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Y tenía un heraldo, mi futuro.
Tuvo patria mi anemia
en el duelo erótico, en los estambres quemados,
en la lengua tenaz de la hermosura, tu hermosura.
Urnas llenas de cenizas de lunas corridas en la vaciedad.
Tu cuerpo era un país de animales enfermos.
Mis días fecundaron en los perversos huecos de tus múltiples bocas.
Me da vergüenza el vicio , la acidez que no puebla la sonrisa.
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No es la ceguera plural de Saramago.
Ni la de Homero ni la de la culpa de Edipo.
No es la ceguera paulatina de Bach
ni la excelsa de Joaquín Rodrigo.
Esta es la ceguera con los párpados cocidos a las cejas
Ver para ver y no poder hacer nada.
Una mirada por las lapidas del alma.
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Hay un hombre que gime. El olvido es una ciénaga.
Lo han condenado porque dicen que tiene la humedad seca
de los hombres viejos. Nadie lo emplea.
Los jóvenes engañados de gloria
Despojan al hombre . Hay una condena de desnudez e indefensión.
Hay una ebriedad de sombras.
Hay olor a fosas revertidas que luchan para vivir,
Que hacen pozos en el aire para evitar la asfixia.
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Seguramente él sobrevivió a la guerra.
Tiene los ojos con cortinas recién lavadas pero antiguas.
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Hay seres debajo del asfalto. Son nuestros testigos.
Van contando los pasos , los nuestros, no se cansan,
van guardando las huellas que dejamos,
van pesándonos los huesos en cada pisada
para calcular el paso del tiempo.
Saben sopesar los puños apretados, la frente cargada de crepúsculos,
despejando hormigas, aceite, polvo.
Administran con seriedad el depósito
y tejen telares con nuestras pisadas. Todo queda,
quedamos en la historia de las calles,
quedamos en el laberinto de ciudades subterráneas.
Y ellos son los únicos que valoran nuestro paso
en esta leve transitoriedad del soplo.
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Aletearán los párpados, como pájaros sin jaulas,
sin barrotes de lápidas.
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Supe
que todavía faltaba suceder más añoranza.
Y como un pulcro ejercicio de silencio
lo fui reconstruyendo bajo el colchón
del bello tufo de mercado,
como colmena perdida en l a ladera.
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De qué se trataba todo esto, no lo sabía.
Quise tomar
el atajo y beberme la risa y la alegría.
No sabía que la fórmula era cal y arena.
Cal y arena. Cal y arena.
No creerlo quería pero el entendimiento
me tomó por sorpresa, al codo del camino.
De qué se trataba todo esto,
de qué se viste la vida cada día
tal vez lo entienda cuando inesperadamente
me codee con la muerte.
Y tenga miedo a morir. Siempre nos dará miedo.
Seguramente le imploraré a la muerte
un indulto. Seguramente.
Y pediré perdón por esas tantas veces
en que hablé de morir con tanta ligereza.
Mientras tanto todo parece un túnel. Una breve,
titilante luz me toma de la mano.
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Es la brevedad de la locura.
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Quedará de mí
la hundida garganta sin lenguajes.
Un rasguño en la carne
será sin esperanza la cicatriz sin luz,
una desollada vanidad
de pasiones suicidas.
No olvidarte, anhelaba
pero la ebriedad de las horas
serpentea en la puerta.
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El pulso aguarda
la militancia del verdugo.
Añoro el membrillo inquilino en mi deseo
que no acierta a pronunciar el verbo huir.
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Mujer de cajones con canas
disfrazadas de toros morenos
resiente sus blanduras
con mi amor congelado
en un banco de sueños y de espermas.
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El dueño del barro no moldea los pechos bien,
sólo los moldea metidos
en las manos hervidas del hombre.
Los tristes pezones del amor tienen el pudor
de los pináculos.
Las gárgolas se erizan de risa ante
la piel íntima de la mujer en celo.
La lluvia interrumpe la posesión, la boa ya no traga
y me deshago en la tierra con manjares de olvido.
La lluvia interrumpe la carnicería
y me engancha de luz por las axilas
que presumen de miel y álmibar.
Ya no vengo del barro.
Ya no sufro al hombre.
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Esta propensión a la piedad de mi madre
sana la úlcera del viaje .
El viejo perro me reconoce después de veinte años.
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Una nodriza transparente
saca las telarañas del insomnio
y yo los desperdigo por la noche
al ritmo de los rumores de la ciudad sin goce,
de la ciudad atragantada ,
de pastillas para no dormir,
de las gatas en celo, l
los borrachos amnésicos de penas.
En el claroscuro de las horas,
el tábano, el lúcido medallón de la memoria,
me corona las sienes.
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Hoy el verdugo
se queda atado a un altar con cálices.
Las víctimas como bocas urgentes de amnistía,
como liebres en celo,
como estampidas de hombres y mujeres
que por agua o por tierra
buscan perdón o piden perdón
sin tener que hacerlo.
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