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Agua

Lo primero que hago es mirarme en el espejo. No como un acto de soberbia o heredado

egocentrismo, sino más bien como un impulso, me atrevería decir curioso, buscando

confirmar, sin mayor alegría, que efectivamente era yo quien estaba del otro lado. Lejos estoy

de mis niñez, cuando podía pasar horas mirando el reflejo, jugando con un otro yo mucho

más amistoso, más benevolente que el hombre que hoy intento reconocer frente a mi.

No quiero detenerme en el objeto, pues este relato no trata de eso. Mas me permito

una licencia breve, inofensiva, —como la de un condenado a muerte que subiendo al cadalso

se pone a contar los escalones—, para subrayar que nunca ha dejado de venir a mi cabeza la

pregunta sobre el color del espejo.

Recuerdo al desconocido que me lanzó por primera vez la interrogante: ¿qué color

tiene un espejo? Yo tenía unos ocho años y miraba con ingenuidad la boca de ese viejo que

parecía tallado en la misma madera del banco donde reposaba su cansado cuerpo. Plateado.

Fue lo primero que pensé. Pero la reacción del anciano produjo en mi una duda que se fue

replicando en el tiempo, hasta el día de hoy: ¿Dejé salir esa palabra de mi boca? Plateado. Ya

no importa si lo dije o lo pensé. Recuerdo la pregunta y casi de inmediato recuerdo la risa del

viejo, que más que risa era un quejido, una extraña forma de plegaria, elevada hacia un dios

invisible y risueño. Siempre anhelé llegar a la edad en la que pudiera reírme de esa manera,

pero me hacen falta muchos años, me hace falta mucha más vida desperdiciada. Entonces el

anciano, sin disculparse por las gotas de saliva que me escupió en la cara, se acercó y me dijo,

casi en un susurro, que el espejo al no tener ningún color, los tenía todos.

Ya no miro mi reflejo, ahora me desvisto sin ganas, pensando en el color (o los

colores) del espejo y sintiendo que mi vida ha sido un gran paréntesis de nada entre el

encuentro con el viejo y el baño que voy a tomar.

¿Existe algo más ritual que una ducha? No se ustedes —no se el mundo— pero a mi

los minutos bajo ese pequeño pedazo artificial de lluvia hirviente me parece de lo más sagrado

que existe. Entro en el rectángulo. Mis pies se estremecen, sin manifestarlo, ante el primer
contacto con el piso de cerámica helada y mojada. Me detengo un instante para saborear la

insignificancia de estar desnudo y olvidado. Abro el agua caliente. Sé que demorará en tomar

temperatura y espero a que las gotas dejen de mentirse y tomen su verdadera identidad. Un

paso. Tomo mi posición imaginada, en un escenario vacío pero importante, me siento

vergonzosamente nervioso cuando las primeras líneas de agua bajan por mi frente corriendo

como diminutos ríos y obligándome a cerrar mis ojos. Agua. Reafirmo, inútil, solitario, que el

agua es un elemento superior. Con la cabeza gacha, me dejo sumergir, o mejor sería decir

envolver, por esa enredadera sin forma, esas venas transparentes, que van por primera vez y

como siempre conociendo mi cuerpo, tomando mi forma y haciéndose yo.

Mi cuerpo se moja

Mi cuerpo se empapa

Mi cuerpo estila

No sé cuánto tiempo llevo bajo el chorro. Siento mi cuello hirviendo. El vapor se

apodera del baño tiñendo de una atmósfera de ensueño toda la escena. Pienso, no pudiendo

evitar una pequeña sonrisa, en que el espejo está empañado y que, ahora sí, sin reflejo, se

podría afirmar que algún color tiene. Siento ganas de llorar, sin ningún motivo más que el de

saber si sería capaz de distinguir mis lágrimas del agua que me baña y me mantiene en pie.

¿Cuántos kilómetros habrá recorrido el agua hasta aquí? ¿Abrase imaginado aquel líquido que

en su viaje de rutina, en esa travesía por ir y volver en un ciclo desesperadamente eterno, se

encontraría con mi cuerpo?

Comienzo a sentir algo diferente. Es una sensación placentera, como de

adormecimiento involuntario en mis hombros. ¿Será posible que el agua me esté masajeando?

Me entrego, decidiendo no hacerme más preguntas inútiles. El placer desaparece bruscamente,

dando paso al dolor, aunque más se parece a la desolación. Como quien quiere que las cosas

cambien sin hacer nada, me quedo esperando que todo vuelva a una normalidad arrebatada.

Pero es poco a poco que empiezo a sentir el calor del agua dentro de mi piel, como en un
rincón de mi ser que desconocía y del que no me puedo despegar. El dolor comienza sin aviso

a desgarrar incluso mis posibilidades de gritar. Todo dentro de mí se mueve, pero mi cuerpo

permanece inmóvil, como relacionando el dolor que me causan las gotas con pecados pasados

o arrepentimientos presentes, que me parecen la misma cosa. Mis pieles comienzan a abrirse,

aunque sé que no es la palabra precisa para describir que el agua hirviendo avanza, muerde mi

carne, separa mis músculos, carcome mis huesos, se abre paso, en el mayor acto de traición

del que he tenido conocimiento, y sigue su camino, despedazando no solo mis tendones, mis

tejidos, sino mi existencia, mis recuerdos, arrancando de un lento disparo todo mi futuro.

Ahora es la sangre la que no puedo distinguir del agua. Llego a presentir que ya ni agua

escupe la ducha, sino solo sangre. Y es ese líquido, tenebrosamente familiar, el que se

convierte en mi asesino. ¿Cómo iba yo a saber que le tenía miedo a la sangre hirviente? Estoy

acabado. Quizás siempre lo estuve y ahora las cosas toman la forma de lo que siempre fueron:

la ducha es mi cadalso, el agua mi verdugo, la soledad mi testigo. A pesar de la traición,

entiendo los motivos que tuvo el agua para rebelarse. Me siento incluso honrado por la

posibilidad de haber sido testigo de un acto efímero de libertad. Lástima que en ello, y

confieso que digo lástima de una forma protocolar, se me va la vida. Y que jamás nadie se va a

enterar.

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