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GRAMMATICAL PSYCHO

Jorge Aristizábal Gáfaro.


Babel fue como una segunda caída,
en algunos aspectos tan desoladora como la original.
George Steiner

I
Al hecho espantoso de que la cabeza de Oriana Caycedo apareciera en una
bolsa de basura arrojada en un pastizal, se sumaba una mutilación atroz:
le habían arrancado la lengua. En los días sucesivos, los demás miembros
–con huellas de demencial tortura- fueron asomando entre periódicos en
diversos puntos de la ciudad. Bastó con que Oriana fuera una reconocida
reportera y que su familia tuviera antecedentes progresistas para que las
autoridades se aferraran a una sola hipótesis: era la violenta retaliación
de grupos de extrema derecha por sus continuas denuncias. Cuando
algunas semanas después, fueron hallados en similar circunstancia los
miembros del senador Sergio Piedrahíta, ya nadie se acordaba de la
comunicadora. Quizás porque los ajustes de cuentas son frecuentes en la
industrial criminal y quizás porque en Bogotá no hay semana que no
tenga su primicia espeluznante, ni la prensa tuvo tiempo, ni las
autoridades la disposición para relacionar los casos. Esta vez, el crimen
fue atribuido a bandas del narcotráfico. De Lola Zárate nunca se encontró
la cabeza. Era una actriz en decadencia a raíz de sus adicciones y el
escándalo de sus romances, por lo que su muerte se atribuyó a móviles de
pasión. La captura de un ex amante explicó el caso, de modo que jamás se
le relacionó con los anteriores y mucho menos con el que pasadas otras
cinco semanas, volvió a desperezar a la opinión. En efecto, Tulio Santos
Prisco era un glamoroso columnista, y la campaña que libraba desde el
periódico en contra del secuestro, bastó para que nadie dudara de que lo
había asesinado la guerrilla. En su momento, cada una de aquellas
muertes había generado el correspondiente repudio y las protestas de
trámite. Pero muy pronto, hechos más y menos escabrosos terminaron
sepultándolos en la impunidad. A nadie se le ocurrió que pudieran estar
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relacionados. ¿Qué podría haber en común entre aquellas víctimas? Más
allá de que fueran figuras públicas, nadie lo pensó. Y sin embargo, había
demasiado: eras los vestigios de la malvada serie urdida por un aterrador
psicópata.

Todos hemos experimentado alguna vez un fastidio irracional por ciertas


palabras. Las hay que por razones de educación, estrato o simple gusto
nos parecen detestables. Ocurre también que tales palabras nos
desdibujan a la persona que las usa; no tienen que ser necesariamente
groserías y, sin embargo, terminamos por sentir repulsión hacia quien las
profiere. Semejante emotividad ante el lenguaje suele ser mayor entre
conocedores: escritores, académicos, correctores de estilo y otros
estudiosos que no pueden reprimir su disgusto y el impulso de corregir
frases, textos y personas manchadas con el error producto del descuido y
la ignorancia. Es cierto que tales conocedores disfrutan el placer
perverso de cazar gazapos, placer que es mayor cuanto más encumbrada
es la persona responsable. Pero también, esta obsesión lleva a que un
programa televisivo, la lectura de un periódico o el tránsito sobre un libro
de pésima edición sean una auténtica tortura. En suma, cuando alguien
estropea el lenguaje, hay gente que se irrita, que se mortifica mucho,
demasiado… pero nunca como suele irritarse Miguel Rufino Bello.

Graduado en español y filología clásica y con un título de maestría en


lingüística hispánica, Miguel Rufino es un erudito en asuntos del lenguaje.
Su excesivo rigor lo tiene desde hace casi un lustro ocupado en una obra
que sin duda le augura inmortalidad: Historia de las aberraciones fonéticas
y gramaticales en la comunidad hispanohablante desde el siglo XVII.

Como es de esperarse, Miguel Rufino no trabaja igual que las personas


ordinarias. Vive de Lorenza Pacheco, su mujer, quien dirige en el
mercado de Las Nieves la fama heredada de una familia de carniceros de
la que era amiga la madre del lingüista. Empero, el hecho de carecer de
empleo, no le impide ser un hombre de absorbentes ocupaciones. De
lunes a sábado y gracias al dinero de su esposa, pasa las mañanas leyendo
revistas y periódicos; por la tarde va a las bibliotecas a llenar sus fichas, y
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por la noche analiza silenciosamente el manejo del idioma exhibido en la
televisión, que ve junto a sus dos hijos en la sala de su casa. Como su
mujer llega muy tarde de la fama, sólo se ven los domingos, lo que para él
hubo de ser un fastidio, que por suerte los últimos años sólo tiene que
soportar por breves horas. A cambio de ir a recogerla, Lorenza aceptó
abrir la fama los domingos hasta las siete de la noche. Miguel Rufino
nunca le ha colaborado en el negocio, pues -¡ni más faltaba!- es un
intelectual, pero mientras su mujer se alista para cerrar, él experimenta
deleite en aquel escenario de baldosas blancas, filos acerados, astillas de
huesos, carnes destazadas y manchas de sangre…

Tuvo Miguel Rufino Bello la suerte de heredar a la muerte de su madre,


una pequeña casa en los alrededores de la Plaza España, en el centro de
Bogotá. Es una construcción casi en ruinas de la que ha mantenido
alejada a su familia con el argumento de que allí tiene su estudio, el lugar
donde trabaja en sus investigaciones. De hecho, cuando sus hijos no van
al colegio o cuando Lorenza se enferma o sufre algún accidente que la
obliga a recluirse en su hogar, Miguel Rufino alega que está en lo fino de
sus pesquisas y se confina por largos periodos, que sólo interrumpe para
regresar en busca del dinero que recibe sin falta.

Ha habido, desde luego, quienes impugnan su descaro. Pero salvo aquel


parasitismo, Lorenza no tiene quejas de su marido. Miguel Rufino no
fuma, no bebe, no la maltrata, no la insulta –es un gramático-, es cariñoso
con los niños y , sobre todo, hay que entenderlo, es una persona muy
preparada, infinitamente más culta que ella, una humilde hija de
carniceros que da gracias porque él le hubiese dado el honroso gusto de
elegirla. De mujeres ni hablar. Es un hombre sin lugar a dudas fiel,
aunque no por vocación como piensa Lorenza, sino porque Miguel Rufino
es un sujeto tímido, inseguro, por principio corto de palabras y para
colmo de males, físicamente desfavorecido. Mide 1,65 metros de estatura,
tiene una calvicie franciscana, unos ojos pequeños como cortados por una
cuchilla y hay un choque extraño entre sus facciones de niño –aunque
haya nacido en 1965- y sus dientes podridos. Pesa unos setenta y cinco
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kilos que enfunda e trajes de paño oscuro, cuyas mangas dejan ver los
puños de sus camisas y las medias blancas que acostumbra usar con
zapatos de empeine descubierto, según el infame estilo español aparecido
en los años 80. En síntesis, Miguel Rufino Bello es un marido discreto, un
padre cálido, un estudioso aplicado y un vecino más bien aburrido. No
obstante, detrás de la gris vulgaridad de su modesta existencia, se oculta
uno de los casos más singulares de monstruosidad que jamás alguien
haya imaginado.

No le han faltado ganas de emplearse, pero no es fácil hallarle sitio a su


perfil. En alguna ocasión, un profesor de la Maestría lo recomendó como
redactor de artículos en un periódico, donde comentaría los errores que
aparecen en los nombres y la publicidad de las empresas. El primer día,
pasó dieciocho horas intentando escribir el segundo párrafo de un
artículo de tres que al final no alcanzó a entrar en la edición. La jornada
siguiente concluyó el artículo, pero al editor no le hizo gracia que él
tardara tanto en impugnar la falta de una tilde en el slogan de una
productora de cigarrillos. Miguel Rufino explicó que apenas estaba
calentando la mano y aseguró que lograría rapidez y contundencia. Al
comenzar la tercera jornada, tenía en mente ocuparse del aviso de una
bizcochería, pero cuando el editor vio en su mesa el arrume de libros que
consultaría para su argumentación, supo que definitivamente no había
caso.

En otra ocasión, una importante editorial le encomendó la corrección de


estilo de uno de los cronistas más vendidos por su olfato y valentía
acusadora. Se trataba de un libro primicia que revelaría uno de los
escándalos de corrupción política más sórdidos. Varios meses después,
cuando llegó con el borrador abigarrado de correcciones, no sólo los
culpables ya habían sido exonerados, sino que el autor había publicado
con otra editorial la denuncia que para entonces pasó inadvertida.

Finalmente, un colega lo recomendó como catedrático en una facultad de


periodismo. Tres meses más tarde, el decano lo llamó telefónicamente –
no quiso escribirle por precaución- para rogarle que no volviera. Los
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estudiantes eran los culpables de que llevaran veinticuatro semanas
ocupándose del gerundio y merecían que él, en su celo formativo, les
hubiera dado aquellas “bofetadillas”, pero la universidad enfrentaba
varias demandas por lesiones personales y era su obligación como
decano, que su profesor no se viera envuelto en tales líos. Semejantes
reveses, atribuibles a la ignorancia, el afán comercial y la falta de
escrúpulos en el uso de la lengua, cercenaron los propósitos profesionales
de Miguel Rufino Bello, revelándole que definitivamente lo suyo era el
heroísmo solitario y silencioso del que emergían los cinco volúmenes de
su Historia de las aberraciones fonéticas y gramaticales en la comunidad
hispanohablante desde el siglo XVII.

Su demencial obsesión por el cuidado de la lengua lo fustigó desde la


infancia. La madre, una vendedora de frutas en el mercado de Las Nieves,
lo dejaba al cuidado de dos ancianas solteronas que tenían un colegio en
La Candelaria. Las señoritas Montesinos pasaban por poetisas y se
hicieron cargo del muchacho dándole educación a cambio de que hiciera
los mandados, mantuviera despercudidos los baños y el patio, y viruteara,
encerara y brillara los seis salones que por la mañana servían para la
primaria y por la tarde para bachillerato. Era una vida de perros de la que
no obstante, se sobrepuso desde muy pequeño al destacarse entre sus
compañeros como el alumno más brillante en las áreas de español y
literatura. Para él, un buen hablar y las oraciones perfectas eran el único
modo de afirmarse, pero también, la vía para alejarse del ámbito
asqueroso que rodeaba a su madre. Después de la venta, la señora solía
beber cerveza con los zorreros, verduleras y carniceros de la plaza, y
llegaba muy tarde a golpearlo y a escarnecerlo con las más sucias
groserías. Pese a esto, la semana de Miguel Rufino era el cielo comparada
con los domingos, cuando debía ir al mercado a cargar bultos y a vender
frutas en un mundo en el que la violencia, la suciedad y la hediondez se
fundían con la procacidad gritada a voz en cuello. Con todo, no hay fango
del que no broten flores y en aquel infierno tuvo la ocasión de conocer a la
rozagante Lorenza que, años después, cuando él concluyó sus estudios en
la universidad pública, llegaría a ser su esposa.
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Desde luego, Miguel Rufino creció incubando la más voraz tenia del odio.
Odiaba a su madre y las plazas de mercado; odiaba a las señoritas
Montesinos ya no por su habla- eran poetisas- , sino por su crueldad;
odiaba la universidad, pues no entendía cómo sus compañeros podían ser
tan mal hablados y escribir con tan mala ortografía y redacción. Odiaba el
instituto, porque allí tenía rivales ingleses y alemanes tan disciplinados
como él y que le hicieron cursar la maestría alentado por ver el día en que
se graduaran y se marcharan para siempre. Por supuesto, abominaba la
ciudad con su ruido, con sus paredes y calles infestadas de avisos
descabellados, con su gente malsonante, con sus radios, televisores y
periódicos en los que nadie parecía tener idea del cuidado que se debe
tener con la lengua de Cervantes.

De su odio tampoco se salvaron las mujeres, a las que atribuían la


morbidez de sus dientes. Cuando las señoritas Montesinos estaban de
humor y él había escrito a la perfección algún dictado, lo dejaban subir a
sus habitaciones del segundo piso, donde se tendían para que les lamiera
la entrepierna, mientras leían los poemas que a Miguel Rufino, pese a no
entenderlos, le parecían hermosos. Sentía que esas palabras
transformaban tanta inmundicia en perfección, pues cuando lograban
ciertos acentos, cierta musicalidad, las brujas cambiaban su voz de
guacamaya por gemidos sibilantes, se arqueaban y temblaban de júbilo y,
por un momento, le acariciaban la cabeza, lo llamaban amor y lo
acercaban hacia sus rostros con los ojos todavía extraviados como si
quisieran besarlo, aunque definitivamente lo arrojaban de un puntapié
gritándole que fuera a fregar la hedionda suciedad de los baños.

Sin embargo, cuando su graduación en filología coincidió con la muerte de


su madre, regresó al mercado de Las Nieves para comprometerse con
Lorenza, a quien desposó con el acuerdo de que ella llevaría la casa
mientras él continuaba su formación. Lorenza hablaba muy mal, pero
había llegado virgen al matrimonio –permanecería así dos años tras la
boda- y aportó a manera de dote una casa en La Perseverancia, a donde se
fueron a vivir con Brígida, una hermana de Lorenza que se ocupaba de
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atenderlos. Además, Lorenza no sólo lo mantenía, sino que llegó a
comprarle un Renault 12 color naranja, cuando él se quejó de lo
espantoso que era ir en bus soportando vendedores y choferes
maldicientes.

II
Pero no fue hasta 1996 que estalló su furia psicótica. En cierta ocasión el
Renault se averió y debió llevarlo al taller. Al día siguiente, fue a
recogerlo a bordo de un taxi. Era una tarde cenicienta, con barrizal en las
calles y atmósfera humeante como el interior humeante del mercado de
Las Nieves. En el trayecto, el taxista de camisa a cuadros y bigote hirsuto
comenzó a hablar, y luego de una ráfaga de lugares comunes sobre la
situación del país, dijo:

-En el radio dijeron de que iba a subir la gasolina.

-¿De qué? murmuró colérico Miguel Rufino.

Enseguida le ordenó un cambió de dirección y en un paraje oscuro, se


despojó de la corbata y lo estranguló. El chofer rompía el parabrisas con
su desesperado pataleo, cuando él dijo en tono casi dulce:

-El dequeísmo es una falta imperdonable.

Al bajarse del taxi, borró sus huellas y caminó feliz. Esa noche, más que
desflorarla, prácticamente violó a Lorenza durante varios asaltos en los
que no dejó de gritar palabras sucias. No obstante, de aquel encuentro
nacería su primer hijo, Pelayo, cuyo bautizo en la beatitud de la iglesia, lo
hizo arrepentirse de su crimen. Sin embargo, meses después, tras
disfrutar de la señorial pluma de Tomás Carrasquilla, entró en una tienda
cercana a la Biblioteca Nacional y en el momento de pagar algún refresco,
la tendera le dijo:

-Aquí tiene las devueltas.


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Por horas, estuvo rondando la tienda, hasta que por la noche, vio salir a la
mujer por la calle oscura. Entonces la alcanzó, la tomó por la cabeza y de
un giro fuerte y súbito le destrozó las vértebras del cuello.

Su tercer homicidio ocurrió cuando Pelayo cumplió seis meses. Miguel


Rufino entró con Lorenza en un almacén de ropa, donde poco después el
vendedor dijo sosteniendo un abrigo para ella:

-Lleven éste. El precio es muy accequible.

Dos días más tarde, el gramático regresó al almacén, fingió medirse un


vestido, llamó al vendedor y la apuñaló con fiereza en el vestier. Esa
noche, Lorenza concibió a Dámaso, su segundo hijo.

Tales eventos motivaron un razonamiento: si aquellas correcciones –


como las llamaría en adelante- lo hacían tan fértil, significaba que con esa
misma energía podía escribir su obra. Aquellos crímenes habían sido más
bien incidentales, pero ¿qué pasaría si los ajustaba a su proyecto? Fue
entonces cuando decidió que la casa de la Plaza España debía ser su
laboratorio, y durante meses se ocupó de adecuar la que sería una de las
más demenciales y truculentas cámaras de tortura: cadenas, cuchillos,
sierras y una enorme mesa de disecciones junto a su escritorio. Durante
la noche imaginaba las rutinas que seguiría, aunque de día continuaba
siendo vecino discreto y padre cariñoso. Compró varios uniformes de
enfermero, visitó a Lorenza en la fama, estudió con atención cómo se
destazaba una res y muy pronto tuvo definidos los oficios del que sería su
ritual, aunque fijándose condiciones.

En primer lugar, no buscaría a sus víctimas. De ser así terminaría


despellejando a la humanidad hispanohablante –proyecto que se le antojó
maravilloso: ¿sería posible? Un mundo en el que unos pocos hablaran a la
perfección el español, sería ni más ni menos un Olimpo-. Pero no, por
ahora su misión debía ser modesta, debía ser un asunto del destino, los
corregidos debían tener alguna oportunidad. Además, no todo
malhablado lo irritaba, y por tanto no merecía morir. Por ejemplo,
alguien podía cometer errores, pero si lo hacía en voz baja, era inofensivo.
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En cambio, cuando la gente alzaba la voz queriendo destacarse, el error
estallaba en el oído y se hacía imperdonable. Así pues, fuera de los niños,
sólo podían estar a salvo las personas que: a. Hablaban a la perfección; b.
Hablaban en voz baja, y c. Cometieran errores ya expiados con una
víctima anterior.

Su primer asesinato organizado comenzó a gestarse una tarde en una


cafetería próxima al Terraza Pasteur. Leía el periódico y estaba furioso
porque un periodista había escrito que a cierto sujeto lo habían ultimado
de un tiro en la cabeza a quemarropa. Miguel Rufino se preguntaba si la
víctima llevaba turbante, caso en que se justificaba el uso de semejante
expresión. Con un gesto que pareció una sentencia, subrayó con tinta roja
el desatino y el nombre del periodista al que imaginó encadenado y con
un turbante en llamas. Justo en ese instante y muy cerca de su mesa, una
pareja hablaba de una película, y el hombre, con aspecto de fisiculturista,
luego de que la mujer describiera un episodio, dijo:

- Fue la eccena que más me gustó.

Por dos días, Miguel Rufino siguió al sujeto que resultó ser cinta negra en
artes marciales. Una noche simuló vararse cerca de su casa, para lo cual
abrió el capó y puso las luces de parqueo. Cuando lo vio aparecer, le rogó
que le ayudara a sostener la linterna para revisar el desperfecto. El
hombre dudó unos momentos, pero ante la insignificancia del necesitado,
aceptó acercarse, aunque no bien se inclinó sobre el motor, Miguel Rufino
le arrojó un chorro de gas paralizante, le inyectó una dosis narcótica y lo
arrastró inconsciente hasta introducirlo en el Renault, mientras sonreía
satisfecho porque su táctica predatoria, causante de muchos desvelos,
había sido eficaz con aquel diestro en defensa personal.

Varias horas más tarde, el infortunado estaba desnudo y tendido sobre la


mesa, atado con correas de pies y manos, y con la boca amordazada,
mientras Miguel Rufino ponía media resma de papel junto a la Olivetti que
tenía en su escritorio. Cuando el prisionero recobró el conocimiento y vio
tan gracioso enfermero, sintió el impulso de reír, pero advirtiendo la
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indefensión en que se hallaba, comenzó a agitarse y a lanzar chillidos
ahogados por la mordaza. Al verle el terror, Miguel Rufino sintió en su
abdomen el torrente eléctrico que le anunciaba una erección:

-Es escena – le dijo suavemente, pasándole la fría punta de un cuchillo de


matarife sobre el pecho.

El hombre movió la cabeza, pero luego quedó paralizado al ver que su


captor subía el volumen de un radio que trasmitía las noticias. La punta
del cuchillo recorrió su torso lampiño haciendo un surco tembloroso.

-Usted dijo eccena – murmuró el corrector abriendo los ojos en gesto de


reclamación- Pero no. Se dice escena, es-ce-na. Va a recordarlo, ¿verdad?.
-El hombre movió la cabeza afirmativamente-. Va a recordarlo por el resto
de su vida, o sea, por los próximos sesenta segundos – El hombre lloró de
horror- Uno, dos, tres –comenzó a contar el asesino mostrándole el
segundero despiadado de su reloj de pulso-, once, doce, trece…es-ce-na…

Cuando el segundero señaló el minuto, Miguel Rufino hundió el cuchillo


en el ombligo de su víctima y trazó con fuerza un tajo profundo en línea
recta casi hasta el mentón. La piel del torso del hombre se abrió
mostrando los órganos aún palpitantes. Con la mirada fija en los ojos de
la agonía, el criminal metió su mano derecha a la altura del cuello, esculcó
con dedos salvajes y arrancó la lengua que pareció una serpiente herida
en su mano. Acto seguido, se bajó la bragueta y se plació con aquel trozo
de carne, hasta arrojar su escupitajo sobre el finado que yacía abierto en
canal. A continuación, Miguel Rufino se acomodó los pantalones, se lavó
las manos en un balde, se secó con una toalla y aún con el uniforme
ensangrentado, se sentó a escribir el primer párrafo de su tratado. Tres
días después, bañado y vestido con su indumentaria de paño, repasaba las
páginas iniciales de su texto, señalando con un lápiz alguna imperfección,
mientras cerca de sus pies, en el piso recién lavado, reposaban las bolsas
acuosas en que empacó los restos de su primer descuartizamiento.

De vuelta a La Perseverancia, permaneció una semana en cama atendido


por Brígida. Una íntima fiebre lo calcinaba y en los instantes que
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conciliaba el sueño, recreaba la sangría y despertaba envuelto en el
sudario húmedo de la culpa. Se juró que jamás lo volvería a repetir,
imaginó su confesión ante un sacerdote, ante la prensa, ante un fiscal.
Pensó suicidarse, pero bajo aquellos lapos de auto-recriminación, se le
aparecieron luminosas, las diez páginas de su magnífica obra. Entonces
se puso en pie, regresó a la casa de la Plaza España y leyó con fervor la
introducción.

Según aquellas notas, el 22 de abril de 1616 fue el último día que el


castellano había alcanzado su máxima excelencia. A partir de entonces, la
lengua de Cervantes había comenzado su nefasto deterioro con las
aberraciones fonéticas y gramaticales que habían ido apareciendo en la
comunidad hispanohablante y cuyo inventario quedaría consignado en
cinco tomos, el primero de los cuales iba desde 1616 hasta 1700. Tras el
prólogo, iniciaba el primer capítulo en el que reseñaba las palabras y giros
que habían aparecido en España y en los virreinatos de México, Nueva
Granada y Perú infectando la diamantina perfección gramatical y
lexicográfica en que fue narrado El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha. Luego de señalar la degeneración de palabras, como facer, coxer,
caveola, etcétera, durante el periodo comprendido entre 1626 y 1625,
aparecían esbozadas otras expresiones que habían corrido similar suerte
en México, Cartagena, Lima y Buenos Aires. Al final, con los ojos
anegados, Miguel Rufino sintió un enorme alivio, el hálito de una
divinidad que lo traslucía, y luego de una noche entera de éxtasis en fase
de aura, amaneció fortalecido para encarar de nuevo, como una fiera
hambrienta y sigilosa, su fatídica fase de venteo.

III
Un año después, veinticinco nuevas víctimas tenían aquel tomo relativo al
siglo XVII cerca de las doscientas páginas. Sin duda, aquel exterminio le
había prestado impulso y agudeza, y un toque de exquisitez para cambiar
la Olivetti por una pluma de ganso, que con la sangre de las víctimas, hacía
de la escritura una delicia. Era simple: los crímenes a la lengua debían
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escribirse con la sangre y la caligrafía que los expiara. Desde luego, era un
trabajo arduo, pero a Miguel Rufino no sólo le sobraba tiempo, sino
talento para realizarlo: como el mejor predador se había superado en las
artes de la simulación y el mimetismo y se había hecho tan inmune a las
terribles resacas del comienzo, que la jabonosa pestilencia de un cuerpo
descuartizado lo enviaba sin remordimientos en busca de una nueva
corrección.

También por esos días, colgó un retrato de Miguel de Cervantes frente al


escritorio, pasó a usar velas en vez de luz eléctrica, puso en conserva las
lenguas de sus víctimas en frascos que al trasluz de las ventanas le daban
atmósfera ambarina y se dejó crecer la chivera y mostacho que, a decir
verdad, obtenían distinción con el indumento que incluía gorguera,
greguescos y trusas y que se hizo confeccionar por un sastre que terminó
destazado en su mesa, cuando tuvo el infortunio de quejarse del trabajo
de aplanchar tantos pliegues. Completaban tales arreglos las paredes
forradas con las fotos y recortes de prensa que hablaban de sus
descuartizamientos, y sobre los que pegaba papelitos con el error fatal de
la respectiva víctima.

Entre tanto, en La Perseverancia, sus hijos, Brígida y Lorenza seguían


dándole su cariño y respeto, pues les había dicho, citando ejemplos
eruditos, que si bien no les daría nada en vida, trabajaba para cubrirlos de
gloria aún cuando estuviera convertido en polvo. Conmovida por aquella
promesa de sacrificio y grandeza, Lorenza lo colmaba de mimos y le
preparaba platos con las mejores piezas que llegaban a la fama, de modo
que los domingos y sin el menor escrúpulo, Miguel Rufino comía cocidos
de pata, sancochos de costilla, sopas de pajarilla y por supuesto, lengua en
salsa.

-Y se me toma ese caldito de criadillas- decía la mujer- Mire que si no se


alimenta bien, tanto libro le va a dañar las vistas.

Ante observaciones como ésta, Miguel Rufino sentía en las entrañas la


dentellada de la furia y apretaba los cubiertos imaginando a Lorenza en la
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mesa de correcciones, pero seguía comiendo y, al final, antes de ir a ver
televisión con Dámaso y Pelayo, le acariciaba la cabeza y le daba un tierno
pellizco en las mejillas, susurrando:

-Por favor, la señora, no me condimente tanto la comida.

A principios de 1999, luego de una bien planeada gira nacional- con


audaces incursiones en el Ecuador y Venezuela- de la que obtuvo
cuarenta y tres víctimas que llevaron a la mitad del primer tomo, Miguel
Rufino hizo un alto para revisar la orientación de su trabajo. Por
entonces, había perfeccionado y enriquecido su inventario de tácticas
predatorias, había hecho internacional la geografía de sus intereses
correctivos, había ganado precisión forense en el deslenguamiento de sus
víctimas y había logrado apropiarse del estilo y la caligrafía cervantina.
Así mismo, adelantaba su trabajo con una tranquilidad de conciencia
sustentada en un razonamiento: existía una íntima relación entre la ley
gramatical y la ley ciudadana, de suerte que a tiempo de legar a la
humanidad una obra de valor incalculable, le estaba haciendo el mejor
servicio cívico al país. En efecto, entendía que nuestro caos institucional y
social se debía al irrespeto de la lengua. Era elemental: quien omitía una
tilde, se paso con igual descaro un semáforo en rojo; quien desatiende una
coma, igual desatiende una deuda y quien no estima importante la
concordancia de tiempo o número, carece de escrúpulos en cometer un
peculado.

Precisamente esta lógica lo llevó a reconsiderar el perfil de sus víctimas.


En realidad, corregirle un gerundio a un portero, un pronombre enclítico
a un vendedor o una anfibología a una secretaria eran actos que corrían el
riesgo de tornarse intrascendentes. Debía pues, buscar el error en sus
raíces, en los ámbitos que por su desgreño en el uso del lenguaje habían
hecho del país el crisol de las tinieblas, así que dirigió su atención hacia
los medios, pues comprendía que eran los principales divulgadores del
error: cada vez que presentadores, periodistas, actores y animadores
cometían un disparate, autorizaban a millones de personas para que lo

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siguieran cometiendo. Ahí estaba el origen del mal, pero él sería
inflexible.

La mañana del 15 de abril de 1999, Oriana Caycedo durante su informe


que paramilitares habían entrado a Domingodó alineando y decapitando a
varios campesinos.

-Error- pensó Miguel Rufino que tenía a Pelayo sentado en sus rodillas
mientras miraba el noticiero-. Se dice entrar en. Y usó no sólo uno, sino
dos gerundios de posterioridad.

Pocos días después, la desgraciada Oriana estaba en su mesa de


correcciones escuchando que la forma debida era: los paramilitares
entraron en Domingodó y luego alinearon y decapitaron a los campesinos.

-No lo olvidará, ¿verdad?- le preguntó con los ojos muy abiertos y con la
punta del puñal sobre el vientre tembloroso.

-No- dijo la pobre mujer antes de lanzar su último grito.

Menos de un mes después, el columnista Tulio Santos Prisco escribió que


el Gobierno debe levantarse de la mesa de negociación, si la guerrilla sigue
plagiando niños.

-¿Plagiar?- se preguntó el corrector molesto-. ¿Acaso estamos en México?

Pasadas treinta y seis horas, el pobre analista sufría el ardor del ají chile
en sus testículos antes de ser atrozmente descuartizado. Miguel Rufino
no se reponía de su macabro esfuerzo, cuando vio que Lola Zárate decía
en una entrevista que odiaba a los paparazzis, porque siempre que estoy
con alguien me cogen in fraganti.

-¡Fotógrafos! ¡Me sorprenden! ¡In fraganti!- corrigió el psicópata ardiendo


de furia y, tres días más tarde, vertía ácido sulfúrico a través de un
embudo en la boca de la desdichada actriz.

Pero Miguel Rufino Bello estaba llamado a ser un asesino en serie fuera de
ídem, y el secuestro, violación y posterior descuartizamiento del senador
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Sergio Piedrahíta, no sólo le probó que era posible aspirar a correcciones
más elevadas –el senador había usado en televisión la expresión comicios
electorales-, sino que lo lanzó a las constelaciones metafísicas de su tarea
justiciera. Iluminado por las inspiradas reflexiones de Angelus Silesius,
hubo de llegar a la conclusión de que Babel no fue más que el resultado de
los vicios cometidos por los hombres en la lengua de Dios. Aquella
segunda caída había sido el resultado de que nadie hiciera respetar las
leyes de la gramática divina, de modo que el proto-indoeuropeo, el
indoeuropeo, el sánscrito, el griego y el latín no eran más que la
degeneración de la lengua prístina. A su vez, el castellano de Cervantes
era la conjunción de todas aquellas lenguas, y, por tanto, recuperarla era
detener el descenso al infierno y, con seguridad, una vez tal lengua se
hablara a la perfección, sería posible remontarnos otra vez al latín, al
griego, al sánscrito, al indoeuropeo, al proto-indoeuropeo y así
sucesivamente hasta llegar otra vez a los comienzos. Se trataba, pues, de
un viaje de regreso en la lengua hacia la divinidad para volver a hablar
con Dios, para pedirle perdón por nuestra blasfemia y para rogarle que
nos devolviera al paraíso, porque de lo contrario, cada nuevo día de
contaminación, nos acercaría a la destrucción definitiva, al divorcio
irremisible entre la humanidad y su creador.

En consecuencia, había que atender las señales. Para empezar, si


Colombia era la nación más afligida de la Tierra, era simplemente porque
el castellano tenía aquí su mayor grado de fermentación, su máxima
fragmentación, su mayor estado de impureza. Quizás como en ningún
otro país del mundo, la lengua había sido infectada por el inglés, el
francés, el italiano, el portugués, por tonos del alemán, por los cientos de
dialectos indígenas y africanos y por supuesto, por los neologismos
obligados de las nuevas tecnologías.

Cada una de tales intervenciones eran ramalazos que nos alejaban de las
voces del siglo XVII y, en consecuencia, de la lengua usada in illo tempore.
Así, la devastación de nuestra nación obedecía a la devastación del
castellano y, por tanto, sería la primera del mundo que por alejarse de
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Dios, vería la aparición de la Bestia, del Abadón que llegaría para iniciar el
Apocalipsis. No había duda: de Colombia, Babel suramericana, Sodoma y
Gomorra del castellano, emergía el 666 que vendría a extinguir el
Universo.

Obediente a tales revelaciones, y gracias a dieciocho nuevas víctimas de la


generosa farándula, por estos días Miguel Rufino Bello acaba de poner
punto final a su primer tomo de quinientas páginas, correspondientes al
siglo XVII. Sin embargo, ahora, su orientación ha sufrido otro cambio: de
nada vale corregir a los artistas, periodistas, presentadores, etcétera, si no
se corrige a quienes dirigen el país con sus galimatías y dislates. Por
tanto, en su lista de pendientes tiene anotados al presidente, a 84
parlamentarios y a 115 funcionarios con quienes piensa obtener
inspiración para escribir el segundo tomo acerca del siglo XVIII.
Igualmente, figuran 86 asesores del gobierno de los Estados Unidos que
por su pésimo acento, le permitirán concluir el tercer tomo relativo al
siglo XIX. Debido al que el XX fue la época de mayores mutaciones en la
lengua de Cervantes, dedicará a ese siglo dos tomos: el cuarto, que piensa
escribir bajo las musas que le traerán los COCE de las guerrillas y cerca de
74 subversivos de habla lamentable, y el quinto y último cuya tinta
obtendrá de los yerros de militares, paramilitares y narcotraficantes…
Vaya uno a saber el destino de tan ambicioso proyecto, aunque es de
suponer que cualquier interrupción no será por la acción de la justicia.
Más aún: habrá quienes pese a no sentir curiosidad por los asuntos del
lenguaje, esperarán con avidez la primera edición de la obra con todos sus
tomos forrados en piel, marcados en oro y, lo más importante, con
autógrafo y dedicatoria.

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