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Como cuando éramos novios

Se te ve bien. Estás lindo. Cómo cuando éramos novios. Tu cara tiene todavía la semblanza de un
ángel. De esos que pintaba Miguel Angel.
Aun conservas esa desvalida transparencia en tus modales. Aun exhibes tu alma irreparablemente.
Irremediablemente sé que este encuentro te perturba.
Aun guardas en tus ojos claros cierta expansiva bondad como rastros de una vívida
infancia y tu sonrisa es un cáliz de rosas prematuras.
Después de tanto tiempo. ¿Cómo estas?
¿Por que será que en este submundo de pocos verdes que se vanagloria con aires de ciudad
prodigiosa y que nos atrapa día a día con voraces mandíbulas nunca nos habíamos vuelto a
encontrar?
Esta esquina humeante y abotargada de ruidos metálicos te devuelve a mi vida insolentemente,
revolviendo añoranzas, insistiendo tras la larga ausencia.
Mar del Plata se jacta de sus fríos otoñales y atornilla en la gente deseos sedentarios. Apenas
poblada la calle principal, muestra desinhibida su grisácea desnudez.
Es una lástima que te hayas casado. Tan joven, tan hermoso.
¿Porque tuviste que dilapidar así tu juventud gloriosa, tu tiempo, tu libertad, tus antojos?
No bien me presentás a tu nena, yo le acaricio la cabeza, unos rizos dorados y brillantes, y le digo...
Ah que linda, nena. Que linda.
Tu hija me mira con ínfulas de infancia caprichosa, con enconos de hija única y es obvio,
fatalmente notorio que esta remalcriada. Es gordita, casi tonta, se esconde entre tus piernas, me
espía emitiendo risitas chillonas, me estudia... se hace la vergonzosa... y me crispa los nervios.
Tiene mucho de vos. Tus ojos claros, clarísimos como una clara fuente, tu piel de porcelana, tu
misma ingenuidad desprotegida cuando quiere ocultar lo que no puede.
Es linda la gordita. Podría haber sido nuestra.
Inevitablemente los alados y perniciosos fantasmas del ayer (a nuestro pasado juntos me refiero) me
asaltan, propulsados por mi memoria prodigiosa.
Lo nuestro duró muy poco, querido, querido mío.
Nunca quisiste volver a mi lado . No se que te asustó tanto de mí y eso desgrana con soberbia mi
orgullo irrevocable.
No sé si nos quisimos mucho pero éramos muy jóvenes y eso nos concedía el derecho del intento y
nadie pudo ni podría negar jamás que estabas loco, loco de amor por mí.
Siempre me creíste demasiado para vos. Tan desenfadada era yo, tan espontanea en mis instintos,
mis locuras, aquella belleza atropellada te turbaba tanto, tanto como ahora.
Yo sé que mis caprichos te hartaron, te fulminé tenazmente la paciencia y te embrollaba con
insistencia mi altiva insolencia. Y bueno... “ mas que muchas princesas, princesa parecía” dijo
Amado Nervo en un poema y así me sentía yo.
Me acuerdo lo que pasó en el día del adiós. (Suena algo fatal, pero fue como fatal)Con la voz
deshilachada me dijiste que no podíamos seguir adelante con lo nuestro, que ya no dabas más, que
así no podíamos seguir, que no era bueno para mí querer llevarme el mundo por delante. Y luego te
pusiste a llorar, y tus espasmos me dieron tanta risa, que desvencijé tu sólida angustia con una
insoportable e inevitable carcajada y revoleando mi melena larga y mi pollera a cuadros, di media
vuelta y me fui. Y me fui.
En mi quedaron suspendidos tus ojos suplicantes, desprevenidos, tu sollozo tiernísimo de pena, tu
mirada azorada como encandilado ante no sé que misteriosa luz. Sé que esperabas mi promesa de
cambiar, de ser mejor, de no engañarte más, de moderar mis impulsos.
Pero lo que en aquel momento me consumía eran mis ganas de libertad, los deseos de libertad se
me habían hecho insoportables y el desafío de una nueva conquista me atropellaba la sangre y me
urgía la independencia.
Y vos, vos querías una novia lenta, pura y sencillita. Y me querías a mí. Y nada coincidía.
No eras la clase de hombre (éramos sólo un poco mas que adolescentes después de todo, eso de
hombre te quedaba un poco grande) que me apuraba la sangre. Pero al verte, tu dulzura
desbordaba mis límites, mi corazón que aunque acorazado de rebeldía, sucumbía transitoriamente a
tu pasivo amor espiritual.
Yo especulaba con tu ingenuidad. Casi me divertía tu moral incólume. Entiendo que éramos jóvenes
pero eso de jamás invitarme a tu cama, me daba risa. Eras demasiado leal a tu amor, a tu conciencia
y preferías la inacción que te absolvería de culpas futuras. La violencia turbadora del ritual amoroso
te amilanaba bruscamente a mi lado y eras un adolescente con reminiscencias de orfandad. Que
dulce eras. Con esa carita de cachorro triste y abandonado.
Supongo que ya habrás aprendido a hacer el amor. Al menos tenés una hija.
Más de una vez provoqué con malicia sinuosa la vulnerabilidad de tu sangre. Más de una vez y tal
vez queriendo mejorar nuestra mística relación, recorrí como al descuido tus muslos hermosos,
pero no te atrevías a cruzar la puerta.
Tan estricto o timorato eras, tan empecinado en tu moral estabas tal vez porque me quería como a
una novia formal y casamentera. Mientras que para mí todo era un juego de juventud, un poco
pervertido, una sucesión de idas y venidas divertidas que trataban de evocar los ecos de tu
naturaleza restringida. Para mí, la vida era un deporte vertiginoso y un poco salvaje, en el cual no
había tiempo para perder, ni para desperdiciar con niñerías.
Y ahora, ya un poco, sólo un poco más grandes te encuentro en esta Mar del Plata foránea y
solapada que es chica y es grande, que es cuna y es boleto siempre de partida.
Estás hecho todo un burgués. Es raro que no tengas panza. Se te nota a la legua la doméstica
felicidad que ella(no me interesa su nombre) te proporciona. ¿Dónde estará tu mujer?
Y es extraño, pero el espeso sabor de la envidia comienza a invadirme, a estrujar mi demencia
acostumbrada mientras la callada luz de la tarde te desdibuja, te ilumina de crepúsculo, te vuelve
más lejano, prohibido y muy hermoso.
Mar del Plata se estremece de ruidos entre fragores de atardeceres, entre humos asfixiados por el
frío prematuro de esta hora incierta de vahos álgidos.
Una virtual obsesión otoñal se apodera de la gente que como sombríos sonámbulos, sumisos y
hogareños se invitan empecinados a sus cuevas cotidianas, tal cual vos lo harás en cuanto termines
esta charla conmigo, en cuanto descubras que oscurece y no estás a salvo en tu hogar de manteles a
cuadros y patines en el comedor.
¿Que cómo estoy yo? Yo que sé. Solterita y feliz, con apuro de algo que no se parezca a un marido.
La libreta mágica no cuenta para mí. Bien sabes que no alimento las farsas tradicionales. Sé que
ando un poco a la deriva, pero sin ganas de aburrirme con un tipo formal.
No obstante, (no lo niego) anhelo un poquito de ternura, de cierta complicidad, de risa nueva, de esa
sensación de amparo que algunos pocos hombres suelen dar de tanto en tanto.
Y tengo frío.
La verdad es que estoy un poco cansada, con algo de desilusión, vacía de juegos y devaneos. Ya
nadie me inspira amor y mucho menos, nadie me lo demanda. Es una lástima que te hayas casado.
Y tus ojos... ah tus ojos claros como el agua clara, aun me recorren con intriga, con esa
mansedumbre blanca, tan celestial, tan romántica, aún adolescente. Y es tan obvia tu desazón y tu
creciente melancolía, que algo en mi despunta a modo de volcán y me empiezo a volver tardíamente
loca.
Dejame verte bien. Déjame imitar esa sonrisa en tus labios perplejos, ese temblor en tu voz
habladora de trivialidades, como llenando espacios infinitos, como cubriendo de cotidiana
verborragia diálogos interrumpidos por tan abrupta separación.
Aun sos un poco, un poquito mío.
Trato de adivinar tu vida con ella. De seguro es bonita, simplona, muerta de ganas por atenderte
bien. Debe ser el tipo de mujer que se sonroja por todo y que jamas miraría a otro hombre. Ah...
además limpia y buena cocinera.
Y yo aquí sola, deambulando por una calle artera y escuálida, agolpada de fríos insistentes,
Bebiendo una absurda indiferencia por todas partes.
Así estoy, así me encuentro, enraizada en una soledad de principios de tercer década,
exenta de todo prurito sentimentalista, libre de atarme a animales domésticos, transportando en mi
misma la inconstancia del afecto. Nada me rescata del aburrimiento.
Esta soledad evocadora me persigue con sentencia infinita y apenas si logro de a ratos concederle
un resquicio a mi caparazón, a un amor de entrecasa, a un vicio olvidado con ínfulas de retorno.
Y justo te encuentro. Justo ahora que estaba más que nunca a la deriva.
Una comezón antigua comienza a abastecerme. Turbadoras ebulliciones me indican que aun puedo
alimentar mi ego y legarme algo de entretenimiento lúdico.
¡Que mal te queda el anillo!
¡Ah... este desenfreno de mi vida agudiza mis repentinas esperanzas! Estoy tan aburrida en este
otoño de relentes marinos y mojados!
Tu hija se sonríe y vos le tocás la cabeza rizada, las mejillas de manzana, le apretás las manos
regordetas, le prometés caramelos y chocolates y que sé yo cuantas pavadas.
Y estás tan lindo. No puedo desarraigar de mí el recuerdo de nuestros años jóvenes, de nuestros
deseos inconclusos, de tu pureza torpe, de mis caprichos nocivos.
No puedo ya evitar soñarme en tus brazos, suspendida en tu aliento entrecortado con palabras
suaves. Como cuando éramos novios.
Y bueno, habré de apelar a mi taimado corazón y con ejercitada parsimonia haré que te vuelvas a
fijar en mi. No será mucho trabajo.
Así el otoño no me sorprenderá desanimada. Solitaria.
Sé que vas a ceder. Estoy segura.
- ¿Vamos a tomar un café? Dale, como cuando éramos novios. –
Que tu mujer te espere un ratito mas, un rato, una hora tal vez... Tal vez por muchas horas futuras, o
una eternidad.
-¿Tenés un ratito? Acá, a la vuelta está el viejo café que sobrevivió a la ciudad.
Ah, nenita linda, vení conmigo. Gordita, gordita preciosa. Que tu papá se va a demorar un poco. Y
la culpable, sin querer, sin querer voy a ser yo.

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