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PASTILLA DORADA - Alejo Duclós

Una mansión abandonada, pero con gente viviendo adentro. Tirados, desparramados,
contorsionándose, durmiendo. Cuerpos. Hombres y mujeres. Adolescentes y niños.
Todos van y vienen, salen y entran, todos se refugian en esa casa. Se refugian de sus
problemas, de sus malestares, de sus inseguridades, de sus disconformidades. La
morada de Circe les vale para eso. Toda una mansión donde se desata la lujuria, los
vicios. Despojados de todo lo que les pesa. Espacios vacíos, con pocos muebles.
Pocos, pero útiles, es allí donde Circe guarda sus pastillas. Una para cada uno. Las
cocina, las crea y las regala. Su casa es la casa de todos por la noche, todo aquel que
quiera puede entrar. Refugiarse, en otra realidad, en otro mundo, gracias a las
pastillas. Pastillas mágicas, pastillas que nadie conoce la receta, pastillas que Circe
prepara con sus propias manos. Aquel que las probó una vez, siempre volvió por más.
Circe es la única acostada en una cama, el resto sobre el piso. Algunos tienen sexo en
un rincón, otros miran las ventanas que se encuentran en el techo, pudiendo ver en su
mente el universo completo. Constelaciones, colores, fuegos. La vida aparece y
desaparece ante sus ojos a través de esas ventanas.
Circe duerme cada día con una presa distinta. Joven debe ser, ella solo disfruta lo
joven, lo puro. Desde hace días, sin embargo, que su presa es la misma. Todavía no
terminó con ella. Odiseo le llama. Odiseo, de fuertes hombros y muslos amplios. Tal
como le gustaban a Circe. Odiseo no se ha movido de esa cama, el tiempo parece no
correr de la misma manera en ese lugar. Días parecen horas, minutos pueden parecer
años. Circe cuida a su presa, le da de comer y beber, no deja que nadie se acerque,
no deja que nadie participe en sus ritos sexuales. Nunca Circe ha estado tan
entusiasmada con una presa. Le llamo presa porque así es como ella les llama,
presas.
Hoy Odiseo decide irse. A las 12 de la noche, puntualmente, decide irse. Odiseo
agarra a Circe por las manos y se sientan ambos con los pies cruzados en la cama. Se
miran, se comunican mediante el tacto, se hablan por ahí. Energías que los unen.
Circe le suelta las manos, con una sonrisa, y se acerca al mueble más cercano, junto a
la cama, y saca una pastilla dorada. Nunca vista, por nadie de la habitación. La pastilla
dorada brilla, parece que se moviera, que tuviera vida propia. Todos los presentes
abandonan sus acciones. Se salen uno del otro, el efecto de su droga desaparece.
Todos miran la situación. La pastilla parece llamarlos. La pastilla dorada llama a cada
uno de ellos. Sus bocas se llenan de agua, pero ninguno se atreve a acercarse e
interrumpir el ritual. Se quedan inmóviles, haciendo fuerza para contenerse,
mordiéndose los labios, sangrando. Necesitan esa pastilla, pero saben que no hay
forma de que la tengan. Circe se vuelve a sentar en la misma posición en la que se
encontraba e introduce en la boca de Odiseo esa pastilla. Odiseo la traga. Sin agua,
no, él no la necesita, la traga. Agarra por la nuca a Circe, y la acerca a su cara. Sus
labios y lengua se tocan, se mueven, uno sobre el otro. Circe agarra a Odiseo por la
nuca también y lo presiona contra ella. Ambos hacen fuerza, se presionan uno contra
el otro. Al mismo tiempo, se sueltan de golpe. Se miran. Se miran y nada más parece
existir. El tiempo se detiene por unos segundos.
Odiseo se pone de espaldas, se levanta y se va, sin voltearse, se va con esa última
mirada. Circe lo ve irse, y se acuesta sobre la cama, mirando el techo. Mira esas
ventanas y la luz lunar que proyectan, sonríe. No, no sonríe, ríe. Comienza a reír a
carcajadas. Los presentes dejan de mirarla, vuelven a lo que estaban haciendo. Lo
que sea que hacían. Vuelven a eso. Circe mira el cielo, y comienza a tocarse. Baja su
mano hacia su entrepierna, y ríe a carcajadas.
Odiseo sale, arranca a caminar. Mira a sus alrededores. La ciudad. Buenos Aires.
¿Hace cuánto no veía esa ciudad? ¿Fue hace minutos que entró, fue hace meses?
¿Por qué decidió irse? ¿Él decidió irse? No lo sabe y nunca lo sabrá. Una eternidad y
un segundo. Hambre, toda el hambre que no sintió en ese tiempo que estuvo con
Circe, le atacó de pronto. Tiene mucha hambre. Se toca los bolsillos. No tiene dinero.
Necesita comer algo. Su estómago está por explotar. Helios. Una carnicería, una
carnicería abierta a esa hora. Entra. Se abalanza sobre el mostrador y comienza a
comer la carne cruda. Sin frenar. La devora. Aparece el carnicero, lo agarra por detrás
de los hombros y lo intenta empujar, Odiseo lo patea en el estómago y sigue
comiendo. El carnicero cae de espaldas y se golpea. Se levanta lentamente y corre a
buscar un cuchillo. Vuelve a lanzarse sobre Odiseo, quien lo esquiva y hace que el
carnicero caiga de cabeza contra la carne cruda. Odiseo apoya una de sus piernas
sobre él y lo mantiene debajo de ella. Agarra con sus manos toda la carne que puede
y sale corriendo.
Corre, corre cuadras y cuadras, mientras come toda la carne que lleva en sus manos.
Está cubierto completamente de sangre. Termina de comer y mira a sus alrededores.
No reconoce el lugar, está perdido, a la deriva. Esa ciudad no es la misma que la que
dejó cuando entró a lo de Circe, de eso está seguro. Voces. ¿De dónde salen?
Escucha voces. A lo lejos escucha voces que lo llaman. Sigue esas voces, confía en
esas voces, dulces y seductoras. Odiseo ve frente a él a un grupo de mujeres.
Hermoso, ¿estuviste en alguna pelea? Acércate, nosotras te limpiamos bebé, ven,
hacenos cantar. Sus voces, sus voces son las más bellas que escuchó en su vida. Las
mujeres ríen y susurran. ¿Cómo puede ser que él escuche sus susurros estando del
otro lado de la vereda? Por poca plata te cantamos todo lo que vos quieras, vení,
acércate lindo. Odiseo recorre sus cuerpos con su mirada. Cuerpos prominentes,
vestidos escotados, piernas... ¿Qué es lo que ve? Sus piernas, sus piernas no son
piernas, sus piernas son una única pierna larga. ¿Es una cola? Dorada. Su cola de
animal es dorada. No tenemos todo el día, acércate, dale, juguemos. Sus colas
doradas, llenas de escamas, le producen el mismo efecto que la pastilla, necesita
tocarlas, acostarse sobre ellas. Algo lo hace mover, una ráfaga de viento llega de
repente y las voces dejan de escucharse, Odiseo es transportado por esa ola de
viento, lo arrastran. Ve a las mujeres sonreír, con los pelos al viento, y tirarle besos.
Odiseo grita, necesita tocarlas, sentirlas. Cierra los ojos, el remolino que se formó no
lo deja ver. Los vuelve a abrir y se encuentra en otro lugar.
Otro barrio que desconoce. Está mareado. No puede pararse, todo gira a su alrededor.
¿Qué eran esas mujeres? Vomita, comienza a vomitar. Vomita sin parar. Líquido
dorado sale de su boca. El líquido tiene brillo, luz, ilumina, alumbra. En el suelo un
nombre se forma. Sigue vomitando. El suelo parece absorber su vómito, y formar un
nombre en él. Car. Carib. ¿Caribdis? Ese es el nombre que se forma. Sigue
vomitando. No puede parar. ¿Qué mierda es Caribdis? El liquído dorado vuelve a
emerger del suelo, tapa el nombre. Odiseo deja de vomitar. El líquido dorado se
mueve, como si tuviera vida propia. Toca sus pies, comienza a subir por ellos
rápidamente. Recorre su cuerpo, inmovilizado, no puede moverse. El líquido dorado
sigue subiendo, cubriendo su cuerpo por completo. Lo cubre por completo y comienza
a penetrarlo, por cada poro de su cuerpo Caribdis lo penetra. El líquido dorado
desaparece dentro suyo en cuestión de segundos. Odiseo se desmaya.
Despierta con el ruido de pasos acercándose. Una luz roja y azul lo encandila. No
logra ver más allá de eso. Odiseo se levanta de un salto y reconoce siluetas
acercándose. Seis, seis siluetas. No, no siluetas, seis cabezas mirándolo. La luz roja y
azul lo encandila. El brillo dorado dentro suyo comienza a brillar. Al brillar, alumbra las
cabezas que lo miran expectantes. Odiseo se horroriza. Esas cabezas comparten un
cuerpo. Un único torso con seis cabezas. El carnicero aparece detrás de ellas. Él, es él
el hijo de puta que me robó. Policía, ponga las manos en alto ahora. Las cabezas
gritan. Manos en alto. Odiseo da un paso hacia atrás. Manos en alto, manos en alto
ahora. Una de las cabezas se acerca. Su cuello es larguísimo. Está encima suyo.
Odiseo da media vuelta y comienza a correr. Manos arriba, quédese quieto. Odiseo
corre. Corre sin parar. Tropieza, se levanta y sigue corriendo. Las cabezas lo
persiguen detrás suyo. Están cerca. Le gritan. Última vez, manos arriba o disparo.
Odiseo frena. ¿Qué está haciendo? Él, que nunca temió nada, no va a dejarse llevar
por sus impulsos. Da media vuelta y las mira. Odiseo brilla más que nunca. No va a
dejar que deformidades como aquellas lo venzan. No, no son una amenaza para mí,
piensa Odiseo. No, no pueden ser reales. Odiseo, que se mantenía estático, con los
puños cerrados, comienza a correr contra las cabezas, reboleando sus puños al aire.
Un ruido. Un disparo. El brillo desaparece. Ya no ve nada más. Las cabezas gritan. Lo
tocan, lo hieren, lo sacuden, lo mueven. Sin el brillo ya no ve. El brillo va hacia sus
ojos. Se concentra allí. Odiseo flota, ya no escucha esas voces, las cabezas lo
devoran, ya no siente su cuerpo. Se eleva, su mente se eleva, se pierde en el cielo.
Sus pupilas, ahora doradas, ya no ven.

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