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LA VIA PULCHRITUDINIS

LA VIA PULCHRITUDINIS, CAMINO DE EVANGELIZACIÓN Y DE


DIÁLOGO

CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA

ASAMBLEA PLENARIA 2004

DOCUMENTO FINAL

INTRODUCCIÓN

El tema escogido para la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la


Cultura, celebrada del 27 al 28 de marzo de 2006, continúa las anteriores
plenarias, en consonancia con la misión del Dicasterio, que consiste en
ayudar a la Iglesia a transmitir la fe en Cristo mediante una pastoral que
responda a los desafíos de la cultura contemporánea, especialmente los de
la increencia y la indiferencia religiosa[1]. A través de propuestas y
proyectos concretos, el Consejo desea ayudar a los pastores, recorriendo
la via pulchritudinis como camino de evangelización de las culturas y de
diálogo con los no creyentes, a llegar hasta Cristo, que es «el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14, 6).

I. UN DESAFÍO CRUCIAL
La Plenaria del 2002, sobre el tema «Trasmitir la fe al corazón de las
culturas, novo millennio ineunte»[2], y la del 2004 sobre «La fe cristiana al
alba del nuevo milenio y el desafío de la increencia y de la indiferencia
religiosa »[3], destacaron la urgencia de un nuevo impulso apostólico en la
Iglesia para evangelizar las culturas mediante una inculturación efectiva del
Evangelio.
1. La cultura marcada por una visión materialista y atea, característica de
las sociedades secularizadas, provoca un verdadero alejamiento, más aún,
una acusación de la religión en general, y del cristianismo en particular, así
como un nuevo anti-catolicismo[4]. Muchos viven como si Dios no
existiera (etsi Deus non daretur), como si su presencia y su palabra no
pudieran influir de ninguna manera en la vida concreta de las personas y las
sociedades. Éstas, por su parte, encuentran difícil afirmar claramente su
pertenencia religiosa, como si fuera algo propio y exclusivo del ámbito
privado. La experiencia religiosa, consecuentemente, se ve disociada de
una clara pertenencia a la institución eclesial: algunos creen sin pertenecer,
mientras que otros pertenecen sin dar signos visibles de su creencia.
2. El fenómeno de la nueva religiosidad y las espiritualidades
emergentes, que se difunden por todo el mundo, se yerguen como un
enorme desafío a la nueva evangelización. Éstas pretenden responder mejor
que la Iglesia, —o, en cualquier caso, mejor que las formas religiosas
tradicionales— a las expectativas espirituales, emotivas y psicológicas de
nuestros contemporáneos. Mediante ritos sincretistas y prácticas esotéricas,
apelan directamente a la emotividad de las personas, en una dinámica
comunitaria pseudo-religiosa que con frecuencia las asfixia, privándolas
incluso de su libertad y dignidad[5].
3. En algunos países de antigua tradición cristiana, los practicantes han
dejado de constituir la mayoría, como sucedía en el reciente pasado; sin
embargo, siguen siendo una fuerza viva capaz de dar testimonio, con
discernimiento y valentía, en el corazón de una cultura neopagana. No
faltan tampoco signos de esperanza: las Jornadas Mundiales de la Juventud,
los grandes encuentros durante los Congresos eucarísticos o en los
santuarios marianos, la proliferación de lugares de crecimiento espiritual y
la necesidad, cada vez más fuerte, de transcurrir un período de tiempo en el
silencio de la hospedería de un monasterio, el redescubrimiento de las
antiguas vías de peregrinación, el florecimiento de una multitud de nuevos
movimientos religiosos que incluyen a jóvenes y adultos, las multitudes
inmensas que se congregaron en Roma durante la muerte de Juan Pablo II y
la elección de Benedicto XVI, son signos de esperanza.
Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días.
Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo
se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia
está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo
y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro.
La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el
Resucitado ha prometido a los suyos[6] .
II. LA IGLESIA PROPONE UNA RESPUESTA:

LA VIA PULCHRITUDINIS

1. ACEPTAR EL DESAFÍO
Frente a los desafíos históricos, sociales, culturales y religiosos recogidos
en las dos precedentes Asambleas Plenarias, ¿qué aspectos de la pastoral
tendría que privilegiar la Iglesia en su diálogo apostólico con los hombres y
mujeres de nuestro tiempo, especialmente con los no creyentes y los
indiferentes?
La Iglesia lleva a cabo su misión, que consiste en llevar a los hombres a
Cristo Salvador, compartiendo la Palabra de Dios y el don de los
Sacramentos de la Gracia. Para llegar mejor a ellos, a través de
una pastoral de la cultura adaptada a la luz de Cristo, contemplado en el
misterio de su encarnación (cf. Gaudium et spes, n. 22), escruta los signos
de los tiempos y descubre en ellos preciosas indicaciones para tender
puentes que permitan encontrar al Dios de Jesucristo a través de un
itinerario de amistad en un diálogo de verdad.
En esta perspectiva, la Via pulchritudinis se presenta como un itinerario
privilegiado para llegar a muchos que experimentan grandes dificultades
para acoger la enseñanza, sobre todo moral, de la Iglesia. Con demasiada
frecuencia, en estos últimos decenios, la verdad se ha resentido de la
instrumentalización a que la han sometido las ideologías y la bondad se ha
visto reducida a su dimensión horizontal, a mero acto social, como si la
caridad hacia el prójimo pudiese vivir sin extraer su propia fuerza de Dios.
El relativismo, que halla en el pensamiento débil una de sus expresiones
más claras, contribuye, por lo demás, a dificultar un debate auténtico, serio
y razonable.
La Vía de la belleza, a partir de la experiencia simple del encuentro con la
belleza que suscita admiración, puede abrir el camino a la búsqueda de
Dios y disponer el corazón y la mente al encuentro con Cristo, Belleza de
la santidad encarnada, ofrecida por Dios a los hombres paras su salvación.
Esta belleza sigue invitando hoy a los Agustines de nuestro tiempo,
buscadores incansables de amor, de verdad y de belleza, a elevarse desde la
belleza sensible a la Belleza eterna y a descubrir con fervor al Dios santo,
artífice de toda belleza.
No todas las culturas están abiertas en la misma medida a lo trascendente o
a acoger la revelación cristiana. De la misma manera, hay expresiones de lo
bello —o que creen serlo— que se hallan bien lejos de favorecer la acogida
del mensaje de Cristo y la intuición de su divina belleza. Las culturas,
como las expresiones artísticas y las manifestaciones estéticas, están
marcadas por el pecado y pueden atraer, incluso capturar la atención, hasta
hacerla replegarse sobre sí misma, dando lugar a nuevas formas de
idolatría. Con frecuencia nos hallamos ante fenómenos de auténtica
decadencia, en los que el arte y la cultura se adulteran hasta herir al hombre
en su dignidad. Lo bello no puede reducirse a un simple placer de los
sentidos: ello significaría negarse a tomar plenamente conciencia de su
universalidad, de su valor supremo, altamente trascendente. Su percepción
requiere una educación, porque la belleza no es auténtica si no es en su
relación con la verdad —pues, ¿de qué podría ser el esplendor, sino de la
verdad?— y ella es, al mismo tiempo, «la expresión visible del bien, como
el bien es la condición metafísica de la belleza»[7]. «¿No es lo bello el
camino más seguro para alcanzar el bien?», se preguntaba Max Jacob.
La Vía de la belleza, fácilmente accesible a todos, no está, sin embargo,
priva de ambigüedades desviaciones. Puesto que siempre depende de la
subjetividad humana, puede verse reducida a un estetismo efímero o
dejarse instrumentalizar y esclavizar por las modas fascinantes de la
sociedad de consumo. De ahí nace la urgente misión de educar a discernir
entre el «uti» y el «frui», es decir, entre una relación con las cosas y las
personas fundada únicamente sobre la funcionalidad —uti—, y una
relación creíble y confiable, firmemente enraizada en la belleza de la
gratuidad, recordando cuanto dice Agustín en su De catechizandis rudibus:
«Nulla est enim maior ad amorem invitatio quam praevenire amando —
No hay mayor invitación a amar que adelantarse amando»[8].
Por ello, es necesario aclarar qué es y en qué consiste la Via pulchritudinis:
cuál es la belleza que, mediante su capacidad para llegar al corazón de la
gente, permite transmitir la fe, expresar el misterio de Dios y del hombre,
presentarse como un auténtico puente, espacio libre para caminar con los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo que ya conocen o que comienzan
a apreciar lo bello, y ayudarles a encontrar la belleza del Evangelio de
Cristo que la Iglesia, en virtud de su misión, debe anunciar a todos los
hombres de buena voluntad.

2. ¿DE QUÉ MODO PUEDE SER LA VIA PULCHRITUDINIS UNA


RESPUESTA DE LA IGLESIA A LOS DESAFÍOS DE NUESTRO
TEMPO?
El papa Juan Pablo II, incansable escrutador de los signos de los tiempos,
señala esta vía en su Encíclica Fides et ratio:
A la vez que no me canso de recordar la urgencia de una nueva
evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las
dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la
palabra de Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el
nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las regiones
y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse
también como una aportación fundamental y original en el camino de la
nueva evangelización[9].
Esta llamada a los filósofos puede parecer sorprendente, pero ¿no es la via
pulchritudinis una via veritatis, a través de la cual el hombre se esfuerza
para descubrir la bonitas del Dios de amor, fuente de toda belleza, de toda
verdad y de toda bondad? Lo bello, como también lo verdadero o lo bueno,
conduce a Dios, Verdad primera, Bien supremo y Belleza misma. Pero lo
bello dice más que lo verdadero o lo bueno. Decir de un ser que es bello no
es sólo reconocerle una inteligibilidad que lo hace amable; significa
también que, al especificar nuestro conocimiento, nos atrae, más aún, nos
captura mediante una irradiación que despierta el asombro. Si lo bello
ejerce un cierto poder de atracción, todavía expresa con más vigor la
realidad misma en la perfección de su forma, de la que es epifanía. Lo bello
la manifiesta expresando su claridad íntima[10]. Si el bien expresa lo
deseable, lo bello expresa aún más el esplendor y la luz de una perfección
que se manifiesta[11].
La via pulchritudinis es una vía pastoral y no puede limitarse a una
consideración meramente filosófica. Pero la mirada del metafísico nos
ayuda a comprender por qué la belleza es una vía regia para llegar a Dios.
Al sugerirnos quién es Dios, esta vía despierta en nosotros el deseo de
gozar de Él en la quietud de la contemplación, no sólo porque sólo Él
puede saciar nuestra inteligencia y nuestro corazón, sino también porque
contiene en sí mismo la perfección del ser, fuente armoniosa e
inextinguible de claridad y de luz. Para llegar a ella, es importante saber
pasar «del fenómeno al fundamento». De nuevo, el papa filosofo:
Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo
trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la
realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás
personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de
este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del
fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia;
incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del
hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa
llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya[12].
Este paso del fenómeno al fundamento, no acontece espontáneamente para
quien no sea capaz de pasar de lo visible a lo invisible. En efecto, tanto la
publicidad como algunos artistas que hacen de lo vulgar y lo feo un valor,
con el fin de provocar escándalo, nos vienen habituando a lo feo, al mal
gusto y a la vulgaridad. Las flores capciosas del mal ejercen su fascinación:
«¿Vienes del cielo profundo o sales del abismo, oh Belleza?», se pregunta
Baudelaire. Dimitri Karamazov confía a su hermano Aliosha: «La Belleza
es algo terrible. Es la lucha entre Dios y Satanás, y el campo de batalla es
mi corazón». Si la belleza es imagen de Dios creador, también lo es de
Adán y Eva y, en consecuencia, marcada por el pecado. El hombre con
frecuencia corre el riesgo de dejarse atrapar por una belleza tomada por sí
misma, icono convertido en ídolo, medio que acaba devorando el fin,
verdad que aprisiona, trampa en la que acaban cayendo muchos por falta de
una adecuada formación de la sensibilidad y de una correcta educación a la
belleza.
Recorrer la Via pulchritudinis implica comprometerse a educar los jóvenes
a la belleza, ayudarlos a desarrollar un espíritu crítico frente a lo que ofrece
la cultura mediática y a plasmar su sensibilidad y su carácter para elevarlos
y conducirlos a una auténtica madurez. La cultura de lo cursi, «lo kitsch»,
es típica de un cierto temor a sentirse impulsado a una profunda
transformación. Tras haber rechazado durante largo tiempo esta «pasión»,
San Agustín recuerda su profunda transformación del alma gracias al
encuentro con la belleza de Dios: en las Confesiones, evoca con tristeza y
amargura el tempo perdido y las ocasiones perdidas. En páginas
inolvidables, vuelve sobre su atormentada búsqueda de la verdad y de Dios.
Pero, con una especie de iluminación en la evidencia, encuentra a Dios que
se le presenta como «la Verdad en persona» (X, 24), fuente de puro gozo y
de auténtica felicidad:
Tarde os amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde os amé.
Vos estabais dentro de mi alma y yo distraído fuera, y allí mismo os
buscaba; y perdiendo la hermosura de mi alma, me dejaba llevar de estas
hermosas criaturas exteriores que Vos habéis creado. De lo que infiero que
Vos estabais conmigo y yo no estaba con Vos; y me alejaban y tenían muy
apartado de Vos aquellas mismas cosas que no tuvieran ser si no estuvieran
en Vos. Pero Vos me llamasteis y disteis tales voces a mi alma, que cedió a
vuestras voces mi sordera. Brilló tanto vuestra luz, fue tan grande vuestro
resplandor, que ahuyentó mi ceguedad. Hicisteis que llegase hasta mí
vuestra fragancia, y tomando aliento respiré con ella, y suspiro y anhelo ya
por Vos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, y ha excitado en mi alma un
hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocasteis y me encendí en deseos
de abrazaros[13].
Esta experiencia del encuentro con el Dios de la Belleza es un
acontecimiento vivido por san Agustín en la totalidad del ser, y no sólo en
la sensibilidad. De aquí la constatación que hace en el De musica: «Dic,
oro te, num possumus amare nisi pulchra?— Dime, por favor, qué
podemos amar, sino lo bello»[14].

3. LA VIA PULCHRITUDINIS,

CAMINO HACIA LA VERDAD Y LA BONDAD


Hans Urs von Balthasar, con su estética teológica, se proponía abrir los
horizontes del pensamiento a la meditación y a la contemplación de la
belleza de Dios, de su misterio, y de Cristo en quien se revela. En la
introducción al primer volumen de su obra magistral, Gloria, el teólogo
cita la palabra belleza «será nuestra palabra inicial», expresando su alcance
con relación al bien que «ha perdido su contundencia », cuando «los
argumentos demostrativos de la verdad han perdido su fuerza de
conclusión lógica»[15].
Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la
que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor
imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable
unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabría entenderse a sí mismo
el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas
del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su
tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la
religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al
descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres.
De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues
para él la belleza es sólo bagatela exótica del pasado burgués) podemos
asegurar que —abierta o tácitamente— ya no es capaz de rezar y, pronto, ni
siquiera será capaz de amra… En un mundo sin belleza, —aunque los
hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien
constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo
que quizá no está privado de ella, pero que ya no es capaz de verla, de
contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la
evidencia de su deber-ser realizado… En un mundo que ya no se cree
capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la
verdad han perdido su contundenci, su fuerza de conclusión lógica.
Paralelamente, con preocupaciones diferentes, Alexander I. Solženicyn
nota con acento profético, en su Discurso de recepción del Premio Nóbel
de Literatura:
Acaso aquella antigua trinidad de Verdad, Bien y Belleza no sea
simplemente una fórmula anticuada, como creíamos en los tiempos de
nuestra presuntuosa juventud materialista. Si las cimas de estos tres árboles
convergen, como sostienen los estudiosos, pero los retoños de la Verdad y
del Bien, demasiado arrogantes y directos, son aplastados, arrancados y no
se les deja crecer, entonces quizá serán los retoños de la Belleza, extraños,
imprevistos, inesperados, quienes broten y crezcan en el mismo lugar, y lo
harán de tal modo que realizarán el trabajo de los tres[16].
Así, lejos de renunciar a proponer la Verdad y el Bien, que están en el
corazón del Evangelio, es necesario seguir un camino que les permita
alcanzar el corazón del hombre y de las culturas[17]. El mundo tiene
necesidad de ello, como subrayaba el papa Pablo VI en su
vibrante Mensaje a los Artistas del 8 de diciembre de 1965, en la clausura
del Concilio Ecuménico Vaticano II:
El mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no caer en la
desesperación. La belleza, como la verdad, trae el gozo al corazón de los
hombres y es un fruto precioso que resiste el paso del tiempo, que une a las
generaciones y las hace comulgar en la admiración[18].
Contemplada con animo puro, la belleza habla directamente al corazón,
eleva interiormente desde el asombro a la maravilla, de la felicidad a la
contemplación. Por ello, crea un terreno fértil para la escucha y el diálogo
con el hombre y para llegar a él en su integridad, mente y corazón,
inteligencia y razón, capacidad creativa e imaginación. La belleza no deja
indiferente: despierta emociones, pone en movimiento un dinamismo de
profunda transformación interior que genera gozo, sentimiento de plenitud,
deseo de participación gratuita en la misma belleza, de apropiársela
interiorizándola e insertándola en la propia existencia concreta.
La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que late en el
corazón de todo hombre. Abre horizontes infinitos, que impulsan al
hombre a salir de sí mismo, de la rutina y del instante efímero, para abrirse
a lo Trascendente y al Misterio, a desear, como objetivo último de su deseo
de felicidad y de su nostalgia de absoluto, la belleza original que es Dios
mismo, creador de toda belleza creada. Durante el Sínodo de los Obispos
sobre la Eucaristía, en octubre de 2005, muchos Padres sinodales se
refirieron a este punto. El hombre, en su íntimo deseo de felicidad, puede
encontrarse ante el mal del sufrimiento y de la muerte. Del mismo modo,
las culturas se ven, en ocasiones, ante fenómenos análogos de heridas que
pueden llevar a su desaparición. La voz de la belleza ayuda abrirse a la luz
de la verdad e ilumina así la condición humana ayudándola a captar el
significado del dolor. De este modo, ayuda a curar estas heridas.
III. LAS VÍAS DE LA BELLEZA

Para dialogar con las culturas contemporáneas, la Via Pulchritudinis nos


ofrece tres pistas privilegiadas:
1. La belleza de la creación.
2. La belleza de las artes.
3. La belleza de Cristo, modelo y prototipo de la santidad cristiana.
La Belleza de Dios, revelada por la belleza singular de su Hijo, constituye
el origen y el fin de todo lo creado. Si, según el dinamismo de la Escritura,
es posible partir de lo elemental para después ascender de la belleza
sensible de la naturaleza a la Belleza del Creador, ésta resplandece de
manera única en el rostro de Cristo, de su Madre y de los santos. Para el
cristiano, «creación» es inseparable de «re-creación», ya que Dios
consideró buena y hermosa la obra de los seis días (cf. Gn 1). El pecado,
con el desorden, ha introducido la fealdad de la muerte y del mal. «¡Feliz
la culpa que mereció tal Redentor!», canta la liturgia de Pascua: la Gracia,
que se difunde sobre el mundo desde el costado abierto de Cristo Salvador,
purifica e introduce al mundo salvado, que espera gimiendo la hora de la
transformación final, en una belleza completamente diversa (Rm 8, 22).

1. LA BELLEZA DE LA CREACIÓN
La Escritura destaca el valor simbólico de la belleza del mundo que nos
rodea: «Sí, vanos por naturaleza todos los hombres en quienes había
ignorancia de Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas buenas
que se ven a Aquel que es… Si, cautivados por su belleza los tomaron por
dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de estos, pues fue el Autor
mismo de la belleza quien los creó» (Sab 13, 1.3). Aun cuando existe un
abismo entre la belleza inefable de Dios y sus huellas en la creación, sin
embargo, el autor sagrado no considera inútil precisar el cuadro de esta
«dialéctica ascendente»: «pues de la grandeza y hermosura de las criaturas
se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (v. 5). Es necesario, por
ello, superar las formas visibles de las cosas naturales para elevarse hasta
su autor invisible, el totalmente Otro, que profesamos en el Credo: «Creo
en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la terra».

A) MARAVILLARSE ANTE LA BELLEZA DE LA CREACIÓN


Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y, yéndolos
mirando, / con sola su figura, / vestidos los dejó de su hermosura»[19]. Si
los poetas son especialmente sensibles a la belleza de la creación y a su
misterioso lenguaje, es porque la contemplación de una puesta de sol, de
las cumbres nevadas bajo un cielo estrellado, los prados de verdura, de
flores esmaltados, la exuberancia de la vegetación y la variedad de especies
animales, despiertan una riqueza de sentimientos que invitan a «leer
dentro», intus-legere, para alcanzar lo invisible a partir de lo visible y
responder a las preguntas: ¿quién es este artífice, de tan poderosa
imaginación, que se halla en el origen de tanta belleza y grandeza, de una
tal profusión de seres en el cielo y en la tierra?[20].
Al mismo tempo, la contemplación de la belleza de la creación despierta la
paz interior, afina el sentido de la armonía y el deseo de una vida hermosa.
En el hombre religioso, el estupor y la admiración se transforman en
actitudes interiores más espirituales: adoración, alabanza, acción de gracias
hacia el autor de tal belleza. Así lo proclama el salmista:
«Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y majestad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies...
Señor Dios nuestro, ¡Qué admirable es tu Nombre
en toda la tierra!» (Sal 8, 4-7.10).
La tradición franciscana, con san Buenaventura y, antes de él, Escoto
Erígena[21], reconoce una dimensión «sacramental» en la creación, que
lleva en sí las huellas de su origen. Además, la naturaleza misma es
considerara como una alegoría, y toda realidad creada, símbolo de su
Creador.

B) DE LA CREACIÓN A LA RECREACIÓN
Entre las criaturas, hay una que presenta una cierta semejanza con Dios: el
hombre, creado «a su imagen y semejanza». En su alma espiritual lleva una
«semilla de eternidad... irreductible a la sola materia» (Gaudium et spes,
18). El pecado, veneno que debilita la voluntad en su orientación al bien,
ofusca la inteligencia y vicia la sensibilidad, alteró está primera imagen. La
belleza del alma, sedienta de verdad e impulso hacia el amado, pierde su
esplendor y se vuelve capaz de obrar el mal: un niño testigo de una mala
acción espontáneamente dice: «Eso no es bonito». Así, la fealdad,—y, por
tanto, a fortori, el bien— aparece en el campo de la moral y se refleja sobre
el hombre, que es su sujeto. Con el pecado, éste pierde su belleza y se ve
desnudo hasta la vergüenza. La venida del Redentor lo devuelve a su
belleza originaria, lo reviste de una belleza nueva: la belleza inimaginable
de la criatura elevada a la filiación divina, la promesa de una
transfiguración del alma redimida y elevada por la gracia, el resplandor en
todas las fibras de su cuerpo llamado a resucitar.
Si Cristo, Nuevo Adán, «manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes,
22), la mirada cristiana sobre la belleza de la creación encuentra su
cumplimiento en la sorprendente noticia de la recreación: Cristo,
representación perfecta de la gloria del Padre, comunica al hombre su
plenitud de gracia y así lo hace «gracioso», es decir, hermoso y agradable a
Dios. La encarnación es el centro focal, la perspectiva justa en la que la
belleza adquiere su significado último:
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,
deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no
absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El
Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre[22].
Como se verá más adelante, la belleza de la santidad que emana del
hombre configurado con Cristo bajo el impulso del Espíritu Santo, es uno
de los más hermosos testimonios, capaces de sacudir aun a los más
indiferentes y de hacerles sentir el paso de Dios en la vida de los hombres.
En una continua acción de gracias, el cristiano alaba a Cristo que le ha
devuelvo la vida, y se deja transfigurar por este don glorioso de que es
objeto. Nuestros ojos, ávidos de belleza, se dejan atraer por el Nuevo Adán,
verdadero icono del Padre eterno, «reflejo de su gloria e impronta de su
sustancia» (Heb 1,3). A los «puros de corazón», a quienes se ha prometido
ver a Dios cara a cara, Cristo concede ya entrever la luz de la gloria en el
corazón de la noche de la fe.

C) LA CREACIÓN, UTILIZADA O IDOLATRADA


Sin embargo, son muchos los hombres y mujeres que ven la naturaleza y el
cosmos sólo en su materialidad visible, un universo mudo, cuyo destino
sería únicamente obedecer a las frías e inmutables leyes físicas, sin evocar
ninguna otra belleza, mucho menos un Creador. En una cultura en la que el
cientificismo impone los límites de su modo de observación hasta hacer de
ellos el criterio exclusivo de conocimiento, el cosmos se ve reducido a un
simple depósito gigantesco del que el hombre extrae a placer, hasta
agotarlo, en función de sus necesidades crecientes y desmedidas.
El Libro de la Sabiduría ya pone en guardia contra esta miopía que san
Pablo denuncia como «pecado de orgullo y presunción» (Rm 1,20-23). Por
lo demás, la creación no es muda: los fenómenos naturales extraordinarios,
a veces trágicos, que se registran en estos últimos años y los desastres
ecológicos que se multiplican sin tregua, apelan a una nueva comprensión
de la naturaleza, de sus leyes, de su armonía. Para muchos de nuestros
contemporáneos cada vez resulta más claro que la naturaleza no puede ser
manipulada sin respeto.
Sin embargo, la naturaleza no se puede convertir en un absoluto, menos
aún en un ídolo, como sucede en algunos grupos neopaganos: su valor no
puede sobrepasar la dignidad del hombre llamado a ser su custodio.

PROPUESTAS PASTORALES
Una atención especial a la naturaleza ayuda a descubrir en ella el espejo de
la belleza de Dios. Por ello, es urgente promover una mayor atención hacia
la creación y su belleza en la formación humana y cristiana, evitando
reducirla a simple ecologismo o incluso a una visione panteísta. Algunos
movimientos, —escultismo, Acción Católica Juvenil, etc.— trabajan
activamente en la educación a la observación y respecto de la naturaleza.
Ayudan a los jóvenes a descubrir el proyecto creador de Dios despertando
los sentimientos vinculados al asombro, a la adoración y a la acción de
gracias. Se deberá prestar atención a destacar la doble dimensión de la
escucha:
- Escucha de la creación que narra la gloria de Dios,
- Escucha de Dios que nos habla a través de su creación y se vuelve
accesible a la razón, según la enseñanza del Concilio Vaticano I[23].
La catequesis, en su esfuerzo de formación de los niños y jóvenes, puede
servirse con provecho de una pedagogía desarrollada a partir de la
observación de la belleza de la naturaleza y de las actitudes humanas
fundamentales ligadas a aquélla: silencio, escucha, admiración,
interiorización, paciencia en la espera, descubrimiento de la armonía,
respeto del equilibrio natural, sentido de la gratuidad, adoración y
contemplación.
La enseñanza de una auténtica filosofía de la naturaleza y de una teología
de la creación, merecen un nuevo impulso en una cultura en la que el
diálogo entre la ciencia y la fe es de la máxima importancia y para el que
los clérigos deben poseer un mínimo de conocimientos de epistemología y
los científicos, de la sabiduría cristiana, cuyo inmenso caudal con
demasiada frecuencia ignoran[24]. Los prejuicios cientificistas y fideístas
todavía están demasiado presentes en la mentalidad común. Por ello, es de
la máxima importancia suscitar en todos los niveles, —instituciones
escolares, institutos de formación, universidades, centros culturales
católicos, etc.— ocasiones de encuentro y diálogo entre hombres de ciencia
y de fe. En este marco, el Jubileo del Mundo de la Investigación y la
Ciencia, celebrado durante el Gran Jubileo del 2000, ha hecho nacer nuevas
iniciativas culturales destinadas a renovar el diálogo entre ciencia y fe[25].
Entre estas se halla el proyecto STOQ (Science, Theology and Ontological
Quest— Ciencia, Teología y Filosofía), promovido por el Consejo
Pontificio de la Cultura en colaboración con diversas universidades
pontificias. Por lo demás, toda rama del saber —filosofía, teología, ciencias
humanas y sociales, psicología— puede contribuir a desvelar la belleza de
Dio y de su creación.
Las acciones en defensa de la naturaleza organizadas por comunidades
cristianas o familias religiosas, inspirándose en el ejemplo de san
Francisco, que «contemplaba al más Bello en las cosas bellas»[26], tienen
un cierto eco y contribuyen a desarrollar una visión menos idolátrica de la
naturaleza. La Carta pastoral de los obispos australianos del Queensland en
defensa de la gran barrera coralina, titulada Que se alegren las costas
innumerables, es un ejemplo de ello[27]. Es importante multiplicar
iniciativas para transmitir, en la cultura contemporánea, el sentido del valor
auténtico de la naturaleza, de su belleza y su potencial simbólico, y de su
capacidad para hacer descubrir la obra creadora de Dios.
2. LA BELLEZA DE LAS ARTES
Si la naturaleza y el cosmos son expresión de la belleza del Creador e
introducen en el umbral de un silencio contemplativo, la creación artística
posee la capacidad de evocar el inefable del misterio de Dios. La obra de
arte no es «la belleza», pero sí su expresión y, si bien obedece a cánones
fluctuantes, posee un carácter intrínseco de universalidad. La belleza
artística suscita emoción interior, provoca en el silencio un arrebatamiento
que lleva a salir de sí, al «ex-tasis».
Para el creyente, la belleza trasciende la estética y lo bello encuentra su
arquetipo e Dios. La contemplación de Cristo en su misterio de
Encarnación y Redención es la fuente viva de la que el artista cristiano
extrae la propia inspiración para expresar el misterio de Dios y el misterio
del hombre salvado en Jesucristo. Toda obra de arte cristiana tiene un
sentido: es, por naturaleza, un «símbolo», una realidad que remite más allá
de sí misma y ayuda a avanzar por el camino que revela el sentido, el
origen y la meta de nuestro camino terreno. Su belleza está caracterizada
por su capacidad de provocar el paso de lo que es «para sí» a lo «más
grande que sí». Este paso se realiza en Jesucristo, que es «el camino, la
verdad y la vida» (Jn 14, 6), la «Verdad toda entera» (Jn 16,13).

A) LA BELLEZA SUSCITADA POR LA FE


Las obras de arte de inspiración cristiana, que constituyen una parte
incomparable del patrimonio artístico y cultural de la humanidad, son
objeto de un auténtico entusiasmo por parte de multitudes de turistas,
creyentes o no creyentes, agnósticos o indiferentes al hecho religioso. Este
fenómeno está en continuo aumento y llega a todas las categorías de la
población, sin distinción de cultura y de religión. La cultura, en el sentido
de «patrimonio espiritual», se ha «democratizado» fuertemente: gracias al
extraordinario desarrollo de la tecnología, las obras de arte se han acercado
al pueblo. Hoy día, un minúsculo aparato electrónico puede contener toda
la obra de Mozart o Bach, lo mismo que se hallan al alcance de todos
millares de miniaturas de la Biblioteca Vaticana, grabadas en un disco
video digital.
El rostro de Cristo, en su belleza singular, las escenas del Evangelio y los
grandes acontecimientos proféticos del Antiguo Testamento, el Gólgota, la
Virgen con el Niño, la Dolorosa, a lo largo de los siglos han representado
una fuente fecunda de inspiración para los artistas cristianos. Con una
extraordinaria riqueza imaginativa, estos se han esforzado, mediante una
búsqueda continua y continuamente renovada, por representar la belleza de
Dios revelada en Cristo y de hacerla cercana, casi tangible y visible. De
alguna manera, el artista prolonga la Revelación obrando con las formas,
las imágenes, los colores o los sonidos. Mostrando cuán hermoso es Dios,
dice cuánto lo es para el hombre, como su propio bien y verdad última de
la existencia. La belleza cristiana es portadora de una verdad más grade que
el corazón del hombre, verdad que supera el lenguaje humano e indica su
Bien, lo único esencial.
Los Cardenales de la Santa Iglesia Romana tuvieron ocasión de percibir el
Juicio Universal de Miguel Ángel en toda su tremenda belleza en la Capilla
Sextina durante la elección del nuevo Pontífice. Las catedrales e iglesias
tocan el culmen de su esplendor cuando en ellos todo un pueblo celebra la
liturgia resplandeciente de belleza.
Las abadías y monasterios se convierten en oasis de paz cuando en ellos
resuenan las melodías inmutables, que a lo largo de los siglos desempeñan
su función de alabanza, de súplica de acción de gracias. Hombres y
mujeres de todas las épocas y de todas las culturas han experimentado una
profunda emoción, hasta abrir el corazón a Dios, contemplando el rostro de
Cristo en la cruz, como a su tiempo Francisco de Asís, o escuchando el
canto de la Pasión o el Te Deum, de rodillas ante un retablo dorado o un
icono bizantino.
El Papa Juan Pablo II, en su Carta a los artistas, ha convocado a una
nueva epifanía de la belleza y a un nuevo diálogo entre la fe y la cultura,
entre la Iglesia y el arte, subrayando la necesidad de recíproca de la una y
de la otra y la fecundidad de su alianza milenaria, de la que brota la
«creación en la belleza», de la que Platón ya hablaba en el Simposio [28].
Si el ambiente cultural condiciona fuertemente al artista, surge entonces la
pregunta: cómo ser custodios de la belleza, según el deseo de von
Balthasar, en esta cultura artística contemporánea en la que la seducción
erótica omnipresente hipertrofia los instintos y el imaginario e inhibe las
facultades espirituales. Salvar la belleza es salvar al hombre. Tal es el papel
de la Iglesia, «experta en humanidad».

B) APRENDER A ACOGER ESTA BELLEZA


Las obras de arte inspiradas por la fe cristiana —pinturas, mosaicos,
esculturas, arquitectura, marfiles y orfebrería, obras de poesía y prosa,
obras musicales y teatrales, cinematográficas y coreográficas, y muchas
otras— tienen un potencial enorme, siempre actual, que el tiempo no logra
alterar y que permite comunicar de manera intuitiva y agradable la gran
experiencia de la fe, del encuentro con Dios en Cristo, en el que se revela el
misterio del amor de dios y la identidad profunda del hombre.
Dirigiéndose a los artistas en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964,
Pablo VI denunciaba el «divorcio» entre el arte y lo sagrado, característico
del siglo XX y observaba que hoy día, numerosos artistas encuentran
grandes dificultades para tratar los temas cristianos por falta de formación
y de experiencia acerca de la fe cristiana[29]. La fealdad de ciertas iglesias
y de su decoración, la escasa adaptabilidad a la celebración litúrgica, son
consecuencias de este divorcio, de una laceración que requiere una cura.
Por ello, es importante remediar la ignorancia creciente en el campo de la
cultura religiosa, para permitir al arte cristiano del pasado y del presente
abrir a todos la via pulchritudinis[30].
Para poder ser plenamente «recibida» y comprendida, la obra de arte
cristiano se ha de leer a la luz de la Biblia y de los textos fundamentales de
la Tradición a los que se remite la experiencia de la fe. Si la belleza se debe
expresar, debemos aprender su lenguaje peculiar, que suscita admiración,
emoción y conversión. Si hay un lenguaje de la belleza, el de la obra de
arte cristiano no sólo transmite el mensaje del artista, sino también la
verdad acerca del misterio de Dios, meditado por una persona que nos
ofrece su propia lectura, no ya para glorificarse, sino para exaltar la fuente.
El analfabetismo bíblico esteriliza la capacidad de comprensión del arte
cristiano.
Por lo demás, se debe hacer un esfuerzo conjunto para superar las
dificultades debidas a un cierto clima cultural creado por una crítica del
arte ampliamente influenciada por ideologías materialistas: resaltar
solamente el aspecto estético formal de las obras, sin interés por su
contenido, fuente de inspiración para tanta belleza, esteriliza el arte, seca el
flujo vivificante de la vida espiritual para encerrarla en la sola emoción
sensible.

C) EL ARTE SACRO, INSTRUMENTO DE EVANGELIZACIÓN Y DE


CATEQUESIS
El siervo de Dios Juan Pablo II definía el patrimonio artístico inspirado por
la fe cristiana «un formidable instrumento de catequesis», fundamental
para «volver a proponer el mensaje universal de la belleza y de la
bondad»[31]. En sintonía con él, el Cardinal Ratzinger, como Presidente de
la Comisión especial preparatoria del Compendio del Catecismo de la
Iglesia católica, motivaba así la introducción característica de las imágenes
en esta opera:
… también la imagen es predicación evangélica. Los artistas de todos los
tiempos han ofrecido, para contemplación y asombro de los fieles, los
hechos más sobresalientes del misterio de la salvación, presentándolo en el
esplendor del color y la perfección de la belleza. Es éste un indicio de
cómo hoy más que nunca, en la civilización de la imagen, la imagen
sagrada puede expresar mucho más que la misma palabra, dada la gran
eficacia de su dinamismo de comunicación y de transmisión del mensaje
evangélico [32].
El documento del Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la
cultura, expresa este mismo deseo:
En nuestra cultura, marcada por un torrente de imágenes frecuentemente
banales y brutales diariamente arrojadas por las televisiones, películas y
videocasetes, una alianza fecunda entre el Evangelio y el arte suscitará
nuevas epifanías de la belleza, nacidas de la contemplación de Cristo, Dios
hecho hombre, de la meditación de sus misterios, de su irradiación en la
vida de la Virgen María y de los santos[33].
El enorme poder de comunicación del arte sacro le hace capaz de superar
las barreras y los filtros de los prejuicios para alcanzar el corazón de los
hombres y de las mujeres de otras culturas y religiones y darles el modo de
captar la universalidad del mensaje de Cristo y de su Evangelio. Por ello,
cuando una obra de arte inspirada por la fe se ofrece al público, en el marco
de su función religiosa, se revela como una «vía», un «camino de
evangelización y de diálogo», que ofrece la posibilidad de disfrutar del
patrimonio vivo del cristianismo y, al mismo tiempo, de la fe cristiana.
Releer las obras de arte cristiana, grandes o pequeñas, artísticas o
musicales, y situarlas en su contexto, ahondando sus lazos vitales con la
vida de la Iglesia, en particular con la liturgia, significa hacer «hablar» de
nuevo a tales obras, permitiéndoles trasmitir el mensaje que inspiró su
creación.
La via pulchritudinis, tomando el camino del arte, conduce a la veritas de
la fe, a Cristo mismo, que con la Encarnación, se ha hecho «icono del Dios
invisible». Juan Pablo II no ha dudado en manifestar su «convicción de
que, en cierto sentido, el icono es un sacramento. En efecto, de forma
análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de
la Encarnación en uno u otro de sus aspectos» [34].
Las obras de arte cristiano ofrecen al creyente un tema de reflexión y una
ayuda para entrar en contemplación en una oración intensa, a través de un
momento de catequesis y de confrontación con la Sagrada Escritura. Las
obras maestras inspiradas por la fe son auténticas «biblias para los pobres»,
«escalas de Jacob», que elevan el alma hasta el autor de toda belleza y, con
Él, al misterio de Dios y de los que viven en su visión beatífica: «Visio Dei
vita hominis» — «la vida del hombre es la visión de Dios», profesa San
Ireneo[35]. Son las vías privilegiadas de una auténtica experiencia de fe.

PROPUESTAS PASTORALES
La Carta a los artistas del papa Juan Pablo II, que constituye una
referencia fundamental al respecto, encuentra su eco en el documento del
Pontificio Consejo de la Cultura Para una pastoral de la cultura[36]. Las
conferencias episcopales pueden tomar estos dos textos como punto de
partida para iniciativas concretas[37].
Mediante una educación apropiada, es necesario introducir al lenguaje de la
belleza y desarrollar la capacidad de captar el mensaje del arte cristiano: lo
que hace que las obras sean bellas y, sobre todo, lo que en ellas favorece un
encuentro con el misterio de Cristo. En este campo, se manifiesta una toma
de conciencia y se asiste a un significativa recuperación de los estudios de
arte sacro cristiano, hoy día mejor conocido por aquellos que tienen la
misión de ofrecer una formación cristiana[38]. Un trabajo importante de
reformulación teórica de la enseñanza del arte sacro a partir de una
auténtica visión cristiana parece especialmente necesario frente a las
interpretaciones ideológicas y ateas ampliamente difundidas.
Hay que crear, además, las condiciones para renovar la creación artística en
la comunidad cristiana y, por tanto, establecer lazos personales con los
artistas y ayudarles a captar lo que permite a una obra de arte ser
verdaderamente religiosa y digna del arte sacro. Si bien se ha hecho mucho
en estos últimos decenios en numeras diócesis, todavía queda mucho por
hacer para valorizar el riquísimo patrimonio cultural y artístico de la
Iglesia, nacido de la fe cristiana y utilizarlo como instrumento de
evangelización, de catequesis y de diálogo. No basta construir museos, es
necesario que este patrimonio pueda expresar el contenido de su mensaje.
Una liturgia verdaderamente bella ayuda a entrar en este particular lenguaje
de la fe, hecho de símbolos y de evocaciones del misterio celebrado.
Algunas iniciativas, ya experimentadas y por tanto, merecedoras de
particular atención:
– Diálogo con artistas, pintores, escultores, arquitectos de iglesias,
restauradores, músicos, poetas dramaturgos, etc., para que puedan, a partir
de la fe, alimentar su universo simbólico, permaneciendo al mismo tiempo
profundamente radicados en las diversas culturas, para permitir nuevas
relaciones entre lo que la Iglesia comisiona y la producción de los artitas.
El analfabetismo litúrgico de algunos artistas escogidos para la
construcción de iglesias es un verdadero drama, ampliamente difundido.
– Formar a la belleza del misterio cristiano que se expresa en el arte,
con ocasión de la inauguración de una nueva iglesia, de una obra de arte,
de un concierto, de una liturgia particular.
– Organizar eventos culturales y artísticos —exposiciones, concursos,
conciertos, conferencias, festivales, etc.—, para valorizar el inmenso
patrimonio de la Iglesia y su mensaje, así como para favorecer una nueva
creatividad, especialmente en el campo del arte y del canto litúrgico.
– Publicaciones locales, en forma de prospectos turísticos, páginas web
o revistas especializadas sobre el patrimonio, con la intención pedagógica
de resaltar el alma, la inspiración y el mensaje de estas obras, y con un
análisis científico que mira a la comprensión profunda de la obra.
– Sensibilizar a los agentes pastorales, catequistas y profesores de
religión, así como seminaristas y clero, a través de cursos de formación,
talleres, encuentros temáticos, visitas guiadas. Los museos diocesanos y los
centros culturales católicos pueden desempeñar un papel importante,
proponiendo el estudio de obras de arte locales o regionales y favorecer su
empleo en la catequesis.
– Formar guías turísticos informados acerca de lo específico del arte de
inspiración cristiana; crear grupos especializados en la valorización de las
obras y de centros culturales que comparten estos mismos fines.
– Estudio y profundización de la problemática en los niveles
escolástico y universitario, con programas de post-grado, masters,
seminarios, talleres, etc. Bolsas de estudio y ayudas para sensibilizar los
organismos educativos. Desarrollar, a nivel regional y nacional, Institutos
de Música sacra, de Liturgia, de Arqueología, etc. y crear bibliotecas
especializadas en este campo.

3. LA BELLEZA DE CRISTO, MODELO Y PROTOTIPO DE LA


SANTIDAD CRISTIANA
Si la belleza de la creación, según san Agustín es una «confessio» que
invita a contemplar la belleza en su fuente, el «Creador del cielo y de la
tierra, de todo lo visible y lo invisible», y si la belleza de las obras de arte
nos desvela algo de la belleza en su figura, el Hijo hecho carne, «el más
bello de los hijos de los hombres», hay una tercera vía fundamental,—la
primera en importancia— que lleva al descubrimiento de la belleza en el
icono de la santidad, obra del Espíritu Santo que plasma la Iglesia a imagen
de Cristo, modelo de perfección: es, para el bautizado, la belleza del
testimonio de una vida trasformada por la gracia, y, para la Iglesia, la
belleza de la liturgia que permite experimentar a Dios vivo en medio de su
pueblo, que atrae hacia él a quien se deja envolver en su gozoso abrazo de
amor.
La Ecclesia de caritate atestigua la belleza de Cristo. Se manifiesta como
su Esposa, embellecida para su Señor, mientras realiza actos de caridad y
opciones preferenciales, se compromete por la justicia y la edificación de la
gran casa común en la que toda criatura está llamada a fijar su propia
morada, sobre todo los pobres: también ellos tienen derecho a la belleza. Al
mismo tiempo, este testimonio de la belleza a través de la caridad y el
compromiso al servicio de la justicia y de la paz, anuncia la esperanza que
no defrauda. Proponer a los hombres de hoy la verdadera belleza, hacer que
la Iglesia se preocupe de anunciar, oportuna e inoportunamente, la belleza
que salva, que se experimenta donde la Eternidad ha plantado su tienda en
el tiempo, significa ofrecer razones de vida y de esperanza a quienes están
privados de ella o que corren el riesgo de perderla. Una Iglesia testigo del
sentido último de la vida, fermento de confianza en el corazón de la
historia humana, se presenta como el pueblo de la belleza que salva, pues
anticipa en el tiempo penúltimo algo de la promesa de belleza de Dios,
cuando al final de los tiempos Él lo será todo en todos. La esperanza,
anticipación militante del futuro del mundo redimido, prometido en el Hijo
crucificado y resucitado, es un anuncio de belleza. El mundo tiene
particular necesidad de ello.

A) EN CAMINO HACIA LA BELLEZA DE CRISTO


La singular belleza de Cristo, como modelo de «vida verdaderamente
bella», se refleja en la santidad de una vida transformada por la gracia.
Muchos, por desgracia, sienten el cristianismo como sumisión a unos
mandamientos hechos de prohibiciones y límites a la libertad personal. El
papa Benedicto XVI lo recordaba durante una entrevista a la Radio
Vaticana el 14 de agosto de 2005, antes de partir para Colonia para
encontrarse con jóvenes de todo el mundo reunidos para las Jornadas
Mundiales de la Juventud. Decía, entre otras cosas: «A mí, en cambio, me
gustaría que comprendiesen que estar sostenidos por un gran amor y por
una revelación, no es una carga: nos da alas, y es hermoso ser cristiano.
Esta experiencia nos ensancha el corazón… El gozo de ser cristiano: es
hermoso y también es justo creer»[39]. De la belleza interior y de la
profunda emoción provocada por el encuentro con la Belleza en persona —
pensemos en la experiencia de san Agustín— nace la capacidad de
proponer acontecimientos de belleza en todas las dimensiones de la
existencia y de la experiencia de fe.
La pastoral de la Iglesia, para poder conducir al encuentro con Cristo,
encuentra en la presentación de su belleza el medio para despertar los
corazones a tal descubrimiento. En su Carta a los artistas, el papa Juan
Pablo II destacaba la fecundidad de la novedad de la encarnación: «en
efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de
la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella
ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el
mensaje evangélico está repleto»[40]. Esta belleza, única y singular del
Hijo del Hombre, se revela en el rostro del «Hermoso pastor», en Cristo
transfigurado en el Tabor y, al mismo tiempo, en aquel que, colgado de la
Cruz, carece de toda belleza corporal: el varón de dolores. Concretamente,
el cristiano ve en la deformidad del Siervo sufriente, despojado de toda
belleza exterior, la manifestación del amor infinito de Dios que llega hasta
revestirse de la fealdad del pecado para elevarnos, por encima de los
sentidos, a la belleza divina que supera toda otra belleza y nunca se
marchita. El icono del Crucificado el rostro desfigurado, encierra en sí,
para quien quiera contemplarlo, la misteriosa belleza de dios. Es la belleza
que se realiza en el dolor, en el don de sí, sin obtener nada a cambio: la
Belleza del amor que es más fuerte que el mal y que la muerte.

B) LA BELLEZA LUMINOSA DE CRISTO Y SU REFLEJO EN LA


SANTIDAD CRISTIANA
Cristo Jesús es la perfecta representación de la Gloria del Padre. Es «el más
bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,2), porque posee la plenitud de la
Gracia mediante la cual Dios libera al hombre del pecado, lo arranca de las
tinieblas del mal y lo restituye a su inocencia original. En todo lugar y en
toda época, una multitud de hombres y mujeres se han dejado atrapar por
esta belleza para dedicarse a ella. El papa Benedicto XVI se expresaba así
durante la primera canonización de su pontificado, en la Misa de clausura
de la XI Asamblea ordinaria del Sínodo de Obispos: «El santo es aquel que
está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es
progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está
dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo»[41]. Si la santidad
cristiana se configura con la belleza del Hijo, la Inmaculada Concepción es
la más perfecta ilustración de esta «obra de belleza», La Virgen María y los
santos son los reflejos luminosos y los testigos atractivos de la belleza
singular de Cristo, belleza del amor infinito de Dios que se da y se
comunica a los hombres. Estos reflejan, cada uno a su manera, como los
primas de un cristal, los matices del diamante, los colores del arco iris, la
luz y la belleza originaria del Dios de amor. La santidad de los hombres es
participación en la santidad de Dios y, por tanto, en su belleza. Esta
belleza, acogida plenamente en el corazón y la menta, ilumina y guía la
vida de los hombres y sus acciones cotidianas.
La belleza del testimonio cristiano expresa la belleza del cristianismo y,
por ende, la hace visible. ¿Cómo puede ser creíble nuestro anuncio de la
buena noticia, si nuestra vida no logra manifestar también la belleza del
vivir? Del encuentro en la fe con Cristo nacen así, en un dinamismo
interior sostenido por la gracia, la santidad de los discípulos y su capacidad
de hacer la propia vida y la del prójimo «buena y bonita». No se trata de
una belleza exterior y superficial, de fachada, sino interior, que se delinea
bajo la acción del Espíritu Santo y resplandece ante los hombres: nadie
puede esconder lo que es parte esencial del propio ser.
Esta era la llamada de Juan Pablo II a los consagrados en la Exhortación
apostólica post-sinodal Vita consecrata:
Pero es sobre todos a vosotros, hombres y mujeres consagrados, a quienes
al final de esta Exhortación dirijo mi llamada confiada: vivid plenamente
vuestra entrega a Dios, para que no falte a este mundo un rayo de la divina
belleza que ilumine el camino de la existencia humana. Los cristianos,
inmersos en las ocupaciones y preocupaciones de este mundo, pero
llamados también a la santidad, tienen necesidad de encontrar en vosotros
corazones purificados que «ven» a Dios en la fe, personas dóciles a la
acción del Espíritu Santo que caminan libremente en la fidelidad al carisma
de la llamada y de la misión [42].
Donde resplandece la caridad, allí se manifiesta la belleza que salva, allí es
glorificado el Padre, allí crece la unidad de los discípulos de Nuestro Señor
bienamado.
Pavel Florenskij, cantor ruso de la belleza, mártir del siglo XX, comenta así
un pasaje del Evangelio de san Mateo (5, 16):
«vuestras buenas obras» no quiere decir «buenas obras» en sentido
filantrópico y moralista: tà kalà erga quiere decir «bellas obras»,
revelaciones luminosas y armoniosas de la personalidad espiritual, —sobre
todo, un rostro luminoso, bello, de una belleza por la que se difunde hacia
fuera la «luz interior» del hombre, de modo que, vencidos por esta luz
irresistible, los hombres alaban al Padre celeste cuya imagen brilla así
sobre la tierra[43].
La vida cristiana, por tanto, está llamada a convertirse, con la fuerza de la
Gracia que otorga Cristo resucitado, en un acontecimiento de belleza capaz
de suscitar admiración, de provocar la reflexión e invitar a la conversión.
El encuentro con Cristo y sus discípulos, en particular con María su madre
y con los santos, sus testigos, tiene que poder transformarse siempre, en
todas las circunstancias, en un acontecimiento de belleza, un momento de
gozo, el descubrimiento de una nueva dimensión de la existencia, una
exhortación a poner en camino hacia la patria celeste y gozar de la visión
de la verdad «toda entera», de la belleza del amor de Dios: la belleza es
esplendor de la verdad y florecimiento del amor.

C) LA BELLEZA DE LA LITURGIA
La belleza del amor de Cristo nos viene cada día al encuentro no sólo a
través del ejemplo de los santos, sino también en la sacra liturgia, sobre
todo en la celebración de la Eucaristía, en la que el Misterio se hace
presente y llena de sentido y de belleza toda nuestra existencia. Es el medio
sorprendente mediante el cual Nuestro Señor, muerto y resucitado, nos
transmite su vida, nos une a su Cuerpo como miembros vivos y de este
modo, nos hace partícipes de su belleza.
Florenski describe la belleza de la liturgia, símbolo de los símbolos del
mundo, como aquello que permite la transformación del tiempo y del
espacio «en el templo santo, misterioso, que resplandece con una belleza
celeste».
En una conferencia en el XXIII Congreso Eucarístico Nacional italiano, el
entonces Cardenal Ratzinger se sirvió como motivo introductorio de la
conocida antigua leyenda relativa a los orígenes del cristianismo en la
Rus’, según la cual el príncipe Vladimiro de Kiev se decidió a adherirse a
la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla tras haber escuchado a los emisarios
que había mandado a aquella ciudad, donde habían asistido a una solemne
liturgia en la basílica de Santa Sofía. Estos hablaron así al Príncipe: «No
sabemos si estábamos en el cielo o en la tierra… Allí experimentamos que
Dios habita entre los hombres». El cardenal teólogo extraía de este relato
su fondo de verdad:
En efecto, la fuerza interior de la liturgia ha desempeñado sin duda un
papel esencial en la difusión del cristianismo... Lo que convenció a los
enviados del príncipe ruso sobre la verdad de la fe celebrada en la liturgia
ortodoxa, no fue una especie de argumentación misionera, cuyos motivos
les habrían resultado más esclarecedores que los de otras religiones. Lo que
les maravilló, en cambio, fue el misterio como tal, que precisamente por ir
más allá de la discusión, hizo resplandecer a la razón la potencia de la
verdad[44].
Cómo no subrayar la importancia del arte de los iconos, maravillosa
herencia del Oriente cristiano, que permite experimentar todavía hoy algo
de la liturgia de la Iglesia indivisa: su lenguaje, de gran riqueza y
profundidad, hunde sus raíces en la experiencia de la Iglesia indivisa, de las
catacumbas romanas a los mosaicos de Roma, como de Rávena o Bizancio.
Para el creyente, la belleza trasciende la estética. Esta permite el paso del
«para sí» a lo que es «mayor que sí». La liturgia no es bella, y por tanto
verdadera, si no es desinteresada, priva de otro motivo que no sea el de la
celebración de Dios, para Él, por medio de Él, con Él y en Él. Es
«desinteresada»: se trata de estar ante Dios y dirigir la propia mirada sobre
Él, que ilumina con su divina luz todo lo que acontece. En esta austera
simplicidad, la liturgia se vuelve misionera, es decir, capaz de dar
testimonio a los observadores que se dejen arrebatar por su dinamismo, de
las realidades invisibles que hace pregustar.
El poeta y dramaturgo francés Paul Claudel da testimonio de la íntima
fuerza de la liturgia cuando narra su conversión durante las Vísperas,
mientras se entonaba el Magníficat de la noche de Navidad, en Notre-
Dame de París:
Fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi
vida. De repente, mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de
adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan
poderosa, con tal certeza, que no me quedaba la menor duda, y que,
después todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una
vida agitada no podrían quebrantar mi fe, ni a decir verdad, tocarla
siquiera[45].
La belleza de la liturgia, momento esencial de la experiencia de fe y del
camino hacia una fe adulta, no puede reducirse únicamente a la mera
belleza formal. Es, ante todo, la belleza profunda del encuentro con el
misterio de Dios, presente en medio de los hombres a través de su Hijo, «el
más bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,2), que renueva
continuamente por nosotros su sacrificio de amor. La liturgia expresa la
belleza de la comunión con Él y con nuestros hermanos, la belleza de una
armonía que se traduce en gestos, símbolos, palabras, imágenes y melodías
que tocan el corazón y el espíritu y despiertan el encanto y el deseo de
encontrarse con el Señor resucitado, que es la «Puerta de la Belleza».
La superficialidad, la banalidad, a veces incluso la negligencia de algunas
celebraciones litúrgicas, no sólo no ayudan al creyente a progresar en su
camino de fe, sino, sobre todo, ofenden a los que regresan a las
celebraciones cristianas y, en particular, a la Eucaristía dominical. En estos
últimos decenios algunos han llegado a dar excesiva importancia a la
dimensión pedagógica y a la voluntad de hacer la liturgia comprensible
incluso a los observadores externos, y han minimizado su función
principal, que es introducirnos con todo nuestro ser en un misterio que nos
supera totalmente. En tanto que celebración de la fe en la acción salvífica
de Dios en su Hijo Jesús, en esto es misionera. Esencialmente dirigida a
Dios, la liturgia es hermosa cuando deja que se manifieste el misterio de
amor y comunión en toda su belleza[46]. La liturgia es hermosa cuando es
«agradable a Dios» y nos introduce en el gozo divino[47] .

PROPUESTAS PASTORALES
Es necesario proponer el mensaje de Cristo en toda su belleza, de modo
que pueda atraer las mentes y los corazones mediante lazos de amor. Al
mismo tiempo, hay que vivir y dar testimonio de la belleza de la comunión
en un mundo con frecuencia marcado por la desarmonía y la división. Se
trata de transformar en «acontecimientos de belleza» los gestos de caridad
cotidiana y el conjunto de las actividades pastorales ordinarias de las
iglesias locales. La belleza salvadora de Cristo exige ser presentada de
modo nuevo para poder ser acogida y contemplada, no sólo por los
creyentes, sino también por aquellos que se declaran poco comprometidos
o incluso indiferentes. Se trata, sobre todo, de sensibilizar a los pastores y
catequistas para que su predicación y enseñanza lleven a la belleza de
Cristo. Los cristianos están llamados a dar testimonio del gozo de saberse
amados por Dios y de la belleza de una vida transformada por este amor
que viene de lo alto.
Con motivo de la clausura del Gran Jubileo del año 2000, Juan Pablo II
dirigió a toda la Iglesia una carta apostólica, Novo millennio ineunte, en la
que invitaba expresamente a caminar desde Cristo y a aprender a
contemplar su rostro. De esta contemplación nace el deseo, la necesidad y
la urgencia de redescubrir el sentido auténtico del misterio y de la liturgia
cristiana, en la que se vive concretamente el encuentro con el Señor muerto
y resucitado[48].
Para responder a esta invitación, numerosos obispos han dirigido a sus
fieles Cartas pastorales sobre la belleza de la salvación y el sentido de la
celebración litúrgica, subrayando al mismo tiempo la belleza del encuentro
con Cristo en el domingo, día consagrado a Él, que permite una pausa en el
ritmo frenético de nuestra sociedad[49]. Por otra parte, en el curso de los
últimos decenios y, sobre todo, a partir del discurso de Pablo VI al
Congreso Internacional de Mariología del 16 de mayo de 1975, la Iglesia
ha recorrido ampliamente la Via pulchritudinis en mariología, con
resultados positivos y prometedores[50].
Es importante presentar los testimonios preciosos que ofrecen la Madre de
Dios, los mártires y los santos, y todos aquellos que, de manera
particularmente atractiva, original y creativa, han seguido a Cristo, y
hacerlo con un lenguaje que hable a nuestros contemporáneos, utilizando
para ello los medios idóneos. Es mucho lo que se hace en el campo de la
catequesis, con cómics, teatro, publicaciones, películas, conciertos y
musicales para ayudar a descubrir figuras extraordinarias de santos como
Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Francisco Javier, Juan Diego, Teresa de
Lisieux, Rosa de Lima, Josefina Bakhita, Kisito, María Goretti, Padre
Kolbe, Madre Teresa, etc., que, como se puede constatar, siguen
fascinando a los jóvenes. Sus ejemplos nos recuerdan que todo cristiano es
un verdadero peregrino sobre la vía de la belleza, de la verdad, de la
bondad, en camino hacia la Jerusalén celestial, donde contemplaremos la
belleza de Dios en una intensa relación de amor, «cara a cara». «Allí
descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos.
Ese será el fin sin fin»[51].
Una formación apropiada ayudará a los fieles a progresar hacia la oración
de adoración y de alabanza para participar de verdad en una liturgia vivida
en plenitud de belleza, que nos introduce al misterio de fe. Por tanto, hay
que devolver a la liturgia su verdadero «esplendor» mediante el
redescubrimiento del auténtico sentido del misterio cristiano. También es
necesario, al mismo tiempo, volver a enseñar a los fieles a maravillarse
ante la obra que Dios realiza en nuestras vidas, restituir a la liturgia su
verdadero esplendor, toda su dignidad y su incontaminada belleza,
redescubriendo el significado auténtico del misterio cristiano, y formar a
los fieles para hacerles capaces de entrar en el significado y en la belleza
del misterio celebrado y vivirlo de manera creíble.
La liturgia no es un facere del hombre, sino obra divina. Es importante
ayudar a los fieles a percibir que el acto de culto no es el fruto de una
actividad —un «producto», un «mérito», una «ganancia»—, sino expresión
de un misterio, de algo que no puede ser comprendido totalmente sino que
pide ser acogido, más que racionalizado. Se trata de un acto libre por
completo de cualquier aspecto de eficiencia. La actitud del creyente en la
liturgia se caracteriza por su capacidad de recibir, condición de progreso en
la vida espiritual. Esta actitud fundamental ha dejado de ser espontánea en
una cultura en la que el racionalismo pretende dirigir todo hasta los
sentimientos más íntimos.
No es menos urgente favorecer la creación artística, un arte sacro idóneo
para acompañar y sostener la celebración de los misterios de la fe, para
devolver a los edificios de culto y a los ornamentos litúrgicos toda su
belleza. De este modo, la celebración litúrgica serán acogedoras, pero sobre
todo, capaces de comunicar el significado auténtico de la liturgia cristiana,
favoreciendo la plena participación de los fieles en los misterios, según el
deseo expresado en diversas ocasiones por los Padres del Sínodo sobre la
Eucaristía.
Ciertamente, los templos han de ser estéticamente bellos y bien decorados,
la liturgia acompañada por cantos y obras musicales de calidad, las
celebraciones dignas y la predicación cuidada, pero, a fin de cuentas, no
consiste en esto la via pulchritudinis, ni es esto lo que nos cambia. Todo lo
anterior no son más que condiciones que facilitan la acción de la gracia de
Dios. Hay que educar, por tanto, a los fieles a no dejar espacio únicamente
a la dimensión estética, por muy sugestiva que sea, y ayudarles a
comprender que la Liturgia es un acto divino que no puede dejarse
condicionar por el ambiente, el clima, ni siquiera por las rúbricas, porque
es el misterio de la fe celebrado en la Iglesia.

CONCLUSIÓN
Proponer la via pulchritudinis como camino de evangelizazion y de
diálogo, implica partir de una pregunta apremiante, a veces latente, pero
siempre presente en el corazón del hombre: ¿Qué es la belleza?, para llevar
a todos los hombres de buena voluntad en los que, de modo invisible, actúa
la gracia hacia el hombre prefecto, que es «imagen del Dios invisible»
(Col. 1,15)[52].
Esta pregunta se remonta al alba de los tiempos, como si el hombre buscase
desesperadamente, tras la caída original, ese mundo de belleza que había
quedado lejos de su alcance. La pregunta atraviesa la historia bajo
múltiples formas y el gran número de obras, fruto de belleza en todas las
civilizaciones, no logra apagar su sed.
Pilatos plantea a Cristo la cuestión de la verdad. Cristo no responde; o
mejor, su respuesta es el silencio: esa verdad no se dice, sino que se une sin
palabras a la parte más íntima del ser. Jesús se había revelado a sus
discípulos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Ahora calla. Poco
después, mostrará el camino de verdad que lleva a la Cruz, misterio de
sabiduría. Pilatos no comprende, sino que misteriosamente, ofrece la
respuesta a su pregunta «¿Qué es la verdad?», cuando ante el pueblo
exclama: «He aquí al hombre», es decir, a Cristo, que es la verdad.
Si la belleza es el esplendor de la verdad, entonces nuestra pregunta se
vincula a la de Pilato y la respuesta es idéntica: Jesús mismo es la Belleza.
Él se manifiesta, desde el Tabor a la Cruz, para iluminar el misterio del
hombre desfigurado por el pecado, pero purificado y recreado por el Amor
redentor. Jesús no es un camino entre otros muchos, una verdad entre otras,
una belleza entre otras. Él tampoco propone un camino entre otros muchos:
Él es la vía que conduce a la verdad viva que da la vida. Jesús, belleza
suprema, esplendor de Verdad, es la fuente de toda belleza, porque en
cuanto Verbo de Dios hecho carne, es la manifestación del Padre: «Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
El culmen, el arquetipo de la belleza se manifiesta en el rostro del Hijo del
hombre crucificado en la cruz dolorosa, revelación del amor infinito de
dios que, en su misericordia hacia sus criaturas, restaura la belleza perdida
a causa del pecado original. «La belleza salvará el mundo», porque esta
belleza es Cristo, la única belleza que desafía el mal y triunfa sobre la
muerte. Por amor, el «más bello de los hijos de los hombres» se hizo
«varón de dolores», «sin apariencia ni belleza que atraiga nuestra
mirada» (Is 53, 2), y de este modo ha devuelvo al hombre, a todo hombre,
plenamente su belleza, su dignidad y su verdadera grandeza. En Cristo y
sólo en Él, nuestra via crucis se trasforma en via lucis y en via
pulchritudinis.
La Iglesia del tercer milenio busca continuamente esta belleza en el
encuentro con su Señor y, con Él, en el diálogo de amor de los hombres y
de las mujeres de nuestro tiempo. En el corazón de las culturas, para
responder a sus angustias, a sus gozos y esperanzas, no deja de afirmar con
el Papa Benedicto XVI:
quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de
lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se
abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las
grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad
experimentamos lo que es bello y lo que nos libera [53].

NOTAS
[1] Cf. Motu proprio Inde a Pontificatus, 25 de marzo de 1993.
[2] Cf. Culturas y fe, Ciudad del Vaticano, n° 2, 2002.
[3] Cf. Paul Poupard — Consejo Pontificio de la Cultura, ¿Donde está tu
Dios?, Edicep, Valencia 2005, publicado en diversas lenguas: Dov’è il tuo
Dio? Fede cristiana, non credenza e indifferenza religiosa, en Religioni e
sette nel mondo26 (2003-2004); Où est-il ton Dieu ? La foi chrétienne au
défi de l’indifférence religieuse, Salvator, Paris 2004 ; Where Is Your
God? Responding to the Challenge of Unbelief and Religious Indifference
Today — ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa,
LTP, Chicago 2004; Gdje je tvoj Bog? Kršćanska vjera pred izazovom
vjerske ravnodušnosti, Sarajevo 2005.
[4] Cf. R. Remond, Le Christianisme en accusation, Paris 2000; Id., Le
nouvel antichristianisme, Paris 2005.
[5] Además de los textos de la Plenaria 2004, cf. Consejos Pontificios de la
Cultura, Para la Unidad de los Cristianos, Para el Diálogo
Interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión
cristiana sobre la Nueva Era, Ciudad del Vaticano 2003; también en las
siguientes traducciones: Jésus, porteur d’eau vive. Une réflexion
chrétienne sur le « Nouvel Age»; Jesus Christ the Bearer of the Water of
Life. A Christian reflection on the «New Age»; Gesù Cristo, portatore
dell’acqua della vita. Una riflessione cristiana sul «New Age»; Jesus
Christus des Spender lebendigen Wassers. Überlegungen zu New Age aus
christlicher Sicht.
[6] Benedicto XVI, Homilía durante la S. Misa en el Solemne Inicio del
Ministerio Petrino, 24 abril 2005.
[7] Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4 abril 1999, n. 3.
[8] San Agustín, De catechizandis rudibus, Lib. I, 4.7, 26.
[9] Juan Pablo II, Fides et ratio, 14 septiembre 1998, n. 103.
[10] Según Santo Tomás de Aquino, la claritas es una de las tres
condiciones de la belleza. En las cuestiones sobre la Trinidad de la Summa
Theologiae, al interrogarse sobre las propiedades de cada persona divina
atribuye la belleza a la persona del Hijo: «Pulchritudo habet similitudinem
cum propriis Filii — La belleza presenta una cierta semejanza con lo que
es propio del Hijo». E indica las tres condiciones de la belleza para
aplicarlas a Cristo: la integritas sive perfectio, la proportio sive
consonantia y la claritas, Summa Theologiae, I, q.39, art. 8.
[11] Para una reflexión sobre la filosofía de lo bello y sobre la actividad
artística, véase M.-D. Philippe, L’activité artistique. Philosophie du faire, 2
vol., Paris 1969-1970, con importante bibliografia. Para una reflexión
teológica, véase también B. Forte, La porta della Belleza. Per un’estetica
teologica, Brescia 1999; Inquietudini della trascendenza, cap. 3: La
Bellezza, Brescia 2005, p. 45-55; Id., La bellezza di Dio. Scritti e discorsi
2004-2005, Cinisello Balsamo (Milano) 2006.
[12] Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 83. Y añade: «Un pensamiento
filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente
inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de
la Revelación».
[13] San AgustÍn, Confesiones, X, 27. Traducción Eugenio Ceballos,
Espasa-Calpe, Madrid 1983.
[14] San Agustín, De musica, VI,13,38.
[15] H. U. von Balthasar, Gloria. La percepción de la forma, Encuentro,
Madrid 1985, 22-23.
[16] «So perhaps that ancient trinity of Truth, Goodness and Beauty is not
simply an empty, faded formula as we thought in the days of our self-
confident, materialistic youth? If the tops of these three trees converge, as
the scholars maintained, but the too blatant, too direct stems of Truth and
Goodness are crushed, cut down, not allowed through - then perhaps the
fantastic, unpredictable, unexpected stems of Beauty will push through and
soar to that very same place, and in so doing will fulfil the work of all
three?», Lección con ocasión de la recepción del Premio Nobel, Sitio
Oficial de la Fundación Nobel:
Cfr. T. Frängsmyr- S. Allén, Eds., Nobel Lectures, Literature 1968-
1980, World Scientific Publishing Co., Singapore 1997.
[17] El Padre Davide Maria Turoldo (1916-1992), cantor de la belleza,
recoge esta significativa afirmación de don Divo Barsotti: «¡El misterio de
la belleza! Hasta que la verdad y el bien no se han convertido en belleza,
la a verdad y el bien parecen permanecer, de alguna manera, extraños al
hombre, se le imponen desde fuera. El hombre se adhiere a ellos, pero no
los posee; exigen de él una obediencia que, en cierto modo, lo mortifica».
De ahí la conclusión que extrae Turoldo: «La verdad y el bien no bastan
para crear una cultura, ya que no parecen suficientes por sí solos para
crear una comunión, una unidad de vida entre los hombres. Y puesto que
la cultura es expresión misma de un desarrollo individual, de una cierta
perfección ya alcanzada, se deduce que la cultura parece expresarse
eminentemente en la belleza. La belleza es el fin de todas las cosas»:
«Belleza», en Nuevo Diccionario de Mariología, Paulinas, Madrid 1988.
[18] El Papa Juan Pablo II ha recogido esta afirmación esencial en su Carta
a los artistas, n. 11.
[19] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 5. Cf. también, de Baudelaire:
«La nature est un temple où de vivants piliers laissent parfois sortir de
confuses paroles… — La naturaleza es un templo, cuyas columnas
vivientes susurran a veces confusas palabras…», Ch. Baudelaire, Les
Fleurs du Mal, 1857; Gerard M. Hopkins: «The world is charged with the
grandeur of God — El mundo está cargado de la grandeza de Dios», G.
M. Hopkins (1844—89), Poems, 1918, n.7, God’s Grandeur.
[20] Aristóteles afirmaba que «en todas las cosas de la naturaleza hay algo
maravilloso» (Las partes de los animales, I, 5). El estudio de la naturaleza
y del cosmos ha desempeñado un papel esencial en la filosofía,
comenzando por la de la antigua Grecia. En teología, la cosmología
también ha constituido un elemento fundamental para comprender la obra
de Dios y su acción en la historia. Piénsese, por ejemplo, en la visión del
Pseudo-Dionisio Areopagita, con frecuencia recogida por la teología y la
mística cristianas, así como la cosmología aristotélica que se injerta en el
pensamiento tomista, hasta constituir una de las llamadas «pruebas de la
existencia de Dios». También Emmanuel Kant reconocía la belleza del
cosmos y su capacidad para provocar el asombro, cuando afirmaba, en
la Critica de la razón práctica: «Dos cosas colman el ánimo con una
admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes...: el cielo
estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
[21] Cf. Juan Escoto Eriúgena, De divisione naturae 1.3; San
Buenaventura, Collationes in Hexaemeron II.27.
[22] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22.
[23] Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, Ch. 2, can. 1.
[24] Cf. Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura,
Ciudad del Vaticano 1999, n. 35.
[25] Cf. The Human Search for Truth: Philosophy, Science,
Theology. International Conference on Science and Faith.Vatican City, 23-
25 May 2000, Saint Joseph’s University Press, Philadelphia, USA, 2002; tr.
it. L’uomo alla ricerca della verità. Filosofia, scienza, teologia: prospettive
per il terzo millennio. Conferenza internazionale su scienza e fede, Città
del Vaticano, 23-25 maggio 2000, Vita e Pensiero, Milano, 2005.
[26] San Buenaventura, Legenda Maior, IX.
[27] Catholic Bishops of Queensland, Let the Many Coastlands be Glad! A
Pastoral Letter on the Great Barrier Reef, 8 de junio de 2006. El texto
original en
http://www.catholicearthcareoz.net/pdf/ReefFullBooklet.pdf
[28] Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 12-13.
[29] Cf. Associazione Arte e Spiritualità, Sulla via della Belleza. Paolo VI
e gli artisti, cuaderno n. 3, Brescia 2003, p. 71-76.
[30] Cf. D. Ponnau, in Forme et sens. Colloque de formation à la
dimension religieuse du patrimoine culturel, École du Louvre, Paris, 1997,
p. 20.
[31] Juan Pablo II, A los Obispos de Toscana, 11 marzo 1991.
[32] Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio. Introducción. Libreria
Editrice Vaticana, 2005.
[33] Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, n.
36.
[34] Juan Pablo II, Lettera agli artisti, op. cit., n. 12 e 8.
[35] San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20.7.
[36] Cf. n. 17: «Arte y tiempo libre» y sobre todo el n. 36: «El arte y los
artistas».
[37] Cf. La Carta circular de la Pontificia Comisión para los Bienes
Culturales de la Iglesia, La Formación de los futuros presbíteros en el
cuidado de los bienes culturales de la Iglesia, 15 octubre 1992; la Nota
pastoral de la Conferencia Episcopal Regional de Toscana, La vita si è fatta
visibile. La comunicazione della fede attraverso l’Arte (La vida se ha
hecho visible. La comunicación de la fe a través del arte), Nota pastoral del
23 de febrero de 1997, y Ufficio Nazionale per i Beni Culturali
Ecclesiastici - Conferencia Episcopal Italiana, Spirito Creatore, Nota
pastoral del 30 de noviembre de 1997.
[38] Se multiplican los cursos de formación en las universidades católicas,
como en la Facultad de Historia de la Iglesia y Bienes Culturales, de la
Pontificia Universidad Gregoriana, o el Istituto de Arte Sacro y Música
Litúrgica del Institut Catholique de París. Las revistas de inspiración
cristiana afrontan cada vez más frequentemente este tema, como por
ejemplo Arte Cristiana, de Milán, Humanitas, de Santiago de Chile.
Aumenta el número de museos diocesanos, concebidos como verdaderos
centros culturales católicos. Recientes publicaciones tratan de la via
pulchritudinis y ayudan al lector a familiarizarse con el lenguaje del arte
para una meditación espiritual: cf. M. G. Riva, Nell’arte lo stupore di una
Presenza, San Paolo, Milano 2004.
[39] Padre E. von Gemmingen, responsable de la sección alemana de la
Radio Vaticana, entrevista al Papa en su residencia estiva de
Castelgandolfo, 15 agosto 2005. E. Bianchi se hace eco de estas palabras
cuando exhorta a «saber anunciar la diferencia cristiana» como una
verdadera respuesta a la indiferencia: «¡O el cristianismo es filocalía, amor
a la belleza, via pulchritudinis, vía de la belleza, o no será! Y si es vía de
belleza, sabrá atraer a sí también a otros a este camino que lleva a la vida
que es más fuerte que la muerte, sabrá ser sequentia sancti Evangelii para
los hombres y mujeres de nuestro tiempo», «Perché e come evangelizzare
di fronte all’indifferentismo», in Vita e pensiero 2, 2005, p. 92-93.
[40] Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 5.
[41] Benedicto XVI, Homilía en la Solemne Conclusión de la XI Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos del Año de la Eucaristía y
Canonización de cinco beatos, 23 octubre 2005.
[42] Juan Pablo II, Vita consecrata, n. 109.
[43] P. Florenskij, Le porte regali. Saggio sull’icona, Milano 1999, p. 50.
[44] Card. J. Ratzinger, Eucaristia come genesi della
missione. Conferencia magistral en el XXIII Congreso Eucarístico de
Bolonia, 20-28 septiembre de 1997 en Il Regno, 1 nov. 1997, n° 19, p. 588-
589.
[45] P. Claudel, «Ma Conversion», en Contacts et Circonstances,
Gallimard, Paris, 11ss, apud L. Chaigne, Paul Claudel, poeta del
simbolismo católico, Rialp, Madrid 1963, p. 47.
[46] Cf. T. Verdon, Vedere il mistero. Il genio artistico della liturgia
cattolica, Mondadori 2003.
[47] H. U. von Balthasar ha percibido profundamente «en una paradoja
insoluble el misterio de la belleza. En efecto, siempre lo que se manifiesta
es, en su misma manifestación, lo que no se manifiesta... En la superficie
visible de la manifestación se capta la profundidad que no se manifiesta, y
sólo esto da a lo bello su carácter fascinante y subyugador, sólo esto
asegura al ser su verdad y su bondad», Gloria, op. cit., p. 373.
[48] Cf. anche la Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa,
del 28 de junio 2003, n. 66-73; la Encíclica Ecclesia de Eucaristia, del 17
de aprile 2003; la Carta Apostólica Mane nobiscum, Domine, del 17 de
octubre de 2004. G. Vecerrica, Diamo forma alla bellezza della vita
cristiana. Lettera pastorale, Fabriano 2006.
[49] Cf., por ejemplo, C. M. Martini, Quale bellezza salverà il
mondo? Carta pastoral 1999-2000, Milano 1999; B. Forte, Perché andare a
messa la domenica. L’Eucaristia e la bellezza di Dio, Cinisello Balsamo
2004.
[50] Cf. Pontificia Academia Mariana Internacional, La madre del Signore.
Memoria, presenza, speranza, Ciudad del Vaticano, 2000, p. 40-42.
[51] San Agustín, La Ciudad de Dios, XXII, 30, 5.
[52] Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22.
[53] Benedicto XVI, Homilía durante la S. Misa en el Solemne Inicio del
Ministerio Petrino, 24 de abril de 2005.

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