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Hoppe le grita a una nube


13-16 minutos

Hans Herman-Hoppe parece menos enojado contra el Estado que


contra la “decadencia moral”. El Estado es malo porque atenta
contra la “moral tradicional”. La propiedad privada sería la
solución, no del Estado, sino de la podredumbre moral, que él
llama “descivilización”. Veremos, a continuación, que en Hoppe hay
también un Estado no tan malo y una propiedad privada no tan
buena. La clave, aparentemente, sería si estos elementos ayudan
o no a sostener su querida “moral tradicional”.

Empecemos entonces por definir qué es la “moral tradicional” que


tanto preocupa a Hoppe. ¿Se trata acaso de la lamentable falta de
respeto a la propiedad privada? ¿De la laxa consideración por los
contratos, piedra basal de la sociedad? ¿De que el Estado aplaste
la actividad económica con su presión fiscal? Bueno, para Hoppe
la cosa es mucho más amplia. En Monarquía, Democracia y Orden
Natural (Unión Editorial, Argentina, 2013) dice que el enemigo es la
“decadencia familiar, el divorcio, la bastardía, la pérdida de
autoridad, el multiculturalismo, los estilos de vida extravagantes,
la desintegración social, el sexo y el crimen” (p. 254). Las leyes
que permiten que la gente se divorcie son inconcebibles para
Hoppe, lo que muestra que su respeto a los contratos sólo existe,
de nuevo, si estos no contrarían la “moral tradicional”. Que el sexo
y el crimen sean puestos en un mismo plano resulta, a lo menos,

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llamativo.

Pero no es ésta la única pista que nos da Hoppe para entender su


obsesión con la moralina. El autor repite estar preocupado por el
“aumento de todos los indicadores de desintegración y
disfuncionalidad de la familia (tasas de divorcio, bastardía, abusos
infantiles y conyugales, familias monoparentales, soltería, estilo de
vida excéntricos y aborto)” (p. 261). Para Hoppe, como se precia,
ser soltero y abusar de un niño, abortar y llevar una vida excéntrica
es básicamente lo mismo. Queda así todo igualado y mezclado en
una sopa de perversiones que Hoppe promete exorcizar con su
teoría.

En otro borbotón que aúna maldades reales con imaginarias, el


autor pretende acabar con “la vulgaridad, la obscenidad, la
profanación, el uso de drogas, la promiscuidad, la pornografía, la
prostitución, la homosexualidad, la poligamia, la pedofilia o
cualquier perversión o anormalidad concebible” (p. 273). Casi
resulta gracioso —como Abe Simpson gritándole a la nube— que
Hoppe llegue a quejarse también de que actualmente “todo el
mundo se trata por el nombre de pila” (p. 279).

Pero nuestro autor no es el único que le grita a las nubes. Su


diagnóstico de “podredumbre moral” es compartido por
conservadores no libertarios, a quienes Hoppe atiende durante un
capítulo del texto porque su solución no sería eficaz. No porque
sea injusta, sino porque no sirve. La propuesta de los
conservadores no libertarios (como Pat Buchanan, a quien Hoppe
se refiere) es “combinar las políticas económicas de la izquierda
con el nacionalismo y el conservadurismo cultural de la derecha,
para crear una nueva identidad que sintetice los intereses
económicos y las lealtades culturales y nacionales de la

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proletarizada clase media en un movimiento político independiente


y unificado” A esta opción, Hoppe la llama “nacionalismo social o
socialismo nacional (nacionalsocialismo)” (p. 258).

A Hoppe lo une la meta con esta corriente (el reestablecer la


“moral tradicional”), pero “¿se podría mantener el socialismo
económico (seguridad social, etc.) en los niveles actuales y
restaurar la normalidad cultural (familias naturales y reglas de
conducta normales)?” (p.260). Hoppe cree que no, por lo que lo
mejor para un conservador sería ser anti-estatista extremo. Su
diferencia no es con el fin sino con la elección del medio. El Estado
de bienestar no sirve para el fin propuesto. “Quede claro, en todo
caso, que la degeneración moral y la decadencia cultural que nos
rodean —los signos de la descivilización— son, si no totalmente al
menos en parte, las consecuencias inevitables del Estado de
bienestar y sus instituciones centrales”. El Estado es culpable de
la degeneración moral, que es el verdadero problema.

“Las utopías no pueden cambiar el hecho de que el mantenimiento


de las instituciones básicas del Estado de bienestar
contemporáneo y el deseo de volver a las familias, normas y
conductas tradicionales, son metas incompatibles” (p. 260). ¿La
palabra “utopía” es casual? ¿Hoppe ve como utópico (deseable
pero imposible) tener un Estado de bienestar que asegure la moral
tradicional? El autor cree que el Estado es malo porque atenta
contra la meta de volver a la “normalidad moral” y concluye de
manera lapidaria que “se puede tener una cosa —socialismo
(asistencialismo)— o la otra —moral tradicional— mas no ambas”.
¿Qué pensaría Hoppe si el socialismo sí fuera la forma de
asegurar la “moral tradicional”? ¿La libertad es esencial o
accesoria? Hay una frase (cuyo autor no recuerdo) que me parece

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oportuna: “Dicen que Ámsterdam es la ciudad del pecado, pero en


realidad es la ciudad de la libertad. Lo que sucede es que en
libertad mucha gente elige el pecado”. ¿Valoramos la libertad por sí
misma o sólo cuando su ejercicio apunta hacia dónde queremos?
En Hoppe la respuesta parece clara. Lo principal es que no haya
pecado. El Estado democrático es gran generador de pecado y
perversión. Por esto es que hay que eliminarlo.

Así como dedica páginas a criticar a los conservadores no


libertarios, también lanza dardos venenosos contra los libertarios
no conservadores. Se burla de la aparentemente tonta ansia de
libertad e individualidad que bulle en el pecho de los libertarios,
que “también se equivocan queriendo sintetizar economía de
mercado y el multiculturalismo” (p. 271) y critica al vive y deja vivir.
Los libertarios no conservadores, dice Hoppe en una sorprendente
ad hominem, son degenerados. Por este motivo, señala que “se
adhieren al movimiento libertario un número inusualmente
elevado de personas anormales o pervertidas” (p. 273). Digamos
que si la perversidad incluye un rango tan amplio de conductas
—desde escuchar música exótica, ser homosexual o soltero— es
lógico que, para Hoppe, casi toda la gente sea degenerada y el
mundo se esté pudriendo moralmente.

Llega incluso a decir que se trata de una ingenuidad típicamente


libertaria el señalar como buena la abolición de la esclavitud en
EE.UU., sin ver que el proceso dio más poder al gobierno federal.
¿Uno debería preferir un estado federal más chico pero con una
gran cantidad de individuos siendo vendidos y tratados como
animales?

Pasando al lado propositivo del libro, lo que el autor propone como


solución es una monarquía hereditaria. ¿Por qué? En primer

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lugar, porque basándose en que —como ya señalaba John Stuart


Mill en On Liberty— desde el advenimiento de la democracia las
personas sienten que gobiernan y por tanto han bajado la guardia
frente al poder. Mill dice que “luego de siglos de resistirse contra el
poder gobernante, a partir de la elección periódica de los
gobernados, muchas personas comenzaron a sentir que limitar el
poder no era demasiado importante. La nación no tendría
necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría
temor de que se tiranizase a sí misma”. Mill acertaba en creer que
la democracia no asegura necesariamente la libertad. Pero Hoppe
va más allá. Con la democracia, per se no hay libertad alguna. Sólo
con una monarquía hereditaria podría la libertad ser asegurada.

“Las monarquías hereditarias constituyen el ejemplo histórico de


los gobiernos de propiedad privada, las repúblicas democráticas el
de los gobiernos de propiedad pública” (p. 95). Hoppe comete la
extravagancia de hablar de gobierno público y gobierno privado e
iguala la propiedad privada con la propiedad que tendría el
monarca respecto a su reino. Y como el monarca tendría, según
Hoppe, una visión de largo plazo (frente a la de corto plazo del
gobernante democrático) sólo parasitaría poco a la sociedad, que
florecería bajo esta monarquía estática, en la que habría claros
límites para subir y bajar. Los monarcas siempre serían monarcas
y los gobernados siempre serían gobernados. Esto sería virtuoso,
dice Hoppe, porque entre los gobernados existiría una conciencia
de clase —similar a la del marxismo— pero de “clase gobernada”
que los tendría siempre en guardia frente a una “clase gobernante”
que jamás dejaría de serlo. “A la barrera casi insalvable que
imposibilita el ascenso social se opone la reforzada solidaridad de
los gobernados, quienes se reconocen como víctimas actuales o

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potenciales, arriesgándose la clase dirigente a perder su


legitimidad si aumenta los impuestos” (p. 62). ¿De dónde emerge
la “legitimidad” de la que habla Hoppe? ¿Y por qué se perdería si
aumentan los impuestos y a qué nivel? ¿Y por qué se debería
estar en guardia frente a una sobre explotación por parte del
gobernante si justamente Hoppe basa su teoría en que lo bueno
del monarca es que su visión de largo plazo le impide hacer
explotación irracional? El autor no lo detalla.

Hoppe establece un monarca homo economicus, que explotará el


gobierno de manera más racional que el mero “curador” del
gobierno democrático (p. 90). Esto choca contra su defensa de la
teoría subjetiva del valor. Cuando en otro capítulo ataca la
inmigración (porque produce degeneración moral) Hoppe
recuerda la teoría subjetiva del valor a quienes sostienen que la
inmigración genera mejoras en el ingreso real. El autor dice que al
ser el valor subjetivo, uno puede preferir un nivel de vida inferior
pero permanecer lejos de personas de “otros pueblos” (p. 197). Es
inobjetable su apreciación del valor subjetivo. Pero ¿qué pasa con
quienes quieren vivir en sociedades democráticas, incluso
sabiendo que el precio es la eterna vigilancia del poder público?
Esta valoración no es considerada por Hoppe. Tampoco está en su
análisis la valoración subjetiva de su deseado monarca, a quien el
autor pinta como un homo economicus sólo preocupado por las
rentas económicas. El monarca es bueno porque requiere menos
riqueza del sector privado (al ser sólo él y los suyos) que una
burocracia democrática. Además el monarca ve el largo plazo (no
matará a la gallina de los huevos de oro) a diferencia del
gobernante democrático que tiene un plazo limitado. Pero omite
Hoppe que un monarca también valora subjetivamente, y que

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puede usar su poder para saqueos, violencia y crímenes no


motivados por mera ambición económica. De hecho, todas las
revoluciones liberales (que obviamente Hoppe no valora) partieron
por el hecho de que los burgueses se sentían ultrajados por el
poder los monarcas. Si es una idea ingenua suponer que con la
mera democracia la libertad está asegurada, ¿cuánto más ingenua
es pretender que lo estará en una monarquía?

Para agregar algo a la idea de monarca de Hoppe, cabe señalar


que el parasitismo permitido de la monarquía se extendería sólo a
quienes son parte de la “elite natural” que menciona el autor. “Tan
sólo la familia gobernante —y en menor medida sus amigos,
operarios y socios— participarán de la renta fiscal y disfrutarían de
una existencia parasitaria. La jefatura del gobierno —incluido el
patrimonio— se transmite dentro de la familia gobernante” (p. 62).
Hoppe permite que se casen los miembros de la elite, pero dentro
de la familia extendida, para mantener así el poder endogámico.
Parece casi gracioso semejante planteo. Pero Hoppe va en serio.

Si vemos que el autor plantea con la monarquía un Estado no tan


malo, en su idea de las comunidades urbanas plantea una
propiedad privada no tan privada, limitada por su colectivismo
moral. Las propiedades —en la constructivista “utopía” (¿o
distopía?) hoppeana— son de una empresa o un individuo, que
transmite derechos pero no el nudo dominio. De este modo el
propietario gestiona zonas que atraen a personas que desean vivir
o establecerse comercialmente. Pero se reserva el derecho de
administrar junto con “el sostén de la elite de la comunidad” la
zona, de modo que nadie pueda “vivir de manera alternativa”.
También se reserva al derecho de expulsión, igual que en un club,
a “los miembros de la comunidad que aboguen, anuncien o hagan

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apología de actividades incompatibles con la finalidad esencial del


pacto: la protección de la propiedad y la familia” (p. 285). Si alguien
se jacta de ser soltero, se lo expulsa; lo mismo ocurre con los
homosexuales, practicantes de yoga u otros que lleven una vida
“diferente”. Por supuesto, si uno de los habitantes propone que se
pueda votar, y que no que sea la “elite” la que decida, también se
lo expulsará. “Con el objetivo de proteger la propiedad privada, no
se puede contener nada parecido a un derecho a la libertad
(ilimitada) de expresión de los arrendatarios, ni siquiera en la
posesión de cada cual” (p. 287). La utopía hoppeana se parece
mucho a una distopía comunitaria que para ser sostenida requiere
que no haya voces democráticas ni distintas miradas. El
“hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio
ambiente, homosexualidad o comunismo tendrán que ser
erradicados de la sociedad si se quiere mantener un orden
libertario” (p. 287).

De lo anterior, ¿podría algún libertario o liberal clásico sostener


que la defensa de una “moral tradicional” desde el Estado
(mediante una monarquía absoluta, sin separación de poderes ni
derechos individuales) es compatible con una visión en favor de la
libertad de las personas? ¿Qué tiene que ver con el liberalismo el
impedir manifestar ideas que sobre “formas de vida alternativas”
que no le gusten a la comunidad? ¿Dónde está el individualismo
en un autor que habla en términos totalmente colectivistas?

El libro parte de algunos supuestos muy ciertos —el aumento de


tamaño y funciones del Estado se ha comido a muchas
comunidades privadas de todo tipo, metiéndose en donde no debía
meterese. Y la democracia ha adormecido un poco el antiguo
espíritu de vigilar al poder— pero a partir de ellos se elabora un

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delirio constructivista al servicio de arengar a las siempre


existentes cabezas oscurantistas, sedientas de vibrar en una
identidad colectiva. Hoppe levanta el puño y le grita a la nube de la
modernidad. No son pocos los que gritan con él.

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