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Andrés González Galante

Código: 201423619

Problemas de ética y estética

El amigo y el Otro

¿Quién es el amigo? ¿Quién de todos es al que le confiero la palabra “amigo”? ¿Qué es el

amigo y qué es la amistad del amigo? Cuando pensamos el problema de la amistad nos

enfrentamos, al mismo tiempo, al problema de la alteridad, al problema del otro, del tú y en

últimas al problema del yo. El problema de la amistad nos enfrenta, entonces, con esa tierra

extraña, desconocida, que no nos pertenece pero que, asimismo, es nuestro último hogar. La

amistad por lo tanto es alteridad y es, en última instancia, ética. En la amistad, en el

ofrecerse a lo otro, se da el “ofrecerse mismo de lo incalculable (Cepeda 430). La amistad

es ese deseo de lo absolutamente otro, de lo que está fuera de mí y de lo que no puede ser

poseído. Este ensayo abordará, entonces, el problema de la amistad partiendo de la noción

de otredad de Lévinas y de otras reflexiones transversales acerca de la amistad y la

alteridad.

I. El Deseo metafísico

En el primer capítulo de Totalidad e infinito de Lévinas, titulado “Metafísica y

trascendencia”, se abre una primera noción de la metafísica que se define como un

movimiento de un “adentro” hacia un “afuera”, de un hogar hacia una tierra extraña. El

sentido de este movimiento es lo que se dice “otro” en sentido eminente (27). Sin embargo,

este Otro –lo metafísicamente otro – no se encuentra en un afuera físico y material: “Lo
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Otro metafísicamente deseado no es “otro” como el pan que como, como el país que habito,

como el paisaje que contemplo; como, a veces, yo mismo respecto a mí mismo” (27). De

esta realidad física, otra, puedo obtener un determinado grado de satisfacción de algo de lo

que carecía. En dicha satisfacción, sin embargo, se “reabsorbe” esa otredad en la que me

estoy saciando, pasa a ser parte de mí; el Deseo metafísico, en cambio, “tiende hacia algo

totalmente otro, hacia lo absolutamente otro”. En la necesidad hay un deseo de retorno, un

deseo de eso pasado de lo que se carecía y de lo que se sigue careciendo. En el Deseo

metafísico, en cambio, no hay nostalgia porque no hay patria a la que volver, “es deseo de

un país en el que no nacimos” (28). Este Deseo no cabe ser satisfecho puesto que desea

todo aquello que está más allá de lo que pueda completarlo. El objeto de dicho deseo –si

cabe llamarlo como tal –es, además, invisible: “la invisibilidad no indica ausencia de

relación: implica relaciones con lo que no está dado, con aquello de lo que no hay idea”

(28).

Ahora bien, ¿qué implicaciones comporta dicho Deseo metafísico? En un primer

lugar cabe señalar que dicho Deseo escapa de cualquier forma totalizante en tanto que no se

da un afán de posesión mediante los sentidos o el entendimiento. Por otra parte, dicho “yo”

que se inscribe en el movimiento del Deseo es ateo y su ateísmo es “sin carencias” (86).

¿Por qué es relevante dicho ateísmo? Al no ser ateo, el “yo” estaría inserto, necesariamente,

en una realidad ulterior, totalizante, y fuera de sí mismo. Entramos aquí en una aparente

contradicción con lo dicho anteriormente. En el Deseo metafísico se da, como en la

totalidad, un movimiento hacia el exterior, fuera de sí mismo. Sin embargo, ese

movimiento no se da en una realidad “otra” –en la que dominaría la mera necesidad –sino
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que ocurre en el momento presente, singular e individual. El yo “no se integra a ningún

destino, se sobrepasa en el Deseo que viene de la presencia del Otro” (86). El primer

movimiento del Deseo no es la inmortalidad, el más allá del tiempo y el espacio, sino el

Otro que se me aparece en el momento en el que se me aparece. En el Deseo metafísico,

por lo tanto, se da una aproximación, un salirse de sí, a aquello que es absolutamente Otro

sin que medie, entre él y el Mismo, una relación de necesidad o un deseo de satisfacer la

carencia puesto que dicha relación es de completitud en sí misma. Además, el Deseo

metafísico no supone inscribirse o inscribir lo Otro en ningún tipo de totalidad puesto que

en la experiencia del Deseo se da la infinitud, la trascendencia: lo singular y lo inaprensible

prima sobre la totalidad y el anonimato. El principio ético que Lévinas plantea, por lo tanto,

es uno en el que el Otro brinda una apertura del “yo” en la que la alteridad no se ve

subyugada, ni poseída, ni puesta al servicio de la satisfacción de la carencia. El Deseo

metafísico es aquel que lleva a cabo este movimiento hacia lo absolutamente Otro.

II. El amigo, el Otro

Ahora bien, ¿en qué medida podemos hablar de la amistad como aquella relación en

la que el Deseo metafísico cumple su movimiento hacia lo Otro? En el artículo de María

Acosta del Rosario, “La amistad como experiencia de reconocimiento: comentarios a una

sugerencias de Hegel”, que parte de una tradición casi opuesta a la que hemos trabajado

hasta ahora, podemos evidenciar algunas claves relevantes. En este artículo, del Rosario

señala que la amistad es usada por Hegel como un ejemplo para hacer referencia a una

experiencia concreta de reconocimiento (99). Es claro, sin embargo, que el tema de la

amistad es determinantemente marginal en el trabajo filosófico de Hegel. La línea que sigue


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del Rosario para rastrear el problema de la amistad es la del concepto del perdón en El

espíritu del Cristianismo y su destino. En primer lugar, cabe mencionar que la noción de

amistad y perdón están irreductiblemente ligados, para Hegel, con el “espíritu del pueblo

cristiano” en contraposición con el “espíritu del Judaísmo”. Según Hegel, la figura de

Abraham es aquella que sintetiza dicho espíritu del Judaísmo puesto que es “tanto en la

tierra, como entre los hombres, siempre un extraño” (102) No hay, en el Judaísmo,

reconciliación posible con los otros ni con el mundo puesto que Dios se encuentra

irremediablemente distante y es absolutamente otro. Aquí encontraríamos la principal

disonancia con el pensamiento de Lévinas puesto que para él la figura de Abraham

representa, por el contrario, aquel destino del despatriado que arroja las semillas al viento,

que se arroja a lo extranjero, al Otro, en vez de volver sobre sí. Por otra parte, es esta

cualidad de lo absolutamente otro a partir de la cual es posible, justamente, la realización

de la otredad.

A pesar de este desacuerdo en las tradiciones desde las que se problematiza el

problema de la alteridad, el contenido resulta mantener ciertas semejanzas. Del Rosario

escribe, sobre la amistad en Hegel, lo siguiente: “…las relaciones de amistad no pueden ser

un deber, algo impuesto, o peor aún, «una dominación sobre algo que le sea ajeno». No

contemplan ni son contempladas por concepto alguno; no pueden ser universalizables ni

pensadas, no son abarcables ni siquiera por la palabra”. Más adelante añade: “La amistad

ocurre allí donde el otro no puede ser siquiera nombrado ni pensado, ni presupuesto. Y por

ello, quizá, tampoco comprendido” (103). Encontramos, entonces, diversos elementos a

considerar. En primer lugar, la amistad no debe fundarse en el deber y no debe estar


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mediada por el entendimiento. Para Lévinas (29), del mismo modo, la comprensión es

siempre inadecuada para el Deseo metafísico, para el deseo de lo Otro. Lo Otro resulta ser

inabarcable por la razón puesto que ella en sí misma, en su gesto de comprender, busca

apropiarse de eso inapropiable que es el Otro. Aquello que es absolutamente Otro se define,

además, justamente, por su capacidad de ser incomprensible, más allá del entendimiento, y

de no tener concepto alguno que medie con el “yo”. Esta relación de otredad se da, según lo

vimos en el caso de Hegel, en la amistad. En la amistad no existe la apropiación por medio

del entendimiento o por medio de la palabra. La amistad, además, escapa de lo

universalizable que, en términos de Lévinas, es la totalidad y resiste en la singularidad y la

pluralidad. Ese Otro, por lo tanto, inabarcable e incomprensible resulta ser, según esta

lectura, el amigo mismo. Carlos B., citado por del Rosario, escribe lo siguiente: “De lo que

se trata es de reconocer la radical e inconmensurable singularidad del otro y de recuperar un

sentido de pluralidad que desafíe cualquier reconciliación total. Hay que aprender a vivir en

esta inestabilidad” (105). Es en la amistad, por lo tanto, en la que se da esta apertura hacia

lo Otro y el Deseo metafísico podría estar mediando dicha apertura.

III. La muerte del amigo

La amistad, sin embargo, según del Rosario a partir de Hegel y Derrida, está signada

por la finitud: “sólo es posible la amistad en el contexto de la finitud, de lo humano” (102).

Según su mortalidad, la amistad del hombre debe permanecer en su estado de finitud y no

puede inscribirse en una ilusión de inmortalidad o de destino divino puesto que, en caso

dado, la amistad pasaría a ser territorio de lo totalizante y no de lo singular y efímero. La

amistad, y por lo tanto la apertura al Otro, junto con el encuentro y el diálogo, es efímero y
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la finitud no es otra cosa que la muerte. Para Hegel, a través de Derrida, “la muerte –la

despedida, la interrupción de la palabra del amigo, que para Blanchot implica la

desaparición a la vez de aquel silencio que hacía posible la relación –es el punto de partida

de toda posibilidad de amistad”. (107). Se da, entonces, una paradoja en la relación de la

amistad. Por una parte, hay una negación de dicha relación, mediada por la muerte, pero

por otra parte justamente dicha negación es la que hace posible la existencia y la

posibilidad misma de la amistad. La negación por lo tanto es la que permite la afirmación

de la posibilidad. En ese sentido, cada encuentro, cada diálogo, cada mirada o gesto resulta

ser único e irrepetible puesto que, nuevamente, está signado por la negación, por la finitud.

Resulta entonces fundamental el gesto del saludo y el despido puesto que es la mejor forma

de honrar ese carácter efímero del encuentro que no se sabe cuándo se volverá a dar, o si se

volverá a dar si quiera. Cada encuentro, por lo tanto, es un compromiso, un compromiso

con el carácter efímero del encuentro y, en última instancia, un compromiso con el otro, el

Otro. La amistad, entonces, estará puesta en servicio de su irrepetibilidad y de su finitud,

del carácter efímero que escapa siempre a la totalidad. Derrida, citado por del Rosario,

escribe lo siguiente: “uno de los dos deberá permanecer solo. Ambos lo sabíamos desde el

principio. Uno de los dos deberá haber quedado destinado, desde el principio, a traer

consigo el mundo del otro” (107). Más adelante del Rosario añade: “Sólo el amigo

comprende la ausencia, el silencio, la palabra ausente. Sólo el otro puede darle sentido a tal

relación abismal. La amistad es esa interrupción permanente que no puede comprenderse

desde fuera, que se lleva consigo, en el llevar del amigo, de su muerte, del otro siempre en

tanto que interrumpidamente otro” (108). En la amistad, por lo tanto, se da el compromiso

ético con el amigo, con el Otro, puesto que es en su muerte, eminente, en la que se
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establece el lazo que nos une. Es en la amistad, y en la muerte que la atraviesa, que el otro

puede ser irreductiblemente Otro, fuera de la totalización, de la comprensión, de la posesión

y el encuentro con el Otro, el Deseo metafísico, puede darse verdaderamente.

IV. Conclusiones

Margarita Cepeda, en su artículo “Gratuidad, gratitud, serenidad. Divagaciones en

torno a “descentramiento prodigante” que es el amor”, escribe lo siguiente:

El otro es el regalarse mismo, el ofrecerse de lo incalculable. Por eso,

para recibirle cabalmente hay que poder estar vacío de las propias

expectativas […] ¿Quién no sabe, además, que de todo lo que nos da, el otro

nos regala también su resistencia a encajar en nuestras imposiciones y de

este modo ensancha nuestro ser, lo descentra? (430)

En la amistad, precisamente, se da dicho descentramiento, dicha resistencia que el

Otro nos regala a encajar con lo que nosotros queremos de él. El amigo es aquel que nos

saca de nuestro lugar de comprensión y de entendimiento, nos estira y ensancha. El lugar

con el amigo, en ese sentido, es el lugar de lo siempre desconocido, de lo siempre nuevo, de

lo siempre Otro. La amistad es la que nos expulsa de nosotros mismos, nos lleva fuera de

nosotros, nos descubre, nos afirma y nos niega. Nos lleva, como las semillas al viento,

hacia lo impredecible y lo insospechado. La amistad, además, funciona como un principio

ético puesto que en ella la alteridad se consagra y se consuma. Sin embargo, no puede

tomarse la amistad como único principio ético rector por diversos motivos. En primer lugar,

no es posible fundar una ética bajo un único principio rector puesto que sería una ética
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excluyente y parcializada. Por otra parte, la amistad no puede funcionar como principio de

algo más puesto que la amistad es un fin en sí mismo y, en caso contrario, estaría sometida

a un designio mayor, a una totalidad, y por lo tanto el amigo dejaría de ser amigo.

Recuperando la palabra de Cepeda, “con un amigo siempre se está en casa, no importa

cuánto tiempo haya transcurrido; y hay un acuerdo tácito, no importa cuántas cosas hayan

quedado sin decir. Por eso es que pensamos que cuando perdemos a un amigo nunca lo ha

sido realmente” (431).

Obras citadas

Del Rosario, Maria Acosta. “La amistad como experiencia de reconocimiento: comentarios

a una sugerencias de Hegel”. Amistad y Alteridad. Homenaje a Carlos B. Gutíerrez.

Comp. Margarita Cepeda, Rodolfo Arango. Bogotá: Ediciones Uniandes. 2009.

Impreso.

Cepeda, Margarita. “Gratuidad, gratitud, serenidad. Divagaciones en torno a

“descentramiento prodigante”. ---.

Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad. Salamanca:

Ediciones Sígueme, 1977.

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