Está en la página 1de 2

Supongo que por mis pecados me convertí en la serpiente cuyo destino impuesto

por Dios fue el de arrastrarse sobre su caja torácica, pues la fuerza de mis piernas
se veía opacada por el masivo dolor y mis brazos a duras penas podían acarrear
mi flácido cuerpo que dejaba unos finos hilos de sangre sobre aquel piso
tremendamente áspero, como una lengua de gato hecha de piedra.
Ya mirar hacia atrás no servía de nada, atrás no iba a encontrar salida alguna,
todo lo tenía al frente.
Aquel pozo oscuro parecía ser la luz al final de mi túnel, lo único que debía y
quería hacer era saltar, al menos si moría, era por mi propia mano.
No tenía tiempo ni fuerza para calcular mi salto al pozo, lo único que me quedaba
era el impulso de mis brazos y abdomen para tomar aquel último arrastre que
necesitaba y empezar a sentir aquel vértigo adormecedor que tuve al no ver nada
más que una oscuridad ensordecedora en ese pozo.
Como una flecha mi cuerpo fue en caída libre hacia lo desconocido. La delgada
capa de piel que recubre mi cara comenzaba a estirarse por los golpes del aire,
cerraba mis ojos con fuerza pero la velocidad de mi caída no me permitía
mantener los párpados en su lugar.
Había una falta de ruido mortal, a penas el silbido del aire y pequeñas rocas que
se iban despegando de las paredes del pozo eran captables por mis oídos; era
tanto el silencio que llegué a pensar que no estaba cayendo, que mi esquelético
cuerpo simplemente comenzaba a levitar y que me había salvado de la muerte,
como si de otra desgracia más se tratara.
A pesar de la tensión del momento, mi mente estaba en blanco, aquel supuesto
recorrido que haces por tu vida nunca pasó por mis ojos, no pensaba en la muerte,
ni en la vida, el peligro se desintegró, el miedo se quedó atrás… Yo iba más rápido
que todo, más veloz que todas aquellas cosas que pudieran penetrar en mi mente,
mientras la gravedad hacía su trabajo mi mente se iba desocupando hasta cierto
punto donde no supe si llegué a una paz mental o a un estado mentalmente inerte,
inconsciente, imperceptible.

Como una gota que hace derramar aquella copa de vino que estaba al punto de
desbordarse, un chapuzón devastador derrumbó la estabilidad de lo que estaba
pasando. El impacto fue tan momentáneo que no hubo forma de prepararme a
llenar mis pulmones de aire, y para mi suerte, la desesperación volvió.
No hubo un impacto que rompiera mis huesos, que desgarrara mis músculos y
fragmentara mi vida en mil pedazos. No, aún debía seguir luchando con la
desesperación del ahogo, con las ganas de morirme en ese justo momento y
terminar con todo, instintivamente tenía que nadar para salvarme de morir. Que
maldita ironía la de la vida… O la muerte, no lo sé.
Sentí una corriente que me arrastraba cada vez más fuerte, y cualquier impulso
que seguían mis músculos para ir en contra de ella eran más inútiles que haber
pensado que al fondo del pozo no habría nada que evitara lo supuestamente
inevitable. Tenía una frustración terrible, además de que todo me estaba
abrumando otra vez la mente haciéndome querer jadear bajo el agua, esa agua
que parecía que quisiera destrozarme. La corriente de aquel líquido tenía la
intención de desintegrarme, sentía que mis músculos se desgarraban, pero era
por solo cansancio, pues el agua solo me empujaba y arrastraba a gran velocidad.
Lo último que recuerdo de aquello es lo mismo de siempre: humedad, oscuridad,
ahogo. No sé en qué momento perdí la conciencia, ni cuánto tiempo transcurrió;
sólo sé que sentía como la brisa hacía que mi piel se erizara y cómo mis pulmones
involuntariamente se llenaban de aire.
Con la resistencia al dolor que me quedaba, intenté abrir mis párpados para ver
dónde estaba, la presión que sentía en mi espalda me hacía saber que estaba
acostado, quieto, estático, casi inerte. La luz tan insanamente blanca y

También podría gustarte