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IDA BUTELMAN

(compiladora)
ALICIA CORVALÁN DE MEZZANO
MARTA SOUTO • LUCÍA GARAY
MIRELLA CREMA • LIDIA M. FERNÁNDEZ

Pensando
lasSobreinstituciones
teorías y prácticas
en educación

LIBRO DE DISTRIBUCIÓN GRATUITA


PRO HIBIDA SU VENTA
MINISTERIO DE CULTURA Y EDUCACIÓN DE LA NACIÓN
ESPACIOS INSTITUCIONALES Y MARGINACIÓN 33

insoslayable necesidad surgieron planes de apoyo escolar, algunos de


los cuales están a cargo de religiosas. Lo interesante en estos casos es
que se incluye una atención y orientación a las fam ilias de estos ni­
ños, con la colaboración frecuente del Centro de Salud Mental y Ac­
ción Comunitaria.
Estos esfuerzos parecen em pezar a producir algunos cam bios en
los niños, observándose nuevas actitudes solidarias com o proceso
de integración. Sin embargo, no estam os hablando de un logro en el
que se produzca el levantam iento de las barreras discrim inatorias
externas.
Es evidente que el proceso tendiente al cam bio tendrá que incluir
estrategias más puntuales que tendrán que ver seguram ente con el
objetivo de lograr desde el sistem a educacional oficial una mayor
conciencia de la realidad de estos niños, de sus necesidades, de los
peligros que entrañan las conductas de discrim inación y de su obli­
gación irrenunciable de facilitar los recursos económ icos a la edu­
cación.

Centro y periferia en la educación argentina:


una form a de contexto social

Un dato histórico, al pasar, nos viene bien para poder inferir desde
cuán temprano surgen en nuestro país las fracturas y las discrim ina­
ciones desde los del centro (los m arginantes) hacia los de las perife­
rias (los marginados).
Se solía decir en la época de nuestros gauchos: “Juan se jué tierra
adentro” para significar al campo, o sea al interior del pueblo. Eso,
cuando el interior de nuestro país era vivenciado como parte de nues­
tro espacio real y había, probablemente, una representación social
“más entera” .
Más tarde, con la urbanización, se empezó a decir: “Juan se jué
campo ajuera” ; “Se jué pa’juera” convirtiendo así nuestro interior en
un “ajuera” y a sus residentes, en “pajueranos” .
La ciudad se convierte entonces en centro de lo social, en el verda­
dero adentro, mientras que el campo, trozo de nuestra interioridad, se
convierte en afuera, de donde “ajuera” es igual a periferia social, lo
cual instituyó la separación y la discriminación, creando una repre­
sentación simbólica de nuestro cuerpo social, escindido e incompleto.
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En la educación argentina de este fin del siglo XX, la sociedad de


los que acceden a ella constituye el adentro social; lo que equivale a
decir que se ubica en el espacio real, en el centro social (objeto facti­
ble de percepción), y se ha expulsado “pa’juera” , hacia la periferia, a
los carecientes, cuyas carencias hemos institucionalizado desde el
centro al bautizarlos con el nombre de “carenciados” ; una especie de
identidad social de gente que no es igual, que no es “como uno”,
convirtiéndolos en pajueranos, marginados sociales (no objeto de per­
cepción, no objeto de observación y descripción).
Es así como en la educación institucionalizada aceptamos que unos
accedan a ella y otros no. Por eso, lo que sabemos de las comunidades
marginadas (y no necesariamente marginales en el sentido de delin­
cuencia), los de la periferia, tal vez no son realmente todos los datos,
y es posible que sea difícil obtenerlos, porque nos ubicamos como
observadores a distancia, neutrales desde nuestro centro, cuidando
mantener esa distancia confortable donde se resguarda nuestro propio
rechazo. Pensemos que ahí donde “aprender” está condicionado mu­
chas veces por “com er”, las estrategias del aprendizaje no pasan ne­
cesariam ente en prim er lugar por el acto de “enseñar”.
Por eso, al insertar la institución educacional como objeto factible
de observación, como espacio real dentro del contexto social, esta­
mos señalando que todos los avatares de lo social “atraviesan” a cada
una de las instituciones y sus circunstancias, y lo que toca a unas
también toca a las otras.
Es por eso que el mismo hecho de aceptar la desigualdad de los
accesos a la cultura está produciendo un pacto perverso con el poder
político; una alianza oculta y evidente a la vez, que perjudica a toda la
educación argentina.
Si frente a los centros de poder económico, político, jurídico, etcé­
tera, ponemos en acción las periferias ayudando a que sus niños y
adolescentes participen de los beneficios de la educación, es posible
que estas periferias dejen de ser el espacio oculto, negado, im agina­
rio, de nuestra sociedad; porque los niños que piden, los que roban,
los que no tienen, son nuestras propias carencias, nuestras periferias
internas, habitadas también por concretos trabajadores de la educa­
ción, mal pagos, jubilados, villeros grandes y pequeños, que ocupan
en nosotros, los habitantes del centro, un no lugar y un no espacio, es
decir una negación y un vacío de conciencia social.
La institución de la educación oficial para las comunidades pobres
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se inscribe, entonces, en el contexto de la Argentina actual, como un


espacio desplazado en nosotros hacia la periferia y constituye el nú­
cleo de nuestros pajueranos.
Ahora bien, sabemos que la organización de nuestras conductas se
ubica en un continuo “objetivo-subjetivo”, o sea en situaciones cohe­
rentes que configuran el espacio de la realidad para cada uno en rela­
ción con los demás. Pero un niño que vive en una comunidad social­
mente m arginada, en la pobreza, sin acceso a la convivencia social
con lo que constituye el centro cultural, vive de hecho en un gueto, y
difícilmente puede lograr esa coherencia de un espacio real reconoci­
do por todos los otros y compartido.
El “centro” que para esos niños constituye un lugar desconocido
entra a ser objeto de fantasía; su percepción de esa realidad externa
no tiene lím ites reales: no tiene dinero, no tiene amigos en esa reali­
dad con quienes compartir esos lugares fantaseados e inaccesibles; la
televisión, cuando la tiene, le da una realidad virtual y funciona como
pantalla de idealización, creando un nivel de aspiraciones desm esura­
das que exacerban su imaginación, sus deseos, sus resentim ientos, su
impotencia, su violencia.
Aquí pierde sentido para el niño el aceptar “ser lo que es” porque
el sentido de realidad pasa por el “no tener y no poder” . La identidad
se va configurando así en discontinuidades entre los espacios reales
que vive en su cotidianidad periférica y los espacios fantaseados,
creados a partir de ese otro mundo fuera de su alcance.
Uno puede preguntarse cuál es el camino de acceso a una identi­
dad basada en la autoestima, en la libertad, si no están los fundam en­
tos de apertura.
Lo preocupante de esta realidad argentina es que estos sectores
desplazados de lo que llamamos el centro de lo social y lo económico
están adquiriendo la estructura de lo instituido social, convirtiendo tal
impotencia y pobreza en una verdadera institución, oficializando su
funcionamiento guético y sentando las bases para convencernos de
que no importa, porque “siempre hubo pobres” en todas las sociedades.
Las fuerzas creadoras instituyentes de un cambio social-educacio-
nal suponen una lucha de integración desde la periferia, o sea desde
todos los sectores marginados. El negarlas puede llevarnos a creer
que en verdad no existen y que nuestro cuerpo social está completo,
lo cual significa negar que hemos destruido, en nuestra capacidad de
pensar, la simbolización de un trozo de nuestra interioridad.
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La profecía de lograr una sociedad pura, con “gente como uno”,


ya vimos a lo que ha llevado al mundo hace cincuenta años.
En nuestro caso, al negarnos la realidad de esta carencia, a través
de la marginación, corremos el riesgo de producir un refuerzo de la
violencia que en ellos deposita la sociedad, y circularmente el aum en­
to de la distancia social entre centro y periferia.
Esta circularidad del proceso social “rechazo-exclusión-violencia”
constituye una paradoja en el estudio de las instituciones, porque el
atravesamiento de que son objeto estas comunidades e instituciones
educacionales por los avatares sociales, políticos y económicos va
creando ciertas subjetividades cuyas interacciones producirán efectos
imprevisibles entre “el adentro” y “el afuera”, es decir, entre el centro
y la periferia dentro de nuestro país.
Todo ello produce un dilem a en el acto de operar de la
psicopedagogía institucional, cuyos extremos se asientan en el si­
guiente interrogante: ¿es un modelo teórico y de acción, o sólo es
posible el prim er paso?; ¿cómo superar la carencia educacional, si la
carencia económica enraiza en los manejos del poder político del
país?
Frente a este dilema parece transform arse el rol profesional, por­
que surge la pregunta: ¿sólo debemos indicar la búsqueda de recursos
y sugerir conductas, o nos toca participar en esa búsqueda y producir
acciones personalmente?
En ese caso, ¿dejamos de ser analistas institucionales para conver­
tirnos en actores, activistas? ¿La distancia deja de ser sólo concep­
tual, para convertirnos en participantes activos y luchar desde el ba­
rrio, desde adentro de las instituciones?, ¿acaso como militantes ideo­
lógicos?
Tales interrogantes, que me he planteado al pensar las institucio­
nes, me han perm itido contestarme luego de muchas experiencias:
toda vez que el profesional se deja “atravesar” ideológicam ente tien­
de a establecer un vínculo afectivo con los consultantes, el cual acorta
la distancia con el “objeto” o situación dism inuyendo la agudeza per-
ceptual. He comprobado que la identificación ideológica incide en el
modo de describir los observables, las inferencias se contaminan con
el discurso m anifiesto de los consultantes y resulta difícil el acceso a
los datos.
A partir de ahí, el profesional puede llegar a proponerse a sí m is­
mo para colaborar a la par de los consultantes. Éste es el momento de
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dudas para su rol, aunque no necesariamente para su vida personal, en


el caso de que su opción por esa lucha sea consciente.

En síntesis

A partir del concepto básico de espacio real, el hilo conductor de


este trabajo parte del concepto de percepción, a partir del cual intento
señalar que se apoya en la acción de comparar, descubriendo analo­
gías y diferencias.
La raíz del significado de com parar reside, a su vez, en la posibi­
lidad de distinguir la distancia significativa que existe entre nuestros
objetos de conocimiento.
Entre las cosas iguales, diríamos, entonces, que la distancia signi­
ficativa se acorta hasta formar conjuntos, grupos homogéneos. Dis­
minuye en estos casos la necesidad de comparar; no urge distinguir;
la “comodidad” perceptual adhiere a formas repetidas en el mundo
externo a partir de lo cual la exigencia interior de la representación
disminuye, facilitando el surgimiento de estereotipos y conform is­
mos, a la vez que prejuicios frente a lo diferente. Se constituye así
una cadena de representaciones del contexto social donde se busca
una inserción entre iguales para no verse obligado a cambios.
Cuando un grupo social se enfrenta con la necesidad de percibir
“las diferencias de los diferentes y sus necesidades” , la prim era res­
puesta parece ser la negación; es decir, una de las formas más arcai­
cas de la conducta humana. Con la negación, los grupos sociales
evaden el m ecanism o fundam ental de la percepción; es decir, la
com paración.
La organización de la sociedad tiende continuamente a considerar
este modelo como base para distribuir rangos y valores. En él, el
concepto de discriminación parece tomar los contenidos que se refie­
ren “a los diferentes” ya sea como intrusos o como perturbadores, a
tal punto que en el lenguaje contemporáneo, este último prevalece
con frecuencia sobre el de “comparar, distinguir e integrar” diferen­
cias, ya que en los casos en que no es posible “asim ilar”, igualar al
diferente, se lo aísla.
La equiparación de los conceptos “percibir” y “conocer” nos permite
inferir que al pensar las instituciones sociales es ineludible prestar aten­
ción durante los abordajes de conflictos a esta tendencia perceptual.
38 PENSANDO LAS INSTITUCIONES

No se trata, entonces, de percibir ingenuamente nuestras institu­


ciones sociales, porque hay grupos de poder cuyos intereses se asien­
tan en “asim ilar” para obtener criterios y respuestas “sim ilares”, qui­
tando a la percepción su objeto, y a la conciencia, como diría Brenta-
no, su intencionalidad y su capacidad creadora.
La liberación de tales presiones implica un grado de desobedien­
cia interior, válida si recordamos que el pensamiento totalitario incita
a la negación de los diferentes para confirmar su ideología, y trata de
llevar a cabo una realización simbólica de la negación, aislándolos
para que “desaparezcan” de la percepción.
En este trabajo los diferentes son los niños de la pobreza que viven
“ajuera”, negados, aislados; pero que como en las pesadillas a repeti­
ción se nos aparecen en las puertas de los taxis, en las entradas furti­
vas en las confiterías y restaurantes, haciendo que nos atragantemos
de culpa.

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