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Un medio hostil
Japón es un archipiélago de miles de islas con cuatro islas principales: Hokkaido, Honshu,
Shikoku y Kyushu. El relieve es además abrupto y montañoso, solamente explotable por
sistemas forestales; la zona llana cubre únicamente el 16% del área, concentrada en
estrechos valles y franjas junto a la costa. En estas condiciones, se limitan los lugares
donde se pueden realizar la mayoría de las actividades económicas, y las comunicaciones
y el comercio son difíciles.
Las fuertes pendientes interiores llevan a la formación de más de una decena de ciudades costeras
millonarias y grandes conurbaciones. Fuente: Cartografía EOM
Además, en Japón viven más de 120 millones de personas, con una densidad de
población de 336 habitantes por kilómetro cuadrado, pero concentrada en las escasas
regiones llanas y con un interior montañoso despoblado, lo que supone densidades reales
de más de mil habitantes por kilómetro cuadrado en las zonas llanas y la formación de
grandes conurbaciones urbanas, como la de Tokio-Yokohama —30 millones de
habitantes— o la de Kobe-Osaka-Kioto —20 millones—. Esto genera problemas en la
gestión de los usos del suelo por la competencia entre la agricultura, la industria y los
usos residenciales por las escasas zonas llanas.
Su ubicación en el Cinturón de Fuego del Pacífico, la zona sísmica y volcánica más activa
del mundo, somete al país a frecuentes terremotos, erupciones volcánicas y tsunamis. A
los riesgos geológicos se suman los riesgos climáticos, desbordamientos durante los
deshielos y el frecuente azote de tifones. En otras palabras, la población y la economía se
concentran en aquellas zonas —los fondos de los valles— más susceptibles de sufrir
inundaciones y las más vulnerables —zonas costeras— al riesgo de tsunamis.
Un interior despoblado lleva a que las costas tengan densidades de población muy elevadas.
Fuente: Cartografía EOM
A esto hay que sumar que, al ser un archipiélago volcánico, hay una ausencia casi
absoluta de materias primas y fuentes de energía que ha llevado a su importación masiva,
con una casi absoluta dependencia exterior, pero también de productos alimentarios, ya
que, pese a la fertilidad de los suelos y la riqueza marítima, la alta densidad y la escasa
superficie cultivable hacen que haya que competir por el terreno con otros usos más
rentables.
La clave Meiji
La solución fue importar estas materias primas y fuentes de energía de otros Estados
asiáticos, transformarlos mediante la industria y aportarles un valor añadido para después
abastecer Japón y protegerse de las importaciones extranjeras, si bien acabó vendiendo
también en los mercados orientales, lo que permitiría sufragar los costos de las
importaciones con el valor añadido de las exportaciones.
El mayor problema es que se carecía de una clase industrial con iniciativa emprendedora.
En consecuencia, el Estado expropió la tierra a los daimios —alta nobleza— y les pagó
con bonos para destinar a la industria. El Estado se hizo cargo de invertir en las
industrias, adquirir la maquinaria y tecnología occidentales y formar a técnicos —bien
enviando estudiantes a Occidente o atrayendo occidentales cualificados—; cuando estas
industrias eran rentables, las ponían a la venta por debajo de su valor, lo que evitaba la
necesidad de la iniciativa empresarial y generaba directamente una rica burguesía que se
estaba beneficiando de una industrialización que no había iniciado, pero que disponía de
bonos para destinar a su continua modernización o al desarrollo de nuevas fábricas. Las
elites del país acabaron haciéndose con numerosas industrias de diferentes sectores y
generaron grandes conglomerados empresariales: los zaibatsus.
Esto significó que el campesinado pasó de servir a los señores feudales en el campo a
trasladarse a las ciudades para servir a los mismos señores convertidos en burgueses. De
ahí que hasta la actualidad haya perdurado una relación paternalista por parte de la
empresa con sus trabajadores, que a su vez sirven a la misma por encima de sus
intereses personales, y generalmente de por vida, en un modelo de mutua lealtad.
Así, se dan características únicas, como salarios acordes con la edad y no con el
puesto, ascensos según el tiempo en la empresa y no según el trabajo, la contratación de
personas por sus lazos familiares con otros trabajadores, el mantenimiento de plantillas
por encima de las necesidades de las empresas, el trabajo duro en servicio de la
compañía, por el bien colectivo —aun en perjuicio de la vida privada o de la ausencia de
recompensas—, o una altísima responsabilidad social de las empresas.
Las empresas buscan a sus futuros trabajadores con años de antelación, cuando aún
están estudiando, y luego se dedican a formarlos para ocupar los puestos que quedarán
vacantes, asegurándose de que cada persona tiene la formación perfecta para su puesto
y sus funciones.
Estas características permiten que la empresa japonesa dedique parte de sus recursos a
la continua formación de sus trabajadores y que estos introduzcan continuamente
pequeños cambios que repercutan en la productividad generando kaizen, mejora
continua, una inversión en I+D —investigación y desarrollo— de la que toda la empresa
participa.
Japón ha apostado por la innovación para estar siempre a la vanguardia tecnológica mundial.
Fuente: Cartografía EOM
Pese a todo, sus características neofeudales hacen de la nipona una sociedad muy
conservadora, de tal modo que, mientras se han producido grandes avances económicos
y sociales, en algunos aspectos está muy lejos de los estándares del resto de países
industrializados, como en la integración de la mujer al mundo del trabajo, la aceptación de
la inmigración y la población LGTB o los derechos laborales.
El milagro japonés
Solamente cuando estalló la guerra de Corea pudo superar su posguerra, ya que Estados
Unidos, potencia ocupante de Japón, cambió su política respecto al archipiélago al aplicar
una estrategia de contención al comunismo y emplear las islas como punto de suministros
a Corea y como avanzadilla capitalista en Asia oriental. Ello permitió la llegada de
abundante capital, una rápida reindustrialización ante la demanda de suministros de las
tropas estadounidenses y la rearticulación de los zaibatsus en keiretsus.
El milagro japonés, el modelo genuino que desarrolló Japón, volvió sobre un fuerte
intervencionismo estatal, grandes holdings empresariales y la adquisición de tecnología.
Se importaban materias primas del sudeste asiático mientras se exportaban productos
manufactureros, cada vez de mayor calidad y valor añadido, gracias a la reinversión de
los beneficios en la adquisición y desarrollo de nueva tecnología y no en el reparto de
dividendos, como es habitual en Occidente. Se empezó con el desarrollo de industrias
químicas y metalúrgicas para después, cuando tuvieran una buena base, pasar hacia las
procesadoras.
En todo esto fue fundamental la intervención del Gobierno, que defendió un fuerte
proteccionismo —frente a las tendencias liberalizadoras mundiales— para así proteger las
industrias locales hasta que fueran capaces de competir con las extranjeras. En este
proceso tuvo un papel clave el Ministerio de Industria y Comercio Exterior (MITI por sus
siglas en inglés), que se encargó de desarrollar planes para las industrias punteras con
capital a bajo interés, subsidios fiscales y ayuda en la adquisición tecnológica, pero
también con directrices de comportamiento para las empresas, con lo que se dirigían los
esfuerzos de toda la nación hacia los sectores que consideraba emergentes. Entre 1955 y
1973, Japón experimentó tasas de crecimiento de entre el 6 y el 12% anual, muy
superiores a las del resto de los Estados industrializados.
Desde que finalizó la II Guerra Mundial, Japón vivió un fuerte incremento de su PIB que no experimentaron
otros países industrializados. Fuente: Economía de Japón, Á. Pelegrín Solé y A. Jensana Tanehashi, 2011
La deslocalización
Las empresas japonesas tuvieron poca presencia internacional hasta que en la segunda
mitad de los 60 alcanzaron un nivel tecnológico suficiente que les permitiese competir en
el exterior. En 1971, tras el Nixon Shock, el yen —la moneda japonesa— quedó
desvinculado del dólar y perdió rápidamente su competitividad al revalorizarse. En esta
situación, los holdings empresariales japoneses empezaron a instalarse en países en
desarrollo del sudeste asiático, lo que les permitió reducir las desventajas de los nuevos
tipos de cambio elevados con trabajadores más baratos que la ahora cara mano de obra
japonesa.
Poco después, en 1973, estalló la crisis del petróleo, que disparó el precio de los
combustibles. Un país como Japón, completamente dependiente de los hidrocarburos
para producir energía, importar materias primas y exportar productos elaborados, debería
haber sido muy afectado, pero, aunque estas nuevas circunstancias ralentizaron su
crecimiento económico, no lo detuvieron.
Ante estos nuevos escenarios, había quedado claro que la industria nipona era vulnerable
y estaba perdiendo competitividad. Japón buscó otra salida: se convirtió en uno de los
pioneros de la deslocalización, se libró de las industrias que consumían mucho espacio en
el congestionado país, tenían bajo valor añadido, necesitaban abundante mano de obra,
requerían gran cantidad de energía o eran demasiado contaminantes y cedió espacio a
los sectores más rentables y con mayor valor añadido, con el consiguiente abaratamiento
en la producción de bienes intermedios.
La deslocalización fue una de las claves del éxito del modelo nipón, pero a medida que otros países
replicaban el modelo aumentó el número de competidores. Fuente: Cartografía EOM
En 1986, cuando las exportaciones niponas ya representaban el 10% del total mundial, el
derrumbe del sistema de Bretton Woods y la política de Regan, que aumentó el déficit
federal estadounidense, hicieron de Japón el primer banquero mundial. Tokio aumentó
aún más sus relaciones político-económicas con los países del entorno para acceder a su
mano de obra barata y disciplinada y a sus materias primas.
Desde los 90, el país el país se enfrenta a una larga crisis, con un estancamiento de su
economía. La crisis se inició por el estallido de una gran burbuja financiera e inmobiliaria
desarrollada durante los 80 al amparo de Japón como banquero mundial, pero se ha
prolongado en el tiempo por el envejecimiento de la población y la competencia de otros
países asiáticos.
Precisamente fueron los llamados tigres o dragones asiáticos, una serie de países que
habían imitado el modelo de desarrollo japonés, los que empezar a competir con los
productos nipones. Japón había movido sus industrias a estos países para reducir los
costos de producción, lo que le valió transformarse en la segunda economía del mundo,
pero estos Estados habían adquirido en el proceso el conocimiento y la tecnología
japonesas y, con un fuerte intervencionismo estatal, lograron elaborar productos de cada
vez mayor calidad, hasta el punto de ser ellos los que recurrían a la deslocalización para
hacer su actividad industrial rentable.
A diferencia del sistema japonés, los tigres asiáticos nunca tuvieron el sistema industrial
dominado por la aristocracia, por lo que la política no se dedicó a proteger los intereses de
ciertos sectores frente al beneficio colectivo. Por su parte, el MITI había aplicado
un proteccionismo a sectores claramente en declive y no solamente en auge, lo que
lastró los esfuerzos de todo Japón.
El resultado fue que Japón perdió su ventaja competitiva, superado por sus discípulos. Su
modelo de desarrollo ha resultado un triunfo económico replicable, pero Japón
está muriendo de éxito. A su vez, aunque se han conseguido grandes avances en
educación, sanidad, equidad económica o derechos laborales, el modelo de desarrollo
nipón se ha centrado en el plano económico y ha dejado de lado la igualdad de género,
los derechos de las minorías sexuales, el ocio o la felicidad misma de sus ciudadanos,
con una de las tasas de suicidios más altas del mundo, legado que sus alumnos
también han heredado.