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Grammatical Psycho PDF
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I
Al hecho espantoso de que la cabeza de Oriana Caycedo apareciera en una
bolsa de basura arrojada en un pastizal, se sumaba una mutilación atroz:
le habían arrancado la lengua. En los días sucesivos, los demás miembros
–con huellas de demencial tortura- fueron asomando entre periódicos en
diversos puntos de la ciudad. Bastó con que Oriana fuera una reconocida
reportera y que su familia tuviera antecedentes progresistas para que las
autoridades se aferraran a una sola hipótesis: era la violenta retaliación
de grupos de extrema derecha por sus continuas denuncias. Cuando
algunas semanas después, fueron hallados en similar circunstancia los
miembros del senador Sergio Piedrahíta, ya nadie se acordaba de la
comunicadora. Quizás porque los ajustes de cuentas son frecuentes en la
industrial criminal y quizás porque en Bogotá no hay semana que no
tenga su primicia espeluznante, ni la prensa tuvo tiempo, ni las
autoridades la disposición para relacionar los casos. Esta vez, el crimen
fue atribuido a bandas del narcotráfico. De Lola Zárate nunca se encontró
la cabeza. Era una actriz en decadencia a raíz de sus adicciones y el
escándalo de sus romances, por lo que su muerte se atribuyó a móviles de
pasión. La captura de un ex amante explicó el caso, de modo que jamás se
le relacionó con los anteriores y mucho menos con el que pasadas otras
cinco semanas, volvió a desperezar a la opinión. En efecto, Tulio Santos
Prisco era un glamoroso columnista, y la campaña que libraba desde el
periódico en contra del secuestro, bastó para que nadie dudara de que lo
había asesinado la guerrilla. En su momento, cada una de aquellas
muertes había generado el correspondiente repudio y las protestas de
trámite. Pero muy pronto, hechos más y menos escabrosos terminaron
sepultándolos en la impunidad. A nadie se le ocurrió que pudieran estar
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relacionados. ¿Qué podría haber en común entre aquellas víctimas? Más
allá de que fueran figuras públicas, nadie lo pensó. Y sin embargo, había
demasiado: eras los vestigios de la malvada serie urdida por un aterrador
psicópata.
II
Pero no fue hasta 1996 que estalló su furia psicótica. En cierta ocasión el
Renault se averió y debió llevarlo al taller. Al día siguiente, fue a
recogerlo a bordo de un taxi. Era una tarde cenicienta, con barrizal en las
calles y atmósfera humeante como el interior humeante del mercado de
Las Nieves. En el trayecto, el taxista de camisa a cuadros y bigote hirsuto
comenzó a hablar, y luego de una ráfaga de lugares comunes sobre la
situación del país, dijo:
Al bajarse del taxi, borró sus huellas y caminó feliz. Esa noche, más que
desflorarla, prácticamente violó a Lorenza durante varios asaltos en los
que no dejó de gritar palabras sucias. No obstante, de aquel encuentro
nacería su primer hijo, Pelayo, cuyo bautizo en la beatitud de la iglesia, lo
hizo arrepentirse de su crimen. Sin embargo, meses después, tras
disfrutar de la señorial pluma de Tomás Carrasquilla, entró en una tienda
cercana a la Biblioteca Nacional y en el momento de pagar algún refresco,
la tendera le dijo:
Por dos días, Miguel Rufino siguió al sujeto que resultó ser cinta negra en
artes marciales. Una noche simuló vararse cerca de su casa, para lo cual
abrió el capó y puso las luces de parqueo. Cuando lo vio aparecer, le rogó
que le ayudara a sostener la linterna para revisar el desperfecto. El
hombre dudó unos momentos, pero ante la insignificancia del necesitado,
aceptó acercarse, aunque no bien se inclinó sobre el motor, Miguel Rufino
le arrojó un chorro de gas paralizante, le inyectó una dosis narcótica y lo
arrastró inconsciente hasta introducirlo en el Renault, mientras sonreía
satisfecho porque su táctica predatoria, causante de muchos desvelos,
había sido eficaz con aquel diestro en defensa personal.
III
Un año después, veinticinco nuevas víctimas tenían aquel tomo relativo al
siglo XVII cerca de las doscientas páginas. Sin duda, aquel exterminio le
había prestado impulso y agudeza, y un toque de exquisitez para cambiar
la Olivetti por una pluma de ganso, que con la sangre de las víctimas, hacía
de la escritura una delicia. Era simple: los crímenes a la lengua debían
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escribirse con la sangre y la caligrafía que los expiara. Desde luego, era un
trabajo arduo, pero a Miguel Rufino no sólo le sobraba tiempo, sino
talento para realizarlo: como el mejor predador se había superado en las
artes de la simulación y el mimetismo y se había hecho tan inmune a las
terribles resacas del comienzo, que la jabonosa pestilencia de un cuerpo
descuartizado lo enviaba sin remordimientos en busca de una nueva
corrección.
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siguieran cometiendo. Ahí estaba el origen del mal, pero él sería
inflexible.
-Error- pensó Miguel Rufino que tenía a Pelayo sentado en sus rodillas
mientras miraba el noticiero-. Se dice entrar en. Y usó no sólo uno, sino
dos gerundios de posterioridad.
-No lo olvidará, ¿verdad?- le preguntó con los ojos muy abiertos y con la
punta del puñal sobre el vientre tembloroso.
Pasadas treinta y seis horas, el pobre analista sufría el ardor del ají chile
en sus testículos antes de ser atrozmente descuartizado. Miguel Rufino
no se reponía de su macabro esfuerzo, cuando vio que Lola Zárate decía
en una entrevista que odiaba a los paparazzis, porque siempre que estoy
con alguien me cogen in fraganti.
Pero Miguel Rufino Bello estaba llamado a ser un asesino en serie fuera de
ídem, y el secuestro, violación y posterior descuartizamiento del senador
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Sergio Piedrahíta, no sólo le probó que era posible aspirar a correcciones
más elevadas –el senador había usado en televisión la expresión comicios
electorales-, sino que lo lanzó a las constelaciones metafísicas de su tarea
justiciera. Iluminado por las inspiradas reflexiones de Angelus Silesius,
hubo de llegar a la conclusión de que Babel no fue más que el resultado de
los vicios cometidos por los hombres en la lengua de Dios. Aquella
segunda caída había sido el resultado de que nadie hiciera respetar las
leyes de la gramática divina, de modo que el proto-indoeuropeo, el
indoeuropeo, el sánscrito, el griego y el latín no eran más que la
degeneración de la lengua prístina. A su vez, el castellano de Cervantes
era la conjunción de todas aquellas lenguas, y, por tanto, recuperarla era
detener el descenso al infierno y, con seguridad, una vez tal lengua se
hablara a la perfección, sería posible remontarnos otra vez al latín, al
griego, al sánscrito, al indoeuropeo, al proto-indoeuropeo y así
sucesivamente hasta llegar otra vez a los comienzos. Se trataba, pues, de
un viaje de regreso en la lengua hacia la divinidad para volver a hablar
con Dios, para pedirle perdón por nuestra blasfemia y para rogarle que
nos devolviera al paraíso, porque de lo contrario, cada nuevo día de
contaminación, nos acercaría a la destrucción definitiva, al divorcio
irremisible entre la humanidad y su creador.
Cada una de tales intervenciones eran ramalazos que nos alejaban de las
voces del siglo XVII y, en consecuencia, de la lengua usada in illo tempore.
Así, la devastación de nuestra nación obedecía a la devastación del
castellano y, por tanto, sería la primera del mundo que por alejarse de
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Dios, vería la aparición de la Bestia, del Abadón que llegaría para iniciar el
Apocalipsis. No había duda: de Colombia, Babel suramericana, Sodoma y
Gomorra del castellano, emergía el 666 que vendría a extinguir el
Universo.
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