la palabra que describe la
justicia moral perfecta de Dios. Sin duda lo hace, pero con ello pasa a ser una palabra
clave que distingue al Señor de su creación. Santidad habla de su “alteridad” absoluta,
no solo en perfección moral, sino en todos los atributos divinos que separan al Creador
de la criatura. Es la palabra que describe la propia deidad del Señor. Por tanto, estar
aliado con este ser divino supremo exige que su pueblo se aparte o se separe a fin de
reflejar su alteridad, que lo diferencia de un mundo incrédulo y rebelde. Cuando se
persigue implacablemente esa rebelión, como en el paganismo cananeo, debe
apartarse finalmente para su destrucción. Sin embargo, en el caso de la comunidad
redimida de los pecadores, salvados por la sangre del sacrificio escogido por Dios, sus
miembros deben apartarse como posesión especial del Señor, para vivir reflejando su
santidad perfecta “en medio de una generación torcida y perversa” (Fil. 2:15). Este
llamamiento también es para nosotros, como Pablo deja claro, ya que somos la nueva
58
comunidad del pacto.
En muchas ocasiones en la historia nacional de Israel, aunque sólo tiene cuarenta
años de edad en este momento, el juicio de Dios ha caído sobre aquellos que se rebelan
contra él y quebrantan voluntariamente el pacto. La justicia ética únicamente puede
hacerse posible por medio de la confianza y la obediencia al pacto. Israel debía
mantenerse santo, puro e inmaculado de toda la contaminación de la idolatría pagana
que lo rodeaba. Por esta razón tenemos el relato de la rebelión de Coré en Números 16,
cuando el Señor “hace algo enteramente nuevo” en el momento en que “la tierra abre
su boca y los traga con todo lo que les pertenece”. Por eso se nos habla de la plaga de
serpientes en Números 21:4–9 como respuesta a la impaciencia y a las quejas ingratas.
Por ello, también Números 25 relata que cuando el pueblo de Israel transigió en
mantener relaciones sexuales con los moabitas y “se postró ante sus dioses… Israel se
unió a Baal Peor, y se encendió la ira del Señor contra Israel” (Nm. 25:2, 3), falleciendo
24000 a consecuencia de la mortandad causada por el juicio de Dios. El Señor no está
dispuesto a tener un doble rasero en relación a su trato a Israel y los cananeos. Josué
no es la narración de una limpieza étnica; Dios no transige con Israel, ofreciéndole
términos más favorables. Si los cananeos deben ser juzgados por su pecado y
destruidos por la justa ira divina, Israel recibirá idéntico trato si adopta la misma
deslealtad, idolatría e impureza. Si Acán decide unirse a lo consagrado para su
destrucción, tomando lo que pertenece exclusivamente al Señor y apropiándose de
ello, esa misma destrucción caerá sin duda sobre él. Su etnia israelita no le servirá como
defensa contra el juicio de Dios. En realidad, los privilegios del pacto sirven para
profundizar sus obligaciones. Como un profeta posterior declararía un día como palabra
del Señor: “Hijos de Israel… Sólo a vosotros he escogido de todas las familias de la
tierra; por eso os castigaré por todas vuestras iniquidades” (Am. 3:1, 2). Por esta razón,
los actos de un hombre podían acarrear consecuencias tan devastadoras. El
campamento se había vuelto inmundo a ojos de Dios por culpa de la desobediencia de
Acán, y el Señor ya no iría más con ellos a la batalla hasta que el asunto se solucionase.
Sin embargo, nadie más está al tanto en este momento.

Derrota
Este es el infeliz encabezamiento para los versículos 2–5, donde tristemente todo
parece salir mal. Debemos ser conscientes de que la secuencia de acontecimientos es el
resultado de la ardiente ira de Dios contra los israelitas. Así será la nación si el Señor ya
no está a su lado, muy humana y vulnerable. A lo largo de la narración encontramos
analogías válidas de lo que le acontece a la comunidad del nuevo pacto, la iglesia,
cuando la verdad de Dios se ve comprometida por la rebelión humana contra su palabra
divina. Si nuestro mensaje es progresivamente ignorado o maltratado por la escala de
valores cultural dominante, de forma que la iglesia pasa a ser conocida por su
incompetencia y su capitulación ante los enemigos de la verdad, ¿no deberíamos
preguntarnos si este hecho representa una retirada de la presencia de Dios en forma de
bendiciones, debido a nuestra transigencia y, en ocasiones, a nuestro completo rechazo
59
de su palabra?
Hai es la siguiente ciudad a atacar si quieren seguir adentrándose en la tierra. Por
tanto, hacen lo que parece prudente a ojos humanos: envían algunos espías para
valorar qué necesitan para vencer. En esta ocasión no hay tácticas divinas ni parece que
los israelitas las busquen, aunque el texto no se centra en absoluto en este aspecto. El
informe de los espías está lleno de autosuficiencia. Hai no es una ciudad importante y
deciden que dos o tres mil hombres serán suficientes para conquistarla. “No hagas
cansar a todo el pueblo subiendo allá, porque ellos son pocos” (v. 3b). Sin embargo,
¡fueron más que suficientes para propinarles un gran revés! Quizá la autosuficiencia dio
lugar a un exceso de confianza tras la victoria de Jericó, menos ardua de lo que
hubiesen esperado. Una ciudad mucho más pequeña y no tan importante podría
ocuparse sin duda con bastante rapidez. Solo 3000 hombres suben, pues, a luchar, pero
treinta y seis no regresan. El resto huye corriendo. Las primeras víctimas israelitas del
conflicto yacen muertas a las afueras de Hai y la derrota mira cara a cara a Josué y al
pueblo. El grito de Jericó debía parecer ya muy lejano.
El comentario del versículo 5 en cuanto a que “el corazón del pueblo desfalleció y se
hizo como agua” es un eco irónico y patético de las palabras de Rahab en 2:11 (“se
acobardó nuestro corazón, no quedando ya valor en hombre alguno por causa de
vosotros”) o de las del narrador en 5:1, donde dice que cuando los reyes de los
amorreos y los cananeos “oyeron cómo el Señor había secado las aguas del Jordán
delante de los hijos de Israel hasta que ellos habían pasado, sus corazones se
acobardaron, y ya no había aliento en ellos a causa de los hijos de Israel”. Ahora, la
pelota está en el otro campo. Le toca a Israel sentir el desamparo y el pánico
alimentado por la derrota. No hay cristiano que no haya pasado por esa circunstancia,
cuando nuestra desobediencia o infidelidad a la palabra de Dios ha dado lugar a una
falta total de confianza y coherencia en nuestra vida espiritual, y nuestro corazón se
derrite de miedo. Siempre nos veremos así, como personas pecadoras que viven en un
mundo caído si la sonrisa del evangelio de Dios se apaga por culpa de nuestro pecado
no confesado. Entonces, incluso nuestra oración se burla de nosotros porque, como el
salmista declara: “Si observo iniquidad en mi corazón, el Señor no me escuchará” (Sal.
66:18). La única forma de superar esa desesperación es que la persona culpable clame
pidiendo misericordia: “Dios, ten piedad de mí, pecador” (Lc. 18:13). La única forma de
ser justificado es apartarnos de nuestro pecado e incapacidad, y entregarnos a la
misericordia del Señor.

Desánimo
Los versículos 6–9 describen la reacción de Josué y los líderes ante estas
devastadoras noticias. Su intuición es correcta, pero sus pensamientos están dispersos.
Las vestiduras rasgadas y el polvo sobre la cabeza constituyen una expresión de dolor y
lamento, pero no necesariamente de arrepentimiento. De hecho, Josué no sabe aún
que este es necesario. Se dirige, pues, a Dios junto a los ancianos, “postró su rostro en
tierra delante del arca del Señor hasta el anochecer” (v. 6). Sin embargo, cuando habla,
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revela cuán errónea es realmente su visión de lo que acaba de acontecer. En muchos
aspectos, es una repetición o un eco de muchos discursos de Israel que Dios había
soportado durante sus cuarenta años vagando por el desierto. El contenido es
instructivo. (1) ¿Por qué has permitido que ocurra esto? (2) Estaríamos mejor donde
nos encontrábamos. (3) Ahora estamos avergonzados. (4) Nuestros enemigos se
aprovecharán de esto para destruirnos totalmente. (5) ¿Qué pasará con tu gran nombre
y reputación? Es una mezcla de dolor y petulancia, perplejidad y acusación, un
poderoso reflejo de nuestro corazón humano y la posición a la que frecuentemente
volvemos por defecto cuando las cosas no van como queremos.
Debemos recordar que esta es la primera generación que tiene que vivir por el libro,
sin el canal de nueva revelación directa, que Moisés había dado en el pasado. Cuando
Josué meditaba en los libros de Moisés, puede que recordase la promesa en la que Dios
habló de su ángel, en quien está su nombre, que iría delante de su pueblo para llevarlo
a la tierra: “Si en verdad obedeces su voz y haces todo lo que yo digo, entonces seré
enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios” (Éx. 23:22). Queda claro que
el resultado se produce, porque no han oído u obedecido la palabra del Señor. Más
instructiva aún es la rapidez con que Josué olvida todas las garantías de las grandes
promesas de Dios, en las que él declara que los llevará a la tierra, así como las
confirmaciones que acaba de presenciar en la travesía del Jordán y la caída de Jericó.
Por supuesto, Yahvé no permitirá que amorreos y cananeos destruyan a su pueblo.
Tampoco se echará atrás sobre lo prometido mucho tiempo atrás a Abraham. Estas son
las palabras de un hombre desesperado, lleno de pánico. Lo que comenzó como una
valoración errónea de Hai basándose en la autosuficiencia y la confianza en la acción
humana, se ha transformado ahora en una interpretación equivocada de los propósitos
de la gran salvación de Dios, que se fundamenta en un solo revés. No obstante, el
instinto de Josué de derramarlo todo delante del Señor es correcto y bueno, porque
cuando nos postramos sobre nuestro rostro delante de él, siempre hay un camino hacia
delante. Por consiguiente, en cada ocasión que veamos que nuestras oraciones
contienen las palabras “Oh Señor, ¿por qué?”, “¿qué puedo decir?, y “¿qué vas a hacer
en relación a esto?” debemos aprender de Josué que es el momento de buscar y
escuchar las directrices del Señor. El pecado empaña nuestra visión y distorsiona
nuestra visión de Dios, de forma que nos sentimos agraviados y molestos. La derrota
nos muestra que no somos fuertes en nosotros ni por nosotros y, como Josué,
imaginamos que nuestros enemigos son más fuertes que nosotros, tanto que ni siquiera
Dios será capaz de defender su nombre delante de ellos. ¡Qué basura! Sin embargo,
qué increíblemente cierto para nuestra experiencia en la parálisis y la paranoia que
aparecen rápidamente, cuando todo nuestro mundo parece destruirse a nuestro
alrededor.
Josué hizo lo correcto con su desesperación: la puso en las manos de Dios. No
pronunció las palabras adecuadas, no emitió el diagnóstico correcto, pero comenzó a
abrir la situación al Señor y entonces las cosas comenzaron a cambiar. Por ello, sea lo
que sea que produzca nuestros actos de imprudente desobediencia o de autosuficiencia
excesivamente confiada, que quizá nos deja paralizados por nuestro desamparo,
61
debemos contárselo a Dios. Puede que nos equivoquemos en todo. No importa; hay
que presentárselo al Señor. Dios comenzó a solucionar las cosas cuando Josué se postró
ante él y expuso su problema.

Diagnóstico
La respuesta diagnóstica de Dios (vv. 10–13) comienza con una reprimenda directa.
Parece que el Señor tiene poca paciencia con la postración de Josué, quizá porque la
oración autocompasiva y contrita de su siervo no respeta las fieles promesas divinas. La
reprensión empleada por el Señor viene a decir: “El problema no tiene nada que ver
conmigo ni con cualquier error o volatilidad de la que me puedas acusar. El problema es
Israel y su pecado”. Eso fue lo que provocó la ira de Dios y, hasta que no se solucione
ese asunto, las relaciones entre el Señor y su pueblo serán tensas. La explicación que
sigue es clara, concisa e instructiva, y deberíamos estar agradecidos de que el Espíritu
Santo hiciese que se escribiesen estos versículos para nuestro aprendizaje.
En primer lugar, se nos dice que la esencia del pecado, su verdadera naturaleza, es
la transgresión del pacto (v. 11). Esto se expresa por la desobediencia, pero tiene un
significado más profundo ya que afecta a la propia raíz de la relación de Israel con
Yahvé. Los actos se detallan conforme se va desarrollando el versículo “han tomado…
han robado y mentido…”, pero son síntomas del mal subyacente, que constituye un
ataque a la relación de confianza y obediencia en el corazón del pacto. Lo primero que
se debe hacer es diagnosticar el problema a fin de solucionar las cosas. “Pero Dios no
sólo se ocupa de los actos de robo, engaño y egoísmo”. Estos representan un ataque
contra su fidelidad al pacto y un rechazo de su santidad. “No pueden, pues, los hijos de
Israel hacer frente a sus enemigos” (v. 12a). Su pecado es la razón de su derrota y
subsiguiente vergüenza en Hai.
Seguidamente, Dios explica la lógica del mecanismo espiritual que interviene en
esta situación. Como los israelitas se ha apropiado de las cosas consagradas y no las han
ofrecido al Señor, a quien pertenecen, ahora ellos mismos están consagrados a la
destrucción (v. 12b) y esta es la razón por la que sus enemigos han prevalecido. Si nos
unimos al bando que se opone a Yahvé y rechaza los términos de su pacto, nos
hacemos susceptibles de sufrir sus juicios, como todos sus enemigos. Lo peor de todo es
que nos divorciamos de su presencia, “no estaré más con vosotros” (v. 12c), de forma
que ya no podemos disfrutar más de las bendiciones del pacto. “A menos”, estas son las
palabras de esperanza en el versículo 12, “a menos que destruyáis las cosas dedicadas
al anatema de en medio de vosotros”. Existe una salida, que implica la renuncia al
pecado, la esencia del arrepentimiento, así como un acto de nueva consagración al
servicio del Señor del pacto. Una vez más, se enfatiza la santidad como requisito previo
para el disfrute de la relación de pacto. Los libros de Moisés enseñan este principio:
“Porque yo soy el Señor vuestro Dios. Por tanto, consagraos y sed santos, porque yo soy
santo” (Lv. 11:44). Por tanto, el proceso de restauración está comenzando. Se repite
una orden: “Levántate” (Jos. 7:10, 13a). Hay trabajo por hacer. La nación debe reunirse
y purificarse ritualmente a fin de poder comparecer delante del Señor y entonces él se
62
ocupará del pecado que está contaminando a su pueblo.

Revelación
La sección que comprende los versículos 14–21 se divide en dos partes. En la
primera, Dios da instrucciones sobre cómo se debe resolver el asunto (vv. 14, 15).
Después, vemos el patrón familiar de obediencia minuciosa por parte de Josué, que se
levanta temprano como cuando rodearon Jericó, lo que indica su disposición a llevar a
cabo todo lo que se le ha ordenado. El proceso decretado por Dios se realiza
debidamente y se desvela que Acán es el ofensor, algo que él mismo confiesa (vv.
16–21). Por supuesto, el Señor conoce desde el principio tanto al ofensor como la
ofensa. ¿Por qué no revela el nombre del mismo directamente a Josué? ¿Por qué este
largo proceso?
La respuesta reside en el hecho de que toda la nación está implicada en el pecado
de un solo hombre, y aunque únicamente él sufrirá el castigo junto a su familia, Dios se
ocupa de todo el pueblo, ya que este es el objeto de su ira. Por consiguiente, en primer
lugar es necesario reunir a las doce tribus porque todas están infectadas por el pecado.
De estas, el Señor escoge la de Judá. Seguidamente, el clan de los zeraítas. Después, la
casa de Zabdi. Finalmente, Acán. Todo ello viene determinado echando suertes, a fin de
indicar la supremacía de la voluntad de Dios y su dominio soberano sobre todos los
asuntos de su pueblo. El proceso no depende del conocimiento, la sabiduría o la
elección humanos, sino de la autoridad de Dios en su totalidad. No puede ser ideado o
elaborado por Josué ni por cualquier otro ser humano. Como en Jericó, sólo Yahvé
controla aquí la situación.
Se palpa una tremenda tensión en la narración conforme la red de Dios se va
cerrando sobre el culpable, y podemos imaginar lo que debió de significar para Acán.
Vio que el proceso era inevitable y, sin lugar a duda, conocía su culpabilidad (v. 20). Aun
así, no confesó hasta que se vio obligado a ello; no parece tener remordimientos y
mucho menos que estuviese arrepentido. Puede que el proceso lo paralizase o que se
hubiese endurecido tozudamente en su rebelión, pero, como dice el texto, Acán
reconoce su error (no se ha salido con la suya), y esto no es más que una admisión de su
culpa. El versículo 19 parece hacer referencia a este hecho cuando Josué habla
personalmente con Acán, casi de forma compasiva, como un padre a su hijo, instándolo
a dar gloria y alabanza al Señor Dios de Israel. ¿Será un llamamiento, aun en ese último
momento, no sólo a que confiese su pecado en lugar de negarlo, sino también a que se
entregue a la misericordia de Dios? La confesión pública es importante, para que la
justicia de Dios sea glorificada, pero también para que toda la nación sea consciente de
cuál fue el pecado y por qué fue tan nefasto, ya que había infectado a todo el pueblo, y
treinta y seis hombres perdieron la vida como consecuencia.
La respuesta de Acán (vv. 20, 21) es directa, casi realista en su lenguaje, pero resulta
muy instructiva para nosotros. Su pecado es contra el Señor, aunque sus consecuencias
hayan sido graves para sus compatriotas. Así pues, no sólo dice lo que hizo, sino que
define sus actos como pecado y acepta toda la responsabilidad por ellos (“esto es lo
63
que he hecho”). Observemos después la secuencia de verbos en el versículo 21. “Vi…
codicié… tomé… están escondidos”. Aquí tenemos exactamente la misma anatomía de
la tentación y el pecado que vimos en la primera gran desobediencia de la humanidad
en la caída. “Cuando la mujer vio que el árbol era… agradable a los ojos, y que el árbol
era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y que el árbol era deseable para
alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido que estaba con
ella, y él comió… y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor Dios”
(Gn. 3:6–8). En su primera epístola, Juan expone esta misma perspectiva en términos
neotestamentarios. “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno
ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la
pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida, no proviene del
Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y también sus pasiones, pero el que hace la
voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15–17).
La codicia es la raíz del problema. Acán violó el octavo mandamiento porque ya
había quebrantado el décimo. Nos enfrentamos constantemente a las mismas
presiones. ¿Qué ocurre cuando el mandato de Dios dice “no”, pero mi corazón dice
“pero lo quiero”? Tales deseos entran en conflicto directo con la ley de Dios. No es de
extrañar que Pablo emplee este mandamiento como el gran ejemplo de la tiranía del
pecado en nuestra vida. “Yo no hubiera sabido lo que es la codicia, si la ley no hubiera
dicho: No codiciarás. Pero el pecado, aprovechándose del mandamiento, produjo en mí
toda clase de codicia” (Ro. 7:7, 8). Ahí es donde luchamos la batalla contra el mundo, la
carne y el diablo cada día. Lo que veo y deseo es lo que determina lo que hago, y
cuando eso es contrario a la voluntad revelada de Dios en la Escrituras, el asunto de
Acán pasa a ser también el nuestro. ¿Estamos preparados para dejar que Dios sea Dios
en este punto preciso de nuestra vida? Para Acán, la respuesta fue negativa. Una túnica
babilónica, plata y oro importaban más que la palabra y la gloria de Dios. Aquellos eran
los objetos de su deseo, los ídolos de su corazón, la grandeza personal y las riquezas, y
esos fueron los objetos que enterró en su tienda. ¿Qué santuarios idólatras encontraría
Dios profundamente enterrados dentro de nosotros? No podemos señalar a Acán con
justa superioridad si somos conscientes de las luchas de nuestro corazón y los diversos
sustitutos de Dios ante los que nos inclinamos en adoración en nuestra tienda. Si es
cierto que nadie tiene menos de Dios de lo que verdaderamente desea, entonces ¿a
qué cosas que rivalizan con su gobierno en nuestro corazón nos aferramos? Cuando
pensamos que otra cosa puede tomar el lugar de Dios, obtener nuestra confianza y
devoción, las consecuencias siempre producirán el desastre.

Destrucción
Los versículos 22–26 llevan toda esta triste historia a su conclusión. Los bienes
robados se descubren en la tienda de Acán, se verifica su confesión y la sentencia
judicial se ejecuta sobre lo que este posee, comenzando con la plata y el oro, e
incluyendo a su familia y ganado. Todo se consagra a la destrucción en el valle de Acor,
mediante la lapidación y el fuego. La tribulación que Acán ha provocado a Israel cae
64
ahora sobre él y su linaje es borrado de Israel. Aquí tenemos las terribles consecuencias
del pecado. Se apila un gran montón de piedras sobre los que han sido destruidos como
recordatorio constante y memorial del resultado del pecado de Israel. Sólo entonces el
Señor se volvió de su gran ira (v. 26).
El mensaje de los últimos párrafos se refiere a la crueldad con la que debe
eliminarse y castigarse el pecado. Los detalles nos resultan horribles según lo
puramente humano, pero deberían sentirse con más intensidad como advertencia
espiritual. No nos atrevamos a hacer a Dios a nuestra imagen ni a restar importancia a
su santidad. Acán no era un hombre pobre. Tenía bueyes, asnos y ovejas, pero era
avaricioso y ese veneno sería su perdición. Tenía que ser exterminado implacablemente
de Israel. Ocurre lo mismo con todo pecado humano, porque su paga es siempre la
muerte. Si nos sentimos perturbados por la muerte de Acán y la destrucción de todo lo
que tenía, debemos recordar lo que nuestro pecado le hizo a nuestro Señor y Salvador,
Jesucristo. “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, a fin de que
muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por sus heridas fuisteis sanados” (1
P. 2:24).
Para nosotros, la historia de Acán debería terminar con la gloria del evangelio.
Viajamos de vuelta al Calvario y vemos el Hijo de Dios, sin mancha ni pecado, clavado
en una cruz romana por culpa de nuestras iniquidades, muriendo en nuestro lugar
como nuestro representante y sustituto, de forma que no tengamos que sufrir la
destrucción que Acán conoció y podamos ser perdonados y restaurados. Si dependiese
de nuestro historial, mereceríamos estar bajo un montón de piedras en el valle de Acor
o, lo que es incluso más aterrador, en el castigo eterno que las Escrituras llaman
infierno. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos
amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con
Cristo (por gracia habéis sido salvados), y con él nos resucitó, y con él nos sentó en los
lugares celestiales en Cristo Jesús” (Ef. 2:4–6). ¡Aleluya! ¡Qué grandioso Salvador! Esta
es la verdadera gracia de Dios otorgada gratuitamente a todos los que se vuelven a él y
confían en él, y mayor que nuestras peores ofensas. Sin embargo, no olvidemos que el
Señor es implacable con el pecado. Adoremos con sobrecogimiento y santa reverencia
cuando vemos su ira cayendo sobre su propio Hijo amado para garantizar la redención
de nuestra alma. Busquemos su gracia continua y el poder del Espíritu que mora en
nosotros para permitirnos luchar la buena batalla de la fe. Debemos ser implacables con
nuestra avaricia y envidia, nuestra autocomplacencia y autoindulgencia, nuestro engaño
y desobediencia. El Señor Jesús pagó el precio por medio de su muerte en la cruz, y Dios
ha enterrado nuestros pecados en lo profundo del mar; hastiémonos y librémonos de
ellos, no los escondamos en nuestra tienda, sino alabemos con Charles Wesley a
nuestro Dios rescatador.
En ti se halla gracia abundante,
gracia para cubrir todo mi pecado,
deja que el manantial sanador abunde;
hazme y mantenme puro desde el interior.

65
Justo y santo es tu nombre,
yo soy totalmente injusto,
falso; lleno de pecado estoy.
Tú estás lleno de verdad y gracia.
(Traducción libre del himno “Jesus, Lover of My Soul”)

Resumen de la conquista
Josué 8:1–29

Aunque estamos tratando el capítulo 8 como una unidad aparte, se halla por
supuesto totalmente integrado con el capítulo 7 y muchos eruditos sugieren que no
deberíamos ver interrupción alguna de pensamiento entre ellos. En su introducción a
toda la unidad, David M. Howard llama nuestra atención a los paralelos existentes entre
la narrativa sobre Rahab en el capítulo 2 y el relato que aquí se hace con respecto a
Acán.
Rahab, una cananita creyente, actuó fielmente y, como resultado, se le prometió la
liberación de la destrucción. En efecto, se convirtió en una israelita. En Josué 7, Acán,
un israelita incrédulo, actúa sin fe y la consecuencia fue que, lejos de ser liberado, fue
destruido. A todos los efectos se convirtió en un cananita. Acán representa, pues, el
papel contrario al de Rahab y ambos personajes encarnan contrastes impresionantes.
Todo depende de la confianza en la palabra del Señor y en la obediencia a ella, junto
a la cual la etnia, el género o el privilegio son irrelevantes.
En el capítulo 8 volvemos al territorio de Rahab, por así decirlo, cuando la ira del
Señor se aparta de su pueblo y empieza a mostrar su gracia en las instrucciones
específicas que le da a Josué, para convertir la tragedia de la derrota en Hai en una
gloriosa victoria. Como Rahab, el pueblo de Dios necesita depositar toda su confianza
en él y llevar a cabo sus instrucciones al detalle, y esto supondrá una lealtad
inquebrantable al liderazgo de Josué. El resultado final será una gran victoria y el
progreso de la conquista que se vuelve a poner en marcha.

Iniciativa divina
Los versículos 1, 2 encierran un maravilloso aliento en toda una diversidad de
formas. La restauración es, a menudo, un asunto costoso que consume mucho tiempo,
sobre todo en el ámbito de las relaciones rotas. No debería, pues, sorprendernos que
Israel se sintiera un tanto distanciado de Dios tras el incidente con Acán y como si el
asunto de la conquista quedara refrenado por un periodo de tiempo. Pero nada podría
66
estar más lejos de la realidad. Tan pronto como el pecado es tratado, la ira de Dios se
hace a un lado y él toma la iniciativa de acercarse a Josué con palabras de gran estímulo
y nueva dirección. Lo que Dios nos está enseñando sobre sí mismo en estos primeros
versículos es lo que David afirmaría más tarde en Salmo 23:3: “Él restaura mi alma”. Es
un gran restaurador y lo hace con gran sensibilidad y de forma muy adecuada a lo largo
de este capítulo: en la exhortación del versículo 1, las afirmaciones del versículo 2 y los
planes de batalla de los versículos 8, 18. La palabra de Dios vuelve a llevar las riendas;
por tanto, las promesas de Dios se cumplirán con toda seguridad. La restauración divina
se ocupa primero de la necesidad interna del alma, que, a su vez, se traslada a las
circunstancias externas de la vida.
El misericordioso estímulo de Dios a Josué en el versículo 1 es: “No temas ni te
acobardes”. Claramente, en el versículo 8, como en ocasiones anteriores de su vida,
Josué está inclinado a ambas cosas. Aquí tenemos dos razones internas psicológicas que
podrían amenazar con llegar a ser obstáculos en todo el proceso de restauración: el
temor y el desaliento. Ambos pueden tener un efecto paralizante. Asimismo, ya hemos
visto en el capítulo 1 que Josué era propenso por naturaleza a estas dos cosas, ya que
se le tuvo que recordar a menudo por qué no debía sucumbir ante ninguna de ellas
(1:6, 7). Es posible que su carácter básico estuviera inclinado al pesimismo, como ocurre
con muchos creyentes cristianos, y era poco probable que esto cambiara en lo
fundamental. Aquí, Dios llega de una forma suave y fortalecedora para desvelar su
estrategia a Josué y proporcionarle la seguridad divina de su palabra como remedio y
correctivo a sus circunstancias adversas y a su posible debilidad temperamental. No
somos Josué y no es necesario que intentemos identificarnos con su carácter para
poder beneficiarnos de este relato bíblico. El Dios de Josué también es nuestro Dios y
podemos estar seguros de que su amoroso cuidado se amoldará exactamente a la
situación de nuestras necesidades, ya sea que afrontemos desafíos internos, externos o
ambas cosas.
Para Josué, el punto de inflexión es la promesa de victoria (v. 1), porque Dios ha
“entregado” a Hai en sus manos (el tiempo pasado se usa para expresar certeza de
cumplimiento). Ha de ser una victoria tan total e irrevocable como la de Jericó. Sin
embargo, los israelitas podrán llevarse esta vez los despojos y el ganado como botín. ¡Si
Acán hubiera estado preparado para esperar al momento de Dios…! Las tácticas son
sencillas, aunque los versículos posteriores proporcionan mayor detalle. Hai debe
conquistarse mediante una estrategia de emboscada (v. 2b). De nuevo, es importante
ver que aunque la ciudad derrotada será un regalo de Dios, tienen que utilizarse por
completo los recursos que él ha proporcionado (“Toma contigo a todo el pueblo de
guerra”, v. 1), no solo los 2000 a 3000 de 7:3, 4. Tiene que ser el máximo esfuerzo,
basado en la confianza máxima (“He entregado [Hai] en tu mano”). La forma de
fortalecer los corazones que se derriten es ir adelante con fe, sin lamentar el pasado ni
desear que las cosas fueran de otro modo, sino más bien fundamentándose en las
promesas divinas y poniendo nuestro esfuerzo máximo en la obediencia a sus
mandamientos.
Merece la pena hacer una pausa aquí para recordar cómo el Nuevo Testamento
67
refuerza y desarrolla estas prioridades con respecto a nuestro propio progreso como
creyentes cristianos. La soberanía de Dios y nuestra responsabilidad no son polos
opuestos entre los cuales oscilamos, sino lados distintos de la misma realidad espiritual.
Como se ha declarado en algunas ocasiones, nuestra responsabilidad es la respuesta
que damos a su capacidad, una respuesta de fe y obediencia. Ambas cosas van de la
mano. Este era el testimonio del apóstol Pablo. “Y con este fin también trabajo,
esforzándome según su poder que obra poderosamente en mí” (Col. 1:29). La energía y
la capacidad, la dura tarea y la lucha, en la vida y en el servicio cristiano, vienen tan solo
de Dios, pero todavía tenemos que realizar la tarea: utilizar lo que Dios nos ha dado.
Este fue también el consejo de Pablo a Timoteo. “Considera lo que digo, pues el Señor
te dará entendimiento en todo” (2 Ti. 2:7). Timoteo, tú piensa y Dios te concederá la
comprensión, pero lo uno no vendrá sin lo otro. Por encima de cualquier cosa, Judas
enseña el mismo principio con gran claridad cuando exhorta a sus lectores: “Conservaos
en el amor de Dios” (Jud. 21) fundamentándose en que él “es poderoso para guardaros
sin caída y para presentaros sin mancha en presencia de su gloria con gran alegría” (Jud.
24). Ambas cosas van juntas. Muchos predicadores han usado la historia de un hombre
que quería conocer mayor victoria en su caminar cristiano y a quien se le dijo que debía
dejar que Dios obrara por él. Entonces recortó las letras “D-E-J-A-H-A-C-E-R-A-D-I-O-S” y
las pegó en la pared de su habitación. Cuando llegó aquella noche a su casa, algunas
letras se habían caído y el mensaje decía “D-E-J-A-A-D-I-O-S”. Llegó, pues, a la
conclusión de que la única forma de “D-E-J-A-H-A-C-E-RA-D-I-O-S” era dejar de luchar,
no seguir peleando y batallando, sino descansar sin esfuerzo en Cristo. Esto es lo que J.
I. Packer ha definido “religión de bañera caliente”, un cristianismo de jacuzzi. En esto
hay una verdad —hemos de dejar a Dios ser Dios—, pero es una media verdad y una
tergiversación si nos lleva a imaginar que no necesitamos ser “tanto más diligentes para
hacer firme [nuestro] llamado y elección” (2 P. 1:10).

Preparativos para la batalla


Desde el versículo 3 al 13 se nos proporciona una ventana a la estrategia y su
aplicación por las cuales vencer a Hai. Pero aquí tenemos algunas dificultades textuales.
¿Cuántos hombres están implicados, 30000 guerreros (v. 3) o solo 5000 (v. 12)? ¿Cuál es
la relación entre los versículos 3 y 10, ambos de los cuales describen a Josué y al ejército
(o parte del mismo) levantándose para subir contra Hai? ¿Se trata de dos acciones
diferentes o estamos considerando un único acontecimiento desde perspectivas
distintas? En los comentarios existen debates completos sobre las posibilidades, pero la
dificultad es, en mi opinión, superficial y se debe ampliamente al método narrativo que
ya hemos visto en funcionamiento en los capítulos 3, 4 con el relato del momento en
que cruzaron el Jordán y en el capítulo 6 con la caída de Jericó. A nuestro escritor le
gusta desvelar más del detalle de la situación a medida que progresa su narrativa que,
en ocasiones, puede parecer una repetición y hasta una contradicción. Aquí, por
ejemplo, a Josué solo se le dice en el versículo 2: “Prepara una emboscada en la parte
posterior de la ciudad”. Pero no es lo único que Dios dijo, porque su explicación de
68
cómo debe funcionar esto, en los versículos 4–8, indica que todo es “como nos lo
ordenó el Señor” (v. 8b). Los detalles de la estrategia de la emboscada parecen
igualmente divinos en origen. Esta sección explica, pues, las tácticas que se deben usar,
de las que se advierte a la fuerza total de 30000 hombres potencialmente implicados.
Pero no se activa hasta el día siguiente, cuando Josué escoge a 5000 de ellos para llevar
a cabo el ataque (v. 12) y para acampar al oeste de la ciudad. Esto parecería tener más
sentido en lo que a número se refiere, si la población total de Hai era tan solo de 12000
personas (v. 25). Asimismo, una fuerza de ataque de 5000 soldados sería más fácil de
esconder que todo el ejército de 30000 que, sin embargo, esperan al norte dispuestos a
intervenir.
El grueso de las fuerzas marcha, por tanto, desde Gilgal y se detiene al norte de Hai,
al otro lado de una quebrada, pero no lejos para poder estar preparados a invadir la
ciudad (v. 4, activado en el v. 11). Josué y los 5000 se posicionan al este de Hai, en el
camino a Bet-el, como fuerza de ataque (v. 5a, activado en el v. 12). Viendo esto, los
habitantes de Hai saldrán en persecución de los israelitas, como hicieron con
anterioridad, y Josué parecerá huir con su ejército como en aquella ocasión (v. 6).
Entonces, la gran emboscada del norte aparecerá, tomará la ciudad y la incendiarán
para que los hombres de Hai que persiguen a Josué vean su ciudad ardiendo y se
queden atrapados entre la emboscada israelita y la fuerza de ataque de Josué (vv. 7. 8).
“El Señor les dará la victoria” (v. 7) y, por ello, harán “como nos lo ordenó el Señor” (v.
8). Se revelan los detalles, el plan se activa y, hacia el versículo 13, los dos grupos
acampan durante la noche, al norte y al oeste de Hai, preparados para la batalla del día
siguiente.

Se inicia la batalla
De repente, la narrativa se apresura en el versículo 14 y, en la sección que lleva
hasta el versículo 23, tenemos el registro histórico de cómo se logró derrotar a Hai. Los
planes funcionan a la perfección, porque, como en el caso de Jericó, Yahvé es el
comandante y está entregando Hai a su pueblo. El rey de esta ciudad, viendo a los 5000
acampados al oeste, considera que es un número aceptable para entrar en combate. Es
un grupo algo más grande que el anterior, pero los hombres de Hai ya tienen una
victoria en su haber y van marchando hasta un enclave conveniente donde encontrarse
con el enemigo para así evitar el asedio y solucionar el asunto por segunda vez, pero de
un modo más decisivo (v. 14). El drama se redacta de una forma brillante. “Sin saber
que le habían puesto una emboscada en la parte posterior de la ciudad” (v. 14b). El
ardid funciona ya que Josué y sus tropas fingen huir (v. 15) y esto saca a todas las
fuerzas que quedan dentro de Hai para unirse a la persecución y compartir los laureles
de la victoria. La táctica es desastrosa, por supuesto, porque “la ciudad de Hai quedó
desprotegida” para perseguir a los israelitas (v. 17b).
En este punto se produce una renovada intervención divina ya que se le ordena a
Josué que levante su jabalina contra Hai, y esta parece ser la señal para que la
emboscada al norte de la ciudad entre rápidamente en ella y la incendie (vv. 18, 19). La
69
nube de humo que subía de la ciudad sólo puede significar una cosa para el ejército que
ha salido en persecución desde Hai y es la señal para que Josué y sus tropas se
detengan en su simulada huida, se dé la vuelta y empiece a destruir a las fuerzas
acosadas, atrapadas entre los israelitas en el campo y los que están dentro de la ciudad,
algunos de los cuales salen de ella y se unen a la masacre. La consiguiente aniquilación
de Hai es total (vv. 22, 25).

Misión cumplida
El rey de Hai ha sido capturado y llevado delante de Josué (v. 23), aunque ya no
tiene ciudad ni población sobre las que reinar. Han sido entregados a la destrucción,
como el Señor ordenó. Woudstra comenta: “Como si se tratara de otro Moisés, Josué
sigue extendiendo su mano, sujetando la jabalina hasta que se llevó a cabo, por
completo, el exterminio (el hèrem) sobre Hai. Como fue el Señor quien ordenó
originalmente que extendiera la jabalina (v. 18), la narrativa pretende decirnos que la
masacre se realizó siguiendo sus ordenes”. Este es un punto importante para nosotros,
ya que nos recuerda una vez más la naturaleza judicial y moral de la limpieza del
territorio de Canaán y exonera a los israelitas de la acusación de estar siguiendo
meramente una política de liquidación por motivos étnicos.
También nos ayuda a ver la relevancia de pasajes como este para la iglesia de hoy.
La ira de Dios contra el pecado es una faceta de la perfecta justicia de su juicio que
requiere el castigo de todo mal que se oponga a la santidad de Creador de todo. Pero
todavía hay más. Si el gobierno real de Dios ha de ejercerse por toda la eternidad,
también existe la necesidad de que sus enemigos no solo deban ser derrotados, sino
destruidos por completo por lo que el libro de Apocalipsis denomina “la segunda
muerte” (Ap. 2:11; 20:6; 20:14; 21:8). Josué 8 tiene, pues, su propia relevancia
escatológica como precursor de ese gran juicio final al final de los tiempos, cuando el
diablo y todas sus huestes serán lanzados en el lago de fuego, junto con la muerte y el
hades. “Esta es la muerte segunda” véase Ap. 20:10–15).
El presagio del Antiguo Testamento se ve, de forma suprema, en la profecía de
Isaías, escrita como una extensa respuesta a la pregunta formulada en su capítulo de
apertura. ¿Cómo puede la ciudad infiel (Jerusalén) convertirse en la fiel ciudad (la nueva
Jerusalén)? O, por ponerlo en términos más universales, ¿cómo ha de ser rescatada,
redimida y restaurada la raza humana pecaminosa a la imagen de Dios según la que
fuimos creados? La respuesta de Isaías se proporciona en los tres retratos del Mesías
como Hijo encarnado, Dios con nosotros, Emanuel (Is. 1–39), el siervo sufriente (Is.
40–55) y el rey guerrero o vencedor ungido (Is. 56–66). La última de las tres figuras es
especialmente relevante aquí. En Isaías 63:1–6, se dibuja el retrato de una figura
misteriosa vestida con atuendo espléndido, pero sus vestiduras están manchadas de
rojo; no es por el vino joven de las uvas pisadas, sino de la sangre de las naciones
pisoteadas en su ira. Este es “el día de venganza de nuestro Dios” (Is. 61:2). Si no hay
una destrucción definitiva de todos los enemigos de Dios, no puede haber garantía de la
inviolabilidad suprema de su reino eterno de amor, gozo y paz. La oposición tiene que
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vencerse y eliminarse si el reino de Dios tiene que gobernar como la nueva creación. Así
pues, la imagen del rey de Hai colgando de un árbol hasta la tarde (v. 29), por
espantoso que sea, transmite el recordatorio de que la misma destrucción espera, en
última instancia, a todos los enemigos de Dios, “porque nuestro Dios es fuego
consumidor” (He. 12:29). O, en palabras de Pablo, “entonces vendrá el fin, cuando Él
entregue el reino al Dios y Padre, después que haya abolido todo dominio y toda
autoridad y poder. Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies. Y el último enemigo que será abolido es la muerte” (1 Co.
15:24–26). Esta es la necesidad lógica si ha de haber un reino eterno, una ciudad santa,
la nueva Jerusalén, donde la muerte ya no existirá más y donde no habrá más lamento
ni llanto, ni dolor o lágrimas (véase Ap. 21:1–4).
En Josué 8, la narrativa concluye con otro montón de piedras como memorial que se
erige a la puerta de Hai sobre el cadáver de su antiguo rey, y que aún hoy es visible (v.
29). Es otro recordatorio permanente de que no hay más que un solo Dios vivo y
verdadero que cumple incansablemente sus propósitos en su mundo. El Salmo 2
resume el mensaje de la derrota de Hai de una forma sumamente memorable. “Ahora
pues, oh reyes, mostrad discernimiento; recibid amonestación, oh jueces de la tierra.
Adorad al Señor con reverencia, y alegraos con temblor. Honrad al Hijo para que no se
enoje y perezcáis en el camino, pues puede inflamarse de repente su ira. ¡Cuán
bienaventurados son todos los que en Él se refugian! (Sal. 2:10–12). La gloriosa realidad
es que podemos refugiarnos en él, porque colgó de un árbol por nosotros, fuera de los
muros de la ciudad, aquella tarde de Viernes Santo, y, puesto que tomó nuestro lugar,
expió nuestros pecados y llevó nuestra culpa, nosotros no nos enfrentaremos al destino
del rey de Hai, que es lo que merecemos.
Mas sus dones de amor nunca habréis de alcanzar,
si rendidos no vais a su altar,
pues su paz y su amor sólo son para aquel
que a sus leyes divinas es fiel.

Se renueva el pacto
Josué 8:30–35

¿Y ahora qué? Esta debió de ser la pregunta más importante en la mente de los
israelitas cuando terminaron de conquistar Hai y comenzaron a considerar los
siguientes pasos a dar en su ocupación de la tierra. Sin embargo, para Josué no hay
sombra de duda acerca de lo que ahora toca hacer. Él tiene el libro de ruta. Mi esposa y
yo disfrutamos realizando caminatas planificadas de naturaleza recreativa o histórica,
71
que pueden llevarnos a todo tipo de senderos y tesoros ocultos que no conoceríamos
de otra forma. Te pones en manos del experto, que proporciona la guía, y produce una
gran satisfacción seguir sus instrucciones para beneficiarse de su conocimiento,
suponiendo siempre que esa guía sea precisa y esté expresada de forma clara; de otro
modo, la confusión y la frustración pueden aparecer rápidamente.

Seguir el guión
Josué no tiene ese problema. Él tiene la guía. “Este libro de la ley no se apartará de
tu boca, sino que meditarás en él día y noche, para que cuides de hacer todo lo que en
él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino y tendrás éxito” (Jos. 1:8).
En su mente instruida, no hay duda de lo que viene después. Deuteronomio 27:1–8
deja muy claro el proceso en las palabras que Dios dio por medio de Moisés y los
ancianos a toda la nación. Después de cruzar el Jordán, deben dirigirse al monte Ebal a
fin de que todas las palabras de la ley de Dios se escriban en grandes piedras pulidas.
Deben levantar un altar de piedras sin cortar para la presentación al Señor de
holocaustos y ofrendas de comunión. Pero aún hay más. Deuteronomio 27:9ss. ordena
a la nación reunirse allí, seis tribus sobre el monte Gerizim y las otras seis sobre el
monte Ebal, donde los levitas deben recitar las bendiciones y maldiciones del pacto a
todo el pueblo. Este es sin duda la guía que Josué está siguiendo ahora
meticulosamente. Está preocupándose de hacerlo todo tal como Dios prescribió por
medio de Moisés. Este es el claro mensaje de nuestro primer versículo (8:30), que
establece el escenario, y viene seguido en el 31 por el recordatorio de que todo ello
“está escrito en el libro de la ley de Moisés”.
“Sigue la guía” es sin duda el mensaje de esta unidad, y también se repite
frecuentemente a lo largo de todo el libro. Los montes Ebal y Gerizim se encuentran
uno frente al otro, el primero hacia el norte y el segundo hacia el sur, con el
asentamiento de Siquem situado entre ambos. Tras la victoria en Hai, la nación
completó un trayecto de algo más de treinta kilómetros por territorio ocupado hasta el
hermoso valle de Siquem, de unos tres kilómetros de anchura. Era algo parecido a un
anfiteatro, un lugar donde la acústica natural facilitaría la realización de la ceremonia
que describe nuestro pasaje. De nuevo, la ubicación viene prescrita anteriormente por
Moisés en Deuteronomio 11:29, 30: “Y acontecerá, que cuando el Señor tu Dios te lleve
a la tierra donde entras para poseerla, pondrás la bendición sobre el monte Gerizim y la
maldición sobre el monte Ebal. ¿No están ellos al otro lado del Jordán, detrás del
camino del poniente, en la tierra de los cananeos que habitan en el Arabá, frente a
Gilgal, junto al encinar de More?”. Hacia el norte, el monte Ebal era rocoso y yermo. Allí
encontraron las piedras sin cortar para levantar el altar, y desde él debían proclamar las
maldiciones del pacto. Hacia el sur, el monte Gerizim era arbolado y fructífero. Las
bendiciones se recitarían desde allí. Incluso las características naturales del paisaje
ratificarían el mensaje espiritual de la ley y proclamaría que solo existen dos formas de
vivir, que acarrean consecuencias profundamente diferentes. Es necesario seguir
predicando este mensaje en la actualidad.
72
Renovación de la relación
Aunque no hay duda de que Dios mandó por medio de Moisés que este
acontecimiento tuviese lugar justo después de cruzar el Jordán, la primera necesidad
era tomar Jericó y Hai ya que estas ciudades cortaban el paso hacia el valle de Siquem,
al norte. La derrota en Hai provocó más retraso, pero también sirvió para apartar al
Señor de su pueblo, ya que Dios dijo a Josué: “Israel ha pecado y también ha
transgredido mi pacto que les ordené” (7:11). Así pues, antes de seguir avanzando, es
necesario renovar esta relación. El proceso comenzó con el desenmascaramiento y
juicio de Acán, pero debía llevarse a cabo una ceremonia de nuevo compromiso
nacional. Es fácil considerar que esta sección constituye un simple respiro tras las dos
victorias iniciales, pero tiene un significado espiritual mucho mayor. La nación no solo
necesita renovar conscientemente su relación con el Señor del pacto, de quien depende
toda su prosperidad, sino que también, como siempre, Dios actúa misericordiosamente
con su pueblo consolidando sus victorias en función de su relación de dependencia de
él.
El orden es significativo. En primer lugar, llegan las ofrendas de sacrificio (v. 31b),
seguidas por la copia pública de la ley en piedras pulidas (v. 32). Después, el pueblo se
reúne para la lectura de la misma, con sus bendiciones y maldiciones, y toda la nación
(“asamblea”) se une bajo la autoridad de su verdad (v. 35). Nos hemos acostumbrado a
la idea de señales físicas que marcan grandes acontecimientos en el cumplimiento
progresivo de los propósitos de Dios para Israel en el libro de Josué, como las doce
piedras en Gilgal (4:20–24) o los montones de juicio sobre Acán (7:26) y el rey de Hai
(8:29). Aquí, la permanencia de la ley en forma visible y escrita es una señal importante,
permitiendo que lo que Josué había retenido hasta ahora como su posesión personal,
probablemente recibido de Moisés (v. 32), pase a pertenecer a toda la nación. En cierto
sentido, su lectura pública dentro de la tierra es una proclamación de que la tierra es
del Señor y de que esos son los únicos términos sobre los que puede poseerse y
disfrutarse. No se nos dice cómo reaccionaron ante eso los habitantes de Siquem, pero
es probable que la derrota de Hai renovase su miedo a Israel y su Dios. Sin duda, esta
lectura del pacto sirvió como algo parecido a una orden de desahucio contra todos
aquellos que se negaron a someterse al gobierno del Señor.
Sin embargo, aquí tenemos otro significado. Génesis 12:7, 8 recoge que después de
que Dios hubo comunicado sus grandes promesas del pacto a Abram, este “se trasladó
hacia el monte al oriente de Betel… y edificó allí un altar al Señor, e invocó el nombre
del Señor”. Más adelante, cuando se separó de Lot y fue a vivir a Hebrón, de nuevo
“edificó allí un altar al Señor” (Gn. 13:18). Woudstra comenta acertadamente: “La
edificación de un altar durante el período patriarcal había acompañado frecuentemente
teofanías en la tierra de Canaán. Esos altares constituían una expresión de la
reivindicación simbólica que los patriarcas, ‘extranjeros y peregrinos’ en la tierra de la
promesa, estaban presentando ante la tierra de Canaán que se les había entregado”.
Cuando se edificó este altar en el monte Ebal, fue una demostración visible de que las
73
promesas se habían cumplido realmente. De hecho, los descendientes de Abraham
están recibiendo la tierra, y aquí tenemos otra confirmación tangible de la fidelidad
totalmente fiable de Yahvé.
Las ofrendas tienen su propio significado profundo. En primer lugar, el altar se
edifica donde deben pronunciarse las maldiciones. Esa es la razón por la que los
holocaustos se mencionan primero (v. 31). Cuando el sistema de sacrificios se instituyó,
el holocausto encabezaba la lista. Levítico 1:4 nos dice que el adorador debe poner “su
mano sobre la cabeza del holocausto, y le será aceptado para hacer expiación por él”.
Esta es la razón por la que el animal debe ser “sin defecto”, y por la que el fuego debe
consumirlo todo, como “aroma agradable al Señor” (Lv. 1:10, 13). Estas ofrendas se
realizan sin duda en primer lugar para ocuparse de los efectos residuales del pecado de
Hai, que quebrantó el pacto. El sacrificio expiatorio elimina toda culpa y restablece la
relación correcta entre una nación arrepentida y su Señor del pacto.
Solo entonces se abre la posibilidad de sacrificar ofrendas de comunión,
frecuentemente llamadas “ofrendas de paz” (v. 31). Estas exigen los mismos requisitos:
que el animal no tenga defecto y que el oferente ponga su mano sobre la cabeza del
mismo (Lv. 3:1, 2), pero este acto de adoración voluntario es una acción de gracias que
celebra la comunión restaurada con Dios y los demás. De ahí que incluyese una comida
comunitaria en la que los participantes podían comer partes del animal sacrificado.
Primero se establece la justicia y después se disfruta de la paz. Este principio de que no
puede haber paz sin una base de justicia se entreteje a lo largo del testimonio del
Antiguo Testamento. Se utiliza incluso la misteriosa figura de Melquisedec, el
sacerdote-rey del período patriarcal, para enseñar este concepto. Como señala Hebreos
7:2, su “nombre significa primeramente rey de justicia, y luego también rey de Salem,
esto es, rey de paz”. El principio es igualmente claro e inmutable a lo largo de la
enseñanza apostólica. Así pues, como creyentes del Nuevo Testamento tenemos aquí
principios que realmente debemos poner en práctica y a los que necesitamos
aferrarnos.

Compromiso con el pacto


Este acontecimiento constituye en sí mismo un testimonio de la fidelidad de Yahvé
al pacto en el cumplimiento de las promesas que ha hecho. Su ubicación geográfica
(dentro de la tierra prometida) y su propósito espiritual (abrir la puerta a una comunión
renovada con Dios y el consiguiente disfrute de todas sus bendiciones prometidas)
ponen de manifiesto de forma elocuente que el Señor sigue teniendo como objetivo
multiplicar y bendecir a su pueblo. La consecuencia obvia es que Israel debe a su vez
comprometerse de nuevo con las obligaciones del pacto, de las que dependen todos
sus privilegios.
Todo el potencial está ahí, esperando hacerse realidad. El arca del pacto, la
representación visible de la presencia de Dios, se encuentra en medio de su pueblo (v.
33). Este se halla reunido alrededor de él, el centro de su vida nacional. El mero hecho
de que esa gran multitud esté allí da testimonio de la promesa cumplida de bendecir a
74
Abram y hacer de él una gran nación (Gn. 12:2). Que estén reunidos aquí, en este lugar,
en el centro de ese territorio, demuestra el cumplimiento de la promesa de dar a los
descendientes de Abraham una tierra propia, esta misma, para que tomen posesión de
ella (Gn. 15:7). Por tanto, en esta repetición del pacto existe un fuerte elemento de
acción de gracias y gozo, expresado por las ofrendas de comunión, en cuya raíz
encontramos el reconocimiento de que todo ello no sólo ha sido prometido sino
también cumplido por el inmenso poder del Señor. Las victorias iniciales refuerzan
poderosamente la fiabilidad de las promesas del pacto para las hostilidades que se
avecinan. Su Señor conquistador les ha concedido esta tierra porque es suya. El
establecimiento de su altar y la lectura de su ley constituyen proclamaciones de su
soberanía sobre estos importantes acontecimientos históricos.
Todo el mundo debe oír la revelación repetida de la mente y la voluntad de Dios:
hombres, mujeres, niños, los residentes extranjeros incluyendo a los prosélitos como
Rahab (v. 35b). Y deben oír “todas las palabras de la ley” (v. 34). Cada individuo tiene
una responsabilidad personal de obedecer los términos del pacto, sin excepción de
género, edad, u origen étnico. Nunca más debe haber otro Acán. No se nos habla
específicamente acerca de la respuesta del pueblo, porque sólo Dios conoce el corazón,
pero sin duda todos supieron lo que el Señor exigía de ellos y cómo debían vivir para
agradarle. Sin embargo, la nota predominante es la de la bendición del pueblo de Israel
(v. 33b). Sí, era necesario leer las maldiciones y prestarles atención, ya que constituyen
la cara opuesta de la relación de pacto cuando se produce la infidelidad, pero no son el
asunto principal, ni la mayor motivación evitarlas. Lo que Dios ha diseñado para
obtener la gratitud y los afectos del pueblo es la repetición de las bendiciones, de forma
que la obediencia sea la respuesta natural de agradecimiento. “Mira lo que puede ser
tuyo si amas al Señor tu Dios con todo tu ser, expresándolo por medio de la confianza y
la obediencia”. Esta es la idea en la que se hace hincapié.
Lo anterior nos resulta útil cuando vemos qué relación tienen estos principios con
nosotros en la actualidad. Vivimos en una cultura que desea ser autosuficiente. No
queremos vernos obligados a confiar o depender de nadie; deseamos vivir a nuestra
manera. Somos adeptos a crear y adorar a numerosos ídolos como sustitutos de Dios,
pero detrás de ellos se encuentra el gran ídolo del ego, que gobierna nuestra vida con la
falsa confianza de la soberbia de la criatura que se rebela contra el Creador. La
obediencia pasa a ser entonces un concepto odioso, ya que hemos acabado creyendo
que nadie (ni siquiera Dios si es que existe) tiene el derecho de decirnos qué hacer o
qué no. Una de las canciones más populares en las décadas recientes es “My Way” [A
mi manera], con una frase recurrente: “Lo hice a mi manera”. Así, cuando alguien se
convierte a Cristo, es necesaria una gran reprogramación. El credo cristiano más
fundamental es “Jesucristo es el Señor”, la razón por la que él puede ser el Salvador. Sin
embargo, demasiado evangelismo contemporáneo resta importancia o incluso ignora
esta realidad básica. De ahí que veamos a muchos que proclaman a Jesús como
Salvador y esperan disfrutar de todas las bendiciones del perdón y la paz, pero que no
tienen a Jesús como Señor en su vida cotidiana. Este hecho no sólo es incongruente
bíblicamente hablando, sino definitivamente imposible, ya que no puede producirse un
75
rescate sin someterse a las normas del rescatador.
El problema es que no pensamos en términos de pacto. Somos tan individualistas
que imaginamos que la obra de Cristo tiene principalmente como objeto bendecirme
personalmente, tolerar mis pecados continuos e incluso estar agradecido por mi lealtad
a su causa. Bajo este punto de vista, todos los beneficios del nuevo pacto fluyen en una
única dirección, de la obra de Cristo en la cruz hacia mi vida, sin que exista una
exigencia continua de lealtad al pacto para mí, expresada por medio de la fe y la
obediencia. Cuando se presenta la visión alternativa y se muestra que las bendiciones
del nuevo pacto solo se disfrutan a través de una fe que se somete en obediencia
amorosa a Jesús como Señor, algunos la etiquetan frecuentemente como legalista.
Hemos sido redimidos de la maldición de la ley; así pues, no debemos volver a la
esclavitud de sus normas y regulaciones. Esa es la forma de atarnos de nuevo a la
religión de las obras en lugar de disfrutar del regalo gratuito de la gracia de Dios en
Jesucristo.
Por supuesto, existen graves distorsiones que devalúan la gracia y conducen a
muchos de vuelta a una religión de actuación, como si pudiésemos intentar justificarnos
guardando la ley. Esto conduce a una soberbia ignorante o a una desesperación
abyecta. Debemos guardarnos de esa posición por defecto del corazón humano, tanto
en nuestra propia vida como en nuestra enseñanza a los demás. Todos practicamos la
religión de las obras por naturaleza, y lo último que nuestro corazón pecador que se
autojustifica quiere es que nos entreguemos a la misericordia de Dios y dependamos
totalmente de su gracia. Sin embargo, existe el peligro equivalente de olvidar que la
sangre del nuevo pacto no solo sella nuestro perdón, con las garantías inquebrantables
de la gracia justificadora de Dios, sino que también sella nuestra propiedad. Habiendo
sido redimidos “con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la
sangre de Cristo”, pertenecemos a aquel que ha pagado el precio para liberarnos de
nuestra esclavitud del pecado. Como nos enseña Efesios 1:13, 14, los creyentes han sido
marcados con un sello de propiedad divina, en el don del Espíritu Santo como fianza y
garantía de la redención plena y transformación total que un día será nuestra. En la
misma línea, Pablo pregunta a los corintios: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois
vuestros? Pues por precio habéis sido comprados; por tanto, glorificad a Dios en
vuestro cuerpo” (1 Co. 6:19, 20). No tratamos de obedecer al Señor para obtener su
perdón o las bendiciones de su pacto. Más bien, queremos mostrar nuestro amor y
gratitud en nuestra obediencia y por medio de ella porque ya hemos recibido estos
dones por gracia. Escuchemos al propio Jesús. “El que tiene mis mandamientos y los
guarda, ese es el que me ama” (Jn. 14:21). “Si alguno me ama, guardará mi palabra” (Jn.
14:23). “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn. 15:10).
“Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14).
El patrón es inevitable y Josué 8:30–35 es una de sus expresiones más intensas en el
Antiguo Testamento. No obstante, estaba allí desde el mismo principio de la historia del
pacto de Israel. La travesía del Mar Rojo los lanzó al camino que llevaba directamente a
76
Sinaí, donde Dios entregó la ley a personas redimidas de forma que pudiesen saber
cómo vivir en una relación correcta con su Redentor. No la dio como un medio de
rescate, sino de gracia para los ya rescatados. El prefacio de los diez mandamientos no
podía ser más claro: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la
casa de servidumbre” (Éx. 20:2). Inmediatamente después, aparecen los
mandamientos. El Dios que los ha llevado sobre alas de águila hasta sí mismo es quien
tiene el derecho de decir: “Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi
pacto…” (véase Éx. 19:4, 5). El paso al otro lado del Jordán los ha puesto en un camino
que los lleva a los montes Gerizim y Ebal, así como a la reafirmación tanto de la
misericordia de su pacto como de las exigencias del mismo cuando toda la nación se
compromete una vez más a su gobierno soberano a través del rescate. La obediencia,
pues, no es el precio que Dios exige a fin de dispensar bendiciones de su mano
reticente a lo contrario. Más bien, constituye el medio por el cual se mantienen
abiertos los canales de gracia sobreabundante, de forma que un pueblo dependiente
que confíe y obedezca pueda experimentar todas las bendiciones de la fidelidad de
Yahvé al pacto.
Para nosotros, que los privilegios del pacto exijan obligaciones se cumple de forma
comunitaria cada vez que participamos en la Santa Cena como pueblo de Dios, para
comer el pan y beber el vino, en memoria de que todo lo bueno que tenemos procede
enteramente del don de su gracia. Cuando nos alimentamos de Cristo en nuestro
corazón, por fe, con acción de gracias, estamos expresando esa unión indisoluble con
nuestro Señor, lo que significa que, como estamos en él y él en nosotros, nos estamos
comprometiendo de nuevo a ser santos, porque él es santo. Sin embargo, no tenemos
que esperar a la celebración de un servicio de Comunión. Nuestro altar es la cruz de
madera del Calvario, donde se llevó a cabo a nuestro favor y de una vez por todas la
ofrenda por el pecado, y donde se establece la comunión entre Dios y el hombre.
Podemos, y deberíamos, estar allí cada día en nuestro tiempo devocional con el Señor,
recuperando su perdón, confirmando nuestra propia confianza en sus promesas de
gracia y renovando nuestro compromiso de obedecer sus mandamientos.
Por tanto, Dios consolidó de esta forma la victoria sobre Hai. El lugar de sacrificio
pasó a ser el de compromiso con el pacto. Una cosa es conseguir un triunfo, pero otra
muy diferente es consolidarlo con un renovado compromiso con Dios. Muchos de
nosotros empezamos a desviarnos de nuestra dependencia total de Dios en el éxtasis
de la victoria. Necesitamos que la insistencia del Salmo 44 resuene en nuestros oídos:
“Tú con tu mano echaste fuera las naciones, y a ellos [Israel] los plantaste… Pues no por
su espada tomaron posesión de la tierra, ni su brazo los salvó, sino tu diestra y tu brazo,
y la luz de tu presencia, porque te complaciste en ellos” (Sal. 44:2, 3). Por esta razón, su
seguridad era total mientras obedeciesen; pero también explica por qué cualquier
rebelión contra los mandatos del Señor sólo provocaría el desastre, como sigue
ocurriendo. Ser cristiano no significa participar en juegos espirituales ni tener un interés
en la religión en nuestro tiempo libre. Exige la totalidad de nuestro ser, ya que la
neutralidad espiritual es imposible. No podemos adorar sinceramente en la cruz,
nuestro altar, y seguir vivien do después desobedeciendo, porque ambas actitudes son
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mutuamente excluyentes. Sin embargo, si procuramos vivir en obediencia, aunque
fallemos y caigamos con frecuencia, si nuestra vida se caracteriza por el
arrepentimiento y la fe, Dios está con nosotros. Él está comprometido con quienes
confían en él, y sus victorias serán también las nuestras.
Al contemplar la excelsa cruz
do el Rey de gloria sucumbió,
tesoros mil que ven la luz
con gran desdén contemplo yo.
Si la riqueza terrenal
pudiera yo a mis plantas ver
pequeña ofrenda mundana…
demanda que consagre a él mi ser,
mi vida y mi amor.
(Letra del himno “When I Survey the Wondrous Cross”; en español: “Al contemplar
la excelsa cruz”, tomado de www.himnariodigital.com)

Adulación para engañar


Josué 9:1–26

“Cualquiera que anhele una vida tranquila ha nacido en la generación equivocada”.


Estas palabras se atribuyen a Trotsky, cuando la revolución rusa pareció barrerlo todo
antes de su avance. ¿Pero ha habido alguna vez una generación que no haya conocido
el conflicto como parte de su vida cotidiana? Ciertamente, ningún cristiano puede
esperar ser inmune al conflicto “contra los gobernantes, contra las autoridades, contra
potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes
espirituales de maldad en las regiones celestiales” (Ef. 6:11, 12). Por esta razón, el
Príncipe de Paz dijo a sus discípulos: “No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine
a traer paz, sino espada” (Mt. 10:34). Para el pueblo de Dios no hay camino de rosas en
este mundo caído, porque está en la poderosa garra del maligno (1 Jn. 5:19). El realismo
reconoce que el conflicto es endémico a la vida humana e inevitable para un discípulo
cristiano.
Una forma fructífera de leer el Antiguo Testamento consiste en rastrear la huella de
la constante resistencia del diablo a los propósitos de Dios ya que hace todo lo posible
para impedir la llegada del renuevo de la mujer que aplastará la cabeza de la serpiente
(Gn. 3:15). Ahora, a medida que la promesa de la tierra empieza a realizarse en la

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experiencia de Israel, no sorprende que la oposición aumente en tamaño e intensidad.
En cierta manera, se puede argumentar que los reyes cananeos mencionados en Josué
9:1, 2 son simplemente líderes humanos que intentan preservar su herencia contra los
invasores. Pero la perspectiva del libro de Josué, que refleja las percepciones de toda la
Biblia, nos enseña a ver estos acontecimientos como parte de ese conflicto cósmico
espiritual del cual la conquista de Josué es la consecuencia terrenal. Después de todo,
esta parte del mundo ha estado desde hace mucho tiempo bajo el control del diablo y,
a lo largo de los siglos, los pecados de los amorreos se habían multiplicado; ahora, el
vaso rebosaba de maldad y todo esto constituía un asalto al carácter justo de su
Creador. La conquista es una iniciativa divina para limpiar la tierra de su iniquidad. De
modo que no va a ocurrir sin resistencia diabólica, y esto significa conflicto.
Para Israel, esto significa que a esas alturas tienen que centrarse en su tarea y su
comisión supremamente importantes: luchar con frecuencia, orar siempre y, por
encima de todo, ser obediente a todo lo que Dios les ordena. Les está entregando la
tierra, pero no se presenta en una bandeja. Esto es, en sí mismo, una descripción de la
vida cristiana en nuestro mundo aún caído, donde no hay progresos espirituales, ni en
lo personal ni en lo corporativo, sin desafío o conflicto. Pero la gran lección es que el
resultado no está en absoluto equilibrado. Como revelan los capítulos de apertura del
libro de Job, el diablo es real y se halla en implacable oposición a Dios y su pueblo; pero
como criatura está totalmente subordinado a la voluntad de Dios, bajo juicio divino y
que se enfrenta a su condena eterna. La perspectiva de la Biblia es que si en algún
momento se le da rienda suelta es para que los extraordinarios propósitos divinos
puedan cumplirse, para mayor alabanza de la gloria de la gracia de Dios. Esto significa
que, aunque la alianza de los reyes cananeos al principio del capítulo 9 es poderosa e
intimidante en términos humanos, y al diablo le encantaba que Israel temblara delante
de ellos, es necesario que leamos todo lo que está sucediendo aquí bajo el prisma de
11:20: “Porque fue la intención del Señor endurecer el corazón de ellos, para que se
enfrentaran en batalla con Israel, a fin de que fueran destruidos por completo, sin que
tuviera piedad de ellos y los exterminara, tal como el Señor había ordenado a Moisés”.
A Dios le proporciona gran gloria que se permita, de forma temporal, la manifestación
de la arrogante altivez del diablo en lo que resulta ser su propia destrucción. En esto
consiste la soberanía divina.
Antes de analizar este capítulo detalladamente, será útil dar un paso atrás y
recordar la estructura del libro como conjunto y tomar nota de dónde estamos, ya que
el capítulo 9 ha sido claramente diseñado para empezar una nueva sección. Como
indica David M. Howard, 9:1 es casi una repetición exacta de la fórmula que vimos en
5:1. Allí, el versículo sirvió para introducir la segunda sección principal del libro que va
hasta el final del capítulo 8. Por tanto, en términos generales, 1–4 detallan los
preparativos para la conquista que culmina en el milagroso cruce del Jordán, y los
capítulos 5–8 recogen las victorias iniciales, comenzando con la consagración de la
nación, la milagrosa caída de Jericó, la victoria de Hai y la renovación del pacto en el
monte Ebal. Ahora nos lanzamos a la tercera sección (caps. 9–12), que nos lleva más
adelante en la conquista y culmina con la lista de los reyes derrotados del capítulo 12.
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La unidad trata con todo detalle el engaño gabaonita, la victoria israelita en la batalla de
Gabaón y la posterior victoria junto a las aguas de Merom, con otras muchas
referencias a ciudades y reyes que cayeron ante el avance de Israel. Josué 9:1, 2 y
12:7–24 actúan como marco de la unidad, detallando primero a los reyes que se
dispusieron “para pelear contra Josué y contra Israel” y, luego, “lo que ocurrió con
ellos”. Esta sección es la mayor y principal parte de la narrativa de la conquista y de ella
se pueden aprender muchas lecciones espirituales.

Enérgica oposición
Aunque la redacción de 9:1 comienza con una réplica casi exacta de 5:1, el resultado
es muy diferente. En el capítulo 5, “sus corazones [de los reyes] se acobardaron, y ya no
había aliento en ellos a causa de los hijos de Israel”. Pero ahora “se reunieron y se
pusieron de acuerdo para pelear contra Josué y contra Israel” (9:2). Hai es, con toda
seguridad, lo que ha marcado la diferencia. El milagroso cruce del Jordán y el
extraordinario derrumbe de Jericó aterrorizaron a estos reyes. Tal vez los israelitas y su
Dios, Yahvé, eran realmente invencibles. Sin embargo la derrota de Hai les dio nuevo
aliento. Necesitarían la mayor fuerza que pudieran reunir, de ahí la coalición del
versículo 1; pero ahora tienen la suficiente confianza para emprender batalla contra los
israelitas. Los percances y la derrota siempre fortalece al enemigo y, por esta razón, el
pueblo de Dios nunca puede ser indiferente con respecto a su total dependencia de él.
Habrá más coaliciones de oposición a lo largo de esta sección. Josué 10:3 llama nuestra
atención a la alianza sureña de cinco reyes bajo Adonisedec, rey de Jerusalén, mientras
que 11:1, 2 detalla la coalición norteña bajo Jabín, rey de Hazor. La oposición es cada
vez más enérgica y organizada. De hecho, se extiende desde los montes, por las faldas
de las colinas y hasta la planicie costera del norte tan lejana como el Líbano (v. 1); que
se recoja con tanto detalle parece algo deliberado para que el lector capte lo extensa y
potencialmente devastadora que es ahora esta oposición. Todo el país está en armas
contra Israel.
Pero luchar no es la única forma de oponerse a los propósitos divinos y, aunque
podríamos esperar que el resto del capítulo detallara una gran batalla entre la alianza y
los israelitas, no parece haber ocurrido nada por el estilo. No volvemos a oír nada sobre
los reyes cananeos hasta el capítulo 10, cuando la alineación es bastante diferente. Así
que, aunque la pretendida amenaza es intimidante, en este punto no se materializa.
Nuestra atención se dirige más bien a un intento totalmente diferente, pero no menos
decidido a oponerse y subvertir los propósitos divinos. El resto del capítulo es el relato
del engaño gabaonita. Josué 9:24 proporciona la clave: “Porque ciertamente tus siervos
fueron informados de que el Señor tu Dios había mandado a su siervo Moisés que os
diera toda la tierra, y que destruyera a todos los habitantes de la tierra delante de
vosotros; por tanto, temimos en gran manera por nuestras vidas a causa de vosotros, y
hemos hecho esto”. “Gabaón era una gran ciudad… y todos sus hombres eran
valientes” (10:2), pero, en lugar de salir a pelear, decidieron arriesgarse en un
planteamiento más sutil, manipulador y engañoso para salvar su propio pellejo e
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impedir la conquista de su ciudad. “Ellos también usaron de astucia” (9:4a).

Engaño y disfraz
Esta táctica distinta es sorprendente y del todo inesperada. Los versículos 3–15
cuentan la historia de manera muy eficaz, en ocasiones casi cómica, ya que observamos
cómo los israelitas se tragan el anzuelo gabaonita. Caen en la trampa con demasiada
facilidad. Los gabaonitas están reaccionando ante las mismas nuevas sobre Jericó y Hai
que todas las demás ciudades-Estado habían escuchado, pero su respuesta es
ingeniosa, como poco. Gabaón era una importante ciudad con otras muchas ciudades
pequeñas, y probablemente dependientes, agrupadas en torno a ella. Podría haberse
defendido como cualquier otra ciudad, pero ellos pensaron de forma totalmente
distinta al resto de Canaán. ¿Por qué entrar en conflicto y sufrir una destrucción
potencial si eran capaces de negociar una salida? ¿Por qué no hacer un pacto, un
acuerdo vinculante, para asegurar la paz sin rendición? Ciertamente merecía la pena
intentarlo, pero tenía que ser un engaño preparado con esmero si querían tener una
oportunidad.
El libro de Josué nos recuerda con frecuencia que uno de los principales medios de
avanzar en la conquista es la palabra de verdad sobre el Dios de Israel y lo que ha hecho
para entrar en las ciudades cananeas y en los corazones de los líderes. Los gabaonitas
saben que la caída de Jericó y de Hai no son más que la primera fase en el proceso por
el cual Dios entregará la tierra a los israelitas y destruirá a sus habitantes (v. 24). ¿Acaso
conocían también los detalles de lo que Dios había ordenado en Deuteronomio
20:10–18? Es probable. En resumen, existe una provisión divina para que los israelitas
ofrezcan términos de paz a una ciudad antes de atacarla, siempre que sea una ciudad
“muy lejos de ti” y no una ciudad “de estas naciones cercanas” (Dt. 20:15). Las ciudades
próximas han de ser destruidas. Un entorno pacífico que conduce a servidumbre es una
opción para las ciudades más remotas, lo que explica por qué los gabaonitas afirman
“hemos venido de un país lejano” (Jos. 9:6) y, a continuación, muestran sus pruebas
para respaldarlo. Sacos y odres raídos, sandalias gastadas, vestidos viejos y provisiones
“secas y desmenuzadas” (v. 5); todo parece añadir peso a su historia. Llegan a Gilgal,
que sigue siendo el cuartel general de operaciones de Josué (v. 6), y le formulan
directamente a él su petición de pacto. Aquí, sin embargo, con el beneficio de la
retrospectiva, el narrador inserta una nota de advertencia identificándolos como
“heveos” para beneficio nuestro como lectores (v. 7). Existe una ironía en la objeción de
los hombres de Israel cuando les dicen: “quizá habitáis en nuestra tierra”. De hecho,
Gabaón está a menos de treinta y dos kilómetros y, ciertamente, debía ser destruido.
Pero la treta del disfraz va seguida ahora de la adulación. En dos ocasiones le dicen a
Josué que son sus “siervos” (vv. 8, 9), que se someten a él. Además, la fama de Yahvé es
la que los ha traído desde tan lejos para hacer alianza con él (vv. 9, 10). Los informes de
lo que Dios les ha hecho a sus enemigos los lleva a pedir la paz. Todo es muy
convincente. No se dice nada sobre las victorias recientes sobre Jericó o Hai, porque
han estado viajando desde muy lejos —según afirman— mientras aquello sucedía. No
81
se habían puesto aún al día con los boletines informativos. Todo encajaba en la historia,
y la comida seca y desmenuzada parecía una corroboración innegable.
¿Qué decidirán hacer Josué e Israel? Esta es la cuestión al final del versículo 13. ¿Se
guiarán por la evidencia de lo que ven y lo que oyen, lo que sus sentidos y la deducción
lógica parecen decirles? ¿O seguirán lo que prescribía la ley dada a Moisés? Números
27:21 es muy específico en las instrucciones dadas directamente a Josué sobre lo que
tenía que hacer cuando el libro de la ley no cubriera el detalle de una circunstancia en
particular. “Se presentará delante del sacerdote Eleazar, quien inquirirá por él por
medio del juicio del Urim delante del Señor”. Aquí caminan por vista y no por fe, como
lo hacemos nosotros con tanta frecuencia.
Nadie le pregunta a Dios lo que deberían hacer y esa es la tragedia de la situación. Si
el enemigo no puede echar abajo la puerta principal, se deslizará por una entrada
lateral con tal de conseguir que el pueblo de Dios transija en su cumplimiento de la
voluntad divina. Obsérvese que todos los líderes están implicados en esto, aunque
Josué es quien redacta el acuerdo vinculante “para conservarles la vida” (v. 15).
Actuaron dependiendo por completo de sus propias sensaciones y lógica, su propia
sabiduría, pero no siguieron la palabra de Dios y no pidieron su consejo. No oraron (v.
14). En vez de esto, entraron en un pacto sellado con un juramento solemne, el
compromiso más serio que se podía hacer. Las aplicaciones a nuestra falta de fe y
necedad son muchas y obvias. Una desafiante declaración en Santiago 4:17 afirma: “A
aquel, pues, que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado”. El contexto es una
falsa autoconfianza sobre nuestro futuro en lugar de una sumisión diaria de cada parte
de nuestra vida a la voluntad de Dios. Todos somos culpables de muchos pecados de
omisión. ¡Cuántas veces el Señor espera que lo busquemos, que oremos para que él
dirija nuestros pasos y gobierne nuestra toma de decisión por medio de la luz de su
Palabra y de la gracia de su providencia. Con todo, con cuánta frecuencia volvemos a
arrancarle de nuestra vida para ponerla de nuevo bajo nuestro propio control.
Probamos el pan mohoso y actuamos neciamente, porque hemos sido engañados por lo
que vemos y por lo que se dice, por adulación y orgullo.
El disfraz y la adulación siguen estando utilizados entre los enemigos con mayor
frecuencia siendo las armas de éxito frecuentes para hacernos transigir en cuanto a la
voluntad divina revelada y los principios que se requieren en nuestra vida como pueblo
suyo redimido. En nuestras relaciones personales, en nuestra vida de iglesia, en
nuestros hogares y familia, así como en nuestro negocio y vida profesional, estamos
bajo la constante presión de no seguir la Palabra de Dios en completa dependencia y
obediencia; en vez de ello, se nos incita a hacer alianzas con personas que pueden
parecer impactantes y encantadoras, pero que nos conducirán más y más lejos de hacer
la voluntad divina. No debemos ignorar los recursos del diablo. No hemos de olvidar
jamás que las apariencias pueden ser engañosas; de hecho, lo son con mucha
frecuencia.

Remordimiento y resolución

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Cuando nos inclinamos a tomar nuestras decisiones basándonos en el pan mohoso,
en lugar de preguntarle al Señor, estamos sujetos a enfrentarnos a un rudo despertar. Y
este llega con gran rapidez en el versículo 16. De repente, el horror de la realidad les
golpea. Los gabaonitas son, en realidad, sus vecinos, y viven entre ellos. En efecto, el
versículo 17 indica que había una federación más amplia de ciudades de las que Gabaón
era probablemente la principal, y que los israelitas visitaron para confirmar la verdad,
pero sin atacar. Al parecer, había algún ímpetu entre el pueblo para hacerlo, porque se
quejaron intensamente contra el compromiso al que Josué y los líderes les había
conducido (v. 18), pero el juramento se lo impedía. Los líderes asumen, con razón, la
responsabilidad por lo ocurrido (v. 19); añadir otro error quebrantando el juramento
solemne que habían hecho “por el Señor, el Dios del Israel” no había arreglado las
cosas. Este es el primer acto de sabiduría del capítulo. Como aclara el versículo 20, si
debían quebrantar los términos de su promesa, estarían sujetos a la ira divina porque
su nombre se había implicado en el proceso.
El honor de Yahvé está en juego y su nombre mismo implica que es el Dios que
cumple fielmente cada una de sus promesas. Volverse contra los gabaonitas habría
equivalido a insinuar que no se podía confiar en la palabra de Yahvé, que su carácter es
caprichoso y sus acciones impredecibles. Su nombre no debe ser pisoteado por las
necias equivocaciones de su pueblo. Por arrepentidos remordimientos que pudieran
tener y por inconveniente que fuera, Israel no tiene alternativa. Para los gabaonitas
significaba que habían salvado la vida, pero su futuro sería de servidumbre (v. 21). Al
convertirlos en “leñadores y aguadores”, los israelitas están regresando al texto de la
ley de Moisés (Dt. 20:10, 19 y a la práctica que parecía haberse aplicado ya con respecto
a los extranjeros dentro de la comunidad de Israel (Dt. 29:11). Como aclara Josué (vv.
22, 23), esto es un castigo por su engaño. La principal necesidad de leña y agua era para
el ministerio del tabernáculo, pero el versículo 27 indica que el papel de siervo debía ser
mucho más amplio. Los gabaonitas se convirtieron en un pueblo subordinado dentro de
Israel.
Esto se expresa mediante su reacción al interrogatorio de Josué, recogido en los
versículos 24, 25. Son perfectamente directos al responder a su pregunta de “¿Por qué
nos habéis engañado?” (v. 22). Han oído que, al entregar la tierra a los israelitas, “el
Señor tu Dios” había ordenado a Moisés que destruyera a los habitantes; por tanto, dos
temores los había motivado a obrar así. El primero era el temor humano común por la
propia vida frente a un poderoso enemigo, pero el segundo era el temor al Dios de
Israel, que sacan a relucir en el término “ciertamente” (v. 24). Aunque su conocimiento
de Yahvé es mínimo en ese momento, su sobrecogimiento por lo que este ya ha llevado
a cabo los lleva a pretender términos de paz. Se contentan poniéndose ellos mismos y
su futuro en las manos de Josué, sometiéndose a él. “Haz con nosotros lo que te
parezca bueno y justo” (v. 25b). Esta es una gran declaración de sumisión que ilustra
que el temor del Señor es, en verdad, el principio de la sabiduría (Pr. 1:7–9).
La nota al final del versículo 27 en cuanto a que los gabaonitas siguieron en Israel
“hasta el día de hoy” es un indicativo relevante del futuro. Las promesas que se hacen

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en el nombre de Yahvé no deben incumplirse jamás, como demostraría Saúl, el primer
rey de Israel. En 2 Samuel 21:1, 2, el rey David que sufrió los tres años de hambruna en
Israel, descubre que esta sucedió “por causa de Saúl y de su casa sangrienta, porque él
dio muerte a los gabaonitas” (v. 1b). En su celo por su país, Saúl intentó expulsarlos y
quebrantó, así, el juramento hecho por Josué. Pero este tipo de juramento no puede
romperlo ni un rey ungido. Los gabaonitas permanecieron en Israel a lo largo de
generaciones, incluso después del exilio babilonio, de manera que, cuando se estaban
reedificando los muros de Jerusalén siglos más tarde, bajo Nehemías, encontramos
entre la lista de los edificadores a “Melatías el gabaonita y… los hombres de Gabaón”
(Neh. 3:7).
Al reflexionar sobre este curioso incidente, podemos hacer varias observaciones
generales. Una decisión y un compromiso poco sabios tuvieron continuas repercusiones
para ambos pueblos a lo largo de los años. Deberíamos ser particularmente precavidos
con respecto a confiar en nuestro juicio, ya que las apariencias pueden ser engañosas y
nuestras propias perspectivas son parciales y limitadas. Esta es una de las razones por
las que la Biblia nos dice que no juzguemos a las personas por lo que vemos. Sólo el
Señor puede conocer el corazón. Esta narrativa se convierte, pues, en un ejemplo
negativo por el cual podemos entender mejor y reforzar las cosas positivas de
Proverbios 3:5–6: “Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio
entendimiento. Reconócele en todos tus caminos, y él enderezará tus sendas”. Todas
estas deducciones son válidas y útiles, pero el peligro es que olvidemos que Dios es
siempre el héroe de las narrativas del Antiguo Testamento y, por tanto, quedamos
confinados a la esfera humana en términos de aplicación, acabando con unos cuantos
buenos consejos y un tono moralizante.
¿Qué nos está enseñando Dios sobre sí mismo en esta historia? Sin duda, se
pretende que veamos su mano dominante y soberana en todo lo que sucedió, por
medio de su gobierno total y al redirigir con ingenio tanto los ataques del diablo como
la debilidad y la falibilidad de su pueblo. Este incidente es claramente un tipo distinto
de ataque satánico sobre Dios y sus propósitos —mucho más malicioso y sutil que una
agresión abiertamente hostil—, pero, sin embargo, real. El engaño gabaonita tiene
todas las marcas de las mentiras del diablo de principio a fin. Parece probable, por
tanto, que este incidente represente un intento por destruir a Israel desde dentro,
llevando la idolatría y la inmoralidad cananea al corazón mismo de la nación,
amenazando así la adoración del Dios vivo y el cumplimiento de sus propósitos
declarados. ¿Cómo se ocupa Dios de las artimañas del diablo? Usa agentes humanos
para mantener el fuego del altar ardiendo en el templo y la provisión de agua para los
rituales de la purificación, para continuar, aumentar y extender la adoración que ofrece
Israel a su Dios vivo. Por su providencia predominante, Dios preserva y da realce a
aquello mismo que el enemigo planeaba destruir. Esto no proporciona una excusa fácil
para nuestro fracaso y nuestra autoconfianza pecaminosa, sino que ofrece una
maravillosa esperanza a quienes somos más que conscientes de nuestros errores y
debilidades pasados. En la ingeniosa sabiduría que solo le pertenece a Dios, incluso
hace que los gabaonitas, los agentes del engaño, sean rescatados. Para estos, su
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bendición temporal fue salvar sus vidas, pero su bendición eterna consistió en que
fueron hechos miembros de la comunidad de Yahvé e Israel, pero como leñadores y
aguadores.
Esta es la gloria de Yahvé. No puede ser superado por la astucia humana ni
estorbado por la falibilidad del hombre. Esa gloria se muestra en la gracia que puede
convertir una maldición en bendición, que puede usar nuestros errores y necedad para
unirnos más estrechamente que nunca a él, que puede revelar dónde nos equivocamos
y hacer que esto constituya el medio por el cual podamos empezar a corregir nuestro
rumbo. Piensa en esos noventa y cinco hijos de Gabaón reconstruyendo los muros de
Jerusalén (Neh. 7:25). ¡Con qué privilegio se encontraron tras haber reenfocado sus
vidas hacia el tabernáculo, el lugar de sacrificio y comunión con Dios, la manifestación
de su presencia viva entre su pueblo! En palabras de David Howard: “Parecieron haber
sido plenamente asimilados entre los judíos, como muchos creyentes en el Dios de
Israel, como fueron Rahab y otros “conversos” extranjeros e igualmente receptores de
la gracia de Dios”. Ni los gabaonitas ni los israelitas salieron ilesos de esta historia, pero
la gracia divina sobreabunda por encima de todo pecado y fallo humanos. Dios es el
héroe de la historia.
Y esa gracia es la que nos conduce directamente a la cruz, donde vemos de la forma
más clara posible que “Pero no sucede con la dádiva como con la transgresión. Porque
si por la transgresión de uno murieron los muchos, mucho más, la gracia de Dios y el
don por la gracia de un hombre, Jesucristo, abundaron para los muchos… para que así
como el pecado reinó en la muerte, así también la gracia reine por medio de la justicia
para vida eterna, mediante Jesucristo nuestro Señor” (Ro 5:15, 21).

Ningún día como este


Josué 10:1–15

En nuestra experiencia personal y como nación, algunos días son tan extraordinarios
que afirmamos no olvidarlos jamás mientras vivamos. Suelen ser días de un logro
excepcional o de liberación inesperada, con frecuencia en un contexto de conflicto. Me
viene a la menta la Batalla de Gran Bretaña que se libró en el aire, sobre la costa del
Canal de la Mancha, donde ahora me encuentro en mi apacible estudio escribiendo
estas palabras. O la evacuación de Dunkerque o los desembarcos de Normandía (ambos
fueron puntos de inflexión en la Segunda Guerra Mundial). Hace tan solo dos días,
mientras escribía, con los Juegos Olímpicos de Londres en pleno apogeo, el equipo de
Gran Bretaña logró tres medallas de oro en un intervalo de dos horas, en atletismo,
convirtiendo aquella noche en una sin igual para el deporte británico. Fue una

85
celebración de fuerza y habilidad humanas a escala masiva para nuestra nación. Pero el
capítulo 10 del libro de Josué celebra una intervención divina sin precedentes en la
historia mundial. “Ni antes ni después hubo día como aquel” (v. 14).
Nuestro estudio de este relato único suscita dos preguntas clave, sencillas de
formular, pero difíciles de responder. La primera es ¿qué ocurrió en realidad? La
segunda, ¿qué tenemos que aprender de ello? Al ocuparnos de esto, será necesario que
mantengamos el enfoque plena y objetivamente en lo que afirma la Biblia y en sus
propios énfasis intencionados; y es que, no nos equivoquemos, este capítulo se ha
convertido en un célebre campo de batalla para los materialistas ateos y los creyentes
que creen en la Biblia. Los nuevos ateos (como los antiguos antes que ellos) se sienten
atraídos como mariposas nocturnas a la llama del versículo 14: “El sol se detuvo en
medio del cielo y no se apresuró a ponerse como por un día entero”. Imposible por
completo, literalmente increíble, son las acusaciones de los críticos que reducirían todo
el corpus de la historia veterotestamentaria a la condición de mito. Es comprensible a
tenor de la experiencia y de la razón humanas, ¿verdad? Por tanto, es necesario que
utilicemos este capítulo como caso práctico sobre cómo tratar la actitud hacia las
Escrituras que afirma la “refutación” de estas por la ciencia y declara que deben ser
rechazadas por las mentes inteligentes y modernas.
En primer lugar, tendremos que establecer con exactitud lo que el texto dice en
realidad y situarlo en su contexto de Josué, con el fin de entender su propio significado.
A continuación, será necesario afrontar los desafíos que presenta y las posibles
resoluciones del conflicto que, al parecer, existe entre ciencia y fe. Pero, en tercer lugar
y porque la biblia nunca es meramente intelectual, también será preciso comprender y
adecuar el mensaje de esta narrativa para nuestra vida de hoy en lo que sigue siendo el
orden creado de Dios, su mundo.

Lo que dice el texto


John C. Lennox, catedrático de matemáticas en la Universidad de Oxford, nos
advierte de que en el dialogo entre la Biblia y la ciencia se deben evitar dos extremos. El
primero es vincular la interpretación de la Biblia de una forma demasiado limitada a la
ortodoxia científica actual, mientras que el segundo y contrario consiste en ignorar por
completo la ciencia. “La biblia lo dice; por tanto, lo creeré por muchas pruebas que
puedas aportar”, esta es la segunda línea. Suena encomiable y revela un instinto de
confiar en la Palabra de Dios contra viento y marea, y esto es admirable. Sin embargo,
puede degenerar con demasiada facilidad en la respuesta del anciano ministro que,
acusado de opiniones extremistas sobre la autoridad de las Escrituras, reaccionó así:
“¿Extremista? Bueno, tal vez sea un extremista, ¡pero se debe a que estoy
extremadamente en lo correcto y usted está extremadamente equivocado!”. Es
necesario que actuemos mejor si no queremos provocar un desprestigio del evangelio.
El enfoque principal de Lennox en el libro citado anteriormente es el diálogo entre
Génesis y la ciencia sobre el principio de todas las cosas, y usa el ejemplo de Galileo
como plantilla para avanzar. Para nosotros, en Josué 10, esto es de suprema
86
importancia. En su obra “Sobre las revoluciones de las esferas celestes” (1543),
Copérnico había adelantado la visión “hereje” de que la tierra y los demás planetas de
nuestro sistema solar realizan una órbita alrededor del sol. Citando a Martin Lutero en
“Table Talk” [Charlas de sobremesa] (1539), Lennox señala que incluso antes de la
publicación del libro, se cuenta que Lutero dijo: “el necio quiere poner todo el arte de la
astronomía patas arriba. Sin embargo, como nos cuentan las Sagradas Escrituras, Josué
le pidió al sol que se detuviera y no a la tierra”. Cuando Galileo popularizó y desarrolló
esta comprensión de un universo centrado en el sol, la ortodoxia cristiana de la época
se opuso a él aunque su motivación no era en absoluto atea. Sin embargo, hoy,
nosotros, como cristianos, aceptamos sin problemas que Copérnico y Galileo estaban
en lo cierto. Su explicación concuerda con la realidad. Esto no significa que hayamos
subordinado las Escrituras a la ciencia, sino que hemos llegado a entender lo que las
Escrituras quieren decir cuando declara que el mundo “será inconmovible” (Sal. 93:1;
104:5) o que el sol “se regocija cual hombre fuerte al correr su carrera” (Sal. 19:5). En
un extenso y útil debate de las cuestiones planteadas, John Lennox señala que puede
haber más de una interpretación natural de un término o frase, y que, cuando
asignamos un sentido metafórico a su verdad (como cuando Jesús dice: “Yo soy la
puerta” en Jn. 10:9), lo hacemos por nuestra experiencia del mundo. Esto nos ayuda a
decidir de qué manera debería interpretarse un texto particular. “Tomamos el
significado natural, principal; y si este no tiene sentido, pasamos al siguiente nivel”.
El nivel natural, principal de la conducta del rey Adonisedec, no es en absoluto difícil
de comprender (vv. 1, 2). Bastante asustado ya por lo que les había sucedido a Jericó y
Hai, el contrato de los gabaonitas con Israel sólo sirve para empeorar las cosas e
incitarlo a adoptar una acción preventiva. A estas alturas del drama, Israel está
preparado en las tierras altas, listo para abrirse en abanico hacia el sur y el norte, a
medida que avanzan hacia el oeste cruzando la fértil meseta de la Sefalah, en dirección
al Mar Mediterráneo. Existen muchas más ciudades que conquistar e inmensas zonas
de territorio por poseer, pero en ese momento crítico están a punto de entablar batalla
con una alianza de cinco reyes amorreos de Jerusalén y la zona inmediatamente al
sureste. Les sorprendió que Gabaón, una ciudad bien fortificada con una fuerza
defensiva notable por sus hombres de guerra, decidieran buscar la paz con Israel.
Presumiblemente, Adonisedec pensó que, si una gran ciudad tan bien dotada como
Gabaón buscaba la paz, sus propias oportunidades de éxito contra Israel eran mínimas.
Por esta razón, se forma la alianza (vv. 3–5) y deciden tomar la iniciativa y emprender la
guerra contra los invasores. La estrategia de atacar Gabaón tiene, quizá, una doble
relevancia. En primer lugar, es un acto de venganza contra esta ciudad por su traición a
la causa cananea y su posterior provisión de una base potencial para los israelitas
dentro de su propia zona. Pero, en segundo lugar, pondrá a prueba la calidad de la
alianza de los israelitas con Gabaón y los arrastrará a ambos al conflicto, con lo cual la
alianza puede matar dos pájaros de un tiro, o demostrará que las promesas israelitas no
valen nada.
Las tácticas funcionan (v. 6) y, bajo amenaza, los gabaonitas activan los términos de
su acuerdo con Israel y emiten una llamada urgente pidiendo ayuda contra la alianza de
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los reyes de las montañas. Parece no haber vacilación en absoluto por parte de Josué al
mover a su ejército desde Gilgal a Gabaón para cumplir el tratado que tan
recientemente habían firmado con los gabaonitas. Sin embargo, el versículo 8 es crucial
para todo lo que sigue. Hay una intervención divina con una palabra directa de aliento y
una promesa por parte de Dios a Josué: “No les tengas miedo, porque los he entregado
en tus manos; ninguno de ellos te podrá resistir”. Las palabras recuerdan y subrayan el
inmutable compromiso de Dios con sus siervos, como en 1:5, 9. Josué puede haber
sentido que esta batalla se le imponía como resultado de su necio error, pero Dios es
capaz de convertir la defensa de Gabaón en la conquista de cinco ciudades enemigas,
todas ellas en el espacio del combate de un solo día. La urgencia de la difícil situación
gabaonita impulsa una marcha de toda una noche desde Gilgal a Gabaón, unos treinta y
dos kilómetros, escalando hasta un terreno más alto que propiciara un ataque
repentino sobre la alianza, probablemente muy temprano en la mañana. El elemento
sorpresa ayudó, obviamente, a extender la confusión entre los amorreos, y queda claro
que el ejército israelita tiene un papel clave que jugar en el resultado, pero el énfasis en
el breve relato de la batalla (vv. 10, 11) recae sobre la intervención divina. “Y el Señor
los desconcertó delante de Israel” (v. 10). “El Señor arrojó desde el cielo grandes
piedras sobre ellos” (v. 11). Pero Israel también tenía que poner de su parte. “Y los hirió
con gran matanza en Gabaón, y los persiguió… y los hirió… mientras huían delante de
Israel” (vv. 10, 11). Con todo, el resumen de la acción deja notablemente claro el
equilibrio entre la actividad de Dios y la de su pueblo, para reforzar dónde radican en
realidad la iniciativa y la victoria suprema. “Y fueron más los que murieron por las
piedras del granizo que los que mataron a espada los hijos de Israel” (v. 11b).
Esa misma nota predomina en el párrafo explicativo de los versículos 12–14, pero el
texto, tal como aparece, tiene sus dificultades. Claramente, la oración de Josué tuvo un
papel significativo en la victoria de Dios para Israel. En fuerte contraste con 9:14, donde
Israel no le preguntó a Dios, Josué habla ahora directamente al Señor. No se nos dice en
el versículo 12 en qué momento del día lo hizo. ¿Fue cuando llegó, antes de unirse a la
batalla, antes de que cayeran las piedras de granizo, o más tarde, durante el día, al
intensificarse la persecución? Según parece, fue en público (“dijo en presencia de
Israel”, v. 12), probablemente para que el pueblo no se hiciera ilusiones acerca de la
fuente de su victoria. Para toda su historia futura sabrían que el Señor, el Creador, usó
su gobierno soberano sobre su orden creado para llevar a cabo sus propósitos con su
pueblo. Por mucho que podamos tener dudas respecto al detalle de estos versículos,
esa es la imagen panorámica, la realidad global a la que debemos otorgar el puesto de
honor en el relato. Dentro del párrafo mismo, se pretende que el supuesto punto
culminante esté en el versículo 14: “El Señor prestó atención a la voz de un hombre”.
Esta es la unicidad esencial de la ocasión. “Los dos milagros anteriores a favor de
Israel —detener las aguas del Jordán y la victoria sobre Je ricó— habían sido iniciativa
de Dios, pero ahora, fue la respuesta a la petición de un hombre. Este hecho destaca la
importancia de Josué en el libro y también recalca la fidelidad de Dios para con su
pueblo”.
Pero lo que Josué dijo precisamente y dónde empieza y acaba con exactitud la cita
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del libro de Jasar es algo mucho más problemático. Algunos eruditos sugieren que el
texto no indica en absoluto una cita, sino que es una mera referencia a una fuente
histórica paralela, externa a las Escrituras. Mencionada de nuevo en 2 Samuel 1:18, “la
obra parece haber sido una colección de odas de alabanza a ciertos héroes de la
teocracia, entretejidas con reseñas sobre sus hazañas”. Otros sugieren que ese “él” que
le habló al sol y a la luna en el versículo 12 es el Señor, que debería ser el antecedente y
no Josué en la primera parte del versículo. Howard está a favor de esta opinión por su
coherencia. Según esta interpretación, Josué apela al Señor pidiendo ayuda, y no se nos
dice lo que oró, pero sí lo que Dios contestó. Le habla al sol y a la luna ordenándoles:
“Detente” (v. 12) hasta que se completara la destrucción de la alianza amorrea. El
hecho asombroso es, pues, que esta interrupción en el orden creado es el resultado de
la petición de un hombre. Esto proporciona también la consistencia debida a la
observación final del versículo 14: “El Señor peleó por Israel”.
No obstante, eso no pone fin a la especulación sobre lo que sucedió en verdad
aquel día único. ¿Se detuvo el sol? ¿Detuvo Dios en realidad la rotación de la tierra
durante veinticuatro horas, algo que habría tenido implicaciones catastróficas para el
planeta y todo lo que se sostenía sobre su superficie por la fuerza de la gravedad? No se
trata de si Dios podía hacer algo así, sino que lo hizo de verdad. No es cuestión de
subestimar en modo alguno aquello único y extraordinario que Dios hizo, sino de
intentar comprender mejor cómo lo llevó a cabo. Para Hugh J. Blair, en The New Bible
Commentary (edición de 1970), la petición de Josué se hizo temprano en la mañana,
cuando el sol se levantaba sobre Gabaón, al este, y la luna estaba sobre el valle de
Ajalón, al oeste, tras llegar de su larga marcha nocturna, y no fue para pedir un día más
largo, sino para que la oscuridad de la noche durara más y fuera aumentada por la
tormenta de granizo. Sus argumentos son textuales, traduciendo “detente” (v. 12) por
“guarda silencio, cesa o no molestes” y “detuvo” (v. 13) con el sentido de “cesar” y
“durante todo un día” mejor vertido como “cuando el día acabe”. La traducción que
sugiere se convierte, pues, en: “El sol dejó de brillar en medio del cielo y no se apresuró
a ponerse, [de manera que fue] como por un día entero”. Blair comenta: “Y así, en la
oscuridad de la tormenta, la derrota del enemigo fue completa. Debería notarse que no
se está desdeñando la naturaleza milagrosa del suceso al sugerir que hubo una
intervención divina menos espectacular de la que propone la interpretación más
habitual: que el día fue alargado. De todos modos, fue Dios quien hizo que la noche
fuera más larga por su intervención milagrosa a favor de su pueblo”. Dale Ralph Davis
ofrece una interpretación similar en su exposición de Josué, No Falling Words.

Lo que indica la prueba


Concluyamos lo que concluyamos sobre los detalles del texto, el claro mensaje es
que hubo un trastorno sobrenatural en el orden normal de las cosas, que su Creador
utilizó para lograr una gran victoria para su pueblo. En el fondo, esto significa que Dios
existe y que es capaz de intervenir en su creación, algo que culmina en su intervención
suprema en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo. No tenemos por qué saber
89
cómo hizo Dios lo que hizo para defender la realidad básica del pasaje en cuanto a que
la victoria de Israel dependió de la intervención divina en respuesta a la oración
humana. Las objeciones proceden del pensamiento ateo y teísta.
Aunque la ciencia no se opone a las Escrituras (basta considerar el amplio número
de científicos académicos que son creyentes cristianos), la ortodoxia científica actual
tiende a pensar en términos de desarrollo evolutivo que no puede tener cabida para lo
que, en ocasiones, se llama catastrofismo: la idea de que Dios interviene en su mundo.
Esto se considera como una visión demasiado ingenua del mundo. Con frecuencia se
tergiversa y se ridiculiza como literalismo rígido con respecto al texto de la Biblia que se
ve como perteneciente a una cosmovisión primitiva que ha sido desplazado
progresivamente por el fruto de los progresos científicos. Dios se reduce, pues, a las
lagunas de nuestro entendimiento científico que van desapareciendo con rapidez, de
modo que su propia existencia es el accidente supremo. En todos estos debates es
importante distinguir entre evidencia factual y presuposiciones filosóficas. Usar la
unicidad de un suceso (y, por tanto, su improbabilidad implícita), apoyar una opinión
destructiva, atea, es argumentar a partir de la presuposición y hacer afirmaciones
infundadas que son, en última instancia, declaraciones de fe y no hechos.
De manera similar, las objeciones teístas reflejan la visión no intervencionista y
deísta de Dios. Como el relojero que construye y activa un reloj, y después lo deja
funcionar por sí mismo, en esta opinión, Dios es alguien remoto y distante de lo que ha
creado y deja que el mundo opere por sí solo. Intervenir sería contrario a su naturaleza.
De nuevo, esto es una presuposición y hemos de llamar la atención a su irracionalidad a
la luz del testimonio total de las Escrituras. Dado que toda verdad es la verdad de Dios,
no tenemos nada que temer de la investigación científica y sus descubrimientos, pero
es necesario que distingamos entre la capacidad de la ciencia de responder algunos de
los “cómos” sobre la vida en el planeta Tierra y su inadecuada especulación filosófica
sobre los “porqués”.
Para quienes deseen ahondar más en estas cuestiones, recomiendo el detallado
debate de posibilidades, en cuanto a lo que ocurrió en verdad en la batalla de Gabaón,
de David M. Howard en su comentario. Cada una de las principales líneas de
interpretación se revisa y evalúa, y se presenta su solución más plausible. Los cinco
planteamientos primordiales son: la tierra dejó de girar, la luz del sol se detuvo, la luz
del sol se bloqueó, una señal especial apareció, y, finalmente, el pasaje es metafórico.
La propia postura de Howard está a favor de la opción figurada y considera que la
existencia de ese día único “no se debió a un fenómeno astronómico extraordinario,
sino a que el Señor escuchó la voz de un hombre y peleó por Israel”. Las explicaciones
alternativas abundan: un eclipse solar el 30 de septiembre del 1131 a.C. o el paso del
planeta Marte a unos 1126500000 km de la tierra, alrededor del 1404 a.C. que se
acerca más a la fecha correcta de Josué. Siempre habrá argumentos fascinantes e
ingeniosos para explicar lo que podría haber ocurrido. Pero lo que necesitamos
desarrollar con mayor claridad es el valor práctico para nosotros, hoy, como pueblo de
Dios en el mundo de Dios.

90
Lo que enseña el texto
En primer lugar, este pasaje nos aclara de forma contundente la soberanía divina en
toda situación. Es el Creador de todo lo que existe y quien lo controla. Como cristianos
del Nuevo Testamento, podemos regocijarnos en esta maravillosa realidad sobre el
Señor Jesús, nuestro rescatador. “Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin
Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:3). “Porque en Él fueron creadas
todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos
o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él. Y Él
es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen” (Col. 1:16, 17). Las
leyes físicas del universo, que observamos como uniforme y sobre el cual se basa toda
nuestra experiencia de vida, son dones de Dios para nosotros. Quiere que vivamos en la
seguridad de su gobierno soberano. Este no es un mundo al que le haya dado cuerda
para después dejarlo; es un mundo en el que él está implicado de forma íntima y
constante. Tiene el control de todas las circunstancias que su pueblo afronta y de todos
los resultados de sus acciones.
La narrativa está llena de esto. La promesa de victoria dada a Josué en el versículo 8
es una declaración implícita de que Dios gobierna los asuntos de los hombres, ya que
los reyes amorreos sin duda habrían dado por sentado que eran plenamente libres.
Cuando se dispusieron a atacar Gabaón, pensaban estar llevando a cabo sus mejores
planes para desviar la invasión israelita. No imaginaron que, en realidad, estaban bajo la
mano soberana de su Creador y que eran por completo sus agentes. El Señor tiene el
control todo el tiempo, incluso en los detalles de los acontecimientos descritos. Una
prueba de esto se ve en que las inmensas piedras de granizo caían sobre el enemigo y
no sobre los israelitas que los perseguían. Es necesario que aprendamos una y otra vez
esa lección en nuestra vida, cuando nos enfrentamos a situaciones de peligro, dificultad
o complejidad. Dios no vuelve nunca la espalda. Nada puede deslizarse en nuestra vida
sin su conocimiento. Nada puede sucederte porque él tenga los ojos cerrados. “He aquí,
no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel” (Sal. 121:4). Podemos dormir,
porque él nunca lo hace. La soberanía divina abarca una sabiduría infinita, un poder
total y un gobierno absoluto. Uno de los grandes fundamentos de nuestra fe es que
sabemos que nada ocurre fuera de la voluntad soberana de Dios que hace que todo
obre para el bien de su pueblo (Ro. 8:28). Lo que parecen ser circunstancias imposibles
para nosotros se halla dentro de su conocimiento y control; de hecho, está llevando a
cabo su buena y perfecta voluntad de forma activa a través de ellos.
En segundo lugar, debemos aprender la importancia de la oración en toda situación.
Cualesquiera que sean sus palabras exactas, el versículo 12 deja claro que Josué le pidió
a Dios un milagro, y el versículo 14 subraya que lo que ocurrió se debió a la plegaria de
este hombre. Fue un día como ningún otro, y no sólo porque él escuchó la oración de su
pueblo. Lo hace cada vez que le presentamos nuestras peticiones en penitencia y fe. El
verbo impresionante del versículo 14 es que el Señor “prestó atención” a la voz de un
hombre, así como el sol y la luna le obedecieron a él. Es el aliento más maravilloso para
91
nuestras oraciones y para nuestra persistencia en ellas. Entender que este es el Dios
con el que tenemos que tratar entraña un inmenso beneficio práctico. Debemos
recordar que la petición de Josué es totalmente acorde con los propósitos divinos
establecidos para Israel y la promesa ya dada en el versículo 8. No debemos tomar un
versículo como este y usarlo a modo de excusa para jugar al rey Canuto que ordenó que
las olas del mar no invadieran su trono cuando estaba sentado en la playa. Como él, no
tenemos poder para detener la marea entrante, por mucho que podamos prepararnos
psicológicamente para imaginar que esta sea la voluntad de Dios. Él no está
comprometido con mis brillantes ideas; no es una máquina tragaperras sobrenatural
programada para producir.
Josué no podría haber orado nunca así de no haber estado bien instruido en la
voluntad de Dios revelada en su Palaba ya dada. Pero, cuando estamos al tanto de
cuáles son los propósitos y las promesas de Dios, cuando por medio del estudio de la
Biblia entendemos a qué está comprometido, entonces deberíamos apelar a él para que
se cumpla su voluntad sólo con este tipo de fe optimista. La unicidad del versículo 14 no
está diseñada para desalentarnos, por ser tan inusual, Más bien nos muestra los
extremos hasta los que Dios está dispuesto a llegar al responder las oraciones de fe de
su pueblo, según sus promesas. Inclinará su omnipotencia para luchar por los suyos
cuando estos siguen su voluntad, haciendo su obra y buscando su mayor gloria, por
fuerte que pueda ser la oposición y por extraordinario que sea el ejercicio de su
providencia. Por esta razón, “[debemos] orar en todo tiempo, y no desfallecer” (Lc.
18:1).
Finalmente, al pasar a la siguiente parte de la narrativa, debemos recordar que la
prioridad de Dios siempre es la destrucción del mal, encarnado en aquellos que se
rebelan contra su voluntad. Recuerda que lo ocurrido en Gabaón es parte de la
implacable erradicación de todo el mal de la tierra, que ha sido tan maltratada por el
pecado humano. La iniquidad de los amorreos ha llegado ya a su tope (cf. Gn. 15:16) y
él se está ocupando de ella. De nuevo, es necesario que tengamos cuidado. Esto no nos
da carta blanca para lanzarnos a una guerra santa ni a cualquier cruzada violenta contra
los enemigos de Cristo y de su cruz. En vez de ello, se espera que lo apliquemos a
nuestras propias vidas y al mal que hay en nuestro interior, para que seamos inflexibles
con nuestro pecado y rebeldía. Es maravilloso saber que la sangre de Jesús sigue
limpiándonos y que no hay condenación para los que están en Cristo (1 Jn. 1:7; Ro. 8:1).
Si estamos viviendo cerca del Señor, seremos conscientes del mal que sigue acechando
en los lugares ocultos de nuestras vidas y al que le hemos permitido permanecer sin
oposición. Si Dios estaba preparado para dominar sobre el orden creado, para que su
tierra pudiera purgarse del mal y que su pueblo se mantuviera puro, y si su unigénito y
amado Hijo sufrió una muerte angustiosa por nuestros pecados, ¿cómo podemos
tolerar el mal con tanta ligereza en nuestras vidas? La victoria puede ser nuestra por
medio de esa muerte en la cruz, cuando hasta el sol se escondió en tinieblas al
mediodía. Quiere que confiemos en su soberanía en toda situación. Quiere que oremos
pidiendo la manifestación de su gran poder en gracia rescatadora. Quiere que vivamos
unas vidas totalmente comprometidas mientras él pelea por nosotros y nos da la
92
victoria. No hubo “día como este” (v. 14), pero sus lecciones son para cada día de
nuestro peregrinaje terrenal, hasta que lleguemos a nuestro reposo prometido.
¡Ay! ¿Sangró mi salvador?
¿Y murió mi Soberano?
¿Entregó su sagrada cabeza
al mismo gusano que yo?
Bien pudo el sol esconderse en las tinieblas
y encerrar allí sus glorias,
cuando murió Cristo, el poderoso hacedor
por los pecados de su criatura, el hombre.
Pero las gotas de dolor nunca podrán
pagar mi deuda de amor:
Te entrego, Señor, mi ser;
es todo lo que puedo hacer.
(Traducción libre del himno “Alas! And did my Saviour bleed?)

La conquista del sur


Josué 10:16–43

En nuestra división de Josué 10 hemos sido capaces de concentrarnos en los


desafíos y las lecciones del texto que describen el progreso de la batalla en Gabaón (vv.
1–15), y explorar algunas de las cuestiones que suscita en el lector contemporáneo.
Ahora pasamos al resultado de la batalla, que sirve de preludio a la descripción de la
conquista comparativamente rápida de las restantes ciudades cananeas, en la parte sur
del territorio. Mediante la repetición del versículo 15 en el versículo 43 se establece una
interesante conexión. En términos estrictamente cronológicos, parece probable que el
versículo 15 esté mal colocado. ¿Habría regresado Josué a Gilgal antes de saber lo
ocurrido con los cinco reyes que se opusieron a él? Es posible, supongo, aunque
inverosímil, sobre todo a la luz del versículo 19. Esto ha conducido a la especulación
sobre la corrupción del texto, pero creo que existe una explicación más que adecuada si
se considera que el versículo 15 no es una frase-párrafo aparte, sino la conclusión de la
cita del libro de Jasar que empezó en el versículo 13b. Forma una conclusión
satisfactoria de las declaraciones sobre la milagrosa naturaleza de la victoria de la que
disfrutó Israel y representa los hechos que encuentran su ubicación cronológica en el
versículo 43.
93
El trato con los cinco reyes
Así como la narrativa se inicia con la formación de la alianza como golpe preventivo
a Josué, también acaba con el destino de los protagonistas principales. Sus ejércitos se
dieron a la fuga, muchos fueron masacrados y ellos escaparon a una cueva en Maceda
(v. 16), ahora llamada “la cueva”, por su fama debido a lo que está a punto de ocurrir
allí. Lo que ellos esperaban que fuera su refugio se convierte, en realidad, en su tumba.
Primero, Josué los atrapa sellando la entrada a la caverna con grandes piedras y
apostando una guardia, mientras que el resto de sus fuerzas siguen persiguiendo a los
ejércitos que huyen, para impedir que regresen a sus ciudades (vv. 18, 19). Esta es la
actuación humana de la historia, cumpliendo por completo los imperativos divinos por
medio de Josué: persigue, ataca, impide. De nuevo, el líder israelita reúne sus tropas
con la seguridad de que la victoria que están a punto de conseguir es el regalo del Señor
(19b), como, de hecho, demuestra serlo (v. 20). Pero también resulta significativo
observar que este versículo nos informa que, aunque mataron a muchos, algunos
escaparon y “[entraron] en las ciudades fortificadas” (v. 20), lo que explica por qué
tuvieron que asediar más adelante dichas localidades y atacarlas (vv. 31–37).
Merece la pena señalar, de pasada, que aunque las victorias del libro de Josué
suelen expresarse en términos dramáticos que se pueden entender como una
aniquilación total (“terminaron de herirlos con gran matanza, hasta que fueron
destruidos”, 20), indicaciones posteriores en Josué revelan que había focos de
resistencia en muchas zonas. La conquista siempre fue incompleta en ese sentido, y
observaremos, a medida que vayamos avanzando, con cuánta frecuencia se llama
nuestra atención a ese hecho. Es un elemento importante en los discursos de despedida
de Josué en los capítulos 23, 24 y en Jueces 2:1–5 Dios declara que es la causa principal
de los crecientes problemas a los que se enfrentan en el territorio. Aquí tenemos un
primer indicio de ese tema que se va desarrollando.
Asegurado el resultado de la batalla, el líder israelita ordena la apertura de la cueva
de la que sacan a los cinco reyes (vv. 22, 23). Lo que sigue tiene una relevancia
simbólica para los líderes militares de Israel. Pisar el cuello de sus enemigos (v. 24) es la
demostración más poderosa de su absoluta victoria y del sometimiento total de sus
enemigos. Poner a los enemigos como estrado de uno es una señal de conquista
completa, y se le atribuye al ungido del Señor en Salmo 110:1 y, del mismo modo, al
Señor Jesucristo en 1 Corintios 15:24–28. Josué usa ahora esta manifestación física de
victoria para fortalecer a sus comandantes para lo que aún estaba por venir. Repitiendo
las palabras que él escuchó con frecuencia y de forma personal, ahora exhorta a sus
líderes a que no tengan temor y que sean fuertes, “porque así hará el Señor a todos
vuestros enemigos con quienes lucháis” (v. 25b). Era una costumbre común de todos los
ejércitos victoriosos del antiguo mundo, y mucho peor. De hecho, la posterior muerte
de los reyes y que fueran expuestos como espectáculo público, colgados de árboles (v.
26), es algo que se trata de manera sucinta, con una atención mínima al detalle. Sin
embargo, el narrador se toma el tiempo de decirnos que fueron descolgados a la puesta
94
del sol (v. 27), como prescribía Deuteronomio 21:22, 23. Aún en plena euforia por la
victoria, Josué pone especial cuidado en obedecer todo lo que Dios había ordenado por
medio de Moisés (véase Jos. 1:7), y los reyes son enterrados en la cueva de Maceda. Un
nuevo memorial de piedra que permanece “hasta el día de hoy” (10:27), nos dice el
escritor, como indicativo de la definitiva erradicación de todos los enemigos de Dios. Así
como las piedras del Jordán eran un elocuente recordatorio de la gracia poderosa que
rescata y preserva (4:21–24) y las piedras que enterraron a Acán y su familia quedaron
como memorial permanente de la justa ira divina (7:26), la cueva de Maceda explica lo
que les sucedió a todos los que se levantaron contra Dios y sus propósitos.

Avance de la conquista
Ahora sigue una lista de las ciudades que fueron conquistadas en lo que se ha
llegado a conocer como la campaña sureña. Empezando en Maceda (v. 28), Josué y sus
fuerzas siguen hasta Libna (vv. 29, 30) y, después, a Laquis (vv. 31, 32), donde Horam,
rey de Gezer, acude sin éxito en ayuda de su aliado (v. 33). Desde Laquis pasaron a
Eglón (vv. 34, 35), luego a Hebrón (vv. 36, 37) y, finalmente, a Debir (vv. 38, 39). Howard
observa una estructura de quiasmo en la unidad, centrada en la intervención de Horam,
probablemente en fuerte contraste, por su ignominioso fracaso, a la intervención de
Josué y de las fuerzas israelitas en apoyo de sus aliados, los gabaonitas. Que haya siete
ciudades habla de la consumación de la campaña, pero también “sugiere que este
puede ser un relato resumido, que muestra la destrucción de ciudades representativas
y que no pretende ser exhaustivo”. Es, asimismo, relevante que Laquis, Eglón y Hebrón
aparezcan aquí, ya que todas ellas eran ciudades de la alianza amorrea formada por
Adonisedec (10:3). No solo sus reyes, sino las ciudades mismas, han caído bajo la
espada de Josué.
Ninguno de los relatos de la caída de las siete ciudades repite, con exactitud, otro,
aunque existen fuertes similitudes de principio a fin. Algunas veces hay un asedio, como
en Laquis y Eglón, otras veces no; pero el resultado siempre es el mismo: la victoria
total para Israel y la aparente aniquilación de todos sus enemigos. Merece la pena notar
que en el primer y último relato (Maceda y Debir), así como en las dos que intervienen
(Eglón y Hebrón), nos topamos con la frase que vimos con anterioridad en el relato de
Jericó (6:17): Josué “[dedicó] al anatema” a toda la población de la ciudad.
Los versículos 40–43 proporcionan el resumen final de esta unidad. La precisión
geográfica del versículo 40 indica que, habiendo entrado en la tierra en Jericó, que se
encuentra más o menos en la mitad del territorio si se mira de norte a sur, y siguiendo
hacia el oeste, Israel barre ahora el sur y consigue someter y “dedicar al anatema” todo
el territorio. Estos versículos proporcionan el final de la sección que empezó en 9:1,
cuando los reyes de más allá del Jordán se reunieron para pelear contra Israel. Este
pasaje muestra que tanto el territorio como sus gobernantes cananeos fueron
conquistados y, tras describir los acontecimientos, proporciona la explicación: “porque
el Señor, Dios de Israel, combatía por Israel” (v. 42b). Resulta fácil leer este relato y
suponer que todo ocurrió a gran velocidad, con una facilidad consumada, pero es
95
evidente que esto no fue así. El resultado nunca fue dudoso, por el compromiso de Dios
con su palabra de promesa, pero hubo mucha sangre, mucho trabajo duro, sudor y
lágrimas por el camino. Cuando leemos la conclusión, es fácil subestimar o incluso
olvidar el proceso.

Entender las implicaciones


Dios siempre le ha dicho a su pueblo que la conquista sería gradual (cf. Éx. 23:29,
30), y, muchas veces en el trascurso de este libro, existen recordatorios de que queda
mucho más por hacer y que no pueden acomodarse y dormirse en los laureles. Aunque
el versículo 42 dice que esta parte de la conquista sucedió “de una vez”, esto no indica
que fuera rápido. Más bien se consideró como una campaña completa para tratar con
la oposición en el sur. ¿Pero qué amplitud tuvieron las victorias y la posterior
destrucción?
Basándose en 11:22, 13:2, 3 y 15:63, Woudstra señala que, aunque la conquista de
aquella zona no se había completado del todo, “el autor de esta sección se está
esforzando por sacar una conclusión provisional que indique que se había logrado lo
suficiente como para poder hacer una pausa y reflexionar sobre el progreso muy
sustancial que se había hecho en cuanto a la subyugación del territorio”. En la misma
dirección, Howard sugiere que se trata de un “resumen estilizado” que, desde una
perspectiva más general, indica que “no quedó ninguna oposición relevante; el poder
de los cananeos fue quebrantado y su territorio pasó a pertenecerle, de forma efectiva,
a Israel”.57 Sigue estableciendo una analogía con la ocupación alemana de Francia en la
Segunda Guerra Mundial, cuando el país estaba bajo la autoridad de los invasores, pero
solo de forma temporal y con muchos focos de resistencia.
Paul Copan desarrolla aún más esta forma de pensar, escribiendo sobre lo que él
llama “exageración retórica del Antiguo Oriente Próximo”. Situando a Josué dentro de
sus contextos geográficos e históricos, Copan argumenta que el libro de Josué usa “el
lenguaje de la retórica convencional de guerra”. A nosotros nos puede sonar
excesivamente inflado y exagerado, pero el líder israelita no está cometiendo
equivocaciones ni está confundiendo deliberadamente. “Estaba hablando en el lenguaje
que todos habrían entendido en su época. En lugar de intentar engañar, Josué sólo
estaba diciendo que había aplastado bastante bien al enemigo”. Copan establece la
analogía con las formas retóricas contemporáneas de describir las victorias deportivas
en términos de “masacrar” o “aniquilar” a los oponentes. Diversas citas de textos
antiguos de Oriente Próximo, fuera de Israel, respaldan esta tesis.
Tal vez la idea más expresiva de su argumento aparezca en el uso de Deuteronomio
7:2–5, donde se reconoce una tensión entre la orden en cuanto a los cananeos de que
“cuando el Señor tu Dios los haya entregado delante de ti, y los hayas derrotado, los
destruirás por completo” (Dt. 7:2) y las siguientes prohibiciones de matrimonios mixtos
e idolatría (Dt. 7:3–5). Copan pregunta: “Si los cananitas debían ser erradicados por
completo, ¿a qué viene este debate sobre matrimonio mixto o tratados?”. Su respuesta
es que la devoción al anatema no iba principalmente dirigido al pueblo cananeo, sino a
96
su religión (p. ej., Dt. 12:2, 3). El territorio debía ser purgado de sus falsos dioses ya que
“no eliminar la idolatría situaría a los israelitas en la posición de los cananeos y sus
ídolos delante de Dios. Israel se arriesgaría a ser consagrado a la destrucción”.
Contra esto se podría argumentar que las provisiones de los versículos 3–5 en
Deuteronomio 7 se hacen, precisamente, porque Dios sabe que la obediencia de Israel
a los mandamientos del versículo 2 no será completa. En lugar de cumplir la orden, se
considerará como una segunda línea de actuación a la que Israel debe regresar por no
cumplir dicho versículo.
Sin embargo, esto suscita una cuestión mayor en cuanto a lo que se requería
exactamente del “hèrem”, la maldición que exigía que sus objetos fueran entregados a
la destrucción. Ya debatimos esto en el capítulo 7 de este libro, cuando estábamos
tratando las instrucciones del Señor a Josué, con respecto a Jericó (6:16–19) y no
necesitan ser repetidas aquí. Sin embargo, cualesquiera que hubieran podido ser los
pretendidos parámetros de la destrucción, poca duda hay sobre su propósito moral o su
validez judicial. Considerada desde el punto de vista bíblico, la destrucción fue
completamente justa, porque, en lo que se refiere a toda la raza humana, es cierto que
nuestra pecaminosa rebeldía hace que todos tengamos que responder ante la ira de
Dios que “se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres”
(Ro. 1:18). Si debemos pedir justicia para los cananeos, que viven en el mundo de Yahvé
y que fueron creados por él a su imagen, entonces la destrucción es el único resultado
adecuado. “Por la misericordia del Señor no hemos sido consumidos” (Lm. 3:22,
RVR1960). Por lo que nuestra pecaminosa humanidad clama es por misericordia, no por
justicia. Con todo, no puede haber verdadera misericordia si la justicia queda sin
satisfacer, lo que nos conduce a la cruz, donde “la misericordia y la verdad se
encontraron” y donde “la justicia y la paz se besaron” (Sal. 85:10). Allí, cuando el Señor
Jesús fue “entregado” a la destrucción que nosotros merecíamos, al llevar el peso del
pecado y de la culpa humanos en su propio cuerpo sobre el madero, allí y sólo allí
puede levantarse la maldición y triunfar la misericordia sobre la ira.
No debe sorprender, pues, que un mundo rebelde aproveche las cuestiones como
una cause célèbre en su guerra constante contra el Creador. El crítico ateo, Richard
Dawkins, puede etiquetar la conquista de genocidio o limpieza étnica y distorsionar el
relato bíblico en sus afirmaciones de “masacres sanguinarias” llevadas a cabo con
“placer xenófobo”. Pero, al menos parte de la animosidad que subyace a esta opinión
es una falta de disposición para permitir que cualquier autoridad actúe como juez sobre
el “yo” soberano. Es una negación de que hay un Creador y que somos sus seres
creados, una resistencia a la realidad bíblica básica de que la vida que tenemos no nos
pertenece para actuar con orgullosa independencia, sino que es el don de Dios, a quien
deberemos rendirle cuentas por todo. Los juicios sobre Canaán son precursores y
presagian, por terribles que fueran, el juicio definitivo que espera a toda la creación en
el día final.
“Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual
huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos,
grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue
97
abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que
estaban escritas en los libros, según sus obras… Y el que no se halló inscrito en el libro
de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Ap. 20:11–15).
Es esta realidad, aquí en forma embrionaria, la que el ateo debe negar o denigrar a
toda costa. Por ello, el Señor Jesús mismo nos advirtió de que temiéramos el juicio
supremo y que viviéramos ahora a la luz de la eternidad. “Pero os enseñaré a quién
debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de
echar en el infierno; sí, os digo, a este temed” (Lc. 12:5).
Temedle, vosotros sus santos, y
nada más tendréis que tener;
deléitate en su servicio;
de tus necesidades él se ocupará.

La conquista del norte


Josué 11:1–23

A medida que la conquista sigue su curso, Josué dirige ahora su atención hacia el
norte del país. El paralelismo entre este relato y el de la campaña sureña del capítulo 10
es impresionante y establecido de forma deliberada. En cada caso, un rey precipita el
conflicto al reunir una coalición con otros líderes para que se alíen con él en la lucha
contra la avanzada israelita. Aquí es Jabín, rey de Hazor (v. 1). Se recalca el éxito de este
recurso y la fuerza de semejante alianza, pero ambos hechos son puestos a prueba en
una batalla campal con Israel en Gabaón en el capítulo 10 y, aquí, “junto a las aguas de
Merom” (11:7). En cada ofensiva, Israel recibe un aliento específico y unas instrucciones
directamente del Señor que capacita al pueblo de Dios para que inflija un mazazo
demoledor a sus enemigos. Esta victoria inicial proporciona a los israelitas un
fundamento sólido en esa parte del territorio, desde donde someterán y conquistarán
todas las restantes ciudades-Estado de la zona, hasta que, en 11:23, se puede recoger lo
siguiente: “Tomó, pues, Josué toda la tierra de acuerdo con todo lo que el Señor había
dicho a Moisés”. Esta declaración es la conclusión hacia la que esta parte del libro se ha
ido dirigiendo desde el capítulo 9, y va seguido por lo que podríamos denominar un
apéndice en el capítulo 12 que enumera a todos y cada uno de los reyes vencidos,
primeramente bajo el liderazgo de Moisés y, a continuación, bajo el de Josué.

La victoria de Merom
Los capítulos 9, 10 y 11 empiezan, todos ellos, con una fórmula idéntica. Los
98
enemigos de Israel oyen hablar de las extraordinarias victorias que Yahvé ha ganado
para su pueblo y, de inmediato, hacen planes para frenar cualquier avance. La idea
principal de los versículos 11:1–5 parece tener por objeto recalcar la fuerza y la
amplitud geográfica de la alianza norteña que Jabín es capaz de reunir. En los versículos
1, 2, se alude a muchos reyes y, como mínimo, a seis grupos de personas que habitaban
el sector norte del territorio del versículo 3. Es una fuerza poderosa e intimidante la que
deben vencer, “tanta gente como la arena que está a la orilla del mar” (v. 4a). Pero no
sólo es el abanico geográfico y su número lo que la hace tan impresionante. También
están equipadas con lo último en armamento militar y tecnología de guerra:
“muchísimos caballos y carros” (v. 4b). Es evidente que Hazor era una importante
ciudad con gran influencia en la zona, y su disposición para la guerra parece haber sido
paralela a la de los egipcios, cuarenta años antes, cuando los israelitas abandonaron por
primera vez la tierra de esclavitud. Esas “armas” avanzadas junto con las tropas de élite
del faraón se quedaron en el fondo del Mar Rojo, y, unos pocos versículos después
veremos que esta impresionante alianza también será desarmada (v. 9). Pero, en este
punto, están decididos a librar batalla contra Israel y escogen las aguas de Merom como
ubicación para establecer su campamento (v. 5), enclave este que no ha sido
identificado.
De acuerdo con el patrón del libro de Josué, a estas alturas, con el enemigo
acampado y preparado para luchar, el comandante de ejército del Señor (cf. 5:13–15)
toma la iniciativa con una palabra directa de revelación al líder humano, Josué. A pesar
del número de los enemigos y del impresionante despliegue, Israel no debe “temer” (v.
6a). Esta orden solo se puede cumplir por fe en la promesa que la acompaña: “Yo
entregaré a todos ellos muertos delante de Israel”. La batalla se librará y acabará en un
día, y la capacidad militar de la oposición será neutralizada. “desjarretarás sus caballos y
quemarás sus carros a fuego” (v. 6b). En este caso, no habría una intervención divina
directamente visible para darle la victoria a Israel. Tendrían que luchar por ella, pero no
habrá duda en cuanto a la razón de una victoria tan exhaustiva. Una vez más, la batalla
es del Señor y toda la gloria y la alabanza le pertenecen a él.
No se proporciona detalle alguno de la batalla, aparte del ataque por sorpresa
generado por los israelitas (v. 7) y que su éxito fue obra del Señor (v. 8a). El Dios
soberano que controla toda su creación “los entregó en manos de Israel”. Como en el
capítulo 10, la alianza se rompe y los guerreros se dispersan, huyendo a sus propias
ciudades de la encarnizada persecución de los israelitas. De nuevo se enfatiza la escala
de la victoria al desintegrarse la oposición hacia el oeste y el este, tan solo para caer en
las manos de sus perseguidores y ver que todo el armamento que habían dejado atrás
ha sido destruido (vv. 8, 9). Josué ha creído la promesa, ha obedecido la orden al pie de
la letra y el Señor ha cumplido su palabra. No cabe la posibilidad de una reagrupación ni
de un contraataque. La derrota es total.

Prosigue la conquista
El fracaso de los ejércitos de la coalición en la batalla tiene repercusiones
99
desastrosas para sus ciudades-Estado correspondientes a las que habían salido a
defender. Josué tiene ahora toda la libertad de ejecutar la justicia de Dios (hèrem) en
toda la tierra. Comienza por Hazor, la ciudad más poderosa de la zona y la generadora
de la alianza, cuyo rey y ciudadanos son destruidos e incendia la ciudad misma (vv. 10,
11). Aparte de Hazor, este destino fue únicamente reservado a Jericó y Hai, ya que Dios
le había prometido a su pueblo que los introduciría en la tierra y esto significaba, en un
principio, que vivirían en “grandes y espléndidas ciudades que tú no edificaste” (Dt.
6:10). Llegado el momento, los israelitas debían reasentarse en estas ciudades, pero las
tres que fueron incendiadas representaban, quizá, la oposición más fuerte y decidida
contra los propósitos de Dios.
Una vez más, el texto enfatiza la detallada obediencia de Josué a todo lo que Dios le
había ordenado a Moisés y que estaba escrito en el libro de la ley (v. 12). Las ciudades
físicas no se destruyen, pero los israelitas toman los despojos y el ganado y se lo llevan
como botín, quedando así diezmada la población cananea (vv. 13–15). Esta estricta
conformidad con las instrucciones de Yahvé escritas y recogidas señalan a Josué como
un segundo Moisés, igual de obediente y merecedor del título de “siervo del Señor”.
Citando a T. C. Butler, David Howard subraya el efecto que esta detallada obediencia a
la palabra ya dada pretendía tener en las futuras generaciones de Israel y en los
lectores de este libro. Esta narrativa permanece “como monumento a la gran fidelidad
de Josué a la ley mosaica. Queda [su fidelidad], pues, como meta para todos los líderes
futuros de Israel. En lugar de ser legisladores, los reyes israelitas han de aceptar y
cumplir la ley”. La necesidad de esta misma obediencia detallada a las Escrituras no
debería perderse en el liderazgo contemporáneo de nuestras iglesias hoy día.
Los versículos 16–23 cierran la unidad con un resumen de la conquista del norte que
concuerda con la del sur en 10:40–43. La tierra ya tomada es de ámbito muy extenso.
Se nos recuerda los grandes territorios que Dios se proponía darle a su pueblo en 1:4.
La detallada geografía (vv. 16, 17) se cubre en todos los principales comentarios, pero la
nota inusual aquí es la histórica: “Por mucho tiempo Josué estuvo en guerra” (v. 18).
Lamentablemente, no podemos saber con precisión cuánto tiempo le llevó, aunque la
mejor sugerencia afirma que fueron siete años. Esto se basa en que Caleb tenía
cuarenta años cuando Moisés lo envió (junto a Josué) a espiar la tierra (14:7), y
Deuteronomio 2:14 nos dice que desde ese momento hasta la entrada en la tierra
prometida transcurrieron treinta y ocho años; esto significa que Caleb tenía setenta y
ocho años al principio de la conquista y ochenta y cinco cuando más tarde reclama su
herencia (14:10). Por tanto, el periodo de tiempo que estamos tratando aquí habría
sido de siete años. Así como Rahab es el único ejemplo del arrepentimiento individual
cananeo, los gabaonitas son también el único ejemplo de pueblo que procuró un
tratado de paz con Israel. Todas las demás ciudades fueron tomadas (v. 10). Sin
embargo, aquí se hace hincapié en el propósito divino que prevalece sobre las acciones
de los hombres (v. 20).
“Fue la intención del Señor endurecer el corazón de ellos” (v. 20), así como en la
generación anterior había endurecido el corazón del faraón para que se resistiese al
éxodo, a pesar y quizá por culpa de las plagas. Woudstra comenta: “El corazón
100
obcecado se debe al proceso de endurecimiento de Dios… pero esto no exonera, en
modo alguno, a los cananeos. La otra puerta estaba abierta, como se demuestra en la
forma de actuar de los gabaonitas”. En una nota al pie, añade: “Dios abandona a su
propia maldad a aquellos que han manifestado preferir la mentira a la verdad. No
obstante, la soberanía y la majestad del consejo divino no se limita por la voluntad del
hombre”. Esto nos ayuda a entender por qué la resistencia cananea era tan decidida, a
pesar de toda la evidencia de que a Israel le asistía un poder sobrenatural. Sobre el
faraón leemos en Éxodo 9:34–10:1 que primero fue él quien endureció su corazón, de
manera que este se volvió duro, una decisión que el Señor confirmó para que no
hubiera vuelta atrás. Esta parece ser la forma como los cananeos provocaron,
finalmente, su propia destrucción; lo que Christopher Marlowe hace que el trágico
héroe principal de su drama isabelino, el Dr. Fausto, declare tras vender su alma al
diablo: “Mi corazón está tan endurecido que no puedo arrepentirme”. Esta posibilidad
parece haberse convertido en una realidad inamovible para los cananeos, cuya
perversidad debe pasar por el juicio de su justo Creador.
La nota sobre la victoria de Josué sobre los anaceos (v. 21) podría resultarnos
extraña y un tanto fuera de lugar, de no ser porque nos recuerda que fue este mismo
pueblo el que aterrorizó a los diez espías y les impulsó a presentar su informe negativo
cuando Moisés los envió, con Josué y Caleb, desde Cades-barnea. Estos imponentes
gigantes fueron los causantes de la rebelión de los israelitas y de los cuarenta años que
tuvieron que pasar en el desierto. Ahora, ellos también han sido cercenados
(arrancados y exterminados) y su único refugio es el territorio filisteo (v. 22b). Este es
un adecuado apogeo para la larga narrativa que se remonta a los espías originales,
cuarenta y cinco años antes, y a esta sección del libro que nos proporciona el relato de
la entrada a la tierra y su conquista hasta su culminación. El versículo 23a lo resume
todo en una gloriosa frase: “Tomó, pues, Josué toda la tierra, de acuerdo con todo lo
que el Señor había dicho a Moisés”. Este es el extracto de los capítulos 1–11. A
continuación, el versículo mira a la segunda parte del libro y la distribución del territorio
como herencia de Israel. Este es el resumen de los capítulos 13–19. Por el momento,
hay “descanso de la guerra”, pero quedará mucho territorio por poseer y un reposo
mayor que el pueblo de Dios disfrutará en el futuro.

Las implicaciones del evangelio


Este es un lugar adecuado para apartarnos del desarrollo de la narrativa, el punto
intermedio del libro de Josué, y reconsiderar su más amplia aplicación para nosotros,
como creyentes cristianos de hoy. Hebreos 4 nos proporciona la clave del texto
neotestamentario para una interpretación bíblicamente autorizada de la narrativa de
Josué. Apoyándonos en una larga cita de los versículos finales del Salmo 95 sobre el
peligro de un corazón endurecido por la incredulidad, el escritor exhorta a sus lectores
a que no se queden sin alcanzar la promesa de entrar en el “reposo” de Dios (He. 4:1).
El tema del “reposo” viene del Salmo 95:11, citado en Hebreos 3:11, donde Dios dice:
“Juré en mi ira: ‘No entrarán [la generación del éxodo] en mi reposo’ ”. De inmediato, el
101
escritor advierte a sus lectores: “Tened cuidado… no sea que en alguno de vosotros
haya un corazón malo de incredulidad, para apartarse del Dios vivo” (He. 3:12). Para
ellos, este fue el fruto de su “incredulidad” (He. 3:19), y el mismo peligro es una
realidad presente para los lectores del autor. Para nosotros, esta promesa de entrar en
el reposo de Dios ha sido transmitida en el evangelio y en sus promesas. Para los
israelitas, fue la promesa de entrar en la tierra que Dios les estaba dando y donde
experimentarían su reposo; pero esto sólo ocurriría si las promesas iban acompañadas
de una vida de fe que se expresara en la acción obediente. Josué y Caleb tuvieron la fe
de creer, pero no así la mayoría de ellos. Subestimaron las promesas de Dios a favor de
lo que vieron y temieron.
Pero el escritor sigue adelante explicando que cuando David escribió el Salmo 95,
hacía ya mucho tiempo que el territorio le pertenecía a Israel. Por tanto, el concepto
debe tener un cumplimiento mayor y más sustancioso que el de la conquista literal de
la tierra bajo el mando de Josué. “Porque si Josué les hubiera dado reposo, Dios no
habría hablado de otro día después de ese” (He. 4:8). David obtuvo un descanso más
allá del reposo físico que tenemos aquí a la vista, un “reposo” supremo que, a pesar de
su piadoso liderazgo, Josué no podía proporcionar. “Queda, por tanto, un reposo
sagrado para el pueblo de Dios” (He. 4:9). Por el argumento de toda la carta sabemos
que este “reposo” equivale al reino eterno, el país celestial, la ciudad que ha de venir,
que es la herencia de todos los que creen el evangelio. Hasta cierto punto, ya es
nuestro; entramos a él por el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesucristo como
rescatador y gobernante. Pero, en otro nivel, todavía no lo tenemos en toda su plenitud
de experiencia y disfrute. Lo que ya poseemos es real y un depósito maravilloso, que
garantiza el resto que un día será nuestro en su totalidad. “Porque ahora vemos por un
espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero
entonces conoceré plenamente, como he sido conocido” (1 Co. 13:12).
El “reposo” al que se alude al final de Josué 22 es, por tanto, un prototipo o
presagio del descanso que queda para el pueblo de Dios neotestamentario. Josué sólo
podía reproducir en la esfera física y temporal lo que Jesús había conseguido para su
pueblo en su gobierno regio, espiritual y eterno. Esta es la misericordiosa intención de
Dios para su pueblo. “Por tanto, esforcémonos por entrar en ese reposo, no sea que
alguno caiga siguiendo el mismo ejemplo de desobediencia” (He 4:11), a saber el fruto
de la incredulidad. La verdadera fe se muestra en la obediencia y, aunque esa fe nunca
es una tarea por la que ganamos nuestra salvación, es el medio por el cual recibimos y
nos apropiamos de las promesas del evangelio, hechas realidad para nosotros en la
persona y en la obra de nuestro Salvador, Jesucristo. Josué nos señala, pues, su tocayo
infinitamente mayor y la liberación de nuestras obras mediante la entrada al reposo
que es el nuevo derecho de nacimiento para todo aquel que acude y confía en él. “Si oís
hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (He. 3:7, 8).
En el contexto hebreo, los destinatarios de la epístola estaban en peligro de ser
tentados para regresar al judaísmo con sus realidades visibles y tangibles del templo y
sus sacrificios, la ley y las ofrendas, los sacerdotes y sus ministerios. Pero el escritor
insiste en que no hay nada a lo que volver. Todo lo prefigurado en la era del Antiguo
102
Testamento se ha cumplido en Cristo. Por tanto, “corramos con paciencia la carrera que
tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien
por el gozo puesto delante de él soportó la cruz” (He. 12:1, 2). Cuando nos sintamos
tentados a abandonar la carrera para volver a nuestro Egipto, o a nuestros años del
desierto, alentémonos con el ejemplo de Josué y entendamos con mayor firmeza las
realidades eternas de las que los triunfos terrenales del caudillo israelita y su
consiguiente “reposo” sólo podrían ser el más pálido presagio.
Ese incentivo de continuar siguiendo adelante parece ser, también el propósito del
capítulo 12 de Josué, que, a nuestros ojos y oídos, puede parecer, en un principio, una
lista un tanto tediosa. Pero en el contexto de lo que ya hemos visto en Josué, se trata,
en realidad, de una gloriosa celebración. Los versículos 1–6 hablan de la conquista y del
asentamiento en el territorio al este del Jordán, algo que sucedió bajo Moisés, mientras
que los versículos 7–24 enumeran a los treinta y un reyes que cayeron ante Josué,
desde Jericó en adelante. A algunos de ellos los hemos visto en los dramas de la
primera mitad del libro, mientras otros siguen siendo desconocidos hasta el día de hoy.
Pero, dado que se menciona a cada uno de ellos, con el repetido “uno” a modo de
tañido de campana, representan la eliminación de aquellas fuerzas de oposición de
potencia imponente, a manos del Dios vivo y su ilimitado poder soberano. “No a
nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu
fidelidad” (Sal. 115:1). Cualesquiera que sean las bendiciones espirituales que
disfrutemos, las victorias que logremos, la experiencia que tengamos del reposo de
Dios, no son cosas que se deban a nosotros, sino a nuestro gran Dios y al Salvador
Jesucristo que nos ha rescatado del dominio de las tinieblas y nos ha llevado a su reino
eterno (Col. 1:13). ¡A él sea la gloria por siempre y siempre!

Recepción de la herencia
Josué 13:1–14:5

Muchos comentaristas señalan que la segunda mitad del libro de Josué comienza en
13:1. Por tanto, antes de lanzarnos a una exploración más detallada del texto, este sería
un buen momento para detenernos y realizar una reflexión general acerca del libro en
su conjunto.
La división de los textos bíblicos es una herramienta analítica útil, pero que debe
mucho a la valoración subjetiva del analista. No estamos buscando respuestas correctas
o erróneas, sino más bien guías prácticas para las categorías internas que pasaron a ser
los bloques que formaron la obra del escritor. Ese trabajo cuidadoso de observación
profundizará y enriquecerá en gran manera nuestra exposición del texto.

103
En cualquier libro histórico como este, la división más básica es en dos partes, ya
que existe habitualmente un elemento fundamental sobre el cual gira la narración.
Pensemos en Éxodo, por ejemplo, donde la entrega de la ley en el monte Sinaí es el eje
central que divide el libro en dos mitades, la anterior y la posterior al Sinaí. De forma
parecida, aquí en Josué hemos llegado a un punto de inflexión con el resumen de 11:23.
La primera mitad del libro se ocupa de la conquista de la tierra, y la segunda lo hará de
su asignación a las doce tribus. Pasamos de narraciones gráficas y espectaculares a listas
de lugares y personas. Como Howard observa, “el ritmo sedentario, el tono relajado, y
la relativa ausencia de acción contrastan drásticamente con la primera mitad”.
Una vez destacada la división principal, las subdivisiones se ven con mayor claridad.
Los capítulos 1–12 pueden dividirse en dos secciones importantes, como hemos visto.
Los primeros cinco capítulos son, en gran parte, preparatorios para la conquista en sí,
que se trata con detalles en los capítulos 6–12. Aquí encontramos las cuatro batallas o
narraciones clave de la conquista: Jericó, Hai, Gabaón y las aguas de Merom. También
se producen dos reveses importantes, provocados por el pecado de Acán y el engaño
gabaonita; no obstante, el Señor los utiliza para hacer más profunda la confianza de su
pueblo y desarrollar sus propósitos soberanos. De forma parecida, descubriremos una
subdivisión principal en la segunda mitad del libro. Los capítulos 13–21 se ocupan de la
distribución de la tierra como herencia misericordiosa de Dios a su pueblo, Israel.
Dentro de esta sección observamos una clara ordenación y un equilibrado material
alrededor de una estructura quiástica, con el establecimiento del tabernáculo en Silo y
la redacción de una descripción de la tierra en 18:1–10 como punto fundamental.
Muchos expertos aceptan ahora este modelo como su construcción básica gracias a la
obra de H. J. Koorevar. Esta organización deja los capítulos 22–24 como sección final del
libro, con el regreso de las dos tribus y media al este del Jordán, y los discursos de
despedida de Josué ante los líderes y la nación.
Por tanto, cuando llegamos a la sección comprendida entre los capítulos 13–21, que
abarca una parte sustancial del contenido total del libro, estamos entrando en lo que
algunos han llamado el centro de gravedad del mismo debido a su significado histórico
y teológico en última instancia. Sin embargo, debemos admitir que, como lectores
cristianos del siglo XXI, no capta realmente nuestra atención e implicación. Tras el
entusiasmo de las batallas y las celebraciones de las grandes victorias del Señor en favor
de su pueblo, se nos podría perdonar por considerar estos nueve capítulos como algo
parecido a un anticlímax y un trabajo muy duro. ¿Qué debe hacer con ellos un
predicador? No sería muy habitual que un pastor justificase invertir una serie de
mañanas de domingo profundizando en la geografía de la tierra y la historia de las
divisiones tribales, ¡ni siquiera con la ayuda de presentaciones de PowerPoint! No
obstante, “toda Escritura es… útil” (2 Ti. 3:16), y esta sección forma parte de la Palabra
de Dios. Por tanto, ¿qué debemos hacer con ella? Incluso el gran Juan Calvino, cuyos
comentarios suministran frecuentemente la ayuda necesaria para comprender las
Escrituras quinientos años después de que los escribiese, dice a sus lectores que “no
sería muy exacto describiendo enclaves y lugares, analizando nombres, en parte porque
admito que no estoy familiarizado con la ciencia topográfica u orográfica, y en parte
104
porque un gran trabajo produciría poco fruto en el lector; no, quizá la mayor parte de
los lectores sufriría y se desconcertaría sin recibir beneficio alguno”. Con nuestro
agradecimiento a Juan Calvino, ¡quizá deberíamos prepararnos para seguir sus pasos!
Mi plan para los próximos cinco capítulos no es presentar una explicación detallada
de lugares y personas, sino más bien emplear las herramientas de la teología bíblica y la
aplicación práctica para extraer los principios que siguen vigentes para nosotros
actualmente en nuestras propias batallas a fin de apropiarnos de nuestras posesiones
espirituales en Cristo y entrar de forma más plena en el reposo de Dios, tanto aquí
como en la eternidad. No obstante, antes de hacerlo necesitamos un momento para
reconocer que nuestra posición en relación con este material es muy diferente a la de
los primeros lectores del libro. Para nosotros en el mundo occidental, las escrituras de
la propiedad que poseemos o el contrato de alquiler de la casa que arrendamos son
elementos legales tremendamente importantes. Leerlos puede resultar tedioso y
bastante aburrido, pero procuramos guardarlos y conservarlos cuidadosamente como
prueba indiscutible de lo que nos pertenece legalmente. Este hecho nos ofrece cierta
perspectiva acerca de por qué eran tan importantes estos capítulos para Israel y para
cada tribu, clan y grupo familiar. Aquí se encuentran las escrituras de propiedad de la
herencia familiar, escritas y autorizadas por su aparición en las Santas Escrituras, el
punto de referencia de autoridad irrefutable para cualquier controversia que pudiese
producirse en las generaciones futuras. Esta sección importa como documento de
importancia práctica, pero, por supuesto, también subraya para cada generación
sucesiva que el Señor dio la tierra a Israel y que estos acuerdos fueron dispuestos y
disfrutados bajo la autoridad de su soberano Yahvé, de quien dependen para todas las
cosas.

La importancia de Josué
Los versículos 1–7 proporcionan un importante control sobre nuestro
entendimiento de todo lo que sigue. La edad avanzada de Josué (v. 1) se presenta como
detonante del mandato de dividir ahora la tierra como heredad (v. 7). El papel de Josué
en el proceso es de una trascendencia vital. Hemos estado viendo cómo crecía su
importancia para Dios y el pueblo durante la primera mitad del libro, de forma que
ahora, tal como el Señor prometió, es exaltado a la vista de todo Israel (3:7; 4:14).
Nadie tiene la autoridad y el liderazgo que Josué ejerce. Cuando muera, dejará tras de sí
un vacío de inmensas proporciones y no se ha dado pista alguna acerca de ningún
sucesor. De hecho, esta circunstancia provocará la tragedia del libro de Jueces, que
condujo finalmente a la petición de una monarquía y el establecimiento de la misma.
Por tanto, aunque “todavía queda mucha tierra por conquistar” (v. 1), Josué debe llevar
a cabo la asignación y distribución de la misma entre las tribus, bajo la batuta de Dios,
antes de morir.
Por supuesto, que grandes franjas de tierra no estén aún bajo control israelita será
un estímulo a la fe y la acción entre el pueblo a fin de asegurar en la realidad lo que
Dios les ha asignado por su promesa. Si uno sabe que algo preciado está en su mano y
105
que será indiscutiblemente suyo cuando se asegure, la motivación a seguir adelante y
apropiarse de ello es inmensa. Esta circunstancia nos aporta una analogía con nuestra
experiencia cristiana, confirmada por Pablo en Filipenses cuando, hablando de la
resurrección, escribe: “No que ya lo haya alcanzado o que haya llegado a ser perfecto,
sino que sigo adelante, a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui
alcanzado por Cristo Jesús” (Fil. 3:12). Existe el estímulo de lo que ya es de uno por
decreto de Dios, algo que se vuelve cada vez más real en la vida práctica cuando
seguimos adelante. Pablo continúa: “Hermanos, yo mismo no considero haberlo ya
alcanzado; pero una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que
está delante, prosigo hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de
Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13, 14). Tener una fe firme en que las bendiciones
prometidas en el evangelio son ya nuestras en cierta medida y lo serán aún más
cambiará toda la perspectiva de cómo vivimos nuestra vida en el presente. Por tanto,
gran parte de la experiencia cristiana es la práctica de lo que John Stott describió como
“hacer patente lo que está latente”. Aplicados de la forma correcta, estos capítulos de
Josué pueden tener un efecto muy beneficioso sobre nuestro discipulado. Piensa en lo
que Dios ha prometido, ¡y a por ello!

La extensión de la tarea
Los versículos 2–6 muestran las dimensiones totales de la tierra que aún debe
conquistarse, y son considerables, comenzando al oeste en la costa mediterránea,
desde el Sihor, el Nilo, al oriente de Egipto en el sur, hasta Ecrón en el norte (vv. 2, 3).
Aunque en esta ciudad vivían los filisteos, que probablemente provenían de Creta, “se
considera de los cananeos” (v. 3) geográficamente, si no étnicamente, formando parte
por tanto de la heredad prometida. Después se mencionan las cinco ciudades
principales y con ellas los aveos, que, según se cree, fueron los cananeos originales,
ahora confinados en el sur (v. 4a). Hacia el norte, la tierra de los cananeos se extiende
hasta los sidonios y los amorreos, lo que probablemente equivale al Líbano actual,
como indica el versículo 5. Mirando hacia el este, sigue habiendo trabajo por hacer en la
región montañosa, aunque el párrafo hace hincapié en la necesidad de presionar hacia
el oeste, en las llanuras. “Estos comentarios demuestran que Israel se forjó su territorio
en las montañas de Palestina mientras las poblaciones autóctonas permanecieron en
las llanuras, ya que intimidaban a los israelitas con sus carros de hierro (véase 17:16;
Jue. 1:19)”.
Este es el desafío que el Señor lanza a Josué y al pueblo. Se trata de una gran zona
geográfica con muchas ciudades clave y grandes grupos de personas, bien armados y
con recursos. Pero es “la tierra que queda” (v. 2). Por tanto, Israel ocupa ya una parte
importante del territorio. Controla casi toda la mitad oriental del mismo, lo cual se debe
sólo al cumplimiento de su promesa por parte del Señor. Cuando repasan la larga lista
de lo que les queda por hacer, todo lo que ya ha acontecido debe proporcionar un
extraordinario ánimo para todo lo que ha de venir. En este contexto, el Señor reafirma
misericordiosamente sus promesas: “Los expulsaré de delante de los hijos de Israel” (v.
106
6b). Esta es la confianza, obtenida por fe, de que la asignación de la tierra no es una
acción vacía llena de ilusiones. Más bien, se trata de una obediencia a la instrucción de
Dios, generada por una inquebrantable confianza en sus promesas. Confiar es
obedecer. Lo que Josué tiene que hacer queda absolutamente claro.

La heredad oriental
Desde el versículo 8 hasta el 33 vemos de nuevo lo que Dios ya había prometido a
las tribus de Rubén, Gad y la mitad de Manasés como su heredad al este del Jordán, en
los días de Moisés. La historia de lo que pasó ya se ha revisado en 12:1–6.
Probablemente se repita aquí para acentuar la unidad de la nación. Es decir, la heredad
al este del río fue un regalo de Dios para las dos tribus y media, tanto como la tierra al
oeste del mismo, que estas conquistaron junto a sus hermanos. Eso subraya que lo que
está aconteciendo en la asignación de la tierra a lo largo de estos capítulos tiene la
cualidad de transacción legal, ya que Dios confía el territorio a su pueblo, por su
derecho creativo, para que tomen posesión del mismo y lo disfruten. Ahora deben
hacerlo suyo, asentarse, gobernarlo y utilizarlo según las instrucciones de Dios. La
conquista es solo el primer paso (y aún falta mucho para completarla) en un camino
que se prolongará a lo largo de los siglos venideros mientras Israel sirve a Yahvé por
medio de la fiel posesión de la propiedad, la tierra.
El repaso comienza con los territorios de Sehón, rey de los amorreos, y de Og, rey
de Basán, los cuales Moisés “hirió” y “desposeyó” (v. 12), toda el área ya distribuida al
este del Jordán (vv. 8–12). Sin embargo, encontramos notas de advertencia en el
versículo 13. Desde su propia perspectiva histórica, el narrador recoge la incapacidad de
Israel de lidiar con Gesur y Maaca “hasta hoy”. Aquí tenemos una útil lección espiritual.
No solo se debe decir la verdad, por muy embarazosa que esta sea. La promesa del
Señor en el versículo 6 (“los expulsaré de delante de los hijos de Israel”) era condicional
con respecto a la disposición de la nación a llevar a cabo el mandato. No existía
condicionalidad dentro de la voluntad y el propósito de Dios, pero el cumplimiento de
la promesa no sería automático si Israel no era capaz de activarla por medio de la fe y la
acción. Las analogías con el creyente del Nuevo Testamento son claras y exactas. En el
evangelio de Cristo, Dios “nos ha concedido sus preciosas y maravillosas promesas, a fin
de que por ellas lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina” (2 P. 1:4), pero
debemos creer en ellas y actuar respecto a ellas en obediencia. La electricidad fluye por
la red nacional, pero su potencial no se hace realidad hasta que se enchufa y enciende
un aparato. Otro aspecto importante aquí es que Gesur y Maaca se mencionaron en
12:5 como derrotadas por Moisés, pero, sin duda, no se produjo una aniquilación total.
Siempre queda más por hacer, y en los asuntos espirituales, como en los políticos, el
precio de la libertad es la vigilancia eterna.
El versículo 14 destaca a Leví como la única tribu sin escrituras de propiedad de
ninguna porción de tierra física. Reaparece en el versículo 33, donde se hace el mismo
comentario. Uniendo ambos versículos, se nos dice que “las ofrendas encendidas al
Señor, Dios de Israel” (v. 14) y “el Señor, Dios de Israel” (v. 33), constituyen su heredad.
107
Tendrían ciudades en otras áreas tribales, donde debían habitar, pero su llamamiento
especial y sus privilegios en el servicio del tabernáculo los distinguían del resto del
pueblo. Los diezmos y las ofrendas serían su sustento.
La asignación de Rubén sigue en los versículos 15–23. Se encuentra en el sur del
territorio y comprende principalmente el área gobernada en el pasado por Sehón desde
su capital, Hesbón (v. 17a). Se hace hincapié en las doce ciudades capturadas en la
meseta (vv. 17–21), algunas de las cuales se destacaron en Números y Deuteronomio.
También se hace referencia a Balaam (v. 22), contratado por el rey Balac para maldecir
a los israelitas, circunstancia que Dios transformó en bendición (Nm. 22–24). Se recoge
su muerte como una evidencia de la soberanía de Dios sobre todos aquellos que
conspiran contra él y sus propósitos.
Los versículos 24–28 continúan la historia con la heredad de Gad, con el límite del
Jordán al oeste como Rubén. Ocupaba la región central del territorio, que los versículos
26 y 27 describen desde Hesbón en el sur hasta Debir en el norte, llegando al extremo
meridional del Mar de Cineret (Galilea). De nuevo se mencionan ciudades y aldeas, las
primeras habitualmente amuralladas y las segundas, asentamientos desprotegidos
dispersados alrededor de aquellas, dependientes de ellas y que les suministraban
víveres.
Finalmente, en los versículos 29–31 se menciona brevemente la heredad de la
media tribu de Manasés. Era en gran parte el territorio que perteneció a Og, rey de
Basán. Es la zona que se encuentra más al norte, en la meseta situada más allá de
Galaad, al nordeste de Galilea. La asignación de estas áreas, ya determinada por
Moisés, se apoyaba principalmente en las conquistas llevadas a cabo por los
antepasados de estas tribus, lo que explica las tierras que recibió cada cual. El resto de
las asignaciones se realiza echando suertes, pero ya han sido determinadas, y el
propósito de las declaraciones aquí parece subrayar la autenticidad de los
asentamientos y mantener a las tribus del este del Jordán firmemente ancladas en la
entidad unificada que constituye la emergente nación.

La heredad occidental
Los primeros cinco versículos del capítulo 14 sirven ahora para equilibrar la
asignación de la tierra al este del Jordán con la del otro lado del río, el occidental, que
llega hasta la costa. También son como una introducción al largo relato de la
distribución de territorio a las nueve tribus restantes y media, excluyendo a Leví, lo que
nos llevará hasta el final del capítulo 19. La misma comienza con el establecimiento de
la autoridad por la cual se llevaba a cabo el proceso, casi en la forma de un documento
legal. La mención de Eleazar, hijo y sucesor de Aarón como sumo sacerdote, indica que
se trata de un proceso de significado religioso. Este participó en la comisión de Josué y
ahora está junto al líder militar y político, así como con todos los líderes de las tribus.
Sin embargo, ninguno de ellos decide los detalles de la heredad. No existe un comité de
gobierno, ni un círculo interno de influencia. “Por suerte recibieron su heredad” (v. 2a).
Dios había ordenado a Moisés que ese debía ser el método utilizado (Nm. 26:52–56), y
108
una vez más Josué se preocupa de hacerlo todo según la ley. Se procurado que los
grupos más grandes tengan zonas más grandes, de forma que existe un elemento
proporcional en el asentamiento en la tierra, pero ningún ser humano determina su
ubicación.
Por supuesto, la otra cara de esa realidad es la soberanía de Dios sobre esto como
sobre cualquier otra situación. La teología detrás de este método de discernimiento de
la voluntad de Dios en asuntos en los que no existe una clara palabra de revelación para
determinar la línea de actuación correcta se expresa de forma sucinta en Proverbios
16:33: “La suerte se echa en el regazo, mas del Señor viene toda decisión”. Debe
destacarse que aproximadamente un tercio de todas las referencias a echar suertes en
el Antiguo Testamento aparecen en el libro de Josué. Era, sin duda, el ingrediente más
importante en la asignación de la tierra. Para más ejemplos, véase 15:1; 16:1; 17:1;
18:6, 8, 10. Era la forma más clara de conocer la voluntad de Dios, e incluso tan
adelante como en Hechos 1:24–26 vemos que emplea esta práctica para seleccionar a
Matías como sustituto de Judas Iscariote. Se realizó en el contexto de la oración, pero
esta presupone que Dios controlará el resultado de las suertes y pide concretamente al
Señor que muestre cuál de los dos candidatos ha escogido para este ministerio. No hay
duda de que se espera que, en el contexto apropiado de oración y dependencia de
Dios, el Señor revele su voluntad a través de las suertes. Sin embargo, después del don
del Espíritu Santo que mora en todas las personas que creen en Dios (Hch. 2:38, 39), ya
no oímos más sobre este método, sino que se recurre a la obra interior del Espíritu para
obtener sabiduría y recibir dirección acerca de cuál sea la voluntad de Dios. Por
supuesto, con el canon completo de las Escrituras en el Nuevo Testamento disponemos
de un recurso mucho más rico y detallado de la verdad revelada sobre el cual basar
nuestra toma de decisiones. Comentando el incidente de Hechos, F. F. Bruce observó
que “pertenece de forma bastante significativa al periodo entre la ascensión y
Pentecostés; Jesús se había ido y el Espíritu Santo aún no había llegado. Sin embargo, si
existen mejores formas de escoger al hombre adecuado para una responsabilidad
eclesiástica, también las hay peores”. ¡De estas últimas, sin duda se nos podrían ocurrir
varias!
De todos los comentaristas, Calvino es quien expone de forma más clara los detalles
acerca de cómo funcionaba el proceso. Señala que los hombres designados en el
versículo 1 “no fueron seleccionados simplemente para dividir la tierra echando
suertes, sino también para ampliar o reducir las fronteras de las tribus posteriormente
dando a cada una su debida proporción”. Ello exigía algo más que simplemente echar
suertes. Descubriremos más acerca del funcionamiento del proceso cuando lleguemos
al capítulo 18, pero, antes de eso, se destacan las tribus de Judá, Efraín y la mitad de
Manasés (los hijos de José) por las tierras que se les asignan, presumiblemente en base
a su ya establecida importancia dentro de las doce, como se ve en anteriores
narraciones del Antiguo Testamento. Pensemos, por ejemplo, en la bendición de Jacob
a sus hijos en Génesis 49: “A ti Judá, te alabarán tus hermanos… se inclinarán a ti los
hijos de tu padre” (v. 8). “Rama fecunda es José, rama fecunda junto a un manantial;
sus vástagos se extienden sobre el muro… por el Dios de tu padre que te ayuda, y por el
109
Todopoderoso que te bendice… sean ellas [las bendiciones de Dios] sobre la cabeza de
José, y sobre la cabeza del consagrado de entre tus hermanos” (vv. 22–26). Con estas
bendiciones ya en marcha, no es sorprendente que Judá aparezca primero en la lista de
asignaciones y que el hombre más importante de la misma sea uno de los héroes más
grandes del Antiguo Testamento, Caleb, el hijo de Jefone. Su historia es la que ahora
ocupa el escenario principal.

Seguir incondicionalmente
Josué 14:6–15; 15:13–19
Josué, el hijo de Nun, y Caleb, el hijo de Jefone,
fueron los dos únicos que pudieron entrar
en la tierra de leche y miel.

La vieja cantinela de escuela dominical nos explica por qué aparece ahora Caleb en
el centro de la escena. Él y Josué no sólo son los hombres más ancianos de la nación,
sino que también son únicos en su historial de fiel devoción y servicio al Señor. Antes de
que pueda llevarse a cabo la asignación de tierra a Judá, Caleb da un paso al frente
porque existe una promesa anterior que Yahvé había hecho y que ahora tiene que
cumplirse. La escena se remonta a cuarenta y cinco años atrás en Cades-barnea cuando
Caleb, un hombre comparativamente joven de cuarenta años, es escogido para ser el
representante de su tribu, junto a Josué, de la tribu de Benjamín, y otros diez, para
espiar la tierra de Canaán. Los detalles de la historia se recogen en Números 13, 14 y
ese pasaje ayuda a completar los antecedentes de la declaración resumida de Caleb en
los versículos 7 y 8.
En ese momento, Israel llevaba fuera de Egipto aproximadamente un año. Habiendo
experimentado el poder salvador de Dios de la tiranía del faraón en el éxodo, también
sabían lo que significaba ser rescatado de la ira justa de Dios por medio de la provisión
del cordero de la Pascua. En el año que siguió, habían visto las tropas egipcias de élite
que los perseguía ahogarse en el Mar Rojo, recibido provisión de agua y maná diario,
obtenido una gran victoria sobre los amalecitas y sido llevados a reunirse con el Señor
en Sinaí, donde se les entregó la ley, ahora habían viajado hasta Cades-barnea, justo el
límite de la tierra que Dios había prometido darles. Fue un año de asombroso progreso,
pero mezclado con incredulidad, descontento y quejas cuando muchos de ellos miraban
atrás por encima del hombro, nostálgicos por lo que habían conocido en Egipto.
Olvidaron pronto la esclavitud y las crueles cargas, y comenzaron a ver la realidad de
forma distorsionada al recordar la comida y la relativa estabilidad de su vida sometida.
Sin embargo, ahora se encuentran el borde de la tierra, que sin duda demostrará que
110
valieron la pena todas las privaciones y pruebas.
Envían a los doce espías a reconocer la situación en Canaán. Estos están fuera seis
semanas y vuelven para presentar a Moisés un informe mayoritario: “Fuimos a la tierra
adonde nos enviaste; ciertamente mana leche y miel, y este es el fruto de ella. Solo que
es fuerte el pueblo que habita en la tierra, y las ciudades, fortificadas y muy grandes; y
además vimos allí a los descendientes de Anac… No podemos subir contra ese pueblo,
porque es más fuerte que nosotros” (Nm. 13:27, 28, 31). Esta fue la conclusión de diez
de los espías. Sin embargo, también hubo una opinión minoritaria contraria,
manifestada únicamente por Caleb y Josué: “Debemos ciertamente subir y tomar
posesión de ella, porque sin duda la conquistaremos” (Nm. 13:30). La mayoría se echa
atrás, multiplicando las dificultades y magnificando los horrores. Dicen que la tierra los
devorará, que sus habitantes son de gran estatura y que son como langostas en
comparación con ellos. Esto provoca el llanto y las quejas del pueblo, que anhela Egipto,
pero Josué y Caleb se mantienen impertérritos. Repiten y desarrollan su argumento
razonando de forma lúcida. La tierra es “buena en gran manera”, y por ella fluyen
realmente la leche y la miel. Dios los llevará a ella (Nm. 14:6–9). “Solo que no os
rebeléis contra el Señor, ni tengáis miedo de la gente de la tierra, pues será presa
nuestra. Su protección le ha sido quitada, y el Señor está con nosotros; no les tengáis
miedo” (Nm. 14:9). Sin embargo, la reacción de la multitud es tomar piedras para
lapidarlos. La consecuencia es que el juicio de Dios cae y el Señor dictamina que nadie
de esta generación incrédula verá la tierra ni entrará en ella porque han despreciado su
palabra de promesa y su carácter fiel. “Pero a mi siervo Caleb, porque ha habido en él
un espíritu distinto y me ha seguido plenamente, lo introduciré a la tierra donde entró,
y su descendencia tomará posesión de ella” (Nm. 14:24).
Y ahora, por fin, llega el momento del cumplimiento de la promesa de Dios a Caleb,
cuarenta y cinco años después, la mayoría de los cuales ha pasado en el desierto con un
pueblo frecuentemente rebelde al que se prohibió entrar en el reposo de Dios por su
incredulidad. Sus ojos estaban puestos en los gigantes, pero los de Caleb miraban al
Señor. Él valoró la promesa de Dios, sabiendo que se cumpliría sin duda, y eso es lo que
mantuvo su fe fresca y viva, y firme su corazón en su dependencia del Señor. Una frase
aparece tres veces en Josué 14 (vv. 8, 9, 14): Caleb “siguió plenamente al Señor” [“se
mantuvo fiel”, NVI]. Este es el secreto de todo lo que sigue.

La visión de Caleb
Su visión no es una proyección mística de sus propias ilusiones, ni mucho menos una
creación de su propia imaginación. La visión espiritual supone ser capaz de ver una
situación desde la perspectiva de Dios, en base a su revelación de sí mismo,
consiguiendo, por tanto, seguir adelante en la misma con la confianza de que los
propósitos del Señor se cumplirán, esperando que él obre. La iglesia actual necesita esa
visión de la realidad espiritual tan desesperadamente como Israel en la época de Caleb.
Significa ver al Dios invisible, en el sentido de reconocer su poder secreto y su voluntad
soberana para hacer cosas, que, de lo contrario, nadie imaginaría que pudieran
111
acontecer.
La primera característica de la verdadera visión espiritual, que Caleb ejemplifica, es
el realismo. La visión es una gran cualidad, siempre necesaria en el ministerio cristiano y
el discipulado personal, pero que es frecuentemente escasa. Cuando está ausente,
entran en juego otras alternativas, que llevan falsamente el mismo nombre. La visión no
es pretender que las cosas son diferentes de lo que son. No es mentalizarnos a creer
que Dios ha dicho lo que no ha dicho o que se ha comprometido a llevar a cabo lo que
no ha prometido hacer. Visión no es ver en mi mente lo que me gustaría hacer y tratar
de “creer” con la fuerza suficiente para que ocurra. Caleb siguió al Señor “plenamente”.
La visión comienza en el corazón, que en el pensamiento bíblico es el centro de control
de la personalidad, donde analizamos las opciones que tenemos y tomamos las
decisiones de nuestra vida. Esa conciencia continua de Dios en su ser más interno
mantuvo firme a Caleb cuando a su alrededor todos perdían el norte y se apartaban
hacia la falta de fe más terrible. Los diez espías se defenderían sin duda diciendo que
solo estaban siendo realistas, pero su corazón no estaba centrado en Yahvé. Su
perspectiva estaba distorsionada porque su corazón estaba dividido. Caleb era el
verdadero realista. Tanto él como Josué se enfrentaron a los mismos desafíos que los
demás, pero los vieron a través de la lente de la fe en las promesas del Señor, un Dios
grande comprometido con su pueblo, para el que los gigantes no son nada. No
obstante, ellos solo mantuvieron esa fe porque su corazón estaba totalmente
entregado al Señor. No es de extrañar que el salmista orase: “Unifica mi corazón para
que tema tu nombre” (Sal. 86:11), o como traduce NVI: “Dame integridad de corazón
para temer tu nombre”.
Podemos encontrar muchas aplicaciones para nuestra situación en la iglesia
contemporánea. Conquistar Canaán era imposible en términos humanos, pero los
espías dejaron de ser realistas cuando dejaron a Dios fuera de su reconocimiento. En la
actualidad, la iglesia comete con frecuencia exactamente el mismo error. El realismo
considera que vivimos en un mundo de causa y efecto, en el que cuando las personas
den la espalda a Dios se producirán inevitablemente efectos negativos en la sociedad
que serán muy difíciles de cambiar. Humanamente hablando, no se podrá ganar
fácilmente para el evangelio la cultura occidental, porque lleva demasiado tiempo a la
deriva y la erosión ha sido muy profunda en demasiadas áreas de la vida. El capital de
nuestro compromiso cristiano pasado ha desaparecido en gran manera, y debemos ser
realistas a este respecto. El pecado paga un precio y su poder degenerativo no va a
desaparecer si damos una palmada o con el murmullo de una oración. Los gigantes del
mal a nuestro alrededor han crecido con fuerza y se han consolidado a lo largo de
muchos años de colapso moral provocado por la incredulidad total. Así pues, la
precisión factual de los diez espías se mezcló con su bancarrota espiritual, como ocurre
frecuentemente en la actualidad. El asunto es si medimos a los gigantes por nuestra
propia fuerza o por las promesas de Dios, y los resultados son totalmente contrarios. El
corazón íntegro es totalmente realista acerca de la dimensión de los desafíos y
problemas, pero se centra en el poder dinámico del evangelio para transformar vidas
humanas y comunidades enteras.
112
En la Inglaterra del siglo XVIII, cuando el mal estaba desenfrenado y la iglesia
agonizaba, atrapada en su incredulidad; cuando podía decirse que la población podía
emborracharse por un penique y caer totalmente ebrio por dos; cuando parecía que la
causa del evangelio había expirado, Dios se movió. Despertó a una iglesia dormida, en
estado de coma cuando el Espíritu levantó a George Whitefield, John Wesley y otros
muchos que comprendieron y proclamaron el evangelio con poder dador de vida. El
Gran Despertar que llevó a multitudes a la fe a ambos lados del Atlántico fue una
poderosa intervención de Dios en una situación que en realidad parecía imposible e
impenetrable. En la actualidad, el poder o la gracia de Dios no han disminuido, pero hay
pocos Calebs que vean las promesas más allá de los problemas y reivindiquen una obra
poderosa del Señor en fe. ¿Por qué? Porque hay muy pocos corazones íntegros.
Un segundo aspecto de la visión de Caleb es su humildad, que también es una
cualidad muy rara en nosotros. C. S. Lewis dice que el primer paso en el camino hacia la
humildad es ser consciente de que no la tenemos, y ese paso resulta demasiado grande
para la mayoría de nosotros. Con las librerías cristianas llenas de libros de bolsillo con
títulos en la línea de La humildad y cómo la conseguí, parece que hay poca esperanza.
Sin embargo, para Caleb era un ingrediente fundamental en su corazón íntegro. Ese día,
en Cades-barnea, dijo: “Si el Señor se agrada de nosotros, nos llevará a esa tierra y nos
la dará; es una tierra que mana leche y miel” (Nm. 14:8). La visión no está dictando a
Dios lo que debe hacer, o cómo debe hacerlo, bajo el error de que es una prueba de
gran fe; no lo es. El creyente de corazón entregado conoce la grandeza de la sabiduría
infinita y del poder inextinguible de Dios, y se somete sin reservas al Señor. Reconoce
que todo depende de la gracia y el favor de Dios, que, desde el punto de vista humano,
es su respuesta a la fe y la obediencia. Esta no garantiza la bendición de Dios de forma
semiautomática; más bien, es una expresión de la humildad que mantiene abiertos los
canales para que la gracia de Dios siga fluyendo en nuestra vida. La arrogancia es un
gran enemigo del corazón íntegro. Creer que tengo línea directa con el cielo, una
palabra especial o un don particular puede desviar fácilmente mi corazón voluble de la
confianza humilde a una asertividad piadosa. La humildad de Caleb se revela en su
dependencia total de Dios y en el “deleite” del Señor.
“Deleite” es una descripción relacional, casi emocional de cómo quiere ver Dios a su
pueblo. El corazón que le siga plenamente está profundizando constantemente su amor
por él y se regocija en su presencia, lo que produce gozo en el corazón de Dios. Gracias
a que él nos amó primero, podemos amarlo en cualquier medida. El centro de su gran
plan de amor redentor es restaurar su imagen dentro de su pueblo y que este sea la
niña de sus ojos. Esa es la razón por la que definió a Israel como su “especial tesoro” en
Sinaí (Éx. 19:5), su cofre del tesoro personal, su cartera de inversión, donde encuentra
su gozo. La humildad resulta clave en nuestro disfrute recíproco de lo que el Señor
quiere darnos. Toda obra significativa para Dios depende de una relación de
dependencia humilde de él. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la
edifican” (Sal. 127:1). Siguiendo plenamente a su deleitado Rey, Caleb había aprendido
la lección vital de que confiar en las promesas de Yahvé y obedecer sus mandatos, vivir
según sus prioridades y seguir sus huellas, es la única forma de disfrutar de la gracia y el
113
favor de Dios.
Todo esto subraya para nosotros el tercer y quizá más importante elemento de la
visión de Caleb, su fe, expresada en una confianza simple y limpia en que Dios sería
todo lo que declaró ser, con lo que cumpliría las promesas que había hecho. Se aprecia
con gran claridad en el relato de Números 14. No existe sombra de duda ahí. Caleb vino
a decir: “El Señor nos dará la tierra. Esta ya le pertenece. Los cananeos no tienen quien
los proteja de su Creador soberano”. Esa misma calidad de fe destaca aún más cuarenta
y cinco años después cuando dice a Josué: “Tú sabes lo que el Señor dijo a Moisés…
acerca de ti y de mí” (14:6). A lo largo de todos esos años, ha tenido fe en la Palabra de
Dios y, por tanto, en el Dios de la Palabra. Esta circunstancia hizo que siguiese creyendo
que vería la tierra ya que Dios es quien da vida y aliento. No sólo que la vería, sino que
poseería su heredad. “Ahora pues, dame esta región montañosa de la cual el Señor
habló aquel día” (v. 12).
La fe es el antídoto contra el miedo. Los diez espías quedaron paralizados por los
gigantes y las imposibilidades humanas de su tarea, pero Josué y Caleb tenían sus ojos
puestos en el Dios de la promesa y, por tanto, eran capaces de vivir la vida de fe. El
miedo dijo “No podemos”, pero la fe contestó “Dios puede hacerlo y lo hará”. Este es
un claro principio bíblico enseñado a lo largo de las Escrituras, pero quizá con claridad
inusual en 14:12, 13. Israel está hundido a causa del abatimiento provocado por la
incredulidad, frente al inminente exilio babilónico e incapaz de creer que Dios tiene
propósitos misericordiosos más allá del mismo, que serán más ricos y gloriosos que
cualquier otra cosa que hayan conocido. Dios se dirige a ellos por medio del profeta:
“Yo, yo soy vuestro consolador. ¿Quién eres tú que temes al hombre mortal, y al hijo
del hombre que como hierba es tratado? ¿Has olvidado al Señor, tu Hacedor, que
extendió los cielos y puso los cimientos de la tierra, para que estés temblando sin cesar
todo el día ante la furia del opresor, mientras este se prepara para destruir?”. En
esencia, Dios está diciendo: “Tenéis miedo de los hombres (¿quién no estaría
aterrorizado de la máquina de guerra babilónica?), porque habéis olvidado al Señor”.
Olvidemos al Dios Creador eterno y su parte en nuestros asuntos, y pronto
capitularemos ante el miedo del hombre. Miedo y fe no pueden coexistir. La fe puede
verse asaltada por la duda, como en el caso del padre del niño poseído por un demonio,
que clamó a Jesús diciendo “creo; ayúdame en mi incredulidad” (Mr. 9:24), pero el
simple acto de volverse a Dios con fe ordena al miedo ponerse en marcha.
Nuestra reacción a la historia de Caleb es frecuentemente elevarlo a una posición
muy por encima de nosotros, que tememos que es inalcanzable. Sin embargo, esto es
así precisamente porque carecemos de fe. Nuestra respuesta estándar es: “Qué
maravilloso sería tener una fe como la de Caleb”, pero después nos asentamos en
nuestra cómoda mediocridad (él era un gran héroe bíblico y nosotros no) o nos
lanzamos a la búsqueda de una “fe” mayor, como si fuese una entidad abstracta que
podemos adquirir, quizá por medio de alguna experiencia personal abrumadora. Pero la
fe es como un músculo. Cuanto más se ejercita y estira, más fuerte será; no obstante, al
final es el objeto de la fe, en lugar de su mero ejercicio, lo que determina nuestra
condición espiritual. Pensemos en un gimnasta balanceándose en las barras. Puede
114
tener un agarre de hierro, pero si el equipamiento es defectuoso o se ha ensamblado
erróneamente, el resultado será el desastre. No necesitamos una fe mayor, confianza
subjetiva, sino fe en un gran Dios. La esencia de la fe es aferrarse a un Dios que es fiel.
Nuestro agarre puede ser en ocasiones muy débil. Quizá por ello Jesús describió la fe
“como un grano de mostaza” (Mt. 17:20), pero el resultado viene determinado por
quién mira esa fe débil.
Si llevo a mi pequeño nieto a la playa en un ajetreado día veraniego, diré: “Agárrate
bien a la mano del abuelo”. Sé que él confía en mí y quiero enseñarle a ser obediente,
porque deseo que esté protegido y disfrute de un buen rato. Sé que hay muchas
distracciones que pueden hacer que se despiste y se pierda, o incluso se haga daño. Por
tanto, como le amo, le digo que se agarre fuerte al abuelo. Sin embargo, yo sujeto esa
manita cien veces con más fuerza que ella a mí. La seguridad y el deleite de mi nieto
dependen de la firmeza de mi agarre, no del suyo. Sí, aferrémonos al Dios que es fiel; su
agarre es infinitamente más fuerte que el nuestro. Así pues, el resultado de la fe es
conocer y demostrar que él es capaz de “hacer todo mucho más abundantemente de lo
que pedimos o entendemos” (Ef. 3:20). Ese era el secreto de la visión de Caleb, como
también debe serlo de la nuestra.

El vigor de Caleb
¡Qué figura más inspiradora cuando da un paso adelante para pedir lo que Dios ha
prometido, aquello por lo que ha luchado; de hecho, por lo que aún tendrá que pelear
para hacerlo totalmente suyo! Escuchémoslo. “Todavía estoy tan fuerte como el día en
que Moisés me envió; como era entonces mi fuerza, así es ahora mi fuerza para la
guerra, y para salir y para entrar” (v. 11). ¡Con ochenta y cinco años y seguía luchando
por los propósitos de Dios a fin de disfrutar totalmente del cumplimiento de las
bendiciones prometidas! ¿Cuál era el secreto de su vigor? Obviamente, que Caleb
seguía plenamente al Señor. El vigor espiritual es el fruto de un corazón íntegro. La
fuerza física que tenía parece haber sido un regalo de Dios, probablemente compartido
con el propio Josué, a fin de preservarlos para la conquista y desempeñar así un papel
especial en este momento único en la historia redentora de Dios. Esto no quiere decir
necesariamente que todos los que sigan al Señor plenamente vayan a mantener su
fuerza y actividad en su ancianidad, aunque en muchos así ocurre. La observación de
Pablo en 2 Corintios 4:16 es la experiencia humana más normal: “Nuestro hombre
exterior va decayendo”. Nuestro cuerpo envejece y muchas de nuestras facultades
decaen. No obstante, en el contexto de ese versículo, Pablo dice también que “nuestro
hombre interior se renueva de día en día”. Por esta razón, no desfallecemos. En su
lugar, debemos entregar nuestro corazón a seguir plenamente al Señor. Será una
batalla diaria, como estoy seguro de que lo fue para Caleb, pero, si confiamos
realmente en el Señor, sean cuales sean nuestras limitaciones físicas, ¡no hay razón por
la que un creyente cristiano se deje llevar cuesta abajo espiritualmente cuando podría y
debería seguir luchando hacia la gloria!
La declaración de Caleb tampoco es una fanfarronada inútil. No está diciendo “me
115
siento como nunca”, a fin de mantener una perspectiva positiva. Sabe que continúan
quedando reductos anaceos (la raza de gigantes) que eliminar de su heredad, pero
sigue estando fuerte y vigoroso. El Señor ha prometido, por tanto “dame esta región
montañosa” (v. 12a). La segunda mitad del versículo 12 es típica de él. “Tal vez el Señor
esté conmigo y los expulsaré como el Señor ha dicho”. Woudstra señala que “tal vez”
no expresa necesariamente miedo ni duda. Habitualmente significa “esperanza”,
aunque una esperanza que conlleva dificultades. Sin embargo, “los expulsaré” garantiza
que la visión de su fe realista y humilde se cumplirá victoriosamente, y eso es justo lo
que ocurre. La bendición de Josué (v. 13) indica que este siervo del Señor aprueba la
concesión de la petición de Caleb, por lo que Hebrón pasa a ser su heredad legal,
“porque siguió plenamente al Señor, Dios de Israel” (v. 14b).
El resultado aparece recogido para nosotros en 15:13–19. Al destacar el detalle del
regalo de Hebrón, nuestro narrador recuerda a sus lectores que su nombre en esa
época era Quiriat-arba, en honor a Arba, padre de Anac y un gran hombre de la raza de
los gigantes (v. 13). Con la llegada de Caleb, al menos tres descendientes de Anac
fueron expulsados por este vigoroso octogenario (v. 14). Estos pertenecían a la
siguiente generación de aquellos poderosos cananeos que habían hecho sentirse como
langostas y temblar de miedo ante ellos a los compañeros espías de Caleb y Josué.
Encontramos una contradicción textual aquí, ya que 11:21 nos dice que Josué había
cortado a los anaceos de Hebrón y Debir, de forma que no quedaba ninguno en la tierra
(11:22). Sin embargo, parece que algunos de ellos escaparon fuera de la región
controlada por Israel y se unieron a otros miembros de su tribu que vivían en las
ciudades filisteas de Gaza, Gat y Asdod (11:22). Aquí en los capítulos 14 y 15, algunos
anaceos habían regresado a Quiriat-arba y asumido de nuevo el gobierno de la ciudad y
sus alrededores, aunque 10:36–39 indica que también había sido capturada. La
explicación es que una victoria no establecía necesariamente el asentamiento. El
alcance geográfico de la conquista, los que escapaban de las ciudades, así como las
batallas y la constante presión sobre Israel tanto a la hora de seguir adelante como de
conservar lo ganado, daban lugar a una situación variable, en la cual la tierra va
cayendo gradualmente en manos israelitas, pero que costará muchos años establecer,
como dejarán bien claro los acontecimientos relatados en el libro de Jueces.
Sin embargo, en este caso, la fe de Caleb es justificada. Con Hebrón bajo su control,
avanza hacia Debir y ofrece a su hija Acsa al hombre que dirija el ataque que conquiste
la ciudad. Otoniel, su sobrino, asume la responsabilidad y obtiene ambos premios (v.
17). Las cualidades de Caleb se ponen de manifiesto en la siguiente generación y por
medio de la campaña de Otoniel la heredad familiar crece aún más. Más adelante, este
aparece en Jueces 3:9–11 como el primero de los jueces, fortalecido por el Espíritu para
gobernar Israel. Parece que la petición por parte de Acsa de un campo (probablemente
formulada por medio de Otoniel), y seguidamente de manantiales que lo irriguen,
puede considerarse un regalo de boda (una “bendición”, Jos. 15:19). Este hecho ilustra
que la tierra pertenece ahora a Caleb, quien debe repartirla entre su familia, y subraya
los títulos de propiedad así como los derechos familiares que la asignación de la misma
que estamos a punto de presenciar conferiría a todos los israelitas.
116
Antes de dejar la historia de Caleb, debemos considerar el equilibrio adecuado que
nos ayuda a discernir entre lo que es un ejemplo destacado de fe bíblica y el gran
cuadro de los propósitos redentores de Dios en la historia de la salvación, dentro del
cual se encuentra tan firmemente establecido. La historia de Caleb, cuando irrumpe en
escena, es elocuente e inspiradora. Nuestro peligro es que podamos utilizarla
simplemente como ejemplo, moralizando o espiritualizando el texto. Debemos recordar
el principio fundamental de que Dios es el héroe de la narración y no sacarlo de su
contexto de forma que no lo convirtamos en una simple charla motivacional.
Dios utiliza la lealtad y la fe de Caleb para dar lugar a la realización de su promesa
de la tierra. La historia comenzada aquí tiene por cumplimiento definitivo la herencia de
la salvación en Cristo (véase también Mt. 25:34; Ef. 1:14; Col. 3:24; He. 9:15). Esto le
proporciona al material de Josué la perspectiva necesaria así como profundidad
escatológica, y conduce a una “aplicación” mucho más dinámica y efectiva que el
método del ejemplo… El sentido principal del texto bíblico… es el desarrollo de la línea
de la historia de la redención. Dentro de ese contexto más grande, se debe dar a los
“ejemplos” de fe la prominencia debida.
Aquí tenemos una observación y una advertencia pertinentes, no solo porque
reconozca el valor ejemplar de una figura como Caleb, sino también porque el pasaje se
encuentra firmemente establecido en el contexto redentor más amplio, de forma que
no tengamos que identificarnos con Caleb, ya que nuestras circunstancias y
experiencias vitales son tan diferentes, sino con su Dios en quien puso su fe, lo que le
permitió seguirlo de todo corazón. En este sentido, nos ha proporcionado un gran
patrón, aplicable a cualquier edad y etapa de la vida en que nos encontremos, y sin
duda deberíamos tratar de seguir sus pasos. Sin embargo, nuestro mayor ejemplo es
nuestro Señor Jesucristo, que ganó para nosotros victorias más importantes y una
herencia más duradera, y que constituye el objeto y contenido de nuestra fe.
Jesús, tú has prometido
a todo aquel que va
siguiendo tus pisadas,
que al cielo llegará.
Sostenme en el camino,
y al fin con dulce amor
trasládame a tu gloria,
mi amigo y Salvador. Amén.
(Himno “Oh Jesús I have promised”, traducido por Juan Bautista Cabrera, tomado de
www.himnosevangelicos.com)

117
El reparto del territorio
Josué 15:1–19:51

Este pasaje se encuentra en el centro de una extensa unidad que va desde 13:8
hasta 21:42 y que trata de la distribución de la herencia. Ocupa una posición clave.
Aunque estrictamente parte de la narrativa de la distribución, los capítulos 20, 21
pueden considerarse también como una unidad aparte, ya que se refieren a las
ciudades de refugio y a las provisiones para la tribu de Leví. Por tanto, teniendo en
cuenta el propósito de este capítulo, tomaremos el texto de Josué en 15:1 y, desde ahí,
seguiremos hasta el final del capítulo 19.
Con la herencia de Rubén, Gad y media tribu de Manasés ya establecida al este del
Jordán (13:15–31), volvemos nuestra atención ahora a Judá, precedido por la historia
de Caleb (14:6–15) que tiene prioridad por la promesa específica que el Señor le hizo
mucho antes de la asignación por suerte. La última frase que pone fin al relato de Caleb,
“Entonces la tierra descansó de la guerra” (v. 15b), se hace eco de la última frase del
capítulo 11 que remataba la sección de la conquista. Ahora, con el eco del testimonio
de todo lo que Yahvé ha logrado para su pueblo resonando en nuestros oídos, estamos
listos para dirigir nuestra atención a las tribus que heredarán la parte occidental del
Jordán. ¿Qué partes de la tierra que ahora está “descansando” se adjudicará a cada
tribu, clan y familia?
Ya hemos abordado con anterioridad la razón de tantos detalles como se recogen
en estos capítulos, pero es bueno recordar que se trata, principalmente, de un
testimonio de la fidelidad de su Dios que había prometido esto a su pueblo muchos
siglos antes. En primer lugar, vemos a dos tribus y media al oeste del Jordán; son Judá
(cuya herencia se describe en los mayores detalles), Efraín y la mitad de Manasés, lo
que nos deja siete tribus que todavía han de asentarse, excluida la de Leví y teniendo
presente también que, aunque dividida geográficamente, Manasés sigue siendo
básicamente una unidad tribal. Howard llama la atención, de forma útil, a que las listas
“no son idénticas en estructura, énfasis o extensión”, sino que se componen de
distintos elementos que él identifica como: “(1) lista de linderos y ciudades, (2) reseñas
de las ciudades o territorios que quedan por conquistar, (3) historias de individuos o
grupos que piden y reciben sus herencias y (4) regularidades diversas que implican,
principalmente, declaraciones introductorias y finales estereotípicas”. El capítulo 18,
con las instrucciones de Josué para las siete divisiones del territorio, se interpone antes
de que se nos muestre cómo se resuelve la asignación en cuanto a Benjamín, Simeón,
Zabulón, Isacar, Aser, Neftalí y Dan. Aquí tenemos, pues, la prueba —tanto para Israel

118
como para todos los lectores de Josué— de que Yahvé cumplirá las promesas que ha
hecho. Siempre tiene el poder y la justa integridad para hacer aquello que dice que
llevará a cabo. Al acercarse cada tribu, clan y familia, allí estaba la prueba de que lo que
fue cierto para la nación, también era verdad en detalle específico para el individuo. Por
esto habían creído y luchado, y allí tenían la terra firma que les pertenecía,
demostrando así que nada de aquello había sido en balde.

Judá
Los comentaristas, desde Calvino en adelante, han indicado que Judá viene primero
en el orden, principalmente por las bendiciones especiales que Jacob le otorgó (Gn.
49:8–12. A medida que se va desarrollando la historia del Antiguo Testamento, Judá
asume una creciente importancia entre las doce, en particular porque el rey David y sus
descendientes proceden de esta tribu, como también su hijo más importante: el Señor
Jesucristo (Mt. 1:1). Tras la división del reino, el reino sureño se conocerá como Judá,
con su capital en Jerusalén y el templo del Señor en dicha ciudad, por lo que esta tribu
ostentará la supremacía entre los hermanos. En 15:1–12, sus fronteras se establecen
con esmero y claridad con respecto a los cuatro puntos de su perímetro. El lindero sur
se extiende desde el extremo sur del Mar Muerto hacia el oeste, hasta el Mediterráneo.
Al este, linda con las costas occidentales del Mar Muerto, mientras que al norte va
desde el extremo norte del mar, más allá de Jerusalén, hasta la zona de Ecrón y, por
tanto, hacia el oeste hasta el Mediterráneo. Tras la digresión con respecto a la herencia
de Caleb (15:13–19), la asignación continúa (15:20) con la lista de las ciudades cananeas
incluidas en ella, comenzando por el Néguev, al sur (15:21–32), seguida de las laderas
occidentales (15:33–44) y los asentamientos filisteos de la costa (15:45–47). La lista
pasa ahora a la zona montañosa (15:48–60) y concluye con el desierto (15:61, 62).
A medida que se va desarrollando la lista, se saca el número de ciudades y pueblos
para proporcionar el sentido del tamaño y también el alcance de la conquista y dando
asimismo a entender todo lo que aún quedaba pendiente de hacer. Como recordatorio
de estas realidades, el versículo 63 recoge sinceramente que no pudieron expulsar a los
jebuseos de Jerusalén, aunque Josué había matado a su rey y derrotado a su ejército en
la batalla de Gabaón (10:22–27). Esta es una de la serie de notas ominosas que figuran
a lo largo de estos capítulos, indicando la naturaleza incompleta de la conquista y los
problemas que esto crearía para Israel en el futuro. En Jueces 1:21, se atribuye el
fracaso a la tribu de Benjamín, probablemente porque Jerusalén estaba situada en la
frontera entre las tribus, aunque, en vista de Jueces 1:8, Judá habría tenido algún éxito
temporal y limitado. Un comentario de Juan Calvino puede impresionarnos por parecer
un tanto severo, pero su perspicacia teológica está ciertamente justificada.
Si se hubiesen esforzado hasta la medida completa de su fuerza, y hubieran
fracasado, la deshonra habría recaído sobre Dios mismo, que había prometido que
seguiría estando con ellos como su líder hasta darles la posesión total y completa del
territorio… Por tanto, por culpa de la absoluta pereza de ellos, no consiguieron dominar
la ciudad de Jerusalén… su propia torpeza, su negligencia de la orden divina por amor a
119
lo fácil, [estos] fueron los verdaderos obstáculos.

José
De nuevo, el favor de la bendición de Jacob (Gn. 49:22–26) parece ser el motivo de
que los dos hijos de José, Efraín y Manasés aparezcan a continuación en la asignación.
Con la mitad de Manasés ya asentado al este del río, la mitad restante junto con Efraín
reciben grandes territorios en la parte central del territorio, incluidos muchos de los
nombres de localidades que se vuelven cada vez más familiares para nosotros, a medida
que se desarrolla el Antiguo Testamento. Después del trazado bastante detallado de la
linde sur (16:1–10), 16:5–10 no proporciona los detalles del territorio de Efraín, seguido
por los de Manasés, al oeste en 17:1–13. Se explica que, aunque se reconocieron como
dos tribus, solo sacaron una suerte y este es el motivo de la queja presentada en
17:14–18. “¿Por qué me has dado sólo una suerte y una porción como heredad, siendo
yo un pueblo numeroso que hasta ahora el Señor ha bendecido?” (v. 14). Parece ser
que están acusando a Josué de usar su descendencia común de José con el fin de
privarlos de más territorio que, según ellos afirman, debería pertenecerles por derecho.
Su respuesta es magistral. Si son un grupo tan grande y numeroso ¿por qué no salen y
atacan al enemigo cuyo territorio se les ha asignado, pero todavía no ha sido tomado?
(v. 15). La implicación es que se les ha adjudicado un espacio más que adecuado, pero
que deben aplicar energía y determinación para hacerlo suyo. El territorio no era
suficiente, pero su vigor y su fe parecían ser lo que su respuesta indicaba. Había gran
cantidad de zona boscosa en la región montañosa que se podía ganar y,
probablemente, limpiar; pero sería un proyecto exigente.
Su respuesta consiste en discutir por nimiedades y quejarse de lo inadecuado de su
asignación (17:16), y esto los confinará a la meseta, donde los cananeos siguen
habitando y tienen “carros de hierro” (17:16). Pero Josué no cederá ni un ápice más. Si
son tan numerosos, que aprovechen la cantidad de hombres y su fuerza para sojuzgar
esa región y expulsar a los cananeos cualquiera que sea su armamento (17:17, 18). Es
como si les estuviera preguntando: “¿Es que no habéis aprendido nada de toda la
experiencia de la conquista?”. Se les facilita más territorio, pero tendrán que someterlo
y asentarse por su propia energía y persistencia (17:17). La pregunta en cuanto a si
tendrán la fe de Josué para realizar el proyecto queda colgando en el aire.
En esta sección existe otro curioso incidente, concerniente a las cinco hijas de
Zelofehad (17:3–6). De nuevo tenemos una historia de fondo que se recoge en
Números 26:33, donde se las nombra por primera vez y Números 27:1–11, donde se
revelan sus circunstancias. Su padre había muerto en el desierto y no tenían hermanos;
apelaron, pues, directamente a Moisés y Eleazar para que el nombre de su familia no
fuera eliminado; ellas debían recibir una herencia entre los hermanos de su padre, de la
tribu de Manasés. El Señor mismo dio instrucciones a Moisés de que les concediera la
petición y estableció leyes de herencia que facultaban su transmisión a la(s) hija(s) de
un hombre si este moría sin tener hijos varones. De manera muy parecida a Caleb, ellas
dan un paso al frente y reclaman su herencia dada y prometida por Dios. Son otro
120
ejemplo de confianza en las promesas de Yahvé, confirmada por la recompensa de una
herencia personal a cada una de ellas como hijas de Manasés. Como Rahab y Acsa antes
que ellas en el libro, por su fe no quedan excluidas de la bendición divina en base a su
género.

Silo
El establecimiento del tabernáculo en Silo es ahora el enfoque, en medio de esta
sección dedicada a la distribución del territorio. Hemos oído las provisiones para las
cinco tribus, de cuatro en realidad si debemos tomar a Efraín y Manasés como una sola.
Esto significaría que Leví se consideraría correctamente como la décimo segunda tribu,
pero al no asignársele territorio alguno, podemos tratar a Efraín y Manasés como tribus
distintas según los doce grupos tribales entre los que se distribuyó el territorio. Aquí
nos encontramos a mitad de camino y nos quedan por ver siete tribus más. Todo esto
sucede en un intervalo relativamente breve en los capítulos 18, 19, que los marcadores
o paréntesis invisibles del principio (18:1) y del final (19:51), en referencia a Silo, nos
exhortan a ver como una sola unidad.
Josué traslada su centro de operaciones de Gilgal a Silo, situado en medio de la
nación. Esto significa un cambio de estar en pie de guerra, con el campamento principal
en Gilgal, a estar descansando. Hasta ese momento, el tabernáculo y el arca habían
estado en un lugar adyacente al campamento o, posiblemente itinerante como en
Jericó. Pero ahora existe suficiente reposo para convocar a toda la congregación y que
se reúnan en Silo, así como para establecer el santuario de la presencia manifiesta de
Dios allí, de manera más permanente. Cuando Samuel nació y durante su infancia,
seguía estando allí, donde permaneció hasta que los filisteos la capturaron en la época
en que Elí murió (1 S. 1–4). No debemos perder la relevancia de 18:1. El pueblo de Dios
se halla establecido en el territorio y la presencia de Dios está en medio de ellos, en
Silo, al noroeste de Jericó, en el territorio de Efraín.
Josué aprovecha la ocasión para estimular al pueblo a un renovado esfuerzo en la
toma de posesión de aquellas partes del territorio alto, sobre los que aún no ejercen
control. Los acusa de pereza en proseguir la conquista. (18:3), recordándoles de nuevo
que la tierra es el misericordioso regalo de Dios para ellos. Gran parte del territorio ya
asignado estaba en sus manos, pero se trataba de los asentamientos al este del río o la
región central y la del sur adjudicadas a Judá y Efraín/Manasés. A medida que la
distribución empezó a progresar por todo el país, cada vez habría más cosas que hacer
para apropiarse de estos territorios, de manera que, para asegurar un reparto justo y
equitativo de la tierra cuando se echara suerte, Josué nombró a veintiún supervisores,
no espías sino oficiales reconocidos, tres de cada una de las siete tribus restantes, para
que “recorrieran la tierra… [e] hicieran una descripción de ella” (v. 4). Recordándoles el
reparto ya hecho, que no cambiará, y también que Leví quedaba excluido, Josué le
encomienda la misión de dividir el territorio en siete porciones y describirlas al detalle,
entregándole a él por escrito lo que hubieran descubierto (vv. 5–7). El plan se activa y,
finalmente, los hombres regresan con la descripción “por ciudades en siete partes”
121
escrita en “un libro” (v. 9). Al recibir esta información, Josué está preparado para echar
suerte para las siete tribus y el resultado se recoge en el resto de la sección. La tarea se
había llevado a cabo y la unidad de la nación se conservó y, tal vez, hasta se realzó por
estas medidas.
Benjamín es la primera de las siete tribus sobre la que recae la suerte (v. 7). De
nuevo, como en el caso de Judá, los linderos se describen con enorme detalle (vv.
11–20), seguido por una lista de las ciudades, veintiséis en total (vv. 21–28). La frontera
norte de Benjamín corresponde al lindero sur de Efraín. A continuación, se halla Simeón
y “su heredad estaba en medio de la heredad de los hijos de Judá” (19:1) como una
especie de enclave. En 19:9, se nos dice que esto se debió a que la parte de Judá era
demasiado grande para ellos, aunque ya había quedado determinado por la suerte. Sin
embargo, esta corrección tenía igual autoridad divina y Simeón recibió diecisiete
ciudades junto con sus aldeas (19:1–9). Dado que la bendición patriarcal de Jacob, en
Génesis 49, parece tener un papel formador en el orden de la asignación del territorio,
merece la pena observar que Génesis 49:7 dice lo siguiente sobre Simeón y Leví: “Los
dividiré en Jacob, y los dispersaré en Israel”. Ciertamente, la posterior enumeración de
Simeón señala números en declive y pérdida de identidad.
La tercera suerte fue para Zabulón, mencionado antes que su hermano mayor
Isacar, como en el orden de Génesis 49:13, 14. El territorio adjudicado está al norte del
país, limitado por Aser al oeste, Neftalí al norte e Isacar al sur (19:10–16). Isacar viene a
continuación (19:17–23), prestándose más atención a sus ciudades que a sus fronteras.
Aser es el quinto (19:24–31, donde de nuevo se centra en sus veintidós ciudades.
Neftalí es el siguiente (19:32–39), con territorio situado entre Aser y la parte alta del
Jordán. “Su territorio incluía atractivas montañas de densos bosques y zonas más bajas
y bastante fértiles. Por toda esta zona central de Galilea pasaba la principal ruta
comercial entre Jezreel y hacia el norte”.
Por último, Dan (19:40–48) y, de nuevo, se pone el énfasis en las ciudades; esto
indica su ubicación general entre Judá y Efraín, al oeste de Benjamín, que incluye la
región costera del Mar Mediterráneo. El versículo 47 es una interpolación interesante,
pero ominosa desde la perspectiva del tiempo, ya que el narrador escribe después de la
época de Josué. La afirmación contundente es que su territorio “continuaba más allá” o,
literalmente “ellos subieron y lucharon” por él. Tal vez no lo tomaran de forma
adecuada, o quizá lo habitaron poco tiempo, pero que emigraran hacia el norte, a
Lesem, ciudad que capturaron y a la que llamaron Dan, está bien documentado en
Jueces. “Los amorreos forzaron a los hijos de Dan hacia la región montañosa, y no los
dejaron descender al valle” (Jue. 1:34). De hecho, fue la casa de José la que sojuzgó a
los amorreos, lo que puede indicar alguna falta de compromiso o esfuerzo por parte de
los danitas. El relato completo de su migración hacia el norte, relatado en Jueces 19, es
una lectura triste que culmina con la construcción de su propio santuario, su imagen
tallada y sacerdocio independiente que rivalizara con la casa de Dios en Silo.

Josué

122
Josué 19:49–51 concluye la narrativa de la asignación centrándose en la propia
herencia personal de Josué, que le fue dada por el pueblo de Israel, según el
mandamiento de Yahvé (v. 50). Durante todo el proceso del reparto, Josué había sido
un líder sabio, motivador e imparcial sin preocupación aparente por sí mismo. Como
Caleb, él había recibido la promesa de Dios en Números 14:30 en cuanto a que moraría
en la tierra y, probablemente, se conformaba con descansar en eso. Ciertamente, su
herencia aquí, al final de la unidad, pretende equilibrar la herencia dada a Caleb al
principio. En realidad, estos tres versículos dan un sentido de culminación a la sección.
Siendo de la tribu de Efraín, pide una ciudad de su territorio para asentarse de nuevo
entre su pueblo, en Timnat-sera, en la región montañosa. Allí moriría y sería enterrado
(Jue. 2:9). Toda su vida de servicio tiene como contrapartida, en la clemente bondad del
Señor, el don exclusivo de una ciudad como posesión personal suya, aunque tuviera
que reedificarla, ya que, como Calvino supone, era “tan sólo un montón de piedras”.
Josué 19:51 pone fin a la unidad de una forma adecuada. El programa se ha
completado. La reunión se da por terminada. La tarea ha acabado. “Así terminaron de
repartir la tierra”. La convocatoria de Silo había hecho su trabajo. Todo tuvo lugar según
la orden del Señor, a la entrada de la tienda de reunión y, por tanto, delante de él; en
su soberanía, él supervisó providencialmente la división de la tierra. Había concedido a
su pueblo la tierra que sólo le pertenecía a él dar; no lo hizo en un sentido general, sino
en detalles específicos, ciudad por ciudad, tribu por tribu. El regalo debía recibirse
ahora por fe y convertirse en realidad, mediante una confianza continuada y una
obediencia enérgica al comprometerse Israel a poseer en efecto sus posesiones. Estas
mismas cualidades siguen siendo requisito para el pueblo de Dios hoy si queremos
entrar, de un modo más profundo y completo, en el potencial de todo lo que ya
tenemos en Cristo.
¡Cuán firme cimiento se ha dado a la fe,
de Dios en Su eterna palabra de amor!
¿Qué más Él pudiera en su Libro añadir
si todo a sus hijos lo ha dicho el Señor?
“Ya te halles enfermo o en plena salud,
ya rico, ya pobre se encuentre tu ser,
en casa o viajando por tierra o por mar,
conforme a tus años será tu poder.”
“No temas por nada, contigo Yo soy;
tu Dios Yo soy sólo, tu ayuda seré;
tu fuerza y firmeza en mi diestra estarán,
y en ella sostén y poder te daré.”
(Letra del himno “How Firm a Foundation”; en español: “Cuán firme cimiento”,
tomado de www.himnosevangelicos.com)

123
Refugio y residencia
Josué 20:1–21:45

Es habitual que los contrarios a la revelación bíblica presenten los acontecimientos


de la conquista en términos extremos, como la prueba de una matanza sanguinaria y un
genocidio xenófobo. Consideran que esas batallas pertenecen a una era deshonrosa y
muy distante de la historia humana, cuando la civilización aún no había ejercido su
efecto tranquilizador y la especie humana no había evolucionado socialmente todavía
hasta su “sofisticación” presente. El siguiente paso es poder rechazar todo lo que formó
esa cultura, especialmente su código legal, calificándolo como obsoleto e irrelevante
para la vida moderna. Así pues, muchos proclaman que la importancia del Antiguo
Testamento para nosotros hoy se resume en un interesante relato de la antigüedad.
Tal como ocurre con muchos argumentos de este tipo, existen muy pocos
elementos de verdad en lo que se dice. Creemos en la revelación progresiva, que no
quiere decir que la más antigua sea de ningún modo deficiente o inferior a la posterior,
sino que se produce un desarrollo de la revelación propia de Dios a lo largo de la línea
temporal de la Biblia. Lo que era embrionario y en ocasiones secreto en las primeras
partes de las Escrituras, se va volviendo más claro y completo, culminando en la venida
del Verbo hecho carne. Tenemos un ejemplo fundamental en la clarificación y la
intensificación de las exigencias de la ley que aparecen en el Sermón del Monte de
Jesús, en Mateo 5:17–48. Él no vino a abolir la ley o los profetas, sino a cumplirlos, y la
famosa fórmula “Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo” ilustra lo que eso significa
en una variedad de referencias al código legal. Las mismas culminan en los versículos
43–45: “Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pero yo
os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos
de vuestro Padre que está en los cielos”. Aquí se produce un cambio en el centro de
atención, que nos aleja de cualquier concepto de guerra santa o acción de represalia
contra quienes abusan de nosotros. El famoso dictum de Lutero también nos recuerda
que solo entenderemos la Biblia hacia atrás cuando la leamos hacia delante. La última
revelación es la lente a través de la cual comprendemos la anterior. La persona y la obra
de Cristo son la clave de la interpretación del Antiguo Testamento.
Sin embargo, contra sus detractores, es necesario explicar el concepto de que no se
rechaza ni abole lo anterior a la enseñanza de Cristo y sus apóstoles. La revelación es
progresiva en el sentido de que abunda en lo precedente, pero nunca lo contradice ni
anula. También es importante señalar que lo que se llama tradición ética judeocristiana
es el fundamento real sobre el que se ha construido la civilización moderna, en lugar de

124
sobre algún concepto abstracto de evolución social. Existe una cruel ironía en la
reivindicación de los ateos contemporáneos del avance de la sofisticación civilizada a la
luz de la historia del mundo de los siglos XX y XXI. Los tiranos ateos han sido culpables
de una matanza humana a una escala enfermiza y sin precedentes.
Por el contrario, el relato de Josué es ordenado y riguroso porque la conquista es
reveladora del carácter de Dios. No debemos olvidar la revelación anterior. El Señor ya
se había manifestado como Creador de todo y ejerce autoridad soberana sobre lo que
ha hecho. Ya ha declarado que mantiene una relación de pacto misericordiosa con
Abraham y sus descendientes. Ya ha activado ese pacto al redimir a los hijos de Jacob
no solo de su esclavitud en Egipto, sino también de su propia ira justa por medio de la
provisión del cordero de la Pascua. Ya ha revelado su carácter de justicia, verdad y juicio
en el código legal dado a Israel en Sinaí. Y ahora ha confirmado sus promesas a
Abraham, Isaac y Jacob no sólo multiplicando sus descendientes para hacer de ellos una
gran nación, sino también en la provisión de una tierra que puedan habitar. Toda esta
revelación anterior determina la conducta de la conquista y las fronteras del
asentamiento. Ella es la que justifica la destrucción de las fortalezas cananeas. La tierra
no pasó a manos israelitas por su poder, su número o una superioridad armamentística,
sino porque el Señor se la entregó. Tampoco se llevó a cabo esta acción por capricho,
sino que la misma fue la consecuencia de su justicia eterna, que juzgó la grave y
prolongada iniquidad de los amorreos. La purificación de la tierra es un acto judicial de
Yahvé y él advierte a su pueblo redimido de que ellos también serán expulsados de la
tierra si son incapaces de cumplir con las obligaciones que el pacto les dicta. Lo que
acontece no es el producto de una fobia racial, sino el justo control del Creador
supremo sobre las criaturas a las que sólo él da vida y aliento.
A lo largo de la narración de Josué se nos ha recordado que tanto él como los líderes
de Israel están siguiendo realmente un guión, ordenado por Dios y escrito por Moisés.
Como tal, revela la combinación de justicia perfecta y gracia misericordiosa en el
carácter del Señor. La revelación posterior del Nuevo Testamento por medio del apóstol
Juan nos enseña que “Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que
tenemos comunión con él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la
verdad” (1 Jn. 1:5, 6). No obstante, la misma epístola afirma igualmente que “Dios es
amor, y el que permanece en amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1 Jn.
4:16). Resulta significativo que ambas declaraciones de los atributos y la naturaleza de
Dios se apliquen inmediatamente a nuestra conducta en el mundo del Señor. El
principio bíblico es claro. La revelación de Dios de sí mismo conlleva implicaciones
exigentes para la forma en que debemos vivir. La revelación continua de su justicia y su
gracia, por medio de Josué, resumida en el firme amor de su fidelidad al pacto, debe,
pues, tener importantes consecuencias en la vida dentro de la tierra. Ese guión, esa
serie de directrices, ya existe en “la ley que Moisés mi siervo te mandó” (Jos. 1:7), de la
que Josué no debe desviarse.

Ciudades de refugio

125
El capítulo 20 se ocupa de una provisión misericordiosa de Dios para la vida en la
tierra, basada tanto en su justicia como en su gracia. El versículo 2 nos lleva de vuelta al
guión mosaico, en relación a la institución de “las ciudades de refugio”. En
Deuteronomio 4:41–43, como parte del asentamiento de las tribus orientales, Moisés
apartó tres ciudades (para Rubén, Gad y Manasés, una para cada tribu) que sirviesen a
su propósito. El derramamiento de sangre (es decir, el asesinato de otra persona)
clamaba por satisfacción en toda situación. Cuando el acto fuese intencionado y quizá
premeditado, claramente prohibido por el sexto mandamiento (Éx. 20:13), la ley era
clara acerca del castigo: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente”, etc. (Éx.
21:23–25). El propósito era evitar una venganza desmesurada, por encima de la
magnitud del crimen, de forma que no se originasen y enconasen contiendas, así como
enseñar también el principio del castigo proporcional a la ofensa original. Pero, ¿y si la
causa de la muerte fue involuntario, lo que actualmente se denomina homicidio en
lugar de asesinato? El autor del mismo podía huir a una de las ciudades designadas para
salvar su vida. Moisés expone el proceso con más detalle en Deuteronomio 19:1–13,
momento en que transmite la orden de que tras la conquista deben designarse otras
tres ciudades al oeste del Jordán, una en cada área principal (Dt. 19:2, 3). Este mandato
se activa ahora en Josué 20.
El pasaje de Deuteronomio 19 ilustra las circunstancias a tener en cuenta, como un
accidente en el bosque con el hierro de un hacha (Dt. 19:5). Como la justicia exige
satisfacción a manos del “vengador de la sangre” (v. 6), la ciudad de refugio debe estar
cerca, de forma que el homicida pueda huir a ella sin ser atacado. Se concede una
provisión para tres ciudades más “si el Señor tu Dios ensancha tu territorio” (Dt. 19:8).
Josué 20:4 añade el detalle de que los ancianos de la ciudad deben valorar al homicida a
las puertas de la misma y facilitarle protección hasta que su caso pueda oírse de forma
apropiada “delante de la congregación” (v. 6). Si se demuestra que sus argumentos son
ciertos, tiene que permanecer en la ciudad hasta la muerte del sumo sacerdote, tras la
cual podrá regresar a su hogar original (v. 6). Se designan las tres nuevas ciudades
(Cedes, Siquem y Hebrón) y el último versículo resume lo que se ha decidido y su
propósito (v. 9).
Para nosotros, el interés principal se centra quizá en la provisión sobre la muerte del
sumo sacerdote, antes de la cual el homicida no podía regresar a casa. Algunos sugieren
que la muerte del sumo sacerdote se consideraba el final de una época y suministraba
por tanto una amnistía para las ofensas cometidas durante su vida, a fin de facilitar un
nuevo comienzo con un nuevo sumo sacerdote. Wousdtra sostiene que “la muerte del
principal funcionario sacerdotal producía quizá cierto efecto expiatorio”. Resulta difícil
ver hasta qué punto encajaría esta circunstancia con el principio del sacrificio en lugar
del oferente que provee la expiación, pero podemos observar su atracción para el
intérprete cristiano. Howard está de acuerdo con el mismo significado en su
comentario: “Para los cristianos, las relaciones tipológicas con la muerte de Jesucristo,
el gran Sumo Sacerdote cuya muerte expía sus pecados, son sin duda visibles aquí”.79
Fuese cual fuese el verdadero significado, podemos estar ciertamente agradecidos de

126
que en la misericordia de Dios tenemos un refugio al que acudir, donde la culpa de
nuestros pecados, voluntarios o no, puede ser anulada por medio de la ofrenda de
Jesucristo de una vez por todas como sacerdote y sacrificio.

Residencia para Leví


Una vez concluida la asignación de tierras a las tribus, todo lo que debe añadirse
ahora para que el relato quede completado es el detalle de las disposiciones
establecidas para los levitas. Este es el contenido del capítulo 21, que comienza con los
levitas tomando la iniciativa y presentándose ante el “comité” de distribución en Silo
para reclamar la parte que les corresponde por derecho en las provisiones dictadas bajo
Moisés (vv. 1, 2). Ya se nos ha dicho que los levitas tienen al Señor por su heredad y
porción (13:33), un hecho expresado también en las ofrendas encendidas (13:14). Sin
embargo, tenían que vivir en algún lugar y también necesitaban pastos para su ganado
como parte de su sustento. Por tanto, vienen a hacer su reclamación según guión
mosaico, como hizo Caleb en el capítulo 14.
Números 35:1–8 es un texto relacionado. Deben asignarse cuarenta y ocho
ciudades, incluyendo las seis de refugio. Asimismo se presentan muchos detalles acerca
de las zonas de pasto adyacentes a las ciudades, que también deben ser para ellos. Las
tribus más grandes con mayor población deben producir para más ciudades; así pues, la
asignación ha de llevarse a cabo en proporción a los recursos. Basándose en esto, los
jefes de la tribu se acercan a Josué y Eleazar, y la asignación se realiza echando suertes
como con las demás tribus. El propósito es subrayar la implicación soberana del Señor
en su provisión, tanto como en el caso de las otras. Esta asignación tiene igualmente un
significado vinculante y nadie debe oponerse a la misma, ya que forma parte
claramente de la voluntad revelada de Dios como principio, que ahora debe ponerse en
práctica. Como ocurre con Judá, que por su prominencia encabeza la asignación de
tierra al oeste del Jordán, ahora la línea sacerdotal de Aarón es la primera para la cual
se echan las suertes (v. 4). Leví tuvo tres hijos, Coat, Gersón y Merari; así pues, la
división sigue estas tres ramas familiares (vv. 4–8). Los descendientes de Aarón reciben
trece ciudades de Judá, Simeón y Benjamín (v. 4), mientras se entregan otras diez al
resto de los coatitas (v. 5), que no pertenecían al linaje aarónico. Las mismas procedían
de Efraín, Dan y Manasés. Los gersonitas recibieron trece ciudades de las tribus de
Isacar, Aser Neftalí y la mitad de Manasés (v. 6). Las cuarenta y ocho totales se
completan con las doce que los meraritas reciben de Rubén, Gad y Zabulón (v. 7). Las
ciudades se nombran seguidamente en el mismo orden de asignación (vv. 9–42), con el
interesante comentario adicional de que, en el caso de Quiriat-arba (Hebrón), Caleb se
quedó también con “los campos de la ciudad y sus aldeas” (v. 12). Calvino comenta de
forma bastante curiosa que Caleb “permitió con gran ecuanimidad verse
desfavorecido”. Por supuesto, todas las tribus debían reconocer estas disposiciones
como parte de la provisión divina para la nación como entidad. Sin embargo, como con
las demás asignaciones tribales, la designación de las ciudades no significa que ya
estuviesen bajo control israelita, o que los levitas pudiesen asentarse finalmente en
127
todas ellas.
Las razones por las que los levitas no heredaron una sección de la tierra en
propiedad pueden ser tanto prácticas como simbólicas. Constituía, sin duda, una gran
ventaja tenerlos dispersados por todo el país, representados en el territorio de todas
las demás tribus. La bendición de Moisés en Deuteronomio 33:10 afirma: “Ellos
enseñarán tus ordenanzas a Jacob y tu ley a Israel. Pondrán incienso delante de ti, y
holocaustos perfectos sobre tu altar”. Así pues, aunque la razón principal de su
apartamiento para el oficio sacerdotal sea inevitablemente ocuparse de los ministerios
del tabernáculo, establecido en Silo en ese momento, este sólo requería sus servicios de
forma rotativa. Durante el resto de su tiempo son una fuente de enseñanza e
interpretación de la ley de Dios para todo el pueblo cerca de su hogar. Esto podía
intensificar y fortalecer la vida espiritual del pueblo, mucho más que sólo con la
asistencia de este a las grandes festividades anuales en el tabernáculo. No obstante,
también había un simbolismo en todo ello. La tribu sacerdotal, apartada para ministrar
delante del Señor en favor del pueblo, constituía un recordatorio continuo en Israel de
los valores espirituales que trascendían lo físico, donde lo eterno eclipsaba a lo
temporal. El hecho de que los levitas no estuviesen sujetos a la tierra física podía
provocar también que toda la congregación levantase los ojos y los corazones hacia las
realidades eternas e invisibles. El tono de Hebreos 11 parecería indicar, sin duda, que
esta era una característica de los fieles. “[Abraham] esperaba la ciudad que tiene
cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (He. 11:10). Reconocían que eran
extranjeros y exiliados en la tierra, “porque los que dicen tales cosas, claramente dan a
entender que buscan una patria propia… anhelan una patria mejor, es decir, celestial”
(He. 11:14–16). Los levitas suponían un ejemplo vivo de la no sujeción a la tierra ni a las
limitaciones del territorio, lo que podía permitir al resto de la nación afinar su propia
perspectiva espiritual. El ministerio piadoso puede sin duda ejercer el mismo efecto
sobre la iglesia contemporánea.

Reflexión teológica
Los versículos finales (43–45) de Josué 21 pueden pasarse fácilmente por alto, pero
en realidad constituyen uno de los puntos más importantes de todo el libro. Más que
un resumen de lo que ha ocurrido, aportan una clave teológica para todo lo que hemos
presenciado. En el cuadro más general del libro, forman el cierre de un paréntesis que
comienza en 1:6, donde vimos una palabra de promesa: “Sé fuerte y valiente, porque tú
darás a este pueblo posesión de la tierra que juré a sus padres que les daría”. Ahora
tenemos una gloriosa declaración de cumplimiento. “De esa manera el Señor dio a
Israel toda la tierra que había jurado dar a sus padres” (v. 43a).
Los verbos contienen la clave de este párrafo majestuoso. “El Señor dio… la tierra”
(v. 43). “El Señor les dio reposo” (v. 44a. “El Señor entregó a todos sus enemigos en sus
manos” (v. 44b). Ninguna promesa “faltó” (v. 45). Todas estas son actividades de Dios y
esa ha sido la idea más poderosa a lo largo de la historia. Todo depende de él. No
obstante, cada beneficio de Dios también se recuerda en términos del efecto que ejerce
128
sobre la vida cotidiana de su pueblo. “La poseyeron y habitaron en ella” (v. 43).
“Ninguno de sus enemigos pudo hacerles frente” (v. 44). Todas las cosas que Dios había
prometido “se cumplieron” (v. 45). Estas notas dominantes reflejan los grandes temas
del libro, las promesas de Dios y la heredad del pueblo, que llegaron juntos en la
asignación de la tierra. Se puede objetar que este párrafo final sea extremadamente
optimista, pero la cuádruple repetición de “el Señor” (Yahvé, el Dios que guarda el
pacto) nos recuerda que cualquier decepción o fracaso posterior se debe al letargo o la
falta de fe de Israel, no a alguna deficiencia en los propósitos del Señor o en su
capacidad de lograrlos. ¡Él no cambia!

Se reafirma la unidad
Josué 22:1–34

Llegamos ya a la sección final del libro (caps. 22–24), que toma la forma de tres
momentos de despedida. Primero, en este capítulo Josué despide a las dos tribus y
media cuyo hogar se encuentra al este del Jordán, enviándolas de vuelta a “la tierra de
vuestra posesión” (v. 4). Pronuncia palabras de bendición para ellos en su marcha,
otorgando el reconocimiento debido a su fiel obediencia: habían unido fuerzas con sus
hermanos del oeste del río, tal como Dios ordenó, para permitirles apropiarse de esas
tierras. Sin embargo, esa partida aparentemente tranquila pronto genera dificultades
traumáticas con un gran potencial de causar daños duraderos, como veremos. En el
capítulo 23, Josué pronuncia sus palabras de despedida a los ancianos y a los jefes, a los
jueces y los oficiales de Israel en presencia de una congregación más amplia (23:2),
mientras que el capítulo final se dirige a toda la nación (“todas las tribus”) en Siquem
(24:1) y renueva su compromiso con el pacto y, por tanto, con el Señor.
El libro termina con una poderosa mirada adelante, que siempre es la perspectiva
controladora de las Escrituras. La profecía es la forma como Dios revela su
conocimiento y autoridad soberanos a los hombres, y la respuesta humana es la fe, que
demuestra su confianza con actos adecuados de obediencia. “Ahora bien, la fe es la
certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (He. 11:1). Por tanto, el
patrón bíblico es siempre que vivimos en el presente, informados y desafiados por el
pasado, pero motivados y llenos de energía por los valores eternos del glorioso futuro
de Dios. No debemos perder nuestra perspectiva futura, porque “nuestra ciudadanía
está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor
Jesu cristo” (Fil. 3:20). Sin embargo, mirar al futuro temporal provoca los problemas que
constituyen el tema central de Josué 22.

129
Un trabajo bien hecho
Los primeros nueve versículos del capítulo comienzan el mismo con una nota
positiva. Josué sólo tiene elogios para Rubén, Gad y la mitad de la tribu de Manasés. La
obediencia total, cualquiera que sea su coste, ha sido siempre una prioridad en este
libro, y Josué aprueba cálidamente su generoso apoyo y ayuda a las otras nueve tribus y
media en su lucha por conquistar una tierra en la que ellos mismos no tendrán parte.
Una vez más, Moisés había escrito el guión siguiendo las instrucciones de Dios, en
Números 32:6ss. Allí, los instó a no quedarse sentados en sus casas mientras sus
hermanos iban a la guerra, algo que provocaría un gran desánimo en Israel. Ellos
aceptaron pelear junto al resto de la nación (Nm. 32:16–19) y solo regresarían a su
territorio cuando la misión se completase. Se les permitió instalar primero a sus familias
y su ganado en las ciudades de Galaad, pero los hombres de guerra permanecerían al
oeste del río hasta que la tierra fuese sometida (Nm. 32:20–27). La obligación y la
promesa se repitieron y se ratificaron antes del comienzo de la conquista (Jos. 1:10–18),
y ahora ha llegado el momento en que Josué los licencia con un historial ejemplar de
servicio obediente “durante este largo tiempo” (22:3).
Las palabras de despedida de Josué, en el versículo 5, prefiguran lo que dirá a toda
la nación en los dos siguientes capítulos, y repiten el encargo bajo el cual ha vivido toda
su vida y ha ejercido su extraordinario liderazgo. Estas sentidas palabras subrayan las
prioridades de su relación con Yahvé, que debe afianzar su vida futura. La obediencia
minuciosa a todas las leyes que Moisés dictó constituye la raíz de este compromiso que
será evidente cuando anden en todos sus caminos. Deben ser leales y fieles a las
exigencias del pacto. No obstante, la base del mismo se encuentra en los demás
mandatos que vemos aquí: “amar al Señor”, “allegarse a él” y “servirle con todo vuestro
corazón y con toda vuestra alma”. La devoción de Israel nunca fue una fría conformidad
con un código de normas, como tampoco lo es el discipulado cristiano. No es algo
externo, sino profundamente personal en su raíz. Guardar las reglas de Yahvé
constituye una expresión de amor hacia su persona. Esta circunstancia ha sido siempre
el centro de la instrucción de Moisés. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt. 6:5), con todo lo que eres y tienes. No se exige
menos a los creyentes cristianos, porque el propio Señor Jesús definió este
mandamiento como el primero y el mayor de ellos, añadiendo “y a tu prójimo como a ti
mismo” cuando aprobó la respuesta del intérprete de la ley, en Lucas 10:25–28. “Haz
esto y vivirás” (Lc. 10:28).
Además de estas palabras de bendición, Josué también habla de bienes temporales,
“grandes riquezas… mucho ganado, con plata, oro, bronce, hierro y con muchos
vestidos” (v. 8). El botín de la conquista debía compartirse por igual entre todos los
participantes. Tenemos, pues, la imagen de esos guerreros cansados de la batalla
esperando con ansia la reunión con sus esposas e hijos y llegando a su hogar cargados.
Debió ser una conclusión muy satisfactoria para todos los implicados; toda su
comunidad se beneficiaría de su leal servicio. Pero…
130
Las buenas intenciones se malinterpretan
En su camino a casa, los guerreros llegaron a la región del río Jordán, que constituye
la línea fronteriza de los territorios tribales. La elocuencia con la que se cuenta la
historia es un buen ejemplo de arte narrativo, ya que las razones de lo que acontece
solo se dan más adelante. El efecto producido es que los lectores quedamos perplejos
como el resto de los israelitas, porque allí junto al Jordán edificaron “un altar de
aspecto grande” (v. 10). Posteriormente se nos dice que fue un acto de gran lealtad a
Yahvé, pero en este momento se encienden todas las luces de alarma. Su imponente
presencia significa que su propósito es estar allí y no ser ignorado, pero contraviene
directamente Deuteronomio 12:4ss., donde, advirtiéndoles contra cualquier asimilación
de las prácticas religiosas paganas cananeas que establecían santuarios o centros de
adoración alternativos, Dios ordena por medio de Moisés: “Cuídate de no ofrecer tus
holocaustos en cualquier lugar que veas, sino en el lugar que el Señor escoja en una de
tus tribus, allí ofrecerás tus holocaustos” (Dt. 12:13, 14). Este altar alternativo debe de
ser, pues una abominación al Señor. Así es precisamente cómo interpretan las cosas las
tribus occidentales. Están tan indignados e insisten tanto en que el problema debe
atajarse de una vez por todas que se reúnen en Silo con la intención de iniciar un
conflicto civil contra sus hermanos (Jos. 22:12). Quienes habían luchado juntos parecen
ahora destinados a destruirse mutuamente. Es una situación terrible. La motivación es
piadosa y honorable, ya que implica obediencia a la Palabra de Dios, pero las
consecuencias potenciales de una contienda son devastadoras. Sabemos que existen
grupos de cananeos dispersados preparados para unirse de nuevo y reafirmarse al
menor indicio de debilidad o desunión israelita.
Sin embargo, prevalece la sabiduría. Una delegación encabezada por Eleazar y su
hijo Finees, con representantes de las diez tribus, llega a Galaad para ver qué se puede
hacer a fin de resolver el asunto antes de recurrir al conflicto físico (vv. 13–15). Su
actitud es directa e intransigente, y describe el altar como “infidelidad… cometida
contra el Dios de Israel” (v. 16). Este término se empleó para describir el pecado de
Acán en 7:1 y se utiliza de nuevo al hablar de él al final de este discurso en el versículo
20. Este revela que habían aprendido las lecciones relativas al justo juicio de Dios a lo
largo de los años, que ahora inspiraban en ellos un santo sobrecogimiento. Se hace
referencia a “la iniquidad de Peor” (v. 17), caracterizada por la idolatría y la inmoralidad
cuando Moab sedujo a Israel (véase Nm. 25:1–9). En esa ocasión, este mismo Finees
había matado con su lanza a un hombre israelita y una mujer moabita que provocaron
el juicio de Dios, por medio de una mortandad que no obstante causó la muerte de
24000 personas. Podemos oír el tono de frustración e incredulidad en la pregunta del
versículo 17: “¿No nos es suficiente la iniquidad de Peor…?”. Sabían que la ira de Dios se
volvería contra toda la nación si este acto de rebelión no se castigaba. ¿No fue esa la
lección de Acán que aprendieron en Hai? Incluso llegan a ofrecer tierra al oeste del
Jordán, de sus propias heredades si las tribus orientales consideran el territorio recibido
como “inmunda” (v. 19). El tabernáculo se encontraba al oeste del río y era el único
131
altar que Dios reconocería. Todo lo demás sería rebelde (v. 19). Se presenta un caso
duro e impresionante, como advertencia y como exhortación. Es como un momento
culminante en la vida espiritual de la nación, en el que su liderazgo está muy unido en
su deseo de obedecer totalmente las instrucciones del Señor, temeroso de la justa ira
divina y preocupado de preservar las muchas bendiciones que él ha derramado sobre
ellos. Pero es aun mejor que eso…

Problema resuelto
La respuesta de las tribus del este del Jordán es reconfortante y enormemente
alentadora (vv. 21–29). Comienzan con una atribución de gloria a Dios, repetida para
acentuarla y conferirle solemnidad, “¡El Poderoso Dios, el Señor, el Poderoso Dios, el
Señor!” (v. 22a). Las tribus orientales afirman justo al principio de su respuesta que la
confesión de Yahvé como Dios de dioses es exactamente la misma que la de sus
hermanos occidentales. Él es aquel ante el cual se presentan y su lealtad a él es
absoluta. “Él lo sabe; que Israel mismo lo sepa” (v. 22). En otras palabras, “lo que
queremos que oigáis y comprendáis acerca de nuestra posición o nuestros actos es algo
que Dios conoce sin duda y está abierto a su ojo que todo lo ve”. Él conoce la integridad
de su corazón y pueden llamarlo como testigo de la veracidad de la explicación que
están a punto de dar. Si su intención había sido establecer un santuario que rivalizase
con el tabernáculo, o una alternativa al sistema de sacrificios, admiten libremente que
merecen morir (vv. 22b, 23a) y esperarían la segura venganza del Señor (v. 23b). Su
motivación y su intención eran diferentes.
Los versículos siguientes explican la razón real de la construcción del altar. Como el
río Jordán constituía una importante barrera física entre ellos y el resto de la nación,
temían que esa circunstancia pudiese crear una división en futuras generaciones. Su
servicio en favor de las tribus occidentales podía olvidarse fácilmente cuando hubiese
pasado la suya; por tanto, pensaron que era necesario levantar un recordatorio visible.
Si las generaciones futuras del oeste del río creían que los orientales no tenían derecho
de adorar al Señor en el tabernáculo (“no tenéis parte con el Señor”, vv. 25, 27) porque
no moraban en la tierra, sus hijos serían excluidos de la comunión con Yahvé, con todas
las consecuencias obvias que ello implicaba (v. 25). Así pues, el altar no se construyó
como lugar de sacrificio, sino como testimonio. Por fin, el habilidoso narrador nos
conduce hasta el punto álgido del relato, que resuelve el problema. Levantar un altar
como memorial no tuvo en ningún momento el propósito de hacer sombra el
tabernáculo, sino de mostrar que estas tribus formaban igualmente parte de Israel,
dependían igualmente del sistema de sacrificios y estaban igualmente comprometidas
con la adoración a Yahvé. Esta sería la respuesta definitiva al cuestionamiento de su
legitimidad israelita por parte de las generaciones futuras. La copia del altar del Señor
es una prueba de su total integración dentro de Israel, con los derechos y privilegios
plenos de pacto (v. 28). Su propósito fue, por tanto, totalmente opuesto a lo que había
temido la delegación occidental. En lugar de una rebelión, constituía un símbolo de
lealtad y unidad.
132
Tras la detallada explicación, el alivio es casi palpable (v. 30). Para los miembros de
la delegación, la misma “les pareció bien”, exactamente lo que querían oír. Finees no
sólo expresa su gozo porque el asunto se haya resuelto, sino porque este final feliz y
pacífico es una prueba evidente de que “el Señor está en medio de nosotros” (v. 31). Se
ha evitado la catástrofe; la lealtad de las tribus orientales se establece lejos de toda
duda; la ira de Dios ya no pende más sobre el pueblo. La delegación informa de vuelta a
las tribus del oeste y la respuesta también les “agradó” (v. 33). La amenaza de guerra se
esfuma y se permite que el altar se mantenga en pie. De hecho, se le concede un
estatus más formal y destacado, por el nombre que Rubén y Gad le ponen, “Testigo” (v.
34), porque “es testigo entre nosotros de que el Señor es Dios”. De esta forma, el
mismo pasó a ser una reafirmación simbólica de la unidad nacional de las doce tribus,
creada y sustentada por el hecho de que para todas ellas Yahvé es el Señor.
Esa es también la única fuente de unidad para la iglesia cristiana contemporánea,
bajo el señorío de Jesucristo. La unidad verdadera no se produce por medio de concilios
o sínodos eclesiásticos, ni de resoluciones o negociaciones políticas, sino en el credo
más simple y básico que constituye la raíz del evangelio, concretamente que “Jesús es el
Señor” (1 Co. 12:3). Esta es la prueba irrefutable de la obra del Espíritu Santo. Ninguna
otra confesión puede unir a los pecadores como la expresada postrándonos ante el
señorío de Cristo en cada área de nuestra vida y experiencia. La unidad más profunda ni
siquiera se encuentra en Cristo como Salvador, sino cuando este es exaltado y adorado
como Señor. De hecho, él solo puede demostrar que es el Salvador porque es el Señor.
Cuando la oposición al reinado de Dios, endémica en nuestra naturaleza humana, se
deja finalmente a los pies del Señor crucificado, se crea una unidad entre el Señor y su
pueblo más duradera y profunda que los vínculos terrenales más fuertes.
Por supuesto, el cumplimiento definitivo de esa esperanza se producirá en el reino
eterno, nuestra unidad cristiana nunca será perfecta en esta tierra ya que seguimos
luchando contra el mundo, la carne y el diablo. Sin embargo, la iglesia necesita tener
una visión más clara de lo que es posible, incluso en este mundo, cuando nos
sometemos a Cristo y volvemos la espalda a todos sus rivales. En las perspicaces y
escrutadoras palabras de Bruce Waltke, “si la ausencia de apostasía es un acicate para
alabar a Dios por su presencia con su pueblo (22:31), esta presencia debería empujar a
los creyentes a investigar la(s) posible(s) causa(s) de su antipatía”. La presencia de
apostasía en tantas formas dentro de la iglesia visible en Occidente debe precipitar una
ausencia creciente de la presencia y el poder de Dios en su vida y testimonio. Cuando se
deja al Señor a un lado y se desprecia su Palabra, su Espíritu es agraviado y bien puede
retirarse hasta que su pueblo vuelva en sí con arrepentimiento, lealtad, fe y obediencia
renovados. Los israelitas estaban decididos a lidiar con el asunto porque la presencia
continua de Dios en medio de ellos era tanto su mayor bendición como su mayor
necesidad. ¿Es menor nuestra responsabilidad?
Escucha, alma mía, ¡es el Señor!
Es tu Salvador, escucha su voz;
Jesús habla y te habla a ti,

133
dice “pobre pecador, ¿me amas tú a mí?”.
Señor, mi mayor queja es
que mi amor es débil y desmaya;
pero, sí, te amo y te adoro:
dame tu gracia para amarte aún más.
(Traducción libre del himno “Hark, my soul, it is the Lord!”)

Prioridades para el futuro


Josué 23:1–16

Las últimas palabras de gente famosa se han convertido en una especie de


institución, con la ayuda de toda una variedad de páginas de Internet. Hay algo
peculiarmente absorbente en las palabras finales de las personas. Pueden ser
despreciativas, como en el caso de Karl Marx; según se cuenta, le dijo a su ama de llaves
que estaba sentada a su cabecera, ávida por recoger sus últimas perlas para la
posteridad: “Las últimas palabras son para los necios que no han dicho lo suficiente”. En
ocasiones, son tragicómicas, como las del general John Sedgwick, comandante de la
Unión muerto en batalla durante la Guerra Civil estadounidense, en 1864, quien le
comentó a su ayudante de campo mientras evaluaba las líneas enemigos: “No le
acertarían ni a un elefante a esta distancia”. Pero las últimas palabras o discursos de
despedida de la Biblia tienen un contenido mucho más serio y de relevancia mucho más
profunda. No hay más que pensar en los discursos finales de Jacob, Moisés o David para
que la idea quede clara y, de hecho, Juan dedica los capítulos 13–17 de su Evangelio a
las últimas palabras del Señor Jesús, la noche que fue entregado.
Las últimas palabras importan y, en estos tres últimos capítulos del libro que lleva su
nombre, tenemos los discursos de despedida de Josué, Ya hemos escuchado sus
palabras comparativamente breves al decirle adiós a las dos tribus y media que
regresaban al este, del otro lado del Jordán, para reunirse con sus unidades familiares
en la tierra que el Señor ya les había dado. En este capítulo se nos dice que “convocó a
Israel”, pero parece como si estuvieran representados por los “ancianos y jefes… jueces
y oficiales” (v. 2), y serían ellos quienes sin duda transmitieron el contenido de su
discurso dentro de sus tribus y clanes. Sin embargo, el principal contenido parece ser
aquí las responsabilidades del liderazgo, aunque 24:1 enfatiza la reunión de “todas las
tribus… en Siquem” y 24:2 declara de manera específica que Josué habló a “todo el
pueblo”. Por tanto, el capítulo final es de más amplio alcance y mayor desafío para
cualquiera en el seno de la nación. También es significativo que Josué 24 acabe con una

134
renovación del pacto a nivel nacional, ya que se ha dirigido, de forma explícita, a todo
Israel. El capitulo 23 es menos formal; es muy pastoral y busca alertar a los líderes y
ponerlos frente a frente con las preocupaciones de Josué, usando lecciones del pasado
para asegurar una orientación cálida y piadosa con vistas al futuro. De esta forma, hay
un equilibrio entre las exhortaciones a la verdad y la obediencia con las que empezó el
libro y que ahora se convierten, de nuevo, en el enfoque de estos capítulos finales.
El versículo 1 establece el escenario y el momento con las palabras “muchos días
después”, ¿pero después de qué? La referencia más obvia podría parecer la salida de
Rubén, Gad y la tribu oriental de Manasés en el capítulo 22, pero que el Señor hubiera
dado reposo y también que Josué fuera “ya viejo y avanzado en años” tiene un vínculo
más natural con 13:1 (donde se usó la misma frase por primera vez) y, por tanto, con
todo el episodio de la distribución del territorio. Algunos comentaristas, entre ellos
Woudstra, sugieren que el efecto enmarcado de estos capítulos nos lleva de vuelta al
capítulo 1 y la posición de la preconquista. Cada una de estas sugerencias tiene validez,
pero lo que se describió en 22:3 como “muchos días”, indica que la conquista se realizó
durante un periodo prolongado; de manera que deberíamos considerar todo ese
tiempo (capítulos 1–12). Nos enteraremos de que Josué murió a la edad de 110 años
(24:29). Suponiendo que él y Caleb tuvieran una edad similar, estaríamos contemplando
ahora un momento pasados veinte o treinta años desde que Israel pisó por primera vez
el territorio y erigió las doce piedras memoriales en Gilgal. Sin embargo, mucho más
importante que la fecha es el enfoque sobre el “reposo” del versículo 1. El Señor les
había dado la tierra y también reposo, ¿pero en qué se utilizará ese descanso y cuáles
serán sus frutos? Esa será la orientación del discurso de Josué. De muchas maneras, los
peligros asociados con la paz serán más duros y más desafiantes que la energía
requerida para la conquista. El futuro producirá pruebas incluso más duras que
cualquier cosa experimentada hasta el momento. Por tanto, al ver Josué el final de su
carrera, su preocupación consiste en pasarles el bastón de mando a unos sucesores
fiables y en hacerlo bien, transmitiéndoles las percepciones que ha recibido de Dios a
los líderes de la nación.
Antes de analizar el texto con mayor detalle, puede ser útil que observemos la
forma como parece estar construido. Me ha parecido útil dividirlo en tres secciones
principales: versículos 3–8, 9–13 y 14–16. Como muchos predicadores eficientes
después de él, Josué repite su gran idea o tesis central en cada uno de los tres párrafos.
Al principio, su tema fuerte es mirar retrospectivamente con agradecimiento y aprecio
lo que Dios ha hecho, pero, a medida que el discurso se va desarrollando, cada sección
sucesiva proporciona advertencias progresivamente más fuertes sobre los peligros que
predominarán en los días venideros. Al contemplar este buen ejemplo de predicación
en el Antiguo Testamento, de forma temática y desde su perspectiva teológica,
veremos con mayor claridad sus lecciones invariables para el pueblo actual de Dios y,
por tanto, seremos capaces de aplicarlo con mayor efectividad a nuestra propia vida
cristiana.

135
Lo que habéis visto
No debe sorprender que, al final de su larga vida llena de acontecimientos, Josué
empiece a mirar atrás. Parece apartarse, por contraste, de sus lectores a medida que
reflexiona en todo lo que ha experimentado y logrado, en comparación con lo que
queda por hacer en la siguiente generación. Es el momento de pasar el bastón de
mando. “Se refirió a sí mismo —yo ya soy viejo— con el fin de establecer un contraste
entre él y aquellos a los que se dirige, para quienes sus primeras palabras fueron Y
vosotros habéis visto”. Apela a los líderes para que repasen su experiencia común de la
bondad de Dios, para que recuerden las cosas increíbles que el Señor ha llevado a cabo,
los inmensos cambios de los que han sido testigos y de los que se benefician a diario.
Seguir la exhortación posterior del salmista siempre es un instinto espiritual sensato:
“Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Sal. 103:2). En
ocasiones, las personas cuestionan por qué la Biblia nos exhorta con tanta frecuencia a
alabar a Dios y, en especial en las epístolas, a ser agradecidos. Recuerdo que una vez
me preguntaron por qué “necesitaba Dios toda esa alabanza”. ¿Acaso no era él
suficiente en sí mismo sin tener que recibir gloria humana alguna? Evidentemente, esto
es verdad. Dios no necesita nada de nosotros. Pero debemos ser creyentes agradecidos
que alaban, porque Dios merece toda alabanza y, también, por nuestro propio
beneficio.
Articulamos nuestro aprecio por algo y nuestra delicia en ello: un hermosa vista, una
puesta de sol espectacular, una pieza musical, una comida deliciosa; y decimos “gracias”
y expresamos esa gratitud (que es alabanza), nuestro deleite se profundiza y nuestro
disfrute se enriquece. De manera similar, cuando expresamos nuestra gratitud a
nuestros congéneres por sus talentos, aptitudes o bondad y preocupación, ahondamos
nuestra relación con ellos. La confianza mutua se desarrolla y de esto surge una
duradera interacción de amistad y afecto, incluso amor. No hay diferencia en lo que
respecta a nuestra relación con Dios. La acción de gracias nos mantiene centrados en él
como aquel de quien proceden todas nuestras bendiciones y beneficios. Desarrolla
nuestro reconocimiento hacia él y nuestra dependencia de él, de modo que se genera
una nueva fe para enfrentarse a los nuevos desafíos futuros. Miramos
retrospectivamente y vemos que todas las bendiciones que ahora disfrutamos han sido
el clemente regalo de Dios; esto hace que nos demos cuenta de cuánto dependemos de
él y lo necesario que es confiar en él para todo aquello que afrontaremos en el futuro.
Habían contemplado momentos de gran avance y habían tenido respuestas
destacas a su oración. Josué les dice que miren atrás, al momento en que cruzaron el
Jordán, a la caída de Jericó, a la gran victoria por medio de la tormenta de granizo en
Gabaón, y mucho más. Pero también había habido muchos días lentos y pesados que
requirieron la misma cantidad de fe y valor para seguir reclamando las promesas y ser
obedientes a la Palabra. Aunque no somos Josué ni estamos conquistando Canaán,
nuestras batallas espirituales, igualmente reales, para crecer en piedad, llevar el
evangelio a otros y ser usados para alentarnos los unos a otros en un discipulado
136
progresivo y para toda la vida, todas las historias no escritas del fiel esfuerzo individual
dependen, asimismo, de la Palabra del Señor y del poder del Espíritu.
En este contexto es donde Josué hace un especial hincapié en las “naciones” (v. 4),
término que aparece seis veces en este capítulo. Actúa casi como término técnico para
aquellos que están fuera del pacto de gracia de Dios mostrado a Israel, los “gentiles” del
Nuevo Testamento. Por su oposición a los propósitos divinos para Israel, lucharon con
uñas y dientes contra la conquista, cegados por su idolatría y su rebeldía. Pero el
versículo 4 también nos dice que muchos ya habían sido derrotados y “cortados”. Israel
no habría podido lograr nada de esto por sí solo, “porque el Señor vuestro Dios es quien
ha peleado por vosotros” (v. 3b), comprometido por un juramento de pacto a darles la
herencia prometida, tantas generaciones antes, a Abraham y sus descendientes. Habían
demostrado ser agentes muy activos y ampliamente obedientes, pero la batalla le
pertenecía al Señor. Ahora podían ver el resultado. Cada uno había recibido de Dios un
territorio que poseer con sus familias como herederos en la tierra. En muchas partes,
las naciones o sus remanentes seguían arraigados. Pero mirando retrospectivamente a
lo que habían conseguido, supondría un poderoso estímulo para seguir creyendo la
gran promesa del versículo 5: “El Señor vuestro Dios las echará de delante de vosotros y
las expulsará de vuestra presencia; y vosotros poseeréis su tierra, tal como el Señor
vuestro Dios os ha prometido”. Con Yahvé no hay falta de compromiso ni carencia de
capacidad. La forma de las tareas puede cambiar, pero su obra no se detiene jamás.
Presenten lo que presenten las distintas fases, él es el mismo Dios; su fiel y constante
amor y su poder ilimitado no han disminuido para lograr sus propósitos.
El tema se amplía al principio del segundo ciclo que comienza en el versículo 9. Las
naciones eran numerosas y poderosas, pero no podían equipararse al Señor. De hecho,
el versículo 10 presenta un elemento de ausencia de esfuerzo en la descripción de sus
victorias. Israel ha demostrado ser mil veces más fuerte que sus oponentes, pero sólo
por una razón: “El Señor vuestro Dios es quien pelea por vosotros, tal como él os ha
prometido”. Si el Dios de ilimitado poder, que cumple sus promesas, pelea por los
suyos, ya puede temblar Jericó y toda la tierra. ¡No es de extrañar que el corazón de los
cananeos se derritiera de temor! Como Pablo escribiría más tarde, “Si Dios está por
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Ro. 8:31). La respuesta para ellos, como
para nosotros, es que los enemigos son innumerables, pero cuando el Señor salta al
campo, el resultado es incuestionable. Nótese que el énfasis no sólo está en el poder de
Dios (“Sé que lo puede hacer”), sino, en especial y de forma crucial, en sus promesas
(“Estoy convencido por su Palabra de que lo hará”).
Esta es la idea que Josué subraya en la sección final que comienza en el versículo 14.
“Ninguna de las buenas palabras que el Señor vuestro Dios habló acerca de vosotros ha
faltado”. Josué se vuelve hacia ellos y les dice en esencia: “Sabéis en lo más profundo
de vuestro corazón y vuestra alma que el Señor no os ha abandonado nunca ni ha
renegado jamás de ninguna de sus muchas promesas, jamás dejó de suplir todas
vuestras necesidades. ¡Él es totalmente fiable!”. El sentido es histórico, por supuesto,
pero también enormemente motivador. Las lecciones aprendidas en la conquista deben
tener un efecto profundo y duradero en su conducta de vida dentro de la tierra. Ojalá
137
captemos esta enseñanza para nuestro propio beneficio, porque esto mismo es cierto
para nosotros. Remontémonos a todo lo que hemos experimentado hasta ahora de la
rica misericordia de Dios y la asombrosa gracia de su pacto. Pensemos dónde nos
hallábamos cuando Dios nos encontró; las circunstancias de nuestro nuevo nacimiento,
la seguridad de los pecados perdonados, nuestra creciente liberación del mundo, la
carne y el diablo; nuestro crecimiento en gracia y en la piedad; la restauración
progresiva de la imagen divina en nosotros. Todo esto es un testimonio de lo que el
Señor nuestro Dios ha hecho por nosotros en Cristo. Pero también nos motiva para que
reconozcamos que ninguna fe puede ser fuerte si no va creciendo, ninguna virtud será
segura si no es entusiasta, y ninguno de nosotros estaremos a salvo si no dependemos a
diario de la misericordia y de la gracia de Dios, hechas nuestras en la Palabra y por el
Espíritu. La mirada atrás de Josué no es un ejercicio de nostálgica permisividad. Su
banda sonora no es “Creo en el ayer”. Está llamando a hallar nuevo valor y enfoque
recordando el pasado, y a seguir obedeciendo y confiando en el Dios de las batallas ya
ganadas por su continua provisión victoriosa en todo que queda por delante.

Lo que se debe entender


El peligro que Josué quiere enfatizar destaca con claridad en el versículo 7. Israel
“no puede [no debe] juntarse” con los grupos de personas que siguen sin conquistar,
porque esto le llevará a aceptar los dioses paganos de dichos pueblos, con todo lo que
implica jurar por ellos e inclinarse ante ellos. El detalle es impresionantemente
específico. La historia posterior demostraría lo adecuado de aquella advertencia. El
declive posterior en la salud espiritual del pueblo de Dios, como revela el Antiguo
Testamento, puede remontarse hasta esta causa básica. Ya fuera durante el periodo de
los jueces, de la división del reino, de la caída de reino del norte ante los asirios o del
derrumbe de Judá y Jerusalén ante los babilonios, con el subsiguiente exilio, la historia
siempre era la misma. Mezclarse con los pueblos paganos de su entorno siempre
predispuso a Israel a la idolatría que iba acompañada de su inmoralidad
correspondiente. Ambas cosas van estrechamente de la mano en las Escrituras como en
la vida. Las atracciones de otros dioses eran, y siguen siendo, numerosas. Son
muchísimo más tangibles y, al parecer, más accesibles; se influencian y se sobornan con
gran facilidad, y son mucho menos exigentes que la verdad de Dios y su justicia. Nos
atraen, porque están hechas a medida y, por tanto, están completamente bajo el
control del fabricante. Pero no son más que artefactos sin vida, trozos de madera y
montones de piedra, y no pueden hacer nada en última instancia, sino burlarse de sus
devotos ya que únicamente existen como producto de su imaginación humana.
Josué quiere que sus oyentes no solo entiendan la naturaleza del peligro al que se
enfrentan, sino también la forma tan sigilosa e imperceptible como los dominará. Se ha
tomado una buena proporción del territorio, pero aún queda mucho más por poseer.
Dios está comprometido a luchar por su pueblo, pero ellos también han de tener el
compromiso de una confianza y una obediencia activas para llevar a cabo sus
propósitos. Esto requerirá una transparencia absoluta y una energía reforzada de forma
138
masiva, si se ha de perseguir de forma activa. Toda la energía y el dinamismo para la
victoria le pertenecen, ciertamente, al Señor, pero ellos solo pueden ser adecuados
como pueblo suyo si “pelea la buena batalla” (1 Timoteo 6:12). En términos humanos,
es mucho más probable que se conformen con un nivel cómodo de compromiso que no
requiera una disciplina y un sacrificio tan continuados ni resolución. Como resultado, la
complacencia se vuelve endémica y el proceso del versículo 7 se pone en marcha.
Incluso ahora que estoy escribiendo estas palabras, me impresiona el estrecho paralelo
que guarda todo esto con lo que suelen demostrar ser, a menudo, las experiencias
normales de la vida cristiana. Esta batalla ha de librarse cada día.
Al volver Josué a este tema en los versículos 12, 13, la advertencia se centra ahora
en cierto detalle sobre el resultado de la asimilación complaciente. Comienza con
“volvéis” (v. 12), un término que recuerda de forma deliberada la historia de Israel
desde el éxodo. Muchas veces, a lo largo de los años intermedios, hablaron de volver a
Egipto y hasta empezaron a planear su regreso. En 24:14, se nos dice que todavía se
podían hallar ídolos egipcios en sus tiendas y en sus alforjas, pero retornar a Egipto es
apartarse de los propósitos de Yahvé, ya que estos se iniciaron cuando llamó a Abram
para que saliera de Ur y continuó con su liberación de Israel de la mano del faraón.
Apegarse a las naciones, sobre todo a través del matrimonio, sería volverle la espalda al
llamado de Dios a ser un pueblo diferente por medio de su relación con él, algo que los
apartaba de todos los demás y, también, en todo lo que su misericordia les había
provisto en las milagrosas liberaciones que él había logrado para ellos. Las
consecuencias (v. 13) serian funestas. Se detendría todo lo que Yahvé ya había hecho y
lo que tenía en mente continuar haciendo. En lugar de expulsar a las naciones delante
de Israel, abandonará a este a su suerte y, como deberían saber a estas alturas, no
tienen capacidad alguna en sí mismos para tratar el asunto. Los cananeos se impondrán
de nuevo, reduciendo a los israelitas a la esclavitud, atrapados, y las naciones podrán
ejercer libremente, sobre ellos, cualquier tipo de crueldad dolorosa que les apetezca y
que culminará finalmente en la pérdida del territorio y en el exilio. El deseo de regresar
a Egipto o de ser como las demás naciones acabará abriendo el camino al cautiverio
babilonio.
Una aplicación adicional acompaña a la última parte del tercer ciclo del discurso, en
los versículos 15, 16. Se nos recuerda la enseñanza familiar sobre las bendiciones y las
maldiciones del pacto, dependiendo de la obediencia o la rebeldía, como enseñó
Moisés en Deuteronomio 28. La tierra no le pertenece a Israel; el Señor es quien se la
alquila. Puede ser en perpetuidad si permanece fiel al pacto, pero no existe un derecho
inherente a las bendiciones divinas pase lo que pase. El Dios que ha dado la tierra tiene
la misma libertad para quitarla. Esto es importante y nos recuerda que Israel no es, en
modo alguno, étnicamente superior a las demás razas. Todas son iguales delante de
Dios, ya que son su creación soberana en la misma medida. En su gracia y misericordia
se ha propuesto una relación especial con los hijos de Abraham, como una revelación
de su corazón de amor y bendición hacia el mundo en su totalidad. Pero si semejante
gracia y paciencia se encuentran en última instancia con una obcecada rebeldía,
decidida y repetida, su juicio debe descender por completo. “Entonces la ira del Señor
139
se encenderá contra vosotros, y pereceréis prontamente de sobre esta buena tierra que
él os ha dado” (v. 16b). Solo hay dos formas de vivir y Josué quiere que la siguiente
generación no tenga la menor duda sobre la gravedad de la cuestión.
No puede haber compromiso ni complacencia en cuanto a la batalla emprendida
entre la verdad y la falsedad. “Nuestra lucha no es contra sangre y carne”. La postura
predeterminada del corazón humano siempre será adorarnos a nosotros mismos, ser
nuestro propio dios, bajo la influencia de nuestros ídolos a los que exaltamos a la
posición suprema en nuestra vida, nos recuerda Efesios 6:12, pero luchamos. A nuestro
alrededor, y con frecuencia bajo un aspecto atractivo y engañoso, parecen ofrecernos
libertad y cumplimiento, pero al final nos consumirán. Si reconocemos al Señor Jesús
como nuestro rescatador y nos sometemos a él como nuestro gobernante, no tolerará
que ningún rival ocupe su trono en nuestra vida. Con todo, que estemos sometidos solo
a él es lo que está bajo ataque constante en la ciudadela de nuestra propia mente y
corazón individuales, en nuestras relaciones de la iglesia y en todas nuestras
interacciones con la cultura en la que vivimos. Emprendemos la batalla a diario: en el
lugar de trabajo, en la puerta de la escuela, en la sala de conferencias o en el centro
comercial; cuando navegamos por la red o encendemos la televisión. Nuestra cultura
hace desfilar a sus ídolos todo el tiempo, insistiendo en que eso es lo que debemos
poseer, qué aspecto debemos tener, lo que necesitamos en realidad. Dinero, sexo y
poder siguen siendo los mayores ídolos de nuestro siglo, como en todo periodo de la
historia humana, y somos necios si imaginamos que cualquiera de nosotros es inmune a
su magnetismo. Pero son ídolos vacíos, pseudosatisfactorios, y, al final, destruirán a
quienes sucumban ante ellos. ¿Cómo pueden ser vencidos?

Cómo debéis vivir


Podemos agradecer a Dios que la instrucción práctica del discurso de Josué sea tan
clara y aplicable, incluso a pesar de que nuestro contexto sea bastante diferente,
viviendo como lo hacemos en el lado del cumplimiento de la cruz. Existen tres
disposiciones positivas enormemente importantes en el capítulo, el primero de los
cuales está en el versículo 6 y es casi tan familiar en este punto del libro de Josué que
podemos sentirnos fácilmente tentados a darlo por sentado. Pero oigámoslo de nuevo
y mantengámoslo en lo profundo de nuestro corazón. “Sed muy fuertes para guardar y
hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés, sin desviaros a izquierda ni
a derecha”. Tal como empezó el libro (1:7), el contexto formuló la interrogante de si
Josué demostraría ser un digno sucesor de Moisés y líder de Israel. Ahora, mirando
hacia atrás su vida maravillosamente productiva y llena de éxito, esto podría ser muy
bien el resumen de todo ello. Su obituario final en 24:29 le conferirá, de hecho,
exactamente el mismo título que Moisés tenía, “el siervo del Señor”. Si de verdad ha
demostrado ser un digno sucesor de Moisés es porque el versículo 6 ha sido el lema de
su vida, y las razones no son difíciles de dilucidar. La fuerza espiritual se halla en la
obediencia a la Palabra de Dios, sin desviarse. Esto es lo que conduce a la separación de
la idolatría que vemos predicarse en el versículo 7. La Palabra de Dios es la única que
140
puede romper el dominio que, de otro modo, esa idolatría tendrá sobre toda nuestra
vida, al revelar la necedad de los falsos dioses y la estimulante fe en el Dios vivo que
obedece su voluntad. En cada victoria lograda en esas batallas nos hará más fuertes
para luchar por los mismos motivos, con los mismos recursos, la próxima vez. La forma
de vencer la idolatría es convertir a este Señor en nuestro Dios, y la manera de hacerlo
es ser obediente a todo lo que él dice en las Escrituras. Esa convicción puesta en
práctica es la que nos protegerá de los ídolos.
Pero el versículo 8 hace que la respuesta alcance una profundidad un poco mayor.
“Al Señor vuestro Dios os allegaréis, como lo habéis hecho hasta hoy”. Moisés usó este
verbo con frecuencia en Deuteronomio y Josué lo hace en Josué 22:5. Es, quizá, el verbo
de adhesión más fuerte del Nuevo Testamento y se usa en Génesis 2:24 para describir
el matrimonio. El hombre ha de “aferrarse a su esposa”, agarrarse a ella, pegarse a ella,
para ser “una sola carne”. La palabra habla, pues, de un compromiso total, una
devoción leal y un profundo afecto personal. Así es como Israel ha vivido durante esos
días dorados de la conquista, y así es como deben seguir.
El Señor espera que su pueblo redimido se entregue sin reserva a él, pero hay un
uso desconcertante de este mismo verbo en el versículo 12, donde, como hemos visto,
Josué prevé la posibilidad de que Israel vuelva a unirse “al resto de estos pueblos que
permanecen entre vosotros”. La idea es terrorífica. Pensar que la especial posesión de
Dios, Israel, pudiera volver al paganismo y no ser diferente de la cultura cananea
dominante alrededor de ellos es algo que supera lo creíble. A pesar de todo, ¿quién de
nosotros no sabe lo inmediata y fácilmente que puede suceder ese desvío? Por esto, sin
duda, Josué les recuerda enseguida todas las victorias que ya han experimentado:
“Nadie os ha podido hacer frente hasta hoy” (v. 9). Lo que ya tienen es prueba positiva
de la fidelidad y la capacidad del Señor; por tanto, deben seguir confiando y
obedeciendo. Las circunstancias futuras nunca estarán fuera del alcance de la gracia de
Dios ni de la cobertura de su poder. No puede haber complacencia, pero tampoco es
necesario que haya aprensión, y mucho menos desesperación. Aferrarse al Señor es,
indudablemente, lo que Jesús quería expresar cuando dijo a sus discípulos: “El que
permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí nada podéis
hacer” (Jn. 15:5).
Esto nos lleva a la tercera instrucción y al núcleo central de nuestra respuesta
completa en el versículo 11. “Tened sumo cuidado, por vuestra vida, de amar al Señor
vuestro Dios”. Es necesario que observemos lo sumamente deliberado que esto ha de
ser. No hay nada automático en ello. Requiere atención y energía (“tened sumo
cuidado”). Ha de darse en el corazón de la experiencia vital de todo el pueblo de Dios.
Una vez más, Moisés había escrito el guión original (Dt. 6:5) y, siglos más tarde, el Señor
Jesús lo recogería y lo subrayaría (Mt. 22:37, 38). El meollo de nuestra fe es la relación
de nuestro corazón con nuestro Dios. Este debería ser el mayor objetivo de nuestra
vida: amar a Dios más y más. Para nosotros, como cristianos del Nuevo Testamento, ese
amor está generado por el gran amor de Dios hacia nosotros, que halla su centro en el
don de su Hijo. “En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios ha
enviado a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él” (1 Jn. 4:9).
141
Mediante su muerte en la cruz, la vida ha venido a nosotros. Fue allí donde venció a
todos nuestros enemigos —el pecado, la muerte y el diablo— cuando peleó la batalla
por nosotros y logró nuestro rescate, para que podamos entrar en su reposo. A través
de su sacrificio sustitutivo, nos ha introducido en todas las bendiciones y privilegios del
nuevo pacto, nuestra tierra prometida, y nos llevará sanos y salvos a casa, a su reino
eterno.
Todo esto ha llegado a ser nuestro cuando el Espíritu Santo nos concedió el
arrepentimiento ante Dios y la confianza en nuestro Señor Jesucristo, de manera que,
en las famosas palabras de Martin Lutero sobre la fe, hemos sido capacitados para
decir: “¡Sí, esto es para mí!”. Con todo, incluso esa fe es el regalo clemente de Dios, que
es la razón por la cual su ejercicio no puede apartarse de un amor profundamente
arraigado y sincero por el Señor. Le amamos, por todo su amor por nosotros, y ese
amor se revela en el cúmulo de bendiciones que derrama en nuestras vidas. Le
amamos, porque en Cristo hemos cesado de intentar (y fracasar) justificarnos o
hacernos aceptables a Dios debido a nuestras propias obras. Le amamos, porque
nuestra confianza en este momento y por la eternidad no se encuentra en nuestro
registro, sino en el de Cristo. Le amamos, porque, como dice el himno citado más abajo,
hemos sido “rescatados, sanados, restaurados, perdonados”. Hemos sido hechos
ciudadanos de un país celestial, adoptados en la familia del Rey de reyes. Le amamos,
porque ya entramos en una cierta medida de su perfecto reposo aquí y ahora, y
anticipamos el cumplimiento final de todo lo que ahora tenemos como depósito en su
presencia inmediata con luz, amor y gozo por los siglos de los siglos. Nuestra fe es
totalmente relacional. Amar a Dios es aceptar su Palabra proclamada, vivir en
arrepentimiento y fe cada día, cultivar una obediencia diaria y detallada, entrar en su
reposo ahora creyendo sus extraordinarias y preciosas promesas, y vivir aquí a la luz de
la eternidad y la consumación de todas las cosas al final de los tiempos.
Si de verdad amamos a Dios, lo expresaremos con alabanza y adoración; lo
experimentaremos con una fe segura así como con una gratitud resonante y profunda;
querremos hablar bien de él cada vez que podamos, dondequiera que vayamos.
Desearemos agradarle, servirle, vivir para él, sufrir y hasta morir por él. Este es el
desafío que Josué presentó a la prometedora generación y es el reto que el Espíritu
Santo sigue poniendo delante de nosotros hoy. El amor lo vence todo, porque es la
moneda del reino eterno de Dios. Cuando todo lo demás desaparece, el amor resiste
(véase 1 Co. 13:8–13). Por tanto, más allá de todo lo que podamos procurar hacer al
servicio de Dios, lo que perdurará será nuestro amor por él, porque nos ha amado con
un amor eterno. “Tened sumo cuidado, por vuestra vida, de amar al Señor vuestro
Dios” (Jos. 23:11). Sólo esto nos impedirá volver atrás. Sólo esto nos mantendrá
avanzando hacia la gloria.
Alaba, alma mía, al rey de los cielos,
a sus pies tributo trae.
Redimida, sanada, restaurada, perdonada,
cántale eternas alabanzas.

142
¡Aleluya! ¡Aleluya!
Alaba al rey eterno.
(Traducción literal de “Praise, my Soul, the King of Heaven”).

La elección ineludible
Josué 24:1–33

Los periodos de transición suelen servir de marcadores en nuestras historias


personales. Tendemos a mirar atrás, recordarlos y medir nuestra vida por esos
acontecimientos clave: abandonar la escuela, conseguir ese primer trabajo, casarnos,
mudarnos a nuestra primera casa, jubilarnos. Estos sucesos relevantes nos alientan a
mirar retrospectivamente y evaluar la situación, para que, revisando el pasado,
podamos fijar la vista en lo que tenemos por delante. Al llegar al final del libro de Josué,
no encontramos en ese tipo de situación, ya que la mayor parte de este último capítulo
se dedica a un discurso pronunciado por Josué a todo el pueblo de Dios. Podríamos
definirlo como el discurso “del estado de la nación”, en el que su líder humano los
convoca a un momento significativo de renovada consagración a la luz de la historia que
han compartido y como directriz para su futuro. El desafío del famoso versículo 15
parece ser el centro alrededor del cual gira todo lo demás: “Escoged hoy a quién habéis
de servir” (v. 15).
Una vez más, a nuestro narrador le cuesta tiempo y esfuerzo situar este encuentro
tan importante, ya que da forma a todo el acontecimiento que describe. El versículo 1
nos dice que Josué “reunió a todas las tribus de Israel” (“todo el pueblo”, v. 2), pero no
ante sí mismo. Como siempre, a lo largo del libro, él es principalmente el agente de
Yahvé, ya que todo su liderazgo le ha sido dado por el Señor. Así que no están viniendo
a escuchar a Josué. “Se presentaron delante de Dios” (v. 1b). El hecho paralelo de la
asamblea del Nuevo Testamento o la congregación local, que hoy se reúne con
regularidad, tiene que conllevar estas mismas implicaciones. No solo vamos a escuchar
a un líder humano, sino a presentarnos juntos, como entidad corporativa, delante del
Señor mismo.
Fueron “a Siquem” (v. 1). El nombre mismo ocupa un lugar relevante en la historia
del Antiguo Testamento. Fue allí, en la encina de Moré, donde Dios se apareció a Abram
y le prometió darle la tierra a sus descendientes (Gn. 12:6, 7). Allí edificó un altar como
expresión de su fe en la promesa. Fue allí donde Jacob compró un trozo de tierra a los
hijos de Hamor, tras su reconciliación con su hermano Esaú, y edificó un altar en el
nombre del Dios de Israel (Gn. 33:18–20). También él creyó en la promesa. Y fue allí, a
la sombra del monte Ebal y del monte Gerizim, volviendo al capítulo 8 de este libro,
143
donde Josué condujo a la nación en su renovación del compromiso del pacto con Yahvé,
tras la debacle de Hai. De manera que, al reunirse la nación en Siquem, se nos impulsa a
reconocer que el círculo ha dado la vuelta completa, que las promesas se han cumplido.
La gran nación que Dios había prometido a Abram se congrega ahora para encontrarse
con él, en el mismo lugar de la tierra donde él declaró por primera vez que la tierra
sería de ellos; ¡y ya lo es! El territorio se había distribuido a las herencias tribales,
aunque gran parte de ello sigue pendiente de poseer, y así le ha dado “descanso” su
dueño, el Señor (23:1). La asamblea formal de la nación delante de Dios en Siquem es
una prueba viva de que no ha faltado ni una sola palabra de todas las cosas buenas que
él había prometido. Es enormemente adecuado, pues, que todo lo que Dios ha hecho
por su pueblo vaya ahora emparejado a la devoción amorosa, sincera y exclusiva de
ellos hacia él, al comprometerse finalmente a tomar posesión formal del territorio en
una ceremonia de renovación del pacto (v. 25).
Lo que está ocurriendo en el capítulo 24 es la firma de ellos en el contrato, el
reconocimiento y la aceptación de sus derechos y responsabilidades dentro del
territorio. Los comentaristas señalan que la forma del capítulo refleja la forma de un
tratado entre un jefe supremo y su pueblo, algo común en el mundo del antiguo
Oriente Próximo. Pero nuestro interés no radica en lo antiguo. Como cristianos del siglo
XXI, sabemos que esta es la Palabra de Dios viva y perdurable; por tanto, al repasar con
gran agradecimiento todo lo que Dios ya ha hecho y confiar en él por lo que aún tiene
que suceder, vemos que está llena de estímulo y desafío. Desde luego, no es un capítulo
sobre Israel, y mucho menos sobre Josué; es sobre Dios mismo y, en especial, sobre su
gracia. Nuestra tarea no consiste tanto en encontrar algún punto de comparación, real
o imaginada, con Israel, ya que vivimos en un contexto muy diferente. Más bien,
nuestro primero y mayor beneficio será tener en mente la naturaleza y el carácter de
nuestro Dios que se ha atado a nosotros con promesas que no pueden ser
quebrantadas jamás, y que ha confirmado su pacto de gracia redentora con nosotros
por medio de la sangre de su Hijo. Pablo les dijo a los corintios que “tantas como sean
las promesas de Dios, en él todas son sí; por eso también por medio de él, Amén, para
la gloria de Dios por medio de nosotros” (2 Co. 1:20). Al pronunciar nuestro “Amén”,
escogemos a quién serviremos. Nos comprometemos con el Dios de la promesa y
decidimos, por su gracia y en su fuerza, vivir la vida de fe. Ese será el beneficio de
permitir que Josué nos enseñe y nos desafíe en los versículos que siguen.

El pasado se define por la gracia de Dios


Este es el empuje predominante de la sección de apertura del discurso de Josué (vv.
2–13). Tradicionalmente, el autor del tratado de pacto o del acuerdo se presenta y, a
continuación, revisa su relación con la otra parte. En el caso de un vencedor que
estipula sus términos de subyugación, se trataba de una imposición unilateral de su
voluntad sobre aquellos que no tenían ni voz ni voto en el asunto. Si no se sometían a
sus cláusulas, perecerían. Aunque la estructura externa puede ser similar, resulta
impresionante lo diferente que es el Dios de Israel respecto a todos los demás jefes
144
supremos. Josué habla de parte de él y lo presenta y define como Yahvé, el Dios de la
fidelidad del pacto que reveló su carácter de gracia en la liberación del éxodo. Este fue
el mismo nombre que Jacob había usado para Dios cuando edificó su altar en Siquem.
Es el Dios que hace sus promesas y las cumple, cuyo nombre revela su naturaleza. La
historia de Israel es la prueba más elocuente del pacto, ya que, desde el principio
mismo y en cada página a partir de entonces trata, y siempre ha tratado, sobre el favor
inmerecido de Yahvé: su misericordia y su gracia. No tenemos más que echar un vistazo
a todos los verbos en primera persona del singular cuando Josué habla de parte de Dios
y captaremos la idea: “tomé a vuestro padre Abraham” (v. 3a); “Le di a Isaac” (v. 3b), el
hijo de la promesa; “A Isaac le di a Jacob y Esaú” (v. 4); “Envié a Moisés y a Aarón, y herí
con plagas a Egipto… y después os saqué” (v. 5); “Saqué a vuestros padres” (v. 6); “Os
traje a la tierra” (v. 8a); “Los entregué en vuestras manos” (v. 8b); “Os liberé de su
[Balaam] mano” (v. 10). Toda su historia, como la nuestra, es el registro de la gracia
desbordante del pacto de Dios.
El repaso de la historia que hace Josué puede dividirse en cuatro secciones
principales, cada una de las cuales examinaremos brevemente. En los versículos 2–4, la
historia comienza con los patriarcas, pero primero nos recuerda que, antes de que Dios
llamara a Abram, “vuestros padres… servían a otros dioses” (v. 2b). Más allá del
Éufrates, el recuerdo del único Dios vivo y verdadero se estaba debilitando cuando el
Señor escogió irrumpir en la vida de Abram, apartarlo de su existencia establecida en Ur
y llamarlo a la vida de un nómada. Fue guiado por la mano de Dios por toda la tierra
que sus descendientes poseían ahora. De hecho, la historia de Génesis 12–21 se resume
en el versículo 3. Estaba la promesa de la tierra y la promesa de una nación. Como suele
ocurrir tan a menudo con las promesas divinas, hubo tiempos en los que parecía que
nunca se cumpliría, porque así es cómo Dios hace crecer nuestra confianza y aumenta
nuestra fiel dependencia de él. Finalmente, nació Isaac, después Jacob y Esaú. Este tuvo
una tierra, pero no así los hijos de Jacob. En vez de ello, experimentaron un largo
periodo en Egipto, donde tenían la sensación de que nunca heredarían la tierra, ya que
todas sus circunstancias parecían negar su destino. A pesar de ello, la gracia de Dios
obraba en secreto y en silencio todo el tiempo, esperando que la iniquidad de los
amorreos fuera completa, como había predicho en Génesis 15:16. Sabemos, desde el
principio del éxodo, que su condición parecía más allá de toda esperanza y, entonces, el
versículo 5 estalla de repente y se sitúa en primer plano: “Envié a Moisés y a Aarón”.
La segunda sección (vv. 5–7) recuerda el éxodo y los cuarenta años en el desierto.
De nuevo, un versículo resume todo un periodo de la historia. ¡Éxodo 1–12 queda
cubierto en el versículo 5!: “Entonces envié a Moisés… herí con plagas a Egipto… y
después os saqué”. El versículo 6 evoca el momento en que cruzaron el Mar Rojo, pero
con un cambio de enfoque dramático. De repente, el pasado (“vuestros padres”) se
convierte en el presente con el “vuestros” directo que alterna con “ellos” en los
versículos 6, 7 y luego acaba siendo el pronombre exclusivo en el resto del discurso. La
transición abarca la generación que había experimentado los cuarenta largos años en el
desierto. Eran los “pequeños”, los que tenían menos de veinte años cuando los espías
fueron enviados a inspeccionar la tierra (Nm. 14:28–31), cuyos padres no entraron
145
nunca en el descanso de Dios por culpa de su incredulidad y de su rebeldía. Los más
mayores de la comunidad, los oyentes de Josué, son llevados ahora al corazón de la
historia. Conocían la gracia de Dios de primera mano, en su propia experiencia de vida,
como todo cristiano creyente.
Los versículos 8–10 tratan el tercer periodo de la clemente provisión de Dios antes
de cruzar el Jordán para entrar en la tierra. Pasamos de la promesa, por el rescate, y
llegamos a la bendición de las victorias que Dios les dio sobre los reyes amorreos Sehón
y Og (véase Nm. 21:21–35), en la tierra al este del Jordán, ahora ocupada por Rubén,
Dan y la mitad de Manasés. Fue una especie de primicias de las victorias que también
produjo temor en el corazón del pueblo de Jericó (Jos. 2:10, 11). “Los entregué en
vuestras manos… y yo los destruí delante de vosotros” (24:8). Pero también hubo otra
liberación de un enemigo más oculto y sutil, el falso profeta Balaam que fue contratado
por el rey Balac para maldecir a Israel (v. 9). Números 22–24 describe toda la saga y
cómo Balaam, al final, no tiene más remedio que bendecir al pueblo de Yahvé. “Yo no
quise escuchar a Balaam… y os libré de su mano” (Jos. 24:10). Nuestra tendencia es no
dejarnos afectar por la importancia de este acontecimiento, ya que preferimos
considerar que las maldiciones son vacuas supersticiones. Pero Woudstra observa de
forma muy útil:
Este episodio dejó una profunda huella en la memoria de Israel; incluso el
Nuevo Testamento habla de Balaam (2 P. 2:15; Ap. 2:14)… De haber permitido
Dios que Balaam maldijera a Israel, esta maldición habría tenido su efecto. Pero
Dios no permitió algo así (cf. Nm. 22:12; 23:8, 23). En lugar de maldecir, aquí
solo había bendición. Esta forma de hablar, casi irónica, muestra el dominio
completo del Dios de Israel sobre todas las fuerzas que procurarían dañar a su
pueblo.
Podemos oír las resonantes garantías que Pablo da a los romanos respecto a que
nada en toda la creación podrá separar jamás al pueblo de Dios de su amor en Cristo
(Ro. 8:31–39), y nosotros también podemos regocijarnos.
La sección final, versículos 11–13, pone al día a los oyentes sobre todas las victorias
de la conquista que hemos visto en este libro. La lista de enemigos del versículo 11 es
impresionante e intimidante, pero ahora saben que “los entregué en vuestras manos”
(v. 11b). Existe una referencia más bien misteriosa en el versículo 12 a las “avispas” que
Dios envió delante de los israelitas que “expulsaron… de delante de vosotros”. La
referencia a “los dos reyes amorreos” parece confirmar, a estas alturas, que el sentido
más probable es el metafórico. La liquidación de Og y Sehón produjo un terror y un
pánico entre los cananeos parecido a una invasión de avispas, cuando todo el mundo
procura taparse para protegerse. No hay nada en los textos de la batalla que indique un
sentido literal, pero varias referencias (2:9–11, 24; 5:1; 6:27) muestran que la moral
cananea estaba en su momento más bajo. Una opinión alternativa sería identificar a los
dos reyes amorreos como Adonisedec (10:1), líder de la coalición sureña, y Jabín (11:1),
líder de la coalición norteña; esto es fiel a la historia real, pero hace que la alusión a las

146
avispas sea más oscura. Sin embargo, la idea principal del versículo 12 es
inequívocamente clara: “no fue por vuestra espada ni por vuestro arco”. Es evidente
que sus espadas y sus arcos se usaron muchísimo, pero esa no fue la razón de su éxito.
Aquellas grandes victorias no se lograron mediante tácticas, aptitudes o fuerza
humanas. La conquista se debió por completo al poder de Dios, como todo este libro ha
dejado claro, y el versículo 13 lo resume bien. Todo viene por gracia, tanto el regalo de
la tierra como la calidad del don (“ciudades… viñas… huertos”). Lo que ahora poseían y
disfrutaban les había venido de Dios. Y esto se debe a que el Señor es compasivo, lleno
de misericordia y amor constante; a que cumple las promesas que ha hecho para que se
pueda confiar en él; en realidad, tiene que ser así.
Cuando revisamos la historia de Israel, podemos reconocer que espiritualmente
también es la nuestra, ya que “el propósito [de Dios] consistía en convertir [a Abraham]
en “padre de todos los que creen sin ser circuncidados, a fin de que la justicia también a
ellos les fuera imputada” (Ro. 4:11). No hay alteración en el carácter de la gracia ya que
no hay desviación en el carácter del Dios al que revela. Por tanto, este pasaje debe
alentarnos sin duda a revisar nuestra herencia espiritual, como Pablo lo hace en su
majestuosa apertura de la carta a los Efesios, cuando exclama: “Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual
en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Revisar las bendiciones que adquirió Cristo
para nosotros en su victoria en la cruz y en su resurrección sería una aplicación
vigorizante para nosotros de Josué 24. Efesios 1 nos recuerda nuestra elección,
adopción, redención, perdón, conocimiento de la voluntad de Dios y la herencia del
reino eterno. Nada de esto llegó a nosotros mediante espada y arco. Solo son producto
de la gracia de Dios en el evangelio. No contribuimos en nada y nada podemos aportar.
Somos personas de inmerecida, pero abundante, misericordia de principio a fin. Solo la
gracia define quiénes somos realmente.

Las demandas presentes de la gracia de Dios


Con frecuencia hemos observado, en el transcurso de nuestro estudio de Josué, el
cuidadoso equilibrio o mezcla de dos factores en los términos de la relación del pacto
de Dios con Israel. Hay privilegio y responsabilidad, o bendiciones y obligaciones. El
pacto de gracia divino no es un arreglo quid pro quo, ya que no se establece entre dos
partes iguales. Más bien sigue el formato del tratado del antiguo mundo en el que los
requisitos de la parte subordinada se describen con claridad. Aunque, en la cultura de
hoy, el clamor es a favor de los derechos por encima de las responsabilidades, todos
somos conscientes de que, si se debe funcionar con armonía, ambas cosas tienen que
estar en su sitio. Los privilegios provocan obligaciones. Cuando yo era maestro en una
escuela tradicional de niños, en el sur de Inglaterra, recuerdo que el director siempre se
ocupaba de la conducta de los chicos fuera de la escuela, ya que vestían un uniforme
distintivo y se les podía identificar fácilmente con el centro de enseñanza. Solía decir:
“Niños de esta escuela (y tenéis el privilegio de estar aquí), no comáis ni mastiquéis
chicle en los autobuses ni os comportéis de una forma alborotadora en público”. Pero,
147
por supuesto, lo importante era que lo hacían y esta era la razón por la que él tocaba el
tema, porque, sin duda, había recibido otra queja. Era su forma de intentar imponer las
exigencias del privilegio sobre los irresponsables o recalcitrantes entre aquellos de los
que estaban a su cargo; debo decir que, por lo general, esto surtía poco efecto. Algo así
está ocurriendo en el versículo 14, que inicia una nueva sección importante que llega
hasta el final del versículo 18.
“Ahora pues” retoma los privilegios de los versículos 2–13, con el fin de exigir las
obligaciones equivalentes que siguen. Se expresan en cuatro imperativos, todos ellos en
el versículo 14: “Temed al Señor y servidle”, “quitad los dioses [extranjeros]… y servid al
Señor”. El temor tiene que ser la respuesta subyacente a todo lo que el Señor ha hecho
por ellos hasta ahora. Lo que había realizado en Egipto, a Sehón y a Og, y a las alianzas
de los reyes cananeos fue formidable, incluso terrorífico. Sin embargo, el temor no es
aquí un horror paralizante, sino un asombro reverencial. Es la actitud adecuada de un
pecador redimido delante de un Dios santo, una humilde sumisión que reconoce que él
es Dios y nosotros no, y esto somete, pues, todos los ámbitos de nuestra vida a su
autoridad. Esta respuesta interior, en el centro de control de la personalidad,
manifestará su autenticidad en la respuesta externa del servicio, “con sinceridad y con
fidelidad”, o, de forma más literal de “completitud” o de “plenitud”. La idea central es
la integridad, que no se trata tan solo de la reacción instantánea de un momento, sino
de la dirección constante y perseverante de toda una vida. Es la contestación adecuada
y equivalente a un Dios cuya conducta característica es verdadera y fiel. Josué les está
exhortando a contestar de forma decidida a Dios, el tipo de sinceridad que vimos
ejemplificada en la historia de Caleb en Josué 14.
Este tipo de sinceridad conlleva el apremiante requisito del versículo 14: “Quitad los
dioses que vuestros padres sirvieron…”. Se hace tres referencias a infidelidades
espirituales anteriores; primero, a la generación abrahámica del otro lado del Éufrates;
luego, a las generaciones que vivieron en Egipto y asimilaron sus ídolos (v. 14); y,
finalmente, a los dioses cananeos donde están ahora (v. 15). Todos estos son ejemplos
de cómo la lealtad exclusiva del pueblo de Dios estaba siendo probada, con frecuencia y
tristemente, hasta el punto de la capitulación. El registro no es alentador y estas viejas
deidades paganas parecen seguir entre ellos. El sincretismo siempre había formado
parte de su historia, y sigue siendo uno de los mayores desafíos y de los peligros más
amenazantes a los que se enfrenta la iglesia contemporánea. Sin embargo, el propósito
crucial de Josué consiste en llevar a sus oyentes a una acción crítica y decisiva ahora y
para los años venideros. Les llama a hacer una elección solemne y vinculante de no
tener otros dioses, sino sólo Yahvé, y deshacerse de los ídolos de los pueblos paganos
de la tierra. Con todo, él sabe de forma realista que habrá resistencia o, como mínimo,
cierta vacilación, a reducir sus opciones de ese modo. Podemos imaginar fácilmente su
diálogo interno, porque estamos demasiado acostumbrados a escucharlo en nuestros
propios corazones. ¿De verdad queremos abandonar nuestro abrigo confortable de la
adoración de los ídolos que todos atesoramos? Después de todo, nadie creería
realmente en ídolos si no ofrecieran cierto consuelo y proporcionaran cierta ayuda, ¿no
es así? ¿De verdad queremos jugárnosla y dejar que Dios sea la autoridad suprema en
148
todos los ámbitos de nuestra vida? ¿Seguro que queremos cederle el control de nuestra
vida a una autoridad externa a nosotros?
Esto contribuye, de algún modo, en la explicación de lo que parece una idea
bastante curiosa en el versículo 15: que podría incluso parecerles “mal servir al Señor”
estar plenamente comprometidos a su voluntad. Era un día de decisión para Israel, pero
existe un sentido en que cualquier nuevo día es un día de decisión para cada uno de
nosotros cuando entendemos las exigencias presentes de la gracia de Dios. Los desafíos
nos llegan en todo tipo de contextos, con una variedad de opciones, pero siempre
apelan a nosotros para que dejemos atrás nuestro pasado y resistamos a la presión de
grupo del presente con el fin de poder invertir en nuestro futuro eterno. La realidad
cierta es que todos servimos al Dios vivo o a nosotros mismos a través de nuestros
ídolos. Piensa en algunos de ellos. ¿De verdad estamos preparados para entregarle a
Dios las riendas de control sobre nuestro matrimonio y nuestra familia, o esperamos
que nuestro cónyuge nos dé lo que solo Dios puede dar y que intente controlar nuestra
familia para que satisfagan nuestras ambiciones para ellos? ¿A quién serviremos?
¿Estamos preparados para poner nuestra profesión en las manos de Dios, para estar
satisfechos de que nos guíe, de que gobierne nuestro tiempo y nuestras prioridades, de
manera que no seamos consumidos por nuestro ídolo del trabajo, del estatus, del poder
o del éxito? ¿Estamos dispuestos a poner nuestro futuro en las manos de Dios, a confiar
en él para casarnos o no, y, de hacerlo, con quién? ¿Le pediremos que nos dé su
sabiduría sobre dónde deberíamos vivir, cómo deberíamos estar usando nuestros
recursos, nuestro dinero y tiempo, nuestras aptitudes y dones? ¿A quién serviremos? ¿Y
estaremos preparados también para poner nuestro servicio cristiano en sus manos,
satisfechos de cumplir los papeles que tiene para nosotros y no forzar nuestro camino
para conseguir mayor reconocimiento público, intentando ser una celebridad o el
edificador de un imperio cristiano? Estos son verdaderos desafíos, ¿no es verdad? No
nos equivoquemos: todos servimos a algo o a alguien. Entonces, ¿a quién serviremos?
Si este libro de Josué ha hecho su trabajo y logrado su objetivo, sus lectores estarán
respondiendo: “pero yo y mi casa serviremos al Señor” (v. 15b). Josué predica con el
ejemplo, desde la primera fila, y el pueblo responde con entusiasmo y celo. Están
dispuestos a renunciar a todos los dioses alternativos, porque reconocen la total
unicidad del Señor a través de su redención de Egipto, su cuidado providencial diario y
su provisión constante y generosa (vv. 16–18). “Nosotros, pues, también serviremos al
Señor, porque él es nuestro Dios” (v. 18b). La lógica es impecable. Si el Señor es tu Dios,
no servirle es una absoluta locura. Nosotros también entendemos el mensaje del dicho
que se atribuye a Agustín de Hipona, que, si Jesucristo no es Señor de todo (en mi vida),
entonces no lo es en absoluto. Aquí no hay negociación posible en cuanto a una lealtad
compartida. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, nos enseñó Jesús (Mt 6:24), pero
en lugar de “riquezas” podríamos sustituirlo con facilidad por cualquier cosa o persona,
porque, como nos dice el principio del versículo de Mateo, “Nadie puede servir a dos
señores”. No dice “debería”, sino “puede”; es una imposibilidad lógica. Podríamos
pensar que Josué debería sentirse encantado con la respuesta del pueblo, pero los
cuarenta años en el desierto y la dureza de la conquista habían hecho que este viejo
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guerrero curtido fuera más realista de lo que nosotros solemos ser.

El futuro depende de la gracia de Dios


La respuesta del versículo 19 es un consuelo impactante, asombroso por ser tan
inesperado. “No podréis servir al Señor”. Josué les está diciendo, en esencia: “Lo que
habéis prometido es imposible”. Pero no sólo les está poniendo las cartas boca arriba ni
está jugando con ellos. El resto del versículo explica lo que quiere decir. Dios es “santo”
y “celoso”. Está apartado de todas las deidades insignificantes, falsas y paganas, y
también de su propio pueblo por su justicia y su pureza moral. No hay la más mínima
desviación en su carácter, que es la razón por la cual no comparte la devoción de Israel
con ningún rival. Está celoso, como la pareja fiel en el matrimonio, cuyo amor por su
cónyuge es tan constante e intransigente que el amor recíproco e íntegro es la única
respuesta adecuada que se puede dar a cambio. La respuesta de Yahvé subraya las
exigencias absolutas y la naturaleza sobrecogedora de la gracia de Dios, que se ven en
su santidad y sus celos. No es una elección fácil negarse a rendirse genuinamente a su
Señorío (v. 20).
Pero, así como no hay nadie como él, tampoco existe una verdadera elección para el
pueblo. Me vienen a la mente las palabras de Pedro al Señor Jesús cuando muchos le
daban la espalda y ya no caminaban con él: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna” (Jn. 6:68). Los oyentes de Josué afirman, pues: “No, sino que serviremos
al Señor” (v. 21). Una vez los ha alentado a considerar el precio y a entrar en este pacto
renovado con toda seriedad y meditación, conscientes de su propia debilidad e
incapacidad, Josué acepta la elección de ellos y les llama a ser testigos contra sí mismos
de que esta es la resolución solemne a la que han llegado y es lo que hacen (v. 22). Esto
significa deshacerse de los ídolos, sus dioses falsos, de una vez por todas, que es la
esencia de todo arrepentimiento verdadero. Esto debe ir seguido por una vida diaria de
discipulado, que se describe aquí como “inclinando vuestro corazón al Señor” (v. 23b),
que es el objeto de toda fe salvífica. Una vez más, el pueblo afirma su deseo de servir a
Yahvé obedeciendo su voz (v. 24).
El pacto se hace sobre esta base, con sus estipulaciones e implicaciones recogidas
“en el libro de la ley de Dios” (v. 26a). De nuevo, el testimonio escrito ha de tener un
lugar prioritario en la vida futura de la nación y el corpus de inspiración divina va
creciendo. También se vuelve a erigir un testigo de piedra (vv. 26b, 27a) como
recordatorio perpetuo del pacto ahora firmado y sellado, ya que el pueblo acepta
“todas las palabras que el Señor ha hablado con nosotros” (v. 27b) y se comprometen a
una vida de servicio leal. Confirma lo que han prometido, y testificará contra ellos en
cualquier incumplimiento futuro. Con estas palabras, Josué da por acabada la
convocatoria y ellos regresan a sus hogares recién hallados en la tierra, para vivir lo que
habían escogido solemnemente y lo que habían prometido hacer. La misma gracia que
proveyó una herencia propia a cada hombre, bastará para todas las pruebas,
oportunidades y posibilidades que el futuro brindará, si ellos siguen confiando y
obedeciendo.
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La historia está completa. La tarea de Josué ha acabado y la narrativa llega a su
conclusión (vv. 29–33). Al hijo de Nun se le concede el supremo elogio de recibir el
mismo título con el cual se exaltó a Moisés: él es “el siervo del Señor” (v. 29). A la edad
de 110 años, Josué muere y es sepultado en su propia parte personal del territorio, en
Timnat-sera, en Efraín (vv. 29, 30). El versículo 31 proporciona un epitafio adecuado y
un maravilloso resumen del impacto perdurable que el liderazgo de su siervo tuvo
sobre su nación. Influenció a toda una generación para Dios y para bien, de manera
que, mientras vivió aquella generación, “Israel sirvió al Señor”. Lamentablemente, el
libro de Jueces nos contará una historia muy diferente, pero no fue pequeño logro
mantener a Israel en el camino de forma tan perseverante y fructífera durante los
muchos años de su influyente liderazgo. Con todo, esto se debía exclusivamente a la
gracia y al poder de Dios, mediado a través de la Palabra de Dios y la oración.
Otras dos breves notas redondean este registro. Los huesos de José, traídos de
Egipto y llevados por todo el desierto y durante la conquista, se depositan por fin en
Siquem para que reposen “en la parcela de campo que Jacob había comprado” (v. 32).
Así como la muerte y la sepultura de Josué en su parte del territorio son la confirmación
de la fidelidad de Dios al guardar su promesa, aquí se presenta, pues, la misma idea
espiritual. Se habían dado enormes pasos hacia el cumplimiento de la historia de
salvación de Dios desde que Jacob compró ese trozo de tierra por fe y también desde
que José “hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo: ‘Dios ciertamente os cuidará, y
llevaréis mis huesos de aquí’ ” (Gn. 50:25), de nuevo por fe, como confirma Hebreos
11:22. La tercera sepultura es la de Eleazar, que había sido para Josué lo que Aarón fue
para Moisés, también sepultado en el norte del país, en Efraín, donde vivía su hijo
Finees (v. 33). Es el final de una era, pero la mención de Finees y los ancianos que
sobrevivieron a Josué nos recuerda que, aunque los líderes humanos vienen y van, la
obra de Dios continúa. La siguiente generación ya está en su puesto, con el gran
privilegio de haber sido testigo de todo lo que han visto y de todo lo que han recibido.
La pregunta de este último capítulo ha sido: ¿Qué harán con estas bendiciones
presentes y sobre sus grandes expectativas? Esta era la preocupación de Josué cuando
pasó el bastón de mando a los ancianos, los jefes, los jueces y los oficiales. El pueblo
había dado su resonante respuesta afirmativa: “Serviremos al Señor” (vv. 21, 24). La
cuestión será si la herencia que Josué les ha dejado se desarrollará o si se derrochará.
Fuente de la vida eterna
y de toda bendición;
ensalzar tu gracia tierna,
debe cada corazón.
Tu piedad inagotable,
abundante en perdonar,
único Ser adorable,
gloria a ti debemos dar.
De los cánticos celestes

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te quisiéramos cantar;
entonados por las huestes,
que lograste rescatar.
Almas que a buscar viniste,
porque les tuviste amor,
de ellas te compadeciste,
con tiernísimo favor.
Toma nuestros corazones,
llénalos de tu verdad;
de tu Espíritu los dones,
y de toda santidad.
Guíanos en obediencia,
humildad, amor y fe;
nos ampare tu clemencia;
Salvador, propicio sé.
(Letra del himno “Come, Thou Fount of every Blessing”; en español: “Fuente de la
vida eterna”, traducido del inglés al español por Thomas M. Westrup [1837–1909],
tomado de www.hymntime.com)

Epílogo
Una de los grandes valores del libro de Josué es la forma tan clara como mezcla la
capacidad soberana de Dios y la obediente actividad de Israel en la narrativa de cómo
se logró la conquista. Esto lo convierte en una excelente herramienta para enseñar
teología práctica.
Por parte de Dios, la fidelidad de Yahvé es el tema destacado del libro. Cuando dice
que va a hacer algo, su palabra es su juramento, y él cumple esa promesa. Josué
representa a la primera generación de israelitas que tienen que confiar en la Palabra
escrita, ya dada a Moisés y por medio de él, por la cual preservar y gobernar su
progreso. Para ellos (y nosotros), esta lección tiene una importancia primordial, a saber,
que la Palabra de Dios es cien por cien fiable. No solo lo es al ver lo que Dios ha hecho,
sino también porque él habla antes de actuar (es el Dios de la promesa) y sus grandes
hechos subsiguientes confirman su poder y su fidelidad, aumentando así la confianza y
la fiabilidad. Aprender esto es uno de los mayores pasos adelante que podamos dar en
nuestra vida de discipulado.
Esto lo vemos desde el comienzo mismo del libro, cuando Moisés, el gran líder,
acaba de morir. ¿Será este el tiempo de un nuevo movimiento de avance para entrar a
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Canaán (1:1, 2)? Sí, si Dios así lo dice. El desafío consiste en confiar en su fidelidad y no
intentar resolver las cosas a nuestra manera. La palabra de Dios no solo es algo en lo
que su pueblo tiene que confiar, es el punto crítico de su avance. Josué es un gran libro
para demostrar cómo la palabra de Dios hace el trabajo de Dios. El Espíritu divino usa la
palabra divina para llevar a cabo los propósitos divinos. Jericó ya había sido derrotada
por la penetración de la verdad de lo que Dios había hecho (2:8–11). En otros varios
ejemplos (5:1; 9:24; 10:1, 2), se enseña el mismo principio. La palabra de Dios es el
arma más afilada de todas, y porque la vivía, Josué venció (1:8). Prácticamente en cada
momento buscó la voluntad de Dios y la hizo: obedecer la palabra de Dios. Si no
conocemos su palabra, no demostraremos su fidelidad. Estudiar la Biblia, y en particular
el libro de Josué, no es, pues, una mera búsqueda intelectual, sino el arma esencial de
entrenamiento para una vida victoriosa. No puede haber madurez espiritual al margen
de la Palabra, porque “la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Ro. 10:17).
Esto nos lleva al otro lado de la imagen panorámica de Josué: la necesidad de la
obediencia como respuesta humana requerida. Este fue el sello en la vida personal de
Josué y el secreto de su éxito. Por naturaleza, parece haber sido comparativamente
inseguro, hasta tímido quizá, y, desde luego, necesitó mucho estímulo (1:6, 7, 9, 18).
Pero Dios lo convirtió en un conquistador, por su cuidadosa obediencia que surgía de
una fe viva y vital. La clave se resume en 1:8: “Meditarás… cuides de hacer… entonces
harás prosperar tu camino y tendrás éxito”. Ambos ingredientes importan. Cuando
recibimos la Palabra de Dios y la obedecemos, tenemos algo que darles a otros (1:9, 10;
3:8, 9; 4:1–4). Pero Josué tuvo sus fallo, claro está. Fue un hombre de fe y obediencia,
¡excepto cuando no lo fue! Con todo, incluso lo ocurrido con Hai y Gabaón estaba
dominado por la gracia de Dios, para bien. Sin embargo, se nos enseña con toda
claridad que la obediencia es la senda que lleva a la bendición, ya que es el camino a la
piedad.
La nación tuvo que aprenderlo también (6:17–19). Cuando Jericó cayó, los despojos
debían ser dedicados por completo a Dios, para que pudieran darse cuenta de que todo
su avance dependía del poder de Dios, que solo reciben quienes dependen
exclusivamente de él. Desde el comienzo, mismo era evidente que si querían ver cosas
sorprendentes realizadas por Dios, debía haber una consagración sincera a él (3:5;
7:13). Tienen que deshacerse de todos los ídolos (24:23), porque Dios está buscando
una santidad práctica, centrada

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