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El ESTADO EN LA MIRA DE LOS FEMINISMOS.

ARGUMENTACIONES Y
PROSPECTIVAS

GLORIA BONDER

Actualización del trabajo presentado en el Foro de Organizaciones No Gubernamentales de la


Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, Beijing, 1995. Publicado por CEM (1999), Buenos
Aires, Argentina.

En los últimos veinte años el feminismo se ha convertido en uno de los movimientos sociales
más vitales, extensos y polifacéticos: ha logrado influir profundamente en las leyes y
normativas a nivel nacional e internacional, en la concepción y difusión de los derechos
humanos, en la producción cultural y científica, y ha visibilizado e incorporado temas
tradicionalmente “privados” en la agenda del debate público, motivando de este modo la toma
de conciencia y la aceptación de medidas tendientes a superar la discriminación de la mujer en
la educación, el empleo, la salud y la participación social y política.

Un hito particularmente significativo por su trascendencia política son los esfuerzos


relativamente reciente por incorporar al Estado, ideas y propuestas institucionales y de acción
fundadas en principios feministas.

Ello se expresó fundamentalmente en la creación de organismos específicos, que con diverso


grado de poder y legitimidad, intentaron incidir directamente en la formulación, ejecución y
evaluación de políticas públicas de modo de asegurar que la acción estatal revirtiera
discriminaciones existente y en algunos casos promoviera las condiciones para relaciones de
género equitativas.

En América Latina estas experiencias llevan ya más de una década, con múltiples altibajos. En
la mayoría de los países han padecido de diversas restricciones y obstáculos que afectaron su
continuidad, limitaron su disposición de recursos presupuestarios, el acceso a información y la
participación en los niveles de decisión.

En no pocos casos han sufrido también las oscilaciones de los gobiernos de turno en torno a la
relevancia y conveniencia de integrar este principio en sus líneas de acción, así como su
cambiante y arbitrario compromiso con la puesta en práctica de estas políticas. Sin embargo,
sería prematuro formular una conclusión acabada de los alcances y resultados obtenidos ya que
no se ha realizado aún una evaluación objetiva y comprehensiva de estas iniciativas, y menos
aún un estudio comparado que permita determinar factores y procesos propulsores o limitantes
y resultados.

De manera similar a otras realidades, aunque más menguada, la creación de Oficinas de la


Mujer y/o de políticas o Planes de Igualdad de Oportunidades tuvo como marco una
controversia teórica y política dentro del feminismo acerca de la necesidad y el valor de
“utilizar” el Estado para superar la discriminación de las mujeres y la desigualdad genérica. Por
consiguiente, la legitimidad y el beneficio político del ingreso de las feministas en esos
espacios.

Aunque esta reflexión ha sido desarrollada parcialmente en América latina en el plano teórico,

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de manera fragmentaria o implícita aparece en muchas de las discusiones que se fueron
generando durante esas décadas en torno de esta opción, ya sea en los Encuentros Feministas
como en otras reuniones más o menos formales que se multiplicaron especialmente durante la
preparación de la Conferencias de Naciones Unidas sobre la Mujer del 85, en Nairobi, y del 95
en Beijing.

Nuestra intención es contribuir a situar estas discusiones dentro de una suerte de mapa teórico
que recoge sucintamente los principales debates desarrollados sobre todo en los países sajones y
desde las Ciencias Sociales acerca de la relación feminismo-Estado.

Luego plantearemos algunas reflexiones sobre las condiciones de posibilidad que ofrece el
Estado, en especial en América Latina y dentro de un contexto sociopolítico marcado por las
políticas neoliberales, de forma de llevar adelante políticas públicas dirigidas a asegurar la
equidad de género.

Repensando el Estado en clave de género

Las relaciones de género no han ha sido un tema de interés ni de preocupación en las


concepciones dominantes en las Ciencias Sociales y Políticas acerca del Estado. Para el
pensamiento liberal clásico el ciudadano es un individuo abstracto, y por tanto no sexuado -
aunque como ha sido demostrado por las teóricas feministas, de hecho sus atributos lo asimilan
a un varón- y además de sectores privilegiados. Este goza de cierto número de derechos y
libertades personales. Fundamentalmente, el derecho a la propiedad, la libertad de expresión, de
pensamiento y de conciencia y la libertad de participar -sin coacciones- en el mercado.

Como ya lo señalara Carole Pateman1, en el “Contrato Social" de Rousseau y, posteriormente,


en la noción liberal del ciudadano, subyace un contrato implícito entre los sexos basado en la
subordinación de las mujeres y el control sexual de los hombres sobre ellas como elemento
fundamental para el surgimiento de la sociedad. Dicho contrato instituye un orden social
patriarcal que coloca a las mujeres en una posición de objeto, al tiempo que las induce a
convalidar “libremente y sin coacciones” una relación de dominación y opresión que además las
condenaba a constituirse en ciudadanas limitadas o de segunda.

La crítica feminista a la teoría del contrato social basada en Locke también ha iluminado el
modo en que esta relación los varones propietarios son quienes, a fin de preservar sus
propiedades y riquezas, deciden abandonar el estado de naturaleza original para establecer un
poder estatal que sostenga y legitime las estructuras familiares patriarcales.

Respecto del marxismo, la crítica se ha focalizado en el centramiento de esta perspectiva en las


relaciones de clase y su denuncia exclusiva de la relación capitalista de producción como fuente
de desigualdad y explotación.

Así se ha ignorado el papel de la reproducción social en el mantenimiento de este orden y el


papel que las mujeres desempeñan en ella. Tampoco se ha problematizado la división público-
privado ni atendido a los lazos de poder entre los géneros, por lo que se ha obviado el análisis
de la opresión y la explotación de las mujeres en el ámbito doméstico y el productivo.

También se ha criticado la caracterización de la política y el Estado como escenarios o aparatos,

1
C. Pateman (1988): The Sexual Contract, Cambridge, Polity Press.

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donde se materializan y recrean las relaciones de explotación, lo cual deja poco margen para
pensar en prácticas de transformación y de lucha en su interior. Esta concepción ha incidido,
como veremos, en las posturas del así llamado feminismo marxista a la hora de tomar posición
sobre la viabilidad del Estado capitalista para operar como motor de políticas de “liberación” de
las mujeres.

Por cierto que otra ola de críticas se ha volcado sobre la nueva derecha neoliberal de los países
capitalistas avanzados, que en su ataque al Estado de Bienestar niega el impacto que trae
aparejado en las condiciones de vida de las mujeres el achicamiento del Estado, la transferencia
y el aumento en las responsabilidades sociales que le son asignadas y su incidencia en sus
opciones y calidad de vida.

En definitiva, lo que reiteradamente se ha marcado desde los estudios feministas es que todas
las teorías sociales se apoyan en concepciones de género, en su mayor parte implícitas, que las
lleva a suponer o sostener una línea fronteriza que divide al espacio público del privado. En el
primero el hombre (en realidad el varón) aparece como único protagonista, actor económico por
excelencia y ciudadano libre, gracias a la existencia de la otra esfera: la privada, donde las
mujeres, de modo similar al de los esclavos en la polis griega, tienen responsabilidad por las
tareas reproductivas (crianza de los hijos, tareas domésticas y de cuidado de dependientes,
bienestar de su comunidad, etc.). Esto asegura al varón las condiciones de vida que le permite
participar libremente en el mercado de trabajo y participar activamente de los asuntos públicos.

Complementariamente estos supuestos hacen que se conciba las relaciones entre varones y
mujeres y el ámbito privado como de naturaleza no pública y, por ende, no política2.

Ahora bien, además de la crítica a las teorías dominantes, el feminismo también ha desarrollado
en estas décadas una reflexión acerca del Estado desde otras categorías y enfoques. Si bien se ha
avanzado mucho al respecto, según algunas autoras como Catherine McKinnon3 este desarrollo
todavía resulta insuficiente para entender la complejidad intrínseca del Estado y sus sucesivas
transformaciones históricas.

Es que sobre todo en los primeros tiempos los estudios feministas o de género, salvo aquéllos
enmarcados explícita o implícitamente en la corriente liberal, se han caracterizado por elaborar
una explicación cuasi conspirativa y excesivamente funcionalista del papel del Estado4. Ello se
explica por su intención de demostrar desde distintos ángulos las formas complejas mediante las
cuales a lo largo del tiempo esta institución ha desarrollado políticas, prácticas, saberes y
regulaciones que han estructurado y reproducido sistemáticamente relaciones de desigualdad
entre varones y mujeres reforzando tanto el rol dependiente de la mujer dentro de la familia
como su incorporación al mercado de trabajo en ocupaciones de baja remuneración y
desprovistas de muchos de los derechos laborales que gozan los trabajadores varones.

2
Estos argumentos se extreman en los cuestionamientos de la nueva derecha respecto del Estado de Bienestar por su
supuesta restricción de la libertad individual, la iniciativa y competitividad. Indudablemente la imagen del trabajador
sobre la que se articula esta propuesta sólo puede ser masculina ya que cuando simultáneamente se implementan
políticas que recortan las responsabilidades sociales del Estado la consecuencia inevitable es la sobrecarga del
trabajo femenino no remunerado tanto doméstico como de cuidado de niños, enfermos y ancianos.
3
C. MacKinnon (1982): “Feminism, Marxism, Method and the State: An Agenda for Theory”, en Signs 7.
4
En estos análisis la burocracia estatal y sus procedimientos se comprenden desde el enfoque weberiano acerca del
tipo ideal de autoridad burocrática -racional, impersonal, jerárquica- cuya actuación contribuiría a afianzar el cerrojo
patriarcal

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Las tres vertientes teóricas

Un recorrido por la producción teórica feminista sobre de la relación Estado/Género desde fines
de los 70 y, en especial, durante la década del 80, nos lleva a distinguir la influencia de tres
corrientes principales:

* el feminismo liberal (centrado en la igualdad de derechos y oportunidades)

* el marxista socialista

* el post-estructuralista o postmoderno

Las diferencias entre ellos radican esencialmente en su definición de la “naturaleza” del Estado,
de las condiciones que éste ofrece para el cambio de la inequidad de género, y de la legitimidad
y factibilidad (en contextos coyunturales y mundiales variables) para que tenga un rol
protagónico en esta transformación.

Según el feminismo liberal, el Estado debería comportarse como un árbitro neutral capaz de
dirimir de manera racional los conflictos que se producen en la sociedad, repartiendo
equitativamente los bienes sociales. Sin embargo, admite la persistente desigualdad de las
mujeres en el plano legal, educativo, laboral y político, fenómenos que atribuye a la influencia
de una ideología sexista en todos los ámbitos de la sociedad y que impide a las mujeres alcanzar
su condición de ciudadanas plenas.

Ante ello, su propuesta consiste en luchar por la sanción de leyes antidiscriminatorias,


incrementar la participación de las mujeres en posiciones de poder, e influir en las instituciones
públicas y en los puestos de trabajo reservados para los hombres, impulsando políticas y
programas que les aseguren iguales oportunidades5.

Aunque esta posición ha sido fuertemente criticada como “reformista” por otras corrientes más
radicalizadas, también se admite -al menos en algunos grupos- que de hecho, luego de una
inclaudicable lucha, las políticas feministas de corte liberal han logrado que el Estado reconozca
a las mujeres como un colectivo social con demandas propias y les otorgue derechos y recursos
que las protegen de las expresiones más abusivas del poder patriarcal en el ámbito privado,
aunque según algunas autoras simultáneamente las haya vuelto dependientes del Estado de
Bienestar6.

Respecto de su capacidad de trasformar la situación existente, es indudable que el feminismo

5
El feminismo liberal tiende a analizar la desigualdad de la mujer en términos de actitudes y valores culturales
sexistas a la par que abunda en explicaciones basadas en la teoría de los roles sexuales. Esta concepción tiene escaso
poder explicativo de las razones económicas que inciden en la producción y reproducción de la desigualdad genérica
como la división sexual del trabajo, y asimismo cae en un enfoque simplista sobre la construcción de la subjetividad
sexuada que ignora los procesos inconscientes y de agenciamiento.
6
Aunque haya mucho de cierto en esta última afirmación hay que reconocer que existe una diferencia crucial entre
una y otra condición de dependencia. En el primer caso, la mujer vive, como ya lo decía John Stuart Mill, “en un
estado crónico de soborno e intimidación”. Por el contrario, “en el marco del Estado de Bienestar, cada mujer recibe
lo que es suyo por derecho y potencialmente, puede combinarse con otras, ciudadanas, para articular sus demandas...
la acción política tiene lugar colectivamente en el terreno público y no detrás de la puerta cerrada de la casa en la
que cada mujer debe apoyarse en su propia fuerza y recursos” (Pateman, 1987).

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liberal expresa una convicción firme en el poder del Estado para proteger a las mujeres y
mejorar su posición. Poder que -desde el paradigma liberal- adquiere la forma de deber, ya que
el Estado debería ser un ente receptor de todas las demandas (y derechos) de grupos e
individuos, que actúan y se mueven dentro de los límites de una pluralidad legitima.

En ese sentido, en un trabajo ya clásico Eisenstein7 afirma que la perspectiva liberal contiene un
potencial de cambio radical ya que interpela los propios principios en los que se apoya el Estado
en las sociedades democráticas, demostrando que para su efectivo cumplimiento es insoslayable
reconocer a las mujeres como ciudadanas en igualdad de condiciones que los varones.

Por esto mismo admite que existen espacios para operar dentro de la estructura del Estado,
maximizando sus propias premisas y operando en y desde sus grietas e intersticios. En esta
línea, otros/as autores plantean la importancia de analizar reflexivamente las fuentes y las
manifestaciones de poder en las instituciones del Estado y evaluar las fuerzas de diferentes
estrategias de cambio8.

Por ejemplo, en el área de las políticas educativas, el feminismo liberal se encargó de demostrar
la discriminación de la mujer analizando críticamente su invisibilidad y/o presencia
estereotipada y subordinada en el currículum y materiales educativos, el trato diferencial que se
brinda a niñas y niños en la escuela y su incidencia en el rendimiento, expectativas, opciones
profesionales; las desigualdades por sexo en la estructura jerárquica del sector y las diferencias
de retornos en términos de empleo y salarios que reciben ambos géneros ante iguales resultados
educativos.

En su versión más clásica, estas políticas de igualdad de oportunidades partían de dos premisas
básicas. Por un lado, consideraban que niñas y niños poseen iguales capacidades y posibilidades
de desarrollar todo tipo de intereses, habilidades y motivaciones. Por otro, concebían a las
mujeres y a las niñas como categorías unitarias sin tomar en cuenta su diversidad interna.

Sus objetivos fundamentales era asegurar a ambos géneros un acceso igualitario al


conocimiento de la realidad -no distorsionado ni estereotipado-, estimulando la racionalidad, la
capacidad de opción y la habilidad para integrarse a un mundo que necesita de todos los
recursos humanos para el desarrollo productivo, cultural y social.

La mayoría de los países que han encarado políticas educativas con estos propósitos se han
apoyado, inicial o permanentemente, en el enfoque liberal, modificando leyes, curricula, libros
escolares, brindando capacitación a docentes, sensibilización de la comunidad, medidas de
estímulo a las niñas y jóvenes para permanecer en el sistema educativo y elegir carreras no
tradicionales, etc.

Algunas autoras contemporáneas como Mary O’Brien sostienen que estas posiciones si bien
resultaron bastante eficaces en el pasado, necesitan ser revisadas en el marco de la crisis del
Estado de Bienestar ya que en un modelo neoliberal de libre mercado y retracción del Estado las
políticas de igualdad de oportunidades sólo servirían para convalidar el individualismo, la
iniciativa privada y la meritocracia. A su criterio, es como si este nuevo modelo económico

7
Hester Eisenstein (1991): “Gender Shock”. Practising Feminism on Two Continents, Allen & Unwin, Australia.
8
Baldock y Cass (1983); Eisenstein (1988); Yeatman (1988 y 1990); Franzway, Court y Connell (1989); Yates
(1990) y Kenway (1990).

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hubiera producido un desenmascaramiento de los límites del liberalismo en lo que respecta a la
posibilidad de utilizar el Estado para el logro de la igualdad social de la mujer.

Según O’Brien, en tanto el feminismo implica un compromiso con la igualdad de condiciones


más que con la de oportunidades -que en sí contienen un sistema desigual de retribuciones- su
meta no es congruente con el liberalismo9.

Si bien la critica es fuerte y sugerente, no va acompañada de otras propuestas alternativas,


fenómeno que observamos en la mayoría de quienes reclaman una mayor radicalidad.

Veamos ahora cuáles han sido los análisis del feminismo marxista, el que a su vez incluye tres
enfoques con ciertas diferencias entre sí. Uno de ellos10 subraya que el rol que juega el Estado
en relación a los intereses capitalistas lo obliga a desempeñar una suerte de conducta “cómplice”
respecto de la subordinación y discriminación de las mujeres tanto en la fuerza de trabajo como
en la familia. Es así que históricamente las mujeres han sido y en gran medida lo siguen siendo
desalentadas para incorporarse plenamente a la fuerza de trabajo al no contar con prestaciones
estatales de protección de la niñez y de responsabilidad por las tareas familiares, así como por la
carencia de otros servicios que aseguren la reproducción social.

De esta forma, el Estado emplea dos modos para favorecer al capital en desmedro de las
mujeres: a) las utiliza como un ejército de reserva que entra y sale del mercado de trabajo
dependiendo de las necesidades del proceso de acumulación económica, o b) estimula y protege
su ingreso ofreciéndoles servicios que las liberan de sus roles domésticos tradicionales (por
ejemplo proporcionándoles guarderías en sus lugares de trabajo, reducción del horario laboral
para las madres trabajadoras, servicios educativos, etc.). Con todo, en estos casos el fin es
aportar al capital una mano de obra barata y descalificar ocupaciones tradicionalmente
masculinas.

La segunda interpretación caracteriza al Estado como un sistema dual de opresión: “capitalista y


patriarcal”11, con lo cual reconocen que las relaciones de poder entre los géneros operan
simultáneamente con las de clase y que el Estado regula y reproduce ambas. Por su parte, la
tercera corriente plantea la existencia de una articulación más estrecha entre ambos sistemas
(clase y género) asignándole al Estado un rol activo en la lucha política: “buscando asegurar sus
propios intereses mientras que al mismo tiempo media entre otras fuerzas sociales poderosas”12.

En el campo de la educación, estas perspectivas, se han apoyado fuertemente en las teorías


sociológicas de la reproducción13, que consideran a la escuela como uno de los aparatos
ideológicos del Estado capitalista y en algunos casos también patriarcal. Su fin primordial sería
asegurar la reproducción de los intereses y valores de la clase dominante y la división sexual del
trabajo. Tanto el currículum formal como el “oculto” estarían impregnados de contenidos y

9
O’Brien :Reproducing the World: Essays in Feminist Theory.
10
E. Wilson E (1977): “Women and the Welfare State”, London, Tavistock.
11
M. Mc Intosh M (1978): “The State and the oppression of women", in A.. M. Wolpe and A. Kuhn (eds):
Feminism and Materialism, London, Routledge. Ver también: M. Barrett (1987): “Women's Oppression Today",
London, Verso; A. Showstack Sasoon (1987): "Women and the State: The Shifting Boundaries of Public and
Private", London, Hutchinson.
12
J. Kenway J. (1990): "Feminist Theories of the State: To Be or Not to Be", in Society, State and Politics in
Australia.
13
Por ejemplo, algunas autoras son: Humphrey (1975), Branson y Miller (1979), McDonald (1980-1981), Barret
(1980) y Deem (1980).

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valores sexistas que contribuyen a la construcción de identidades masculinas y femeninas
acordes para desempeñar como un destino natural los lugares asignados en la división sexual del
trabajo al tiempo que legitiman la subordinación de la mujer al poder masculino en cuestiones
relativas a su rol en la familia , la sexualidad, y su libertad de expresión y acción.

Este enfoque, excesivamente estructuralista y ahistórico, deja poco margen para definir acciones
estratégicas que den respuestas concretas a los factores de discriminación de género en los
ámbitos educativos así como en cualquier otra institución estatal. Tampoco permite comprender
cambios históricos en este plano y en especial cómo impactaron las luchas feministas
involucrando al Estado en políticas educativas que de hecho mejoraron las condiciones de vida
de muchas mujeres. Esta postura termina visualizando a las mujeres como víctimas pasivas de
las ideologías capitalistas y patriarcales cuyos intereses están cristalizados en una estructura
estatal opresiva por partida doble: la clase y el género.

Las críticas hacia el Estado adquieren otro matiz entre quienes sostienen una posición
posmoderna o pos-estructuralista. Un ejemplo extremo lo encontramos en autoras que llegan a
afirmar que el feminismo no necesita una teoría del Estado. Para Judith Allen por ejemplo “el
Estado es una categoría abstracta, muy agregada, demasiado unitaria, y también demasiado
inespecífica como para ser de utilidad para abordar los lugares desagregados, diversos y
específicos que son los que deben presionar las preocupaciones de las mujeres. El Estado es un
instrumento demasiado contundente como para dar respuestas más allá de las generalizaciones
a las explicaciones, análisis o el diseño de estrategias de trabajo factibles”14.

En lugar de ocuparse de este tema sugiere que la teoría feminista se aboque a analizar los
regímenes discursivos (como el discurso legal, médico o burocrático) y en el plano de la acción
política fortalezca ámbitos de lucha diversos y fundamentalmente situados dentro de la sociedad
civil.

Respecto de las mujeres y la educación esta posición ha insistido en subrayar la diversidad


intragénero, la subjetividad como campo de significación, resistencia y lucha, rechazando una
visión de las mujeres como víctimas impotentes, o la de un grupo en desventaja cultural y
política. Lather define así este abordaje: “La meta es la diferencia (...) y un cambio de la visión
romántica del self como inmodificable, una esencia auténtica, para pasar a un concepto del self
como una conjunción de prácticas sociales diversas producidas y posicionadas socialmente, sin
ninguna esencia subyacente”15.

Es importante resaltar que ante estos planteos otras pensadoras han elevado sus prevenciones y
críticas. Gore (1992) por ejemplo -citada por Yates- expresa la preocupación por el impacto
desmovilizador que ha provocado la teoría post-estructuralista, tanto en el plano teórico como
en el político, al enfatizar y subrayar la incesante deconstrucción de toda certeza, la variabilidad
y labilidad de la verdad, la fragmentación de la vida individual y social, y la inexistencia de una
constitución apriorística de “la mujer” como categoría social o grupo social con intereses y
problemáticas particulares, y por ende con una praxis política definida.

Esta posición, extremadamente relativista para algunos/as; nihilista y paralizante para otros/as,
traería aparejado el desdibujamiento del sujeto social y político.

14
J. Allen (1990): "Does feminism need a theory of the state?”, in Watson: Playing the State, pág. 22.
15
P. Lather (1991): "Getting Smart: Feminist Research and Pedagogy with/in the Postmodern", New York,
Routledge.

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La pregunta que insiste en este terreno es: si la identidad política se encuentra hoy tan
fracturada, como sostiene el post-estructuralismo ¿cómo podría pensarse o generarse, entonces,
una política basada en la equidad de género?. O, en otros términos ¿qué valor tendría cualquier
iniciativa institucional que intente revertir las distintas relaciones sociales de dominación que
son sedes de antagonismos y conflictos en nuestras sociedades?.

Recordemos que ya Nancy Fraser y Linda Nicholson cuestionaban al feminismo postmoderno


por su ingenuidad o irresponsabilidad política diciendo que “excluye un género argumentativo
esencial de la teoría política (...). La identificación y la crítica de las macroestruturas de
inequidad y las injusticias que atraviesan los bordes que separan las distintas prácticas e
instituciones”16.

En otros términos, si para el posmodernismo es incorrecto hablar de “la mujer” o de “las


mujeres” o de nociones como desigualdad, subordinación u opresión: ¿cómo podría desarrollar
una política de Estado, o cualquier otra acción reivindicativa que represente intereses
colectivos?

Como dice Linda Alcoff “qué podemos demandar en nombre de las mujeres si las “mujeres” no
existen y las demandas en su nombre simplemente reforzarían el mito de que sí existen? ¿Cómo
podemos hablar contra el sexismo como prejudicial de los intereses de las mujeres si esa
categoría es una ficción?”17.

Aunque esta corriente haya provocado estos alertas por sus efectos desmovilizadores,
individualistas y -en definitiva, elitistas- otras autoras también enroladas en el post-
estructuralismo18 sostienen otras alternativas que no renuncian a los intentos de incidir en el
Estado. Influidas por Michel Foucault afirman que no es adecuado hablar del Estado como una
estructura sino que es necesario concebirlo como un ámbito en el que no existe un único interés
dominante, sino un conjunto de discursos constituidos históricamente; formaciones culturales,
textuales e institucionales que se entrecruzan, intersectan e influyen de alguna manera entre sí19.

Desde este ángulo, no sólo el Estado sino también el feminismo deberían pensarse como
entidades no unificadas sino múltiples que a su vez no están herméticamente separadas una de
la otra.

Por ello la estrategia sugerida es participar dentro del Estado en la lucha por el sentido y la
nominación legítima, desarrollando significaciones alternativas a “la construcción monológica,
monovocal y monocéntrica que grupos y partidos antidemocráticos practican habitualmente”20 y
contribuyendo, así, a producir una nueva realidad simbólica y material.

Es cierto que esta posición deja abierta un puerta para la acción, pero no avanza mucho más y se

16
N. Fraser and L. Nicholson (1990): "Social criticism without philosophy”, in L. Nicholson (eds). "Feminism
/Postmodernism", New York, Routledge.
17
L. Alcoff (1988): "Cultural feminism versus post-estructuralism", in E. Minnich, J. O'Barr y R. Rosenfeld (eds)
Reconstructing the Acadey: Women's Education and Women's Studies, University of Chicago Press, Chicago.
18
Cfr. por ejemplo, Rosemary Pringle y Sophia Watson: “Fathers, brothers, mates: the fraternal state in Australia",
in Watson (ed.) 1990: Playing the State: Australian Feminist Interventions, Allen & Unwin, Sydney; y Anne
Yeatman (1990): Bureaucrats, Technocrats, Femocrats, Allen & Unwin, Sydney.
19
Lyn Yates (1993): What happens when feminism is an agenda of the state? Feminist Theory and the Case of
Education Policy in Australia. La Trobe University, Australia. Discourse Vol 14 No. 1, October.
20
Yates, ibidem.

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detiene en la formulación de una propuesta retórica.

En este punto es importante afirmar que las clasificaciones de las distintas corrientes dentro del
feminismo, si bien útiles analíticamente, han terminado por conformar una taxonomía que no
sólo describe y explica de diversa manera la subordinación de la mujer sino que también evalúa
con un criterio progresivo las acciones tendientes a su superación21.

En realidad, se sugiere una suerte de progresión que va desde una posición reformista
supuestamente “limitada” a remediar la exclusión y discriminación de las mujeres de modo que
estas alcancen su igualdad social -pero sin transformar profundamente las estructuras de poder
vigente- a otras orientadas por un objetivo de cambio radical de las instituciones y las prácticas
sociales, ya sea haciendo visible y revalorizando características femeninas “específicas” (como
argumenta el así llamado feminismo de la diferencia) o proponiendo la reconstrucción del
género en su totalidad.

Intervención en y desde el espacio estatal

Ahora bien, cuando se analizan experiencias concretas de políticas de género queda demostrado
que la realidad no se adecua a estas clasificaciones y sería imposible e incluso injusto pensar las
políticas en favor de la mujer desde esta visión predefinida de progreso22.

En nuestra opinión, sería mucho más provechoso si los estudios de estas políticas evitaran tanto
un teoricismo abstracto como un pragmatismo estrecho o una descripción insustancial de
acciones realizadas. El gran desafío es que la teoría feminista sobre el Estado y la políticas
públicas se nutra de más investigación multidisciplinaria de casos concretos y por sobre todo
que estimule una fertilización cruzada entre los desarrollos conceptuales y las prácticas.

Cuando se revisa la literatura existente es evidente que estamos muy lejos de estas metas.
Sabemos muy poco acerca de los procesos y resultados de estas políticas, posiblemente también
porque nos faltan metodologías, indicadores y criterios adecuados para evaluarlas. Sobre este
aspecto Franzway plantea un reto muy original, además de cuestionador de las visiones
pesimistas de sectores que sólo ven las limitaciones o los fracasos: “necesitamos saber cuándo
el Estado deja de ser masculino (...) una teoría feminista del Estado (debería) responder la
pregunta: cómo sabemos cuándo estamos ganando?23.

Entre tanto, en el debate acerca de la posible compatibilización de la agenda feminista con el


desarrollo de políticas públicas, ha ido ganando aceptación la idea de que si bien el Estado no es
neutral -tal como se esfuerzan en pregonar las teorías liberales- tampoco es monolítico. No es
una entidad cerrada y estática sino que está atravesado por intereses heterogéneos que luchan y
negocian su lugar en la construcción de la hegemonía y el consenso político. Distintos autores 24
destacan la necesidad de evitar una generalización ahistórica, usual en los enfoques clásicos.

21
Weiner y Arnot (1987); Davies (1989).
22
Cf. por ejemplo: Baldock y Cass (1983); Eisenstein (1988); Yeatman (1988 y 1990); Franzway, Court y Connell
(1989); Yates (1990) y Kenway (1990).
23
S. Franzway ,D. Court, R. Connell (1989): "Staking a claim: Feminism, Bureaucreacy, and the State", Allen &
Unwin, Sydney.
24
S. Franzway, D. Court y R. W. Connell (1989): "Staking the Claim: Feminism, Bureaucracy and the State", Allen
and Unwin, Sydney.

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Por ejemplo Connell, ante la pregunta de si el Estado es patriarcal, responde afirmativamente
pero aclara que lo es históricamente, es decir, que esta condición depende de prácticas sociales
concretas, que tejen y destejen un espacio social que adquiere formas variables a través del
tiempo.A pesar de que represente fundamentalmente los intereses masculinos y actúe en función
de los mismos, su carácter patriarcal se ha modificado significativamente a lo largo de la
historia y por cierto no funciona de igual modo en un régimen fascista que en uno liberal o
socialista.

De ahí que para avanzar hacia una comprensión más refinada y compleja tanto a nivel teórico
como estratégico de la intervención en y desde el Estado sería necesario considerar al menos
algunas cuestiones. Entre ellas:

- Cómo el Estado está conformado por un entramado complejo de intereses que expresan las
formas particulares de las relaciones de poder de clase, género, etnia, etc. en cada contexto
sociohistórico.

- El hecho de que, como ente regulador, debe negociar e institucionalizar intereses diversos y
frecuentemente contradictorios aunque no siempre (o pocas veces) siga una lógica
exclusivamente racional para ello.

- La afirmación de que el Estado participa en cada momento histórico de la producción,


reproducción y transformación de los mecanismos de poder propios de una formación social,
junto al reconocimiento de que las políticas estatales no son simples herramientas represivas al
servicio de los intereses dominantes, ni tampoco instrumentos directos para generar el cambio.
Al mismo tiempo que recrean relaciones de género inequitativas, estas políticas generan nuevas
posibilidades históricas. Por ejemplo, a través de su aparato educativo, el Estado ayudó a crear
la posibilidad del feminismo moderno.

- La relación Estado/orden de género cambia históricamente. El Estado participa en esta


dinámica cumpliendo un rol específico que no desempeña ninguna otra institución: "es la
institucionalización central del poder social y ambos términos de esta frase tienen igual
importancia. Está organizado según un régimen de género particular que no es necesariamente
el mismo del de la sociedad como un todo".

Por ejemplo, el Estado tiene una división sexual del trabajo interna y a su vez contribuye a
conformar la división del trabajo en las familias, a través de su política de impuestos, de
servicios y principalmente en la distinción entre trabajo pago y no pago."Pero -agrega Connell-
esta línea de argumentación común en el análisis de clase puede conducir fatalmente hacia una
concepción funcionalista, es decir, hacia creer que la función del Estado es la regulación de un
orden de género preexistente".

En su opinión -que compartimos- el rol fundamental del Estado no es tanto represor como
constituyente de categorías de género. Cuando proscribe el uso de la violencia, protege la
propiedad, penaliza las "desviaciones" sexuales, legisla sobre derechos reproductivos, está
encarnando determinadas jerarquías sociales y en ese proceso “crea” al homosexual, la
prostituta, el matrimonio, la familia nuclear, el ama de casa, el jefe de familia, etc., como
ciudadanos, en la medida en que se convierten objetos del interés público.

- Existe un interjuego constante entre el Estado y las fuerzas sociales. En palabras de Ernesto

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Laclau y Chantal Mouffe “el Estado no es un medio homogéneo separado por un foso de la
sociedad civil, sino un conjunto dispar de ramas y funciones sólo relativamente integrado por
las prácticas hegemónicas que tienen lugar en su interior"25.

En este sentido, “los procesos de movilización, institucionalización y la negociación de


hegemonías entre grupos sociales son centrales respecto del carácter del Estado"26.

- el Estado puede ser permeado por un proyecto político de un movimiento social como el
feminismo, como de hecho lo está siendo aunque dada su estructura burocrática y el papel que
desempeña frente al conflicto social hace que sólo llegue a integrar aquellos objetivos y metas
de equidad de género que son compatibles en cada momento histórico con el orden de
prioridades que establezca entre los distintas demandas y sectores.

Estas reflexiones por su carácter dinámico han dado otro color al debate no ya sobre si las
feministas pueden vincularse con el Estado sino si pueden permanecer al margen de éste. Anne
Yeatman27, en una afirmación muy provocadora, sostiene que, en tanto actores políticos, las
feministas deben estar necesariamente involucradas en las políticas del Estado, y más aún en un
momento como el actual en el que la ola de privatizaciones y el imperio de una ideología de
mercado coloca al Estado como en el interlocutor por excelencia de toda demanda progresista
que reclame por una justa distribución de bienes y valores sociales, basándose en el acceso, la
equidad y la participación.

También Franzway se une a este planteo al decir que "el Estado es inevitable para el feminismo.
La cuestión no es si el feminismo debe vincularse con el Estado sino cómo hacerlo, en qué
términos, con qué tácticas, hacia qué metas"28.

Si vemos esta cuestión desde un nivel puramente práctico es indudable que los objetivos
feministas, cualquiera sea su tendencia, han tenido y tienen que ver con reformas legales,
educativas, del mercado de trabajo y políticas en las que el Estado tiene un papel importante
pese a todo su desmembramiento y debilidad actual.

Esta constatación no implica que la interacción entre las feministas y el Estado sea fácil ni que
no ocasione riesgos para ambos. Para el Estado negociar con el feminismo pone en riesgo sus
compromisos con otros sectores que encarnan principios patriarcales o a veces directamente
antagónicos, como puede ser la Iglesia y grupos de poder económico, lo que a veces lo obligan
a tomar posiciones que pueden ser impopulares frente a los intereses laborales o de poder
político de los hombres.

Para el feminismo, en cambio, uno de los riesgos más importantes tiene que ver con el hecho de
que una política organizada alrededor de la representación y la igualdad de oportunidades de las
mujeres puede llegar a deslizarse en los hechos hacia la satisfacción de los intereses de una
minoría de mujeres educadas y, en alguna medida, más concientes y proclives a un cambio de
su situación social, incrementado de este modo una división entre mujeres de distintos sectores
25
E. Laclau y Ch. Mouffe (1987): Hegemonía y Estrategia Socialista, Cap.4: “Hegemonía y radicalización de la
democracia”, Ed. Siglo XXI, s/f.
26
Franzway, Court y Connell, op.cit.
27
A. Yeatman (1993): Gender Matters in Educational Administration and Policy. A Feminist Introduction, en
Jijll Blackmore and Jane Kenway (eds.); London, The Falmer Press.
28
Franzway, citado en Conell (1986): “With Problems of their Own: Femocrats and the Welfare State", Australian
Feminist Studies Nº 3.

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sociales

Pese a reconocer estos peligros muchos intentos de “feminismo en/dentro del Estado” han
implicado avances importantes. Aquellos con más continuidad instalados en los países
desarrollados muestran las potencialidades y también los límites de las propuestas asociadas al
feminismo liberal, al llevar adelante una estrategia que opera sobre la necesidad de legitimación
del Estado moderno, sosteniendo un discurso que maximiza sus principios fundantes, aunque no
llegue a afectar profundamente su estructura de poder interna ni su relaciones con otras
instituciones y actores sociales.

El escenario actual global y en especial el de América Latina ofrece nuevas y poderosas razones
para mantener abierto este debate, incluyendo como ejes centrales los efectos sociales e
institucionales de implantación del modelo neoliberal en los países de la Región.

Como es sabido y padecido por amplios sectores de nuestros países, y sobre todo por las
mujeres, las políticas estatales actuales no apuntan a expandir y diversificar los servicios para
satisfacer a diversos grupos sociales sino que hoy en día la prioridad es reducir costos como
expresión de eficiencia, cuando no la de subordinar el bienestar de las sociedad a políticas
económicas excluyentes y generadoras de desigualdades inéditas.

Esta posición no puede sino llevar a una política de género conservadora en la que los gobiernos
cortan el apoyo a las guarderías, limitan la inversión en salud y educación, aumentan la recesión
y el desempleo; se retrotraen leyes proteccionistas y están en cuestión los derechos ciudadanos
básicos.

Ahora bien: ¿cuáles son los márgenes de maniobra?. Con la crisis del Estado Benefactor y la
globalización del modelo neoliberal los argumentos y las estrategias que utiliza el Estado para
su legitimación son muy diferentes a las de décadas atrás.

La estrategia dominante no consiste ya en expandir y diversificar los servicios estatales para


satisfacer las demandas de diversos grupos de presión sino que la prioridad es limitar los
costos y ser “eficientes”, demostrando las bondades de este modelo, e incluso presentándolo
como la única alternativa posible.

Esto tiene un impacto severo en la vida de las mujeres, por cuanto redefine las fronteras del
ámbito público y privado, y obliga a reconsiderar qué cuestiones llegan a tener rango de
asunto público y cuáles quedan dentro de las responsabilidades privadas. En consonancia, se
alteran ciertos patrones de interlocución y canales de acceso y pierden significado ciertas
prácticas de representación e integración de intereses, determinados discursos y liderazgos y
las fuerzas políticas que eran anteriormente claves para el logro del consenso.

Un rasgo particularmente amenazante de esta política neoconservadora es que va acompañada


por un discurso que mezcla el capitalismo con el individualismo y al mismo tiempo con la
exaltación de la familia; los valores morales; el papel ético que deben desempeñar las mujeres
en la sociedad. Todo lo cual va apuntalando una concepción que combina de maneras
particulares la economía de libre mercado con un conservadurismo en cuestiones familiares
que, en contextos de alta incertidumbre como los actuales, sólo puede reforzar una política
patriarcal.

En este marco, surgen interrogante como:

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* ¿Cómo introducir en el Estado la preocupación por la equidad social y de género, el
reconocimiento de la diversidad cultural y la relevancia de la participación ciudadana?

* ¿En que medida es posible continuar con la estrategia de intentar abrir brechas dentro del
discurso liberal clásico cuando el sistema imperante lleva a una subordinación del individuo a
las grandes corporaciones o los grupos económicos?

* En otras palabras: ¿cómo puede un modelo de crecimiento dominado por la lógica del
mercado, centrado en asegurar la eficacia independientemente del crecimiento de la
desigualdad y las exclusiones, aceptar la realización de políticas sociales que vayan más allá
de ciertas medidas compensatorias de carácter asistencialista?.

El panorama invita al pesimismo, sin embargo hay algunas voces que plantean la necesidad
de generar un nuevo acuerdo social, una nueva visión de desarrollo que articule lo económico
con lo social, orientada hacia políticas de equidad tanto en materia de género como étnicas o
raciales. Algunos autores, inclusive de la izquierda (como Laclau), insisten en la necesidad de
no romper con la ideología liberal democrática sino profundizar la crítica hacia su relación
actual con el individualismo posesivo e iniciar un movimiento de construcción colectiva de
una democracia radicalizada y plural.

Este camino merece recorrerse.-

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