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Buenas personas

(Una historia común)

I
Como un inquilino molesto

“De igual modo guardaría tal historia en un rincón privilegiado de sus recuerdos, como algo que mereció ser
y sin embargo no fue, un doloroso sueño de juventud que daría tensión y sentido a la existencia.”
Adolfo Colombres

Yo estaba casada con un buen hombre, trabajador y honesto, fiel como pocos, que luchaba
por una pequeña y promisoria empresa de electrodomésticos. Era madre de tres chicos.
Tenía treinta y cinco años, un auto verde y una casa grande. Trabajaba, por aquellos días,
en una compañía de camiones que rentaba sus unidades a otras empresas para transportar
desde ganado hasta madera o combustibles.
Es imposible no mencionar que vengo de una familia numerosa y religiosa, y que me
habían dado una buena educación en el Instituto de Hermanas del Salvador de Mar del
Plata.
Nunca quise explicar como era la soledad acompañada. Una sensación de abismo trágico
me había rentado el corazón y había limitados los universos al tamaño de una baldosa. Un
páramo de multitudes había aplacado mi sangre y había concebido un monstruo dulce, esta
despiadada nostálgica. A los cinco sentidos, ese sentimiento no cobraba ningún sentido
dicho en voz alta. El silencio era salud. Yo era como la eterna enfermera del cuadro de los
hospitales que vivía silenciando a quien quiera que se atreviera a mirarla.
Recuerdo que amaba intensamente mi oscuro trabajo en la Compañía Transportadora
porque la incordura secreta se combate con bullicio, con urgencia y con compañía. Y todo
eso me lo proporcionaba mi ámbito rutinario, el escondite legal y manifiesto que
conformaba mi oficina. Un café, un cigarrillo, mis compañeros de trabajo, una chiste en
voz baja, la urgencia ahogada del colectivo de las mañanas, la mirada subrepticia de los
camioneros, la algarabía circense del día de cobro, la rutina suasoria y absorbente como
ancla plural de cualquier naufragio.
Cuando lo conocí, me llamó la atención su risa de baldes, su sencillez madura de viejo
adolescente, su equipaje de barrios en sus modos rústicos. Sus canciones del año 70.
Supe al curiosear su legajo que era padre de dos hijos, que tenía cuarenta y cuatro años y
una esposa que a juzgar por la fecha del nacimiento de su primer hijo (todo figura en los
legajos de las compañías) lo acompañaba desde la eternidad. Supe, preguntando con
excusas practicadas que él era cuidadoso de sus hijos aunque no tan buen marido ya que se
le conocían algunos enredos amorosos, pero era una buena persona así como también lo
sería su mujer y sus hijos. Vivía en una pequeña casa en un barrio sombrío y amaba los
camiones, a Boca, el sol y el mate. Las canciones de Sandro y de Leonardo Favio, la
libertad de la ruta y las mujeres pequeñas, eran sus simples regocijos.
Comencé a bromear con mis compañeras.
-Es tan hermoso – les decía. Ah... Es tan hermoso. Me voy a casar con él.
Las risas alborotadas de mis compañeras y algún que otro gesto obsceno cuando él entraba
comenzaron a formar parte de la rutina en la oficina.
-Es un bruto pero tiene lindos ojos- respondían con un dejo de complicidad.
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-Yo le voy a enseñar buenos modales y lo voy a pulir- les contestaba.
- Ah...Vos que te la dás de reina sin corona te enamorás de una bestia.....- se divertían.
Y mis compañeras estallaban de risa y me acusaban risueñamente de haberme vuelto loca.
-¿Que le viste? Si es un salvaje que no sabe ni hablar...
Lo que comenzó como una broma entre escritorios, o como un ancla para subvertir la calma
doméstica, se volvió peligroso como una gotera insistente que moja hasta los cables de la
luz. Una mirada, un gesto, el vuelco absurdo del corazón acostumbrado a la lactancia
abundante de los días sin nada nuevo, sin nada que contar.
Lo peor o mejor de estas cosas es que siempre hay un antes y un después.
Que las ganas de sentirnos diferentes y todo lo que la nueva generación llama cursi o con
alguna otra palabra más moderna, se nos prende del corazón con alfileres insistentes. Y es
casi como despertar de un letargo, de una convalecencia plácida y los almanaques se
revelan a ser invisibles. Es entonces que uno empieza a soñar para no morirse, que el sueño
insolente se hinca en la cabeza y ansiamos en un último manotazo de cordura volver
atrás. Porque el miedo es más facil y la inercia es más fácil. Y las viejas costumbres
necesarias son anclas sedentarias que nos acomodan y nos someten.
No estaba en mis planes enamorarme. Mi corazón me había planeado una mala jugada.
Un día pasó por mi oficina y me dijo:
-Piba, te parecés a la Sierra de los Padres.
-¿Porqué?
-Sós un paisaje.
Y se fue fumando, dejo de hombre de barrio con ternura disfrazada de tosquedad y picardía.
Pero aún antes de sus palabras, yo ya lo había descubierto, ya había comenzado a esperarlo.
-Qué lo parió, me dije. Me parece que me enamoré.
Si hubiese algo de razonable en estas cosas de los amores, yo aún no lo encuentro.
Comencé mirándolo de reojo, disimulando mi mirada habladora, luego seguí por
esconderme detrás de los escritorios para espiarlo y el corazón me daba un vuelco cada vez
que entraba a mi oficina a pedirme los papeles diarios que necesitaba para su trabajo. Un
pudor antiguo partía mi calma de siesta que hasta ahora me había tocado en la vida.
Esto no es para mí- dije discutiendo con el espejo.- Esto me supera.
Pero él ya vivía en mi mente. Habitaba en mi mente esquematizada como si fuese un
inquilino. Un inquilino molesto al que no podía echar porque se había instalado allí como si
hubiese echado raíces. Me había invadido mi territorio de animal doméstico.
Pucha- suspiré una tarde mientras esperaba el colectivo que me devolvía a la plácida
realidad de mi entorno familiar. Lo llevo en mi corazón como un inquilino molesto.
La lenta luz de la tarde me sorprendió fastidiada por haber terminado mi jornada laboral.
Había que esperar otra vez la mañana. ¡Mañana! ¡Mañana!
Y yo parecía una pensión ambulante en donde todos los cuartos de mi corazón estaban
ocupados por la misma persona.

II
Ojos de vaca mirando a un tren
Si tu me miras, yo me vuelvo hermosa.
Gabriela Mistral

Mujer grande yo y haciendo cosa de chicos. Si hasta ya tenía mis primeras canas.
Cuando mi temblor en las manos se volvió incontrolable y el corazón latía como bombos
africanos y enajenados, supe que era tarde.

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Empecé a vestirme diferente, a esconder el maquillaje delante de mis hijos y a sentir una
culpa como fauces furiosas delante de mi marido, que era un buen hombre y que me amaba.
Pero ir a trabajar era lo más importante. Ir a trabajar se parecía a lo más lindo.
Con el transcurso de los días, sólo quería que llegara la hora de ir a trabajar. Los lunes para
tantas personas odiosos y polvorientos, eran para mi una campana de gloria, era estar
pateando latas por la calle y saltando una rayuela milagrosa, un regreso por un largo
camino de volver a sentirme un poco linda. Y usé mi pelo suelto y recuperé los tacos altos.
¡ Cómo odiaba los feriados! Los fines de semana. Las huelgas!
Pero con tanta inesperada aventura de felicidad, con tanto reverberar de la sangre hasta
ayer estancada, también llegaron como hermanas macabras la culpa y la tristeza.
¡Era tanto el desconcierto y el asombro de verme envuelta en una rareza enamorada!
Esto quebraba abruptamente mis esquemas domésticos, mi rutina sin pausa. Era cómo que
era lindo, cómo que era mágico, como la antesala de un infierno anticipado donde las
puertas se abrían como gargantas vertiginosas y yo me dejaba caer.
Y a la vez esa locura de suicida de cornisa me encendía las mejillas de mujer enamorada, y
socavaba mi fortaleza de mujer fuerte y responsable al frente de un buen hogar, con un
marido rebueno, tres hijos, una casa grande y auto verde y una soledad de cien años.
Yo había nacido grande y había vivido siempre cediendo terreno, siempre cediendo
terreno... Siempre pidiendo permiso.
Entonces comenzó la batalla campal en mi mente.Me faltaba la calavera en la mano y ¿ ser
o no ser?.¿Y por qué no doblegar mis buenas costumbres? ¿Que mediocre honestidad me lo
impedía?.Nadie se enteraría. Seríamos él y yo. Pero yo me conocía. Iba a pagar carísimo un
rato de felicidad .La angustia corrosiva de la culpa sería feroz. Culpa hija de mil.....
Mi abuela decía que una mujer casada no debía usar polleras cortas ni volver muy tarde a
la casa. Mi madre decía que un hombre como mi marido era difícil de encontrar. Mis tías
decían que yo me había sacado la lotería, mis hermanos se horrorizaban con la infidelidad
porque un buen marido lo era todo y los hijos sufren muchos con padres separados,
y mi padre todavía criticaba si yo me maquillaba demasiado o usaba pantalones ajustados.
¡Que tontería ésto de mi amor sin hacer el amor!- y sonreí adquiriendo el porte de una
mujer madura y segura de sí misma. ¿Segura yo? Esa mujer que nunca había sido porque
yo me había pasado la vida queriendo agradarle a todos.
¡Que tontería sentir la sangre alborotada, la mirada brillante, el corazón inflamado de un
sueño adolescente y los muslos calientes como un sol de siesta del norte!
¡Que hacía yo vistiendo pantalones ajustados, polleras un poco mas cortas, soltando mi
larga cabellera y poniendo cara de ocupada y desentendida cuando él como una tromba
entraba a mi oficina y yo escondía las manos para que no me viera temblar!
Esto es ridículo -me dije. Y mi corazón bailaba un malambo enloquecido dentro de mi
pecho deshilachado de culpa y emoción
Una mañana me llamó a mi oficina por una tontería. Supe que era una excusa pero le seguí
la corriente. No sea cosa que se diera cuenta de que yo me estaba dando cuenta de lo que le
estaba pasando. A esta clase de hombres no les gusta ser sorprendidos en su intimidad.
Cuando colgué el tubo del teléfono, me levanté de mi silla, dejé mi escritorio y me encerré
en el baño. Y me puse a bailar.Un, dos, trés, un, dos, trés. Y me sentí aún pequeña como
soy, la mujer más bella y fatal de todos los tiempos. Me sentía un sex symbol, una
ganadora, una de las que nunca yo había sido. Y entonces sola y apoyada en el inodoro me
reí, me reí como hacía cien años no me reía. Y me sentí como una de las lindas que cuando
adolescentes, iban a los asaltos y nunca dejaban de bailar.
Hace mil y una noches que no me río como hoy -le dije a la portera.
-¿Y por que?
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-Creo que soy feliz.
Él me hacía reir. La risa era saludable, era como manadas urgentes, como cascadas gozosas
que me dejaban en el corazón una sensación de fiesta y de verano aun cuando Marzo
despuntaba sus ocres prematuros del otoño. Y yo vivía lejana, lejanísima del mundo.
¿Cómo le va, señora? Bromeaba aveces.-. Y mi desacostumbramiento a juguetear con un
hombre me hacía sentir absurda. Fuera de mi medio ambiente. Una extraña ridícula y
perpleja que sin querer tartamudeaba y asumía una actitud desinteresada. Una madraza
torpe que se le caían los hijos por los cuatro costados, blanda de partos múltiples, un ama
de casa prolífera y lindita con una sensación doméstica jugando a las poses.
-¿Por qué revolea usted los ojos como vaca loca?-vociferaba y tratando de ser un poco
dulce, aunque le costaba.
-¿Y como revolean los ojos las vacas?, respondí.
-Como vos, piba. Ojos grandes y entornados como para abanicar a cualquiera.
Y de repente se daba vuelta y me gritaba-¡No se te ocurra cortarte el pelo!
Y yo lo corregía...-Se dice cabello. ¿Cuándo te vas a culturizar?
Yo después me quedaba muda, absorta y feliz como mirándome en una película en la que
era protagonista y espectadora a la vez.
- Y ahora te quedás requieta, con los ojos fijos, con ojos de vaca mirando un tren que pasa.
¿Nunca viste a las vacas mirando un tren que pasa?
-No- le dije tratando de recordar alguna vaca mirando a un tren.
Y luego irrumpía con una carcajada sonora, con gusto a banda de la infancia, con gusto a
domingos alegres y a visita de abuelos y él cerraba su puño tiernamente en mi mejilla
caliente de rubor y emoción para hacer de cuenta que me pegaba.
Vos sós como un gol de Boca, piba-decía.- Me hacés feliz.
-Pero... ¿ cómo son los ojos de vaca mirando a un tren?
Una tarde lo sorprendí mirándome. Serio y pensativo. Cuando se sintió descubierto empezó
a canturrear una canción muy vieja de Leonardo Favio y fingió una indiferencia dulce,
dulce como toda su vergüenza, dulce como es dulce un terrón de azúcar y se río con otros
fleteros. Y a mí se me caía la vida con el peso de la ternura. Y yo ya lo amaba.
Pero después y creyendo que yo ya no lo veía, volvió a su expresión anterior. Se puso serio
y eso era raro, porque nunca estaba serio. Y se fue caminando pensativo, pateando unas
piedras hasta el portón de salida, como pateando sueños a destiempo, como inventándole
una broma absurda al atardecer que despedazaba los soles de Abril, como tragando largos
tragos de silencio.
Desde el otro lado del portón me gritó con su voz de motores:
-Cuando puedas, piba, subí a un tren...y mirá las vacas. Y si querés, lleváme con vos.
No le contesté porque un llanto dulce como un vino dulce me ahogó las palabras. Si por mí
hubiese sido, lo hubiese raptado, lo hubiese llevado hasta el fin del mundo, y le hubiera
hecho el amor hasta morirme, hasta morirme de amor entre sus brazos. A un lugar donde, o
pudiera acariciarlo, donde pudiera llamarlo por su nombre y no por su apellido, donde
pudiera tomar sus manos y quedarnos en silencio o reírnos de sus chistes absurdos o
cebarles los mates imposibles que él me quería enseñar a cebar.
Y entonces me quedé mirándolo fijo, con ojos de vaca mirando a un tren.
Tomé mi cartera y mi saco y cerré mi oficina para ya volver a casa. Debía recuperar la
sobriedad y pensar en la cena.
-Tengo treinta y cinco años, una casa grande, un auto verde, tres hijos y un marido que
trabaja desde el alba hasta casi la media noche y que me quiere- me dije.
Y me puse a llorar.

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El beso más bello de la historia

III
Esta pena mía, no tiene importancia...
P.R.Obligado

El secreto terrible pobló mi mundo perfecto y apacible y le gané terreno a mi amor


inoportuno, sellando mis labios para no hablar jamás.
Nada había pasado, nada pasaría.
Un día, fumando y con una sonrisa ancha como un patio con sol, me preguntó:
-¿Por qué temblás?
Yo creo que me volví una estatua. Pero él dejo brillar sus ojos como un cielo tierno, y
actuando con una falsa seguridad y casi temblando también, miró alrededor para
corroborar si los pasillos de las oficinas estaban vacíos. Yo me paralicé. Con una urgencia
eterna y atónita, con su mano grande y tosca me tomó la cara y me dio el beso más bello de
la historia.
Yo no me resistí. Ni siquiera retiré un milímetro mi cabeza hacia atrás. Y ahí me di cuenta
que me había vuelto completamente loca.
-No digas nada- y su voz única se derramó por los ecos infinitos de nuestro amor
prohibido-
Él continuó.
-Y para bien de los dos, lo dejamos acá, piba- dijo tratando de convencerse.
Creo que quiso decir que si bien algo muy hermoso nos estaba pasando, lo mas acertado
era no seguir adelante para evitar problemas. Así yo lo decodifiqué porque él no sabía
hablar de sentimientos. Mi hombre grandote no sabía comunicarse. Era torpe o no estaba
acostumbrado a que lo escucharan o a exponer razones. Trataba de cuidarse y de cuidarme.
Pero para mí ya era tarde. Estaba enamorada y me dolía el alma, la conciencia, la espalda,
el vientre, la vida, los muslos, las lágrimas. Todo me dolía, todo se derrumbaba sobre
muros imposibles de quebrantar porque muy a mi pesar, sentía que lo amaba y lo amaba
como una fiera asustada y acorralada donde no hay ya mas lugar para esconderse, donde la
vida se complicaba como un ovillo deshecho. Y se complicaba. Y se complicaba.
Yo me repetía una y otra vez que ya se me iba a pasar, que esto me sucedía porque no
había tenido mucha experiencia con otros hombres, que era sólo algo que me rescataba de
la rutina, y que una mujer de postrimerías de siglo no hacía semejantes taradeces.
El también se complicó la vida. Yo le compliqué la vida. Él me complicó la vida. Yo no sé
que nos pasó. Nunca creí en amores repentinos. Juzgué a quienes perdían la cabeza por un
gran amor y clausuré mi ancho corazón de aljibe lleno para no plantearme jamás nada que
perturbara mi calma y mi silencio sagrado de biblioteca. ¿Para qué soñar lo inasible? Todo
siempre para mí había sido manejable. Sin devaneos, sin locuras. Sin espasmos. Yo era el
prototipo de la hija ideal, de la madre abnegada, de la hermana que todo lo acepta sin
protestar, de la esposa leal, de la empleada que no da problemas. Esto me caía como un
balde de lágrimas calientes, como una novela de las dos de la tarde, de esas que ni los
chicos pueden creer.
Oscilábamos entre el miedo de sufrirnos, el regocijo de esperarnos cada día, la promesa de
algún día poder amarnos y una sensación de vivir calientes y carentes.
-Yo vivía tranquilo, ¿ qué carajo me hiciste? Decía como una broma, como
inquisidoramente, volcando lo celeste de sus ojos en una mirada incrédula y vorazmente
tierna.
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Su risa por momentos tan estridente, parecía acabarse. La mía también.
Sus ojos empezaron a buscarme en cada rincón de la empresa y yo buscaba cualquier
excusa para hacerlo venir a mi escritorio.
Y cuando él se iba, y cuando terminaba el día laboral, una pena tibia y profunda me
poblaba el atardecer interminable hasta que llegara la noche, para que al fin llegara la
mañana. Y volver otra vez al trabajo. Menos mal que siempre tenía que volver a trabajar.
Mi madre una vez me preguntó que me pasaba por que advirtió mi angustia disfrazada.
-Esta pena mía no tiene importancia......le dije.
Y la abracé. La abracé queriendo que me protegiera de tanto futuro dolor, de tanta cárcel
disfrazada de libertad, de tanta pena. ¿Quien mejor que ella podría ayudarme?¿ Quien
mejor que ella podría consolar tanta desazón? Quise decirle que me estaba muriendo de
tristeza, que en mi casa me sentía asfixiada, que no era feliz con mi marido, que quería ser
feliz por fin...Pero no le pude contar.Yo era su orgullo y no la podía defraudar.Y además,
iba a sufrir. Y ella no se merecía sufrir .
Esta pena mía... tenía importancia

Un dolor ilícito

Una mujer y un hombre gastados por los besos.


Miguel Hernandez.

Una vez nos encontramos antes de entrar al trabajo, cuando ya el sol del invierno nos
ayudaba con la lentísima luz del amanecer de Junio y las calles hacia la compañía eran
como pozos de últimas estrellas veladas para que nadie nos viera.
Fue como una primer cita. Gente grande y madura, encontrándose diez minutos antes de
que tocara el timbre para entrar al trabajo, escondiéndose en la penumbra mágica de la
sublime complicidad del alba.
Nos dimos un beso. Fue el beso más largo de la historia, fue el corazón despertándose como
se despertaba la aurora y fue la sangre esplendorosa que de a tizones nadaba por nuestros
cuerpos apenas tocándose, apenas llegando al abrazo mas sublime, mas enamorado de los
tiempos, mas puro que el encaje de mi ropa interior, mas puro que su violencia masculina
contenida con cadenas invisibles. Enamorados y calientes.
Por no sé qué clase enfermiza de ética y moral o el miedo terrible, terrible de seguir
amándonos tanto, fue que nunca llegamos mas lejos. Fue una de las pequeñas cosas que
tuvimos. Como una migaja de felicidad resplandeciente, como un homenaje a la dicha.
Cualquier pareja de adolescentes hubiese un poco mas lejos, hubiese estado mas
distendida, hubiera dado rienda suelta a los lobos tibios. Hubieran actuado mas sanamente.
Yo ofrecí mi boca húmeda y abierta y sentí una paz alegre y emocionada, un estertor de
soles ardidos por mi amor en la cintura. Fui feliz.
El me besó como haciéndome el amor con un beso. Como libando uvas infinitas. Como
insistiendo dentro de mí hasta llegar a mi pecho, a mi vientre, a mis piernas. Pero con un
beso. Como hurgando en un terreno lujurioso y embravecido de ternura, pero con un beso.
Ese amanecer, ese beso, esos besos largos como mi pelo largo y suelto como crines
enredadoras, esos suspiros quebrándose como lluvias de cristales ahogados y mis lágrimas
quemando el maquillaje, la vida, los muslos intactos y calientes como un horno caliente, la
magia y la pavura de enfrentarnos a todo...Todo era un lío de amor y cobardía.
Se despeñó el mundo en cinco minutos y fue lo más hermoso que nos deparó la historia
oficial. Fue un tiempo suspendido en otro tiempo donde no había lugar para los miedos,

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para las culpas amargas, para los rostros amados de nuestras familias, para nada ni nadie.
Sólo nosotros.
Llegamos al trabajo faltando apenas sólo un minuto. Yo con mi cara encendida como las
pantallas que se ponen en las garrafas para calefaccionar. A él le dolía el cuerpo y se
sonreía torpemente. Quería disimular lo que no podía.
En aquel instante dulcísimo de besos, nos olvidamos que éramos solamente dos buenas
personas, que no queríamos jorobar a nadie. Nos olvidamos que las buenas personas no
tienen derecho a la felicidad porque se deben a sus hogares y eso de enamorarse era un
dolor ilícito. Por que el mío se convirtió en un dolor ilícito y encima pusilánime.
Imaginé las caras de mi familia y yo diciéndoles que me iba a separar porque me había
enamorado de un fletero. ¡Un fletero! La sola idea me dio escalofríos. No, no pasaría jamás.
Siempre dije que había dos clases de dolores. Uno era el dolor lícito. Ese dolor que
podemos compartir con otros, que nos adjudicamos el derecho de que nos compadezcan, de
sentirnos brevemente mártires y podemos esperar el abrazo y la comprensión fraternal. La
otra clase de dolor era el dolor ilícito. Ese que no podemos compartir con nadie. Ese que
nos dobla la espalda por tanto peso, que nos vuelve sombríos de culpa y desesperanza y
con los labios sellados y la sonrisa de disfraz para no ser descubiertos.
Mi dolor era un dolor ilícito. Y pesaba en mi corazón como un bloque enorme de cemento.

IV
Mi casa es grande

De nuevo me sentí helado. Y comprendí que


no soportaría la idea de no oír nunca más su risa.
Era para mí como una fuente en el desierto.
A.de Saint-Exupéry.

Después vino el desastre, los estragos, las distancias y los comienzos. Ya comenzaba a
doler ferozmente el aire que respirábamos. Nunca iríamos mucho mas allá de aquel beso y
lo que vendría de ahí en más, sería muy triste, desleal. Casi turbio.
Volver a mi casa, mirar a mi esposo a la cara era como ponerme en la frente inmensas
planchas de cemento. Si bien yo no había hecho el amor con mi amor, lo atroz de mi amor
por otra persona me hacía imposible la convivencia.
Aquel beso más largo de la historia, aquel primer atisbo de rebelión, de hacer por primera
vez algo que yo, únicamente yo quería, cavaron un desatino plural, un precedente atroz y
creí merecer cualquier tipo de infierno. Por mi sangre cabalgaban monjas emancipadas que
se encendían con una pasión infinita y luego se condenaban a sí mismas a la hoguera.
Yo me sentía estar caminando en un desierto feroz con zapatos de plomo.
A nadie le podía contar lo sucedido. O lo que estaba sucediendo. Y si lo hubiera contado,
nadie me hubiera creído. A dos décadas del año dos mil, nuestra historia era de sillón de
siquiatra. Era ridícula y nada creíble.
Aun así me consolé. Habrá tantas mujeres como yo. Habrá tantos hombres cómo él.
Nunca seríamos los únicos. ¡Cuantos seres oscuros deambularían vías de silencio,
esperando concretizar un sueño irreverente, una rendija a la felicidad bondadosa y acaso
inalcanzable! Si nuestras vidas habían sido ordenadas, y bueno... así tendrían que seguir.
Me inventé y él se inventó todos los olvidos de todos los colores, de todos los tamaños, de
todos los tiempos. Fuimos dos pobres sombras acobardadas y con un dejo, un dejo de
pureza prehistórica, susurrando la promesa de amarnos cabalmente cuando tuviésemos todo
arreglado. Todo era tan simple en nuestra imaginación. Tan complicado en la práctica.

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Nuestro hacer el amor era con las manos. Era tomarnos de las manos muy fuerte y decirnos
cosas dulces o de adiós. Nuestro hacer el amor era sentarnos a tomar café en nuestro trabajo
y hablar con testigos oficiosos y por lo bajo murmurar sobre cosas nuestras con una
libertad y un cariño que pocas veces se logra y se disfruta tanto. ¡Cómo nos queríamos!
Eso fue lo más que tuvimos. Así fue nuestra historia.
-Dentro de dos meses vamos a hacer el amor, cuando tengamos todo resuelto- decía.
Y la fantasía y los adorables ratoncitos en nuestras cabezas parecían invadir los mundos y
las galaxias. Así fuimos de absurdos.Gente grande y haciendo cosas de chicos.
-Estás triste.- me dijo una tarde antes de que nos fuéramos cada uno a su casa.
-Sí, estoy triste como toda mi casa.
-¿Y es cómo es tu casa?
-Mi casa es grande.
V

Cuando seamos viejitos

Tal vez, si sobrevivimos dos décadas más nos volvamos a


Ver, prestándonos nuestros temores.
Y blandiendo bastones eróticos y caderas más tiernas que
morbosas, abrigados de abuelos diremos nuevamente
la promesa infinita.

Creímos que el tiempo sanaría tanto error. Creímos que la distancia podría establecer sus
reglas. Después empezamos a fantasear y a decirnos que si, que cuando fuésemos viejitos
íbamos a estar juntos. Imaginábamos que yo iba a ser una viejita liberada y casquivana y
que iba a corregir sus modales bruscos y de hombrón tierno y de barrio. Que él me
enseñaría a cebar mate y me sacaría esos aires de reina desterrada y culta.
Estar juntos tomando un brevísimo café en nuestros trabajos con testigos malpensados y
vestidos de verdugos y jueces, era lo más bello que nos ofrecían los meses, la montaña
enorme de horas confusas y apuradas, calientes y contenidas, con risas como jarras
volcándose de vida.
Esperábamos los días para vernos, para rozarnos. Era una paz mágica, una sensación de
haber estado juntos desde hace mucho tiempo y de saber con certeza que terminaríamos
juntos nuestras vidas. Queríamos envejecer juntos. Si,si. Lo lograríamos.
Nos inventamos un cobarde juego de felicidad, para sobrevivir, para no morirnos muchas
veces. Para recrear nuestro amor enamorado y timorato.
-Ya falta poco, decía. Y la primavera era una intrusa que poblaba de luces las calles y no
nos dejaba acercarnos siquiera.
-Ya falta poco-decía. Y el verano se regodeaba con nuestra escasez de caricias. El calor de
Enero se derretía con nuestros impulsos calientes, nuestros vientres como hornos
inesperados, nuestras fantasías prenupciales e inconclusas como un horizonte tórrido donde
confluían todos los recuerdos futuros y presentes.
-¿Cómo será el amor con tanto amor?, enunciaba yo metafórica.
-Y él parecía sufrir calladamente, ensayando una sonrisa trivial, sorprendido de sí mismo.
Así era lo nuestro, como él decía. Y yo me preguntaba si en realidad había algo nuestro.
-No te agrandés, piba- me decía, pero estás linda, bueno, mas o menos linda porque si te lo
digo mas de una vez te vas a agrandar. ¡Y además me gusta tu pelo largo!
-Ah... mi rubio- le respondía yo- ¡lo que tenés de bruto lo tenés de bueno y mejorá tus
modales!

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-Cuándo seamos viejitos vamos a estar juntos - repetía él con toda su brusquedad
adormecida.
-Vas a ser tan hermoso como ahora-lo animaba. Y yo te voy a cuidar.-
Y el se ponía como nervioso y me miraba la boca. Y era como que sufría.
Todos empezaron a murmurar, a blasfemar, a difamar. Pero era entendible.
¿Quién podría creer en estos tiempos superados y desfachatados que nunca habíamos hecho
el amor?
¿Quién podría entender que esperábamos un milagro que nunca llegaba, para poder estar
juntos sin necesidad de escondernos y todas esas pavadas?
¿Quién podría entender que éramos dos grandes absurdamente enamorados, que se habían
encontrado a destiempo, que se iluminaban la vida con la fantasía de un milagro que nunca
llegaba?
-Yo no te quiero de mina, piba. Tengamos paciencia-
Y eso era todo lo que nos quedaba. Una paciencia caliente y un amor tan extraño que a
nadie le podía contar porque no era creíble. Ni yo misma podía creerlo.
Así fue nuestro amor.
Las calumnias y la suciedad de los comentarios me disfrazaron el corazón con rebeldía.
Y ya no me importaba que hablaran. Nosotros seguíamos esperando el gran momento,
empecinados en una historia imposible. Entre cortos besos furtivos, un abrazo de vez en
cuando y las manos reapretadas cuando yo me bajaba del colectivo todas las mañanas
cuando iba a trabajar.
Así pasaron los años. Mi dolor ilícito y mi amor ilegal eran la perfecta combinación para mi
tristeza porque hasta mis últimos momentos de cordura creía que el milagro iba a suceder.
Nos inventamos peleas y nos peleábamos. Nos inventamos reconciliaciones y nos
reconciliábamos, nos alejamos y nos acercamos, soñamos con enfrentar los molinos de
viento, nos imaginamos mil y un finales, nos reímos nostálgicos y nos abrazábamos fuerte
detrás de alguna puerta de los largos pasillos de nuestra eternidad.
Yo ya no lloraba porque me había llorado todas las lágrimas esperando el milagro sin
tomar acción. Muerta de miedo de enfrentar las familias, viendo crecer a mis hijos felices
con su padre y su madre perfecta que vivía pidiendo permiso para todo. Hasta para ser un
poco feliz.
Seguí cocinando sabrosamente, esperando levantada a mi marido hasta que llegara cansado
del trabajo, limpiando mi casa los domingos porque en la semana no tenía tiempo. En la
semana había que ir a trabajar.
Las cosas nos fueron bien como familia. Fuimos progresando. Cambiamos el auto.
-Cuándo tengas plata te vas a olvidar de mí –me dijo una mañana de algún Junio de algún
año.
-Y vos cuando dejes de trabajar acá, también te vas a olvidar de mí.
Pero éramos buenas personas, nadie quería hacer sufrir a nadie porque dos familias
quebradas y sufrientes no podrían resultar en felicidad para ambos. Los hijos, los hijos.
Tu señora, mi marido. ¿Con qué derecho hacerlos sufrir tanto? ¿Con qué derecho
desmoronar sus vidas y dispersarlos? Y ser amantes... Ah no..., eso era para los demás.
Pobres infelices jugando a cambiar nuestros destinos.
Nos queríamos tanto, tanto que no podíamos más, que ya no nos podíamos querer mas y
nos habíamos convertidos en sombras hambrientas y pusilánimes. Tristísimos de besos, de
amor y calentura.
-¿Cuándo nos casamos?
-Dentro de unos años, te lo prometo-
¿Cuándo seamos viejitos, piba? ¿Promesa?
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-Si, mi vida, cuando seamos viejitos-.

VI
Yo me morí

Parecerá que sufro...Parecerá un poco que me muero.


Es así. No vengas a verlo. No vale la pena...
A.de Saint-Exupery

Cuando a él lo despidieron del trabajo, yo me morí. Me volví un diluvio de lágrimas


interminables, me costaba levantarme y hasta alguien sugirió que me llevaran a un médico
porque apenas si me podía levantar de la cama.
Me costaba respirar, me costaba caminar por los pasillos, y empapé de llanto la hora del
café, los pasillos, las oficinas, las cuadras cuando bajaba del colectivo y tuve un duelo tan
grande que era primavera y se cayeron los pájaros.
La tarde que me enteré de su despido tras el cambio de gerente, me encerré en el baño
golpeando mi cabeza contra la pared, agarrada de mi pelo largo, ahogada como una
alcohólica perdida, que alucina monstruos que caminan por las paredes.
Mis monstruos eran los adioses, los futuros días sin él, la futura vida sin verlo cada día.
Él me ayudaba a vivir, la expectativa de volver a verlo al otro día me ayudaba a vivir. Su
risa ancha y grande, sus manos bruscas y su inteligencia ingenua, me ayudaban a vivir.
Y lo peor fue que mi sueño se creía inmortal. Que yo lo enterraba pero tenía veleidades de
eternidad. Y yo no quería aterrizar ,porque me iba a morir. Sin el milagro, sin él.
Y yo olvidé que las buenas personas no deben soñar. Sólo deben ser buenas personas que
evitan el sufrimiento de otros para sufrir menos ellos. La consigna era ser buenos.
Nuestra única manera de hablarnos habían sido los ratos lindos del café de la mañana y de
la tarde, las dos cuadras antes de llegar a la oficina a la mañana cuando yo me bajaba del
colectivo, nuestras charlas secretísimas por los teléfonos internos, nuestra excusa para
llamarnos por algún papel mal hecho, los pasillos vacíos para rozar nuestros labios como
ofrendas calientes y humedecidas, nuestra certeza que siempre estaba mañana para volver a
vernos, que nos bastaba estar cerca para jugar a la felicidad, alguna media sonrisa cómplice
cuando nuestros compañeros no nos veían, sus manos torpes jugando con mi pelo largo,
mis poemas malísimos y secretos en sus bolsillos apurados.Y ese juego pusilánime de
esperar el milagro, pateando las paredes, con ojos de vacas llorando ante un tren que pasa.
Y ahora tenía que tomarme el cafe asqueroso de la compañía como si fuera un veneno
último que me redimiera de esta vida donde él se desdibujaba como un sueño de
madrugada.
Caminé pateando muertos, lloré tanto que se inundó mi calle y no hubo quien me pudiese
devolver quien yo, allá lejos y hace tiempo, había sido.
Un día su mujer llamó a la empresa. Llamó para reclamar unos papeles que le faltaban a su
marido para presentar en el Fondo de Desempleo. Con voz autoritaria (sabía que era
temperamental) pero correctamente se anunció.
-Habla la señora de... Me dijo mi esposo que... Mi marido tiene que retirar. Yo soy su
esposa...Su esposa...Su esposa... ¿Disculpe, con quien estoy hablando?-dijo casi en forma
retórica.
-¿Quien habla?- dije fingiendo no entender.
-Habla la esposa de ......la señora....la señora.....
Quise decirle que yo era la amante verbal de su marido, que lo quería con locura y
que tenía bronca, mucha rabia, y que él era más feliz conmigo, porque él era mío.
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Quise decirle que quería envejecer con él, que él me hacía feliz y que me estaba muriendo.
-Soy simplemente una administrativa, yo me ocuparé de esos papeles- respondí
tartamudeando pero con ganas de mandarla al carajo.
-Cuando los tenga, la llamo.
-No se olvide, por favor.Gracias,señorita.-
-Gracias hacen los monos, señora y no, no me olvido porque tengo buena memoria.Y
además yo tambien soy señora. ¡O acaso te pensás que sos la única.!
Y le corté. Un silencio sepulcral inundó a mi oficina y mis compañeras enmudecieron.
Todos aquella mañana vivieron mi duelo tácito. Y como en todo duelo, fueron solidarios.
Cuando llamó para quejarse por la atención teléfonica, un compañero gamba fingió ser el
gerente y le tomó la queja.
-No,señora, no se volverá a repetir- mintío aun anonadado por mi comportamiento.
Fue lo mas osado que hice en nuestra historia. Por fin me había animado a algo.
Pero aquello fue la estocada final.Yo no era su señora.El no era mi esposo.
Así fue que yo me morí. A oscuras y en secreto, con gritos en silencio.
Yo me morí.
VII

No me despierten que tengo sueños descansando

Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
................................
No te veré morir.
Idea Vilariño.

La vida se pareció a un desierto encandilado de una luz atroz dónde no había vida posible,
sólo una muerte persistente, caliente y enamorada. Pero no podía bajar los brazos. Tenía a
mis hijos felices, mi marido felizmente cansado y amoroso, mi auto aun más nuevo, mi
tedioso trabajo de lunes pegajosos y pesados como tristes elefantes por mis hombros. Y ese
colectivo catanga que me dejaba a dos cuadras de mi trabajo y me obligaba a embarrarme
en esas calles que nunca mejoraban.
Yo ya estaba muerta pero mis pies de mujer fuerte y abnegada seguían andando
incesantes. Mi dolor seguía siendo ilícito.
¡Cómo hubiera gustado tener a alguien a quien contarle mi tristeza larga!
¡Cómo me hubiera gustado que alguien se hubiera acercado a decirme que me comprendía,
pero entre mi familia mojigata y mis amigas maliciosas, no había nadie que pudiese
entender! Dios mío...... Nadie podría entender.
¡Que soledad de soledades! ¡Que abismo de vísceras vacías y calientes!
¡Que ganas de ya no despertar!
Lo había amado tanto y le había esperado tanto que no podía concebir la vida sin volver a
verlo, en los pasillos largos, en la parada del colectivo, en la oficina horrible y llena de
rostros más horribles aún.

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O religiosos o maliciosos. Y yo estaba al medio. Comportándome bien y con pensamientos
desleales a mi familia, a mi marido, a mi crianza de hija perfecta y obediente.
Ahora era mi nunca más. Y nadie se daba cuenta. Y todo estaba bien.
Una noche me dormí llorando en la oscuridad. Y soñé que era feliz, que estaba junto a mi
hombre amado y que era feliz. Porque yo a su lado había sido feliz.Cuando desperté,
resucité a la muerte.
-No me despierten que tengo sueños descansando-, le dije a mi hijo adolescente.
-Dale mamá, que papá hoy está en casa... Pobre papá. Nunca puede estar y hoy que puede,
no te querés levantar-
-Pobre papá- murmuré. Pero me quedé en la cama.- Pobre papá-
-Yo quiero dormir y descansar. Cuando dormía, podía descansar, soñar, descansar.
Dormir se parecía a los olvidos.
VII

Los árboles mueren de pie

La bondad no es vida.
A.Porchia.

Nada volvería a ser igual. Imposible vernos fuera del trabajo.


Ahora mi vida en el trabajo sería como un pegajoso feriado interminable, como las
vacaciones de dos semanas que tanto nos disgustaban. Ahora serían las vacaciones por
siempre.
Yo parecía un animal mal herido, sangrando de amor por todos mis costados.
Una mañana me llamó por teléfono. Su voz estaba rara, temblorosa. Era la voz de un
hombre triste, muy triste. Me propuso viajar, irnos a otra parte donde podríamos armar
nuestra vida juntos, donde no tendríamos que enfrentar los llantos y las frustraciones de
nuestros cónyuges o de nuestros hijos. En nuestra ciudad era imposible la convivencia. Él
había cobrado una abundante indemnización, sus hijos estaban grandes y tenía buenos
amigos en el sur a los que ya les había hablado de sus planes. A la distancia todo parecía
más fácil, más plausible. Era ahora o nunca.
Lo consideré. Pero yo no podía vivir sin mis hijos.No podía. Mis hijos eran chicos,
adolescentes. Es cuando mas necesitan de la madre. ¿Qué harían sin mí? No podrían
superarlo jamás. Y en cuanto a su mujer...Pero para el caso, ya ni me importaba su mujer...
Pero era una oportunidad, de poder vivir con él, de estar con él...¡Cómo lo extrañaba!
Lo consideré. El mundo giró a mi alrededor con un vértigo agónico, como una calesita
infernal donde por primera vez tomaba una sortija...Era ahora o nunca.
-No me contestes,ahora....- repetía como una oración horrible.-Pero dijimos que lo
lograríamos.
La vida se me cayó de bruces en pocos segundos.
-Te quiero mucho- le dije y me tomé los últimos segundos para considerar mi ejecución.
-No puedo- murmuré apenas. Como no podía seguir hablando corté.
Era una locura. Un último manotazo al aire. Una fantasía letal.
Me quedé arañando el aire, remontando en el adiós y pateando fantasmas, y encerrándome
en el baño para que nadie me viera llorar, mientras me golpeaba la cabeza contra la pared y
decía Por qué... porqué... porqué.
En mi casa tuve que decir que había tenido un problema en el trabajo, que había cometido
un error sin querer y que tenía que pensar en como solucionarlo. Porque a pesar de mi
tristeza, yo tenía que seguir cocinando, esperando a mi marido que siempre llegaba tarde y
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cansado y mirarlo como comía mientras miraba cualquier partido de cualquier campeonato
con cualquier jugador y tras cualquier pelota. Y tenía que seguir levantando a los chicos
para que fueran al colegio y alentarlos para que hicieran sus deberes, ventilar temprano las
habitaciones y ventilar mi corazón hecho pedazos y tender la ropa y mi sonrisa con broches
de plásticos para que ni la ropa ni mi cara dieran nada de que hablar.
“Si él llama nuevamente por teléfono,le dicen que no insista ,que he salido...”
Mis compañeras se miraron.
Las palabras de los versos de Alfonsina acudieron a mi mente como toros despiadados.
-No vas a hacer ninguna locura- me dijeron boquiabiertas.
-No, soy tan cobarde que no me animo ni a encamarme con él. Se piensan que me puedo
suicidar...-
Todas guardaron silencio. Mi compañera mas cercana se acercó y me abrazó. Y yo me puse
a llorar en público. Y por primera vez tuve un cortejo de cómplices. Y lloramos juntas.
.............................................................................................................................................
Una mañana regresó a la oficina por unos papeles y saludando a sus ex-compañeros de
trabajo, se acercó a mí que fingía estar ocupada revolviendo unas planillas.
¿Cómo estás?- preguntó en forma retórica con los ojos brillantes pero aún así haciendo el
hombre duro.
-Acá estoy, muriéndome como un árbol.
-¿Y como se mueren los árboles?
-Como yo. Los árboles se mueren de pie. Como yo.

VII

Y piba, ¿cómo es tu casa?

No, no entro. Porque si entro no hay nadie.


Antonio Porchia.

Todo lo que pasó después no vale la pena relatarlo. Todos los matices del dolor, todas las
formas del adiós nos superaron. A los tres años a mí también me despidieron y si sus
llamadas telefónicas era nuestras migajas de regocijo chiquito, nuestro último vestigio de
cercanía, nuestra única vía de amor oral por hablarnos solamente, eso también se acabó.
Yo engordé y me corté el cabello y me mudé a una casa más grande, tal vez demasiado
grande para mi gusto, pero mi buen marido, trabajador y emprendedor, prosperó en su
trabajo, le fue bien y también engordó un poquito.
Mis hijos resultaron buenos estudiantes y ahora pasan poco tiempo en casa porque ya
están saliendo con novios o novias pero me aclaran que sin compromiso.
¡Que distinto a nuestra época, a nuestra educación y a esas reglas de ética y moral y todas
esas malísimas costumbres!
¡Que bien que hacen ellos en vivir con libertad, sin ataduras, sin retribuciones, sin
sentimientos de moralidad enferma!
¡Cómo defienden el territorio ganado con su libertad! ¡Cómo se defienden de los grandes!
En cuanto a mí, ya no tuve nada que contar. Me llené de orgullo hablando de mis hijos por
todas partes, aprendí repostería y hasta me acostumbré a barrer la vereda todos los días. Tal
vez algún día lo vería pasar.
Yo seguí pensando en él cada día de mi vida, primero muriendo, después resignándome,
después amándolo, después sonriendo porque tanto amor era digno de vivirse y si no lo
vivimos fue por cobardía o por no lastimar a nadie. Que de hecho, no se enteraron, no
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sufrieron, y aquí no ha pasado nada. Y tal vez, en éso solamente, en el afán de no hacer
llorar a nadie y de no herir a nadie, tal vez en eso hicimos algo bien.
Mi familia recta, moralísima y virtuosa jamás se dio cuenta de mi sufrimiento y si lo
hubiesen sabido, me hubiesen condenado. Tal vez mi madre me hubiera entendido un poco
pero nunca me había animado a contarle. Mis hijos poblaron sus vidas con buenas
costumbres y nunca tuvieron que cargar con eso de tener padres separados. Mi marido, del
cual no tengo nada que reprochar, estaba siempre tan cansado o padeciendo de televisionitis
aguda, que nunca se enteró siquiera que me había cortado el pelo.
Tal vez no hacer sufrir a nadie fue lo mejor que logramos.
Aquel milagro inesperado y maravilloso que creímos que el destino nos tenido deparado
jamas sucedió. Y mi amor... Sé que mi amor por él fue cierto, sé que nos encontramos y fue
mágico y fue bello y muy triste y fue como compartir el silencio, las rabias, los días como
una pareja fatal y enamorada. Supe cómo era ser feliz, a su lado. No puedo negar que fui
feliz, que tuve momentos hermosos, que lo disfruté como un trozo de gloria. Tal vez
merecimos un gajo de oportunidad.
Hubiese sido hermoso llegar a viejitos juntos y tranquilos. ¿Promesa?, él decía siempre.
-Sí, promesa.
Pero éramos sólo dos buenas personas, amándonos y a destiempo.
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Hoy ahora, aquí parada esperando que mi esposo regrese de su largo día de trabajo, miro a
mi alrededor y me acuerdo sonriendo, aun suspirando un poquito y con los ojos llorosos de
vaca triste sin un tren que pasa, su pregunta de aquella mañana de Junio.
-¿Estas triste?
-Si, tengo una tristeza grande como toda mi casa.
Entonces me detengo por un segundo y miro a mi alrededor, y veo que mis hijos no están, y
los espacios amplios de mi casa nueva y la comida casi lista en el horno.
-¿Y piba, cómo es tu casa?
-Mi casa es grande, mi casa es cada vez más grande.

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