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UNC-Facultad de Lenguas

Lengua Castellana I- Comisiones «A», «D», «E», «F» y «G»


Profs.: Tapia Kwiecien, Martín; Scherzer Frasno, Juan P.; Galliano, María Laura; Cabral,
Andrea

DICTADO N.° 1
Hortensia

En los albores del siglo pasado nació Hortensia, una niña sietemesina de piel
lozana, cuya existencia estaba signada por la soledad y atravesada por el aislamiento.
Cuando aún era joven, su madre contrajo tuberculosis y, después de las exhaustivas
vicisitudes ocasionadas por el bacilo de esa dolencia y la convalecencia, murió. Era una
enfermedad contagiosa que condenaba al ostracismo más absoluto.
Su padre, preso del desasosiego y el agobio por su viudez, compró una vasta
casona con paredes de adobe y un gran aljibe. Muy cerca, hendía la montaña un arroyo
zigzagueante y huidizo. El paisaje, campestre y rústico.
En un desvencijado puente, la sorprendió una voz áspera mientras observaba un
águila blanca sobrevolar el área. Era Julián, hombre mayor, un hosco y de una astucia
increíble, con quien escasamente alcanzó a soñar, porque una noche el ejército arribó a
ese pueblo montañés y se lo arrebató. Iba a ocuparse del cebo de los explosivos. A
Hortensia le gustó enseguida el soldado, pero solo le quedó el recuerdo de un adiós y una
mano sobre la tersa mejilla, que disimulaba el pavor ante la huida forzosa.
Ahora, Hortensia está vieja, tose y le duelen los huesos entumecidos por los
avatares de una vida poco halagüeña. Pasa los atardeceres balanceándose en su
mecedora y hurgando en el pasado. A veces, a través de la ventana, se la ve acechando a
sus vecinos. Sus ojos están grisáceos y escépticos; pero no han perdido su vivaz picardía;
esa con la que hubiera conquistado el mundo. Sin embargo, se disipan ansiosos en el
vacío. Ahí está ella, frágil y expectante, exigiéndole a su sino una respuesta, hamacándose
debajo de la galería de revoque destruido, devastado, a la espera de un milagro que la
salve.

DICTADO N.° 2
La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al menos, contendía
su alcance, su poder, su capacidad para desatar las hogueras por sí sola. Eso era cierto: la
chica del subte solo predicaba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie
la acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos completamente
desfigurados por una vasta y profunda quemadura; ella explicaba cuánto tiempo le había
costado recuperarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin labios y
una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, el otro era una oquedad en
la piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara negruzca recorrida por telarañas.
En la nuca conservaba un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara:
era la única parte de la cabeza que el fuego no había abrasado. Tampoco había alcanzado
las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de manipular las limosnas
que mendigaba.
Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con un beso si no
eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos apartaban la cara con disgusto, hasta
con un grito ahogado; algunos aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos;
algunos apenas dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo notaba, en
verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba con los dedos mugrientos los pelitos
asustados y sonreía con su boca que era una hendidura. Aun había quienes se bajaban
del vagón cuando la veían subir: los que ya conocían el procedimiento y no querían el
beso de esa cara hedionda y horrorosa.
Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató en algunos meses, sin embargo, para
que llegaran los fogonazos y las hogueras. Lucila era una modelo hermosísima, pero, sobre
todo, era fascinante. En las entrevistas de la televisión parecía distraída e ingenua, pero
tenía respuestas sagaces y audaces. Se hizo aun más famosa cuando anunció su noviazgo
con Mario Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda división que había
llegado heroicamente a primera y se había mantenido entre los mejores durante dos
torneos gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que había rechazado ofertas
de clubes europeos de puro honrado –aunque algunos especialistas decían que, a los
treinta y dos y con el nivel de competencia de los campeonatos europeos, era mejor para
Mario convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico–. Lucila parecía
enamorada y no se le prestaba demasiada atención; era perfecta y feliz, y sencillamente
faltaba drama.
El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del
departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70 % del cuerpo quemado y
dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una semana.
Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la oficina; él
no vaciló en quemarla durante una pelea. Igual que a la chica del subte, le había vaciado
una botella de alcohol sobre el cuerpo –ella estaba en la cama– y, después, había echado
un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minutos y la cubrió
con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo, como el marido de la chica del subte,
que había sido ella.

DICTADO N.° 3
Aquella tarde bochornosa hasta la exasperación, atosigado y abatido por el
aburrimiento de embotellar pensamientos que revoloteaban vertiginosos y que
rebotaban incesantemente, como pelotazos, por los vastos y exhaustos rincones de su
mente, Ramiro cesó de contemplar inmóvil el crepúsculo anaranjado a través de la
ventana y posó sus ojos sobre el escritorio atiborrado de documentos que se apilaban sin
ninguna sensatez. Dejó que su mirada vagara entre tratados artístico-literarios de autores
vetustos con nombres rimbombantes y ensayos tediosos sobre subdisciplinas
desconocidas hechos con bibliografía que parecía extenderse hasta la eternidad. Afuera,
se oía el canto de pajaritos verdiazules que anunciaban otra jornada calurosísima. Ramiro
exhalaba con resignación mientras pensaba en todos los años que había pasado leyendo
y escribiendo palabreríos insulsos para un nicho de pseudointelectuales ociosos y
autocomplacientes hasta el hartazgo, sin realizar ninguna contribución verdadera y
significativa a la sociedad.
Le resultaba insoportable el hastío. Ya en ocasiones previas había sentido
insatisfacción por la repetitiva rutina, mas esta vez se convenció a sí mismo de que algo
debía cambiar para no caer preso de las inclemencias de una ansiedad exorbitante. Con
decisión, abandonó su departamento y se dirigió hacia la calle. A escasos metros de su
domicilio, cerca de una vieja alameda, se encontró con dos antiguas amistades, un
limpiavidrios de la legislatura y una reportera expareja de un político con fama de
xenofóbico, y velozmente se enfrascaron los tres en una conversación acerca de la
posibilidad de una aventura con potencial para librarlos de las aflicciones de su monótona
vida actual. Comenzaron a discutir sus ideas en un bar, a salvo del calor que aún abrasaba
la ciudad, mientras degustaban un milhojas exquisito. Ramiro sentía que por fin volvía a
vivir, pero ignoraba los peligros y las vicisitudes que le deparaba su sino en este nuevo
rumbo.

DICTADO N.° 4
Aquel día festivo, el clima húmedo no colaboraba ni lo heterogéneo del público.
Aún resonaba en sus oídos la maldad de sus compañeros de escuela. La inseguridad que
percibía y que le provocaba participar de ese acto lo hacía sentirse excluido y maltratado.
En el fondo de sí, sentía que se rehusaba a izar la bandera que ese día debía estar a media
asta, y que tampoco quería evocar esas palabras viscerales. Pensó en inventar alguna
excusa o recordar algún consejo que lo ayudara a huir, y como no se le ocurrió nada, la
honda preocupación comenzó a embargarlo. Así fue, que se mantuvo callado y con una
mirada errante. Estaba tan nervioso que le dolía la sien, su antebrazo izquierdo y sentía la
quemazón de su estómago. Todo eso le provocaba una gran amargura.
Ser tan vehemente y antisocial le resultaba incómodo al momento de evitar la
muchedumbre. Intentó espiar entre la gente para encontrar caras amigables y de esta
manera expresar algún gesto de civilidad, mas no halló a nadie conocido. En ese instante,
afortunadamente, en un gesto fugaz, María le roza la mano cautivando así su curiosidad
y su cariño. A partir de ese momento, su corazoncito grisáceo y desacostumbrado al
acercamiento y al amor, lo exoneró de toda su tristeza y su carácter agridulce.

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