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ADIÓS A LA AMIGA

Hay vidas que hablan a través de los silencios. Y uno no alcanza a descifrar el
verdadero significado, quizá porque hemos sido entrenados para no hablar, a la
otredad indiferente, a callar para no exponernos. Porque hablar es desnudarse, es
quedarse abierto, es esperar que utilicen nuestros discursos para hacernos daño.

La conocí en el café que estaba entre Viamonte y Paraguay ¡Ella tenía tanta
tristeza en sus ojos! Albergaba una contradictoria naturaleza, algo sublime. Su silencio
ejercía el poder de perturbarme, me hacía tartamudear. Se jactaba con discreción de
su rechazo al amor, a la vulnerabilidad y yo no lograba descifrar, al principio, la
esencia de su mensaje. También me dejaba saber que la muerte no le asustaba. «La
muerte es el verdadero descanso… Y yo necesito descansar», me repetía
distraídamente. Yo, por el contrario, bajo el peso exagerado de mi conciencia del paso
de tiempo, el pronto declive que experimenta el ser un humano, vivía cada día como si
fuese el último.

Nos conocimos en un aula helada en la que podíamos ver, tocar casi, el aliento
pesado salir de nuestras bocas que quedaba suspendido como un vapor en el aire.
Las ventanas nunca cerraban bien y parecía no haber presupuesto para mantener en
buenas condiciones el descomunal edificio de nuestra universidad pública. Un invierno
sureño, frío de escarchas, frío de lluvias- era el peor ingrediente en la desazón de un
país roto.

Yo estaba a cargo de un taller de literatura renacentista y ella estaba allí


porque había crecido —me dijo— enamorada de los poemas de Lope de Vega, del
teatro de Fernando de Rojas y la tragedia clasicista del mito de Inés de Castro. Su
desorden renacentista me llamó la atención, así como su gran capacidad para recitar o
declamar los sonetos cuando su reservada actitud desaparecía.

La vida, a veces, nos regala atisbos de esperanza que no pedimos y creemos,


con la vanidad íntima del intelectual, poder identificar la mirada lúcida, la que entiende
y nos reconoce entre la multitud. La que nos arranca, al fin, la más profunda voz, la
voz dormida que llevamos atada a la garganta.

La amistad entre ambas nos cayó como una pluma de paz y redimió nuestros
silencios. Ella cambió la rutina incrédula de mis días y comenzó a reír.
Al verla caminar casi invisiblemente por los pasillos, llevando debajo del brazo
siglos de poesía, creí entender que lo que muchos llaman sino, señal o destino,
finalmente en mí, se cumplía. Habíamos nacido para ser amigas, para
complementarnos. Nos acercamos y el amor por la literatura nos concedió la tregua de
la identificación y en un sencillo juego de soledades, el aula y el café nos ampararon
ahuyentando la sombra de traiciones pasadas.

—Ortega y Gasset dijo algo del tiempo de la imbecilidad cuando uno ama— —
dijo mirando hacia la plaza—. O como dijo Burger: «Cómo, cuándo y cómo me ocurrió
amar, por qué me ocurrió amar».

Y aunque entonces no entendía esa mirada atormentada, esa rebeldía


contenida en sus pupilas siempre dilatadas, comulgamos los días, nos empapábamos
de los días porque estábamos felices de habernos encontrado. Aquello era una
redención, una pluralidad de confesiones, secretos, aciertos y desaciertos y la
madrugada nos sorprendía abrazadas a una botella de un buen Cabernet, imprecando
al invierno, muertas de risa, desmigando nuestras historias que no acababan nunca.
La amistad y ese raro devenir de las coincidencias nos concedían un tiempo bendito y
ejercitamos el ritual de la felicidad bailando en las cornisas. Era como si nos
exiliáramos a una tierra donde podíamos andar descalzas sin lastimarnos. Fueron días
de hallazgo y complicidad, una erradicación de la soledad. Un disparo de luz al
desencanto, una tregua.

Sin ninguna explicación, ya para octubre, comenzó a faltar a clase. Cuando le


preguntaba por qué, sus evasivas con pretensiones de verdad me enfurecían y me
perturbaban. No entender la conciencia o la esencia del ser humano y sus conductas
me dejaba arrinconada en la incertidumbre y entones sí, perdía fuerzas. Ella estaba
pálida y me asustaba la sombría intensidad de sus ojeras. Aún no logro recordar la
primera vez que me di cuenta de cuánto estaba sufriendo. A veces, cuando la
convencía de sentarnos a hablar, notaba que bajo un estúpido histrionismo, fingía
tranquilidad o felicidad y eso la volvía aún más misteriosa, más lejana o más patética.
No atendía mis llamadas telefónicas, apenas venía a clase y parecía empeñada en su
distancia, en sus cavilaciones. Y cuando aparecía por el aula, se sentaba detrás,
mustia y agotada. Yo iba y la abrazaba, le preguntaba cómo estaba, le pedía que me
contara y ella solamente balbuceaba: «Sí, todo bien, pero me tengo que ir». Tan lejana
ahora de mí, de nuestra inventada hermandad, de nuestra fugaz pero sublime amistad.
Su comportamiento me daba rabia, su distanciamiento me hacía daño, no alcanzaba a
discernir y echaba de menos a la amiga.
El asombro y la pena de entender que todo está destinado a acabarse, sin
signos de permanencia, me daba dolor y más dolor.

La mañana del 2 de noviembre, por la mañana, a las once exactamente,


porque miré el reloj que ella me había obsequiado meses atrás, busqué coincidir con
ella antes de entrar a clase y la empujé con suavidad hacia un rincón del pasillo.
Estaba vulnerable, transparente, blanda, como enferma. Se detuvo dubitativa y me
miró espantada. Sus ojos estaban redondos, acuosos. En sus ojos había un
sufrimiento antiguo, de a ratos, dulcificado por algo expiatorio. Luego su dolor puso en
su boca una mueca grotesca. Sollozaba. Dudó un poco y antes de que yo pudiese
decir algo, puso su mano en mis labios y me besó.

De repente creí que todo era un sueño en el que, arbitrariamente, los tiempos y
los espacios se invierten caprichosamente y aun así, tienen lógica.

—No puedo más —aclaró—. No puedo más. Te quiero. Quiero estar a tu lado,
quiero estar en tu cama. No puedo más.

La garganta se me cerró, creo que me faltó el aire y antepuse mis manos,


como escudándome, porque no me atrevía a tocarla. La miré y sostuve mis ojos en los
suyos, axiomáticamente, haciendo un gesto de negación, de asombro, de
estupefacción. Algo me dio náuseas y algo me dio pena y quise golpearla, empujarla,
pero no pude. Ella se me quedó mirando como esperando un indulto, un milagro, algo
de mí que no le supe dar, porque no sabía qué darle, ni qué sentir, ni qué hacer.

Extendió su mano e intentó tocar mis pechos y al quitarle la mano con tanta
brusquedad, con tanto rencor futuro, con tanta quebrada devoción, tambaleándose, se
echó a llorar amargamente, con espasmos, con todo su cuerpo, apoyada en la pared.
Sus ojos lloraban la amistad y su alma y su cuerpo lloraban mi futura ausencia, mi
incomprensión. Me miró como un condenado ruega por su vida.

No supe qué hacer, peor aún, no supe qué sentir. Nada adquiría su verdadera
forma, nada se arrojaba al cauce justo, nada cumplía su destino, nada era como debía
ser. El sudor frío que me corría por la frente me provocaba un raro temblor. Era un
funeral sin muertes, una pérdida sin serlo. Era el adiós a la amiga, como una muerte
sin serlo. No era un cuento con final abierto, ni un halago ni un honor ni una muerte ni
un desprecio. No era nada, pero era suficiente para partirme el alma en tantos
pedazos como los días compartidos.
Ella comenzó a apartarse de mí a los tumbos, un empobrecido Pierrot que se
llevaba a todos por delante, creo que las lágrimas le impedían ver y solo gritó un poco
cuando le arrojé los libros a los pies. Advertí que mis alumnos me miraban y aunque
un mareo, no sé, una bruma tangible me cegaba, caminé hasta el aula a tientas y
cerré la puerta. Apreté los dientes para no llorar, para no gritar, para no sentir asco,
furia o vergüenza. No era hipocresía, no era discriminación ni preconceptos viscosos,
era algo que yo no era capaz de albergar en mi corazón y me daba pavor. Me atreví a
mirarla, otra vez, escondida detrás de la persiana del aula, pero ella ya no estaba.

Y por mis tantas preguntas sin respuestas, porque era el peor de todos los
adioses del mudo, porque la quería y la aborrecía, porque me aborrecía, porque todo
me parecía una traición y algo dentro de mí me repugnaba y no podía perdonar, ni a
mí, ni a ella, suspendí la clase, me puse a Lope de Vega debajo del brazo y me fui,
temiendo qué sería de mí y de ella, la mañana después, cuando la vida se riera a
carcajadas de nuestra estúpida e ingenua versión de la felicidad.

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