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Hola, os voy a contar como empiezan todos mis días antes de ir al colegio.
Lo primero que hago es despertarme y hacer el vago, hasta que viene mi madre y me dice:
¿Cuándo entenderán las madres que los niños necesitamos cinco minutos, como mínimo,
antes de enfrentarnos con un nuevo día?
Me visto corriendo, bajo y me dispongo a ir a la panadería, como todos los días, mientras ella
prepara el desayuno. Pero antes de poder abrir la puerta, oigo un grito de mi madre,
procedente de la cocina, como si hubiera podido ver a través de las paredes:
Compruebo que lo llevo todo bien puesto. La camiseta bien, no está al revés. La bragueta
subida, los calcetines iguales.
-El verde y el naranja no pegan ni con cola. ¡Anda, sube y cámbiate! –grita mi madre.
¡Ah, es eso! Pienso aliviado. Subo las escaleras y me pongo unos vaqueros azules con una
camiseta del mismo color. Bajo y mi madre me dice:
Vuelvo a subir por tercera vez. Me pongo un chándal, bajo nuevamente y me dispongo a salir
de casa. O eso creo yo.
-¿Te has peinado? –Pregunta a grito pelado desde la cocina, como si no supiese que nunca me
peino.
-¡Sí, mamá! –Le respondo intentando arreglarme lo mejor que puedo con las manos. Ella no es
tonta y ya se conoce todos mis trucos, cuando menos me lo espero, aparece por detrás
armada con un peine y con una dulce voz que pretende ser tranquilizadora me susurra:
Coge el peine y empieza a estirarme el pelo con él, pidiéndome perdón después de cada tirón,
como si eso pudiese aliviar mi dolor.
“Esta es su cruel venganza por la nota que traje ayer en la agenda”. Pienso a la vez que sonrío.
-Ya está, cariño. ¿Ves que diferencia? Así estás mucho más guapo.
- Sí, mamá.
Estoy deseando salir a la calle para revolverme el pelo. Parezco uno de esos niños repipis que
salen en las películas antiguas. Por fin consigo alcanzar la puerta.
-¿Te vas a ir sin darle un beso a mamá?
Y se lo doy. Tal vez sea la forma de que me deje en paz y pueda desayunar de una vez. Las
tripas me rugen.
Con mucho miedo me dirijo a la puerta, la abro y consigo salir a la calle. Al intentar cerrarla veo
que es imposible, una fuerza me lo impide. Es mi madre que sale a la calle a despedirme:
-¡Ten cuidado al cruzar, mira a los dos lados! ¡No corras, puedes caerte! ¡Átate el zapato!
¡Abróchate la cazadora, que hace frío! ¿Quieres los guantes?
Salgo con el temor de volver a oírla, pero parece que ya ha terminado con su retahíla.
Voy corriendo a casa, me muero de hambre. Abro la puerta y allí está, esperándome, de brazos
cruzados.
Como si no lo supiese.
-En el armario –intento engañarla como si yo no supiese que ella ya ha subido y ha visto que
tengo todo tirado por el suelo.
Me muero de hambre, las tripas me rugen y creo que las piernas me empiezan a temblar de
tanto subir y bajar escaleras. Si no como algo pronto, creo que no voy a tener fuerzas para ir al
colegio.
Subo como una bala y recojo como puedo toda mi ropa. Bajo, me siento a la mesa y me
dispongo a untar mis tan ansiadas tostadas, cuando de repente:
-¡Mamá!
No pienso contestarle, sería caer en su trampa, y no pienso hacerlo. Yo sólo quiero desayunar.
Quedan cinco minutos para entrar en el colegio y aún no he conseguido beber ni un sorbo de
leche.
Pero si eso es lo que yo quiero desde hace una hora y no me dejas. Desayuno deprisa y
corriendo y me voy al colegio al grito de:
-¿No le das un beso a mamá? ¡Ten cuidado al cruzar, mira a los dos lados! ¡No corras puedes
caerte! ¡Átate el zapato! ¡Abróchate la cazadora que hace frío! ¿Quieres los guantes?
En eso momentos me pregunto: ¿Todas las madres serán tan plastas como la mía?