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Política científica y tecnológica de

Estados Unidos: reseña histórica e


implicancias para los países en
desarrollo
Bavhen Sampat

Santiago de Chile, diciembre de 2007


Este documento fue preparado por Bavhen Sampat, Universidad de Columbia. Este documento fue preparado
para la conferencia “Políticas de ciencia, tecnología e innovación y desarrollo en América Latina: ideas, historias,
desafíos”, Santiago de Chile 6 y 7 de diciembre de 2007.
Las opiniones expresadas en este documento, que no ha sido sometido a revisión editorial, son de exclusiva
responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las de la Organización

La autorización para reproducir total o parcialmente esta obra debe solicitarse al Secretario de la Junta de Publicaciones,
Sede de las Naciones Unidas, Nueva York, N. Y. 10017, Estados Unidos. Los Estados miembros y sus instituciones
gubernamentales pueden reproducir esta obra sin autorización previa. Sólo se les solicita que mencionen la fuente e
informen a las Naciones Unidas de tal reproducción.
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Índice

Introducción ........................................................................................5
I. Ciencia y tecnología en Estados Unidos en el período
anterior a la Segunda Guerra Mundial......................................7
II. Ciencia y tecnología durante la Segunda Guerra
Mundial y los debates Bush-Kilgore ........................................11
III. Política de ciencia y tecnología en el período de la
posguerra: evidencia empírica sobre los patrones
de financiación............................................................................17
1. Temas de política científica y tecnología en el
período de la posguerra: más allá de los datos .....................21
1.1 Tensiones en el contrato social para la ciencia.............21
1.2 ¿Y qué ocurre con la política tecnológica?...................23
1.3 El caso de la política de patentes ..................................24
1.4 Conclusiones e implicantes para la política
tecnológica de los países en desarrollo.........................26
Bibliografía ......................................................................................31
Índice de gráficos
Gráfico 1 FEDERAL R&D BUDGET BY FISCAL YEAR .......................18
Gráfico 2 FEDERAL R&D FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR ............18
Gráfico 3 FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR ................19
Gráfico 4 FEDERAL R&D FUNDS BY CHARACTER OF WORK,
FISCAL YEAR ....................................................................19
Gráfico 5 TOTAL U.S. R&D BY FUNDING SOURCE, FISCAL
YEAR ................................................................................20
Gráfico 6 BASIC RESEARCH, BY FUNDING SOURCE,
FISCAL YEAR ....................................................................20
Gráfico 7 BASIC RESEARCH BY PERFORMER, FISCAL YEAR ...........21

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Introducción

Con el creciente reconocimiento de que la ciencia y la tecnología son


decisivas para el desarrollo social, político y económico de los
modernos estados nacionales, existe en el mundo, y también en los
países en desarrollo, un creciente interés en las políticas de ciencia,
tecnología e innovación. Muchas de estas iniciativas apuntan a emular
los “éxitos” de las políticas implementadas en Estados Unidos, a partir
de la creencia de que el liderazgo científico y tecnológico
estadounidense se sustenta en ellas.
El presente trabajo sostiene que las lecciones que se pueden
extraer de la experiencia estadounidense son sutiles y más complejas
de lo que se percibe convencionalmente. En la sección 2 se sostiene
que en sus primeras fases el avance tecnológico de Estados Unidos se
dio en un contexto caracterizado por la ausencia de políticas
científicas y tecnológicas formales, tal como se conciben hoy en día.
De hecho, al período anterior a la Segunda Guerra Mundial se lo
identificaba como el período “en que la ciencia era huérfana”
(Greenberg, 1967). Sin embargo, a partir de la Segunda Guerra
Mundial Estados Unidos impulsa activamente sus políticas científico-
tecnológicas. En la sección 3 se analiza el rol de la Segunda Guerra
Mundial en moldear la política científica y tecnológica de Estados
Unidos; en particular, se examina el modelo de política tecnológica del
período y se resaltan los temas de controversia en los debates entre
Vannevar Bush y Harley Kilgore sobre el perfil de la política de
posguerra. Se analiza asimismo el Informe Bush —Science The
Endless Frontier—que se considera como el documento base de la
política científico-tecnológica estadounidense. En las secciones 4 y 5
se presenta evidencia empírica en relación al desempeño científico y

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tecnológico del país y se analiza el discurso sobre la política tecnológica a partir de la posguerra
para evaluar en qué ha sido influyente el Informe Bush, y en qué no lo ha sido. Por último, en la
sección 6 se presentan las conclusiones poniendo el énfasis en las lecciones que los países en
desarrollo deberían (y no debería) extraer hoy de la experiencia estadounidense en materia de
política científica y tecnológica.

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I. Ciencia y tecnología en Estados


Unidos en el período anterior a la
Segunda Guerra Mundial.

A fines del siglo XVIII, Estados Unidos era una nueva nación, un país
joven. Durante la Convención Constituyente, en el país se generó una
discusión política en torno a lo que hoy se llamaría “política científica
y tecnológica”. En ese debate hubo propuestas de crear una
universidad nacional y financiar investigaciones con el fin de
promover el desarrollo del conocimiento y descubrimientos útiles
(Dupree, 1986). Pero la mayoría de estas propuestas no fueron
aceptadas, reflejando la desconfianza que sentían muchos de los
constituyentes, en particular los representantes de estados pequeños,
hacia un gobierno central activo. Así, la única vez que se menciona la
palabra “ciencia” en la Constitución de Estados Unidos es en el
Artículo I, Octava Sección, donde se otorga al Congreso la facultad de
establecer un sistema de patentes “para promover el progreso de la
ciencia y las artes útiles”, lo cual resulta sorprendente si se considera
que los dirigentes políticos de la nación eran más conscientes de los
avances científicos y tecnológicos contemporáneos y se ocupaban más
de ellos que los dirigentes de cualquier otra época posterior de la
historia de ese país.
A pesar de la escasa infraestructura formal del gobierno para
apoyar la ciencia y la tecnología, surgieron instituciones científicas
nacionales. En este sentido, a fines del siglo XVIII y principios del
XIX se crearon instituciones científicas como la Sociedad Filosófica
de Estados Unidos y la Asociación de Estados Unidos para el Avance
de la Ciencia (AAAS por su sigla en inglés). La mayoría de estas

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instituciones tenía un enfoque utilitarista. Como señala Smith (1990), “Al no tener universidades
bien equipadas que pudieran promover el alto nivel de actividad científica del modelo europeo, los
estadounidenses se centraron en lo experimental y lo utilitario y relacionaron estrechamente a la
ciencia y la tecnología” (18).
Dada la condición de país en desarrollo en aquella época no sorprende que gran parte de la
generación y adquisición de competencias y capacidades científicas y tecnológicas derivara de la
adaptación y de la copia de tecnologías y métodos desarrolladas en los países entonces
desarrollados, como Gran Bretaña. En este sentido, Smith (1990) señala:
Puede decirse que la revolución industrial llegó a Estados Unidos en 1790 con Samuel Slater.
Mecánico experimentado, Slater había memorizado hasta el último detalle del proceso de
producción empleado en las plantas textiles de Manchester, para luego abandonar
clandestinamente Inglaterra, eludiendo las leyes de control de exportaciones. Después de
vincularse a la acaudalada familia Browne de Providence, Rhode Island, se abocó a lanzar la
industria textil en América del Norte (23).
Este y otros ejemplos de cierre de brecha tecnológica mediante la usurpación de tecnologías
de los países desarrollados resultan especialmente interesantes, y algo paradoxal si consideramos la
imposición que actualmente Estados Unidos y otros países desarrollados aplican en materia de
leyes de propiedad intelectual rigurosas a los países en desarrollo. Cabe señalar que la adaptación
de tecnologías externas por lo general no se daba libremente, sino que requería de lo que Dahlman
y Nelson (1995) denominaron “capacidades de absorción social”. De hecho, un componente
importante de las actividades tecnológicas, científicas y de investigación descentralizadas
desarrolladas por personas y empresas en Estados Unidos era el seguimiento, la adaptación y la
asimilación de tecnologías externas.
Desde principios del siglo XIX, el gobierno comenzó a apoyar activamente ciertas
actividades técnicas, la intervención priorizaba la medición de tierras en los territorios nuevos, el
establecimiento de normas y la creación de instituciones para el intercambio de información técnica
entre organismos oficiales y empresas. Estas actividades se dieron sobre todo durante la Guerra de
1812 y la Guerra de Secesión. En general, la ciencia no avanzó mucho y las mejoras tecnológicas se
daban de manera descentralizada con escaso apoyo del gobierno (Smith, 1990).
Aun sin el apoyo del gobierno en materia de ciencia y tecnología, la industria estadounidense
floreció durante el siglo XIX. Hacia mediados de la década de 1860, observadores internacionales
describían un nuevo “Sistema industrial de Estados Unidos”, que consistía en el empleo de
herramientas mecánicas para fabricar grandes cantidades de componentes metálicos con un alto
grado de precisión y estandarización. Este sistema llevó a espectaculares aumentos de
productividad durante el siglo XIX, el cual se basaba más en técnicas mecánicas que en
conocimientos científicos (Mowery y Rosenberg, 1991). El crecimiento tecnológico estadounidense
en las industrias de producción masiva también fue facilitado por las grandes dimensiones del
mercado nacional —que, entre otras cosas, creó economías de gran escala en la producción— y el
acceso a recursos naturales abundantes (Nelson y Wright, 1992). Asimismo, la existencia de redes
culturales y lingüísticas facilitó la comunicación entre innovadores y permitió la difusión
relativamente rápida de técnicas de procedimientos óptimos (Nelson y Wright, 1992).
La excepción a la ausencia general de apoyo oficial a la ciencia se dio en la agricultura. Allí,
tras constatar que los avances en química de suelos de la década de 1850 podrían mejorar la
productividad de los agricultores estadounidenses, el gobierno aprobó en 1862 la Ley Morrill de
concesión de tierras. La Ley Morrill otorgaba recursos a los Estados para la investigación
universitaria en agricultura y para actividades de extensión dirigidas a i) vincular la investigación
con problemas prácticos y ii) difundir los resultados de la investigación académica entre

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potenciales usuarios. Esta ley condujo, junto a posteriores iniciativas legislativas, a la formación de
un sistema descentralizado de universidades que se dedicaban ocasionalmente a investigación
básica, pero que tenían principalmente una orientación aplicada (Rosenberg y Nelson, 1994).
Mowery y Rosenberg (1991) observan que el carácter descentralizado de estas universidades
surgidas de la ley de concesión de tierras (que posteriormente se dedicarían también a la
investigación en ingeniería y técnicas mecánicas) fue un factor determinante en su dinamismo
tecnológico y sus aportes a la productividad estadounidense. Estos autores señalan lo siguiente:
“la diversidad misma del sistema de educación terciaria, la relativa facilidad de acceso al mismo y
la ausencia de un sistema de financiamiento centralizado en el plano federal contribuyeron en su
conjunto a conformar una cultura académica empresarial en la cual los programas de estudio y la
investigación estuvieron más estrechamente orientados a las oportunidades comerciales que en
muchos sistemas europeos de educación terciaria.” (94)
En la misma época en que se fundaron las universidades, ingresaron a la escena
estadounidense otros dos tipos de instituciones. En primer lugar, luego de la Guerra de Secesión,
cada vez más empresas estadounidenses comenzaron a realizar investigaciones científicas internas
por razones de competitividad. Pero, al menos hasta la Primera Guerra Mundial, estos laboratorios
de investigación industrial no se dedicaron como actividad principal la creación de nuevos
conocimientos científicos, sino que más bien se concentraron en seguir de cerca las investigaciones
científicas existentes y adaptarlas con el fin de contribuir a desarrollar y perfeccionar sus
tecnologías (Mowery y Rosenberg, 1991).
Al mismo tiempo, hacían falta empleados capacitados en disciplinas científicas. Ello, entre
otros acontecimientos, llevó al surgimiento en Estados Unidos de “universidades de investigación”
modeladas conforme a la tradición alemana —es decir, centradas en la investigación básica—, la
primera de las cuales fue la Universidad Johns Hopkins, fundada en 1876 (Geiger, 1986). Otras
universidades—incluidas instituciones educativas de la época colonial como Harvard, Yale y
Columbia—no tardaron en emular a Johns Hopkins, poniendo el hincapié en la investigación y la
educación superior. Al mismo tiempo, se fundaban universidades de investigación totalmente
nuevas, como las Universidades de Chicago y Stanford. En vísperas de la Primera Guerra Mundial,
las universidades de investigación comenzaban a ser reconocidas como la cuna de la investigación
básica de Estados Unidos (Geiger, 1986). Estas universidades recibieron poco apoyo oficial,
debiendo depender, para su subsistencia, principalmente del sector privado y de fondos
filantrópicos.
La Primera Guerra Mundial ejerció una considerable influencia sobre la iniciativa científico-
tecnológica de Estados Unidos. Como también sucedería con la Segunda Guerra Mundial, el
gobierno se dio cuenta de que aprovechar el potencial científico y tecnológico incipiente del país
significaría un aporte importante al esfuerzo bélico. Ello condujo a la creación, en 1916, del
Consejo Nacional de Investigación, cuyo propósito era la coordinación y el seguimiento de las
actividades de investigación que realizaban las universidades de investigación, las universidades
estatales y los laboratorios de investigación industrial. La guerra mundial dio impulso a la
investigación, especialmente por parte de las empresas industriales. Asimismo, los aportes de la
ciencia y la tecnología a los esfuerzos bélicos llevaron a los políticos a reflexionar sobre cómo se
podía promover la ciencia con fines pacíficos. Pero estas iniciativas —y en especial la financiación
gubernamental de la investigación académica— enfrentaron resistencia en la comunidad científica.
Más específicamente —y reflejando paradójicamente los debates actuales en torno a la financiación
industrial de la investigación académica— destacados científicos de la época temían que los
recursos financieros oficiales comprometieran la integridad científica y preferían recibir recursos
de fuentes privadas y filantrópicas. Esta resistencia se debilitó un tanto en la década de 1930, luego

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de la Gran Depresión, época en que se redujeron las fuentes privadas de financiamiento (Geiger,
1986). Pero los cambios más considerables en este sector llegarían con la Segunda Guerra Mundial.

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II. Ciencia y tecnología durante la


Segunda Guerra Mundial y los
debates Bush-Kilgore.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tenía un sistema


de universidades dedicadas a la investigación básica, un conjunto de
universidades con una orientación más aplicada, y un grupo de
empresas dedicadas a diferentes actividades que realizaban
investigación científica y tecnológica por sí mismas. Pero no existía
una normativa científica y tecnológica formal. Como señala Smith
(1990) al referirse a este sistema, “la orquesta se armó, pero todavía no
había una partitura en común para los músicos, ni un director”.
Hacia 1940 estaba claro que Estados Unidos entraría en la
Segunda Guerra Mundial. También se sabía que sería una guerra
tecnológica, donde el bando que tuviese más capacidad tecnológica
sería el que tenía mayores posibilidades de ganar (Geiger, 1993). El
presidente Roosevelt sabía que durante el período de entreguerras se
habían desarrollado núcleos científica y tecnológicamente
competentes. A efectos de poder explotar la competencia de los
mismos y coordinar el esfuerzo científico y tecnológico en tiempos de
guerra, recurrió a Vannevar Bush, ex vicepresidente y decano del
Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT por su sigla en inglés) y
principal vocero de la comunidad científica.
Bush creó el Consejo de Investigación de Defensa Nacional
(NDRC por su sigla en inglés) y fue designado al frente del mismo.
Este Consejo tendría cuatro características fundamentales (Kevles,
1977). En primer lugar, todas las decisiones fundamentales serían

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adoptadas por una minoría selecta de científicos civiles que dependía directamente del Presidente,
tratándose de una reacción directa ante la antipatía que causaba el control del gobierno en los
científicos. En segundo lugar, gran parte del esfuerzo en materia de ciencia y tecnología que se
realizó durante la Segunda Guerra Mundial se financió a través de investigaciones por contrato a
científicos financiados por el gobierno en universidades (y empresas) en lugar de reclutarlos para
trabajar en instituciones oficiales en épocas de guerra, lo cual ayudó a evitar que se distorsionara la
actividad científica y a explotar la infraestructura existente. En tercer término, había una fuerte
relación de dependencia respecto a algunas instituciones de elite, donde la amplia mayoría de los
fondos para instituciones académicas iban a parar a un puñado selecto de instituciones y el 40 % de
los contratos industriales estaban el mas manos de solo diez empresas (Kevles, 1977). Como cuarto
elemento característico, los recursos para investigación y desarrollo bélicos eran esencialmente
ilimitados, lo cual ponía de manifiesto la atmósfera de crisis, que se vivía en esos tiempos. En
1941, a solicitud de Bush, se ampliaron las atribuciones del NDRC para que se incorporara la
investigación médica y se le cambió de nombre, pasando a denominarse Oficina de Investigación y
Desarrollo Científicos (OSRD por su sigla en inglés).
Un rasgo central de la organización de la política científica bélica fue “mantener el ejercicio
de la opción científica en manos de científicos”, quienes (creían) “ser los únicos que estaban en
condiciones de juzgar los méritos de cierta línea de investigación” (Dupree, 1986). En esas
circunstancias, la comunidad científica gozaba de recursos y de rango, así como de la ausencia
general de interferencia política en la tarea de investigación. Al mismo tiempo, los científicos no
podían contar con total discreción sobre los problemas de investigación, dadas las necesidades
específicas de los militares durante la guerra, aspecto que algunos resentían y que sería un elemento
determinante en la polémica sobre la política científica en la posguerra instaurada en ese entonces.
Si bien la bomba atómica es el avance tecnológico más comúnmente asociado con la
Segunda Guerra Mundial, hubo otras múltiples invenciones, desde el desarrollo de un proceso para
la producción masiva de penicilina hasta la tecnología de radares, que fueron fundamentales para la
victoria aliada. Así, en 1944, más de un año antes del lanzamiento de las bombas atómicas en
Hiroshima y Nagasaki, Vannevar Bush figuraba en la portada de la revista Time como “El general
de la física”. Estaba claro que la ciencia y la tecnología habían ganado la guerra y rápidamente se
centró la atención en cómo organizar las actividades científicas y tecnológicas de la posguerra. Si
bien había mucha controversia sobre los aspectos específicos, existía amplio consenso de que la
actitud de laissez-faire previa a la Segunda Guerra Mundial sería abandonada. El gobierno
respaldaría la ciencia en épocas de paz.
Si bien se reconocía la importancia de la ciencia y la tecnología en el esfuerzo bélico, había
una cantidad de prominentes políticos liberales a quienes no seducían mucho los rasgos elitistas de
la política científica y tecnológica de la guerra y deseaban modificarla cuando llegaran tiempos de
paz. Más ruidosamente, el senador Harley Kilgore (demócrata de West Virginia) expresó su
preocupación acerca de varios rasgos del esfuerzo bélico, como lo describe en detalle Kevles
(1977). La primera inquietud que manifestaba Kilgore era que la amplia mayoría de los fondos
fueran a dar a una minoría selecta de científicos y grandes empresas, la mayoría de los cuales
estaba ubicada en el noreste y en California. Kilgore consideraba que este modelo, que quizás había
sido apropiado en tiempos de guerra, provocaría desigualdades geográficas si continuaba en la
etapa de posguerra. En segundo lugar, tenía la inquietud de que las patentes que surgieran de las
investigaciones de la época bélica fueran asignadas a investigadores en vez de quedar en el dominio
público, lo que también podría exacerbar la concentración de poder tecnológico y económico en
manos de grandes instituciones de elite. En forma más general, Kilgore despreciaba el control de la
política científica y tecnológica por parte de un puñado de científicos de elite, dirigidos por Bush.

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La propuesta de Kilgore para la política científica y tecnológica de posguerra –la ley de


movilización científica– exhortaba a crear una sola institución financiadora de la investigación
básica y aplicada: la Fundación Nacional de Ciencia. Esta institución financiaría tanto la
investigación básica como la aplicada y colocaría en el dominio público las patentes resultantes de
la investigación pública, no estaría conducida por una minoría selecta de científicos, sino que por
un “consejo y un grupo asesor, ambos cuales tendrían representantes de la industria, la agricultura,
los trabajadores y las pequeñas empresas, así como de la ciencia y la tecnología” (Kevles, 1977,
10).
Esta iniciativa generó inquietud en la comunidad científica. La mayoría de los científicos
gozaban de la afluencia de fondos para la ciencia del esfuerzo bélico, pero les disgustaba el control
burocrático de la investigación que exigía la guerra y no querían que continuara en tiempos de paz.
Los científicos –encabezados por Bush– estaban especialmente preocupados debido a que el
control radicaría en no científicos, quienes (en opinión de los científicos) carecían de la capacidad
de elegir proyectos meritorios.
En respuesta, la comunidad científica se movilizó bajo la conducción de Vannevar Bush.
Específicamente, Bush se aseguró de que el Presidente Roosevelt le solicitara la elaboración de un
informe sobre la política científica y tecnológica de posguerra (Zachary, 1999). La carta comenzaba
así:
Estimado Dr. Bush: La Oficina de Investigación y Desarrollo Científicos, de la cual usted es
Director, representa una experiencia extraordinaria de trabajo en equipo y cooperación para
coordinar la investigación científica y aplicar el conocimiento científico existente a la solución de
los problemas técnicos predominantes en guerra […] Sin embargo, no hay motivo para que las
lecciones que se hallen en este experimento no sean empleadas de manera fructífera en tiempos
de paz. La información, las técnicas y la experiencia de investigación desarrolladas por la Oficina
de Investigación Científica y Desarrollo y los miles de científicos de las universidades y de la
industria privada deberían ser empleados en los tiempos de paz que vendrán para mejorar la salud
nacional, crear nuevas empresas que generen nuevos empleos y elevar el nivel de vida nacional.
La respuesta de Bush, redactada conjuntamente con un comité de científicos de elite, fue el
informe “Science, The Endless Frontier”. El “informe Bush” es con frecuencia considerado el
documento de base de la política científico-tecnológica de Estados Unidos.
El informe (Bush, 1945) contiene tres consideraciones fundamentales sobre la investigación
básica que determinan las propuestas políticas específicas detalladas en el documento.
1. “La investigación básica conduce a nuevo conocimiento; aporta capital científico; crea el
fondo del cual se deben extraer las aplicaciones prácticas del conocimiento. Los nuevos
productos y los nuevos procesos no aparecen adultos, sino que se fundan en nuevos
principios y nuevas concepciones, que a su vez son desarrolladas laboriosamente con la
investigación en el ámbito más puro de la ciencia […] la investigación básica es la que
marca el ritmo del progreso tecnológico.”
2. “No podemos esperar que la industria llene el vacío en forma adecuada, la industria se
pondrá a la altura del desafío de aplicar el nuevo conocimiento a nuevos productos y
para ello se puede recurrir al incentivo comercial, pero la investigación básica es
esencialmente de naturaleza no comercial y no recibirá la atención que requiere si se deja
en manos de la industria.”
3. “La investigación básica se realiza sin pensar en los fines prácticos, desemboca en
conocimiento general y en una comprensión de la naturaleza y sus leyes. Este
conocimiento general proporciona los medios para dar respuesta a una gran cantidad de

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importantes problemas prácticos, aunque puede no dar respuesta completa y específica a


ninguno de ellos. La función de la investigación aplicada es dar esas respuestas
completas. El científico que realice investigación básica puede no estar interesado en
absoluto en las aplicaciones prácticas de su trabajo, pero el progreso adicional del
desarrollo industrial acabaría por estancarse si se dejara de lado por mucho tiempo la
investigación científica básica”.
Las afirmaciones del punto 1 han sido interpretadas, en general, como los pilares del
“modelo lineal” de innovación, según el cual la investigación básica es necesaria y suficiente para
el progreso técnico de la industria. Este modelo fue posteriormente cuestionado por economistas y
analistas de ciencia política como una caracterización inadecuada de la relación entre ciencia,
tecnología e innovación (Kline y Rosenberg, 1986).
La segunda afirmación anticipa la teoría de la “falla de mercado” en cuanto al financiamiento
de la investigación básica (Nelson, 1959; Arrow, 1962); la investigación básica es fundamental
para el desarrollo de capacidades tecnológicas a nivel de empresas, y se precisa del apoyo del
gobierno para mantenerla en los niveles socialmente deseables. Por contraste, Bush argumenta que
la “investigación aplicada” sería incentivada por el sistema de patentes y, en efecto, estos son los
aspectos de “política tecnológica” que contiene el informe Bush, según se analiza a continuación.
Estas dos primeras afirmaciones legitimizan la intervención del estado para la financiación
de las actividades de investigación básica, pero no indican quien tomaría las decisiones de
financiación. Este punto es recogido en la tercera premisa; al caracterizar la investigación básica
como no planificable, Bush debilita el argumento de Kilgore y de otros de que las decisiones sobre
asignación deberían ser tomadas por funcionarios o por quienes responden a necesidades prácticas
(Nelson, 1997; Stokes, 1994). Para Bush esto es imposible porque los frutos de la ciencia son
imprevisibles. Con esta caracterización, Bush sentó las bases para la gobernanza de la ciencia por
científicos, con mérito científico, para líneas especiales de investigación (determinadas por revisión
de pares) como variables primarias que conduzcan las decisiones de asignación.
Los tres puntos delineados anteriormente constituyeron una plataforma de lanzamiento para
el plan institucional específico de Bush en su informe “Science, The Endless Frontie”. Al igual
que Kilgore, Bush propone la creación de una sola fundación que financie la investigación, pero
esa fundación se centraría en la investigación básica y quedaría políticamente aislada, el Presidente
designaría un consejo integrado primariamente por científicos, y el consejo nominaría un director.
Por su parte, la financiación estaría orientada a apoyar a las mejores instituciones y personas, con
revisión de pares como principal mecanismo de asignación de recursos.
Las diferencias entre las propuestas de Kilgore y de Bush eran manifiestas. Como sugiere
Kevles (1977):
Las diferencias entre Bush y Kilgore se reducían a un solo tema: Kilgore quería una fundación
que fuera sensible al control de los legos y estuviese dispuesta a respaldar la investigación para el
avance del bienestar general, mientras que Bush y sus colegas querían una institución dirigida por
científicos orientada principalmente al progreso de la ciencia (16).
El elemento común de las propuestas de Bush y Kilgore era que hubiese solamente una gran
institución proveedora de recursos a efectos de evitar la duplicación del financiamiento y de ayudar
en la coordinación del esfuerzo de investigación. En testimonio ante el Senado sobre el proyecto
Kilgore, 99 de 100 testigos respaldaron esta disposición (Kevles, 1977), pero de manera algo
irónica, fue el elemento que no se concretó. La legislación basada en los modelos de Bush y
Kilgore fue introducida en el Congreso en 1945, y fue muy polémica en torno al debate del control
político en oposición al control científico. Pero mientras que los políticos debatían, el sector
comercial del país seguía adelante y alguien tenía que albergar la investigación científica y

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tecnológica que se hallaba en curso. En 1946, se creó el Organismo de Energía Atómica (que luego
se convertiría en el Departamento de Energía), institución que absorbió la investigación nuclear y
sobre energía en tiempos de guerra. Ese mismo año se fundó la Oficina de Investigación Naval y,
en 1949, se crearon los Institutos Nacionales de Salud ,para absorber la investigación médica, y el
Departamento de Defensa, que se hizo cargo de otras investigaciones militares.
En 1950, se llegó a un compromiso entre los planteos de Bush y de Kilgore para crear la
Fundación Nacional de Ciencia, según se detalla en Kevles (1977). La Fundación tenía como
objetivo canalizar la financiación para la investigación básica y la capacitación. Siempre según una
posición intermedia entre los planes de Bush y de Kilgore, se estableción que el director fuera de
designación política (presidencial), pero también se previó que respondería primariamente ante un
grupo de científicos de excelencia reunidos en el Consejo Nacional de Ciencia. Sin embargo, como
consecuencia de los atrasos para aprobar el proyecto de compromiso, cuando se instituió la
Fundación Nacional de Ciencia, gran parte de la investigación en curso del país ya había sido
acogida por otros organismos orientados a objetivos específicos. Como señalan Graham y Diamond
(1997):
Hacia 1950, la naturaleza pluralista del sistema federal de investigación estaba bien establecida y
la nueva fundación, pese a su marcada orientación a la investigación primaria, estaba en
desventaja con su ingreso tardío. Los fondos de investigación de la Fundación ampliarían
modestamente la olla de ayuda federal, pero la Fundación no sería reformulada
considerablemente ni coordinaría la política científica nacional.
En vez de haber una sola institución que coordinara la investigación, se sentaron las bases de
un tema clave en la política científica estadounidense de posguerra: el pluralismo.

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III. Política de ciencia y tecnología


en el período de la posguerra:
evidencia empírica sobre los
patrones de financiación.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1940, el total de fondos


federales de Estados Unidos para la investigación y desarrollo
amontaban a menos de cien millones de dólares (Mowery y
Rosenberg, 1991), lo cuales era principalmente dedicados a la
investigación agrícola. Hacia fines de la guerra, los fondos federales
aumentaron a una magnitud de 2.000 millones de dólares y, como se
exhibe en el gráfico 1, continuaron creciendo considerablemente a lo
largo del tiempo:
Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciencia y la
tecnología dejaron de ser “huérfanas”: el gobierno federal se convirtió
en patrocinador activo. A primera vista, estas cifras pueden ser
percibidas como pruebas de éxito del Plan Bush. Sin embargo, como
se sugiere anteriormente, el auge de las instituciones con fines
específicos hicieron que la organización central que Bush, Kilgore y
casi todos los demás artífices de la política científico-tecnológica
impulsaban estuviese condenada a constituir una pequeña parte del
cuadro. La mayor parte de la financiación de posguerra fue asignada a
organismos orientados a objetivos específicos, con solamente una
parte del total de fondos de investigación y desarrollo para la
Fundación Nacional de Ciencia (véase el gráfico 2):

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Gráfico 1
FEDERAL R&D
Federal BUDGET
R&D BY year
Budget by fiscal FISCAL YEAR
(thousands of 1995 dollars)
(THOUSANDS OF 1995 DOLLARS)
70000000
65000000
60000000
55000000
50000000
45000000
40000000
35000000
30000000
25000000
20000000
15000000
10000000
5000000
0

1955 1965 1975 1985 1995

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and
Development, varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Gráfico 2
FEDERAL R& D BY FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR
FEDERAL R&D BY FUNDING AGENCY, FISCAL YEAR
THOUSANDS
(thousands ofOF 1995
1995 DOLLARS
dollars)
70000000
65000000
60000000
55000000 OTH ER
50000000 D OD
45000000 AEC/D OE/ERD A
40000000 H EW/H SS
35000000 N SF
30000000 N ASA
25000000
20000000
15000000
10000000
5000000
0
1955 1965 1975 1985 1995

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development,
varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

En cambio, el organismo más importante de investigación y desarrollo, entre 1955 y 1995,


fue el Departamento de Defensa. La investigación en materia de defensa distó mucho de ser la
investigación básica “pura”, que era el objetivo principal del informe Bush. Además, gran parte de
la investigación sobre defensa no fue realizada por universidades sino más bien por contratistas
industriales. Así, como se muestra en los gráficos 3 y 4, la mayoría del gasto en investigación y
desarrollo federal fue realizado por el sector privado y se centraba en la “investigación aplicada” y
el “desarrollo” en lugar de en “investigación básica”.

18
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Gráfico 3
FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR
(thousands of 1995 dollars)

FEDERAL R&D BY PERFORMER, FISCAL YEAR


THOUSANDS OF 1995 DOLLARS
70000000
65000000
60000000
55000000
50000000 FOREIGN
STATE/LOCAL
45000000
UNIVERSITY/NONPROFIT
40000000
INDUSTRY
35000000
INTRAMURAL
30000000
25000000
20000000
15000000
10000000
5000000
0
1955 1965 1975 1985 1995

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development,
varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Gráfico 4
FEDERAL R&D FUNDS BY CHARACTER OF WORK, FISCAL YEAR
FEDERAL R&D FUNDS BY CHARACTER OF WORK, FISCAL YEAR
1 0 0.0 0 %

90 .0 0%
80 .0 0%
70 .0 0%

60 .0 0% DEV ELOPMENT
50 .0 0% A PPLI ED
B A SI C
40 .0 0%
30 .0 0%
20 .0 0%

10 .0 0%
0 .0 0 %

1 9 65 1 9 75 1 98 5 19 9 5

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development,
varios años; National Patterns of R&D Resources, varios años.

Tomados en conjunto, los gráficos pueden cuestionar la visión común del plan Bush como el
documento de base de la política de investigación y desarrollo de Estados Unidos (Mowery, 1997;
2007).
Sin embargo, un aspecto del plan Bush que resultó muy influyente fue la noción de que el
gobierno federal aportaría la mayor parte de los fondos para la investigación básica. Los gráficos 5
y 6 demuestran que el papel federal en respaldar la investigación es mucho más elevado para la
investigación básica que para el total de las actividades de investigación y desarrollo.

19
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Gráfico 5
TOTAL U.S. R&D BY FUNDING SOURCE, FISCAL YEAR
TOTAL U.S. R& D BY FUND ING SOURCE, FISCAL YEAR
1 0 0 .0 0 %

9 0 .0 0 %

8 0 .0 0 %

7 0 .0 0 %
STA TE/ LOCA L
6 0 .0 0 % NONPROFI T

5 0 .0 0 % UNI V / NONPROFI T
I NDUSTRY
4 0 .0 0 % FEDERA L

3 0 .0 0 %

2 0 .0 0 %

1 0 .0 0 %

0 .0 0 %

1955 1965 1975 1985 1995 2005

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años;
National Patterns of R&D Resources, varios años.

Gráfico 6
BASIC RESEARCH, BY FUNDING SOURCE, FISCAL YEAR
BASIC RESEARCH, BY FUNDING SOURCE, FISCAL YEAR
1 0 0 .0 0 %

9 0 .0 0 %

8 0 .0 0 %

7 0 .0 0 %
S TA TE / LOCA L
6 0 .0 0 %
NONPROFI T

5 0 .0 0 % UNI V / NONPROFI T
I NDUS TRY
4 0 .0 0 % FE DE RA L

3 0 .0 0 %

2 0 .0 0 %

1 0 .0 0 %

0 .0 0 %

1955 1965 1975 1985 1995 2005

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años;
National Patterns of R&D Resources, varios años.

Además, en línea con el plan Bush, los actores clave en investigación “básica” en Estados
Unidos durante han sido las universidades.

20
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Gráfico 7
BASIC RESEARCH BY PERFORMER, FISCAL YEAR

BASIC RESEARCH BY PERFORMER, FISCAL YEAR


100.00%

90.00%

80.00%
70.00%
OTHER
60.00% NONPROFIT
50.00% UNIV/NONPROFIT
INDUSTRY
40.00% FEDERAL

30.00%

20.00%

10.00%

0.00%
1955 1965 1975 1985 1995 2005

Fuente: Fundación Nacional de Ciencias, Survey of Federal Funds for Research and Development, varios años;
National Patterns of R&D Resources, varios años.

1. Temas de política científica y tecnológica en el período


de la posguerra: más allá de los datos

1.1 Tensiones en el contrato social para la ciencia


Los datos que se presentan en la sección anterior sugieren que el efecto directo del plan Bush
en la política de ciencia y tecnología fue más limitado de lo que generalmente se cree. La mayor
importancia del informe Bush fue la repercusión ideológica que tuvo en la forma en que debe
regirse la ciencia; el informe introdujo el concepto de lo que desde entonces se ha denominado un
“contrato social” de la ciencia. En virtud de este contrato no escrito, como lo describen Guston y
Keniston (1994), el “gobierno se compromete a financiar las ciencias básicas que otros científicos
consideren que vale la pena apoyar, y los científicos se comprometen, por su parte, a realizar sus
investigaciones en forma eficiente y digna y a aportar una corriente constante de hallazgos que
puedan traducirse en nuevos productos, medicamentos o armas.” En otras palabras, el gobierno
financia la ciencia, pero los científicos tienen autonomía en la distribución de los fondos en y la
forma en que se regula la ciencia, comprometiéndose a aportar a cambio y resultados amplios, no
específicos.
Más allá de los datos, muchos de los debates en torno a la política científica reflejan
tensiones en este contrato. A partir de la década de 1960, tanto los políticos como la sociedad civil
comenzaron a plantearse si el consenso alcanzado en tiempos de guerra estaba dando los frutos
prometidos (Smith, 1990); esto llevó al desarrollo de iniciativas dirigidas a rediseñar el sistema de
financiación de las actividades científicas, para desplazarlo de la órbita de la revisión de pares y
vincular las decisiones de financiación más explícitamente con la búsqueda de los resultados
deseados. Estas preocupaciones resurgieron periódicamente a lo largo del último medio siglo,
generalmente en circunstancias de restricción presupuestaria. Como consecuencia, se han
producido algunos cambios, pero por lo general el principal criterio determinante es el mérito
científico de las propuestas, con cierto hincapié en la planificación.

21
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Otra de las tensiones que afectó al contrato social fue la presión por trascender una exigencia
de responsabilidad “amplia” y medir el efecto de las actividades científicas con financiación
pública en términos de resultados. La comunidad científica en general se ha resistido a estas
presiones, argumentando que es difícil condicionar la financiación al logro de resultados
específicos y que insistir en la obtención de resultados medibles podría “excluir” a la investigación
básica (David, Mowery y Steinmueller, 1992; David, 1994).
Un ejemplo de la tensión entre acentuar los objetivos científicos e insistir en la medición o
evaluación de los resultados sociales derivados de la ciencia está dado por los Institutos Nacionales
de la Salud (NIH por su sigla en inglés). A mediados del decenio de 1990, desde el Congreso y los
medios de comunicación se plantearon inquietudes sobre posibles desajustes entre los mecanismos
de financiación de esos Institutos y los costos sociales de ciertas enfermedades. Varios integrantes
influyentes del Congreso utilizaron estas cifras para criticar a los NIH, acusándolos de estar más
preocupados por financiar investigaciones interesantes desde el punto de vista científico que por
satisfacer las necesidades y prioridades sanitarias del país (IOM, 1998). La comunidad científica,
por su parte, rechazó esta concepción de asignar fondos en función de un “recuento de víctimas”.
Harold Varmus, en ese momento Director de los Institutos Nacionales de Salud, declaró ante los
legisladores que financiaban su organismo que:
“Debido a que la ciencia procura descubrir lo que se desconoce, es inherentemente impredecible;
en este sentido, se diferencia de la mayoría de las actividades, que pueden emplear métodos bien
establecidos para generar cantidades planificadas de productos conocidos. La historia ha
demostrado reiteradamente los beneficios de permitir que una parte considerable de nuestras
actividades de investigación sean guiadas por la imaginación y la productividad de científicos
individuales, no por un plan reglamentado dirigido a mitigar enfermedades que seguimos sin
comprender cabalmente”.1
Esta tensión entre asignación de recursos en función de los resultados sociales deseados
conducida por el Congreso y la asignación de recursos en función de lo que es mejor para la ciencia
según decisión de los científicos, evoca los temas que estaban en el centro del debate Bush-Kilgore
de hace 50 años.
Otro ejemplo de estas tensiones surge de la respuesta de la comunidad científica a la Ley
sobre Desempeño y Resultados en el Gobierno (GPRA por sus iniciales en inglés) de 1993
(Cozzens, 1999). Esta ley –que no se refiere explícitamente a los organismos encargados de
financiar las ciencias sino más bien a todo el aparato burocrático– estipula que los organismos
federales deben definir sus objetivos específicos, tomar medidas que reflejen esos objetivos y
elevar al Congreso en forma periódica informes sobre sus avances. En un principio, los organismos
encargados de financiar las ciencias creyeron, equivocadamente, que la GPRA no se aplicaba a
ellos. Desde que se promulgó la ley, por lo general ha habido laxitud en el cumplimiento de estas
disposiciones, destacando en los informes que presentan en virtud de la GPRA los hallazgos
científicos por sobre los resultados sociales (Cozzens, 1999).
Sin embargo, en los últimos tiempos ha habido una mayor insistencia del Poder Ejecutivo en
vincular la actividad científica a los resultados y en medir la ciencia. John Marburger, Asesor
Científico del Presidente, sostuvo recientemente que debía dedicarse más atención y recursos a la
“ciencia social de la política científica” y dijo asimismo que la política científica “es en gran
medida una rama de la economía y su puesta en práctica exige el tipo de herramientas cuantitativas
de las que disponen las autoridades de la política económica, incluidos los múltiples y variados
modelos econométricos, así como una base de investigación académica.”2 Si bien aún está por

1
(Testimonio de Varmus, http://www.hhs.gov/asl/testify/t970501a.html).
2
(http://www.ostp.gov/html/02_4_15.html).

22
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verse el efecto que tendrá esta iniciativa, sí resulta una importante lección respecto a la política
científica de Estados Unidos: actualmente sabemos muy poco acerca de cuándo, por qué y cómo
“funciona” e incluso de si efectivamente funciona en el sentido de lograr resultados socialmente
deseables.

1.2 ¿Y qué ocurre con la política tecnológica?


Un aspecto interesante de la política de ciencia y tecnología es la poca atención prestada a la
tecnología o a las políticas de innovación civil, es decir a las políticas dirigidas a promover la
creación de tecnologías o sectores específicos. Más allá de algunas iniciativas (véase, por ejemplo,
Branscomb y Keller, 1998), la consideración de políticas tecnológicas y de innovación del ámbito
civil ha sido más bien mínima en la posguerra, y las cuestiones de “política tecnológica” han sido
una parte reducida en el presupuesto total de investigación y desarrollo o en la atención de los
responsables políticos. (En cambio, en el ámbito de defensa no civil, las normativas de promoción
de tecnologías militares específicas son bastantes comunes). Esto en parte refleja la existencia de
una sensación extendida de que para los gobiernos es difícil “elegir ganadores” y de que aun
cuando los gobiernos pudieran hacerlo, lo que hubiesen decidido correría el riesgo de ser
manipulado por ciertos grupos de interés.3
La ausencia de una política tecnológica explícita también refleja la ideología representada
por el informe Bush. Según el “modelo lineal” de innovación propuesto por Bush, la política
tecnológica no es pertinente: es necesario y suficiente dotar de recursos a la investigación básica
para impulsar avances tecnológicos en el proceso de transformación. Como señala Smith (1990):
El consenso de la posguerra también supuso un acuerdo sobre la forma en que la tecnología pasa del
laboratorio a su aplicación comercial. La idea central era la ausencia de una idea: no parecía haber
necesidad de tener una estrategia deliberada de promoción de la innovación [...] había consenso en
que era poco necesario contar con políticas explícitas que fomentaran el desarrollo de tecnologías no
militares, mientras el gobierno siguiera estimulando incentivos de mercado (58).
Además de pecar de omisión en este sentido, según Nelson (1997), el informe Bush también
adolecía de otra carencia importante. En su afán por proteger la autonomía de los científicos al
adoptar decisiones de financiación, y en particular para evitar la planificación gubernamental de la
investigación básica, Bush se tomó la molestia de definir la investigación básica como una
actividad que no se prestaba a la planificación y de hacer hincapié en el importante carácter
aleatorio del trayecto desde la investigación científica hasta sus beneficios sociales.
Específicamente, aunque Bush era sin duda consciente de lo que Stokes (1994) luego denominaría
investigación básica “orientada al uso” (es decir, una investigación que es a la vez fundamental y
está dirigida a resolver problemas específicos) hizo todo lo posible para evitar referirse a esta
categoría y no abrir las puertas a una microgestión burocrática de la ciencia.
Sin embargo, el grueso de la financiación de la posguerra ha sido destinado a campos de
investigación básica orientada a objetivos específicos; y esta política tecnológica de facto ha sido
exitosa; según sostiene Nelson (1997):
“Si se considera la evolución de la industria estadounidense en la era posterior a la Segunda
Guerra Mundial, es sorprendente cómo las industrias más competitivas en el plano internacional se
han nutrido precisamente de las áreas tecnológicas en las cuales ha habido un grado importante de
investigación básica dirigida. Así, la industria estadounidense se ha destacado en la electrónica,
cuyas bases científicas han recibido amplia financiación del Departamento de Defensa, y en

3
Véanse entre otras las reflexiones de Paul Krugman sobre este tema en :
http://www.pkarchive.org/economy/IndustrialPolicyNotBad.html.)

23
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farmacéutica y dispositivos médicos, donde los Institutos Nacionales de Salud han invertido
generosamente en investigación básica universitaria” (44-5).
Nelson sostiene que reconocer más explícitamente que la investigación básica puede estar
dirigida a fines determinados es decisivo para lograr una política tecnológica efectivamente civil; si
bien reconoce que “elegir ganadores” es una tarea difícil y susceptible de manipulación política.

1.3 El caso de la política de patentes


Un componente de política tecnológica que sí fue considerado por el comité de Bush, si bien
no figuró en forma destacada en el informe, fue la política de patentes. Como se analiza en la
sección 2, la política de patentes fue una de las pocas áreas de la política científico-tecnológica de
Estados Unidos que recibió atención en los albores de esa república. Una de las preocupaciones de
Kilgore y otros era que las grandes empresas se estaban aprovechando del sistema vigente de
patentes para obtener patentes excesivamente amplias y disuadir a las empresas más pequeñas a fin
de excluirlas (Kevles, 1977). Otra preocupación, y una de las principales motivaciones detrás de la
propuesta legislativa inicial de Kilgore, era asegurar que las patentes desarrolladas a partir de
investigaciones financiadas con recursos públicos pasaran al dominio público en vez de quedar en
manos de quienes obtenían las concesiones o los contratos. Kilgore afirmaba que permitir que las
patentes surgidas de investigaciones financiadas con fondos federales fueran de los contratistas (en
vez del gobierno) favorecía a las grandes empresas en detrimento de las pequeñas. Decía además
que esa política perjudicaría a los consumidores, quienes se verían obligados a pagar precios
monopólicos por lo que era en definitiva producto de investigaciones financiadas por ellos mismos
a través del pago de impuestos. En el otro extremo del debate, los defensores de que las patentes
quedaran en manos de los contratistas sostenían que no permitirlo alejaría a empresas competentes
de la investigación financiada por el gobierno y, al no haber titularidad, se reducirían los incentivos
para invertir en el desarrollo comercial de estas invenciones.
Con respecto al tema general de la calidad de las patentes, Bush apoyaba en alguna medida
las quejas de que el sistema de patentes era objeto de posibles abusos, aunque creía que estos
lamentos eran exagerados. En este sentido, en su informe “Science, The Endless Frontie” señala:
Incertidumbres relacionadas con la mecánica de las leyes de patentes perjudicaron la aptitud de
las pequeñas industrias para traducir nuevas ideas en procesos y productos de valor para la
nación. Estas incertidumbres son atribuibles en parte a las dificultades y gastos inherentes al
funcionamiento del sistema de patentes tal como hoy existe. También pueden achacarse a la
existencia de ciertos abusos surgidos en el uso de las patentes. Es preciso corregir estos abusos,
que condujeron a ataques extravagantemente críticos que tienden a desacreditar un sistema
fundamentalmente sólido.
Pero en “Science, The Endless Frontie” Bush no se ocupó de posibles soluciones, sino que
por el contrario señalaba que otros organismos estaban llevando a cabo investigaciones referidas a
la problemática de las patentes y que debían aguardarse los resultados de las mismas para realizar
cambios específicos en las políticas. En un análisis posterior del régimen de patentes realizado por
el Senado en 1956, Bush concluyó que, al decir de Jaffe y Lerner (2004), el “incremento en el
volumen y la complejidad de las actividades científicas estaba ejerciendo fuertes presiones en los
examinadores de patentes. Ni la cantidad ni el nivel de pericia de los examinadores eran adecuados
[...] y el Congreso debía asignar partidas adicionales” (135).
En el medio siglo transcurrido desde entonces, la problemática de la calidad de las patentes
ha vuelto a ocupar el centro de los debates sobre políticas de ciencia y tecnología de Estados
Unidos. Actualmente existe una preocupación generalizada de que los examinadores de la Oficina
de Marcas y Patentes de Estados Unidos (USPTO por su sigla en inglés) no poseen los recursos

24
Towards non exclusive property rights: knowledge as an essential facility

necesarios para determinar con precisión si una invención es patentable o no, y están más
fuertemente incentivados para conceder patentes que para denegarlas (Lemley, Lichtman y Sampat,
2005). Algunos han sostenido que el actual régimen de patentes de Estados Unidos supone costos
sociales importantes y podría desalentar la innovación más que incentivarla (por ejemplo, Jaffe y
Lerner, 2004). Impulsado por estas preocupaciones, el Congreso está sopesando ciertos cambios al
régimen estadounidense de patentes que serían los más significativos de los últimos cincuenta años.
Sobre el tema específico de patentar investigaciones financiadas con recursos públicos, en
“Science, The Endless Frontie” Bush adoptaba una posición intermedia entre los que sostenían que
todas las patentes debían pasar al dominio público y los que planteaban que para estimular la
comercialización era necesario conceder patentes a quienes financiaban investigaciones. Decía
específicamente que para los titulares de las concesiones de la Fundación que proponía crear,
“ciertamente no debería haber exigencia absoluta alguna de que todos los derechos de dichos
descubrimientos se atribuyeran al gobierno, pero el director y la división pertinente deberían tener
la facultad de decidir si en casos especiales el interés público exigía que le fueran asignados”
(Bush, 1945).
Sin embargo, contrariamente a las propuestas tanto de Bush como de Kilgore, la financiación
no estaba concentrada en un solo organismo, sino que se distribuía entre muchos. Luego de la
Segunda Guerra Mundial, cada uno de los principales organismos federales encargados de financiar
actividades de investigación y desarrollo estableció su propia política de patentes y la resultante
mezcla de políticas específicas de cada institución generó ambigüedades e incertidumbres para
contratistas y funcionarios.4 A pesar de numerosas audiencias en el Congreso sobre este tema, en el
período de 1950 a 1975 no se aprobaron leyes al respecto, debido a la incapacidad de los
defensores de cada una de las posiciones en pugna para resolver sus diferencias.
El debate de este período dejó de lado a las universidades. El tema de las políticas
universitarias en materia de patentes recién adquirió relevancia a mediados de la década de 1960 a
raíz de la inquietud expresada por algunas universidades ante la creciente dificultad para patentar
investigaciones financiadas con recursos públicos por numerosas trabas burocráticas. La ley Bayh-
Dole, o “Ley de patentes universitarias y de pequeñas empresas”, fue ideada para eliminar estos
obstáculos.
Desde los debates Bush-Kilgore, había existido una fuerte oposición en el Congreso a toda
política federal uniforme que concediera derechos de propiedad sobre patentes a quienes realizaban
o contrataban investigaciones. Pero la ley Bayh-Dole suscitó escasa oposición por diversos
motivos. En primer lugar, como su título sugiere, el hecho de que el proyecto de ley se centrara en
la obtención de derechos de patentes solamente para universidades y pequeñas empresas debilitaba
el argumento de que esas políticas de propiedad de patentes favorecerían a las grandes empresas.
Pero lo que es más importante, el proyecto de ley se presentó en medio de la polémica sobre la
competitividad económica de Estados Unidos de fines de la década de 1970, momento en que
existía una creciente inquietud de que Estados Unidos estuviese dejando de ser la vanguardia
tecnológica frente a países —especialmente Japón—que tenían estructuras normativas tecnológicas
más elaboradas.
Además de invocar hechos anecdóticos de ciertas universidades, los impulsores del
proyecto Bayh-Dole recurrían a una serie de argumentos —que en retrospectiva resultan
espurios (Sampat, 2006)— que sugerían que las tasas de comercialización de la
investigación con recursos oficiales eran inferiores cuando el gobierno era el titular de las
patentes resultantes.

4
Esta sección se basa en el análisis de Sampat, 2006.

25
Towards non exclusive property rights: knowledge as an essential facility

El proyecto de ley Bayh-Dole fue aprobado en 1981. La ley estableció una política federal
uniforme de patentes para universidades y pequeñas empresas, dándoles a estas los derechos sobre
las patentes resultantes de concesiones o contratos financiados por cualquier organismo federal.
Puesto que ya antes de la ley Bayh-Dole las universidades habían empezado a participar más en la
obtención de patentes y licencias, y debido a que el crecimiento de las patentes y licencias
universitarias hubiera continuado aun sin dicha ley (Mowery y otros, 2001), uno de los efectos más
importantes de ella fue de carácter normativo, al respaldar la participación de universidades en la
obtención de patentes y licencias, actividades en las que tradicionalmente habían participado con
renuencia por temor a que se vieran comprometidas sus atribuciones más amplias de investigación
y capacitación.
Sin embargo, hoy día, a un cuarto de siglo de su promulgación, se están reconsiderando los
efectos de la ley Bayh-Dole en Estados Unidos. Hay muy pocos elementos para sostener que haya
contribuido a intensificar la “transferencia de tecnología” y una creciente preocupación sobre
posibles efectos secundarios negativos involuntarios. Se trata, entre otros, del potencial de las
patentes académicas de investigaciones en las industrias proveedoras para obstaculizar el avance de
la ciencia, inquietudes respecto a que el incentivo comercial pueda distorsionar la investigación,
desplazándola de problemas “básicos” a problemas más “aplicados”, y el hecho de que en algunas
industrias la agresiva competitividad para obtener patentes universitarias pueda ser un impedimento
en la colaboración entre el sector académico y la industria (Sampat, 2006).
No obstante, tanto en otros países desarrollados como en países en desarrollo ha habido una
tendencia generalizada a imitar la ley Bayh-Dole, partiendo de la convicción (poco fundada) de que
esas políticas contribuirán al desarrollo de industrias locales de base científica (Mowery y Sampat
,2004). La tendencia a imitar la política de patentes de Estados Unidos y su supuesta actitud en
materia de política tecnológica se discute más en detalle en la siguiente y última sección.

1.4 Conclusiones e implicancias para la política tecnológica de


los países en desarrollo
Actualmente los países en desarrollo de todo el mundo exploran cómo desarrollar políticas
de promoción de ciencia, tecnología e innovación. Muchos de estos esfuerzos miran a Estados
Unidos como modelo, lo cual no sorprende considerando el liderazgo científico y tecnológico de
ese país.
Sin embargo, extraer lecciones de un país a otro en término de política científica y
tecnológica, al igual que en la mayoría de los ámbitos, es notoriamente difícil, ya que estas políticas
están insertas en contextos institucionales más amplios que evolucionaron según una trayectoria y
de manera condicionada a la situación local. Continuando con la discusión histórica precedente, en
esta sección se analizan qué lecciones se pueden extraer ( y qué lecciones no deberían extraerse) de
la experiencia estadounidense.
Durante el período en el cual Estados Unidos era un país en desarrollo, había poco de
política científica o tecnológica formal. La mayor parte de los esfuerzos para llegar a la frontera del
conocimiento tecnológico derivaban de esfuerzos para adaptarse y asimilar tecnologías de países
que se hallaban en la frontera del conocimiento como Gran Bretaña y Alemania. Estas actividades
no fueron sin costo, sino que requirieron que las empresas (y científicos e ingenieros en forma
individual) se familiarizaran con los acontecimientos científicos y tecnológicos pertinentes en sus
campos. Asimismo, había relativamente pocas exigencias en materia de derechos de propiedad
intelectual por parte de los países entonces desarrollados para evitar la asimilación tecnológica. Si
bien estas actividades no eran estimuladas por la política, una lección de la experiencia
estadounidense inicial es la importancia de haber desarrollado lo que Dahlman y Nelson (1995)
denominaron "las capacidades sociales de absorción” o competencia para "adquirir tecnología

26
Towards non exclusive property rights: knowledge as an essential facility

extranjera eficientemente a efectos de reducir la brecha entre el mejor procedimiento local y la


práctica internacional" (90).
Además, gran parte del crecimiento de las capacidades estadounidenses comenzó en las
industrias de producción masiva y ello, por su parte, fue posibilitado por el gran mercado interno,
que facilitó la producción en gran escala y permitió así que en el campo tecnológico se “aprendiera
haciendo”. Si bien hoy los países en desarrollo no pueden imitar esta estrategia, producir para el
mercado global puede ofrecer oportunidades similares. Además, la orientación a las exportaciones
también puede crear fuertes incentivos al aprendizaje, sometiendo a las empresas nacionales a la
competencia del mercado global y facilitando el aprendizaje de los compradores internacionales.
Nótese que este énfasis en el aprendizaje va más allá de los argumentos tradicionales del “libre
comercio” a favor de la orientación exportadora.
Un tercer rasgo de los Estados Unidos en los siglos XVIII y XIX fue la presencia de
comunidades tecnológicas endógenas y redes que intercambiaban información y técnicas, las cuales
ayudaron a reducir la disparidad entre los procedimientos promedio y los óptimos, desembocando
en incrementos generalizados de la productividad. Si bien ello no estuvo estimulado por la política
en sí, sí lo estaban las actividades orientadas a la difusión de las universidades surgidas con la ley
de concesión de tierras, las cuales surtieron efectos similares. La política orientada a la difusión ha
recibido desde entonces relativamente poca atención en Estados Unidos, habiendo sido sustituida,
en la etapa de posguerra, por un énfasis en la creación de nuevas disciplinas científicas. Pero la
mayoría de los avances en las nuevas tecnologías no ha provenido de su creación sino de su
difusión entre empresas y consumidores. En la medida en que los mercados no den incentivos
adecuados a la difusión, las políticas oficiales pueden ayudar.
Como ya se ha señalado, diferente ha sido el caso de la agricultura, en el cual las políticas
federales y estatales fueron importantes; el país tenía una política de investigación activa ya desde
antes de la Segunda Guerra Mundial. La orientación aplicada de muchas universidades antes de la
Segunda Guerra Mundial, especialmente las universidades creadas según la ley de concesión de
tierras, es otro aspecto del desarrollo de Estados Unidos que suele no apreciarse. Al depender de
los contribuyentes a nivel estatal para su apoyo, estas universidades tenían fuertes incentivos para
enfocar su educación e investigación a problemas locales y facilitar la difusión del conocimiento
entre los grupos interesados. Si bien gran parte de la atención internacional actual se centra en
promover recompensas a la investigación universitaria a través de cambios en los regímenes de
patentes y licencias (véase a continuación), es importante recordar que las universidades en Estados
Unidos tienen una larga historia de colaboración con la industria local y de aporte al desarrollo
tecnológico, a través de canales que se extienden más allá de los determinados por los derechos de
propiedad intelectual (Rosenberg y Nelson, 1994). Por último, la accesibilidad generalizada de la
educación terciaria, especialmente en universidades estatales, también puede haber ayudado a
desarrollar la capacidad de absorción a nivel social antes analizada (Mowery y Rosenberg, 1991;
Nelson y Wright, 1992)
La mayoría del cierre de brecha tecnológica de Estados Unidos con los pa’sies que estaban
en la frontera ocurrió en ausencia de políticas de ciencia o tecnología tal como se conciben hoy en
día. Un gran mercado, una fuerte cultura empresarial, la diversidad y un entorno competitivo fueron
quienes crearon los incentivos necesarios para que los actores privados aprendieran sobre las
tecnologías existentes y desarrollaran otras nuevas. Las instituciones a las que se pedía que
promovieran la mejora tecnológica son más amplias que las típicamente asociadas a la "política
científica y tecnológica" en sí. Al mismo tiempo, ello no implica que estos avances hubiesen
ocurrido sin política oficial alguna, o que los “mecanismos de mercado” por sí solos hubiesen
facilitado el desarrollo de Estados Unidos. Toda una extensa gama de iniciativas políticas más
amplias, incluida la política de educación, las políticas que promovían diversas competencias, la

27
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cultura empresarial y las políticas macroeconómicas, crearon un entorno institucional conducente a


la puesta al día en materia científico-tecnológica del país.
En la mayoría de las industrias, antes de la Segunda Guerra Mundial, las empresas
estadounidenses funcionaban en la frontera del conocimiento o cerca de ella. Como se analizara
antes, fue recién después de este período que Estados Unidos desarrolló una política científico-
tecnológica seria. Uno de los grandes efectos del consenso de posguerra, y en especial del Informe
Bush, fue el hincapié puesto en el financiamiento de la ciencia y la idea –el "contrato social para la
ciencia”– de que eras los científicos quienes estaban en mejores condiciones de adoptar decisiones
sobre cómo financiar y reglamentar la ciencia. El grueso del debate político en Estados Unidos
durante la posguerra refleja tensiones en este contrato social; en especial, los discusiones políticas
de posguerra reflejan tensiones entre la noción de que la ciencia contribuye mejor a los objetivos
nacionales cuando se la deja libre de restricciones y la noción de que las opciones sobre cómo
financiar la ciencia tienen que ser sensibles a las necesidades y prioridades nacionales. Se trata de
un debate que está en curso. De modo semejante, en Estados Unidos se vuelve a poner el énfasis en
la “evaluación” de los resultados de las políticas científico-tecnológicas y sus aportes a los
objetivos nacionales. La amplia incertidumbre en Estados Unidos acerca de qué conjunto de
políticas de posguerra funcionó sugiere que la emulación internacional de las políticas científico-
tecnológicas de Estados Unidos puede ser prematura.
Pese al compromiso ideológico de financiar la investigación básica sin restricciones, en
realidad el grueso de la financiación de posguerra en Estados Unidos ha sido para investigaciones
“de orientación específica”. Mientras es difícil demostrar una relación causal, es interesante señalar
que la mayoría de las industrias tecnológicamente avanzadas en Estados Unidos durante la
posguerra hayan sido precisamente en los campos en los cuales Estados Unidos invertía montos
considerables en investigación básica. En la mayoría de los países en desarrollo, la asignación de
una parte considerable de los presupuestos de ciencia y tecnología a investigación básica “pura”
parecería imprudente; sin embargo, sin la carga ideológica del modelo Bush, los países en
desarrollo hoy tienen la oportunidad de pensar cuidadosamente sobre cómo abordar la
investigación básica (y aplicada) para satisfacer mejor sus necesidades nacionales.
Otra característica de Estados Unidos ha sido la gran diversidad de financiadores de la
investigación básica y aplicada. Además, históricamente, la naturaleza descentralizada del sistema
estadounidense ha significado que el desempeño de la investigación y desarrollo haya sido difuso
en lugar de concentrado. Si bien continúa sin hacerse una correcta evaluación de los efectos de la
diversidad en la financiación y el desempeño de la investigación y el desarrollo, hay por lo menos
cierta convicción de que estos rasgos contribuyeron al crecimiento del liderazgo tecnológico de
Estados Unidos en la posguerra (Mowery and Rosenberg, 1991).
La ausencia de una política tecnológica apreciable y coherente en Estados Unidos en la
posguerra significa que la experiencia estadounidense tiene pocas lecciones que ofrecer en este
frente. En forma más general, la imitación internacional de políticas tecnológicas es difícil. En
efecto, la política “tecnológica” estadounidense que atrae a la mayoría de los emuladores hoy es la
ley Bayh-Dole, pero, como se analizara antes, esta iniciativa fue aprobada en Estados Unidos con
muy pocas señales de que fuera necesaria, y en efecto fue en gran parte una reacción ante la noción
de que otros países (en especial, Japón) tenían políticas tecnológicas más sólidas que las de Estados
Unidos. En tal sentido, hay escasos indicios de que esa ley haya sido importante para estimular la
transferencia o colaboración tecnológica entre universidad e industria, además de existir creciente
preocupación sobre consecuencias no deseadas y potencialmente negativas. La mayoría de las
iniciativas internacionales que imitan la ley Bayh-Dole no lo ven, o no aprecian los aspectos
internacionalmente singulares e históricamente condicionados del sistema innovador
estadounidense, que fueron por lo menos tan importantes como dicha ley en estimular el

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crecimiento de la relación entre las universidades y la clase empresarial y el crecimiento de la


industria científica en Estados Unidos (Mowery y Sampat, 2004)
En forma más general hay dinámicas similares que son evidentes en la política de patentes.
Estados Unidos, como la mayoría de los países, se desarrolló en gran parte asimilando tecnologías
de países que estaban en la frontera tecnológica; y hoy día, inclusive se está reconsiderando en
Estados Unidos y en los países desarrollados si las leyes de patentes vigentes promueven la
innovación, en qué medida lo hacen, o si imponen costos sociales. Al mismo tiempo, irónicamente,
los países en desarrollo se ven obligados a “armonizar” las leyes de patentes con las de Estados
Unidos y de los pa’sies más desarrollados por medio del acuerdo ADPIC en el marco de la
Organización Mundial del Comercio (OMC). En efecto, es interesante notar que las reformas
recientes en el campo de política tecnológica, es decir en el sistema de patentes, son instrumentos
que han sido diseñados para proteger el liderazgo tecnológico de los países más avanzados, es decir
fueron iniciativas "defensivas”.
Sin embargo, cabe señalar de que hay cierta flexibilidad en cómo los países pueden aplicar
estas leyes: los países en desarrollo deberían explotar este espacio de maniobra conforme a estas
flexibilidades y diseñar leyes más adecuadas a sus intereses nacionales –como lo han hecho
históricamente Estados Unidos y otros países desarrollados en lugar de remedar ciegamente a las
mismas instituciones de patentes de Estados Unidos cuyos pros y contras están en discusión en el
mismo país.
La evolución dependiente de la trayectoria pasada, la compenetración entre resultados de
políticas y procesos institucionales y las dificultades para obtener información sobre los resultados
de las intervenciones políticas hacen difícil extraer lecciones de un país a otro en materia de
políticas científicas y tecnológicas (Mowery y Sampat, 2004). En ese sentido, las lecciones de
Estados Unidos para los países en desarrollo son complejas de extraer. Estados Unidos se insertó
en la frontera del conocimiento tecnológico y logró el liderazgo tecnológico en una serie de campos
antes de la Segunda Guerra Mundial en ausencia de cualquier política científica y tecnológica real.
Más bien, parecen haber sido importantes las instituciones que absorbieron tecnologías externas, se
adaptaron a ellas y las difundieron ampliamente a toda la economía, como también lo fue la
educación de amplia escala. En general, ello ocurrió sin un respaldo político específico, excepto
por las instituciones más amplias que promovían al empresariado, la diversidad, las capacidades y
la competencia. Nada de esto quiere decir que la "puesta al día" de Estados Unidos no hubiese
ocurrido (o no hubiese ocurrido "más rápido" o “mejor") sin una política científica y tecnológica
más formal. En la medida en que se puedan acelerar o promover acciones de políticas específicas,
el desarrollo de estos aspectos de “capacidad de absorción social” en los países en desarrollo hoy
bien podría tener gran rendimiento social, y debería ser explorado. En contraste, los países en
desarrollo deberían resistir la tentación de emular otros aspectos “ideológicos” de la iniciativa
política estadounidense, incluida la convicción de que la investigación básica “pura” redunda
automáticamente en beneficios sociales, de que apuntar a tecnologías y sectores especiales no es
factible ipso facto, y que el incremento en la protección de la propiedad intelectual favorece
automáticamente la tasa de innovación de un país.

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