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MIRTA AGUIRRE

JUANA DE ASBAJE

Con Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana, en religión Sor Juana Inés de la Cruz,
quien muere con el siglo XVII —1651 a 1695 o, acaso, 1648-1695 se cierra la gran lírica
de lengua castellana de los Siglos de Oro. Y se cierra de modo interesante, no sólo con
una extraordinaria figura femenina sino, además, con una figura de Ultramar. El
virreinato de la Nueva España, rico y poderoso, poseía una intensa vida cultural en la
que no faltaban descollantes nombres literarios. En la dramática peninsular, Juan Ruiz
de Alarcón —el Corcovilla de Quevedo— se situaba, en primera línea, entre los grandes
autores teatrales; y cuando, en 1689, la imprenta do Juan García Infanzón lanzó en
Madrid el tomo titulado Inundación castálida, «de la única poetisa, musa décima Soror
Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el Monasterio de San Gerónimo de la
Imperial Ciudad de México», pese a que el libro no contenía, ni con mucho, todo lo
escrito por ella, ya que no aparecían en él algunas de las cosas más importantes salidas
de su pluma, la admiración y el asombro fueron generales. Porque si no faltaban del
todo en la me metrópoli quienes supieran de la existencia y de la obra de Sor Juana. esta
no había tenido, hasta entonces, oportunidad de extenderse a un amplio público.
El eco suscitado fue tan grande, que cuando la monja murió se encontró inacabado,
entre sus papeles, un romance en el que se asombra de la cantidad v la calidad de los
aplausos recibidos:

Cuándo, Númenes divinos,


dulcísimos cisnes, cuándo
merecieron mis descuidos
ocupar vuestros cuidados?
¿De dónde a mí tanto elogio?
¿De dónde a mi encomio tanto?
¿Tanto pudo la distancia
añadir a mi retrato?
¿De qué estatura me hacéis
¿Qué Coloso habéis labrado,
que desconoce la altura
del original lo bajo?
No soy yo la que pensáis,
sino es que allá me habéis dado
otro ser en vuestras plumas
y otro aliento en vuestros labios,
y diversa de mí misma
entre vuestras plumas ando.
no como soy, sino como
quisisteis imaginarlo (…)
Juana Inés de la Cruz había nacido en la pequeña aldea de San Miguel Nepantla,
cerca de Amecameca, en el Estado de México y había sido una niña y una adolescente
de talento excepcional. Prohijada desde muy joven por los virreyes Mancera, su belleza
y su enciclopédica erudición, más sorprendente por autodidáctica, la hicieron pronto
famosa y mimada por todos, al punto de que podía aplicarse lo que' de sí misma decía la
Leonor de su comedia Los empeños de una casa: «Era de mi Patria toda/ el objeto
venerado/ de aquellas adoraciones/ que forma el común aplauso...»
La situación, sin embargo, era difícil para ella. Sin fortuna, hija natural —de la
iglesia, como se decía entonces—, mujer de una época en la que el ejercicio de los
caminos del saber estaban cerrados a los individuos de su sexo, ¿a qué podía aspirar la
bastarda del marino vasco Pedro Manuel de Asbaje y de la criolla Isabel Ramírez de
Santillana, sin menoscabo de su dignidad, como no fuese al refugio de un claustro?
Eco pensaba su protectora, la virreina Mancera y eso pensaba, sobre todo, con
tenacidad capaz de horadar piedras, su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda.
Aunque Juana de Asbaje carecía do vocación monástica, según se sabe por
autoconfesión, en 1667 intentó hacerse carmelita descalza, en el convento de San José.
Incapaz de soportar, ni espiritual ni físicamente el rigor de la Orden, abandonó ese retiro
a los tres meses, para ingresar por fin, en 1669, tras ardua lucha consigo misma y con su
consejero religioso, en el Convento de San Jerónimo, cuyas reglas eran mucho más
flexibles. Desde entonces, vivió en clausura; pero en una clausura que permitía, con
bastante amplitud, visitas, correspondencia y dedicación al estudio. Directamente
protegida durante unos veinte años, primero por los virreyes Mancera y el arzobispo de
México, Fray Payo Enríquez de Ribera, y después, con mayor intensidad aún, por los
virreyes de Paredes y de la Laguna, Sor Juana Inés pudo desenvolver en ese lapso, sin
mayores obstáculos, su apasionada vocación por el dominio de las letras, de las artes y
las ciencias; hasta que la indiferencia de los virreyes de Galve y la muerte en España del
conde de Paredes y marqués de la Laguna, cuya alta posición en la corte de Carlos II le
servía de escudo, la dejaron a merced de sus enemigos: algunos que de buena fe creían,
como parece haber sido el caso del Padre Núñez de Miranda, que corría el riesgo de
entregar su alma al diablo al ocupar en las letras o en la indagación científica, el tiempo
que debía aprovechar en oraciones; otros que, como el arzobispo don Francisco Aguiar
y Seijas, sostenían a puño cerrado que el estudio y el saber no eran cosas de mujeres y
mucho menos de monjas; y otros que, por muchos años, habían ido acumulando
envidias y resentimientos contra ella, ya por su brillantez intelectual, ya por las
repetidas oportunidades que de demostrarla le habían proporcionado las preferencias
virreinales.
Entonces comenzó el vía-crucis que terminaría con el desquiciamiento psíquico de
quien una vez había escrito un tratado sobre El equilibrio moral, hasta el punto de que
la pluma capaz de producir la enérgica y rotunda Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, se
mojaría en la propia sangre para firmar votos de arrepentimientos y absurdas admisiones
de inexistentes culpas.
Lo mismo que no se puede conocer a Quevedo sin la lectura de su obra en prosa, es
imposible medir la dimensión intelectual de Juana Inés, jerónima de «velo y coro», sin
el dominio de su biografía, el análisis profundo del episodio que gira en torno a la
famosa Carta Athenagórica, y la despaciosa consideración de algunas de sus obras en
apariencias trilladamente religiosas, como el auto sacramental del Divino Narciso o
ciertas letras, romances y villancicos; y hasta la observación vigilante de producciones
tan «oficiosas» como podría decirse que es Neptuno alegórico. Porque en cuanto a
cultura general y a reciedumbre de pensamiento, justamente sólo Quevedo le es
comparable: aunque jamás le fuera dado a Juana de Asbaje pisar una universidad y
tuviese que aprenderlo todo —música, pintura, matemáticas, astronomía, filosofía,
teología, física, literatura, derecho— por sí misma, libros en mano, «en muda
conversación con los difuntos» o con quienes eran para ella, monja enclaustrada del
Nuevo Mundo, lejanísimas sombras.

Poesía «de ocasión» y poesía «de encargo»

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