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TEORÍA Y CRÍTICA LITERARIA 2- Mariana Moller Poulsen- 2016

Resumen de textos teóricos y críticos


-¡advertencia! este resumen podría ser excesivamente largo- (no están exactamente en el
orden en que los vimos en clase)

Una introducción a la teoría literaria (Eagleton) 2


Estética de la creación verbal (Bajtín) 5
Teorías de la literatura del siglo XX (Fokkema) 6
Extensión e incertidumbre de la noción de literatura (Robin) 8
Poética (Aristóteles) 10
Sobre el realismo artístico (Jakobson) 12
Los precursores de Kafka (Pellejero) 13
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Benjamin) 15
El efecto de lo real (Barthes) 19
Cómo se lee (Link) 20
Las representaciones son hechos sociales (Rabinow) 22
Términos críticos de sociología de la cultura (Altamirano) 24
Realismos (Espósito)- Marxismo (Diego) 26
Estética del cine (Aumont, Bergala, Marie, Vernet) 28
Teorías del cine (Casetti) 29
¿Narrar o describir? (Lukács) 33
Ensayos sobre el realismo (Lukács) 39
Notas de literatura (Adorno) 43
El compromiso en literatura y arte (Brecht) 45
Tentativas sobre Brecht (Benjamin) 53
Teoría de la vanguardia (Bürger) 56
La cámara lúcida (Barthes) 59
El relato de los hechos (Amar Sánchez) 67
Ficha de cátedra (Martin) 74
La invención de la crónica (Rotker) 78
De lenguaje y literatura (Foucault) 81
La escritura y la diferencia (Derrida) 87
El teatro de la crueldad (Artaud) 91
Crítica y clínica (Deleuze) 95
Introducción-Rizoma (Deleuze) 97
Los imaginarios sociales (Baczko) 100
Mímesis, las imágenes y las cosas (Bozal) 105

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UNA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA LITERARIA (TERY EAGLETON)

En el prólogo a la segunda edición, Eagleton dice que lo que se propone hacer con este
libro es tratar de que la teoría literaria moderna le resulte atractiva y posible de entender al
mayor número de lectores posibles. También dice que trata de demostrar que no existe
“teoría literaria” en el sentido de todo un cuerpo de teoría que surja exclusivamente de la
literatura y que sea aplicable a ésta; que ninguno de los distintos enfoques en la teoría literaria
se ha interesado sencillamente en la escritura “literaria” sino que surgen de otras áreas de las
humanidades, y sus repercusiones van también más allá de la literatura. También dice que este
libro ha atraído a lectores no académicos, superando en supuesto elitismo de la teoría literaria.
Dice que algunas teorías han sido exclusivistas y oscuras, y que este libro intenta reparar ese
daño que han hecho, volviendo a la teoría literaria algo más accesible.
La introducción arranca con la pregunta de qué es la literatura, qué es esto sobre lo
cual teoriza la teoría literaria.
Una de las formas en las que se ha intentado definir la literatura es como ficción, una
obra de imaginación. Pero Eagleton dice que suelen incluirse dentro de la literatura muchas
cosas que no son necesariamente ficción, como ensayos, biografías, máximas, tratados, cartas,
escritos filosóficos… La diferencia entre “hecho” y “ficción” resulta desde ya bastante dudosa.
La palabra “novela” se ha empleado para denotar tanto sucesos reales como ficticios; tampoco
las noticias fueron siempre demasiado reales y objetivas; las tiras cómicas refieren temas
inventados pero no suelen considerarse como obras literarias; etc. Además, ¿carecen acaso la
historia, la filosofía y las ciencias naturales de carácter creador e imaginación?
Otra de las formas en que se ha querido definir la literatura ha sido en base a la de su
empleo característico de la lengua. Según esta teoría, la literatura consiste en una forma de
escribir en la cual “se violenta organizadamente el lenguaje ordinario” (Jakobson). Es decir, la
literatura transformaría e intensificaría el lenguaje ordinario, alejándose de la forma en que se
habla en la vida diaria. Si en una parada de autobús, dice Eagleton, alguien se acercara y me
murmurara al oído: “Sois la virgen impoluta del silencio”, entonces caería inmediatamente en
la cuenta de que estoy en presencia de lo literario. Lo comprendería porque la estructura, el
ritmo, la resonancia de las palabras exceden su significado “abstraíble”, es decir, no existe
proporción entre significante y significado. Esta es la definición de “lo literario” que
propusieron los formalistas rusos. Este grupo militante y polémico de críticos, surgido en Rusia
en los años anteriores a la revolución bolchevique de 1917, enfocó con espíritu científico su
atención en la realidad material del texto literario. La literatura era para ellos una organización
especial del lenguaje, tenía leyes propias específicas, estructuras y recursos, que debían
estudiarse en sí mismos en vez de ser reducidos a algo diferente. La obra literaria no era ni
vehículo ideológico, ni reflejo de la realidad social ni encarnación de alguna verdad
trascendental, sino que era un hecho material, cuyo funcionamiento se podría analizar como el
de una máquina.
El formalismo era esencialmente la aplicación de la lingüística al estudio de la
literatura; se hizo a un lado el análisis del “contenido” literario (donde se puede sucumbir a lo
psicológico o a lo sociológico) para centrar la atención en el estudio de la forma literaria. El
contenido era meramente la “motivación” de la forma. No negaban que el arte se relacionaba
con la realidad social, pero sostenían que esa relación no le concernía al crítico. Consideraban
la obra literaria como un conjunto de recursos, “funciones” dentro de un sistema textual total,
entre los que se incluía el sonido, las imágenes, ritmo, sintaxis, metro, rima, etc. Lo específico
del lenguaje literario, lo que lo distinguía de otras formas de discurso, era que “deformaba” el
lenguaje ordinario en diversas formas. El lenguaje “se volvía extraño”, y entonces también el
mundo cotidiano se volvía extraño, algo con lo que no estamos familiarizados. En el lenguaje
rutinario, las percepciones de la realidad y respuestas a ella se “automatizan”; la literatura nos
obliga a darnos cuenta del lenguaje, refresca las respuestas habituales, hace más perceptibles
los objetos.

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Los formalistas vieron el lenguaje literario como un conjunto de desviaciones de una
norma, como una especie de violencia lingüística: la literatura como una clase “especial” de
lenguaje que contrasta con el lenguaje “ordinario” que generalmente empleamos. Sin
embargo, el creer que existe un solo lenguaje “normal” es una ilusión. Cualquier lenguaje real
consiste en gamas muy complejas de discurso, las cuales se diferencian según la clase social,
región, sexo, categoría, etc. Las normas de una persona quizá sean irregulares para alguna
otra. Los textos más “prosaicos” del siglo XV nos pueden parecer “poéticos” por su arcaísmo.
No podemos decir si un texto pertenece o no a la literatura “realista” sin estar informados
sobre la forma en que tal escrito encajaba en la sociedad de su momento. Los formalistas
reconocían que tanto las normas como las desviaciones cambiaban al cambiar el contexto
histórico o social, y que, en este sentido, lo “poético” depende del punto donde uno se
encuentra en un momento dado. Si en las conversaciones cotidianas de un bar fuera normal
escuchar “sois la virgen impoluta del silencio”, este tipo de lenguaje dejaría de ser poético. Es
decir, para los formalistas, “lo literario” era una función de las relaciones diferenciales entre
dos formas de expresión, y no una propiedad inmutable. No se habían propuesto definir la
literatura sino lo literario, los usos especiales del lenguaje que pueden encontrarse en textos
“literarios” pero también en otros diferentes. Además, no hay recurso “literario” que no se
emplee continuamente en el lenguaje diario.
Los formalistas suponían que la “rarefacción” era la esencia de lo literario, un
contraste entre dos formas de expresarse. Sin embargo, es el contexto el que me hace ver el
carácter literario de una expresión; el lenguaje en sí mismo carece de calidad o propiedades
que permitan distinguirlo de cualquier otro tipo de discurso. El considerar la literatura como lo
hacen los formalistas equivale a pensar que toda literatura es poesía. Por lo general se juzga
que la literatura abarca muchas cosas además de la poesía; que incluye, por ejemplo, escritos
realistas o naturalistas carentes de preocupaciones lingüísticas, o cuyo lenguaje no atrae
demasiado la atención. Y cosas como encabezados periodísticos o anuncios publicitarios, a
menudo verbalmente llamativos, no suelen clasificarse como literatura.
Otro problema con la rarificación consiste en que, con suficiente ingenio, cualquier
texto adquiere un carácter “raro”. Por ejemplo, en el metro londinense se lee: “Hay que llevar
en brazos a los perros por la escalera mecánica”. Esta frase puede ser muy ambigua: ¿hay que
llevar un perro abrazado por las escaleras? ¿Nos impedirán su uso si no encontramos un perro
y lo levantamos en brazos? Este aviso del metro puede considerarse como literatura (ej., quizá
se descubra en cada cadencia, en cada inflexión del término “escalera mecánica”, una
imitación del movimiento ascendente y descendente de aquel dispositivo). Podríamos decir
que la literatura es un discurso “no pragmático”. Al contrario de, por ejemplo, un manual de
biología, la literatura carece de un fin práctico inmediato, y debe referirse a una situación de
carácter general. Algunas veces, pero no siempre, puede emplear un lenguaje singular. Este
enfoque dirigido a la manera de hablar y no a la realidad de aquello sobre lo cual se habla, a
veces se interpreta como si con ello se quisiera indicar que entendemos por literatura cierto
tipo de lenguaje autorreferente, que habla de sí mismo. Pero esta forma de definir la literatura
encierra problemas. Aun si el tratamiento “no pragmático” del discurso es parte de lo que
quiere decirse con el término “literatura”, se deduce de esta “definición” que, de hecho, no se
puede definir la literatura “objetivamente”. Se deja la definición de literatura a la forma en que
alguien decide leer, no a la naturaleza de lo escrito. Es verdad que muchas de las obras que se
estudian como literatura en las instituciones académicas fueron “construidas” para ser leídas
como literatura, pero también es verdad que muchas no fueron “construidas” así. Un escrito
puede comenzar a vivir como historia o filosofía y, posteriormente, ser clasificado como
literatura; o puede empezar como literatura y acabar siendo apreciado por su valor
arqueológico. Si la gente decide que algún escrito es literatura, parecería que de hecho lo es,
independientemente de lo que se haya intentado al concebirlo.
En este sentido puede considerarse la literatura no tanto como una cualidad o
conjunto de cualidades inherentes que quedan de manifiesto en cierto tipo de obras, sino

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como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No es fácil separar, de
todo lo que en una u otra forma se ha denominado “literatura”, un conjunto fijo de
características intrínsecas. No hay nada que constituya la “esencia” misma de la literatura.
Cualquier texto puede leerse sin “afán pragmático” (aunque no queda claro si se puede o no
distinguir entre las formas “prácticas” y las “no prácticas” de relacionarse con el lenguaje), y
cualquier texto puede ser leído “poéticamente”. Literatura se referiría entonces a lo que
hacemos y no a un ser fijo, se referiría al papel que desempeña un texto en un contexto social,
a lo que lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a los fines a los que se le
puede destinar, etc. En este sentido, “literatura” constituye un tipo de definición hueca,
puramente formal.
Se podría sugerir también que, de modo general, la gente denomina “literatura” a los
escritos que le parecen buenos. Parecería que los juicios de valor tienen mucho que ver con lo
que se juzga como literatura y con lo que se juzga que no lo es, si bien no necesariamente en el
sentido de que un escrito, para ser literario, tenga que caber dentro de la categoría de lo “bien
escrito”, sino que tiene que pertenecer a lo que se considera “bien escrito”, aun cuando se
trate de un ejemplo inferior a una forma generalmente apreciada. Pensar así la literatura
significaría que podemos abandonar de una vez por todas la ilusión de que la categoría
“literatura” es “objetiva”, en el sentido de ser algo inmutable, dado para toda la eternidad.
Cualquier cosa puede ser literatura, y cualquier cosa que incuestionablemente se considere
literatura puede dejar de serlo. No existe literatura tomada como un conjunto de obras de
valor asegurado e inalterable, caracterizado por ciertas propiedades, intrínsecas y
compartidas. Los juicios de valor son notoriamente variables, por lo que la definición de
literatura como forma de escribir altamente apreciada no es una entidad estable. No hay ni
obras ni tradiciones literarias valederas, por sí mismas, independientemente de lo que sobre
ellas se haya dicho o se vaya a decir. “Valor” es un término transitorio; significa lo que algunas
personas aprecian en circunstancias específicas, basándose en determinados criterios y a la luz
de fines preestablecidos. Si se realizara en nuestra sociedad un cambio lo suficientemente
profundo, podría surgir en el futuro una sociedad que, por ejemplo, fuera incapaz de obtener
el menor provecho de la lectura de Shakespeare.
El que siempre interpretemos las obras literarias, hasta cierto punto, a través de lo que
nos preocupa o interesa, quizás explique por qué ciertas obras literarias parecen conservar su
valor a través de los siglos. “Nuestro” Homero no es idéntico al homero de la Edad Media.
Períodos históricos diferentes han elaborado, para sus propios fines, un Homero o un
Shakespeare “diferentes”, y han encontrado en los respectivos textos elementos que deben
valorarse o devaluarse. Las sociedades “reescriben”, aunque sea inconscientemente, todas las
obras literarias que leen. Leer equivale siempre a reescribir. Ninguna obra, ni la evaluación que
en alguna época se haga de ella, pueden, sin más ni más, llegar a nuevos grupos humanos sin
experimentar cambios que quizá las hagan irreconocibles. Esta es una de las razones por las
cuales lo que se considera como literatura sufre de una notoria inestabilidad.
Eagleton remarca que no quiere decir con esto que esa inestabilidad se deba al
carácter “subjetivo” de los juicios de valor. Ninguna enunciación de hechos que podamos
formular es ajena a nuestros juicios de valor, cualquier enunciación da por sentado cierto
número de juicios cuestionables, no hay posibilidad de formular declaraciones totalmente
desinteresadas. Todas las declaraciones descriptivas se mueven dentro de una red (a menudo
invisible) de categorías de valor. Los intereses son elementos constitutivos de nuestro
conocimiento, no meros prejuicios que lo ponen en peligro; el afirmar que el conocimiento
debe ser “ajeno a los valores” constituye un juicio de valor. Pero hay una estructura
fundamental de los criterios e intereses dentro de los cuales nacemos por ser miembros de
una sociedad en particular. Podemos no estar de acuerdo en ciertas cuestiones, pero ello se
debe exclusivamente a que compartimos ciertas formas profundas de ver y evaluar enlazadas
a nuestra vida social y que no pueden cambiar si antes no se transforma esa vida. La estructura
de valores (oculta en gran parte) que da forma y cimientos a la enunciación de un hecho

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constituye parte de lo que se quiere decir con el término “ideología”. Sin entrar en detalles,
Eagleton dice que entiende por ideología las formas en lo que decimos y creemos se conecta
con la estructura de poder o con las relaciones de poder en la sociedad en la cual vivimos. No
todos nuestros juicios y categorías subyacentes pueden denominarse, con provecho,
ideológicos. Por ideología no entiende nada más criterios hondamente arraigados e
inconscientes, sino que se refiere a modos, de sentir, evaluar, percibir y creer que tienen
alguna relación con el sostenimiento y la reproducción del poder social.
Las respuestas críticas están firmemente entrelazadas con prejuicios y criterios de
amplio alcance; no existen las interpretaciones o juicios críticos literarios “puros”. Si no se
puede considerar la literatura como categoría descriptiva “objetiva”, tampoco puede decirse
que la literatura no pasa de ser lo que la gente caprichosamente decide llamar literatura.
Dichos juicios de valor no tienen nada de caprichosos, sino que se relacionan estrechamente
con las ideologías sociales.

ESTÉTICA DE LA CREACIÓN VERBAL (BAJTÍN)

Bajtín intenta contestar la pregunta de cómo aprecia el estado de los estudios


literarios en su tiempo. Dice que se tiende a cometer errores en la evaluación de la propia
actualidad, pero que, aunque haya investigadores serios y talentosos, y condiciones externas
necesarias para su desarrollo, aun no hay un planteamiento audaz de problemas generales ni
una lucha auténtica y sana de corrientes científicas.
Se detiene en dos problemas relacionados con la historia literaria de los siglos pasados,
puesto que ya maduraron y comenzó su elaboración productiva.
Ante todo la ciencia literaria debe establecer un vínculo estrecho con la historia de la
cultura. La literatura es una parte inalienable de la cultura y no puede ser comprendida fuera
del contexto de toda la cultura de una época dada. Es inadmisible separarla del resto de la
cultura y, como se hace con frecuencia, relacionarla directamente por encima de la cultura con
los factores socioeconómicos. Estos factores influyen en la cultura en su totalidad, y solo a
través de la cultura y junto con ella la literatura. Sostiene que en la afición por la especificidad
literaria se menospreciaron los problemas de relación y dependencia mutua entre diversas
zonas de la cultura, no se tomó en cuenta el hecho de que la vida más intensa y productiva de
la cultura se da sobre los límites entre diversas zonas suyas, y no donde y cuando estas zonas
se encierran en su especificidad. Las profundas y poderosas corrientes de la cultura (sobre
todo las corrientes bajas, las populares), que determinan de una manera efectiva la obra de los
escritores, permanecen sin descubrir y a veces resultan desconocidas a los investigadores. Con
semejantes enfoques es imposible penetrar en la profundidad de las grandes obras, y la
literatura misma llega a parecer un asunto insignificante y poco serio.
Si es imposible estudiar la literatura en separación de toda la cultura de una época, es
aún más nocivo encerrar el fenómeno literario en la única época de su creación, en su
actualidad. Cada obra tiene sus raíces en un pasado lejano. Las grandes obras literarias se
preparan a través de los siglos, y en la época de su creación solamente se cosechan los frutos
maduros del largo y complejo proceso de maduración. Al tratar de comprender y explicar una
obra tan sólo a partir de las condiciones de su época, tan solo de las condiciones del tiempo
inmediato, jamás podremos penetrar en sus profundidades de sentido. La cerrazón en una
época no permite comprender tampoco la vida futura de una obra durante los siglos
posteriores, y esta vida aparece como una paradoja. Las obras rompen los límites de su
tiempo, viven durante siglos, es decir, en un gran tiempo, y además, con mucha frecuencia
esta vida resulta más intensa y plena que en su actualidad. Pero una obra no puede vivir en
siglos posteriores si no se impregnó de siglos anteriores. Todo ello que sólo pertenece al
presente, muere junto a éste.
En el proceso de la vida póstuma, las obras se enriquecen con significados nuevos;
estas obras dejan de ser lo que eran en su época de creación. Cada época descubre algo nuevo

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en las grandes obras del pasado. Shakespeare no ha crecido por su cuenta. Ha crecido gracias a
aquello que realmente hubo y hay en sus obras, pero que ni él mismo ni sus coetáneos
pudieron percibir y apreciar en el contexto de la cultura de su época.
Los fenómenos semánticos pueden existir de una manera latente, potencialmente, y
manifestarse únicamente en los contextos culturales de las épocas posteriores favorables para
tal manifestación.
Los géneros tienen una importancia especial. Durante los siglos de su vida se acumulan
las formas de visión y comprensión de determinados aspectos del mundo. Un gran escritor
hace despertar las posibilidades de sentido latentes en el género. El autor es un prisionero de
su época; las épocas posteriores lo liberan de esta prisión y los estudios literarios deben
ayudar a esta liberación.
Una obra literaria se manifiesta ante todo en la unidad diferenciada de la cultura de su
época de creación, pero no se puede encerrarla en esta época: su plenitud se manifiesta tan
sólo dentro del gran tiempo.
La unidad de una cultura determinada es una unidad abierta. En cada cultura del
pasado están latentes las enormes posibilidades de sentido que quedaron sin descubrir, sin
comprender y sin aprovechar a lo largo de toda la vida histórica de una cultura dada.
Se habla de las profundidades de sentidos latentes en las culturas de las épocas
pasadas. De este modo se obtienen los nuevos portadores materiales de sentido, esto es, el
cuerpo de sentido. Pero no se puede trazar un límite absoluto en la cultura: la cultura no se
crea de elementos muertos. Por eso los nuevos descubrimientos de portadores materiales del
sentido aportan correcciones en nuestras concepciones semánticas y hasta pueden exigir su
reconstrucción sustancial.
La compenetración con la cultura ajena, la posibilidad de ver el mundo a través de ella
es necesaria en el proceso de su comprensión, pero una comprensión creativa no se niega a sí
misma, a su lugar en el tiempo, a su cultura, y no olvida nada. Algo muy importante para la
comprensión es la extraposición del que comprende en el tiempo, en la cultura; la
extraposición con respecto a lo que se quiere comprender creativamente. Incluso a su propio
aspecto exterior el hombre no lo puede ver y comprender auténticamente en su totalidad, y
ningún espejo ni las fotografías pueden ayudarlo; en su verdadera apariencia sólo la pueden
ver y comprender las otras personas, gracias a su ubicación extrapuesta en el espacio y gracias
al hecho de ser otros.
En la cultura, la extraposición viene a ser el instrumento más poderoso de la
comprensión. La cultura ajena se manifiesta más completa y profundamente sólo a los ojos de
otra cultura. Un sentido descubre sus profundidades al encontrarse y al tocarse con otro
sentido, un sentido ajeno: entre ellos se establece una suerte de diálogo que supera el carácter
cerrado y unilateral de estos sentidos, de estas culturas. En un encuentro dialógico, las dos
culturas no se funden ni se mezclan, cada una conserva su unidad y su totalidad abierta, pero
ambas se enriquecen mutuamente.

TEORÍAS DE LA LITERATURA DEL SIGLO XX (FOKKEMA)

Los autores de este libro consideran que la investigación de la teoría literaria es la


condición del estudio científico de los textos de literatura. Hay varios caminos para llegar al
conocimiento, y nunca se conoce la certeza de un conocimiento perfecto, sin que esto
signifique abrir la puerta al subjetivismo y el irracionalismo. La intención de estos autores ha
sido presentar un esquema de las teorías actuales de la literatura y disponerlas de tal modo
que queden explícitos los presupuestos en que se basan y los juicios de valor que implican.
El estudio científico de la literatura no se puede concebir sin basarse en una teoría
literaria particular. Son necesarias las teorías de la literatura.

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El autor identifica y refuta ciertas corrientes que son incompatibles con un estudio
sistemático de la teoría literaria. Pone énfasis en la perspectiva histórica.
En primer lugar, debería discutirse la suposición de que la actividad de la crítica
literaria universitaria depende fuertemente de las corrientes que prevalecen en la literatura
creativa (explicación genética).
Las nuevas corrientes en teoría literaria pueden relacionarse con los nuevos
desarrollos de la ciencia y la sociedad. Algunas escuelas de teoría literaria están cerradas a las
nuevas tendencias en la literatura creativa; otras, al contrario, se relacionan directamente con
los desarrollos actuales de la actividad académica y de la sociedad. De poco serviría hacer
generalizaciones sobre una explicación genética de las diferencias existentes entre las diversas
escuelas de teoría literaria. Aunque una explicación genética pueda clasificar aspectos en algún
caso particular, ello no nos exime de la obligación de estudiar las diferentes teorías literarias
por sus propios méritos y de establecer más o menos restringida validez.
Otra tendencia que cabe señalar es la idea de que el arte debe huir de la definición.
George Watson no solo rehúye el definir sus propios conceptos, sino también desafía la
costumbre de los conceptos de épocas como los desarrolló Wellek. Watson sostiene que las
realidades de la literatura no son susceptibles a la definición. Wellek emplea definiciones
descriptivas para explicar el significado de palabras como Clasicismo, Romanticismo, etc.
Dichos términos son “nombres para sistemas de normas que dominan la literatura en un
determinado tiempo del proceso histórico”. Es una idea reguladora, un tipo ideal que no
puede llenarse con una sola obra. El concepto de época es una construcción indispensable
para cualquier discusión de historia literaria que intente superar la etapa de amable
conversación sobre textos individuales. Escamotear la definición de los conceptos literarios
significa el fin de una aproximación sistemática al estudio de la literatura. Trazar los límites del
corpus de materiales de que se trate y el hábito de hacer explícito el significado de los
conceptos que se usan, tiene muchas más probabilidades de hacer progresar el estudio de la
literatura. El concepto de literatura tiene diferentes significados en períodos y culturas
diversos, que se pueden explicar echando mano a las distintas condiciones históricas y a sus
correspondientes convenciones culturales y literarias.
La literatura no es un concepto estático sino algo que hay que determinar en sus
aspectos sincrónicos y diacrónicos. Por eso Ju. Tinianov describe la literatura como una
construcción lingüística dinámica. Cualquier definición de ésta debería tener en cuenta el
hecho de que ciertos textos en un determinado tiempo y lugar se han aceptado como
literarios, mientras que en otros tiempos y lugares no lo han sido. Los mecanismos literarios se
gastan.
Ha habido una tercera corriente que ha impedido el desarrollo de las teorías literarias,
que proviene de una reacción contra el historicismo alemán, donde se afirma la imposibilidad
o, al menos la invalidez, de una separación de la exégesis del significado (interpretación) del
juicio de valor (evaluación). Aquí el historicismo o el relativismo histórico se entiende como un
punto de vista individualizador que interpreta y valora los fenómenos históricos de una época
determinada sobre la base de las normas y en relación con otros fenómenos históricos de ese
periodo. Uno de los argumentos principales contra el método historicista era la creencia de
que nunca podrían reconstruir con certeza las normas históricas; y que si tal reconstrucción
fuera posible, el juicio de valor basado sobre ellas no tendría sentido para el lector moderno. El
historicismo determinó el valor de una obra de arte con relación a su contexto histórico y
mantuvo la tendencia a reducir su significado a su época de origen.
Kayser reacciona frente a esta actitud, lamenta el historicismo extremo y le achaca la
insuficiente atención a las cualidades artísticas y al juicio crítico al mismo tiempo que postula
una separación entre literatura e historia. La interpretación de una obra literaria tiene como
centro la obra en tanto arte y necesita orientarse en particular hacia el aspecto poético, que es
esencialmente distinto de la orientación histórica. El juicio crítico, según Kayser, hay que
emitirlo en y a través de la interpretación. Su tesis correcta de que cada sistema de valoración

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se basa explícitamente o implícitamente en una teoría literaria y de que cada intérprete es
producto de su tiempo, no cae en el relativismo.
De manera más inconsecuente, Kayser postula un método de interpretación que no
aspira a ninguna valoración sino que intenta descubrir una unidad de tensiones en la obra
literaria. La consecuencia es que dicha unidad es un rasgo distintivo del arte y por ello un
criterio primario dentro de un sistema de valoración adecuado. Su punto de vista donde
explicita que la interpretación proporciona frecuentemente la valoración y que la obra literaria
tiene que revelar los criterios con los que se ha de llegar a la valoración, ensombrece la
distinción entre valoración e interpretación.
Wellek sostiene una postura más dura. El análisis no puede considerarse aislado. “La
valoración se desarrolla a partir de la comprensión; la valoración correcta nace de la correcta
comprensión”.
La doctrina de la inseparabilidad de la interpretación y la valoración pierde mucha de
su fuerza cuando se contemplan obras literarias de épocas pasadas o de otras civilizaciones.
Mientras Kayser considera necesario el examen de las condiciones históricas como
preparación para la interpretación literaria, Wellek parece subestimar los problemas que un
texto antiguo puede ofrecer al lector cuando afirma que con los textos literarios podemos
“experimentar directamente cómo son las cosas”. Es una hipótesis que no resuelve nada.
El relativismo histórico priva al estudioso de la literatura de la posibilidad de emitir un juicio,
cuando, si es algo más que un lector común, parece cualificado para hacerlo, un acercamiento
puramente histórico aparta a dicho estudioso de una participación activa en la sociedad
contemporánea.
El efecto negativo del relativismo histórico se produce cuando es posible concebir la
historia literaria como una sucesión de épocas aisladas que no tienen relación entre sí y que a
veces no significan nada para el tiempo actual.
Tenemos que estudiar qué tipos de textos fueron aceptados como literarios por parte
de los lectores de culturas completamente ajenas a la nuestra. Debemos examinar las vías de
valoración de los textos y la reconstrucción de su sistema de valores, evitando que nuestros
propios sistemas interfieran con ellos. La confrontación entre ambos nos mostrará diferencias
y semejanzas; al mismo tiempo nos revelará la relatividad de nuestro sistema de valores, nos
proporcionara una solución alternativa a los propios problemas y nos despojará de la
costumbre del etnocentrismo. Un método así podría llamarse relativismo cultural.
El concepto de estudio científico al que Fokkema adhiere implica la necesidad de
distinguir entre valoración e interpretación. Toda teoría literaria debería distinguir entre
valoración e interpretación. Toda teoría literaria debería desarrollar métodos para garantizar
que las observaciones y conclusiones del crítico no están mezcladas con sus preferencias y
valoraciones personales.
¿Qué debe esperarse de una teoría literaria? La cuestión fundamental es saber qué
hipótesis se han formulado en el campo de la literatura con un deseo de universalidad o, al
menos, de validez general. El único camino abierto para el desarrollo futuro de la disciplina de
teoría literaria es la construcción de conceptos generales y modelos que expliquen los desvíos
individuales y den cuenta de la base histórica de toda literatura. Sin conceptualización y
generalización, sin la terminología de un metalenguaje, no parece posible la discusión
científica sobre los elementos componentes de la literatura y la historia literaria.

EXTENSIÓN E INCERTIDUMBRE DE LA NOCIÓN DE LITERATURA (RÉGINE ROBIN)

Podemos imaginarnos que, en la época en que Lukács era una autoridad indiscutible
en el campo de la reflexión literaria, o cuando los modernistas, batallando contra él, ponían en
primer plano las estructuras formales, todos sabían más o menos lo que representaba la
“literatura”. Ésta no tenía quizá una definición precisa, pero sí un objeto, métodos de
acercamiento, una función en la formación cultural y en la formación de la memoria colectiva y

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del imaginario social. La literatura era ante todo “los clásicos”, las obras consagradas que
habían desafiado años, modas y escuelas de crítica. Y era también el conjunto de las “bellas
letras” contemporáneas, legitimadas por el capital simbólico de su autor, por los
procedimientos formales o de lenguaje de su puesta en texto, o por el alcance universal de su
“mensaje”. Todas estas obras formaban parte de la “literatura” porque en ellas se inscribía la
“literaturidad”, término que los formalistas rusos introdujeron al abordar los textos literarios
para captar con cierta aproximación la especificidad y hasta la esencia de lo literario en los
“procedimientos” de lenguaje y formales de la escritura.
Pero todo esto fue cuestionado. El rodillo compresor de la “cultura de masas”
contribuyó ampliamente a romper la certidumbre de las fronteras del objeto literario.
Benjamin denunció la pérdida del “aura” en las obras artísticas a causa de su reproductibilidad.
Las nuevas tecnologías han dado a luz nuevas formas culturales, nuevas imágenes, nuevas
formas de participación interpersonales o grupales. Se trata de una cultura de lo efímero, de la
simultaneidad, de lo inacabado, del flash, etc., que aísla al individuo en las múltiples formas y
procesos que Lipovetsky ha denominado “la era del vacío”, cultura que constituye el común
posmoderno de la cotidianeidad. Todo esto ha creado un nuevo imaginario.
Mucho antes de la intrusión masiva de los nuevos medios electrónicos, la literatura
canónica había sido impugnada por la intrusión de lo “popular” o de lo “común” en el
cuestionamiento literario. Contra los formalistas, Bajtín sostuvo que la palabra común ponía en
acción los mismos procedimientos que la palabra poética, los mismos juegos metafóricos, el
mismo ludismo, pero lo que las diferenciaba tenía que ver con su función pragmática y social y
con su recepción. Este autor demostró que lo carnavalesco de algunas obras literarias no podía
pensarse sin hacer surgir toda la importancia de la cultura popular de la época, sus tradiciones
orales y sus propias prácticas de lenguaje y de sociabilidad. La literatura reinscribe, aun sin
saberlo, una inmensa herencia popular. Bajtín también acentuó la heterogeneidad de la forma
novelesca. En ella se inscribían múltiples sociolectos y registros de lenguaje.
Mucho antes de esta alteración del objeto literario, algunas formas de la primera
cultura de masas, al tener la primacía absoluta de los medios electrónicos, ya se habían
labrado un lugar selecto en el nivel del amplio círculo de la institución literaria, conquistando
un nuevo público urbano. Más tarde se le dará a esto el nombre de “paraliteratura”, géneros
desvalorizados en la institución: la novela popular, policiaca, de aventuras, ciencia ficción, etc.
Pero esta producción desvalorizada es, no obstante, la más leída, y la literatura del círculo
restringido se vio obligada a reapropiársela en distintas formas; además, muchos escritores
trasladaron al círculo amplio algunos hábitos de escritura y de narración que habían adquirido
en el círculo reducido. Es decir, no hay compartimientos estancos entre los géneros, ya estén
estos legitimados o desfavorecidos en el plano de su estatuto institucional. Además, lo
novelesco fue contaminado por el discurso filosófico, político, ideológico, los panfletos, las
tentativas de escribir novelas proletarias, el realismo socialista, etc.; lo novelesco dejó de
ocupar el primer lugar.
En el momento actual, la eclosión del objeto literario es tal que su sectorización ha
pulverizado todos los etnocentrismos de la legitimidad. Ya no hay una literatura, provenga del
círculo amplio o del restringido, sino que hay objetos particulares, y cada uno de ellos tiene su
manera de inscribirse en lo literario, de producir o pensar lo literario. Aparece por ejemplo la
escritura femenina, o la tradición oral y los sociolectos populares en una relectura negra
norteamericana o tercermundista del fenómeno literario, poniendo en el primer plano a otras
formas narrativas y códigos de lectura. Aparece también la intervención del lector y de la
lectura, de la recepción, en el análisis del fenómeno literario. Con Jauss, Iser, Eco, etc., se ha
formado un nuevo terreno que mira la literatura en el plano sociológico de los lectores reales,
de los actos de lectura reales, pudiendo modificar totalmente el estatuto del texto, las
intenciones del autor. La institución escolar, que organizaba las guías del saber leer, también
ha ido a la quiebra. Una vez más, la cultura de masas ha nublado las pistas que daban acceso,
en la univocidad, al objeto literario. Estalla el objeto y estallan también los métodos; la mayor

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parte de los métodos en vigor pueden aplicarse a no importa qué objeto discursivo y no
afectan en nada a la especificidad del texto literario.
Los teóricos de la literatura se plantean el problema de las fronteras, de la ampliación
del campo, de la muerte de los géneros o del género. Siempre ha habido un cierto número de
textos que han obligado a delimitar lo literario y la ficción en relación con otros géneros
discursivos (autobiografía, diarios íntimos, memorias, etc.). Si bien estos escritos no son
autorreferenciales, si bien remiten a acontecimientos que han sucedido realmente o personas
que han vivido en la realidad, no por ello es menos cierto que están atrapados en el orden del
lenguaje, irreductible al orden de lo real, preocupados por un orden textual y discursivo, por
una intriga y un relato, forzados a argumentar. Si texto y discurso se han de tomar en un
mismo paradigma de lenguaje, es forzoso constatar que a la problemática de la literaturidad y
de la intertextualidad, tan características del texto literario visto en su clausura, hay que
agregar (o sustituirlas por) una problemática de la interdiscursividad que se desplegaría en
todos los terrenos de lo social, que se inscribiría igualmente bien en las producciones del
campo literario como en el discurso político, periodístico o filosófico, etc. Esto es lo que tratan
de hacer los estudios que se centran en la noción de discurso social. Paradójicamente, en el
momento en que la literatura ya no sabe dónde empieza o dónde termina, las ciencias
humanas, también en crisis y habiendo perdido la positividad de sus certezas, están fascinadas
por las potencialidades de la producción literaria, en particular por la novela, su complejidad y
polifonía, las múltiples voces que la recorren, su permeabilidad a lo dialógico y a la escucha del
inconsciente, etc.
Es cuando parece que la literatura se disuelve en lo infinito del discurso, cuando los
demás discursos que la circundan y la rodean vuelven a ella para extraer este “paradigma de la
complejidad” y de la singularidad, que las ciencias humanas no alcanzan a pensar ni a formular.

POÉTICA (ARISTÓTELES)

La poética es el primer libro de estética, sería un cómo hacer. No es prescriptivo sino


que describe lo que había en el momento.
Aristóteles aborda directamente el ámbito de lo subjetivo en el arte cuando establece
su famosa doctrina de la catarsis o de la expurgación de las pasiones como consecuencia de la
contemplación de la obra de arte.
La mímesis consiste en la aprehensión y expresión por parte del artista de las armonías
de las cosas. El artista, ante el espectáculo de la realidad exterior e interior, percibe las
relaciones armónicas que unifican lo disperso, aquello que exteriormente apenas se
manifiesta. Llevado por el amor a las cosas descubre y aprehende esas relaciones armónicas,
en donde las partes se subordinan al todo, la variedad a la unidad, de tal manera que la unidad
resplandezca sobre las partes variables. El artista imita las cosas, según la belleza que se le
manifiesta en las mismas, es decir, según la armonía, mediante el habitus por el cual ve lo que
no todos pueden ver, percibe directamente, intuitivamente- y también afectivamente- las
relaciones armónicas que perviven bajo la variedad de lo circunstancial. La obra ha de ser un
universal individualizado, con toda la vivacidad y calor de lo individual, y con toda la amplitud,
aplicabilidad y elevación de lo universal.
La mímesis o imitación está muy lejos de ser una simple copia literal de la realidad;
tampoco es una interpretación personal y arbitraria de la realidad, es simplemente la
expresión de una aprehensión instituida en la realidad, en donde se pone de manifiesto la
armonía de lo imitado. Esa aprehensión se produce dentro de un movimiento causado por una
tendencia amorosa hacia la creación de un nuevo ser, sobre la base de lo que primeramente
se ha contemplado. Se constituye así el ser artístico, imitación de la realidad, signo de la
realidad y del propio artista, es decir, término de encuentro entre el objeto imitado y el sujeto
que imita.

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La catarsis o expurgación de las pasiones se produce como un efecto subjetivo de la
obra artística. Es decir, tanto en el artista como en el contemplador se produce como efecto de
la obra de arte. A un determinado género artístico (a una determinada forma de hacer
mímesis) le corresponde un determinado género de catarsis.
El objeto artístico es como un pequeño cosmos, cuya existencia se lleva a cabo por la
integración de cuatro causas: causa eficiente, causa formal, causa material, y la causa final. La
causa final del arte presenta tres aspectos según se atienda al objeto artístico en sí, o al sujeto
que es autor o contemplador de la obra. Respecto de la obra de arte en sí, el fin es la existencia
de un nuevo ser, que está supuesto en un fin más trascendente y consiste en la glorificación. El
fin objetivo-subjetivo estriba en el goce estético que experimentan el autor y el contemplador
frente a la armonía manifiesta en un objeto. El aspecto estrictamente subjetivo se identifica
con la repercusión de la obra de arte en la más mínima subjetividad, dónde no llegan los rayos
luminosos de la razón. Aquí tiene lugar la catarsis, es decir, la expurgación de las pasiones, la
cual se produce de hecho en el contemplador de la obra de arte como efecto de la presencia
de ésta, y también, desde luego, el propio artista como consecuencia de la realización de su
obra. Esta expurgación consiste en la armonización anímica del artista o contemplador, como
consecuencia de la presencia de la armonía de la obra de arte. Así, en la tragedia, la catarsis se
produce por vía de temor y compasión. Es decir, que estas dos pasiones, al encontrarse
desordenadas en el ánimo del sujeto humano, se armonizan, se purifican de lo que tienen de
excesivo, se ordenan como consecuencia de la presencia de la obra artística donde se dan esas
pasiones armonizadas y encuadradas en un marco de luz racional y objetivo, es decir,
perfectamente ubicadas dentro de una clara concepción de la vida y del cosmos, en función de
la cual esas pasiones se mueven y agitan. El efecto catártico se produce en el ánimo del que
contempla la obra de arte como resultado o repercusión subjetiva de la visión de la misma;
produce, pues, la armonización interior de las pasiones, la expurgación de lo que en ellas hay
de excesivo; su resultado es la paz, una suave alegría un sentimiento de plenitud y sosiego.
Medios de imitación: Se hace la imitación mediante el ritmo, la palabra y la música (p.
36). Las artes difieren entre sí según las diferencias en los medios de imitación.
Objeto de imitación: Se imita a los que actúan, a las personas mejores o peores o
iguales. Por esta misma diferencia se distingue también a la tragedia de la comedia.
Es por los personajes en acción como se realiza la imitación. Estas personas necesariamente
han de ser de alguna índole determinada por el carácter y el pensamiento. Según estas
acciones todos son felices o infelices. La imitación de la acción es la fábula, llama fábula a la
composición misma de las acciones (p. 50). Entiende por carácter aquello conforme a lo cual
decimos que los personajes son de una determinada calidad, y por pensamiento, todas las
cosas en las cuales ellos manifiestan al hablar alguna cosa o revelan alguna opinión, aquello
que manifiesta la libre decisión respecto de cuáles cosas, en circunstancias ambiguas, uno elige
o rehúye.
Son seis los elementos de la tragedia que la hacen tal: la fábula, los caracteres, el
lenguaje, el pensamiento, el espectáculo (modo) y la composición musical. De ellos, tres
constituyen el objeto de imitación. El más importante es la composición de las acciones, pues
la tragedia es imitación no de hombres sino de acción, vida, felicidad e infelicidad, y el fin es
una acción, no una cualidad. Los hombres tienen cualidades por sus caracteres; pero según sus
acciones son felices o al contrario. Los personajes no actúan para imitar los caracteres, sino
que reciben los caracteres como accesorio, a causa de las acciones. Así las acciones y la fábula
son el fin de la tragedia, y el fin es lo más importante de todas las cosas.
Lo tercero es el pensamiento, o sea el saber decir lo que está implicado en la acción y
lo que corresponde.
Modo de imitación: Se puede imitar con los mismos medios y a los mismos objetos, o
bien narrándolos, o bien haciendo obrar y actuar a todos los imitados. Es decir, el modo puede
ser narrativo o dramático.

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La poesía refiere a lo universal. Consiste en que a un determinado tipo de hombre,
corresponde decir u obrar determinada clase de cosas según lo verosímil o lo necesario.
La peripecia (p. 65) es el cambio en suerte contraria producida en quienes actúan
como y se ha dicho, y esto, como también dijimos, de acuerdo con la verosimilitud o la
necesidad.
El reconocimiento es el cambio de ignorancia en conocimiento, para provecho o daño
de los que están destinados a la felicidad o desgracia.
La peripecia y el reconocimiento son dos de los elementos de la fábula con que se
produce piedad y terror; el tercero es lo patético. Lo patético es una acción destructora y
dolorosa como, por ejemplo, las muertes expuestas en la escena, los dolores, heridas y todo lo
de esta clase. (p. 67).

SOBRE EL REALISMO ARTÍSTICO (JAKOBSON)

Hasta no hace mucho tiempo, la historia del arte y de la literatura era una charla, sin
terminología precisa, sin terminología científica, que utilizaba las palabras del lenguaje
corriente sin hacerlas pasar por el matiz de la crítica, sin limitarlas con precisión ni teniendo en
cuenta su polisemia. El término “realismo” fue el que tuvo especial mala suerte. ¿Qué es el
realismo para el teórico del arte?
a) Se trata de una aspiración, una tendencia, es decir que se llama realista a la obra
propuesta como verosímil por el autor.
b) Se llama realista a la obra que es percibida como verosímil por quien la juzga.
La historia del arte confunde en forma desesperante estas dos significaciones del
término realismo. Se atribuye al punto de vista individual un valor objetivo y absolutamente
auténtico; se sustituye imperceptiblemente la significación A por la B.
c) Una tercera significación sería “realismo” como la suma de los rasgos característicos de
una escuela del siglo XIX, es decir, el historiador de la literatura considera que las obras más
verosímiles son las obras realistas del siglo pasado.
¿Acaso podemos preguntarnos sobre el grado de verosimilitud de tal o cual tropo
poético, o se puede decir que tal metáfora o metonimia es objetivamente más realista que
otra? Aun en pintura el realismo es convencional, es necesario aprender el lenguaje pictórico
convencional para ver un cuadro, de la misma manera que no pueden comprenderse las
palabras sin conocer la lengua. El carácter convencional, tradicional de la presentación
pictórica determina en gran medida el acto mismo de la percepción visual. El pintor innovador
debe ver en el objeto aquello que ayer no se veía, debe imponer a la percepción una nueva
forma. Cuando buscamos la palabra justa que nos permite ver el objeto, elegimos una palabra
que no es habitual, por lo menos en ese contexto, una palabra violada. Con el realismo
revolucionario en literatura, las palabras que ayer empleábamos en un relato hoy ya no nos
dicen nada. Se caracteriza entonces al objeto por los rasgos que ayer considerábamos como
los menos característicos, los menos dignos de figurar en literatura; por los rasgos que no se
tenían en cuenta. Los adeptos de la nueva escuela consideran los rasgos inesenciales como una
característica más realista que la que utilizaba una tradición estereotipada. Otros, los más
conservadores, siguen modelando siempre su percepción según los viejos cánones, y sienten la
deformación realizada por la nueva escuela como una desviación del realismo. Podríamos decir
entonces, con respecto a las definiciones a y b (ver arriba), que dan lugar a una ambigüedad:
A1) La tendencia a deformar los cánones artísticos vigentes, interpretada como un
acercamiento a la realidad
A2) La tendencia conservadora limitada al interior de una tradición artística e
interpretada como fidelidad a la realidad
B1) Yo soy revolucionario en relación con los hábitos artísticos vigentes y percibo su
deformación como un acercamiento a la realidad

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B2) Yo soy conservador y percibo la deformación de los hábitos artísticos vigentes
como una alteración de la realidad. Es decir, se pueden llamar realistas únicamente los hechos
artísticos que, para mí, no contradicen los hábitos vigentes; consideraré como realismo
auténtico aquel en cuyo espíritu me he formado
El conservador no percibe el valor estético autónomo de la deformación; por ejemplo,
muchos historiadores, bajo la apariencia de A2, se refieren en realidad a C. Como existe una
tradición que dice que el realismo es C, los nuevos artistas realistas, a1, están obligados a
declararse neo-realistas, a establecer una distinción entre el realismo ilusorio C y aquel que
según ellos es auténtico o superior. Un análisis más atento descubriría que una serie de
procedimientos que relacionamos gratuitamente con C están lejos de caracterizar a todos los
representantes de la escuela llamada realista, y que, por el contrario, se pueden igualmente
descubrir estos procedimientos fuera de ella.
d) Podríamos hablar de un sentido D en relación a uno de los procedimientos propios del
realismo, identificado con C en general, que consiste en apoyar el relato en una serie de rasgos
inesenciales, “inútiles” para la trama, en hacer más difícil la adivinanza o demorar el
reconocimiento, exagerar o deformar la apariencia de un objeto para poder mostrarlo.
e) Llamaríamos E al realismo como exigencia de una motivación consecuente, a la
justificación de los procedimientos poéticos.
En la medida en que los teóricos del arte, y sobre todo de la literatura, no distinguen las
diferentes nociones disimuladas en el término “realismo”, lo tratan como una palabra comodín
sin limitar su extensión.

LOS PRECURSORES DE KAFKA- POR UNA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA NO HISTORICISTA


(PELLEJERO)

El texto arranca con un epígrafe de Nietzsche que dice que los hombres ejercen una
fuerza retroactiva, porque por cada uno de ellos la historia es de nuevo colocada en la balanza,
que no podemos prever todo lo que algún día hará parte de la historia, y que tal vez el pasado
todavía permanezca esencialmente por descubrir. Después empieza a hablar de Kierkegaard,
que decía que aquel que está dispuesto a trabajar será capaz de dar a luz a su propio padre, y
propone la posibilidad de una concepción no historicista de la historia.
Pellejero dice que en artículo de Borges sobre Kafka se pone en relevancia la
dimensión de este problema en el contexto de la vida literaria y de la historia de la literatura. A
Borges, que venía de formarse en los círculos del modernismo, la crítica al historicismo no le
era ajena, en algunos otros de sus textos aparece también esta cuestión. En Borges, el culto
excesivo de los libros, como el exceso de datos históricos en Nietzsche, es “tanto síntoma de
barbarie como síntoma de una enfermedad que nos anula y nos afantasma”. La crítica a los
excesos historicistas en la literatura atraviesa la obra de Borges, a veces en forma de
propuestas problemáticas que abren camino a una nueva forma de crítica literaria, a medio
camino entre literatura e historia de la literatura, ficción crítica o crítica ficcional. Esto se ve
especialmente en este texto sobre Kafka.
Generalmente, el concepto de precursor es entendido en el sentido de alguien que
viene antes de otro, alguien que precede y anuncia la llegada de otro, un antecesor pero
también un mensajero o un signo. En un contexto cultural, suele entenderse por precursor a
una persona cuya acción, obra o ideas han abierto vía a otra persona, movimiento, época. El
precursor recibe su efectividad sólo en vista de un acontecimiento futuro, que establecería o
validaría la relación retrospectivamente. Pero la crítica literaria impone un uso que
sobredetermina el concepto de precursor: el precursor es fundamento (antecesor) y
manifestación (signo), una categoría histórica, y la categoría crítica que responde a todos estos
aspectos es la categoría clásica de influencia. El artículo de Borges se opone a esta concepción
clásica del precursor; la historia de la literatura no está jugada, no es un resultado, sino que se
juega a cada instante, con cada acontecimiento. Un texto, un autor, una obra o una nueva

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lectura bastan para efectivizar un acontecimiento capaz de redeterminar por completo sus
relaciones esenciales. La obra no encuentra una especificidad propia en la historia sin
determinar a la historia en sus relaciones constituyentes. Acá cita a Deleuze: “lo que hace que
un acontecimiento repita otro pese a toda su diferencia (…) no son las relaciones de causa y
efecto, sino un conjunto de correspondencias no causales, que forman un sistema de ecos, de
respuestas y resonancias, un sistema de signos, brevemente, una cuasi-causalidad expresiva,
no del todo una causalidad necesitante”. Las obras y los autores de la historia de la literatura,
en tanto que singularidades, no se modifican, pero pasan a formar parte de nuevas series,
planos, perspectivas. Cada escritor puede crear a sus precursores, modificar nuestra
concepción del pasado, estableciendo tejidos de vecindades inesperadas o desconocidas.
Pellejero dice que esta insubordinación a los principios historicistas no es solamente
borgeana. T.S. Eliot, en 1918, ya decía que el pasado debe ser alterado por el presente tanto
como el presente es dirigido por el pasado, y que, cuando una obra de arte es creada, lo que
pasa es algo que pasa simultáneamente a todas las obras de arte que la preceden; que los
monumentos existentes forman un orden ideal entre sí, el cual es modificado por la
introducción de la nueva obra de arte entre ellos. En 1947, Malraux decía que toda gran arte
modifica a sus predecesores. Bloom, Stevens, Pascal y Emerson nos proporcionan otros
ejemplos. Bloom, a pesar de que su teoría vuelve sobre los principios del historicismo, llega a
afirmar que el nuevo poeta, en sí mismo, determina la ley particular del precursor. Para él, los
grandes poetas del pasado necesitan de los poetas del futuro sólo en la medida en que estos
últimos elaboran unos elementos que ya estaban latentes en sus propias obras. Por otro lado,
Genette planteaba que la obra actual no modifica estrictamente la historia del arte, pero
modifica indudablemente nuestra percepción de la misma. Baxandall decía que la historia del
arte se vive a partir del presente, que cada vez que un artista sufre una influencia, reescribe un
poco la historia del arte al cual pertenece.
¿De qué modo puede elevarse, sobre la acción causal de la historia, el efecto
retrospectivo de la obra que tiene lugar en la actualidad, que acontece? Aunque muchos de
estos problemas ya se encuentran presentes en la obra de Borges, no es sino a partir de una
obra posterior, la de Deleuze, que estos elementos adquieren la importancia que nos permite
plantear y pensar el problema productivamente. Y el concepto que opera la puesta en serie de
los elementos para la elaboración de este problema es el concepto de repetición.
La idea de precursor presupone, de uno u otro modo, el elemento de la repetición,
incluso ahí donde se lo piensa como esto que viene antes de algo que, en mayor o menor
medida, lo retomará. En el texto de Borges, esta repetición no es simplemente una repetición
material de lo mismo, ni es tampoco la contracción de una serie de diferencias en un caso que
las repetiría aglutinándolas, sino que constituye la propia instancia productiva, creadora, de
esta diferencia, o diferenciación, que reconocemos en elemento de esto que decimos
“kafkiano”: “En cada uno de los textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor,
pero si Kafka no hubiera escrito, no lo percibiríamos, vale decir, no existiría”. El precursor es el
agente de una repetición que no diferencia la serie actual sin modificar las series del pasado,
diferenciando o estableciendo nuevas series. El problema historicista de la influencia viene a
ser reemplazado por la idea de resonancia: el escritor no es determinado por el pasado sin
modificar, por su vez, nuestra concepción del pasado, del mismo modo que modificará nuestro
futuro. Deleuze dice que no hay hechos repetitivos en la historia, sino que la repetición es la
condición histórica bajo la cual algo efectivamente nuevo se produce.
Pellejero plantea que podemos ensayar una aproximación a otro concepto de
precursor que nos propone Deleuze, que es el de precursor oscuro, como corresponde a una
historia abscondita. Deleuze dice que el rayo está precedido por un precursor oscuro invisible
que determina de antemano su camino a la inversa, y que de igual manera todo sistema
contiene su precursor oscuro que garantiza la comunicación de las series bordeantes. En el
caso de Los precursores de Kafka, la determinación que juega ese papel sería esa “idiosincrasia
de Kafka”, que no se diferencia en la obra de Kafka sin diferenciarse en una serie de

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precursores, y que no presenta otras determinaciones, ni otra identidad, que estas con las que
se nos presenta, en el ámbito de la representación, bajo la forma de los textos y las figuras
inventariadas por Borges. Si hay una semejanza entre los precursores que este elemento pone
en comunicación, esa identidad y esa semejanza son absolutamente indeterminadas: la
identidad y la semejanza ya no son condiciones, sino efectos de funcionamiento inducidos en
el sistema, que proyecta sobre sí mismo la ilusión de una identidad ficticia, y sobre las series
que reúne la ilusión de una semejanza retrospectiva: “Si no me equivoco, las heterogéneas
piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí.
Este último hecho es el más significativo. En cada uno de estos textos está la idiosincrasia de
Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos, vale
decir, no existiría”. La diferencia, este acontecimiento que “representa” la obra de Kafka, es
anterior a toda atribución de semejanza, a todo juicio de identidad. La repetición no es
secundaria respecto de ningún término fijo, supuestamente último u originario.
Lo que a Pellejero le parece fantástico del texto de Borges está en la intuición de esta
naturaleza impar del concepto de precursor, que deja de ser un concepto para la fijación y
sobredeterminación de la obra, para pasar a jugar un papel que, más allá de la obra, juega con
la misma toda la historia de la literatura, pero no se trata de cambiar una sumisión por otra, ni
de otorgar al presente los privilegios y las prerrogativas del pasado, sino de hacer jugar esta
distancia que los une y que los separa.
Lo propio del precursor, de este elemento que se precursa y se proyecta en la historia
de la literatura, cubriéndose de nombres de autor, de escuelas literarias y de épocas, no es del
orden de lo particular ni de lo general. La idiosincrasia de Kafka es a un tiempo singular y
universal. Como el Fenix (ver cuento), el precursor pone en conexión la singularidad de las
series a través de la universalidad de su propio retornar. La obra de Kafka repite la de sus
precursores, y los precursores repiten por su vez la obra de Kafka, su idiosincrasia, pero entre
una y otra repetición lo que se repite, esta vez sin ley y sin identidad, es la posibilidad de una
obra futura, en virtud de la cual se juega nuevamente toda la historia de la literatura.
El juego literario, la escritura, no produce textos ni constituye una obra sin constituir al
mismo tiempo un punto de vista sobre la historia de la literatura y el mundo de las letras. Lo
propio de las obras es en última instancia funcionar y no simplemente existir, es decir, ejercer
una actividad de tipo simbólico y tener implicaciones en la vida de los hombres. Las obras no
reflejan el mundo, ni se agregan a él, lo reorganizan. Los precursores no vienen a fijar un texto,
un autor o una obra en un contexto dado, no son los agentes de una historia lineal que sería
necesario determinar del mejor de los modos posibles ni el agente de una dialéctica
revisionista, sino que constituyen el efecto de una línea de transformación que atraviesa el
presente haciendo proliferar las relaciones entre los acontecimientos del pasado.

LA OBRA DE ARTE EN LA ÉPOCA DE SU REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA (BENJAMIN)

El texto arranca con una cita de Valéry, que dice que en algún tiempo distinto fueron
instituidas las Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento sorprendente de
nuestros medios, la flexibilidad y precisión que éstos alcanzan, las ideas y costumbres que
introducen, nos aseguran respecto de cambios próximos y profundos en la antigua industria de
lo Bello. Novedades tan grandes transforman toda la técnica de las artes y operan sobre la
inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción misma del
arte.
En el prólogo, Benjamin habla sobre Marx. La transformación de la superesructura, que
ocurre mucho más lentamente que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo
para hacer vigente en todos los campos de la cultura el cambio de las condiciones de
producción. De las indicaciones sobre cómo sucedió podemos requerir determinados
pronósticos, tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales condiciones de
producción, que dejan de lado una serie de conceptos heredados cuya aplicación incontrolada

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lleva a la elaboración de material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que va a
introducir se distinguen de los usuales en que resultan inútiles para los fines del fascismo, y
por el contrario son utilizables para la formación de exigencias revolucionarias en la política
artística.
La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo
que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. La reproducción técnica de
la obra de arte es algo nuevo que se impone en la historia intermitentemente, pero con
intensidad creciente. Algunos ejemplos son la fundición de metales para hacer monedas, la
xilografía, la litografía, etc. Después vinieron la imprenta, la fotografía, el cine. El ojo en la
cámara es más rápido captando que la mano dibujando; el operador de cine, al rodar en el
estudio, fija las imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En palabras de
Valéry, estamos provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque,
casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan. Hacia 1900, la reproducción técnica
había alcanzado un estándar en el que no sólo comenzaba a convertir en tema propio la
totalidad de las obras de arte heredadas, sometiendo su función a modificaciones hondísimas,
sino que también conquistaba un puesto específico entre los procedimientos artísticos.
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte,
su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. También cuentan las alteraciones que
haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, sus cambios de propietario. El aquí
y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. En la reproducción manual, vista
muchas veces como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad. No ocurre lo mismo con
la reproducción técnica. Ésta se acredita como más independiente que la manual respecto del
original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles
únicamente a una lente manejada a propio antojo que selecciona diversos puntos de vista.
Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para éste, le posibilitan
salir al encuentro del destinatario, por ejemplo en forma de fotografía. Esto deprecia el aquí y
ahora de la obra de arte. El proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima que
ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad, la cifra de
todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su
testificación histórica. En la época de la reproducción técnica lo que se atrofia es el aura de la
obra de arte. La técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición; al
multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia
irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación
respectiva, al encuentro de cada destinatario. Estos procesos están en estrecha relación con
los movimientos de masas de nuestros días, su agente más poderoso es el cine. La importancia
social de éste no es imaginable ni en sus aspectos más positivos sin este otro lado destructivo,
catártico, que liquida el valor de la tradición en la herencia cultural.
Dentro de los grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la
existencia de las colectividades humanas, el modo y la manera de su percepción sensorial.
Podemos definir el concepto de aura, también en relación a objetos naturales, como la
manifestación irrepetible de una lejanía, ej. el aura de una cordillera en el horizonte. Acercar
espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales, tan apasionada
como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día
cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más
próxima de las cercanías, en la imagen, la copia, la reproducción. Quitarle su envoltura a cada
objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el
mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo
irrepetible.
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la
tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo y cambiante: una estatua de Venus era
para los griegos objeto de culto y para los medievales un ídolo maléfico, pero ambos se
enfrentaban a su aura. La índole original del ensamblamiento de la obra de arte en el contexto

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de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más antiguas surgieron al
servicio de un ritual primero mágico, luego religioso, en este ritual se funda el valor único de la
auténtica obra artística. Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario,
la fotografía, el arte sintió la proximidad de la crisis, y reaccionó con la teoría del arte por el
arte, una teología del arte en figura de la idea de un arte “puro” que rechaza cualquier función
social. Por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra
artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en
medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser
reproducida. En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción
artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual
aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.
La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos. Uno de ellos reside en
el valor cultual, otro en el valor exhibitivo de la obra artística. La producción artística comienza
con hechuras que están al servicio del culto. A medida que las ejercitaciones artísticas se
emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos. La
capacidad exhibitiva de un retrato que puede enviarse de aquí para allá es mayor que la de la
estatua de un dios, fija en el interior de un templo. Con los diversos métodos de su
reproducción técnica crecen en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de
arte, que la importancia del valor exhibitivo prepondera absolutamente, lo que hace de la obra
artística una hechura con funciones por entero nuevas.
En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda línea al valor cultual.
Éste ocupa una última trinchera en los retratos que son un culto al recuerdo de los seres
queridos lejanos o desaparecidos; el aura en la expresión fugaz de una cara humana constituye
su belleza melancólica e incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la fotografía, se
opone entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultual.
La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el
halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una modificación en la
función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo XIX, siglo de la disputa entre
fotografía y pintura. Las dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron
juego de niños comparadas con las que aguardaban a esta última en el cine.
El actor de teatro presenta él mismo en persona al público su ejecución artística; por el
contrario, la del actor de cine es presentada por medio de todo un mecanismo. El mecanismo
que pone ante el público la ejecución del actor no tiene que respetarla en su totalidad, sino
que la cámara va tomando posiciones que son luego montadas de una manera determinada
para conformar la película. El actor se ve mermado en la posibilidad, reservada al actor de
teatro, de acomodar su actuación al público durante la función; el público se compenetra con
el actor sólo en tanto que se compenetra con el aparato.
Por primera vez, por obra del cine, llega el hombre a la situación de tener que actuar
con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y
ahora, del aura no hay copia. Lo peculiar del rodaje en el estudio cinematográfico consiste en
que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así tiene desaparecer el aura del actor y con ella
la del personaje que representa. El artista que actúa en escena se transpone en un papel, pero
la ejecución del actor de cine no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones, es
decir, se desmenuza la actuación del artista en una serie de episodios montables.
Ni un solo instante abandona al actor de cine la consciencia de que, en última
instancia, es con el público con quien tiene que habérselas cuando actúa frente a la cámara,
con el público de consumidores que conforman el mercado. El culto a las “estrellas”,
fomentado por el capital cinematográfico, reduce su personalidad a una mercancía ((algo así)).
Es propio de la técnica del cine que se asista a sus exhibiciones como un medio especialista.
Cualquier hombre aspirará hoy a participar en un rodaje. En la literatura, durante siglos, a un
escaso número de escritores se enfrentaba un número de lectores mucho mayor. Con la
creciente expansión de la prensa, una parte cada vez mayor de esos lectores pasó del lado de

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los que escriben. Hoy, la distinción entre autor y público está a punto de perder su carácter
sistemático. El lector está siempre dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito,
alcanza acceso al estado de autor. La competencia literaria ya no se funda en una educación
especializada, sino politécnica. Se hace así patrimonio común. El rodaje de una película ofrece
aspectos que eran antes completamente inconcebibles. Representa un proceso en el que es
imposible ordenar una sola perspectiva sin que todo un mecanismo interfiera en el campo
visual del espectador.
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para
con el arte. Cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el
público la actitud crítica y la fruitiva. En el público del cine coinciden la actitud crítica y la
fruitiva: la reacción masiva del público jamás ha estado, como en el cine, tan condicionadas de
antemano por su inmediata e inminente masificación. Y en cuanto se manifiesta, se controla
((acá habla sobre cine y pintura, no me pareció tan importante, p. 47)).
El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el
aparato, sino además por cómo con ayuda de éste se representa el mundo en torno. Una de
las funciones revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización
científica de la fotografía y su utilización artística son idénticas. Haciendo primeros planos,
subrayando detalles escondidos, explorando entornos triviales, el cine aumenta por un lado los
atisbos en el curso irresistible por el que se rige nuestra existencia, pero por el otro nos
asegura un ámbito de acción insospechado, enorme. Con el primer plano se ensancha el
espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. La naturaleza que habla a la cámara no
es la misma que le habla al ojo.
Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte
provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de su satisfacción plena. El
dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura o la literatura, producir los efectos que el
público busca hoy en el cine. Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de
esas que abren caminos, se dispara por encima de su propia meta. Los dadaístas consiguen
una destrucción sin miramientos del aura de sus creaciones. Para una burguesía degenerada el
recogimiento se convirtió en una escuela de conducta asocial, y a él se le enfrenta ahora la
distracción como una variedad de comportamiento social. De ser una apariencia atractiva o
una hechura sonora convincente, la obra de arte pasó a ser un proyectil. Chocaba contra todo
destinatario. En el cine el elemento de distracción es táctil en primera línea, el cambio de
escenarios y enfoques se adentra en el espectador como un choque. Ante los planos
cinematográficos no podemos abandonarnos a la contemplación y al fluir de asociación de
ideas, porque cambian constantemente.
La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de
participantes ha modificado la índole de su participación. Disipación y recogimiento se
contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra
de arte, se sumerge en ella; por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra
artística (acá habla sobre la arquitectura, p.53-54). Por medio de la dispersión, tal como el arte
la depara, se controlará bajo cuerda hasta qué punto tienen solución las tareas nuevas de la
apercepción. Y como, por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a
dichas tareas, el arte abordará la más difícil e importante movilizando a las masas. Así lo hace
actualmente el cine. La recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia creciente
en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de modificaciones de hondo alcance en la
apercepción, tiene en el cine su instrumento de entretenimiento. El cine reprime el valor
cultual porque pone al público en situación de experto, pero dicha atención no incluye en las
salas de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se
dispersa.
La proletización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente de las
masas son dos caras de uno y el mismo suceso. El fascismo ve su salvación en que las masas
lleguen a expresarse, pero que ni por asomo hagan valer sus derechos. Las masas tienen

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derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se
expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones. En consecuencia,
desemboca en un esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el fascismo
impone por la fuerza en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo
puesto al servicio de la fabricación de valores cultuales. Todos los esfuerzos por un esteticismo
político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace
posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las
condiciones heredadas de la propiedad. Sólo la guerra hace posible movilizar todos los medios
técnicos del tiempo presente, conservando a la vez las condiciones de la propiedad. La
humanidad, que antaño en Homero era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se
ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que
le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el
esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la
politización del arte.

EL EFECTO DE LO REAL (ROLAND BARTHES)

Los “rellenos”, detalles, tienen un valor funcional indirecto (catálisis), en la medida en


que, al sumarse, constituyen algún índice de carácter o de atmósfera. Estas notaciones, el
análisis estructural, ocupado en separar y sistematizar las grandes articulaciones del relato, las
deja de lado.
Si el análisis pretende ser exhaustivo tratando de alcanzar, para asignarle un lugar en la
estructura, el detalle absoluto, la unidad indivisible, debe reencontrar fatalmente notaciones
que no justifican ninguna función permite justificar: estas notaciones son escandalosas,
parecen una especie de lujo de la narración. Por ejemplo, en la cita que se hace de Flaubert,
ninguna finalidad parece justificar la referencia al barómetro, objeto que no es ni
incongruente ni significativo y no participa por lo tanto del orden de lo notable (p. 143). Aun
cuando no sean numerosos, los “detalles inútiles” parecen inevitables.
La notación insignificativa aparenta ser una descripción pero si el objeto parece ser
denotado por una palabra solamente (en realidad, la palabra pura no existe: el barómetro de
Flaubert no está citado en sí: está situado, tomando en un sintagma a la vez referencial y
sintáctico); por allí está subrayado el carácter enigmático de toda descripción, de la cual es
decir una palabra. La estructura general del relato es predictiva, esquematizando al extremo y
sin tener en cuenta numerosos rodeos, retardos y desvíos. La descripción es otra cosa; no
tiene ninguna marca predictiva; “analógica”, su estructura es puramente sumatoria y no tiene
este trayecto de elección y de alternativas que da a la narración el dibujo de un vasto
dispatching, provisto de una temporalidad referencial (y no solamente discursiva). La
descripción aparece como una suerte de “propio” de los lenguajes llamados superiores, en la
medida, aparentemente paradójica, en que no está justificada por ninguna finalidad de acción
o de comunicación. La singularidad de la descripción (o del “detalle inútil”) en la trama
narrativa, su soledad, designa una cuestión que tiene la mayor importancia para el análisis
estructural de los relatos. Todo en el relato es significativo, y si no, si subsisten algunas páginas
no significativas, ¿cuál es la significación de esa insignificación?
P. 146: habla de la descripción en la antigüedad y la cultura occidental. Sobre su
función estética, la finalidad de lo bello (Retórica). Ekphrasis: fragmento brillante, destacable
que tenía un fin en sí, independiente de toda función en conjunto, cuyo objeto era describir
lugares, tiempos, personas u obras de arte, se mantiene a través de la Edad Media. La
descripción no se atenía a ningún realismo, poco importa su veracidad, la verosimilitud aquí no
es referencial, sino abiertamente discursiva.
Si se da un salto hasta Flaubert, se advierte que el fin estético de la descripción es
todavía muy fuerte. La descripción es constituida como una pintura, como el ejemplo de
Rouen: es una escena pintada que el lenguaje toma a su cargo. El escritor cumple aquí la

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definición que Platón da del artista; que es un hacedor en tercer grado, puesto que imita lo
que es la simulación de una esencia. La descripción se halla justificada, si no por la lógica de la
obra, al menos por las leyes de la literatura: su “sentido” existe, depende de la conformidad,
no con el modelo, sino con las reglas culturales de la representación (Madame Bovary como
ejemplo).
Sin embargo, la finalidad estética de la descripción flaubertiana está completamente
mezclada con imperativos “realistas”, como si la exactitud de la referencia, superior o
indiferente a toda otra función, dominara y justificara sola, aparentemente, la descripción, o la
denotara. Las constricciones estéticas están penetradas aquí de constricciones referenciales.
Esta mezcla de constricciones tiene una doble ventaja: por una parte la función estética, que
da un sentido al “fragmento”, detiene lo que se podría llamar el vértigo de la notación; puesto
que, desde que el discurso no estaría más guiado y limitado por los imperativos estructurales
de la anécdota, nada podría indicar por qué detener los detalles de la descripción aquí y no
allá: si ella no estuviera sometida a una elección estética o retórica, toda “vista” sería
inagotable por el discurso: habría siempre un rincón, un detalle una inflexión de espacio o de
color para relacionar, y por otra parte, colocando lo referente como real, fingiendo seguirla de
una manera servil, la descripción realista evita dejarse incluir en una actividad fantasmal
(función referencial).
Los residuos reductibles del análisis funcional tienen en común denotar lo que se llama
corrientemente “real concreto” (pequeños gestos, actitudes transitorias, objetos
insignificativos, palabras redundantes). La “representación” pura y simple de lo “real”, aparece
así como una resistencia al sentido. Lo concreto está siempre armado como una máquina de
guerra contra el sentido, como si, por una exclusión de derecho, lo que vive no pudiera
significar. Pero este “real” es esencial en el relato histórico, porque se considera con lo que
realmente pasó. Lo “real concreto” se vuelve la justificación suficiente del decir. El realismo
literario fue contemporáneo del reino de la historia objetiva y del desarrollo de técnicas e
instituciones fundadas sobre la necesidad de autentificar lo “real” como la fotografía y el
reportaje. Todo esto dice que lo “real” es considerado suficiente por sí mismo, que su
enunciación no tiene ninguna necesidad de ser integrada en una estructura.
Se produce lo que podríamos llamar una ilusión referencial: en el mismo momento en el que se
considera que los detalles denotan directamente lo real no hacen sino significarlo. La misma
carencia de significado, el interés de la sola referencia, se convierte en el mismo significante
del realismo: se produce un efecto de real.

LA OBRA DE ARTE EN LA ÉPOCA DE SU REPRODUCTIBILIDAD DIGITAL (DANIEL LINK)

El texto inicia con un epígrafe de Adorno, que habla de Benjamin y dice que, para éste,
interpretar fenómenos de modo materialista significaba no tanto explicarlos a partir del todo
social, sino referirlos inmediatamente, en su singularidad, a tendencias materiales y a luchas
sociales. Link, de una forma muy parecida al texto de Benjamin, arranca haciendo referencia al
epígrafe de Valéry, diciendo que, en un tiempo muy distinto del nuestro, fueron instituidas
nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento sorprendente de
nuestros medios, la flexibilidad y precisión que éstos alcanzan, las ideas y costumbres que
introducen, nos aseguran de cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello.
A pesar de que las palabras de Valéry fueron escritas en 1928 en “La conquête de l’ubiquité”,
cualquiera de nosotros podría suscribir a ellas. Ocho años después, con el objetivo explícito de
construir una teoría del arte con “conceptos” que resultaran “por completo inútiles para los
fines del fascismo”, Benjamin interpretó en clave baudeleriana-marxista esa “conquista de la
ubicuidad” de “la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Benjamin tiene
que poner esta nueva ubicuidad “en estrecha relación con los movimientos de masas de
nuestros días”, pensar una política de la reproductibilidad. Si el profeta de la reproductibilidad
es Valéry, y Benjamin su evangelista, Borges ocupa el lugar de cristo. En el cuento “Tlön,

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Uqbar, Orbis Tertius”, Borges reproduce el mismo gesto de Benjamin y lee las profecías de la
reproductibilidad de 1928 en clave política: como una resistencia al fascismo, en el caso de
Benjamin, como una resistencia al peronismo, en el caso de Borges. Ni una ni otra opción
ideológica merecen hoy mayor comentario porque constituyen, ambas, opciones históricas
ante las cuales ya no nos encontramos. Pero la teoría estética no debería dejar de meditar
sobre el arte en términos de lo que Benjamin consintió en llamar “sus tendencias evolutivas
bajo las actuales condiciones de producción”. Nos tocaría hoy a nosotros, entonces, examinar
las transformaciones del estatuto del arte en el contexto de las nuevas tecnologías de
reproducción digital. Lo que entendemos por arte (su posibilidad y su necesidad) no se
modifica sólo como consecuencia de una mutación de la cultura (es decir, de los patrones
perceptivos), sino también por la mediación del aparato jurídico consagrado al control de las
libertades del público o, lo que es lo mismo, al control sobre los usos del arte. Lo que se llama
“globalización” es el nombre de esa mutación cultural, de esa transformación de los patrones
perceptivos y de una nueva legalidad para el arte, y nos obliga hoy, como antes a Valéry,
Benjamin, Borges, a situarnos políticamente en relación con esas transformaciones del arte.
“Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo
monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había
declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los
hombres”- con ese admirable veredicto, Borges sintetizaba a la perfección la profecía de
Valéry sobre la reproductibilidad, articulada en una misma frase respecto del arte (los espejos)
y la existencia social (la cópula) y, de paso, suministraba un punto de vista aristocratizante
sobre esos “movimientos de masas de nuestros días”. Valéry pudo pensar, a partir de la
reproductibilidad, en un arte ubicuo, “sistemas de excitaciones completamente liberados de
sus determinaciones fácticas: el arte en cualquier parte, en todas partes, al alcance de todos.
Benjamin entendió que esa transformación afectaba el estatuto jurídico de la obra de arte al
poner en crisis la noción de “autenticidad” y propuso, en consecuencia, una distinción entre
reproducción artesanal y la reproducción técnica. El cálculo fascista, pensaba Benjamin, no
podía recuperar para sus fines una teoría semejante y, más heroicamente, postulaba que esa
teoría servía “a la formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
Dado que el arte, como quería Valéry, no es sino un “sistema de excitaciones”, en Tlön,
nos dice Borges, el arte no es, sino que hay arte. Al negar el ser del arte, lo que se niega es que
pueda existir propiedad jurídica, o lo que es lo mismo: la reproductibilidad no puede estar
regulada jurídicamente, como no lo estuvo en la época de la reproductibilidad artesanal. En
Tlön no existen leyes de copyright. La paranoia del copyright expresa un terror a propósito de
la propiedad del pensamiento y del arte. Según Stallman: “El copyright ya no actúa como una
regulación industrial sino como una restricción draconiana sobre el público en general. Solía
ser una restricción sobre los editores por el bien de los autores. Ahora es una restricción de los
derechos del público para provecho de los editores”. Pero no menos cierto es que la literatura
(el arte, en fin) se vuelve, en la época de su reproductibilidad digital, completamente ubicua,
como quería Valéry. O, para decirlo como Borges, en ese mundo alternativo que es Tlön, el
arte no es, pero no hay arte. El arte como “sistema de excitación”.
Es verdad que en la época de la reproductibilidad digital deberemos librar una batalla
en el nivel de la axiomática por los derechos de propiedad del arte y de los conocimientos,
pero también es verdad que, como leemos en “Mil mesetas”, siempre hay un signo que
demuestra que esas luchas son el índice de otro combate coexistente, un cálculo que pase por
el devenir de las minorías. La reproductibilidad digital hace del arte algo completamente
ubicuo (como quería Valéry), lo lleva al paroxismo de lo político (como quería Benjamin). La
intermitencia en un continuo: como en Tlön, en nuestra época, el arte no es, pero hay arte.
Kittler nos ha persuadido de los riesgos que entraña la privatización del conocimiento y
ha insistido en que “las universidades son el mejor reaseguro contra las soluciones basadas en
la propiedad de las bases de datos. El arte, si es que está destinado a salvarse, se salvará por su
don de ubicuidad.

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La debilidad de la axiomática actual es que ha basado su supervivencia no en una
economía de la necesidad, sino en una economía del deseo. Basta con que las muchedumbres
cultivadas del mundo dejen de tener deseos (de consumir literatura de moda, de ir al cine, de
llenar teatros de repertorio, de comprar cds o de visitar museos, como efectivamente está
sucediendo), para arruinar definitivamente las fantasías de la globalización en lo que a la
propiedad del arte y del conocimiento se refiere. El arte al alcance de todos. Los paranoicos
obispos de las megacompañías del entretainment atribuyen sus mermas de público a la
transgresión de sus leoninas reservas de copyright. Por supuesto, se equivocan. En la época de
la reproductibilidad digital se modifica el estatuto del arte: hay arte digital, al alcance de todos.

LAS REPRESENTACIONES SON HECHOS SOCIALES (RABINOW)

Rabinow comienza hablando sobre la epistemología. Según la postura de Rorty, los


filósofos han coronado a su disciplina como la reina de las ciencias, capaz de proporcionarnos
un fundamento firme para todo conocimiento, de juzgar a todas las demás disciplinas. Sin
embargo, esta concepción de la filosofía es reciente: para los griegos no había una distinción
nítida entre la realidad externa y las representaciones internas, pero, a partir de Descartes en
el siglo XVII, el conocimiento se hizo interno, una cuestión de representación y discernimiento,
de la mente. La filosofía moderna comenzó cuando un sujeto cognoscente, dotado de
conciencia con sus contenidos representacionales, se convirtió en el problema central para el
pensamiento, el paradigma de todo conocer. La noción moderna de epistemología, entonces,
gira sobre la clarificación y el juicio de las representaciones del sujeto: conocer es representar
con exactitud lo que se encuentra fuera de la mente, de modo que entender la posibilidad y
naturaleza del conocimiento es entender la manera en que la mente puede construir tales
representaciones. Se llegaría entonces a un conocimiento de tipo universal: la ciencia.
A fines de la Ilustración apareció, con Kant, la concepción plenamente elaborada de la
filosofía como el juez de todo conocimiento posible. Kant estableció como un a priori la
afirmación cartesiana de que sólo tenemos certeza sobre las ideas: al considerar que todo lo
que decimos se refiere a algo que hemos constituido, hizo posible pensar la epistemología
como una ciencia fundacional. Como disciplina cuya actividad propia es fundar las
pretensiones al conocimiento, la filosofía fue desarrollada por los neokantianos del siglo XIX e
institucionalizada en las universidades alemanas decimonónicas. Sin embargo, su pretensión a
la preponderancia intelectual sólo duró poco tiempo. En el pensamiento moderno hay una
tradición contraria que tomó otro camino: Wittgenstein, Heidegger y Dewey están de acuerdo
en que es necesario abandonar la noción de conocimiento como representación exacta,
posible gracias a procesos mentales especiales e inteligibles a través de una teoría general de
la representación. Su meta no era mejorar la epistemología sino jugar un juego diferente, al
que Rorty llama hermenéutica: conocimiento sin fundamentos. Una vez que se advierte que la
filosofía no funda ni legitima las pretensiones al conocimiento de otras disciplinas, su tarea
pasa a ser la de comentar las obras de éstas y entablar con ellas una conversación.
Parece importante destacar que el rechazo a la epistemología no implica el rechazo a
la verdad, la razón o las normas del juicio. Hacking expone que lo que por común se toma
como “verdad” depende de un acontecimiento histórico previo, la emergencia de un estilo de
pensar acerca dela verdad y la falsedad que estableció las condiciones para que una
proposición pueda considerarse verdadera o falsa. Frente a la lógica, que busca preservar la
verdad, los estilos de razonamiento inducen la posibilidad de la verdad o la falsedad. Hacking
no está “contra” la lógica sino únicamente contra sus pretensiones de fundar y fundamentar
toda verdad. Aunque el carácter de verdadera de cualquier proposición pueda depender de los
datos, el hecho de que sea candidata a la verdad es la consecuencia de un acontecimiento
histórico. A partir de la aceptación de una diversidad de estilos históricos de razonamiento,
métodos y objetos, Hacking saca la conclusión de que los pensadores con frecuencia
entendieron bien las cosas, resolvieron problemas y establecieron verdades; pero, sostiene,

22
esto no implica que debamos buscar un reino popperiano unificado de la verdad, sino que más
bien, a la manera de Feyerabend, tendríamos que mantener lo más abiertas que pudiéramos
nuestras opciones de investigación. Lo denomina anarcorracionalismo.
En “The order of discourse”, Foucault discute algunas de las restricciones y condiciones
para la producción de la verdad, entendida como enunciados capaces de ser tenidos
seriamente por verdaderos o falsos. Examina la existencia de las disciplinas científicas: para
que una disciplina exista, tiene que haber la posibilidad de formular nuevas proposiciones, las
cuales deben ajustarse a condiciones específicas de objetos, temas, métodos, etc., debe
cumplir algunas complejas condiciones antes de que se la pueda admitir dentro de una
disciplina, antes de que se la pueda juzgar verdadera o falsa.
La conversación, ya sea entre individuos o entre culturas, es posible únicamente
dentro de contextos modelados y limitados por relaciones históricas, culturales y políticas y las
prácticas sociales que las constituyen. Lo que falta en el enfoque de Rorty es toda la discusión
de la manera en que se interconectan pensamiento y prácticas sociales. El pensamiento es
nada más y nada menos que un conjunto históricamente localizable de prácticas.
Foucault nos ha ofrecido algunas importantes herramientas para analizar el
pensamiento como una práctica pública y social. En vez de abordar el problema de las
representaciones como específico de la historia de las ideas, Foucault lo trata como una
preocupación cultural más general, una cuestión sobre la que se trabajó en muchos otros
ámbitos además de en el de la filosofía. El problema de la representación se vincula con una
amplia gama de prácticas sociales y políticas dispares pero interrelacionadas que constituyen
el mundo moderno, con sus intereses distintivos entre el orden, la verdad y el sujeto. Se
diferencia de Rorty, entonces, en su tratamiento de las ideas filosóficas como prácticas sociales
y no como giros casuales entre una conversación o en la filosofía. También señala que, una vez
que uno ve el problema del sujeto o las representaciones y la verdad como prácticas sociales,
la noción misma de ideología se vuelve problemática. Rechaza la definición de ideología como
algo opuesto a “la verdad”, algo que oculta la verdad, secundaria a algo supuestamente más
“real”. Foucault formula tres hipótesis de trabajo:
1) La verdad debe entenderse como un sistema de procedimientos ordenados para la
producción, regulación, distribución, circulación y operación de enunciados.
2) La verdad está vinculada en una relación circular con sistemas de poder que la
producen y sostienen, y con efectos de poder que induce y que la extienden
3) Este régimen no es meramente ideológico o superestrctural, fue una condición de
la formación y desarrollo del capitalismo
La epistemología debe verse como un acontecimiento histórico: una práctica social
característica, entre muchas otras, articulada de nuevas maneras en la Europa del siglo XVII.
Deberíamos prestar atención a nuestra práctica histórica de proyectar nuestras prácticas
culturales en el otro. Es necesario que antropologicemos occidente: mostrar cuán exótica ha
sido su constitución de la realidad, mostrar de qué manera sus pretensiones a la verdad se
vinculan con prácticas sociales, razón por la cual se convirtieron en fuerzas sociales efectivas
en el mundo social. Tenemos que pluralizar y diversificar nuestros enfoques: un paso
fundamental contra la hegemonía económica o filosófica es diversificar los centros de
resistencia.
Para Clifford, el otro es la representación antropológica del otro. El primer paso para
legitimar un nuevo enfoque es sostener que tiene un objeto de estudio que antes pasó
inadvertido. Clifford sostiene que los antropólogos han estado experimentando con formas de
escritura aunque no lo supieran. La elevación de la conciencia antropológica acerca del modo
textual de operación de la propia antropología estuvo largamente demorada. La revelación de
que los antropólogos escriben utilizando convenciones literarias, aunque interesante, no es
intrínsecamente generadora de una crisis. Muchos sostienen hoy que la ficción y la ciencia no
son términos opuestos sino complementarios. La autoconciencia del estilo, la retórica y la
dialéctica en la producción de textos antropológicos debería conducirnos a un conocimiento

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más fino de otras maneras de escribir, más imaginativas. Clifford sostiene que la autoridad
antropológica ha descansado sobre dos pilares textuales: el “yo estuve ahí” y la supresión
textual del yo, que establecen su autoridad antropológica y científica. La tesis principal de
Clifford es que la escritura antropológica tendió a suprimir la dimensión dialógica del trabajo
de campo, dando pleno control del texto al antropólogo.
¿Qué es el posmodernismo? El primer elemento es su ubicación histórica como
contrarreacción al modernismo. Más allá de la clásica definición de Lyotard (el fin de las
metanarrativas), Jamerson define su segundo elemento como “pastiche”. Otro rasgo del
posmodernismo es para él también la “textualidad”: el significante queda liberado de la
preocupación por su relación con un referente externo, y otros textos e imágenes se
convierten en su referente.
Una serie de escritos importantes de la última década exploraron las relaciones
históricas entre la macropolítica mundial y la antropología: Imperialismo, Colonialismo, etc…
Tanto las macrorrelaciones como las microrrelaciones de poder y discurso entre la
antropología y su otro están abiertas a la investigación. Las metarreflexiones sobre la crisis de
la representación en los escritos etnográficos indican un alejamiento de la concentración en las
relaciones con otras culturas, en beneficio del interés por las tradiciones de la representación y
las metatradiciones de la metarrepresentación en nuestra cultura. En la postura de Jamerson,
el posmodernista está ciego a su situación y a la calidad de ésta porque, como posmodernista,
está comprometido con una doctrina de la parcialidad y el flujo para la cual aun cosas tales
como la propia situación son tan inestables, tan carentes de identidad, que no pueden servir
como objetos de una reflexión sostenida.
Bourdieu nos ha enseñado a examinar en qué campo del poder y desde qué posición
en ese campo escribe cualquier autor dado. Su nueva sociología de la producción cultural no
procura reducir el conocimiento a la posición social o el interés per se sino, antes bien, situar
todas estas variables dentro de las complejas coacciones en que dichas variables se producen y
reciben. Bourdieu presta una atención especial a las estrategias de poder cultural que
progresan mediante la negación de su asociación con fines políticos inmediatos, con los que
acumulan tanto capital simbólico como una “alta” posición estructural.
Marilyn Strathern ha dado un paso importante para situar la estrategia de los escritos
textualistas recientes a través de una comparación con las últimas obras de las feministas
antropológicas. Fish sostiene que todos los enunciados son interpretaciones y que todas las
apelaciones al texto o a los hechos se basan en interpretaciones; éstas son asuntos de
comunidad y no subjetivos o individuales. Strathern insiste en la necesidad de no perder de
vista las diferencias fundamentales, las relaciones de poder, la dominación jerárquica. Ella
trata de articular una identidad comunitaria sobre la base del conflicto, la separación y el
antagonismo; en parte como defensa contra la amenaza de inclusión en un paradigma de
amor, reciprocidad y entendimiento en el que ella ve otras tantas motivaciones y estructuras,
en parte para preservar la diferencia significativa per se como valor distintivo.
Los antropólogos, los críticos, las feministas y los intelectuales críticos se interesan por
las cuestiones de la verdad y su ubicación social, la imaginación y los problemas formales de la
representación, la dominación y la resistencia, el sujeto ético y las técnicas para llegar a serlo.
El autor propone una postura opositora, recelosa de los poderes soberanos, las verdades
universales, el moralismo de toda clase… propone un entendimiento receloso de sus propias
tendencias imperiales. Intenta estar muy atento a la diferencia y ser muy respetuoso de ella,
pero también es consciente de la tendencia a esencializarla. A medida que se articula una
visión más compleja de la cultura colonial, se necesita una noción más compleja del poder en
las colonias. ((El resumen de este texto me quedó bastante mal y me terminé salteando varias
páginas del final))

TÉRMINOS CRÍTICOS DE SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA

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“Representación” es una de esas palabras cuya densidad significante atraviesa toda la
historia de la filosofía y cuyos usos, diversos y hasta contradictorios, escapan a cualquier
trazado conceptual: serán propios de la teoría del lenguaje, de la semiótica, de la literatura, del
teatro, de las artes visuales, de la música, de la historia, de las ciencias sociales, de la política,
del campo cultural en general. En su acepción más amplia, la representación supone algo que
viene a ocupar el lugar de otra cosa: un objeto, una idea, una persona. Esa presencia, que se
dibuja así sobre una ausencia, lejos está en la tradición filosófica de suponer un simple
desplazamiento, una sustitución igualitaria. Más bien arrastra, desde sus primeras
inscripciones, una suerte de pecado original: la de no ser, justamente, un “original”.
Platón se refería a la representación como copia de las cosas (ideas) “en sí mismas”, y
entonces, como secundidad, presumiblemente falsa o ilusoria. La literatura, en tanto
representación de la vida, debía entonces ser expulsada de la República ideal. Para Aristóteles,
sin embargo, no sólo las artes eran formas de representación, sino que ésta alcanzaba el
estatuto de un “instinto” humano, un rasgo diferenciador del resto de las criaturas. Su
distinción de los tres grandes géneros, que dominará durante siglos la historia literaria de
Occidente (épica, lírica y dramática), atendía justamente a los diversos modos en que estas
expresiones suscitaban un aprendizaje ejemplarizador. La mímesis aproximaba así la
simulación de la ficción a la vida misma. Esa referencia a lo real que conlleva la mímesis es
inseparable de la dimensión creadora: la mímesis es poiesis y viceversa. En la visión griega
clásica, y sobre todo en la platónica, la representación estaba intrínsecamente ligada a la
concepción del lenguaje como nomenclatura, como imposición designativa a “las cosas” o “las
ideas”, que ya estarían investidas de sentidos a priori de toda nominación.
En relación al lenguaje, las concepciones “trascendentalistas”, que postulan la
precedencia del sentido, ya sea en las cosas, ya sea en los conceptos, darán lugar a
“representacionalismos” de distinto tipo, que se opondrán a su vez a las concepciones
“convencionalistas”, para las cuales el sentido no sólo no preexiste al lenguaje, sino que sólo es
definible en los usos y en contextos específicos de situación. Las dos mayores refutaciones
“convencionalistas” del representacionalismo fueron la de John Austin y la del “segundo”
Wittgenstein. Para Austin, existían cantidad de expresiones en el lenguaje que no
“representaban” nada, y por lo tanto no respondían al principio de verificación, que cumplían
la acción que enunciaban sólo por el hecho de su enunciación (bautizar, prometer, jurar,
ordenar…). En verdad, toda enunciación cumple una acción, más allá de lo que “diga”: afirmar,
negar, recomendar, estimar, condenar, interrogar, considerar, definir, etc. Esta
performatividad del lenguaje lo convertía en una dimensión constructiva y transformadora de
la experiencia humana, una forma de acción y no simplemente un medio de representación.
Por su parte, Wittgenstein propone una definición del lenguaje como “forma de vida”, que
incluye las prácticas no lingüísticas esenciales a la significación, y llega a una conclusión
contundente: el significado de una expresión es su uso en un juego de lenguaje. Esos juegos
son innumerables, como las facetas de la actividad humana.
Pero ya otros dos aportes habían venido a trastocar, en los umbrales del siglo XX, los
argumentos que hacían a las viejas ideas de representación: la lingüística de Saussure y la obra
semiótica de Peirce. El primero destierra la idea de la lengua como “nomenclatura”, para
interponer la de una forma significante como constitutiva de la relación del hombre con el
mundo y con la sociedad. El segundo sostiene que no habrá objetos, pensamientos, procesos,
que existan en una realidad inmediata, aprehensible por fuera de la significación: “el hombre
es signo”, afirma, y todo su universo está ya configurado en tanto dimensión significante. La
dimensión simbólica también aparecía como constitutiva en el pensamiento de Freud, para
posibilitar una conclusión quizá perturbadora: no hay “un sujeto” o “una vida” ya definidos en
algún lugar, que el relato vendría simplemente a representar, sino que ambos, sujeto y vida, en
tanto unidades inteligibles, serán justamente un resultado de la narración. Y al decir que “la
vida” no preexiste a la narración no estamos cayendo en el idealismo más extremo, sino
cuestionando su carácter referencial como “original” que luego el relato vendría a reponer.

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Barthes había descubierto en esa economía narrativa del realismo, donde todo es significante,
el detalle insignificante, algo que no aporta ninguna información, pero que está allí, y cuya
función no es la de referenciar un objeto “real” sino la de autorreferenciarse.
La cuestión de la representación es también crucial en las artes visuales: la idea clásica
de mímesis se vio trastocada por las vanguardias estéticas de principios del s. XX, que se
plantearon prioritariamente como movimientos contra la representación, en los que se
proclamaba la infracción de los cánones, la alteración de la comodidad del ojo, de la
costumbre de la mirada. Ya no más el arte como “reflejo” de la vida (burguesa), sino las
formas, el color, la textura, los temas, autonomizados en sus propias lógicas, en la
potencialidad expresiva de nuevos lenguajes capaces de dar cuenta de aquello que corroía el
sistema. Todo esto dejó su impronta en las teorías del arte. Por ejemplo, para Goodman:
"Decir que la naturaleza imita al arte es poco decir. La naturaleza es un producto del arte y del
discurso”. Después de las vanguardias, se consumó la borradura definitiva de la esencia, la
pérdida del aura, esa irrepetible lejanía de la obra de arte de otro tiempo.
Para Derrida, hay sólo representación (o escritura), pero sin original, sólo modos de
significación que circulan en intertextualidad sin significado” propio” ni contexto ideal. Según
Hall, las cosas no significa, somos nosotros los que construimos significados usando sistemas
representacionales.

LA TEORÍA LITERARIA HOY-CONCEPTOS, ENFOQUES, DEBATES- (ESPÓSITO-DIEGO)

Realismos: En los estudios literarios, “realismo” es una palabra que puede resultar
equívoca debido a la variedad de sentidos que ha ido acumulando. En el campo de la filosofía,
en un principio, aludía a la creencia en la realidad de las ideas. Para la escolástica medieval,
realistas eran quienes sostenían que los universales, y no los objetos percibidos a través de los
sentidos, eran las verdaderas realidades. El pensamiento filosófico moderno postula, en
cambio, que lo real se reduce a los objetos singulares y que la verdad puede ser descubierta
por individuo gracias a sus sentidos. Esta última acepción es la que se extendió hacia el campo
literario, donde tampoco ha sido un término unívoco. En un sentido amplio alude a una actitud
que, desde Homero hasta nuestros días, procura alcanzar una semejanza con lo real. Y en un
sentido restringido, es un concepto que remite a un período determinado de la historia del
arte y la literatura, dominante sobre todo a lo largo del siglo XIX.
Raymond Williams recuerda que, en el siglo XIX, fue un vocablo utilizado con cuatro
significados, entre los cuales, en literatura y arte, está el de “método o actitud que ofrece una
descripción verosímil del mundo”. Puede entenderse realismo como una limitación porque “lo
que se describe o representa se ve sólo superficialmente, en términos de su apariencia
exterior y no de su realidad interna”. En la superación de esta limitación se fundamentan
algunos de los requisitos que Lukács va a reclamar al realismo moderno. La última objeción
consiste en afirmar que el medio en que se produce la representación (lengua, piedra, pintura,
etc.), es de naturaleza diferente a los objetos representados, de manera que el efecto de
“representación verosímil” no es más que una convención artística particular.
Después se transfirió a la descripción minuciosa de las costumbres contemporáneas en
Balzac y Murger. Comenzó a difundirse el credo literario de que el arte debe dar una
representación verdadera del mundo real; debe estudiar la vida y las costumbres
contemporáneas a través de la observación meticulosa y el análisis cuidadoso; este estudio
debe realizarse de manera desapasionada, impersonal y objetiva. Realismo será, para Wellek,
“la representación objetiva de la realidad social contemporánea”. En el contexto histórico
europeo, esta definición se opone tanto al romanticismo como al clasicismo; la realidad estaría
concebida como el mundo ordenado de la ciencia del siglo XIX, un mundo de causas y efectos,
en donde ya no caben los milagros. El término “realidad” efectúa además un movimiento de
inclusión: lo feo y lo bajo ahora son asuntos legitimados, y temas tabúes como el sexo, las
enfermedades y las miserias humanas serán admitidos en el mundo del arte. Esta definición

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incluye aspectos formales como la objetividad de la representación, pero también alude a los
contenidos, al considerar la incorporación de temas sociales considerados bajos.
Ian Watt indaga en las relaciones entre el surgimiento del realismo literario con los
cambios epistemológicos promovidos por la filosofía moderna, en particular los aportes de
Descartes, Locke y Hume. Aplica en vocablo de manera específica para remitir a un período
artístico caracterizado por una concepción materialista, mundana y sociológica del mundo que
forma parte de la visión burguesa, en correspondencia con el avance del empirismo y de la
filosofía moderna. Sin embargo, Watt afirma que, a principios del siglo XVII, surgió en
Inglaterra una forma literaria que significó una profunda ruptura con la prosa narrativa
anterior. Sus rasgos más originales no se reducían a una cuestión de contenidos, sino a una
cuestión formal: rechazo de los grandes argumentos tradicionales, individualización de los
personajes, descripción particularizada de los ambientes y objetos, representación detallada y
pormenorizada del tiempo y el espacio, y un estilo transparente que resulte adecuado para
transmitir la experiencia corriente de individuos comunes, orientado hacia la prosa
periodística.
Por otro lado, Auerbach considera al realismo como una tendencia de la literatura
occidental desde los griegos hasta nuestros días. Parte de la observación de que en la tradición
occidental hay una regla clásica de separación de los estilos literarios, que prescribe que a los
asuntos reales, cotidianos y prácticos les corresponde un estilo bajo y risible, mientras que a
los asuntos sublimes, heroicos o trágicos, un estilo elevado y serio. Para Auerbach, el realismo
francés del siglo XIX es uno de los momentos en los que esta regla aparece cuestionada,
puesto que autores como Balzac, Flaubert, etc., derrotan definitivamente la norma clásica de
convertir a personas corrientes de la vida diaria en objetos de representación seria,
problemática y hasta trágica. El realismo moderno elabora tramas narrativas en las cuales las
acciones de los personajes están interconectadas con los sucesos políticos, económicos y
sociales de un determinado momento histórico. En esta conexión entre personaje y momento
histórico cobra importancia la descripción, porque es posible conocer a los individuos a través
de los objetos que los rodean. En este sentido, la figura dominante del realismo es la
metonimia. Hay un perfecto equilibrio entre lo interno y lo externo, lo subjetivo y lo objetivo;
la descripción se vuelve estéticamente necesaria porque se integra en la narración.
La función de la descripción en el sistema narrativo es el criterio al que recurre Lukács
para diferenciar el “nuevo realismo” de Flaubert y Zolá, del realismo clásico de Stendhal,
Balzac y Tolstoi. La descripción del ambiente en Balzac casi siempre se convierte en acción y no
es más que un amplio fundamento para incorporar lo dramático en la composición de la
novela; pero en autores como Flaubert y Zolá, la descripción ya no aparece subordinada a la
acción de los personajes, tiene una motivación compositiva más débil. De acuerdo con Lukács,
esta escasa integración de los elementos constitutivos de una obra disminuye sus valores
estéticos debido a que no se consigue representar con éxito un mundo imaginario que refleje
las contradicciones de la totalidad del mundo social a través de personajes típicos mostrados
en situaciones típicas. El uso literario de las ciencias naturales también puede constituirse para
Lukács en un criterio de importancia para acentuar las diferencias entre Zola y Balzac. Según el
crítico, la obediencia a un método científico de observación y experimentación lleva a Zola a
perder de vista las profundas contradicciones inherentes al capitalismo.
Raymond Williams enlaza el surgimiento en Inglaterra de un nuevo tipo de novela en la
década de 1840 con la emergencia de una nueva clase de conciencia forjada en la agitación de
los cambios sociales. Dejando atrás los equívocos de la imitación y el reflejo, Williams asocia el
realismo con un método artístico que se propone indagar y analizar las nuevas formas de la
experiencia social, es decir, insiste en el lazo del realismo con la representación crítica del
presente. A medida que la Modernidad profundiza sus transformaciones, las relaciones
sociales adquieren mayor complejidad, y se vuelve cada vez más difícil sostener la idea de una
comunidad cognoscible. Las nuevas formas narrativas serán entonces las encargadas de
encarar este conocimiento, de ejercer la “crítica social”, que Williams define como “una visión

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de la naturaleza del hombre y de los medios para su liberación en un lugar y un tiempo
precisos y determinados”. Se vuelve importante la figura de Dickens, puesto que los
procedimientos que habría adoptado de la cultura popular urbana captan en sus innumerables
y diversos matices la experiencia moderna de la multitud y representan los aspectos materiales
de la metrópoli como hecho social y paisaje humano. El nuevo tipo de experiencia de la ciudad
moderna encuentra su forma en las novelas de Dickens.
En el siglo XX la escuela del realismo ya no será dominante. La novela deja de
representar una totalidad en la que priva el equilibrio entre el sujeto y su entorno, y pierde
fuerza la confianza en la posibilidad de conocimiento del individuo y el mundo. Las certezas del
realismo dejan paso a mundos incompletos representados por una conciencia fragmentada
que pone en cuestión las dimensiones sobre las que se asentaban las premisas fundamentales
del realismo: el hombre puede representar el mundo a través del lenguaje. ((para Lukács y los
debates con Brecht y Adorno, ver la parte sobre marxismo de esta fotocopia))

ESTÉTICA DEL CINE (AUMONT, BERGALA, MARIE, VERNET)

El filme como representación visual y sonora- El espacio fílmico: Un filme está


constituido por un gran número de imágenes fijas, llamadas fotogramas, dispuestas en serie
sobre una película transparente; esta película, al pasar con un cierto ritmo por un proyector,
da origen a una imagen ampliada y en movimiento. Tanto el fotograma como esta imagen en
la pantalla se nos presentan bajo la forma de una imagen plana y delimitada por un cuadro.
Estas dos características materiales de la imagen fílmica representan los rasgos fundamentales
de donde se deriva nuestra aprehensión de la representación fílmica. El límite de la imagen,
cuadro cuya necesidad es evidente, tiene sus dimensiones y proporciones impuestas por dos
premisas técnicas: el ancho de la película-soporte y las dimensiones de la ventanilla de la
cámara; el conjunto de estas dos circunstancias define lo que se denomina el formato del
filme. El cuadro juega, en diversos grados según los filmes, un papel muy importante en la
composición de la imagen. De manera general, se puede decir que la superficie rectangular
que delimita el cuadro es uno de los primeros materiales sobre los que trabaja el cineasta.
Reaccionamos ante esta imagen plana como si viéramos una porción de espacio en tres
dimensiones, análoga al espacio real en el que vivimos. Esta analogía es muy viva, a pesar de
sus limitaciones, y conlleva una “impresión de realidad” específica del cine, que se manifiesta
principalmente en la ilusión de movimiento y en la ilusión de profundidad. Puesto que la
imagen está limitada en su extensión por el cuadro, nos parece percibir sólo una porción de
ese espacio. Esta porción de espacio imaginario contenida en el interior del cuadro es lo que
llamamos campo. La impresión de analogía con el espacio real que produce la imagen fílmica
es tan poderosa que llega normalmente a hacernos olvidar, no sólo el carácter plano de la
imagen, sino por ej. también, en películas mudas o en blanco y negro, la ausencia de sonido o
de color, y también nos hace olvidarnos del hecho de que, más allá del cuadro, ya no hay
imagen. El campo se percibe habitualmente como la única parte visible de un espacio más
amplio que existe sin duda a su alrededor. Este espacio invisible que prolonga lo visible se
denomina fuera-campo. Se puede considerar en cierto modo que campo y fuera-campo
pertenecen ambos a un mismo espacio imaginario perfectamente homogéneo, que
denominaremos espacio fílmico o escena fílmica. Todas estas consideraciones sobre el espacio
fílmico sólo tienen sentido cuando tratamos de lo que se denomina cine “narrativo y
representativo”, es decir, películas que de una u otra forma cuentan una historia y la sitúan en
un cierto universo imaginario que materializan al representarlo.
Técnicas de la profundidad: La impresión de profundidad no es exclusiva del cine, pero
la combinación de procedimientos que utiliza para lograrla es singular. Una de las principales
técnicas empleadas es la perspectiva. Ésta podría definirse como “el arte de representar los
objetos sobre una superficie plana, de manera que esta representación se parezca a la
percepción visual que se puede tener de los objetos mismos”. La representación fílmica

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equivale, entre otras cosas, a decir que la representación fílmica supone un sujeto que la mira,
a cuyo ojo se asigna un lugar privilegiado. La otra de las principales técnicas de la perspectiva
es la profundidad de campo. Un parámetro de la representación que juega igualmente un gran
papel en la ilusión de profundidad es la nitidez de la imagen. La construcción de la cámara
impone una cierta correlación entre diversos parámetros (luz, distancia focal, etc.) y el mayor o
menor grado de nitidez de la imagen. La imagen fílmica es nítida en una parte del campo, y
para caracterizar la extensión de esta zona de nitidez se define lo que se llama la profundidad
de campo. Se trata de una característica técnica de la imagen que se puede modificar haciendo
variar la focal del objetivo o la abertura del diafragma, y que se define como la profundidad de
la zona de nitidez. Este dato técnico juega un importante papel estético y expresivo.
El concepto de “plano”: al considerar la imagen en términos de “espacio”, la hemos
tratado como una imagen única y fija, independiente del tiempo, pero no es así como se le
muestra al espectador de cine. Para éste, la imagen no es única, ni independiente del tiempo, y
se mueve. Todo el conjunto de condiciones (dimensiones, cuadro, punto de vista, movimiento,
duración, ritmo, relación con otras imágenes…) es lo que forma la idea más amplia de “plano”.
Se lo puede definir también como “todo fragmento de filme comprendido entre dos cambios
de plano”. En estética del cine, el término “plano” se utiliza al menos en tres tipos de
contextos: en términos de tamaño (general, primer plano, etc.), en términos de movilidad (fijo
o en diversos movimientos), y en términos de duración (unidad de montaje breve o larga).
El cine, representación sonora: aunque nos lo parezca, el sonido no es un hecho
“natural” de la representación cinematográfica, sino que el papel y la concepción de lo que se
llama la “banda sonora” ha variado enormemente. Dos determinaciones esenciales regulan
estas variaciones. Sabemos que el cine existió en primer lugar sin que la banda-imagen
estuviera acompañada de un sonido registrado, más que música. La aparición de los primeros
filmes sonoros sólo se explica por determinantes económicas (ej.: relanzar el cine
comercialmente en el momento en que la crisis de la preguerra amenazaba con alejar al
público). Los otros factores determinantes fueron estéticos e ideológicos. A partir de la
aparición del cine sonoro, se generaron dos respuestas opuestas: quienes lo tomaron como
algo que faltaba y necesitaba llegar, y quienes lo tomaron como un auténtico instrumento de
degeneración del cine. Actualmente, a pesar de los matices, la concepción de un sonido fílmico
que se orienta en la dirección de reforzar y acrecentar los efectos de lo real, se ha impuesto y
el sonido, a menudo, se considera como un simple apoyo de la analogía escénica ofrecida por
los elementos visuales. Pero, si la imagen fílmica es capaz de evocar un espacio parecido al
real, el sonido está casi totalmente desprovisto de esta dimensión espacial. Por tanto, ninguna
definición de “campo sonoro” podría igualarse a la de campo visual, aunque no fuera más que
en razón de la dificultad de imaginar lo que podría ser un fuera-campo sonoro.

TEORÍAS DEL CINE (CASETTI)

La representación, lo no representado y lo irrepresentable: el debate sobre el valor


ideológico y político del cine implica una reflexión más amplia. Se trata de una crítica radical de
cómo se ha ideado y practicado la representación. El punto de partida es la necesidad de
nuevos modelos. La representación, especialmente en el cine, siempre se había considerado
un filtro imperceptible de la realidad, y a la idea de transparencia se opone ahora la de
opacidad. También se había considerado un simple medio para fijar las apariencias, para
encarnar un universo interior, y a la idea de funcionalidad se opone ahora la de resistencia.
Finalmente, se había tenido por un mecanismo que permitía la ilustración orgánica de un
mundo y al mismo tiempo la percepción ordenada del mismo, a la idea de plenitud se opone
ahora la de dispersión.
La idea de que la representación es un espejo, un instrumento y una síntesis nace de
concebirla como mera re-presentación: algo que en un momento no está (la realidad) vuelve
bajo otra forma (la imagen). La representación es sin duda un momento en el que se unen

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ausencia y presencia; sin embargo, la relación entre ambas no es lineal. Conviene preguntarse
en qué se apoya el acto de sustitución, qué fuerzas mueve y qué trabajo comporta, e
igualmente con qué legitimidad reemplaza el sustituto al ausente, en nombre de qué principio
y con qué provecho; y por fin en qué medida se realiza la sustitución, qué se pierde con ella y
qué efectos produce. Veremos entonces que la dimensión mimética, funcional y simbólica de
la representación es solo ilusoria, porque lo que encontramos es un doble tranquilizador y
abusivo, un remedio benéfico al tiempo que venenoso, una prolongación que nos llena los ojos
y al mismo tiempo nos oculta algo. De ahí la importancia de ciertas medidas como la opacidad,
la resistencia, la dispersión, pues nos dicen que la representación no es el encuentro de
ausencia y presencia, sino la tensión abierta entre un sustituto y un sustituido, entre un
resultado y un trabajo anterior. Tenemos, pues, un rechazo de la re-presentación y de los
métodos que suelen atribuírsele, y una exigencia de desvelar los puntos de tensión, de
descubrir nuevos métodos, aunque nos conduzcan al exceso o al vacío. Incluso prescindir del
propio término representación, por su compromiso excesivo.
En cuanto a las intervenciones concretas frente a esto, podemos reconocer tres
grandes corrientes. La primera es de índole filosófica: la representación se cuestiona como
idea, el hecho de concebirla como re-presentación perpetúa una lógica que privilegia un estar
más allá de las cosas, en vez de celebrar su pérdida, de ahí la necesidad de un nuevo horizonte
conceptual que haga de lo no representado y de lo irrepresentable sus núcleos de fuerza
(Derrida, Lacan). El segundo tipo de intervención es de orden estético: la representación se
ataca ahora en cuanto modelo de la práctica artística al uso, que pretende “poner en escena”
algo, ya se trate de la realidad exterior o de una vivencia; por el contrario, hay que devolver la
obra a su materialidad y hacer de ella un objeto en vez de un espejo (vanguardias del s.XX). El
tercer grupo es de índole militante: representar el mundo significa imponer una visión
deformada de las cosas; los individuos no son conscientes de las condiciones reales de su
existencia, de la situación en la que viven y de las relaciones efectivas que regulan la sociedad;
sólo un discurso que intente decir todo de sí mismo y que cuestione sus propios instrumentos
y procedimientos podrá romper el hilo de la ilusión en la que se funda la ideología.
Barthes y el sentido obtuso: Barthes, que había contribuido decisivamente al
asentamiento de la semiótica, acabó por poner en crisis su propio proyecto. Ninguna puede
reducirse a un conjunto de signos, ni el signo puede reducirse a una yuxtaposición de
significante y significado; el texto es en realidad un lugar donde los distintos elementos
constitutivos entran en una especie de cuerpo a cuerpo, en el que se encuentran implicados
sobre todo en su materialidad. Un texto, más que el trámite de una significación o de una
comunicación, es un laboratorio abierto, el espacio de una “escritura”. En una intervención
publicada en 1970, sobre un fotograma de “Iván el terrible”, Barthes dice que se pueden
captar tres niveles de sentido. El primero es informativo y en él se condensa la conciencia que
se me ofrece del escenario, costumbres y personajes, sus relaciones, etc. Se trata del plano en
el que actúa la comunicación, y de ello se ocupan las ciencias del “mensaje”, como la antigua
semiótica. El segundo nivel es simbólico (lo introduce la presencia del oro), más complejo que
el anterior, puesto que tenemos varios simbolismos. De este nivel se ocupan las ciencias de lo
simbólico: la segunda semiótica, el psicoanálisis, la dramaturgia, etc. Pero existe un tercer
nivel, más difícil de identificar y definir, y sin embargo “evidente, errático, obstinado”, que se
puede captar en ciertos detalles y en su forma de presentarlos. Es algo más que la indicación
de una presencia y al mismo tiempo está más allá del relato. Por eso, en oposición al sentido
simbólico, que podríamos llamar obvio, este tercer sentido puede llamarse obtuso. Tiene algo
fuera de medida, algo de excesivo y de excedente.
Lo que caracteriza al sentido obtuso es la capacidad de indicar algo que nos implica y
que impresiona nuestra sensibilidad; su reino es la emoción. Puede decirse que el sentido
obtuso no pertenece al orden del lenguaje articulado, sino al de la interlocución, pues se
refiere a la relación que se establece entre la imagen y el observador “a espaldas del lenguaje”,
surge sin que la lengua lo prevea, interviene en el texto sin tener asignado un puesto, se

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resiste a la descripción lingüística, porque sólo se puede indicar, subrayar, retomar. Es una
presencia que impresiona y se impone más allá de lo que la imagen pretende decir o contar, es
algo que opera más allá de la funcionalidad de los signos, un suplemento que se añade a un
juego autosuficiente. El sentido obtuso es diferente a la historia narrada y a sus significados,
además se encuentra vacío de informaciones propias, quizá se parece a un acento, que
puntualiza y subraya ciertos particulares de la escena. Es un contrapunto, un situarse fuera de
la sucesión de los acontecimientos, un construir una pausa e instaurar un ritmo nuevo. Pero
esta subversión de la narración es sólo la punta del iceberg: es la idea misma de
representación lo que se está cuestionando. Opera al margen de toda finalidad, de toda
economía, no sirve para rentabilizar o capitalizar nada, implica significantes sin significado. Se
encuentra en detalles que no “dicen” nada, como no sea que la imagen está construida a
fuerza de yuxtaposiciones, desvíos, líneas de claroscuro y perfiles. Se encuentra también en
detalles que llaman la atención del espectador por su capacidad de resistir y su intransitividad:
es una pregunta, no una respuesta. De esta forma se cuestiona doblemente la representación,
pues de una parte se ve obligada a reconocer el juego en el que se apoya y de otra se ve
obligada a ir más allá de si misma, para encontrar en otro lugar, en una mirada que la recorre,
su verdadera razón de existir.
El tercer sentido se refiere a lo fílmico y atestigua una dimensión irreductible a
cualquier instrumentalidad y a cualquier orden preconcebido, es el surgimiento de un
significado más que una comunicación o una significación, una representación que no puede
ser representada.
Lyotard y el “a-cinéma”: Lyotard participó activamente en un amplio movimiento
filosófico que denuncia el carácter “violento” del pensamiento occidental, culpable de la
supresión sistemática de la diferencia y la alteridad. En un libro se hace explícita la polaridad
discours, figure: por un lado tenemos lo discursivo, es decir, lo que se presenta como lógico,
ordenado y dotado de sentido; por otro lado tenemos lo figural, es decir, algo que se hace
sentir antes que entender, que expresa una fuerza antes que un significado, que tiene
existencia antes que función. Mejor aún: por un lado tenemos la representación, entendida
como construcción orgánica de un mundo; por otro lado, el manantial original e
indeterminado de la representación, lo indistinto, de donde la representación puede tomar
cuerpo. Lyotard muestra que la cultura occidental suprime literalmente lo figural en favor de lo
discursivo, aunque lo figural siempre continúa pujando. Al igual que en el binomio freudiano
del principio de placer y el principio de realidad, lo figural está dominado por la fuerza, la
energía, en tanto que lo discursivo recoge los impulsos que están detrás, los activa y los
disciplina; el deseo de hablar se hace discurso. Éste es a grandes líneas el marco en el que se
inscribe “L’acinéma”. Lyotard nota que el cine consiste en la inscripción del movimiento, esto
es, de algo que tiene que ver con lo energético y lo pulsional; pero no todos los movimientos
son aceptados, por el contrario, muchos de ellos son excluidos o cancelados. La norma del
oficio obliga a prescindir de lo que contiene un exceso de intensidad o lo que no entra en el
orden del conjunto. Por otra parte, basta ver la función de la puesta en escena: sirve para
sustituir la realidad por su representación; poner algo en escena es señalar un límite. Sirve
además para unificar todos los datos en un único diseño, ponerlos en escena y dotar de orden
y densidad al conjunto. Tenemos, pues, una disyunción entre la realidad y su doble, con la
represión de la una en favor del otro y una eliminación de lo que no se presta a ser reconocido,
coordinado y retenido. Es precisamente la necesidad de normalización lo que constituye el
factor clave: todo lo que está adentro y alrededor del filme se reconduce a lo aceptable, lo
mesurado, lo orgánico, lo bien formado. Sin embargo, el cine, por ser transcripción del
movimiento, no siempre obedece a esta ley, por el contrario, lo irrepresentable pertenece a su
ámbito. El acinéma obedece a otro orden, a otros modos; su lógica es la pirotecnia, es decir, la
de la exaltación y el derroche de energías. Se convierte en un lugar en el que la energía erótica
se desarrolla, se despliega y se quema gratuitamente. Se abren dos direcciones para concebir
un objeto cinematográfico conforme a la exigencia pirotécnica: la inmovilidad y el exceso de

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movimiento. Lo importante en el acinéma es superar el umbral de lo económico, lo mimético,
lo representativo, abrirse a los movimientos que generalmente se excluyen y se anulan, a lo
dinámico, lo energético, lo libidinal,lo irrepresentable. Si Barthes descubría lo irrepresentable
en el corazón de la representación, en una serie de detalles capaces de reestructurar el diseño
global, Lyotard lo encuentra fuera de la representación, en una serie de medidas que invierten
leyes en apariencia estables.
Los puntos ciegos de la representación fílmica: Marie-Claire Ropars hace del cine el
centro del interés, a menudo junto con la literatura. Ante todo nos invita a liberarnos de una
serie de conceptos tradicionales como signo, significado, obra, etc., que constituyen el
corolario de la idea de representación y tienden a hacer del filme y del libro un espacio
funcional, unitario y estable. Lo que necesitamos es abrir una perspectiva distinta: el filme es
como el libro un texto, es decir, una combinatoria abierta de elementos que no poseen ni un
puesto ni un papel predeterminados, empeñados en tejer y destejer representaciones con una
disposición variable, o mejor aún es el lugar de una escritura, de un juego dominado por las
tensiones y los conflictos que preside y precede al mero hecho de dotarse de sentido. Ropars
explora a fondo la idea de escritura, de origen derrideano, y hace referencia a la noción de
montaje elaborada por Eisenstein: en ambos casos nos encontramos ante procesos en acto,
más que ante resultados estables; ante acuerdos que nacen del choque más que de una
adecuación recíproca; ante diseños que se transforman delante de nuestros ojos en vez de
hallar un punto de equilibrio. Bajo este aspecto, tanto la escritura como el montaje marcan la
salida del logocentrismo, obsesionado por lo identificable y lo sensato, permitiéndonos
percibir el hacerse y deshacerse del texto antes que reconocer sus diversos componentes. Leer
un filme o un libro no significa reproducir lo que ya está allí, sino inscribirse en una dinámica a
menudo latente y explotarla en toda su productividad. La “lectura” es lo que permite que un
filme o un libro se conviertan en el lugar de una escritura. El interés de Ropars apunta a una
serie de fenómenos que parecen desvelar los mecanismos de la representación
cinematográfica, particularmente sus relaciones con la realidad. Entre ellos, el fuera de campo,
el primerísimo plano, el des-encuadre, etc.
Por una representación distinta: En los años 70, la necesidad de superar el concepto de
representación se traduce a menudo en una valoración de las experiencias que se alejan de los
hábitos del cine y buscan nuevas soluciones, estilos y fórmulas. De ahí un frecuente elogio a la
vanguardia, especialmente a la que se opone a que el cine tenga que representar
necesariamente el mundo o los estados de ánimo, en vez de contar algo sobre sí mismo, sobre
su elaboración o sobre sus materiales. Un filme no es una ilustración o una confesión, es ante
todo un objeto, fruto de un trabajo. En las intervenciones de tipo estético, se subrayan las
rupturas respecto a las prácticas corrientes y los problemas que permiten plantear la apertura
de un nuevo horizonte. El cine posee tres características que constituyen otros tantos límites:
se dedica a narrar, se elabora industrialmente y obedece a las reglas de la representación. En
un ataque contra la dimensión narrativa, industrial y representativa del cine, lo importante es
hacer que surja la energía que subyace a todo acto de lenguaje, el dinamismo que hay en todo
texto.
Representación e ideología: El tercer gran bloque de intervenciones se mueve por un
espíritu “militante”. Mac Cabe interviene en más de una ocasión sobre el problema del
realismo: el realismo clásico, cinematográfico o literario, gracias a la adopción de un punto de
vista omnicomprensivo de las peripecias que se cuentan, favorece la neutralización de
tensiones y contradicciones. Existe, sin embargo, un realismo progresista cuando se introducen
contradicciones entre el discurso dominante en el texto y los discursos ideológicos de la
sociedad, es decir, cuando lo que dice el filme entra en conflicto con aquello de lo que habla.
Se puede llegar más lejos, en una estrategia de tipo subversivo, en cuyo caso habrá que
cuestionar la posición del sujeto e incluso convertir en un lugar de dispersión y ruptura lo que
era el lugar de un “supuesto saber”. Mac Cabe interviene también para analizar los aspectos
metodológicos del problema, mostrando que la idea de representación queda muy lejos de ser

32
compacta y se presta a una multiplicidad de tomas de posición. También Heath explora la idea
de representación en sus diversas acepciones y en sus diversos resultados. Fueron
especialmente célebres sus análisis del espacio cinematográfico. En ese plano donde el cine
realiza sus gestos decisivos, un cuadro se convierte en una sección de realidad, una superficie
adquiere densidad y se ensancha más allá de sus límites, un fragmento se convierte en parte
del mundo, una vista de convierte en una escena. Pero esta conversión sitúa al espectador en
una posición privilegiada, pues el espacio se despliega y los fragmentos se mantienen unidos
sólo gracias a su mirada. Así, el espectador es sujeto unificado y unificante de la visión, es el
“dueño” de la representación, cuyo desarrollo acompaña y completa. Las imágenes de la
pantalla asignan al espectador una serie de puntos de vista obligados, y las formas y lugares de
la proyección obligan a rituales de consumo igualmente constrictivos. Sólo atendiendo a estos
factores se pueden identificar los tipos de subjetividad que el cine estimula, unos agresivos,
otros liberadores. Como en el caso de Mac Cabe, el objetivo es “desmontar” el mecanismo
básico del cine y, más en general, el de los discursos que intentan representar el mundo.
Entonces se hacen evidentes las implicaciones ideológicas (pues el mecanismo tiende siempre
a crear una ilusión), pero también las raíces (el mecanismo se basa en un cierto modo de
construir los textos y delinear la subjetividad) y los márgenes positivos (existen textos y
subjetividades liberadoras). La obra de Bitomsky tuvo una gran influencia en el debate alemán.
El punto de partida es la naturaleza contradictoria del cine: se trata de un medio de
comunicación que como tal favorece las relaciones humanas, pero también de un segmento de
la industria cultural que por el hecho mismo de implicar la existencia de mercancías favorece la
alienación humana. Sin embargo, en la sociedad capitalista el cine sólo ejerce su función
comunicativa a costa de convertirse en mercancía. En efecto, la continua repetición de las
historias, signo inequívoco de su carácter industrial, lleva a examinar no lo que dice el filme,
sino el hecho mismo de que diga, esto es, la acción comunicativa, el contenido que transmite y
el sujeto que lo realiza. El asunto de complica porque un filme trabaja sobre al menos dos
circuitos de comunicación: uno exterior, entre sala y pantalla, otro interior, entre los
personajes de la ficción. De nuevo estamos ante el problema de la representación fílmica: ¿qué
consistencia tienen las cosas que aparecen en pantalla?, ¿qué valor de verdad? Aunque la
representación sea el espacio de la ilusión, también conocemos ya los mecanismos de su
lógica, pues las críticas han hecho imposible que la ilusión funcione plenamente, tanto en el
plano teórico como en el artístico. Esto significa que cuanto mayor es la pretensión del filme
de ofrecernos una parte de la realidad, tanto más se percibe la impotencia de su gesto, y en
este sentido es útil porque señala un error sin pretender sustituirlo por una “visión correcta”.
La representación no tiene por qué ser desmantelada, basta con que al funcionar evidencie el
funcionamiento.

¿NARRAR O DESCRIBIR? (LUKÁCS)

En dos célebres novelas modernas, Naná de Zolá y Anna Karenina de Tolstoi, se


describe una carrera de competencia. La descripción de las carreras constituye un ejemplo
espléndido del virtuosismo literario de Zolá: todo lo que puede ocurrir en una carrera en
general se describe exactamente, la carrera se describe en todas sus fases con el mayor
detalle. Sin embargo, la magistral descripción no es, en la novela misma, más que un
“añadido”; los acontecimientos de las carreras sólo se relacionan con la acción muy
superficialmente. Por otro lado, en Anna Karenina constituyen las carreras el punto crítico de
un gran drama. La caída de Wronski significa el cambio repentino en la vida de Anna. Todas las
relaciones de los personajes principales de la novela entran como resultado de las carreras en
una nueva fase decisiva. Las carreras se describen en Zola desde el punto de vista del
espectador, en tanto que en Tolstoi se narran desde el punto de vista de quien toma parte en
ellas. En Tolstoi, todos los preparativos de la carrera y todas las fases de la misma forman parte
de una acción importante, se narran en su secuencia dramática. Tolstoi no describe una

33
“cosa”, sino que narra los destinos de individuos. Podría objetarse: ¿no proporciona el carácter
completo de la descripción de Zola la imagen justa de una manifestación social? Ningún
escritor puede plasmar algo vivo si deja totalmente de lado lo casual, pero, por otra parte, ha
de ir en la plasmación más allá de lo casual bruto y crudo, elevándolo a necesidad.
Tomemos la descripción del teatro en la misma novela de Zola y comparémosla con la
de Balzac en Las ilusiones perdidas. El estreno, con el que empieza la novela de Zola, decide la
carrera de Naná. Y en Balzac, el estreno significa un punto crítico en la carrera de Lucien. Una
vez más, el teatro se describe, en Zola, del modo más escrupulosamente completo. Esta
integridad objetiva, material, falta en Balzac. El teatro, la representación, no es para él más
que el escenario de dramas humanos internos. Pero, ¿qué se plasma en todas estas luchas y
estos conflictos, relacionados todos ellos directa o indirectamente con el teatro? El destino del
teatro en el capitalismo. Estos problemas aparecen también en Zola, pero sólo se describen
como hechos sociales, como resultado. El director del teatro de Zola repite incesantemente
“no digas teatro, di burdel”. Balzac, en cambio, plasma cómo el teatro se convierte, en el
capitalismo, en prostitución. El drama de los personajes principales es aquí al propio tiempo el
drama de la institución en la que colaboran, de las cosas con las que viven, del escenario en el
que liberan sus luchas, de los objetos en los que sus relaciones se ponen de manifiesto y por
los que se establecen.
Tomando un ejemplo de Walter Scott, en el que describe una exhibición de armas
combinada con festividades populares en Escocia, podemos notar que se reúne en este
escenario total las contradicciones que poco después habrán de explotar en lucha sangrienta.
La exhibición de armas pone de manifiesto en escenas grotescas el carácter irremisiblemente
anticuado de las relaciones feudales y la oposición sorda de la población contra el intento de
su renovación. Al narrar Scott la historia de dicha exhibición y al desplegar ante nosotros en
dicho relato el escenario entero, expone al propio tiempo todas las tendencias, todas las
figuras principales de un gran drama histórico, nos sitúa de un solo golpe en medio de la acción
decisiva.
La descripción de la exposición agrícola y los premios otorgados a los campesinos en
Madame Bovary, de Flaubert, formaba parte de los puntos culminantes más célebres del arte
descriptivo del realismo moderno. Al poner paralelamente y en contraste discursos oficiales y
fragmentos del diálogo amoroso, pone al propio tiempo la banalidad pública y privada de la
vida burguesa en un paralelo irónico y contrastante. El contenido simbólico lo alcanza Flaubert
irónicamente, y por esto a una altura artísticamente considerable. En cambio, cuando en Zola
el símbolo ha de adquirir una monumentalidad social, cuando tiene por objeto imprimir a un
episodio en sí mismo insignificante el sello de un gran significado social, entonces se abandona
la esfera del verdadero arte; la metáfora se hincha en realidad. En Scott, Balzac o Tolstoi nos
enteramos de acontecimientos que son significativos como tales por el destino de las personas
que participan en ellos, por lo que significan las personas, en el rico despliegue de su vida
humana, para la vida de la sociedad. Somos el público de acontecimientos en los que
participan los personajes de las novelas; vivimos estos acontecimientos. En Flaubert y Zola, los
personajes mismos no son más que espectadores más o menos interesados de
acontecimientos. De ahí que éstos se conviertan para el lector en un cuadro o, mejor dicho, en
una serie de cuadros; contemplamos estos cuadros.
El contraste entre el convivir y el contemplar no es casual. Proviene de la posición
básica del propio escritor, y más concretamente de su actitud fundamental frente a la vida,
frente a los grandes problemas de la sociedad, y no sólo como método de un tratamiento
artístico de la materia o de ciertas partes de la misma. Lo mismo que en otros dominios de la
vida, tampoco en literatura se dan “fenómenos puros”: no hay con seguridad escritor alguno
que no describa en absoluto, y tampoco puede afirmarse de los representantes importantes
del realismo de Flaubert y Zola que no narren en absoluto. Lo que importa son los principios de
la composición, y no el fantasma de un fenómeno “puro” del narrar o el describir. Lo que
importa es cómo y por qué la descripción se convierte en un principio decisivo de la

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composición. En la concepción de Balzac, la descripción comienza a cobrar importancia como
como un medio de exposición esencialmente moderno, pero sigue siendo un elemento entre
muchos otros. El nuevo estilo surge de la necesidad de la plasmación adecuada de la nueva
modalidad de manifestación de la vida social. La relación del individuo con la clase se ha hecho
más complicada de lo que fue en los siglos XVII y XVIII. Pero en Balzac, la descripción del
ambiente, absolutamente necesaria, no se detiene nunca en la mera descripción, sino que se
convierte casi siempre en acción. Es decir, la descripción no es más que una amplia
fundamentación del nuevo elemento decisivo, a saber: para la incorporación de lo dramático
en la composición de la novela. Balzac, Stendhal, Dickens y Tolstoi plasman la sociedad
burguesa constituyéndose definitivamente a través de graves crisis. Plasman las leyes
complicadas de su advenimiento y las transiciones variadas e intrincadas que conducen de la
vieja sociedad en decadencia a la nueva en formación. Ellos mismos vivieron activamente las
transiciones críticas de este proceso de constitución, de las maneras más diversas; son
individuos que toman parte activa y variada en las grandes luchas sociales de su época y se
hacen escritores a partir de las experiencias de una vida rica y vasta.
No así Flaubert y Zola. Éstos iniciaron su actividad en la sociedad burguesa ya
constituida y completada. Ya no compartieron activamente la vida en esta sociedad, ya no
quisieron compartirla. En esta negativa se pone de manifiesto la tragedia de una generación
importante de artistas del período de transición. Porque esta negativa se determina ante todo
como oposición: expresa el odio, la repugnancia y el desprecio por el régimen político y social
de su época. Flaubert y Zola se convirtieron en espectadores críticos de la sociedad capitalista,
pero con esto, al propio tiempo, en escritores en el sentido exclusivamente profesional, en
escritores en el sentido de la división capitalista del trabajo. El libro se ha convertido ahora por
completo en mercancía, y el escritor en vendedor de esta mercancía. Los nuevos estilos y las
nuevas modalidades de exposición no surgen nunca de una dialéctica inmanente de las formas
artísticas; todo nuevo estilo surge con necesidad social-histórica de la vida, es el producto
necesario de la evolución social. Según Zola, “el escritor de novelas sólo necesita distribuir los
hechos lógicamente… el interés ya no se concentra en lo peculiar de la fábula; al contrario,
cuanto más banal y general sea, tanto más típica será”.
Comprender la necesidad social de un estilo determinado no es lo mismo que valorar
estéticamente las consecuencias artísticas de dicho estilo. Después de analizar la génesis de las
epopeyas homéricas, Marx dice: “sin embargo, la dificultad no está en comprender que el arte
y la épica griegos estén ligados a determinadas formas sociales de evolución. La dificultad
consiste, antes bien, en comprender que nos proporcionen todavía un goce estético y que se
consideren en cierto modo como norma y modelo inasequible”. Flaubert tiene una
concepción equivocada de la realidad, del ser objetivo de la sociedad, de la relación entre
naturaleza y arte, una concepción abarcativa y abstracta en la que la vida aparece como un río
que corre uniformemente, como una superficie lisa y monótona, sin articulación, en ocasiones
interrumpida bruscamente por catástrofes “repentinas” y brutales. En la realidad misma, sin
embargo, las catástrofes repentinas se están preparando desde mucho antes, conduce a ellas
una evolución, complicada e irregular. Flaubert nutre un prejuicio al suponer que la
articulación de la superficie no existe independientemente de él. La articulación se produce
por efecto de las leyes que determinan la evolución histórica de la sociedad, por las fuerzas
impulsoras de la evolución social. En la burguesía de la segunda mitad del siglo XIX, la crisis es
planteada como una “catástrofe” que interrumpe el curso “normal” de la economía. Y de
modo análogo, toda revolución se presenta como algo catastrófico y anormal. En sus opiniones
subjetivas y sus intenciones literarias, Flaubert y Zola no son en modo alguno defensores del
capitalismo. Pero son hijos de su tiempo y, a tal título se hallan profundamente influidos por
las ideologías de su época. En la obra de Zola, no podemos hablar de un reflejo justo y
profundo de la realidad objetiva, sino de una trivialización y una deformación de sus leyes. El
verdadero conocimiento de las fuerzas impulsoras de la evolución social, el reflejo
desinteresado, justo, profundo y cabal de su influencia sobre la vida humana ha de aparecer en

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forma del movimiento, de un movimiento que ilustre la unidad regular del caso normal y del
caso excepcional. Esta verdad de la evolución social es asimismo la verdad de los destinos
individuales. Pero, ¿cómo y dónde se hace esta verdad visible? Es obvio no sólo para la ciencia
y la política científicamente fundada, sino también para el conocimiento humano en la vida
cotidiana, que esta verdad de la vida sólo puede revelarse en la práctica del individuo, en sus
actos y acciones. Solamente la práctica humana puede mostrar concretamente la naturaleza
de los individuos. La poesía originaria parte siempre del hecho fundamental del significado de
la práctica. Sin la revelación de rasgos humanos esenciales, sin la relación recíproca entre los
individuos y los acontecimientos del mundo exterior, de las cosas, de las fuerzas naturales y de
las instituciones sociales, las aventuras son vacuas, carecen de contenido. Se abre paso uno de
los fundamentos más profundos del interés de los individuos por la literatura: el interés por la
riqueza y el colorido, por la variedad y la diversidad de la práctica humana.
La literatura de la observación y de la descripción elimina en grado cada vez mayor la
relación recíproca entre la vida interior ricamente desarrollada de las figuras típicas del tiempo
y la práctica. Flaubert confunde la vida con la vida media cotidiana del burgués. Por supuesto,
este prejuicio tiene sus raíces sociales, pero con esto no deja de ser un prejuicio, no deja de
deformar subjetivamente el reflejo poético de la realidad, de impedir su reflejo poético
adecuado y completo. Flaubert lucha toda su vida por salirse del círculo mágico de los
prejuicios surgidos de la necesidad social, pero toda vez que no lucha contra los prejuicios
mismos, sino que los considera antes bien como hechos objetivos ineludibles, su lucha resulta
trágicamente vana. El arte épico, y también el arte de la novela, consiste en el descubrimiento
de los rasgos humanamente significativos de la práctica social, oportunos y característicos en
cada caso. El individuo quiere obtener en la poesía épica su propio reflejo más claro y más
intenso, el reflejo de su práctica social. La descripción es un sustituto literario del significado
épico que se ha perdido. El dominio de la prosa capitalista sobre la poesía interna de la
práctica humana, la deshumanización creciente de la vida social, la baja del nivel dela
humanidad, todo esto son hechos objetivos del desarrollo del capitalismo. De ellos surge
necesariamente el método de la descripción.
La narración articula, la descripción nivela. Solamente la práctica humana muestra
cuáles cualidades de un individuo han sido en la totalidad de sus aptitudes las importantes y
decisivas. Únicamente el enlace con la práctica, únicamente la concatenación complicada de
actos y sufrimientos diversos de los individuos puede revelar cuáles cosas, instituciones, etc.,
han influido esencialmente sobre sus respectivos destinos, y de qué modo y cuándo la
influencia fue ejercida. Todo esto sólo puede abarcarse con la mirada desde el final. El épico
que narra retrospectivamente, a partir del final, un destino humano o el entretejido de
diversos destinos individuales, hace clara y comprensible para el lector la selección de lo
esencial efectuada por la vida misma. El observador, que existe siempre necesariamente al
mismo tiempo, ha de extraviarse en el enmarañamiento de los detalles en sí mismos
equivalentes, ya que la vida misma no ha efectuado todavía la selección a través de la práctica.
El lector es conducido a través del entrelazamiento de motivos de enlaces variados por el autor
omnisciente, que conoce el significado particular de cada detalle en relación con el desenlace
final. En el curso del relato y del descubrimiento paulatino de los elementos esenciales, los
detalles aparecen en una luz totalmente nueva. El distanciamiento respecto de los
acontecimientos relatados, que confiere expresión a la selección de lo esencial por la práctica
humana, se da también en los verdaderos épicos cuando el autor adopta la forma del relato en
primera persona, cuando uno de los personajes de la obra se finge como narrador. La tensión
de la obra de arte verdaderamente épica se refiere siempre a destinos humanos. La
descripción lo hace todo presente, pero se narra lo pasado. La gran narración moderna pudo
incorporar el elemento dramático a la forma de la novela mediante la conversión consecuente,
precisamente, de todos los acontecimientos en pasado. Sin embargo, la presencia del
descriptor que observa es precisamente el antipolo de lo dramático. Se describen estados, lo
estático, lo inmóvil… con esto la descripción cae en lo costumbrista. El principio natural de la

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selección épica se pierde, el estado de ánimo de un individuo es tan o tan poco importante
como otro, y esta equivalencia domina en mayor grado todavía entre los objetos. Por el hecho
de que se pierde el enlace narrativo de las cosas con su función en destinos humanos
concretos, se pierde también su significado poético. Un significado sólo pueden adquirirlo por
el hecho de que alguna ley abstracta, que el autor considera como decisiva en su ideología, se
enlace directamente con dichas cosas.
Sin embargo, la pérdida del significado interno y, con éste, del orden y la jerarquía
épicos, no se detiene en la mera nivelación, en la mera transformación de la reproducción de
la vida en naturaleza muerta. Se origina en muchos casos algo mucho peor que la mera
nivelación: se produce una jerarquía de signos invertidos. Ya por el hecho de que se describa
con la misma minuciosidad lo importante y lo insignificante, se halla dada la dirección en el
sentido inverso de los signos. Dicha posibilidad se convierte en muchos escritores en un
carácter de costumbrismo que arrastra todo lo humanamente significativo. El otro peligro
esencial de la descripción es la independización de los detalles. Éstos dejan de ser vehículo de
elementos concretos de la acción, adquieren un sentido independiente del destino de los
individuos actuantes. Se pierde toda conexión artística con el todo de la composición, ésta se
desintegra. La descripción de las cosas ya nada tiene que ver con el destino de las personas. El
autor describe partiendo de la psicología de sus personajes, pierde la visión de conjunto,
desciende deliberadamente al nivel de sus personajes y sólo sabe de las conexiones tanto
como saben en cada caso los distintos personajes. Desaparece del estilo descriptivo toda
conexión épica. La conexión épica no consiste en una mera sucesión de cuadros. El escritor
debería moverse en su relato con suprema soberanía entre el pasado y el presente, para que
resulte clara para el lector la derivación de los destinos épicos. La descripción rebaja los
individuos al nivel de los objetos inanimados. Corresponde a la falsa objetividad de la
descripción una subjetividad falsa asimismo: no se ha ganado mucho desde el punto de vista
de la conexión épica cuando la mera sucesión de una vida se convierte en el principio de la
composición. La sucesión de estados de ánimo subjetivos no proporciona una conexión épica
en grado mayor alguno que la sucesión de complejos de objetos convertidos en fetiches, por
mucho que se los hinche para convertirlos en símbolos. La nivelación que resulta de la
descripción hace que en tales novelas todo sea episódico.
Solamente en la medida en que los objetos y espacios proporcionan las relaciones
humanas, en la medida en que aparecen como mediación indispensable concreta de relaciones
humanas concretas, se hacen, en ese papel de mediadores, poéticamente significativos. Una
“poesía de las cosas”, independiente de los individuos y de los destinos individuales, no existe
en literatura. Las cosas sólo viven poéticamente por sus relaciones con el destino humano, y
por eso el verdadero épico no las describe.
La mayor complicación de las relaciones sociales exige para la nueva poesía el empleo
de nuevos medios. La descripción del individuo como método de su exposición sólo puede
transformarlo en naturaleza muerta. La descripción no da verdadera poesía alguna de las
cosas, pero transforma en cambio a los individuos en estados, en elementos de naturaleza
muerta. El individuo aparece como listo, como “producto” tal vez de componentes sociales y
naturales heterogéneos; la profunda verdad social del entrelazado recíproco de
determinaciones sociales y propiedades psicofísicas de los individuos se pierde siempre. El
método descriptivo es inhumano. Se origina con el propósito de hacer a la literatura científica,
de convertirla en una ciencia natural aplicada. Los elementos sociales captados por la
observación y plasmados por la descripción son tan pobres, tan superficiales y esquemáticos,
que fácilmente pudieron convertirse en su contrario polar, en un subjetivismo acabado.
Toda composición poética se halla determinada de la manera más profunda,
precisamente en sus principios estructurales, ideológicamente. Walter Scott adopta, por
ejemplo, un punto de vista mediador entre las tendencias extremas de la historia de Inglaterra.
La esencia artística de su composición es, pues, reflejo de su actitud político-histórica, la forma
de manifestación de su ideología. En los demás grandes realistas, las conexiones entre

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ideología y tipo de composición son en general más indirectas y más complicadas. La
construcción épico-estructural del héroe “medio” favorable a la novela es un principio
estructural-formal que puede manifestarse en la práctica poética de la manera más variada. Se
trata solamente de hallar la figura central en cuyo destino se cruzan todos los extremos
esenciales del mundo descrito, a cuyo alrededor, pues, se deja construir un mundo total con
todas sus contradicciones vivas. Pero el poeta ha de poseer una ideología firme y viva, ha de
ver el mundo en sus contradicciones agitadas, para estar siquiera en condiciones de escoger
como héroe a un individuo en cuyo destino las contradicciones se crucen. Las ideologías de los
grandes poetas son muy diversas, y las maneras de exponer las ideologías en la composición
épica son más variadas todavía. Porque cuanto más profunda y más diferenciada es una
ideología y cuanto más se nutre de experiencias vivas, tanto más diversa y cambiante puede
ser su expresión estructural. Pero sin ideología no existe composición alguna. Flaubert percibió
esta necesidad profundamente. No consiguió en la vida una ideología que luego expresara en
sus obras, sino que en cuanto individuo sincero y artista importante ha luchado por una
ideología, porque había comprendido que sin ideología no puede producirse literatura grande
alguna. Este camino invertido no puede conducir a resultado alguno. La confesión de Flaubert
de no conseguir hallar esta idea que le falta constituye una expresión extraordinariamente
sincera de la crisis ideológica general de la inteligencia burguesa después de 1848. En Zola esto
se manifiesta en un positivismo agnosticista: dice que sólo puede conocerse y describirse el
qué de los acontecimientos, pero no el porqué. El aislamiento de los escritores respecto de la
participación activa en la lucha, en la vida, y respecto de la cambiante experiencia común,
convierte todas las cuestiones ideológicas en abstractas. Ya sea que la abstracción se
manifieste en un seudocientificismo, en un misticismo o en una indiferencia frente a los
grandes problemas vitales, despoja en todo caso las cuestiones ideológicas de la fecundidad
artística que poseyeron en la literatura anterior.
Sin ideología no puede narrarse justamente, no puede construirse composición épica
justa, articulada, variada y completa alguna. Y la observación, la descripción, es precisamente
un sustituto del orden animado de la vida que falta en la mente del escritor. El falso
objetivismo y el falso subjetivismo de los escritores modernos conducen a la esquematización
y la monotonía de la composición épica. La más alta etapa del desarrollo del subjetivismo en la
novela moderna (Joyce, Dos Passos), convierte la vida interna entera del individuo en un
estatismo inmóvil e inanimado. Vuelve a aproximar de modo paradójico el subjetivismo
extremo a la materialidad inanimada del falso objetivismo. Así pues, el método descriptivo
conduce a una monotonía de la composición, en tanto que la fábula narrada no sólo admite
una variación infinita de la composición, sino que la estimula y favorece.
Pero, ¿no proporciona acaso esta nueva forma de composición, precisamente, la visión
adecuada del capitalismo “acabado”? Sea, es inhumana, convierte al individuo en un accesorio
de las cosas, en un estado, en un pedazo de naturaleza muerta, pero, ¿no es esto mismo lo
que el capitalismo hace en realidad con el individuo? Esto suena tentador, pero es falso de
todos modos. Ante todo, vive también en la sociedad burguesa el proletariado. Marx subraya
energéticamente la diferencia entre la reacción de la burguesía y la del proletariado contra la
inhumanidad del capitalismo. ¿Es que la indignación descrita por Marx contra la enajenación
del individuo en el capitalismo sólo se da acaso entre los trabajadores. Es obvio que no. La
literatura moderna burguesa, en su plasmación del desengaño y la desilusión, muestra que
existe aquí una rebelión. Pero esta rebelión está concebida superficialmente, y de ahí que esté
plasmada sin vigor verdadero. El “acabado” del sistema capitalista significa solamente que se
reproduce constantemente como tal, a un nivel cada vez más alto de la inhumanidad
“acabada”. Pero el sistema se reproduce ininterrumpidamente, y este proceso de
reproducción es en realidad una serie de luchas furiosas y encarnizadas, también en la vida del
individuo particular, que sólo es convertido en accesorio inhumano del sistema capitalista,
pero no viene al mundo como tal. En esto radica la debilidad decisiva, ideológica y poética, de
los escritores del método descriptivo. Capitulan sin lucha ante los productos acabados, ante las

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manifestaciones acabadas de la realidad capitalista. No ven en ello más que el producto, pero
no la lucha de fuerzas opuestas. Los escritores atenúan sin querer la inhumanidad del
capitalismo, porque el triste destino de que los individuos existan sin vida interior animada, sin
humanidad viva y sin evolución humana, es mucho menos indignante e irritante que el hecho
de que día por día y hora tras hora miles de individuos con infinitas posibilidades humanas
sean transformados por el capitalismo en “cadáveres vivientes”. La degradación y la mutilación
de los individuos por el capitalismo es mucho más trágica, y la bestialidad del capitalismo es
mucho más vil, salvaje y cruel que la visión que aún las mejores novelas de esta clase pueden
proporcionar. Pero sería sin duda simplificar los hechos de modo inadmisible si se quisiera
pretender que toda la literatura moderna habría capitulado sin lucha ante el carácter fetichista
y la deshumanización de la vida por el capitalismo “acabado”.
En la Unión Soviética esta lucha tampoco está todavía decidida. Por una parte, el auge
enorme de la economía socialista, la rápida extensión de la democracia proletaria, el surgir con
gran ímpetu de las masas muchas personalidades importantes, y el crecimiento del
humanismo proletario en la práctica del pueblo trabajador y de sus jefes actúan de modo
formidable y en sentido revolucionario sobre la conciencia de los mejores intelectuales del
mundo capitalista. Pero por otra parte vemos que nuestra literatura soviética no ha superado
todavía los restos de las tradiciones de la burguesía decadente que obstaculiza su desarrollo.
La discusión sobre naturalismo y formalismo en la Unión de Escritores muestra de la manera
más clara cuán poco ha avanzado hasta ahora la literatura soviética en dicho camino. Y del
desprendimiento de los restos burgueses en materia de ideología, de esto ni se ha hablado
prácticamente. Podemos plantear a justo título la cuestión de si la crítica que hemos ejercido
respecto del método de la mera observación y de la descripción dominante en la literatura
burguesa después de 1848 se aplica o no asimismo a una parte de la literatura soviética, y
sentimos tener que contestar esta pregunta afirmativamente. Y no sólo en cuanto al
naturalismo: la relación entre el individuo y la sociedad, o entre el individuo y la colectividad,
está por lo menos tan deformada y es por lo menos tan abstracta y fetichista en el
expresionismo y el futurismo como en el naturalismo mismo.
La verdadera multiformidad de la vida, su riqueza infinita, ha de perderse si el
entrelazamiento complicado de los caminos y rodeos por los que los individuos particulares
realizan lo general, consciente o inconscientemente, permanece sin plasmar. Los individuos
sólo adquieren una verdadera fisonomía y contornos verdaderamente humanos por el hecho
de que compartimos con simpatía sus acciones. Ni una extensa descripción psicológica ni una
amplia descripción “sociológica” de condiciones generales puede proporcionar para ello
sustituto alguno. Se necesita una visión de la vida que vaya más allá de la gran superficie, más
allá de la descripción abstracta de los fenómenos sociales aún más justamente observados,
una visión que perciba precisamente la conexión entre aquéllos y ésta y condense esta
conexión poéticamente en una fábula. Esta necesidad se extingue a consecuencia de la
decadencia ideológica general de la clase burguesa. La contradicción peculiar de nuestra
situación literaria consiste en que la vida plantea estas cuestiones de modo cada vez más claro,
en tanto que una parte de la literatura se adhiere en cambio a la superficialidad elevada a
método de la decadencia de la literatura burguesa. Por fortuna, ciertamente, no toda la
literatura. Los escritores rusos más importantes sienten la necesidad de la plasmación más
profunda de la nueva vida y tienden con energía creciente hacia la fábula individual. Muchos
escritores sienten cada vez más la necesidad de dar a conocer la vida interior de sus
personajes, lo que constituye indudablemente un paso adelante. Los restos del naturalismo y
del formalismo, los métodos de la observación y la descripción, empequeñecen y desvirtúan el
mayor proceso revolucionario de la humanidad. Lo que para Flaubert fue una situación trágica
es en la Unión Soviética un error, es un resto no superado del capitalismo. Puede superarse y
será superado.

ENSAYOS SOBRE EL REALISMO introducción 1945 (LUKÁCS)

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La niebla del misticismo que en el pasado envolvía a los fenómenos literarios
singulares de un color y calor poéticos, creando en torno de ellos una atmósfera plena de
interés y de intimidad, ahora se ha despejado. Las cosas están ahora frente a una luz clara,
viva, para muchos también cruda y fría. Esta luz ha sido traída por el marxismo, que toma los
fenómenos en sus raíces materiales, en su conexión histórica, reconociendo las leyes de su
desenvolvimiento. Es bien difícil mirar de frente a la realidad tal como es, y ninguno se arriesga
de primera intención. Eso produce no sólo una gran fatiga, sino también un serio esfuerzo
moral. Solamente más tarde aparecerá claro cuanto mejor contenido humano, y por eso
también cuanta más genuina poesía, se oculta en la aceptación de su realidad en su dura
verdad, en el obrar en correspondencia con esta verdad. Pero detrás de este cambio profundo
se ocultan también muchas otras cosas. La concepción pesimista del mundo, en la situación
social del período entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, tiene raíces muy profundas. Y
no es por pura casualidad que por todas partes se encuentren pensadores que han
profundizado este pesimismo. El marxismo no conforta a nadie subestimando las dificultades,
las oscuridades materiales y morales que circundan a la humanidad; la diferencia es que el
marxismo ve y reconoce la dirección principal de la evolución humana en sus leyes objetivas.
Percibe una evolución lógica y coherente allí donde antes no se le aparecía más que una
confusión caótica y ciega. ¿Qué relación tiene todo esto con la teoría y la historia de la novela?
Mucho.
¿Es Balzac o Flaubert el verdadero genio de la novela del siglo XIX? El juicio no es
solamente una cuestión de gusto. ¿Es la unidad o el alejamiento entre el mundo exterior y el
mundo interior la condición que constituye la base social de la grandeza artística de la novela?
¿Culmina la novela moderna en Gide, Proust y Joyce, o había alcanzado ya mucho antes su
culminación ideológica y artística en Balzac, Tolstoi…? Las dos diferentes concepciones
estéticas se fundan en dos opuestas filosofías de la historia, proyectadas sobre la esencia y la
evolución histórica de la novela. La estética y la crítica burguesas no han descubierto ningún
camino de salida de la oscuridad; consideran la poesía únicamente como una iluminación de la
vida íntima, una clara visión de la desesperación social. De esta concepción de la filosofía de la
historia se deduce necesariamente que considera la obra capital de Flaubert, la Educación
Sentimental, como la más grande obra maestra de la narrativa moderna.
La oposición del marxismo a las concepciones históricas de los últimos 50 años implica
un cortante contraste objetivo en las consideraciones de todos los problemas de la
concepción del mundo y de la estética. La certeza última que da el marxismo es que la
evolución de la humanidad, en última instancia, no se resolverá ni podría resolverse en la
nada. No es casualidad que los grandes marxistas también en su estética hayan permanecido
fieles a la herencia clásica. Esto no significa en sí ningún retorno a aquel pasado que,
precisamente por necesaria consecuencia de su filosofía de la historia, ha quedado
irrevocablemente pasado e irresucitable. El respeto de la herencia clásica significa, también en
la estética, que los grandes marxistas fijan la mirada sobre los verdaderos caminos maestros de
la historia, sobre la línea principal de su evolución, sobre la verdadera órbita recorrida por la
historia. La herencia clásica significa para la estética el arte sublime que retrata enteramente al
hombre, al hombre total en la totalidad del mundo social. La búsqueda del humanismo
proletario tiende a restablecer en la vida misma al hombre “total”, al hombre completo, a
hacer cesar en la realidad práctica la deformación y la fragmentación de la existencia humana,
causada por la sociedad clasista. Estos puntos de vista permiten comprender la evolución
cultural y literaria del siglo XIX, y aparece manifiesto que los verdaderos continuadores de la
novela francesa no han sido Flaubert ni Zola, sino más bien la literatura rusa y escandinava de
la segunda mitad del siglo.
Una gran parte de lectores y de escritores de hoy se ha habituado al alternarse de la
moda entre la seudoobjetividad del naturalismo y la ilusoria subjetividad del psicologismo y del
formalismo abstracto. El realismo no es del todo un “camino intermedio” entre la falsa

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objetividad y la falsa subjetividad, al contrario, es el verdadero tertium datur resolutivo frente
a los seudodilemas que derivan de los problemas impropiamente planteados por aquellos que
sin brújula erran desorientados en el laberinto de los tiempos actuales. La categoría central, el
criterio fundamental de la concepción literaria realista, es el tipo, o sea, la particular síntesis
que une orgánicamente lo genérico y lo individual. El tipo se vuelve tipo por el hecho de que
en él confluyen y se fundan todos los momentos determinantes, humana y socialmente
esenciales, de un período histórico. El verdadero gran realismo retrata al hombre total y a la
sociedad total, en vez de limitarse a algunos de sus aspectos. Se opone a un culto del color, del
momentáneo estado de ánimo, que compromete el carácter integral de las figuras y de la
tipicidad objetiva de los personajes y de las situaciones.
El problema estético central del realismo es la adecuada representación artística del
“hombre total”. La exigencia de la creación realista del tipo se opone tanto a aquellas
corrientes en las que toma un relieve excesivo el lado fisiológico de la existencia humana y del
amor, como a aquellas otras que subliman al hombre en procesos puramente psíquicos.
Solamente cuando consideremos el concepto del hombre total como tarea social e histórica
asignada a la humanidad, solamente cuando reconozcamos la función del arte en la
determinación de las etapas más importantes en el camino de aquella tarea, con toda la
riqueza de los factores en ella operantes; solamente cuando la estética prefije al arte la tarea
de iluminar y guiar a la humanidad, solamente en este caso el contenido de la vida podrá
ordenarse sobre planos más esenciales, sobre planos que iluminan al tipo e indican el camino,
y otros que necesariamente lo dejan en la oscuridad. Una descripción de procesos puramente
fisiológicos significa una nivelación de la esencia social histórica y moral de la figura. No es un
medio, sino más bien un obstáculo en el camino de expresar de modo artístico los conflictos
humanos más esenciales, más indicativos y más íntimamente conectados con la causa del
humanismo, y de expresarlos con toda su complejidad y plenitud. Los nuevos contenidos y los
nuevos medios de expresión traídos por el naturalismo han impulsado no el enriquecimiento
de la gran literatura sino, por el contrario, su empobrecimiento, su reducción. Pero si el
psicologismo a menudo tenía razón en la crítica concreta de Zola y de su escuela, por otra
parte, contraponía al exceso del naturalismo un exceso opuesto y no menos errado: la vida
psíquica, la intimidad de los hombres, no ilumina las líneas esenciales de los conflictos
esenciales si no está concebida en una fusión orgánica con los momentos históricos y sociales.
El momento extremadamente individual es también extremadamente abstracto. La pedantería
psicológica, la transformación del hombre en una caótica corriente de fantastiquerías
destruye igualmente toda posibilidad de plasmar poéticamente la figura humana. La marea de
asociaciones a la manera de Joyce, fluctuando sin los límites de un cauce, no crean personajes
más vivos.
Una viva representación del hombre total es posible únicamente cuando el escritor se
orienta hacia la creación del tipo: existe una conexión orgánica e indestructible entre el
hombre privado y el individuo social, partícipe de la vida pública. Los verdaderamente grandes
realistas saben que la falsificación de la realidad objetiva, causada naturalmente por factores
sociales (la fragmentación del “hombre total” en hombre público y privado), significa la
deformación, la mutilación de la esencia humana. En los grandes realistas, como Balzac y
Tolstoi, frente a los dos excesos opuestos de la literatura moderna, se perfil un tertium datur
que desenmascara como abstracciones poéticas y empobrecimiento de la verdadera poesía de
la vida tanto a la mezquina naturaleza social de las novelas de tendencia ingenua, como a la
presunta riqueza del desenfrenado abandono a la vida privada.
Toda gran época es una época de transición, la unidad plena de contradicciones de la
crisis y de la renovación de la ruina y del renacimiento: un nuevo orden social y un nuevo tipo
humano no se forman más que en el curso de un proceso unitario más bien grávido de
contradicciones. En similares épocas críticas de transición son indeciblemente graves la tarea y
la responsabilidad de la literatura. A tal responsabilidad no puede responder más que el
verdadero gran realismo.

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Engels demostró que Balzac, a pesar de que su concepción del mundo político fue el
legitimismo, su obra contiene el más cruel desenmascaramiento de la Francia monárquico-
feudal, la más potente y poéticamente impresionante representación de su condena a muerte.
Lo que Engels, hablando de Balzac, llama el “triunfo del realismo” alcanza hasta las raíces de la
creación artística realista, revela lo que el verdadero realismo significa: sed de verdad,
fanatismo de realidad del gran escritor, cuya moralidad consiste en su honestidad de escritor.
Un escritor realista de la estatura de un Balzac, en cuanto el íntimo desarrollo artístico de las
situaciones por él dispuestas y de las figuras por él creadas entran en contradicción con sus
prejuicios más queridos o con sus más sagradas convicciones, no dudará un instante en
ponerlos aparte y escribir lo que él ve en realidad. Esta crueldad frente a la propia imagen
subjetiva del mundo es la más profunda ética literaria del gran realista, bien distinto en esto a
los pequeños escritores, los cuales consiguen casi siempre conciliar la propia concepción del
mundo con la realidad, o sea imponer ésta a la imagen correspondientemente falsificada y
alterada de la realidad.
La moral del escritor determina lo que hará viendo la realidad de este o de otro modo,
pero de esto no resulta todavía cómo ve o qué cosas ve. Aquí surgen, precisamente, los más
importantes problemas de la determinación social de una creación artística. Existen
diferencias fundamentales entre los variados modos de creación artística, diferencias que
dependen del hecho de que algunos escritores participan verdaderamente en la vida social,
tomando parte en su lucha, en tanto que otros permanecen como espectadores u
observadores de lo que sucede en torno de ellos. Más de un escritor de tendencia
contemplativa ha sido arrastrado por la vida social de su época a la más intensa participación;
Zola, por sus disposiciones individuales, debería haber sido impulsado a la acción, pero su
época hizo de él un observador.
¿En qué posición de encuentra el escritor? ¿Qué ama o qué odia? Sólo
preguntándonos esto llegamos a la exégesis más profundizada de la verdadera concepción del
mundo del escritor y al problema de su valor poético. Los realistas de la grandeza de Balzac y
Tolstoi, en sus últimas cuestiones, parten siempre de los mayores y más actuales problemas de
la vida del pueblo. Ninguno ha visto más profundamente que Balzac los tormentos que el
pasaje al sistema productivo capitalista significó para todas las clases populares, la profunda
degradación espiritual y moral que tal pasaje produjo necesariamente en todos los estratos de
la sociedad. El gran realismo y el humanismo popular constituyen una unidad orgánica. A todos
los grandes relistas les es común tanto el haber arraigado en los grandes problemas del pueblo
de su época, como la inexorable representación de la verdadera esencia de la realidad. La
evolución de la sociedad, desde el tiempo de la gran Revolución Francesa en adelante, procede
de modo que similares cualidades de los escritores chocan inevitablemente contra la moda
literaria y el gusto del público de su época. Pero siempre ha habido escritores singulares que
en la actividad de su vida han obedecido, aun contra su época, la orden de Hamlet: tener un
espejo delante del mundo y con la ayuda de la imagen reflejada, promover la evolución de la
humanidad y el triunfo del principio humanista en una sociedad de caracteres contradictorios.
El desarrollo del gran realismo en Rusia ha recogido en toda su complejidad estos problemas y
les ha dado una respuesta sobre un plano histórico más alto. La nueva literatura rusa es
popular en todas partes, en Europa, en los estratos más amplios del público intelectual. Sin
embargo, la imagen que se tenía de ésta era imperfecta y muchas veces falsa, deformada. La
ideología reaccionaria se había apropiado de los mayores realistas rusos, Tolstoi y Dostoievski,
había tratado de transformarlos en místicos con la mirada vuelta hacia el pasado, en
“aristócratas del espíritu” retirados de la lucha de su tiempo; se formó y difundió la falsa
concepción de una Rusia “santa”, de una Rusia mística. La calumnia contrarrevolucionaria de
que la nueva Rusia habría realizado una completa transformación en todos los campos de la
cultura y habría repudiado, o más abiertamente perseguido la literatura rusa clásica, se ha
destruido desde hace tiempo. Examinando la historia de la liberación y del fortalecimiento del
pueblo ruso, no debemos olvidar la importante función que en este proceso le ha tocado a la

42
literatura. No hay literatura que tenga un carácter público y social tan relevante como la
literatura rusa, y, por otro lado, quizá no ha existido ninguna otra vida social en la que la obra
literaria haya provocado tan grandes tumultos y cambios de ruta como en Rusia en el período
del realismo clásico. El método de los artículos que recopilo examina ante todo
cuidadosamente las reales bases sociales sobre las cuales reposa la forma de existencia de
Tolstoi y Dostoievski, examina las fuerzas reales que han obrado sobre el desarrollo de su
carácter como hombres y escritores. En segundo lugar, examina qué representa su obra,
cuáles son sus verdaderos contenidos espirituales y cómo se ha formado su forma estética en
la lucha por la expresión adecuada a este contenido.
La literatura rusa no se ha impuesto solamente por el nuevo contenido social y
humano, sino principalmente porque además era una literatura “verdaderamente grande”. Por
eso no basta con desmantelar las falsas opiniones relativas a sus premisas históricas y sociales:
se necesita también examinar a qué consecuencias literarias y estéticas nos lleva el justo
conocimiento de aquellas premisas. Sólo interpretando adecuadamente la esencia del
realismo clásico ruso desde el punto de vista estético, podemos poner en debido relieve su
fecunda influencia pasada y futura sobre la literatura, comprender su actualidad e importancia
sobre el plano social, así como sobre el plano político. Con el hundimiento del fascismo y con la
extirpación de sus raíces una nueva vida se inicia para todos los pueblos liberados. En la
asunción de las nuevas tareas de la nueva vida una gran función espera a la literatura de todos
los países. Pero la literatura no puede asumir esas funciones antes de que se realice una
premisa natural: el renacimiento de los escritores en cuanto a su concepción del mundo y a su
política. La gran enseñanza de la historia rusa está, precisamente, en las acciones
transformadoras y educadoras de la verdadera literatura realista. Si la literatura quiere
transformarse en un factor real del renacimiento nacional, debe renovarse también desde el
punto de vista literario, formal y estético. Tolstoi, Dostoievski y Gorki han arraigado en
movimientos que tienden a la emancipación del pueblo, y por ella combaten en lo profundo de
su alma. La consecuencia cultural y artística de esta adhesión es que los escritores superan su
aislamiento, su función de simples observadores, consecuencia del actual estado de desarrollo
de la sociedad capitalista.
Jamás el mundo ha tenido tanta necesidad de una literatura realista como en nuestros
días, y tal vez jamás la tradición del gran realismo ha estado sepultada bajo una masa tan
espesa de prejuicios sociales y artísticos como hoy en día. El camino concreto de las soluciones
a seguir por parte de los escritores se reconoce solamente en el ardiente amor al pueblo, en el
profundo odio por sus penurias concretas y por sus verdaderos enemigos, en la revelación
despiadada de la realidad y al mismo tiempo en la inmutable fe puesta en la evolución de la
humanidad y de la nación. Para los escritores no es suficiente la clarividencia política y social:
es también indispensable la clarividencia literaria.

NOTAS DE LITERATURA (ADORNO)

La posición del narrador en la novela contemporánea: La posición del narrador se


caracteriza hoy por una paradoja, la de que es imposible narrar, mientras que la forma de la
novela exige narración. La novela fue la forma literaria específica de la época burguesa. El
realismo fue inmanente a la novela, incluso las novelas fantásticas por su temática han
intentado presentar de tal modo su contenido que emanara de él la sugestión de realidad. A lo
largo de un desarrollo que se retrotrae en sus comienzos hasta el siglo XIX y que hoy se acerca
hasta el extremo, este modo de proceder se ha hecho cuestionable. Desde el punto de vista
del narrador, cuestionable por el subjetivismo, que no tolera ya nada material sin
transformación, con lo que mina precisamente el mandamiento épico de la objetividad. El que
aún hoy se sumiera en lo real, se vería obligado a adoptar el gesto de la imitación artesana, se
haría culpable de la mentira que consiste en entregarse al mundo con un amor que presupone
que el mundo está lleno de sentido. Del mismo modo que la pintura perdió mucho de sus

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tradicionales tareas a causa de la fotografía, así lo ha perdido la novela por causa del reportaje
y de los medios de la industria de la cultura, especialmente el filme. La novela tuvo que
concentrarse en aquello que no puede ser satisfecho por el informe. Pero, a diferencia de la
pintura, en su emancipación del objeto la novela se encuentra con unos límites que le pone el
lenguaje y que a su vez la obligan a asumir la ficción del informe: consecuentemente, Joyce ha
fundido la rebelión de la novela contra el realismo con una rebelión contra el lenguaje
discursivo.
Sería miserablemente pobre rechazar el intento de Joyce como desplazada
arbitrariedad individualista. Está destruida la identidad de la experiencia, la vida continua y
articulada que es la única que permite la actitud del narrador. La narración que se presenta
como si el narrador fuera realmente dueño de una experiencia suscita la impaciencia del
narrador. Nociones como la de la persona que se sienta para “leer un buen libro” son nociones
arcaicas: y ello no sólo por la desconcentración del lector, sino también por lo comunicado
mismo y por su forma. Narrar algo quiere decir en efecto tener que decir algo especial y
particular, y precisamente esto es lo impedido por el mundo administrado, por la
standarización y la “siempre igualdad”. Ya antes de cualquier proposición ideológica por su
contenido, es ideológica la mera pretensión del narrador que supone que el curso del mundo
sigue siendo aun esencialmente un proceso de individuación, que el individuo puede aun llegar
con sus emociones y sentimientos hasta tocar el destino, que la interioridad del individuo es
aun directamente capaz de algo.
La esfera de la psicología no está excluida de la crisis de la objetividad literaria;
también a la novela psicológica le son arrebatados hoy sus objetos. No sólo el hecho de que
todo lo positivo y aprehensible, incluso la facticidad de lo interno, ha sido requisado por la
información y por la ciencia, sino también el de que a medida que la superficie del proceso
vital social va estructurándose más densa, y va recubriendo también más herméticamente la
esencia, obligan a la novela a romper con lo positivo y aprehensible y a asumir la
representación de la esencia y de la supraesencia. Si la novela quiere permanecer fiel a su
herencia realista y seguir diciendo cómo son realmente las cosas, tiene que renunciar a un
realismo que, al reproducir la fachada, no hace sino ponerse al servicio del engaño obrado por
ésta.
La cosificación de todas las relaciones entre los individuos, la universal enajenación y
autoenajenación, exige que se la llame por su nombre, y para ello está calificada la novela
como pocas otras formas artísticas. Desde siempre, la novela tuvo su verdadero objeto en el
conflicto entre los hombres vivos y las relaciones. La misma alienación se convierte así para la
novela en medio artístico. Pues cuanto más extraños se han hecho los hombres, los individuos
y los colectivos, los unos a los otros, tanto más enigmáticos se hacen los unos a los otros, y el
intento de descifrar el enigma de la vida externa, el verdadero impulso de la novela, se
transmuta en el esfuerzo por la esencia, la cual aparece por su parte sobrecogedor y
doblemente extraña, en la extrañeza sólida y cubierta de convenciones.
El momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es en sí misma
fruto de su objeto real, una sociedad en la que los hombres están desgarrados los unos de los
otros y cada cual de sí mismo. En la trascendencia estética se refleja el desencanto del mundo.
Cuanto más rigurosamente se mantiene el realismo de la exterioridad, el gesto del “así
fue”, tanto más se convierte esa palabra en un “como sí”, tanto más crece la contradicción
entre su pretensión y el hecho de que no fue así. Precisamente esa inmanente pretensión que
el autor presenta inalienablemente, la pretensión de que él sabe exactamente como fue, es lo
que tiene que ser excluido, y la precisión de Proust, llevada hasta lo quimérico, la técnica
micrológica bajo la cual la unidad de lo vivo se escinde al final en átomos, es el exclusivo
esfuerzo del sensorio estético por suministrar esa legitimación sin rebasar la constricción de la
forma. El narrador funda por así decirlo un espacio interior que le ahorre la salida en falso al
mundo ajeno, la salida en falso que se manifiesta en la falsedad del tono que se finge familiar
con ese mundo externo. Imperceptiblemente, por una técnica a la que se le ha dado el nombre

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de monólogo interior, el mundo va siendo arrastrado hasta ese espacio interior, y todo lo
externo que ocurre se presenta según lo que en la primera página se dice del momento de
dormirse: como un trozo de interioridad, como un momento de la corriente de la conciencia, a
cubierto de refutación por el orden objetivo espacio-temporal, a cuya suspensión está
destinada la obra de Proust. El esfuerzo épico por no representar nada objetivo si no es lo que
puede consumarse completa y totalmente, acaba por suprimir la categoría épica fundamental
de la objetividad.
La novela tradicional, cuya idea se encarna acaso del modo más auténtico en Flaubert,
puede compararse con la escena de cámara oscura del teatro burgués. Esa técnica era una
técnica de la ilusión. El narrador levanta un telón, el lector tiene que co-realizar algo ya
realizado, como si estuviera materialmente presente en la acción. La subjetividad del narrador
se consuma y comprueba en su fuerza para provocar esa ilusión y, en Flaubert, por la pureza
del lenguaje, el cual al mismo tiempo suprime espiritualizándolo el ámbito empírico que él
mismo se prescribe. Grave tabú pesa sobre la reflexión: la reflexión se convierte en pecado
contra la pureza objetiva. Hoy ese tabú pierde su fuerza al mismo tiempo que se pierde el
carácter ilusorio de lo representado. Se ha subrayado muy a menudo que en la nueva novela la
reflexión rompe la pura inmanencia formal. La nueva novela es toma de partido contra la
mentira de la representación, propiamente contra el narrador mismo, al cual, como agudo
comentarista de los hechos, intenta rectificar su inevitable perspectiva. Hoy en día empieza a
ser perfectamente comprensible el medio de Thomas Mann, su enigmática ironía: el autor se
desprende de la pretensión de estar creando realidad, a pesar de que ni una sola de sus
palabras deja de sentar esa pretensión, le devuelve a la obra de arte aquel carácter de broma
superior que en otro tiempo poseyó, antes de que, con la ingenuidad de la falta de ingenuidad,
se presentara con la apariencia demasiado lisa de verdad.
Cuando, en Proust, el comentario se entreteje tanto con la acción que desaparece la
distinción entre ambos, el narrador ataca a un elemento básico de la relación con el lector: la
distancia estética. Esta era inconmovible en la novela tradicional, ahora en cambio varía como
las posiciones de la cámara en el filme: unas veces se deja al lector afuera, otras veces se le
introduce por medio del comentario en el escenario, tras bastidores, en la sala de máquinas.
En los casos extremos, hay que contar el procedimiento de Kafka, que consiste en reabsorber
totalmente la distancia. Mediante shocks destruye al lector la calma protección contemplativa
respecto de lo leído. Sus novelas son la anticipada respuesta a una constitución del mundo en
la que la actitud contemplativa se ha convertido en ludibrio sangriento, porque la permanente
amenaza de la catástrofe no permite ya a ningún hombre la contemplación sin intervención de
parte, y ni siquiera la reproducción estética de esa contemplación. Se anula
fundamentalmente la diferencia entre lo real y la imago. El sujeto poético, que se emancipa de
las convenciones de la representación objetiva, confiesa al mismo tiempo la propia
impotencia, la prepotencia del mundo cósico que vuelve a presentarse en medio del
monólogo.
Si, en su teoría de la novela hace 40 años, Lukács planteó la cuestión de si las novelas
de Dostoievski eran sillares para futuros epos o acaso ya ellas mismas tales epos, las novelas
de hoy (las que cuentan, aquellas en las cuales la subjetividad desencadenada de la propia
fuerza de gravedad se convierte en su contrario), parecen en realidad epopeyas negativas. Son
testimonios de una situación en la que el individuo se liquida a sí mismo y que se encuentra
con lo preindividual al modo como en otro tiempo pareció grantizar un mundo cargado de
sentido. No hay obra de arte moderna que valga algo y no goce también de la disonancia y de
la relajación. Pero precisamente porque esas obras de arte encarnan sin compromiso el
espanto y ponen toda la felicidad de la contemplación en la pureza de tales expresiones, sirven
a la libertad.

EL COMPROMISO EN LITERTURA Y ARTE (BRECHT)- Sobre el realismo

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Notas preliminares: La literatura tiene que tomar un carácter científico, al
menos en la medida de asegurar la continuidad de producción y la preparación de métodos.
Pero la crítica puede ser artística por cuanto que de hecho ayuda a la producción. Y como el
arte siempre quiere desarrollarse por sí solo, tiene que contener en sí mismo el control (la
crítica). Es formalista: quien se aferra a formas, viejas o nuevas, tanto quien escribe poesías
como quien las critica. Los fenómenos literarios deben ser considerados como
acontecimientos, y acontecimientos sociales. Hay que analizar las obras en particular e indagar
qué ideas socialmente importantes defienden o baten y qué complejos temáticos presentan al
lector. A continuación, hay que examinar también qué novedades formales introducen en el
tratamiento del material. Tales innovaciones hay que explicarlas como prácticas técnicas, no
sólo como formas de expresión de ingenios.
Autocrítica: en el año cuarto de la dominación nacionalsocialista, el Ministro de
Propaganda prohibió de plano todo género de crítica de arte en Alemania. A muchos les
pareció esto una muestra demasiado exagerada de irritabilidad frente a la crítica. Sin embargo,
la prohibición es muy lógica. En primer lugar, no hay necesidad de crítica de arte si no hay arte.
En segundo lugar, la crítica como postura ante la vida es odiosa al nacionalsocialismo, mientras
que, por el contrario, una postura artística le es simpática. La acción del artista se realiza
inconscientemente, se parece al sonámbulo, los motivos le son en su mayoría desconocidos,
sigue inspiraciones y no pide que se le comprenda, sino que uno se compenetre con él. El
conflicto cada vez mayor entre los métodos de producción capitalista y las fuerzas productivas
del capitalismo irrita cada vez más a la literatura; poco a poco se convierte en la expresión de
este conflicto. La descripción de la convivencia humana se hace tanto más difícil cuanto más
difícil resulta esta convivencia.
Formalismo y realismo- El debate del expresionismo: Actualmente se vuelve a hablar
de expresionismo. Esta tendencia artística fue algo contradictorio, heterogéneo, confuso y
preñado de protesta. La protesta iba dirigida a la manera de representar a través del arte, en
una época en que también lo representado provocaba la protesta. Ésta era ruidosa y nada
clara; los artistas evolucionaron ulteriormente en direcciones distintas. El crítico de arte dice
ahora de unos: llegaron a ser algo a pesar del expresionismo, y de otros: no fueron nada a
causa del expresionismo. Yo nunca fui expresionista, pero estos críticos me ponen furioso. Para
muchos todavía no es evidente una cosa: frente a las exigencias siempre nuevas del medio
ambiente social siempre cambiante, seguir aferrado a las viejas formas convencionales es
también formalismo.
Algo práctico en contribución al debate sobre el expresionismo: El debate sobre el
expresionismo que organizó “Das Welt” se ha convertido muy pronto en una batalla con dos
lemas: ¡Aquí expresionismo! ¡Aquí realismo! Todo marcha en el mejor de los desórdenes, los
partidos no toman acuerdos ambiguos, antes bien refuerzan su poder. Algo abatidos, se
mantienen en el campo de batalla dos espectadores, el escritor y el lector. El segundo ha leído
y visto las cosas por las cuales se desencadenó la batalla, tiene aún cosas que decir, observa
encogido de hombros el rearme total, oye el afilar de los cuchillos. El lector se encuentra
igualmente compungido. ¿Es que quizá no están bien delimitados los frentes de combate? He
oído elogiar el libro de Joyce a causa de su realismo por lectores inteligentes. Hay bastantes
personas que están estrictamente y por principio en contra del realismo. Por ejemplo, los
fascistas. Tienen interés en que la realidad no sea pintada tal como es. Y en común con ellos, el
capitalismo entero tiene este mismo interés, si bien lo defiende de forma menos drástica. ¡No
prediquen con ademán de infalibilidad la única y verdadera manera de describir una
habitación, no excomulguen al montaje, no pongan el monólogo interior en el índice! ¡No
acribillen a los jóvenes con viejos nombres! ¡No admitan que hubo una evolución de la técnica
artística hasta 1900 únicamente y ninguna a partir de entonces! El estilo de Balzac no ha
dejado nunca de cambiar. En tanto no tengamos una definición científicamente fundada de
realismo, es tal vez mejor, es decir, más práctico, o sea, más favorable al estilo realista, hablar
de realistas y de los métodos que utilizan para influir en la realidad. De esta manera, no

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estaremos buscando tanto la manera de limitar el número y especie de estos métodos, sino
más bien de aumentarlos. Pondremos premio a la verdad y otorgaremos toda la libertad de
acción para encontrarla. En suma, actuaremos como realistas. Los clásicos marxistas han
prestado y hecho prestar mucha atención a la frase del viejo Hegel de que la verdad es
concreta. Al realismo, del cual depende en absoluto la literatura de los antifascistas, no se le
debería degradar y reducir a una cosa de pura fórmula. También como crítico se debería ser
realista. Ningún realista se contenta con ir repitiendo lo que ya se sabe; esto no demuestra
relación viva alguna con la realidad. Un realista que se ocupa del arte, permite al arte cierta
libertad de acción, a fin de que pueda ser realista. El realismo no es una cosa de pura forma.
No se puede tomar la forma de un solo realista, o de un grupo limitado, y llamarla “la” forma
realista. Esto es todo lo contrario de realista. ¿Abandonamos entonces la teoría? No, la
creamos. Evitamos tomar una teoría basada en la simple descripción e interpretación de obras
artísticas existentes, de las cuales se han sacado normas puramente formales, en pro de las
obras que están todavía por crear.
Los ensayos de Georg Lukács: A pesar de contener tantas cosas interesantes, los
ensayos de Lukács contienen sin embargo algo en sí poco satisfactorio. No puede menos que
ver en los novelistas contemporáneos una decadencia, comparándolos con los clásicos de la
novela burguesa. Lukács vuelve a los padres, pero la nueva clase que sube nos muestra una
salida: no es una vuelta atrás, no está atada a lo viejo bueno ni a lo nuevo malo, no se trata de
suprimir la técnica sino de continuar desarrollándola. El hombre no vuelve a ser hombre
separándose de la masa, sino penetrando en ella.
Del carácter formalista de la teoría del realismo: El carácter formalista de la teoría
realista se pone también de manifiesto en el hecho de que no se basa simplemente en la
forma de unas pocas novelas burguesas del pasado siglo, sino también en una forma
determinada de novela. ¿Pero qué decir del realismo en lírica y qué en la dramática? Puesto
que el artista tiene que vérselas continuamente con lo formal, puesto que forma
incesantemente, hay que formular con todo cuidado y con fines prácticos qué cosa es
formalismo, de lo contrario nada se dice al artista. Si, para entendernos, se quiere llamar
formalismo a todo lo que hace no realistas las obras artísticas, no se debe tomar este concepto
de formalismo en un sentido puramente estético. ¡Aquí forma! ¡Aquí contenido! Demasiado
primitivo y metafísico. Podemos dar al concepto un sentido más amplio, más fecundo y
práctico. En una gran novela satírica, Ulysses de Joyce, había, aparte del empleo de varias
formas literarias, aparte también de algunas otras cosas inusitadas, el llamado monólogo
interior. Como medio técnico, éste fue rechazado, se le llamó formalista. Nunca he
comprendido los motivos; el hecho de que Tolstoi lo hubiera hecho de forma distinta no es
motivo para rechazar la manera como lo hizo Joyce. Sin embargo, el monólogo interior es un
medio técnico muy difícil de emplear, y sin medidas muy bien fijadas no reproduce en absoluto
la realidad. La evocación del expresionismo es para muchos la evocación de tendencias
liberales. Yo mismo estaba entonces en contra del “expresarse” como profesión. Pronto
apareció claro que se habían librado de la gramática, no del capitalismo. Es necesario, parece
ser, considerar la literatura en su desarrollo. Resultan entonces unas fases del experimento en
las que a menudo aparecen puntos de mira estrechos casi intolerables, se descubren
productos con muy poco punto de vista. Hay experimentos que resultan estériles,
experimentos que dan frutos tardíos o frutos raquíticos. Frente a esto, el mundo tiene derecho
a la impaciencia, pero también tiene derecho a la paciencia. ¡Si las obras pueden fracasar tan
fácilmente, es porque es tan difícil que tengan éxito! De las derrotas que se tengan que
comprobar no se puede sacar la conclusión de que no deben librarse ya más batallas. Había
mucho que aprender, por parte de los realistas, del expresionismo. La cuestión de cuántos
datos bastan a uno para sus descripciones, de qué es poco plástico y qué demasiado, puede
ser tratada en la práctica, en el caso particular. La charlatanería de la crítica no sirve para nada
aquí: bajo ningún concepto basta, para una definición practicable de realismo, con sacar las
bases necesarias únicamente de obras literarias (¡sean como Balzac, pero de hoy!). El realismo

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no es un asunto exclusivo de la literatura, sino un grave asunto político, filosófico, práctico, y
debe ser tratado y explicado en toda su importancia como tal, como asunto humano universal.
Observaciones a un artículo: La palabra “mecánico” no tiene por qué espantar a nadie,
en tanto se refiere a la técnica. La novela no depende en absoluto de la “figura” y menos aún
de la figura tal como existió en el siglo pasado. No se debería fomentar la idea de una especie
de Walhalla de figuras perdurables de la literatura. No le sirve de nada al escritor simplificar su
problema de modo que el proceso vital gigantesco, complicado y real de los hombres en la
época de la lucha final de la clase burguesa con la proletaria sea “utilizada” como escenario de
“fábulas”, como fondo por la creación de grandes individuos. A los individuos no se les puede
conceder más lugar en los libros, y menos aún un lugar distinto que el que ocupan en la
realidad. Lo dramático, las pasiones, la envergadura de las figuras, todo esto no puede ser
considerado ni propagado como algo aparte, distinto de la función social. Las luchas son las
luchas de competencia del capitalismo progresivo que de forma bien definida produjeron
individuos. La competencia socialista produce individuos de otra manera, y otro tipo de
individuos. Y queda todavía por saber si su influencia es tan individualizante como la lucha
competidora capitalista. En cierto sentido suena en boca de nuestros críticos la consigna
funesta dirigida a los individuos: ¡Enriqueceos!
Glosas a una teoría formalista del realismo: Quien no defina el realismo desde un
punto de vista puramente formalista, puede objetar cualquier cosa contra técnicas de la
narración tales como montaje, monólogo interior o distanciamiento, aunque nada desde el
punto de vista del realismo. Puede haber un monólogo interior calificable de formalista pero
también uno realista. En cuestiones puramente formales no se debe hablar demasiado
imprudentemente en nombre del marxismo. Esto no es marxista.
Observaciones sobre el formalismo: La lucha contra el formalismo en literatura es de la
mayor importancia, no es en absoluto cosa de una “fase” tan sólo. Debe ser combatido hasta
el fin en toda su amplitud y profundidad, a fin de que la literatura pueda desempeñar su
función social. En todo empeño de cierta importancia para la liquidación de formas vacías, de
mitos que nada dicen, es importante que las formas en ningún momento sean separadas de las
funciones sociales, aisladas de ellas, aceptadas o rechazadas por ellas. ¿Qué es formalismo? La
literatura proletaria procura aprender lo formal de viejas obras. Es natural; es sabido que no se
pueden saltar fases previas, lo nuevo debe superar a lo viejo pero debe tener lo viejo superado
en sí, debe “abolirlo”. Se llega a actitudes cómicas: hay gente que alaba el contenido de una
obra determinada y rechaza su forma, otros proceden a la inversa. La literatura tiene tan solo
la misión de ser literatura, la misión de los escritores es la de mejorar sus formas. Nuestra
lucha contra el formalismo se convertiría también rápidamente en un formalismo estéril, si nos
inmovilizáramos en formas determinadas. Cometemos una falta grave si confundimos el
empeño por enseñar a sacar provecho de Balzac con el empeño por establecer prescripciones
para novelas nuevas, conformes a la época. Para lo primero es necesario tomar las novelas de
Balzac en conjunto, hemos de poder compenetrarnos con su época y no podemos permitirnos
juicios parciales. Para extraer normas estilísticas de estas novelas, conviene asimismo
conseguir una compenetración con esta época, pero hay que admitir también puntos de vista
técnicos. Nos convertimos en críticos, leemos como constructores. Una singular inclinación
hacia lo idílico se muestra en la pesadumbre de Lukács por la destrucción de la narración
clásica burguesa de Balzac a cargo de escritores como Dos Passos. No ve ni quiere ver que el
escritor moderno no puede utilizar un tipo de narración que, como la de Balzac, sirvió a la
romantización de las luchas competidoras de la Francia postnapoleónica. Para un militante en
la lucha de clases como Lukács representa un pulimento asombroso de la historia el eliminar
casi completamente de la historia de la literatura la lucha de clases y ver en la decadencia de la
literatura burguesa y el auge de la proletaria dos fenómenos enteramente desconectados. En
realidad la decadencia de la burguesía se muestra en su literatura siempre realista en cuanto a
la forma, y obras como la de Dos Passos, a pesar de su destrucción de las formas realistas y en
esta misma destrucción, muestran la irrupción de un nuevo realismo, posible gracias a la

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subida del proletariado. Aquí se llevan a cabo luchas, no simples relevos. De vez en cuando,
considerando una época literaria, vemos varios grupos de literatos dedicados a una actividad
muy distinta. El fascismo es el gran formalista. El régimen atribuye la mayor importancia a su
carácter popular. Habla sin cesar y siempre al pueblo y del pueblo. Lo incluye todo en el
pueblo, excepto lo que no incluye en él, que si se tiene en cuenta, resulta ser el pueblo.
Hacemos bien, por tanto, en emplear el concepto de popular con la más dura de las críticas.
Pues nosotros representamos en realidad al pueblo, que ahí es representado por pura fórmula.
Nos expulsan, porque le representamos. Formalmente ya no somos alemanes.
El espíritu de las tentativas: En la búsqueda de modelos para la joven literatura
proletaria, recientemente un gran grupo dentro de la teoría literaria marxista ha sentado la
consigna ¡regreso a la primitiva novela burguesa!, y al propio tiempo ha emprendido la
decidida lucha contra ciertos elementos técnicos que la novela burguesa tardía ha desarrollado
y han sido adoptados y perfeccionados por conocidos escritores de orientación revolucionaria
y antifascista. El grupo estaba dirigido por Georg Lukács, y sus argumentos eran en parte
convincentes. En todo caso, en este montaje, este monólogo interior, esta posición crítica de la
dramática no aristotélica frente a la compenetración, terminó la gran narración armónica
burguesa y el drama, las formas artísticas se mezclaron. En el teatro irrumpió el film, en la
novela el reportaje. Al lector y al espectador ya no se le asignó aquel puesto cómodo en medio
de los acontecimientos, aquel individuo con el cual podía identificarse y compenetrarse. La
confusión fue mayúscula, y respondía demasiado bien a la confusión del mundo burgués, a
aquel caos improductivo.
Sobre realismo: Tengo la impresión de que no hemos llevado con demasiada fortuna
nuestra causa, la causa del realismo en literatura. Los defectos de las principales obras
expresionistas no han sido demostrados por realistas; el concepto de realismo se ha
presentado muy circunscrito, casi se tenía la impresión de que se trataba de una moda literaria
con reglas sacadas de algunas obras escogidas arbitrariamente. Se aducen unas cuantas
novelas del siglo pasado, se las elogia con encomio absolutamente merecido y de ellas se saca
el realismo. Pienso que así no podemos proceder en una cuestión tan importante. Estamos en
condiciones de formular un concepto de realismo más generoso, productivo e inteligente.
Resultados del debate sobre realismo en literatura: El gran debate sobre el realismo
que, partiendo de la Unión Soviética, ha producido un movimiento internacional, ha puesto de
relieve los siguientes puntos: Primero, que los novelistas que sustituyen la descripción del
hombre por una descripción de sus reacciones psíquicas y descomponen así a los hombres en
un mero complejo de reacciones psíquicas, no hacen justicia a la realidad. Ni el mundo ni el
hombre pueden hacerse patentes si sólo se describe el reflejo del mundo en la psique humana
o sólo la psique humana cuando ésta refleja al mundo. El hombre debe ser descrito en sus
acciones y en sus reacciones. Segundo, que los novelistas que sólo describen la
deshumanización que lleva a cabo el capitalismo, esto es, a los hombres sólo en su desolación
psíquica, no hacen justicia a la realidad. El capitalismo no deshumaniza solamente, crea
humanidad también, a saber, en la lucha activa contra la inhumanidad. El hombre no es
tampoco una máquina. Desde el punto de vista social tampoco está suficientemente descrito,
si sólo se le describe como factor político. La exigencia de una forma de escribir realista se ha
convertido ya en algo que se da por sobreentendido. Las clases dominantes se sirven más que
antes de la mentira, y de una mentira más abultada. Decir la verdad aparece como una tarea
cada vez más imperiosa. Los males han aumentado, y el número de los afligidos es mayor.
Contra la barbarie creciente sólo hay un aliado: el pueblo, que tanto sufre bajo ella. Sólo de él
puede esperarse algo. Por tanto es lógico dirigirse al pueblo y, más necesario que nunca,
hablar su lenguaje. Así coinciden, de forma natural, los lemas carácter popular y realismo. Es
de interés para el pueblo, para las amplias masas obreras, obtener de la literatura imágenes de
la vida fieles a la realidad, y las imágenes de la vida fieles a la realidad sirven, en realidad,
únicamente al pueblo, a las amplias masas obreras, y deben ser, por tanto, absolutamente
comprensibles y provechosas para ellas, populares, por tanto. Nuestro concepto de popular se

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refiere al pueblo, que no solamente toma parte plenamente en el desarrollo, sino que
rotundamente lo usurpa, lo fuerza, lo determina. Nos imaginamos a un pueblo que hace
historia, que cambia el mundo y a sí mismo. Concebimos un pueblo combativo y también un
concepto combativo de popular. Popular significa: aquello que, de un modo inteligible para las
masas, toma sus formas de expresión y las enriquece; toma su punto de vista, lo afianza y lo
corrige; sostiene a la parte más progresiva del pueblo a fin de que ésta pueda tomar la
dirección, de forma también comprensible para las otras partes del pueblo; enlazando con la
tradición, la continúa; transmite a la parte del pueblo que aspira a la dirección las conquistas
de la parte ahora dirigente. Y ahora pasemos al concepto de realismo. Las obras literarias no
pueden transmitirse igual que las fábricas, ni las formas de expresión literarias como recetas
de fabricación. Nosotros, el pueblo que combate, que cambia la realidad, no podemos
apegarnos a las reglas de narración “probadas”, venerables modelos literarios, leyes estéticas
eternas. No podemos deducir el realismo de determinadas obras existentes, sino que
emplearemos todos los medios, viejos y nuevos, probados y sin probar, procedentes del arte o
de cualquier otra parte, a fin de poner la realidad en manos de los hombres de forma que
puedan señorearla. No hablaremos de estilo realista únicamente cuando, por ejemplo, se
puede oler, saborear, palpar “todo”, cuando hay atmósfera y cuando las fábulas son tratadas
de suerte que se efectúen exposiciones psíquicas de las personas. Nuestro concepto de
realismo tiene que ser amplio y político, soberano frente a los convencionalismos. Realista
significa: Aquello que descubre el complejo causal social; desenmascara los puntos de vista
dominantes como puntos de vista de los que dominan; escribe desde el punto de vista de la
clase que dispone de las más amplias soluciones para las dificultades más apremiantes en las
que se halla la sociedad humana; acentúa el momento del desarrollo; posibilita lo concreto y la
abstracción. No nos apegaremos a modelos literarios demasiado detallados, no obligaremos al
artista a técnicas narrativas demasiado definidas. El realismo no es una pura cuestión de
forma: copiando el estilo de los realistas, no seríamos más realistas. Surgen nuevos problemas
y requieren nuevos métodos. La realidad se modifica; para representarla, debe cambiar el
modo de descripción. Los opresores no obran de la misma manera en todas las épocas. Todo
aquel que no tiene prejuicios formales, sabe que la verdad puede encubrirse de muchas
maneras y debe ser dicha de muchas maneras. En el teatro se puede representar la realidad en
forma objetiva y en forma fantástica. Hay que buscar los medios según el fin. Si queremos
hacer una literatura viva, combativa, abarcada plenamente por la realidad y que abarque la
realidad, verdaderamente popular, debemos seguir el paso del desarrollo impetuoso de la
realidad.
Literatura popular: Que una obra literaria sea o no popular, no es cuestión de forma:
no que, para ser comprendido por el pueblo, haya que evitar expresiones desacostumbradas,
tomar puntos de vista corrientes tan sólo. El pueblo entiende expresiones osadas, aprueba
nuevos puntos de vista, vence dificultades formales, cuando hablan sus intereses.
Sobre el estilo realista: En el fondo no puedo creer que Lukács quiera presentar
realmente un ejemplo único de estilo realista, el de la novela realista burguesa del siglo
pasado, un ejemplo que a mí no me basta. Es necesario que todos nosotros comprendamos el
concepto de realismo de forma más amplia, más trascendental, de forma más realista
precisamente, y no permitir que el problema de escribir la verdad sobre el fascismo degenere
en un problema formal. Las obras aisladas tienen que ser juzgadas según el grado de realidad
que comprenden en el caso concreto, no según hasta qué punto corresponden formalmente a
una determinada muestra de tipo histórico.
Amplitud y variedad del estilo realista: Un escrito realista sólo puede distinguirse de
uno no realista confrontándolo con la realidad misma de la que trata. No es el concepto de
estrechez, sino el de amplitud, el que siente bien al realismo. La realidad misma es amplia,
variada, está llena de contradicciones. Cuando vemos de cuántas distintas maneras se puede
describir la realidad, nos damos cuenta de que el realismo no es cosa de pura fórmula. Es
peligroso vincular el gran concepto de “realismo” a unos cuantos nombres, por famosos que

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sean, y compendiar unas cuántas fórmulas en un método como único método verdadero
fecundo, aun cuando puedan ser formas provechosas. Sobre fórmulas literarias hay que
interrogar a la realidad, no a la estética, ni siquiera a la del realismo. La verdad puede callarse
de muchas maneras y decirse de muchas maneras. Nosotros derivamos nuestra estética, como
la moral de las necesidades de nuestra lucha.
Apuntes sobre el estilo realista: La superstición de los artistas es un rudimento
interesante de nuestra era científica. La ciencia misma no está ni mucho menos tan libre de
supersticiones como pretende. También ella está demasiado estrechamente vinculada a una
clase que, sólo en campos muy determinados, saca provecho del saber, y en muchos otros
saca provecho de la ignorancia. Sin embargo, el arte se ha asegurado en cierta medida un
derecho a la superstición y se ha rodeado de un muro tan espeso de humo de superstición que
asombra. Pero la ciencia se ha establecido en un dominio donde la clase que la mantiene saca
provecho mediante la superstición, no el saber. Los propios artistas, como se ha dicho, tienen
verdadero horror a la ciencia. Por lo general el artista tiene miedo de perder su originalidad en
el contacto con la ciencia. La tesis es que el artista crea mejor partiendo de lo inconsciente.
Pero lo peor es que el artista la mayoría de las veces sólo crea errores y mentiras de su
inconsciente, saca de ahí lo que le metieron dentro, y si el acto de sacar es inconsciente, el de
meter dentro no fue la mayoría de las veces muy consciente. Los defensores de la teoría del
inconsciente señalan triunfantes que el arte no puede “ser calculado”, no puede ser
confeccionado mecánicamente en la mesa de trabajo. Esto es una perogrullada
((¿perogruqué?)). Estos teóricos desaconsejan torpemente emplear la inteligencia, y llaman la
atención sobre el tesoro copioso del saber inconsciente. La crisis de producción de los artistas
que empiezan a participar en la transformación del mundo, es un fenómeno concomitante del
acto de expropiación que tiene lugar de forma gigantesca; las destrucciones son inevitables, y
valen la pena. La mirada impávida de un arte nuevo tropieza también con lo destruido.
Únicamente podemos llegar a una libre discusión sobre técnica, a una postura natural con
respecto a la técnica, si vemos con claridad la nueva función social del escritor, si él quiere
escribir de forma realista, esto es, influido conscientemente por la realidad e influyendo
conscientemente en ella. La vieja técnica estuvo una vez en condiciones de cumplir con ciertas
funciones sociales; ahora ya no lo está para cumplir con otras nuevas; sin embargo, las nuevas
funciones están mezcladas con las viejas, y necesitamos imperiosamente el estudio de la
técnica anticuada. Es muy importante desligar del “contenido” respectivo la técnica: el modelo
en cada caso ve otro mundo, además de verlo de otro modo. No basta naturalmente con sólo
comprobar que una determinada época histórica estuvo bien reflejada en una obra de arte
típica. Balzac escribió en un mundo completamente distinto del nuestro, con medios de
observación y descripción que no corresponden en absoluto a nuestro estándar técnico.
Existen en Balzac elementos técnicos que podemos utilizar. Pero lo más peligroso es hablar tan
sólo de un modelo. Si se parte de que se puede desligar lo técnico del contenido, esta
operación separativa tiene que salir bien también con obras contemporáneas. Y entonces no
se comprende cómo no hemos de estudiar la técnica literaria contemporánea, en tanto que
está vinculada al estándar técnico de nuestra época, con el mismo provecho al menos que la
técnica de épocas pasadas. Es importante para la práctica del escritor realista que la teoría
literaria comprenda el realismo en relación con sus distintas funciones sociales, es decir, en su
desarrollo. Un realismo grande en todos los aspectos, fecundo en todo el ámbito social, sólo
puede producirse en el arte en colaboración con clases ascendentes, que tengan que
intervenir para desarrollarse en el conjunto de las instituciones sociales, en la realidad social
completa. Para que sea posible un realismo auténtico, tiene que existir una posibilidad de
solución de todos los problemas sociales: tiene que haber una nueva clase que pueda hacerse
cargo del desenvolvimiento ulterior de las fuerzas productivas. El realismo en arte es
demasiado a menudo tratado como pura cuestión artística. Entonces el arte tiene su propio
realismo, esto es, los realistas entienden por realismo justamente algo artístico, y puesto que
tienen del arte una opinión ya fijada, muchas veces definitiva, ya antes de que propagaran arte

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realista, también el concepto de realismo resulta restringido y fijado. El realista puede tomar
frente a su arte una postura tanto realista como no realista. Un punto de vista realista es aquel
que estudia las fuerzas impulsoras; un modo de proceder realista es aquel que pone en
movimiento las fuerzas impulsoras. Hacemos bien en definir las obras realistas como obras
combativas. En ellas se cede la palabra a la realidad, palabra que, de lo contrario, no oiríamos,
Los realistas combaten cualquier tipo de esquematismo, porque no hace dominable la
realidad. El realista que escribe novelas u obras de teatro, concebirá también su actividad
literaria de forma realista. No dirá que “una novela se forma en su cabeza”, no confiará en su
“intuición”, después de haberla sometido a sólo unas pocas pruebas. Intentará estudiar las
leyes naturales con todos los medios que la humanidad ha creado en una producción de siglos.
El realista en arte es también realista fuera del arte. El escritor realista se comporta de forma
realista bajo todos conceptos: frente a sus lectores, frente a su estilo, frente a su material.
Toma en cuenta la situación social de sus lectores, la clase a que pertenecen, su postura frente
al arte, sus objetivos actuales, examina su propia vinculación a una clase, se procura
cautelosamente su material y lo critica con toda conciencia. No sustrae a los lectores de su
realidad para llevarlos a la suya propia, no se erige en medida de todas las cosas. Concibe la
realidad en la lucha constante contra el esquematismo, la ideología, el prejuicio, en toda su
diversidad, en todos sus matices, en movimiento, en su carácter contradictorio. Concibe y
maneja el arte como práctica humana con unas peculiaridades específicas, historia propia,
pero una práctica entre otras al fin y al cabo y vinculada a otras.
Tesis para la literatura proletaria: ¡Luchá escribiendo! ¡Enseñá que luchás! ¡Dejá que
hable la vida! ¡No la violentes! ¡Sabé que los burgueses no la dejan hablar! Elegite los temas en
que la realidad es escamoteada con mentiras, alejada a empujones, cubierta de afeites. Tus
argumentos son el hombre que vive inmerso en la práctica y convertido en práctica, y su vida,
tal como es. No luchás solo, también tu lector lucha con vos, si le contagiás el entusiasmo por
la lucha. No sólo vos encontrás soluciones, también él las encuentra.
Tesis sobre la organización del lema “realismo combativo”: En interés de los obreros
de todo el mundo, de todos los explotados y oprimidos, hay que exhortar a todos los escritores
a un realismo combativo. Sólo un realismo inflexible, que lucha contra todo encubrimiento de
la verdad, a saber, la explotación y la opresión, puede denunciar y difamar la explotación y
opresión del capitalismo. Sin embargo, para poder escribir de forma realista y combativa, se
requiere saber, y un saber bien definido, un saber de tipo económico, histórico. Hay escritores
que, en la composición de sus obras, atribuyen especial importancia al hecho de poder crear
partiendo de su subconsciente. No están capacitados ni dispuestos a insertar, en la
composición de sus obras, un grado demasiado alto de consciencia. Hay que intentar inducir a
estos escritores a acometer, junto a sus obras inconscientes, otros trabajos cuya composición
admita consciencia, es decir, obras marcadamente instructivas.
Transición del realismo burgués al socialista: La novela realista burguesa, cuyo estudio
se recomienda actualmente a los escritores socialistas, contiene muchas cosas que conviene
aprender. Encontramos en ella una técnica que permite la exposición de complicados procesos
sociales. Pero la técnica no es algo “externo”, algo que se puede transportar de una tendencia
a otra. Una crítica a fondo del realismo burgués da como resultado que esta manera de escribir
falla para el escritor socialista en puntos decisivos. Cuanto más claramente se entiende que el
destino del hombre, y cuanto más claramente se reconoce la lucha de clases como el nexo
causal dominante, tanto más profundamente falla la vieja técnica burguesa de la
compenetración. La vieja técnica ha desembocado en una crisis precisamente porque no
permitía una configuración satisfactoria de los individuos en la lucha de clases, y porque las
experiencias físicas no sitúan al lector dentro de la lucha de clases sino que lo sacan fuera de
ella. El paso de la novela realista burguesa a la novela realista socialista no es una cuestión
puramente técnica ni formal, aunque tenga necesariamente que transformar a la técnica
muchísimo. No puede ser que simplemente un estilo literario quede intacto.

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Sobre realismo socialista: El lema Realismo Socialista resulta significativo, práctico,
productivo, cuando se especifica según tiempo y lugar. El lema significa que el escritor, allí
donde se construya socialismo, apoya esta construcción, y a este fin estudia y describe la
realidad. Si se trata de la construcción del socialismo, entonces tienen que converger
indudablemente otros criterios también, criterios estéticos, formales, pues sin duda alguna a la
construcción del socialismo pertenece el fomento de las artes, el desarrollo de la producción
artística en la mayor escala posible. Representaría una terrible atrofia del gran lema Realismo
Socialista, que se copiara aquí mecánicamente el lema stalinista en la política de las
nacionalidades, “contenido socialista, forma nacional”, y se fijara como lema algo así como
“contenido socialista, forma burguesa”. En la política de nacionalidades el lema “forma
nacional” es revolucionario por los cuatro costados. El lema “forma burguesa” sería
simplemente reaccionario. Nuestros críticos tienen que estudiar las condiciones de la lucha y a
partir de ellas desarrollar su estética. La lucha nos hace acudir a formas nuevas. Creo poder ver
bastante bien las ventajas que el estilo de la novela burguesa del siglo pasado ofrece a nuestra
lucha; he aprendido allí tanto como me ha sido posible. Pero veo también los inconvenientes, y
son considerables.
Sobre la divisa “realismo socialista”: Forzosamente tiene que saltar a la vista de
cualquiera el carácter revolucionario de una actitud realista de la literatura en los países
convertidos al fascismo o que están a la espera del fascismo. La aversión de los gobiernos
fascistas respecto de la literatura realista es bastante considerable. Estos gobiernos no se
esperan nada bueno del hecho de que un escritor cualquiera haga hablar a la realidad.

TENTATIVAS SOBRE BRECHT- El autor como productor (BENJAMIN)

Platón, en el proyecto de su estado, le prohíbe a los poetas, en interés de la


comunidad, que residan en él. Desde entonces no se ha planteado a menudo con la misma
insistencia la cuestión del derecho a la existencia del poeta; pero hoy sí que se plantea, sólo
que raras veces en esa forma. Pero a ustedes todos les resulta más o menos habitual en
cuanto cuestión acerca de la autonomía del poeta: acerca de su libertad para escribir lo que
quiera. No son ustedes proclives a aprobar esa autonomía. Creen que la actual situación social
le obliga a decidir a servicio de quién ha de poner su actividad. El escritor burgués recreativo
no reconoce tal alternativa. Ustedes le prueban que trabaja, aun sin admitirlo, en interés de
determinados intereses de clase. Un tipo progresista de escritor reconoce la alternativa. Su
decisión ocurre sobre la base de la lucha de clases, al ponerse del lado del proletariado. Se ha
acabado entonces su autonomía. Orienta su actividad según lo que sea útil para el proletariado
en la lucha de clases. Se acostumbra decir que persigue una tendencia. El debate no se ha
librado del aburrido “por una parte, por otra”: por una parte ha de exigirse de la ejecución del
poeta la tendencia correcta, y por otra parte se está en el derecho de esperar calidad de dicha
ejecución. Esta fórmula es, desde luego, insatisfactoria en tanto que no nos percatemos de
cuál es la interconexión que existe entre ambos factores, calidad y tendencia. Espero poder
demostrarles que el concepto de tendencia, como se presenta en el debate hoy en día, es un
instrumento por completo inadecuado para la crítica literaria política. Quisiera mostrarles que
la tendencia de una obra literaria sólo podrá concordar políticamente, si literariamente
concuerda también. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria.
Esa tendencia literaria, contenida de manera implícita o explícita en cada tendencia política
correcta, es la que constituye, y no otra cosa, la calidad de la obra. Por eso, la tendencia
política correcta de una obra incluye su calidad literaria, ya que incluye su tendencia literaria.
El tratamiento dialéctico de la cuestión nada puede hacer con cosas pasmadas,
aisladas: obra, novela, libro. Tiene que instalarlas en los contextos sociales vivos. Las relaciones
sociales están condicionadas, según sabemos, por las relaciones de la producción. Yo propongo
que, en lugar de preguntar: ¿en qué relación está una obra literaria para con las condiciones
de producción de la época?, preguntemos: ¿cómo está en ellas? Pregunta que apunta

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inmediatamente a la función que tiene la obra dentro de las condiciones literarias de
producción de un tiempo. Con otras palabras, apunta inmediatamente a la técnica literaria de
las obras. Con el concepto de la técnica he nombrado ese concepto que hace que los
productos literarios resulten accesibles a un análisis social inmediato, por tanto materialista. A
la par que dicho concepto de técnica depara el punto de arranque dialéctico desde el que
superar la estéril contraposición de forma y contenido. Además, tal concepto entraña la
indicación sobre cómo determinar correctamente la relación entre tendencia y calidad. Si
antes nos permitimos formular que la tendencia política correcta de una obra incluye su
calidad literaria, porque incluye su tendencia literaria, determinamos ahora con mayor
precisión que esa íntima tendencia puede consistir en un progreso o en un retroceso de la
técnica literaria.
Hay que repensar las ideas sobre formas o géneros de la obra literaria al hilo de los
datos técnicos de nuestra situación actual, llegando así a esas formas expresivas que
representan el punto de arranque para las energías literarias del presente. Estamos dentro y
en medio de un vigoroso proceso de refundición de las formas literarias, un proceso en el que
muchas contraposiciones, en las cuales estábamos habituados a pensar, pudieran perder su
capacidad de impacto.
Escribe un autor de izquierdas: En nuestra literatura hay contraposiciones que en
épocas más felices se fertilizaban mutuamente, pero que ahora han llegado a antinomias
insolubles. Hace tiempo que las redacciones de los periódicos han aprovechado el hecho de
que nada ata tanto a un lector como esa impaciencia que reclama día a día alimento nuevo, y
así han abierto una y otra vez sus columnas a sus preguntas, opiniones, protestas. A la par que
la asimilación indistinta de hechos va la asimilación también indistinta de lectores que en un
instante se ven aupados a la categoría de colaboradores. En lo cual se esconde su momento
dialéctico. En tanto que lo literario gana en alcance lo que pierde en profundidad, empieza a
distinguirse entre autor y público, distinción que la prensa burguesa mantiene en pie de
manera convencional y que se extingue en cambio en la prensa soviética. El lector está
siempre dispuesto a convertirse en un escritor, a saber: en alguien que describe o que
prescribe. La competencia literaria no se basa ya en una educación especializada, sino en otra
politécnica, así es como se convierte en patrimonio común.
A partir de lo anterior podemos ver que se desarrolla un proceso de refundición que
no pasa únicamente sobre las distinciones convencionales entre los géneros, entre escritor y
poeta, entre investigador y divulgador, sino que somete a revisión incluso la distinción entre
autor y lector. La prensa es la instancia más determinante respecto de dicho proceso, y por
esto debe avanzar hasta ella toda consideración del autor como productor. Sin embargo, en
Europa occidental el periódico no representa aún un instrumento adecuado en las manos del
escritor: todavía pertenece al capital.
En Alemania han partido, en el último decenio, de la inteligencia de izquierdas, los
movimientos político-literarios determinantes. De ellos destaco dos, el activismo y la nueva
objetividad, para poner el ejemplo de que la tendencia política, por muy revolucionaria que
parezca, ejerce funciones contrarrevolucionarias en tanto el escritor experimente su
solidaridad con el proletariado sólo según su propio ánimo, pero no como productor. El
término de moda, en el que se resumen las exigencias del activismo, es “logocracia”, es decir,
señorío del espíritu. A tal concepto podemos hacerle notar sin esfuerzo alguno que está
acuñado sin miramiento alguno por la posición de la inteligencia en el proceso de la
producción. Hiller, por ejemplo, al hablar de los jefes de partido, está seguro de que “piensan
con una mayor deficiencia”. Döblin hace del socialismo un frente en contra de la teoría y de la
praxis del movimiento obrero radical. El “espiritual” debe encontrar su lugar “junto” al
proletariado. Pero ¿cuál es este lugar? El de un protector, el de un mecenas ideológico. Un
lugar imposible. Y así volvemos a la tesis propuesta al comienzo: el lugar del intelectual en la
lucha de clases sólo podrá fijarse, o mejor aún elegirse, sobre la base de su posición en el
proceso de producción.

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En orden a la modificación de formas e instrumentos de producción en el sentido de
una inteligencia progresista (y por ello interesada en liberar los medios productivos, y por ello
al servicio de la lucha de clases), ha acuñado Brecht el concepto de transformación funcional.
Él es el primero que ha elevado hasta los intelectuales la exigencia de amplio alcance: no
pertrechar el aparato de producción sin, en la medida de lo posible, modificarlo en un sentido
socialista. No es deseable una renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino
que habrá que proponer innovaciones técnicas. Existe una distinción decisiva entre el mero
abastecimiento del aparato de producción y su modificación. Quisiera colocar esta frase acerca
de la “nueva objetividad”: pertrechar un aparato de producción, sin transformarlo en la
medida de lo posible, representa un comportamiento sumamente impugnable, si los
materiales con los que se abastece dicho aparato parecen ser de naturaleza revolucionaria.
Porque estamos frente al hecho de que el aparato burgués de producción y publicación asimila
cantidades sorprendentes de temas revolucionarios, de que incluso los propaga, sin poner por
ello seriamente en cuestión su propia consistencia y la consistencia de la clase que lo posee. La
“nueva objetividad” ha promovido el reportaje. Pongo en primer plano su forma fotográfica.
Lo que de ella resulta ser vigente, habrá que transponerlo a la forma literaria. Ambas deben su
extraordinaria prosperidad a la técnica de difusión: a la radio y a la prensa ilustrada. Pensemos
hacia atrás, hasta el dadaísmo: su vigor revolucionario consistió en poner a prueba la
autenticidad del arte; se compusieron naturalezas muertas en billetes, en colillas, cualquier
minúsculo pedazo auténtico de la vida cotidiana decía más que la pintura. La fotografía ha
logrado que incluso la miseria, captada de una manera perfeccionada y a la moda, sea objeto
de goce. Porque si una función económica de la fotografía es llevar a las masas, por medio de
elaboraciones de moda, elementos que se hurtaban antes a su consumo, una de sus funciones
políticas consiste en renovar desde dentro el mundo tal y como es. Con otras palabras, en
renovarlo según la moda.
Tenemos con esto un ejemplo drástico de eso que se llama pertrechar un aparato de
producción sin modificarlo. Lo que tenemos que exigir a los fotógrafos es la capacidad de dar a
sus tomas la leyenda que las arranque del consumo y del desgaste de la moda, otorgándoles
valor de uso revolucionario. Pero con mayor insistencia que nunca plantearemos dicha
exigencia cuando nosotros, los escritores, nos pongamos a fotografiar. También aquí el
progreso técnico es para el autor como productor la base de su progreso político. El autor
como productor experimenta, al experimentar su solidaridad con el proletariado, inmediata
solidaridad con algunos otros productores que antes no significaban mucho para él
(fotógrafos, músicos…). Si vuelven ustedes a considerar ahora el proceso de refundición de las
formas literarias del que hemos hablado, verán cómo la fotografía y la música entran en esa
masa incandescente en la que se funden las formas nuevas.
He hablado del procedimiento de una cierta fotografía que está de moda: hacer de la
miseria objeto del consumo. Al aplicarme a la “nueva objetividad” como movimiento literario,
debo ir un paso más adelante y decir que ha hecho objeto del consumo a la lucha contra la
miseria. Lo característico de esta literatura es transformar la lucha política del imperativo para
la decisión en un tema de complacencia contemplativa, de un medio de producción en un
artículo de consumo. El trabajo del autor no será jamás solamente el trabajo aplicado a los
productos, sino que siempre, y al mismo tiempo, se aplicará a los medios de producción. Sus
productos tienen que poseer, junto y antes que su carácter de obra, una función organizadora.
La tendencia sola no basta. La mejor tendencia es falsa si no enseña la actitud con la que debe
ser seguida. Y dicha actitud sólo la puede enseñar el escritor cuando hace algo: a saber,
escribiendo. La tendencia es la condición necesaria, pero jamás suficiente, de una función
organizadora de las obras. Esta exige además el comportamiento orientador e instructivo del
que escribe. Y eso hay que exigirlo hoy más que nunca. Un autor que no enseñe a los
escritores, no enseña a nadie. Resulta, pues, decisivo el carácter modelo de la producción, que
en primer lugar instruye a otros productores en la producción y que, en segundo lugar, es
capaz de poner a su disposición un aparato mejorado. Y dicho aparato será tanto mejor cuanto

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más consumidores lleve a la producción, en una palabra, si está en situación de hacer de los
lectores o de los espectadores colaboradores. Tenemos ya un modelo de este tipo: se trata del
teatro épico de Brecht.
Una y otra vez se escriben tragedias y óperas a cuya disposición está en apariencia un
aparato escénico acreditado por el tiempo, mientras que, en realidad, no hacen más que
pertrechar un aparato claudicante. Músicos, escritores y críticos, al opinar que están en
posesión de un aparato que en realidad les posee a ellos, defienden uno sobre el cual no
tienen ya ningún control y que no es, según ellos creen, medio para los productores, sino
contra ellos. El teatro de Brecht, en lugar de competir con los nuevos instrumentos de
difusión, procura aplicarlos y aprender de ellos, busca la confrontación. En interés de esa
confrontación, Brecht se ha retirado a los elementos más originarios del teatro. El teatro épico,
ha declarado, no tiene que desarrollar acciones tanto como exponer situaciones. Esas
situaciones las obtiene interrumpiendo las acciones. El teatro épico asimila así un
procedimiento que nos resulta familiar por el cine y por la radio: el procedimiento del montaje.
Lo montado interrumpe el contexto en el cual se monta. La interrupción de la acción opera
constantemente en contra de una ilusión en el público. No le acerca las situaciones al
espectador, sino que se las aleja. No reproduce situaciones, más bien las descubre. La
interrupción detiene la acción en su curso y fuerza así al espectador a tomar postura frente al
suceso y a que el actor la tome respecto de su papel. El teatro épico pretende menos colmar al
público con sentimientos, y más enajenarlo de las situaciones en las que vive por medio de un
pensamiento insistente.
El intelectual revolucionario aparece como traidor a su clase de origen (la burguesía).
Esa traición consiste en el escritor en un comportamiento que de preveedor de un aparato de
producción le convierte en un ingeniero que ve su tarea en acomodar dicho aparato a las
finalidades de la revolución proletaria. Cuanto con mayor exactitud conozca su puesto en el
proceso de producción, menos se le ocurrirá pensar en hacerse pasar por un “espiritual”. El
espíritu, que se hace perceptible en nombre del fascismo, tiene que desaparecer. Porque la
lucha revolucionaria no se juega entre el capitalismo y el espíritu, sino entre el capitalismo y el
proletariado.

TEORÍA DE LA VANGUARDIA (PETER BÜRGER)- Vanguardia y compromiso

El debate entre Adorno y Lukács: Dedicar una parte de la teoría de la vanguardia al


problema del compromiso sólo se justifica si se puede demostrar que la vanguardia ha
modificado radicalmente el sentido del compromiso político en el arte y, por tanto, que antes
de los movimientos históricos de vanguardia se aplicó el concepto de compromiso de modo
diverso a como se ha hecho después.
La intención de los movimientos históricos de vanguardia la hemos visto en la
destrucción de la institución arte como un ámbito separado de la praxis vital. La importancia
de semejante intención consiste, ante todo, en haber hecho perceptible la importancia de la
institución arte para el resultado social efectivo de cada obra en particular. La obra de
vanguardia se ha definido como creación inorgánica. Mientras que en la obra de arte orgánica
el principio de construcción domina sobre la parte y la subordina a la unidad, en las obras de
vanguardia las partes tienen una independencia esencial frente al todo; pierden valor como
ingredientes de una totalidad de sentido y lo ganan como signos relativamente
independientes.
El contraste entre obras de arte orgánicas y vanguardistas está en la base de las teorías
de la vanguardia de Lukács y de Adorno. No obstante, ambas teorías se distinguen por sus
valoraciones. Lukács conserva la obra de arte orgánica (la llama realista) como norma estética,
y por esto encuentra decadentes las obras de vanguardia, mientras que Adorno separa la obra
de vanguardia, inorgánica, de una norma que sólo tiene sentido histórico, condenando así el
respaldo a un arte realista contemporáneo como un retroceso estético. En ambos casos se

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trata de teorías del arte, comprometidas decisivamente en el plano teórico. Ambos
pensadores están comprometidos con Hegel en cierto modo.
Hegel ha puesto la estética en la historia. La dialéctica de forma y contenido varía en
cada caso si se trata de arte simbólico, clásico o romántico. Lukács acepta algunos momentos
esenciales de la concepción hegeliana. En su obra, la confrontación hegeliana del arte clásico y
romántico se convierte en el contraste entre arte realista y vanguardista. Y este contraste se
desarrolla en Lukács, como en Hegel, en el marco de una filosofía de la historia, aunque para
Lukács esta historia será la de la sociedad burguesa en un sentido materialista. Con el fin de los
movimientos burgueses de emancipación, señalado por la revolución de junio de 1848, el
intelectual burgués pierde también la capacidad de reproducir, por medio de obras de arte
realistas, la totalidad de la sociedad burguesa transformada. Lukács traslada la crítica
hegeliana del arte romántico al fenómeno de la decadencia históricamente necesaria del arte
de vanguardia, y hace lo mismo con la idea de Hegel según la cual la obra de arte orgánica
constituye un tipo de perfección absoluta, sólo que la ve más realizada en las grandes novelas
realistas de Goethe, Balzac y Stendhal que en el arte griego. De este modo, se pone de
manifiesto que también para Lukács el punto máximo del desarrollo del arte reside en el
pasado, aunque, en contraste con Hegel, él va a pensar que no por ello la perfección es
necesariamente inalcanzable en el presente.
Adorno es radical en este asunto; para él, la obra vanguardista es la única expresión
auténtica de la situación actual del mundo. Su teoría parte también de Hegel, pero no acepta
las valoraciones de éste. Adorno intenta pensar radicalmente la historización de las formas
artísticas emprendida por Hegel, esto es, trata de evitar el conceder primacía sobre los demás
a cualquiera de los tipos de dialéctica entre forma y contenido aparecidos en la historia. Bajo
esta perspectiva, la obra de vanguardia se ofrece como expresión históricamente necesaria de
la alienación en la sociedad capitalista avanzada; querer medirla con el patrón de la unidad
orgánica de las obras clásicas, es decir, realistas, sería inadecuado. Parecería que, con esto,
Adorno hubiera acabado definitivamente con la teoría normativa. Sin embargo, en el camino
de la historización radical, lo normativo encuentra nuevas vías de acceso a la teoría y se
impone de modo no menos severo que en el caso de Lukács.
También para Lukács la vanguardia es expresión de la alienación en la sociedad
capitalista avanzada, aunque para los socialistas esto signifique ser a la vez expresión de la
ceguera de los intelectuales burgueses, incapaces de identificar las reales fuerzas históricas
que se oponen a tal alienación y trabajan para conseguir una transformación socialista de esta
sociedad. De esta perspectiva política depende, para Lukács, la posibilidad de un arte realista
en el presente. Adorno no comparte esta perspectiva política. Él entiende que el arte de
vanguardia es el único arte auténtico en la sociedad capitalista avanzada. En el intento de crear
obras orgánicas, cerradas sobre sí mismas, Adorno ve no sólo la renuncia a un nivel alcanzado
por la técnica artística, sino incluso una voluntad sospechosa de ideología. Porque la obra
orgánica, a pesar de descubrir las contradicciones de la sociedad presente, cae por su forma en
la ilusión de un mundo perfecto, aunque su contenido explícito indique todo lo contrario.
La disputa entre Lukáks y Adorno sobre la legitimidad del arte de vanguardia se reduce
al aspecto del medio artístico y su consecuente alteración del tipo de obra (orgánica versus
vanguardista). Ninguno de los dos se ocupa, sin embargo, del ataque dirigido contra la
institución arte por los movimientos históricos de vanguardia. Si el significado de la
discontinuidad provocada por los movimientos históricos de vanguardia en el desarrollo del
arte no se fija en el ataque a la institución arte, las cuestiones formales (obras orgánicas vs
inorgánicas) cobran necesariamente protagonismo. Pero cuando los movimientos históricos de
vanguardia han desvelado el enigma del efecto, o sea, la carencia de todo efecto en el arte,
entonces ninguna forma nueva puede ya reclamar para sí, en exclusiva, la validez, sea ésta
eterna o sólo temporal. Los movimientos históricos de vanguardia han acabado más bien con
tal pretensión.

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Es cierto que Adorno ha subrayado el significado de la vanguardia para la teoría
estética del presente, pero sólo ha insistido en el nuevo tipo de la obra de arte y no en el
intento de los movimientos de vanguardia por devolver el arte a la praxis vital. La vanguardia
sería entonces sólo un tipo especial de arte pasajero. Es cierto que los movimientos de
vanguardia no han podido destruir la institución arte, pero quizá hayan acabado con la
posibilidad de que una determinada tendencia artística pueda presentarse con la pretensión
de validez general. La simultaneidad del arte “realista” y del “vanguardista” es hoy un hecho,
contra el que ya no puede alzarse una protesta legítima. Estos movimientos hayan quizá
acabado con la posibilidad de considerar valiosas a las normas estéticas. En la investigación
científica de las obras de arte, el puesto de las consideraciones normativas lo ocupará ahora el
análisis de la función, que investigaría el efecto social de una obra en el encuentro de los
estímulos presentes en la obra con un público sociológicamente definible dentro de un
determinado marco institucional, la institución arte.
El descuido de la institución arte por Adorno y Lukács se ha de entender en conexión
con otra característica común a ambos teóricos: su actitud negativa ante la obra de Brecht. En
el caso de Lukács, este rechazo se deriva directamente de su principio teórico, pues las obras
de Brecht comparten la sentencia que corresponde a cualquier obra inorgánica. En el caso de
Adorno, él fija la conexión entre la obra y la sociedad que la motiva como necesariamente
inconsciente, por lo que es difícil que acepte la obra de Brecht, que se esfuerza por crear esas
conexiones con la mayor consciencia posible.
Mi propuesta consiste en entender los movimientos históricos de vanguardia como
ruptura en el desarrollo del arte en la sociedad burguesa, y en elaborar la teoría de la literatura
consecuente a esta ruptura. Habría que estudiar la obra y la teoría de Brecht también en
conexión con esta ruptura histórica, y preguntar qué lugar ocupa Brecht dentro de los
movimientos históricos de vanguardia. Hasta el momento, esta cuestión no se ha formulado
porque se da por hecho que Brecht es un vanguardista y porque se carece de un concepto
preciso de los movimientos históricos de vanguardia.
Brecht nunca ha compartido la intención de los representantes de los movimientos
históricos de vanguardia. La distancia que separa al joven Brecht de estos movimientos se
refleja en estos dos hechos: consideró al arte como fin en sí mismo, conservando así una
categoría central de la estética clásica, y deseó cambiar, pero no destruir, la institución teatro.
Lo que le aproxima a la vanguardia, en cambio, es una concepción de las obras que concede
independencia a los momentos particulares y un interés por la institución arte. Mientras que
los vanguardistas creen, sin embargo, poder atacar directamente y destruir a esta institución,
Brecht desarrolla un concepto de cambio de función que conserva su viabilidad real.
Se trata de afirmar que los movimientos históricos de vanguardia han cambiado
fundamentalmente el papel del compromiso político en el arte. Está fuera de toda duda que
también los movimientos históricos de vanguardia contemplan un compromiso político y
moral en el arte; pero la conexión de este compromiso con la obra está llena de tensiones. El
contenido político y moral que el autor desea expresar está necesariamente subordinado, en
las obras de arte orgánicas, a la organicidad del todo: tal contenido contribuye, desde su
aparición, a la parcelación de la propia totalidad de la obra. La obra comprometida sólo puede
tener éxito cuando el mismo compromiso es el principio unificador que domina la obra incluso
en su aspecto formal. Y, cuando la obra consigue organizarse en torno al compromiso, su
tendencia política corre un nuevo peligro: la neutralización por la institución arte, que
neutraliza el contenido político de las obras particulares.
Sólo los movimientos históricos de vanguardia han aclarado el significado de la
institución arte para el efecto de obras concretas. Se ha demostrado que el efecto social de
una obra no se puede leer sencillamente en ella, sino que está determinado de modo decisivo
por la institución en la que “funciona”. Las reflexiones de Brecht y Benjamin durante los años
20 y 30, el cambio de función del correspondiente aparato de producción, no pueden
entenderse sin los movimientos de vanguardia.

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Tan fundamental como el ataque a la institución arte, para la transformación del
problema del compromiso, es el desarrollo de un tipo de obra de arte inorgánica. En la obra de
vanguardia, el signo particular no remite en primer lugar a la totalidad de la obra, sino a la
realidad. Donde la obra no se concibe como totalidad orgánica, tampoco se subordinará ya el
motivo político particular a la autoridad del conjunto de la obra, sino que puede actuar
aisladamente. El fundamento del tipo de la obra vanguardista permite un nuevo tipo de obra
comprometida. Se podría entender, siguiendo a Adorno, que el principio estructural de lo
inorgánico es de por sí emancipador porque permite mostrar crudamente una ideología que
está cada vez más ligada al sistema. En una interpretación de este tipo coinciden al fin
vanguardia y compromiso; pero al fijar esta identidad solamente en el principio estructural, la
consecuencia es que el arte comprometido queda determinado en lo que respecta a su forma,
pero no en lo referente a su contenido. Entre esto y convertir en tabú las afirmaciones políticas
en la obra de vanguardia sólo media un paso. Pero la superación de la dicotomía entre arte
“puro” y “político” se puede pensar de otro modo: en lugar de explicar el principio estructural
vanguardista de lo inorgánico como afirmación política, se trataría de admitir que tanto los
motivos políticos como los no políticos pueden ir juntos, incluso en una misma obra. Así pues,
el fundamento de las obras inorgánicas permite un nuevo tipo de arte comprometido.
En la medida en que los motivos particulares tienen un amplio grado de independencia
en las obras de vanguardia, también el motivo político puede actuar de modo inmediato,
puede ser confrontado por el espectador con su propia realidad vital. Brecht ha percibido esta
posibilidad y se ha servido de ella. Se hace creer al espectador que los acontecimientos
suceden en el escenario como en la vida real, que la interpretación del argumento constituya
un todo absoluto, por lo cual los detalles no se pueden “descontextualizar” para ponerlos en
relación con la realidad. Pero aquí la sucesión del argumento es discontinua, las partes pueden
y deben compararse de inmediato con los hechos correspondientes a la realidad. Brecht es
vanguardista en la medida en que, al liberar a la parte de la autoridad del todo en la obra,
permite un nuevo tipo de arte político. En la argumentación de Brecht queda patente que,
aunque la revolución de la praxis vital pretendida por los movimientos históricos de
vanguardia se ha visto frustrada, sin embargo, su intención se puede conservar. Y aunque la
total reinserción del arte en la praxis vital también ha fracasado, la obra de arte se puede
poner en una nueva conexión con la realidad. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el
efecto político de la obra de vanguardia está limitado por la institución arte, que todavía
constituye en la sociedad burguesa un ámbito separado de la praxis vital.
Nota final sobre Hegel: ((ver))

LA CÁMARA LÚCIDA (BARTHES)

Prólogo a la edición castellana: En este Barthes, por un lado, la teoría, con la


semiología y su discurso de exploración; por el otro, aunque ligado al anterior, el sujeto
ofreciéndose como cuerpo del experimento e, indirectamente, como protagonista de una gran
novela. Si Fragmentos de un discurso amoroso se ocupaba del lenguaje que nace en torno al
amor, La cámara lúcida cubre el polo opuesto: la Muerte. La imagen fotográfica es la
reproducción analógica de la realidad y no contiene ninguna partícula discontinua, aislable,
que pueda ser considerada como signo. Sin embargo, existen en ella elementos retóricos (la
composición, el estilo…), susceptibles de funcionar independientemente como mensaje
secundario. Es la connotación, asimilable en este caso a un lenguaje. Es decir: es el estilo lo que
hace que la foto sea lenguaje. Por medio de la connotación, Barthes intentará delimitar ahora
qué es lo que en la fotografía produce un efecto específico sobre el observador, qué es lo
particular, lo propio, cuál es la esencia de la fotografía, cuál el enigma que la hace fascinante (y
en particular para ciertas fotos)… La búsqueda de la esencia de la fotografía a través de
elementos concretos y generalmente puntuales que forman parte de la imagen fotográfica,
pero que pueden pasar desapercibidos al examinar su mensaje inmediato, enlaza con los

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objetivos últimos de la gran filosofía. Además, dado que lo que se oculta tras la fotografía, lo
que se ampara indefectiblemente en la imagen fotográfica, es la Muerte, la búsqueda de
Barthes adquiere un carácter romántico indudable. A la pluralidad de su discurso (referencias
al psicoanálisis, a la semiología, al análisis sociológico, etc.), se añade la presencia del yo, del
sujeto, del alma sensible sometida a la prueba de la fotografía. El libro presente se refiere
entonces al tiempo interrumpido, a la plasmación de lo que fue. La fotografía recoge una
interrupción del tiempo a la vez que construye sobre el papel preparado un doble de la
realidad. De ello se infiere que la muerte, o lo que es lo mismo: la evidencia del esto-ha-sido,
va ligada esencialmente a la aparición (o elaboración) del doble en la imagen fotográfica. La
fotografía sólo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la
muerte del sujeto fotografiado, con el paso del tiempo… en la fotografía del referente
desaparecido se conserva eternamente lo que fue su presencia, su presencia fugaz (esa
fugacidad, con su evidencia, es lo que la fotografía contiene de patético), hecha de
intensidades. Dicho de otro modo: es imposible separar el referente de lo que es en sí la foto.
Y de aquí la deducción de Barthes: la esencia de la fotografía es precisamente esa obstinación
del referente de estar siempre ahí. La fotografía es más que una prueba: no muestra tan sólo
algo que ha sido, sino que también y ante todo demuestra que ha sido. En ella permanece de
algún modo la intensidad del referente, de lo que fue y ya ha muerto. Vemos en ella detalles
concretos, aparentemente secundarios, que ofrecen algo más que un complemento de
información (en tanto que elementos de connotación): conmueven, abren la dimensión del
recuerdo, provocan esa mezcla de placer y dolor, la nostalgia. La fotografía es la momificación
del referente. El referente se encuentra ahí, pero en un tiempo que no le es propio. Con
detalles dispersos que lo hacen impropio. El Tiempo (o incluso la superposición de tiempos
distintos y quizá contrapuestos), puede ser uno de tales “detalles” invisibles a primera vista.
Pues el referente rasga con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo. El
fotógrafo no falsea el interior de los cuerpos, no interviene en ellos, en su interior, sino que
nos los presenta tal como fueron en un instante concreto, enmarcados únicamente por los
bordes de la placa fotográfica. Es necesario hacer mención de algo que en La cámara lúcida es
inseparable de la muerte: el amor y la nostalgia. De cada página emana la nostalgia del amor
materno. La escritura, curiosamente, encuentra uno de sus polos en la foto de la madre de
Roland Barthes, la llamada foto del Invernadero, descrita pero jamás mostrada.
Barthes: Decreté que me gustaba la fotografía en detrimento del cine, del cual, a pesar
de ello, nunca legué a separarla. Me embargaba, con respecto a la fotografía, un deseo
“ontológico”: quería, costase lo que costase, saber lo que aquella era “en sí”, qué rasgo
esencial la distinguía de la comunidad de las imágenes.
Desde el primer paso, el de la clasificación, la Fotografía se escapa. Las distribuciones a
las que se la suele someter son exteriores al objeto, sin relación con su esencia, podrían bien
ser aplicadas a otras formas antiguas de representación. Diríase que la fotografía es
inclasificable. Esto es lo que primeramente encontré: lo que la fotografía reproduce al infinito
únicamente ha tenido lugar una sola vez. La Fotografía repite mecánicamente lo que nunca
más podrá repetirse existencialmente. La fotografía dice: esto es esto, es asá, es tal cual, y no
dice otra cosa; una foto no puede ser transformada filosóficamente, está enteramente lastrada
por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera. Es lícito hablar de una foto,
pero me parecía improbable hablar de la Fotografía.
Por naturaleza, la Fotografía tiene algo de tautológico: en la fotografía una pipa es
siempre una pipa, irreductiblemente. Diríase que la Fotografía lleva siempre su referente
consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno
mismo del mundo en movimiento: están pegados el uno al otro, miembro a miembro. La
Fotografía pertenece a aquella clase de objetos laminares de los que no podemos separar dos
láminas sin destruirlos: el cristal y el paisaje, y por qué no: el Bien y el Mal, el deseo y su
objeto: dualidades que podemos concebir, pero no percibir. Esta fatalidad (no hay foto sin algo
o alguien) arrastra la Fotografía hacia el inmenso desorden de los objetos. De todos los objetos

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del mundo: ¿por qué escoger fotografiar tal objeto, tal instante, y no otro? La Fotografía es
inclasificable por el hecho de que no hay razón para marcar una de sus circunstancias en
concreto.
El desorden y el dilema sacados a la luz por el deseo de escribir sobre la Fotografía
reflejaban perfectamente una especie de incomodidad que siempre había experimentado: la
de ser un sujeto que se bambolea entre dos lenguajes, expresivo el uno, crítico el otro. Resolví
tomar como punto de partida para mi investigación apenas algunas fotos, aquellas de las que
estaba seguro que existían para mí. Nada que tuviese que ver con un corpus: sólo algunos
cuerpos. Acepté erigirme en mediador de toda la Fotografía: intenté formular, a partir de
algunos movimientos personales, el rasgo fundamental, el universal sin el cual no habría
Fotografía.
Heme, pues, a mí mismo como medida del “saber” fotográfico. ¿Qué es lo que sabe mi
cuerpo sobre la Fotografía? Observé que una foto puede ser objeto de tres prácticas (o de tres
emociones, o de tres intenciones): hacer, experimentar, mirar. El Operator es el fotógrafo.
Spectator somos los que compulsamos en los periódicos, libros, álbumes o archivos,
colecciones de fotos. Y aquel o aquello que es fotografiado es el blanco, el referente, una
especie de pequeño simulacro, de eidôlon emitido por el objeto, que yo llamaría de buen
grado el Spectrum de la Fotografía porque esta palabra mantiene a través de su raíz una
relación con “espectáculo” y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno
de lo muerto. No siendo fotógrafo, podía suponer que la emoción del Operator tenía alguna
relación con el “agujerito” a través del cual mira, limita, encuadra y pone en perspectiva lo que
quiere “coger” (sorprender). Pero yo no tenía a mi disposición más que dos experiencias: la del
sujeto mirado y la del sujeto mirante.
Puede ocurrir que yo sea mirado sin saberlo, y sobre esto todavía no puedo hablar
puesto que he decidido tomar como guía la conciencia de mi emoción. Pero muy a menudo he
sido fotografiado a sabiendas. Entonces, cuando me siento observado por el objetivo, todo
cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me
transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía
crea mi cuerpo y lo mortifica, según su capricho. Yo quisiera que mi imagen, móvil, sometida al
traqueteo de mil fotos cambiantes, a merced de las situaciones, de las edades, coincida
siempre con mi “yo”: pero es lo contrario lo que se ha de decir: es “yo” lo que no coincide
nunca con mi imagen, pues es la imagen la que es pesada, inmóvil, obstinada (es la causa por
la que la sociedad se apoya en ella), y soy “yo” quien soy ligero, divertido, disperso y que no
puedo estar quieto. Yo quisiera una Historia de las Miradas. Pues la Fotografía es el
advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad
¿A quién pertenece la foto? ¿Al sujeto (fotografiado)? ¿Al fotógrafo? ¿El paisaje mismo
no es acaso algo más que una especie de préstamo hecho por el propietario del terreno? La
Foto-retrato es una empalizada de fuerzas. Cuatro imaginarios se cruzan, se afrontan, se
deforman. Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean,
aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. Una acción
curiosa: no ceso de imitarme, y es por ello por lo que cada vez que me dejo fotografiar, me
roza indefectiblemente una sensación de inautenticidad, de impostura a veces.
Imaginariamente, la fotografía representa ese momento tan sutil en que, a decir verdad, no
soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una
microexperiencia de la muerte: me convierto verdaderamente en espectro. El fotógrafo lo
sabe, y, aterrado, debe luchar tremendamente para que la fotografía no sea la Muerte. Los
otros, el Otro, me despropian de mí mismo, hacen de mí, ferozmente, un objeto, me tienen a
su merced, a su disposición, clasificado en un fichero. En el fondo, a lo que tiendo en la foto
que toman de mí (la “intención” con la que miro) es a la Muerte: la Muerte es el eidos de esa
Foto.
El desorden que desde el primer paso encontré en la Fotografía, con todas las prácticas
y todos los temas mezclados, lo volví a encontrar en las fotos del Spectator que yo era y que

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me disponía ahora a interrogar. Veo fotos por todas partes, como cada uno de nosotros hoy en
día; provienen de mi mundo, sin que yo las solicite; no son más que “imágenes”, aparecen de
improviso. Sin embargo, entre aquellas que habían sido escogidas, evaluadas, apreciadas,
reunidas en álbumes o en revistas y que por consiguiente habían pasado por el filtro de la
cultura, constaté que había algunas que provocaban en mí un júbilo contenido, como si
remitiesen a un centro oculto, a un caudal erótico o desgarrador escondido en el fondo de mí
(por serio que fuese el tema); y que otras, por el contrario, me eran tan indiferentes que
experimentaba hacia ellas una especie de irritación. Nunca me gustaban todas las fotos de un
mismo fotógrafo. Sentía a través de la fuerza de mis reacciones, de su desorden, de su azar, de
su enigma, que la Fotografía es un arte poco seguro, tal como lo sería una ciencia de los
cuerpos objeto de deseo o de odio.
Decidí entonces tomar como guía de mi nuevo análisis la atracción que sentía hacia
ciertas fotos. Pues, por lo menos, de lo que estaba seguro era de esa atracción. ¿Cómo
llamarla? ¿Fascinación? No, es más bien una agitación interior, la presión de lo indecible que
quiere ser dicho. Tampoco interés, eso es demasiado poco. Me parecía que la palabra más
adecuada para designar provisionalmente la atracción que determinadas fotos ejercen sobre
mí era aventura: tal foto me adviene, tal otra no. Tal foto, de golpe, me llega a las manos, me
anima y yo la animo. Es así, pues, como debo nombrar la atracción que la hace existir: una
animación.
En esta búsqueda de la Fotografía, mi fenomenología aceptaba comprometerse con
una fuerza, el afecto; el afecto era lo que yo no quería reducir. Yo intuía muy bien en la
Fotografía, de forma muy ortodoxa, toda una red de esencias: esencias materiales (un estudio
físico, químico, óptico de la Foto) y esencias regionales (que dependen, por ejemplo, de la
estética, de la historia, de la sociología); pero en el momento de llegar a la esencia de la
Fotografía en general, me bifurcaba; en vez de seguir la vía de una ontología formal (de una
Lógica), me detenía, guardando conmigo, como un tesoro, mi deseo o mi pesadumbre; la
esencia prevista de la Foto no podía separarse en mi espíritu de lo “patético” que la compone,
y ello desde la primera mirada. Como Spectator, sólo me interesaba por la Fotografía por
“sentimiento”; y yo quería profundizarlo no como una cuestión, sino como una herida: veo,
siento, luego noto, miro y pienso.
Mirando una foto de una insurrección en Nicaragua, en la que, en una calle en ruinas,
dos soldados con casco patrullan mientras en segundo plano pasan dos monjas, comprendí
rápidamente que su “aventura” provenía de la copresencia de dos elementos discontinuos,
heterogéneos por el hecho de no pertenecer al mismo mundo. Presentí una regla estructural:
muchas fotos me atraían porque comportaban esa especie de dualidad que acababa de
descubrir.
Mi regla era suficientemente plausible para intentar nombrar esos dos elementos cuya
copresencia establecía la especie de interés particular que yo tenía por esas fotos. El primero,
visiblemente, es una extensión, tiene la extensión de un campo, que yo percibo bastante
familiarmente en función de mi saber, de mi cultura; este campo puede ser más o menos
estilizado, más o menos conseguido, según el arte o la suerte del fotógrafo, pero remite
siempre a una información, Nicaragua, y todos los signos de una y otra… Lo que yo siento por
esas fotos descuella de un afecto mediano, casi de un adiestramiento. Creo que en latín esa
palabra es studium: la aplicación de una cosa, el gusto por alguien, una suerte de dedicación
general, ciertamente afanosa, pero sin agudeza especial. Por medio del studium me intereso
por muchas fotografías, ya sea porque las recibo como testimonios políticos, ya sea porque las
saboreo como cuadros históricos buenos: pues es culturalmente como participo de los rostros,
de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones. El segundo elemento viene a
dividir el studium. Esta vez no soy yo quien va a buscarlo, es él quien sale de la escena como
una flecha y viene a punzarme. En latín existe una palabra para designar esta herida, este
pinchazo, esta marca hecha por un elemento puntiagudo; esta palabra me iría tanto mejor
cuanto que remite también a la idea de puntuación y que las fotos de que hablo están en

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efecto como puntuadas, a veces incluso moteadas por estos puntos sensibles; precisamente
esas marcas, esas heridas, son puntos. Ese segundo elemento que viene a perturbar el studium
lo llamaré punctum. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta, que me
lastima, me punza.
Muchas fotos permanecen inertes bajo mi mirada. Otras me gustan o me disgustan sin
punzarme: únicamente están investidas por el studium. El studium pertenece a la categoría del
to like y no del to love, moviliza un deseo a medias; un interés vago, liso, irresponsable.
Como que la Fotografía es contingencia pura y no puede ser otra cosa (siempre hay
algo representado). Me permite el acceso a un infra-saber; me proporciona una colección de
objetos parciales y puede deleitar cierto fetichismo que hay en mí.
La Fotografía ha estado, está todavía, atormentada por el fantasma de la Pintura. Sin
embargo, no es (me parece) a través de la Pintura como la Fotografía entronca con el arte, es a
través del Teatro. Me parece estar más próxima al Teatro gracias a un medidor singular: la
Muerte: la Foto es como un teatro primitivo, como un Cuadro Viviente, la figuración del
aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos.
Me imagino que el gesto esencial del Operator consiste en sorprender algo o a alguien,
y que tal gesto es, pues, perfecto cuando se efectúa sin que lo sepa el sujeto fotografiado. De
estas fotos derivan abiertamente todas las fotos cuyo principio es el “choque”, que, muy
distinto del punctum, revela lo que tan bien escondido estaba que hasta el propio actor lo
ignoraba o no tenía consciencia de ello. Y, por lo tanto, toda una gama de “sorpresas”. La
primera sorpresa es la de lo “raro”. La segunda sorpresa es aquella de inmovilizar una escena
rápida en su momento decisivo. La tercera es la de la proeza. Una cuarta es la que el fotógrafo
espera de las contorsiones de la técnica (ej: explotación voluntaria de ciertos efectos como el
desenfoque). El quinto tipo es el del hallazgo. Todas estas sorpresas obedecen a un principio
de desafío: el fotógrafo, como un acróbata, debe desafiar las leyes de lo probable e incluso de
lo posible; en último término, debe desafiar las leyes de lo interesante: la foto se hace
“sorprendente” a partir del momento en que no se sabe por qué ha sido tomada.
Puesto que toda foto es contingente (y por ello fuera de sentido), la fotografía sólo
puede significar adoptando una máscara (lo que convierte a un rostro en producto de una
sociedad y de su historia). La máscara es sin embargo la región difícil de la Fotografía. La
sociedad, según parece, desconfía del sentido puro: quiere sentido, pero quiere al mismo
tiempo que este sentido esté rodeado por un ruido que lo haga menos agudo. Por eso la foto
cuyo sentido es demasiado impresivo es rápidamente apartada, se la consume estéticamente y
no políticamente.- En el fondo la Fotografía es subversiva, y no cuando asusta, trastorna o
incluso estigmatiza, sino cuando es pensativa.
Me parecía constatar que el studium, mientras no sea atravesado por un detalle
(punctum) que me atrae o me lastima, engendraba un tipo de foto muy difundido que
podríamos llamar fotografía unaria. La Fotografía es unaria cuando transforma enfáticamente
la “realidad” sin desdoblarla, sin hacerla vacilar: ningún dual, ningún indirecto, ninguna
disturbancia. Las fotos de reportaje son a menudo fotografías unarias. Puede haber choque,
pero nada de trastorno. Otra foto unaria es la foto pornográfica (no digo erótica: lo erótico es
pornografía alterada, fisurada). Es una foto siempre ingenua, sin intención y sin cálculo.
Muy a menudo, el punctum es un “detalle”, es decir, un objeto parcial. Asimismo, dar
ejemplos de punctum es, en cierto modo, entregarme.
Ciertos detalles podrían “punzarme”. Si no lo hacen, es sin duda porque han sido
puestos allí intencionalmente por el fotógrafo. El detalle que me punza aparece en el campo
de la cosa fotografiada como un suplemento inevitable y a la vez gratuito; no testifica
obligatoriamente sobre el arte del fotógrafo.
Un detalle arrastra toda mi lectura; es una viva mutación de mi interés, una
fulguración. Gracias a la marca de algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho
vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento. Hay cierta semejanza entre la
Fotografía (ciertas fotografías) y el Haikú. Pues la notación de un haikú es también

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indesarrollable: todo viene dado, sin provocar deseos o incluso la posibilidad de expansión
retórica. En ambos casos se podría, se debería hablar de inmovilidad viviente: ligada a un
detalle (a un detonador), una explosión deja una pequeña estrella en el cristal del texto o de la
foto: ni el Haikú ni la Foto hacen “soñar”.
El studium está siempre en definitiva codificado, el punctum no lo está. Lo que puedo
nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen síntoma de
trastorno. La fotografía debe ser silenciosa: no se trata de una cuestión de “discreción”, sino
de música. La subjetividad absoluta sólo se consigue mediante un estado, un esfuerzo de
silencio. No decir nada, cerrar los ojos, dejar subir sólo el detalle hasta la conciencia afectiva.
Una última cosa sobre el punctum: tanto si se distingue como si no, es un suplemento:
es lo que añado a la foto y que sin embargo está ya en ella. Ante la pantalla del cine no soy
libre de cerrar los ojos, si no, al abrirlos otra vez no volvería a encontrar la misma imagen;
estoy sujeto a una continua voracidad; una multitud de otras cualidades, pero nada de
pensatividad; de ahí, para mí, el interés del fotograma. Sin embargo, el Cine tiene un interés
que a primera vista la Fotografía no tiene: la pantalla (observa Bazin) no es un marco, sino un
escondite; un “campo ciego” dobla sin cesar la visión parcial. Ahora bien, ante millares de fotos
no siento un campo ciego. Cuando se define la foto como una imagen inmóvil, no se quiere
decir sólo que los personajes que aquélla representa no se mueven; quiere decir que no se
salen: están anestesiados y clavados, como las mariposas. No obstante, desde el momento en
que hay punctum, se intuye un campo ciego. La dinámica de este campo ciego es, me parece,
lo que distingue la foto erótica de la foto pornográfica. La foto erótica no hace del sexo un
objeto central; puede perfectamente no mostrarlo; arrastra al espectador fuera de su marco, y
es así como animo a la foto y ella me anima a mí. El punctum es entonces una especie de sutil
más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase el deseo más allá de lo que ella misma muestra.
Yendo así de foto en foto, no había descubierto la naturaleza de la fotografía. Había de
convenir en que mi placer era un mediador imperfecto, y que una subjetividad reducida a su
proyecto hedonista no podía reconocer lo universal.
Ahora bien, una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre,
yo estaba ordenando fotos. Sabía perfectamente que, por esa fatalidad que constituye uno de
los rasgos más atroces del duelo, por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca
más recordar sus rasgos. No me ponía a contemplarlas, no me sumía a ellas.
En cuanto a muchas de estas fotos, lo que me separaba de ellas era la Historia. Leía mi
inexistencia en los vestidos que mi madre había llevado antes de que pudiese acordarme de
ella. La Historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar
excluido de ella.
Según iban apareciendo sus fotos, sólo la reconocía por fragmentos. No era ella, y sin
embargo tampoco era otra persona. La habría reconocido entre millares de mujeres, y sin
embargo no la “reencontraba”. La reconocía diferencialmente, no esencialmente.
Hasta que la descubrí. La fotografía era muy antigua. En ella había apenas dos niños de
pie, mi madre tenía entonces cinco años, su hermano tenía siete. Observé a la niña y
reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el
sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión,
todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana, todo esto había convertido la
pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la
afirmación de una dulzura. Había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo.
Algo así como una esencia de la Fotografía flotaba en aquella foto en particular. Decidí
entonces “sacar” toda la Fotografía (su “naturaleza”) de la única foto que existía seguramente
para mí y tomarla en cierto modo como guía de mi última búsqueda.
Desde aquel momento debía consentir la mezcla de dos voces: la de la trivialidad (decir
lo que todo el mundo ve y sabe) y la de la singularidad (hacer emerger dicha trivialidad del
ímpetu de una emoción que sólo me pertenecía a mí). Era preciso ante todo concebir en qué
se diferenciaba el Referente de la Fotografía del de los otros sistemas de representación

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(referente como esa cosa necesariamente real que ha sido colocada ante el objetivo y sin la
cual no habría fotografía). A diferencia de la pintura, nunca puedo negar en la Fotografía que la
cosa haya estado allí. Hay una doble posición conjunta: de realidad y de pasado. Y puesto que
tal imperativo sólo existe por sí mismo, debemos considerarlo por reducción como la esencia
misma, el noema de la Fotografía. Lo que intencionalizo en una foto no es ni el Arte, ni la
Comunicación, es la Referencia, que es el orden fundador de la Fotografía. El nombre del
noema de la Fotografía será pues: “Esto ha sido”, o también, lo Intratable. En latín esto se
expresaría como “interfuit”: lo que veo se ha encontrado allí, en ese lugar que se extiende
entre el infinito y el sujeto (operator o spectator); ha estado allí, y sin embargo ha sido
inmediatamente separado; ha estado absoluta, irrecusablemente presente, y sin embargo
diferido ya. Todo esto es lo que quiere decir el verbo intersum.
Lo que fundamenta la naturaleza de la Fotografía es la pose. Entiéndase esto como una
“intención” de lectura: al mirar una foto incluyo fatalmente en mi mirada el pensamiento de
aquel instante, por breve que fuese, en que una cosa real se encontró ante el ojo. En la Foto
algo se ha posado ante el pequeño agujero quedándose en él para siempre; pero en el cine,
algo ha pasado ante ese agujero: la pose es arrebatada y negada por la sucesión continua de
las imágenes. En la Fotografía la presencia de la cosa nunca es metafórica. Atestiguando que el
objeto ha sido real, la foto induce subrepticiamente a creer que es viviente, a causa de ese
señuelo que nos hace atribuir a lo Real un valor absolutamente superior, eterno; pero
deportando ese real hacia el pasado (“esto ha sido”), la foto sugiere que está ya muerto. Por
eso vale más decir que el rasgo inimitable de la Fotografía (su noema) es el hecho de que
alguien haya visto el referente en carne y hueso, en persona.
Suele decirse que fueron los pintores quienes inventaron la Fotografía. Yo afirmo: no,
fueron los químicos. Ya que el noema “esto ha sido” sólo fue posible el día en que una
circunstancia científica permitió captar e imprimir directamente los rayos luminosos emitidos
por un objeto iluminado de modo diverso. La foto es literalmente una emanación del
referente. La foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos
de una estrella.
La fotografía no rememora el pasado. El efecto que produce en mí no es la restitución
de lo abolido, sino el testimonio de que lo que veo ha sido. La Fotografía tiene algo que ver con
la resurrección.
La Fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo
que ha sido. Tal sutileza es decisiva. Su esencia consiste en ratificar lo que ella misma
representa. Es la desdicha del lenguaje, ese no poder autentificar a sí mismo. El noema del
lenguaje es quizás esa incapacidad o, hablando positivamente: el lenguaje es ficcional por
naturaleza. La fotografía no inventa nada, es la autentificación misma, jamás miente. Puede
mentir sobre el sentido de la cosa, pero jamás sobre su existencia. Toda fotografía es un
certificado de presencia. Quizá tengamos una resistencia invencible a creer en el pasado, en la
Historia, como no sea en forma de mito. La Fotografía, por vez primera, hace cesar tal
resistencia. Desde un punto de vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de
autentificación prima sobre el poder de representación.
La imagen fotográfica está llena, abarrotada: no hay sitio, nada le puede ser añadido.
En el cine, cuyo material es fotográfico, la foto, sin embargo, no posee esta completud. Presa
en un fluir, es empujada, estirada sin cesar hacia otras vistas. Sin duda, hay siempre en el cine
un referente fotográfico, pero dicho referente se escurre, no reivindica su realidad, no
protesta por su antigua existencia; no se agarra a mí, no es ningún espectro. No hay futuro en
la fotografía, de ahí su patetismo, su melancolía. Inmóvil, la Fotografía vuelve de la
presentación hacia la retención. En la Fotografía, la inmovilización del Tiempo sólo se da de un
modo excesivo, monstruoso: el Tiempo se encuentra atascado. Cada vez, llena a fuerza la vista,
nada en ella puede ser rechazado ni transformado.
Todos esos jóvenes fotógrafos que se agitan por el mundo consagrándose a la captura
de la actualidad no saben que son agentes de la Muerte. Paradoja: el mismo siglo ha inventado

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la Historia y la Fotografía. Pero la Historia es una memoria fabricada según recetas positivas,
un puro discurso intelectual que anula el Tiempo mítico; y la fotografía es un testimonio
seguro, pero fugaz; de suerte que todo prepara hoy a nuestra especie para esta impotencia: no
poder ya, muy pronto, concebir, efectiva o simbólicamente, la duración.
Ahora sé que existe otro punctum distinto del “detalle”. Este nuevo punctum, que no
está ya en la forma, sino que es de intensidad, es el Tiempo, es el desgarrador énfasis del
noema (esto-ha-sido), su representación pura. Ante la foto de mi madre de niña me digo: ella
va a morir: me estremezco a causa de una catástrofe que ya ha tenido lugar. Tanto si el sujeto
ya ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe.
Es porque hay siempre en ella ese signo imperioso de mi muerte futura por lo que
cada foto, aunque esté aparentemente bien aferrada al mundo excitado de los vivos, nos
interpela a cada uno de nosotros, por separado, al margen de toda generalidad. Cada foto es
leída como la apariencia privada de su referente: la era de la Fotografía corresponde
precisamente a la irrupción de lo privado en lo público, o más bien a la creación de un nuevo
valor social como es la publicidad de lo privado: lo privado es consumido como tal,
públicamente.
X me muestra la foto de un amigo suyo de quien me ha hablado y que yo no he visto
jamás; y, sin embargo, me digo a mí mismo (no sé por qué): “Estoy seguro de que su amigo no
es así”. En el fondo, una foto se parece a cualquiera excepto a aquel a quien representa. Pues
el parecido remite a la identidad del sujeto, lo cual es irrisorio. El parecido me deja insatisfecho
y algo así como escéptico. La única foto de mi madre que me haya producido el
deslumbramiento de su verdad es precisamente una foto perdida, lejana, que no se le parece,
la de una niña que nunca conocí.
Pero he aquí algo todavía más insidioso, más penetrante que el parecido: algunas
veces la Fotografía hace aparecer lo que nunca se percibe de un rostro real: un rasgo genético.
La Fotografía ofrece un poco de verdad, con la condición de trocear el cuerpo.
Deberé rendirme ante esta ley: no puedo profundizar, horadar la Fotografía. Sólo
puedo barrerla con la mirada, como una superficie quieta. Es injusto que se la asocie a la idea
de un pasaje oscuro. Debería llamarse camera lucida; pues, desde el punto de vista de la
mirada, “lo esencial de la imagen consiste en encontrarse todo fuera, sin intimidad, y –no
obstante– más inaccesible y misteriosa que el pensamiento del fuero interno; sin significación,
pero apelando a la profundidad de todo sentido posible; irrevelada y, no obstante, manifiesta,
teniendo esa presencia-ausencia que constituye el atractivo y la fascinación de las Sirenas”
(Blanchot). Si no se puede profundizar en la Fotografía, es a causa de su fuerza de evidencia.
En la imagen, el objeto se entrega en bloque y la vista tiene la certeza de ello, al contrario del
texto o de otras percepciones que me dan el objeto de manera borrosa, discutible, y me
incitan de este modo a desconfiar de lo que creo ver. Dicha certeza es suprema porque tengo
oportunidad de observar la fotografía con intensidad; pero al mismo tiempo, por mucho que
prolongue esta observación, no me enseña nada. Es precisamente en esta detención de la
interpretación donde reside la certeza de la Foto: me consumo constatando que esto ha sido;
pero al mismo tiempo, por desgracia, y proporcionalmente a esta certeza, no puedo decir nada
sobre esta foto.
Sin embargo, desde el momento en que se trata de un ser y no ya de una cosa, lo
evidente de la fotografía tiene un meollo muy distinto. Ver fotografiados una botella, un
palacio, etc., sólo concierne a la realidad. Pero, ¿y un cuerpo, un rostro, y lo que es más, los de
un ser amado? Puesto que la Fotografía (este es su noema) autentifica la existencia de tal ser,
quiero, quiero volverle a encontrar enteramente, es decir, en esencia, “tal como él mismo”,
más allá de un simple parecido, civil o hereditario. Aquí la insipidez de la foto se hace más
dolorosa; pues sólo puede responder a mi deseo excesivo mediante algo indecible: evidente
(es la ley de la Fotografía) y sin embargo improbable (no puedo probarlo). Ese algo es el aire. El
aire de un rostro es indescomponible. Ante la foto del Invernadero, hago mucho más que
reconocer a mi madre: vuelvo a encontrarla. El aire es como el suplemento inflexible de la

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identidad, expresa al sujeto en tanto que no se da importancia. En esta foto de verdad el ser
que amo, que amé, no se encuentra separado de sí mismo: por fin coincide. Todas las fotos de
mi madre a las que pasaba revista eran un poco como máscaras; en la última, bruscamente, la
máscara desaparecía: quedaba un alma, sin edad pero no al margen del tiempo, puesto que
este aire era el mismo que yo veía, consustancial a su rostro, cada día de su larga vida. El aire
es la sombra luminosa que acompaña al cuerpo; y si la foto no alcanza a mostrar ese aire,
entonces el cuerpo es un cuerpo sin sombra, y una vez que la sombra ha sido cortada, no
queda más que un cuerpo estéril.
La Fotografía tiene el poder de mirarme directamente a los ojos. La mirada fotográfica
tiene algo de paradójico que encontramos también algunas veces en la vida. ¿Cómo mirar sin
ver? Diríase que la Fotografía separa la atención de la percepción, y que sólo muestra la
primera, a pesar de ser imposible sin la segunda. Se trata de un acto de pensamiento sin
pensamiento, de un apuntar sin blanco. Y es sin embargo este movimiento escandaloso lo que
da lugar a la más rara cualidad de un aire. Ahorrándose la visión, la mirada parece estar
retenida por algo interior.
El noema de la Fotografía es simple, trivial; no tiene profundidad alguna: “esto ha
sido”. La Fotografía es una evidencia extrema, cargada, como si caricaturizase no ya la figura
de lo que ella representa (es todo lo contrario), sino su propia existencia. La imagen, dice la
fenomenología, es la nada del objeto. Ahora bien, en la Fotografía, lo que yo establezco no es
solamente la ausencia del objeto; es también a través del mismo movimiento, a igualdad con la
ausencia, que este objeto ha existido allí donde yo lo veo. Es ahí donde reside la locura; pues
hasta ese día ninguna representación podía darme como seguro el pasado de la cosa si no era
por etapas; pero con la Fotografía mi certeza es inmediata: nadie en el mundo puede
desengañarme. La Fotografía se convierte entonces para mí en un curioso médium, en una
nueva forma de alucinación: falsa al nivel de la percepción, verdadera al nivel del tiempo: una
alucinación templada de algún modo, modesta, dividida (por un lado “no está ahí”, por el otro
“sin embargo ha sido efectivamente”): imagen demente, barnizada de realidad.
Creí comprender que existía una especie de vínculo (de nudo) entre la Fotografía, la
Locura y algo cuyo nombre yo desconocía. Empecé llamándolo sufrimiento de amor. ¿No
estamos enamorados de ciertas fotografías? Sin embargo, no se trataba exactamente de esto.
En el amor desencadenado por la Fotografía (por ciertas fotos) otra música se hacía oír, de
nombre estrafalariamente anticuado: Piedad. Reuní en un último pensamiento las imágenes
que me habían “punzado” (pues tal es la acción del punctum). A través de cada una de ellas, yo
iba más allá de la irrealidad de la cosa representada, entraba demencialmente en el
espectáculo, en la imagen, rodeando con los brazos lo que está muerto, lo que va a morir.
La sociedad se empeña en hacer sentar la cabeza a la Fotografía, en templar la
demencia que amenaza sin cesar con estallar en el rostro de quien la mira. Para ello tiene a su
disposición dos medios. El primero consiste en hacer de la fotografía un arte, pues ningún arte
es demente. El Cine participa de esta domesticación de la Fotografía. El otro medio para hacer
sentar cabeza a la Fotografía consiste en generalizarla, en trivializarla hasta el punto que no
haya frente a ella otra imagen con relación a la cual pueda acentuar su excepcionalidad, su
escándalo, su demencia. Generalizada, desrealiza completamente el mundo humano de los
conflictos y los deseos con la excusa de ilustrarlo. ¿Loca o cuerda? La Fotografía puede ser lo
uno o lo otro: cuerda si su realismo no deja de ser relativo, temperado por unos hábitos
estéticos o empíricos; loca si ese realismo es absoluto y, si así puede decirse, original, haciendo
volver hasta la conciencia amorosa y asustada la carta misma del Tiempo: movimiento
propiamente revulsivo, que trastoca el curso de la cosa y que yo llamaré, para acabar, éxtasis
fotográfico.

EL RELATO DE LOS HECHOS (AMAR SÁNCHEZ)

67
La tensión como característica del género: A partir de la década de 1960 aparecieron
numerosos textos en lengua castellana vinculados al género “novela de no-ficción”, también
llamado “Nuevo Periodismo” en EE.UU. Suele pensarse en los narradores norteamericanos
como los iniciadores del género. Sin embargo, ocho años antes de que Capote escribiera A
sangre fría (1965), Rodolfo Walsh había publicado Operación Masacre (1957), y comenzado así
la elaboración de esta forma que cuestiona muchos postulados con los que se piensa la
literatura y que permite otro enfoque sobre la narrativa de los últimos treinta años y sobre el
papel de los medios en ella.
Los relatos de no-ficción (testimoniales) no son simplemente transcripciones de
hechos más o menos significativos, por el contrario plantean una cantidad de problemas
teóricos debido a la peculiar relación que establecen entre lo real y la ficción, entre lo
testimonial y su construcción narrativa. Tienen como premisa básica el uso de un material que
debe ser respetado (distintos “registros” como grabaciones, documentos y testimonios
comprobables que no pueden ser modificados por exigencias del relato), sin embargo el modo
de disponer ese material y su narración producen transformaciones: los textos ponen en
escena una versión con su lógica interna, no son una “repetición” de lo real sino que
constituyen otra realidad regida por leyes propias con la que cuestionan la credibilidad de
otras versiones.
Sin embargo, los críticos lo consideran un sistema en difícil equilibrio entre “lo
periodístico” y “lo literario”; es decir, ven el género como una forma ambigua, mezcla de
ficción y testimonio, y lo definen como un híbrido, en lugar de definirlo en su especificidad.
Como si el género careciera de rasgos propios y estuviera constituido por el encuentro de un
material “real” con procedimientos narrativos.
El relato de no-ficción surge, indudablemente, en estrecho contacto con el periodismo;
lo que da lugar a toda una línea de reflexión sobre el género que lo piensa en virtud de su
mayor o menos cumplimiento de las reglas del código periodístico. Wolfe piensa el género
como una superación del viejo periodismo, cuyas formas se habían desgastado; se trataba de
hacer un periodismo que pudiera ser leído “igual que una novela”, era posible entonces
escribir artículos muy fieles a la realidad pero empleando técnicas propias de la narrativa:
hacer un “periodismo literario”. Valoriza al género en la medida en que supera o elimina las
leyes de objetividad, distancia y neutralidad periodísticas. Dos de los problemas que plantea la
no ficción, entonces, son la dicotomía forma/contenido, y el contacto con la “realidad” y con
“la verdad de los hechos”. Una lectura desde una concepción del periodismo que cree posible
la distancia objetiva del reportero, piensa al género como un modo de desvirtuar la
información. Esta discusión queda ligada a la que se produce en torno a la condición literaria o
no del género. La crítica mantiene un sistema de pensamiento binario, sin intentar la búsqueda
de elementos formales que puedan caracterizar un género cuya única especificidad parece ser
su hibridez. Algunos críticos intentan superar estas oposiciones (periodismo/literatura,
forma/contenido, técnicas/temas, objetividad/subjetividad, ficción/realidad), pero éstas
ingresan otra vez subrepticiamente. Se desprende de sus trabajos la dificultad para pensar el
género si no es por medio de dicotomías que están construidas desde la perspectiva de otras
formas y cuyo estatuto no se discute.
Es justamente en el espacio de la literatura misma donde las fricciones, los roces entre
lo real y lo ficcional señalan la existencia de una relación compleja que pone al descubierto la
no-ficción y que no se resuelve en términos de oposiciones.
El género se juega en el cruce de dos imposibilidades: la de mostrarse como una
ficción, puesto que los hechos ocurrieron y el lector lo sabe y, por otra parte, la imposibilidad
de mostrarse como un espejo fiel de esos hechos. Lo real no es describible “tal cual es” porque
el lenguaje es otra realidad e impone sus leyes: de algún modo recorta, organiza y ficcionaliza.
El relato de no-ficción se distancia tanto del realismo ingenuo como de la pretendida
“objetividad” periodística, produciendo simultáneamente la destrucción de la ilusión ficcional
(en la medida en que mantiene un compromiso de “fidelidad” con los hechos) y de la creencia

68
en el reflejo exacto e imparcial de los sucesos, al utilizar formas con un fuerte verosímil interno
como es el caso de la novela policial. Lo específico del género está en el modo en que el relato
de no ficción resuelve la tensión entre lo “ficcional” y lo “real”. El encuentro de ambos
términos no da como resultado una mezcla, sino que surge una construcción nueva cuya
particularidad está en la constitución de un espacio intersticial donde se fusionan y destruyen
al mismo tiempo los límites entre distintos géneros.
Un discurso narrativo no ficcional: Cuando se piensa en géneros se piensa en límites. Si
bien están modificándose constantemente y dependen de las concepciones de la literatura
que predominen, los géneros proporcionan una legalidad para clasificar y ordenar los textos.
En el caso de la novela, la violación de los límites es la norma: desde sus comienzos se apoyó
en géneros extraliterarios para constituirse. Es quizá la no-ficción la forma donde toda línea
divisoria parece más cuestionada: las dicotomías que surgen cuando se intenta definirla están
originadas en esa imprecisión de sus márgenes. Sin embargo, es cierto que la noción de género
como un categoría cerrada y definida resulta poco válida para la no-ficción, en la medida en
que participa de un tipo de discurso presente en todo relato caracterizado por un trabajo
particular con el material de origen “real”, histórico o testimonial.
Habría que hablar de un discurso narrativo no ficcional: este discurso supera y evita las
limitaciones de toda clasificación e incluye diversas clases de textos más o menos cercanos al
periodismo o a la ficción, en tanto se produzcan en ellos cierto tipo de transformaciones
narrativas. Un tipo de discurso amplio y abarcador que tiende a borrar o a hacer más lábiles los
márgenes entre ficción, realidad, literatura, historia, periodismo, etc. La concepción del
realismo que cree en la posibilidad de que el lenguaje pueda registrar en forma inocente una
“realidad” sin grietas, queda destruida por propuestas como la del relato de no-ficción. Este
retoma esos orígenes olvidados de la novela, trabaja las dualidades y destruye los límites
impuestos: las oposiciones literatura/periodismo, ficción/realidad entran en crisis.
¿Realismo o relato testimonial?: Una de las más notorias referencias en la no-ficción es
la referencia a lo real, posiblemente por esto algunos críticos piensan al género como
perteneciente a la escuela realista. Wolfe sostiene que el nuevo periodismo es simplemente
una realización de los objetivos del realismo, un regreso a un conjunto de técnicas dejadas de
lado por los escritores de ficción. Posturas como ésta confunden testimonio con “reflejo de
realidad”; sin embargo, lejos de recuperar el “testimonio” tradicional del realismo, el relato de
no-ficción se opone a él. La transformación social que representaron los ’60 incidió en la crisis
de la narrativa: un período de conmoción como ése planteó la posibilidad de una presión de lo
real de la que no podrían hacerse cargo formas ya desgastadas como el realismo. Tanto éste
como el periodismo tradicional estaban basados en presupuestos similares: los dos creían en la
existencia de una “realidad objetiva” que podía ser rigurosamente registrada. A estas
convenciones se opusieron tanto la no ficción como gran parte de la narrativa ficcional de esos
años; ambas fueron dos respuestas distintas basadas en la misma convicción de que el
realismo ya no era viable y ambas destruyeron la ilusión de “reflejo” que caracteriza al relato
realista.
Puede pensarse que el género tiene una conexión muy profunda con el proyecto de
una literatura fáctica planteado por algunos escritores alemanes, en especial Brecht, Benjamin
y Eisler, que durante la década de los treinta polemizan con Lukács acerca de cómo debía ser
una nueva literatura acorde a los nuevos tiempos. No se trata de un mero intento de
reproducción de los hechos: se impugna el carácter ficcional de los relatos para proponer una
literatura en que el material documental adquiere diferentes significaciones, porque se
establecen nuevos campos de relaciones gracias al trabajo de montaje. Esta nueva forma tiene
una nueva función: debe informar y generar una participación activa del lector. Benjamin y
Brecht se pronuncian por el uso de los nuevos medios técnicos de reproducción que permitirán
un poderoso proceso de refundición de las formas literarias y liquidarán los límites
tradicionales entre los géneros. Tanto Brecht como Benjamin rechazan la posición de Lukács y
sostienen la historicidad de las formas: los nuevos temas exigen formas nuevas que se valgan

69
de la evolución de los medios técnicos. El uso de reportajes, informes, actas, la innovación
formal que representa el predominio del montaje, la tendencia orientada hacia la crónica y la
“noticia” fueron considerados como una marca fundamental de la disolución de la novela
tradicional que caracterizaba a la literatura burguesa; los nuevos relatos documentales, en
cambio, acompañan las necesidades de un nuevo público en una nueva época que estaba
surgiendo.
El género es una de las alternativas formales que la narrativa de los últimos 30 años
ofrece como salida frente al relato realista; esta perspectiva es la que explora Rodolfo Walsh
en la Argentina a partir de Operación Masacre y es la que en esos años ’60, junto con otras
formas, intenta la ruptura con la narrativa anterior. Rescata más que ningún otro el programa
alemán de literatura fáctica. El género se integra a una tradición que propone un arte
vinculado con lo político, pero para ello privilegia la renovación formal como único medio de
lograr la desautomatización del lector. Tanto el programa de Cortázar como el de Walsh
quieren definir una propuesta alejada del realismo. La conexión entre formas narrativas muy
formalizadas y la no-ficción es esencial, ya que en esa toma de distancia del realismo se acerca
a aquellos géneros en los que una fuerte legalidad interna desmiente toda posibilidad de
pensar el lenguaje como pura transparencia: no es casual que en los textos de Walsh sea
dominante un género tan codificado como el policial.
El género no-ficcional propone una escritura que excluye lo ficticio y trabaja con
material documental sin ser por eso “realista”: pone el acento en el montaje y el modo de
organización del material, rechaza el concepto de verosimilitud como “ilusión de realidad”,
como intento de hacer creer que el texto se conforma a lo real y puede “reflejar fielmente” los
hechos. Entre la noticia periodística y la escritura del relato se encuentra la reproducción
mecánica, es decir, los medios técnicos. Puede verse cómo ha cambiado la categoría de
reproducción: de la noción de reflejo realista se ha desplazado a las técnicas.
Disolución de las jerarquías: El discurso no-ficcional parece surgir allí donde se cruza
una necesidad de fractura y renovación literarias con circunstancias históricas en las que los
acontecimientos (revoluciones, luchas, crímenes políticos) no precisan de lo imaginario para
constituirse en relatos, como si pertenecieran a una realidad de por sí suficientemente
“literaria”. Aquí es donde reside una cierta condición “escandalosa” del género: “realidad” y
“ficción” se transforman simultáneamente al estar en contacto y los límites entre ellas se
vuelven imprecisos. Es probable que de la destrucción de estas categorías dependan el
ambiguo espacio que ocupa entre la literatura, el periodismo, la crónica política o el ensayo y
la resistencia a aceptarlo como literario. Escribir no-ficción resulta una elección polémica
porque el género transgrede los cánones literarios convencionales. Este cuestionamiento de
las normas resulta del rechazo de la no-ficción por los límites jerárquicos al mezclar materiales
provenientes de la cultura popular (géneros marginales, no institucionalizados como
“literatura”), con otros más reconocidos. Por otra parte, cualquier definición acerca de qué es
literatura o qué géneros pertenecen a ella depende de factores extraliterarios, no hay criterios
de evaluación que no sean de orden ideológico. No hay ninguna propiedad esencial que
distinga a la literatura y todo intento de definirla es una respuesta necesariamente parcial y
sujeta a condiciones históricas. Literatura es lo que en cierto momento histórico se entiende
como tal. Se define en términos de lo que algún grupo social, alguna institución llaman y usan
como literatura. No hay rasgos característicos de los discursos literarios que no puedan
aparecer también en otros tipos de discurso, son los factores históricos e ideológicos los que
determinan la aceptación y los límites de lo literario. El uso de formas poco prestigiosas, “no
literarias”, borra los límites y pone en crisis las concepciones aceptadas.
La adopción de formas no canonizadas implica ya una toma de posición frente a la
literatura como institución: hay en el género no-ficcional una elección y un trabajo sobre el
material que pueden considerarse como una declaración política y estética acerca de la
literatura, de su función y de los elementos que la constituyen. De este modo se entabla
virtualmente una polémica con las concepciones para las cuales estos textos son sólo

70
periodísticos o “inclasificables”. La fusión de géneros marginales con formas literarias
consagradas hace posible la inserción en la institución; permite justamente que los textos del
género dejen de ser leídos como trabajos periodísticos y cambien de función: abandonan la
inmediatez de la nota y se constituyen en relato, establecen su propia filiación, su propia
tradición, y se postulan de algún modo como literatura.
Otra de las oposiciones que surgieron con más frecuencia para caracterizar el género
es la de ficción/realidad. Muchos trabajos lo definen justamente a partir de esta dicotomía y
no problematizan el sentido de ninguno de los dos términos, relacionando “ficción” con
imaginación o mentira, y confundiendo “realidad” con lo real. Sin embargo, es necesario
distinguir lo real, los hechos, de la realidad que es ya una construcción; no hay una realidad,
sino múltiples realidades construidas socialmente que dependen para su constitución de
numerosos factores. El concepto de ficción depende también de las concepciones culturales de
un período o grupo social determinado. Este modo de considerar la ficcionalidad permite
superar las posturas que tratan de calibrar la proporción de “ficción” o “realidad” que poseen
los textos y abre otra perspectiva para el análisis de la no-ficción: en ella ambas categorías
cambian, establecen nexos peculiares entre sí y el concepto mismo de ficción se modifica. La
movilidad de las fronteras de lo ficcional muestra siempre una compleja interacción entre la
ficción y el mundo real, ambos espacios se influyen mutuamente; la ficción no posee un
conjunto de rasgos fijos y esenciales. Todo puede ser ficcionalizado.
Si no hay motivo por el cual las estrategias lingüísticas o estilísticas de la construcción
de la realidad en la “ficción” deban diferir de las estrategias para la construcción de la realidad
en la no-ficción, entonces se impone una lectura de los relatos no-ficcionales que abandone
esa oposición y que revise la pertinencia del concepto de ficción para el género: en este
sentido sería más adecuado hablar de relatos testimoniales o documentales. La situación del
discurso histórico es ejemplar: pensado anteriormente como “verdadero”, como una garantía
de fidelidad a los hechos, se comprueba hoy que también es un relato. En consecuencia, la
creencia en una historiografía que hace afirmaciones fácticamente exactas se ha vuelto
imposible. Los hechos no hablan por sí mismos, el historiador habla por ellos y da forma a los
fragmentos del pasado convirtiéndolos en un todo cuya integridad es puramente discursiva,
empleando las mismas técnicas que un escritor de ficción.
Sin un relato, sin un despliegue narrativo, no hay significado, éste se descubre en las
relaciones, en la construcción: los hechos y la información no constituyen significado en sí
mismos. Cada texto propone una “realidad” y una “verdad”, un sentido que depende de su
construcción y de la selección. Se disuelve la oposición que sustentaba la mayoría de los
trabajos sobre el género: todo relato es de algún modo ficcional. Los hechos, la historia, no
pueden conocerse más que a través de relatos que disponen de diferentes formas el material y
lo “ficcionalizan”.
Si lo real resulta siempre “traicionado” por el texto, no es posible “reproducir
fielmente” los hechos: la manera de organizar, recortar y seleccionar el material, el montaje, la
focalización sobre determinados sucesos, constituyen un relato que es, en todos los casos, un
modo de acercamiento, una versión de los hechos. Por consiguiente, puede pensarse la ficción,
más allá de la dicotomía verdad/mentira, como una construcción: los dos términos funcionan
claramente como sinónimos en el caso del género de no-ficción, en la medida en que los textos
son el resultado de un trabajo particular sobre un material testimonial: la ficcionalidad es un
efecto del modo de narrar. Considerar el relato no-ficcional como una construcción que no se
opone a la idea de verdad evita el escamoteo ideológico que representa leer los textos como
novelas “puras”, quitándoles el valor documental; pero además insiste en la presencia de un
trabajo de escritura que impide pensarlos como meros documentos que confirman lo real.
Es indudable que uno de los rasgos fundamentales del género es su búsqueda de la
verdad de los hechos: los textos investigan y trabajan con las evidencias, las pruebas, los
testimonios comprobables. Pero esta “búsqueda de la verdad” no depende de la observación
de los hechos mismos, de lo real quedan diferentes registros. Podría decirse que los hechos

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existen en la medida en que son contados, alguien ha registrado algo sobre ellos y entonces se
puede proceder a su reconstrucción. La verdad es la que surge de esos testimonios, de su
montaje; y no está en una realidad de la que se puede dar cuenta fielmente, sino que es el
resultado de la construcción. En el relato puede desarrollarse una verdad que la información
periodística u oficial ignora, modifica u oculta. La verdad es la verdad de los sujetos que
construyen una versión, es decir, un relato. Los acontecimientos no sufren un proceso de
modificación, sino que dependen de una enunciación que es siempre una postura, y una
elección histórica.
En el caso del género no-ficcional, se produce un constante deslizamiento y oscilación
entre el narrador (aun en aquellos casos en que su función se limita a construir el montaje de
los testimonios) que participa de, y contribuye a, la narrativización y el autor-periodista real
responsable de la investigación.
La forma del género: Se esbozan hasta el momento una serie de rasgos que definen el
relato testimonial como una forma particular, con características propias. Precisamente en
tanto forma es que puede pensarse el género como polémico en relación con algunas
concepciones de la literatura, porque elegir una forma, constituirla, es ya una toma de
posición, un diálogo de rechazo o adhesión a otros modos de entender lo literario: representa
una postura, tanto estética como política, frente a la “institución literaria”. El concepto de
forma implica una relación indisoluble entre “contenido” y “material”: la forma es también
contenido, a través de ella el creador toma posición activa con respecto al contenido, puesto
que la elección de ambos procede de un mismo acto. En el género no-ficcional, la forma se
constituye por un trabajo de organización del contenido testimonial que produce un efecto
particular de individualización. Nuevamente puede rechazarse la postura que considera a estos
textos compuestos por un tema al que se le dio “forma literaria” mediante la aplicación de
algunas técnicas. Es decir, la significación de los textos se da a través de la forma, ella es
significante en sí misma, trasciende el contenido y no es simplemente un conjunto de
procedimientos que, como tales, permanecen apartados de lo social o histórico. Por el
contrario, la forma se encuentra estrechamente relacionada con los cambios históricos y
sociales y representa una toma de posición con respecto al contenido, pero también con
respecto a otras formas (géneros, discursos, etc.). En este sentido, puede pensarse al género
como político más allá de los temas que aborda: en el tipo de relato que se construye, siempre
en los márgenes de diversos géneros y distanciándose de unos y otros, es donde se encuentra
su gesto político más significativo. Todos sus rasgos formales contribuyen a esta politización
del discurso.
El género es intrínsecamente crítico, tiende a desmitificar las relaciones de poder en la
sociedad y pide una postura más cuestionadora en el lector. Ésta depende también en gran
medida del autor, que no sólo organiza el material sino que se acerca, interpreta, deja mayor o
menor espacio al hablante y de este modo se identifica con él; el acortamiento de esta
distancia permite que el público se involucre más. Mientras que el periodismo y el discurso
histórico se pretenden “objetivos”, distanciados, y tratan de borrar toda marca de la posición
del sujeto, la no-ficción nunca oculta que, más allá de la toma de partido explícita en algunos
casos, el montaje y la selección de los testimonios, la narrativización a que son sometidos,
señalan ya el abandono de todo intento de neutralidad. Los sujetos, sus posiciones y su
predominio son uno de los rasgos fundamentales del género, en la medida en que funcionan
como nexos, puntos de articulación de diferentes campos de referencia. Abiertamente, el
género acepta y expone la “parcialidad” de los sujetos y denuncia la ilusión de verdad y
objetividad de otros discursos. Señala que no hay una verdad de los acontecimientos, sino que
ésta es siempre el resultado de las posiciones de los sujetos: es decir, marca la distancia que
hay entre los sucesos y la verdad de una versión.
El género resulta una forma del algún modo desmitificadora en tanto, además de diluir
oposiciones de larga tradición y cuestionar categorías, pone al desnudo las leyes internas del
discurso periodístico. Lejos de contribuir a la alienación y manipulación que se le atribuye a los

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medios masivos, parece oponerse a ellas en la medida en que subvierte el conjunto de
convenciones que lo sostienen. El género retoma el proyecto de una literatura documental y
lleva a la práctica las propuestas de autores como Benjamin y Enzensberger. Ambos vieron las
posibilidades que proporcionan los nuevos medios técnicos para adecuar la obra artística a las
actuales condiciones de producción. La alternativa que provee la técnica está en estrecha
relación con una época de grandes cambios y hace posible el acceso de un público masivo a las
nuevas formas culturales. Por eso el uso de estas técnicas provenientes de los medios de
comunicación permite también un proceso de transformación de las formas literarias.
Un doble movimiento caracteriza al género: el vínculo profundo con el discurso
periodístico y un simultáneo distanciamiento. Puede pensarse entonces a la no-ficción como
un uso de las formas de reproducción mecánica y sus técnicas (periodismo, fotografía,
reportaje, grabaciones, etc.) no masivo, entendiendo este término en el sentido de repetición
convencional de clisés, consumo alienado y recuperación despolitizada de toda diferencia. Si
en los medios se trata de construir un sistema de estrategias que produzcan un “efecto de
verdad”, lo creíble (o sea, una tranquilizante verosimilitud), la no-ficción, por el contrario,
cuestiona permanentemente todo intento de lectura “consumista”.
Hacia una forma específica: Los textos de no-ficción son construcciones que respetan
estrictamente los “registros” (testimonios, documentos, grabaciones) con los que se
constituyen, y ésta es su condición fundamental; pero esas versiones de los hechos tienen dos
rasgos comunes que las definen y señalan también su particular condición narrativa:
subjetivación de las figuras provenientes de lo real que pasan a constituirse en personajes y
narradores; e interdependencia formal entre los textos de no-ficción y el resto de la
producción de un mismo autor.
Entre lo real y lo ficticio- un nuevo sujeto: El primer elemento delinea lo que tienen en
común todos los relatos testimoniales y es índice de su especificidad y su diferencia con la
crónica o la historia: la no-ficción narrativiza o ficcionaliza a los protagonistas de los hechos. Es
decir, construye una narración y lleva a primer plano, los “enfoca de cerca” e individualiza, a
aquellos sujetos que en un informe periodístico quedarían en el anonimato. Las categorías
narrativas de personaje y narrador están aquí profundamente contaminadas: son ejes que
permiten el pasaje de lo real a lo textual y participan de ambos al mismo tiempo, son
elementos que se “literaturizan” en la construcción narrativa. Puede verse entonces cómo
también en la organización formal interna se constituye un campo de confluencia, porque esta
subjetivación de los personajes y de los narradores los sitúa en el ámbito narrativo, pero
siguen perteneciendo al mundo de “lo real” (de donde provienen); es en ellos, por lo tanto,
donde se genera la verdadera fusión, o disolución, de los límites entre ambos espacios. La no-
ficción se distancia entonces del periodismo cuya supuesta imparcialidad se traduce en la
desaparición de la figura del sujeto y en una perspectiva alejada y uniforme de los
protagonistas, reducidos a nombres y privados de la palabra que queda sometida por el
lenguaje convencional del código periodístico. En el relato de no-ficción se mantiene el
compromiso con lo testimonial, pero los hechos pasan a través de los sujetos: ellos son la clave
de la transformación narrativa, su participación en los sucesos está respetada, pero se
expanden tanto sus actos y su palabra que en ellos se concentra toda la acción. El historiador
se esfuerza por evitar el punto de vista subjetivo, pretende objetividad y recurre a las
construcciones impersonales. En realidad, esto lo encierra inevitablemente en una perspectiva
objetivista que no es otra que la del Poder, es decir, en nuestra época, la de un sistema
anónimo.
La subjetivación produce entonces una politización de la perspectiva, tiene que ver con
una toma de partido explícita o no, que es una de las diferencias más notables entre la no-
ficción y el periodismo. Si el periodismo y la historia suelen trabajar generalizando y
distanciando, el relato testimonial trabaja metonímicamente, enfocando muy de cerca
fragmentos, personajes, narradores, momentos claves y provocando esa narrativización que
establece el puente entre lo real y lo textual. El texto, lejos de ser un informe escueto,

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objetivo, lleva al lector al centro de lo ocurrido, le permite acompañar al periodista que lucha
por no ser aplastado por la muchedumbre, que ve de cerca a todos y que se siente implicado
en los acontecimientos.

FICHA DE CÁTEDRA (MARTIN)

La representación y el cine: Distintos problemas acucian al cine; quizás el planteo


teórico más trascendente sea el de la representación, que es una de las inquietudes primeras y
constantes (también la significatividad, el género, etc.). Una aclaración oportuna es la que nos
conduce a diferenciar la teoría del cine de las teorías cinematográficas. La teoría del cine
analiza los debates entre las teorías y no se identificaría con ninguna de estas teorías
específicas; se ocupa de los problemas y de problematizar al cine, de ver la relación entre el
cine y los distintos conceptos como cine y literatura, cine y representación, cine e ideología,
etc. Las distintas teorías, a lo largo del tiempo, dan respuesta a estos problemas atendiendo a
una mirada o perspectiva propia.
Uno de los problemas primarios del cine es el de la representación. Representar se
identifica, por un lado, con la evocación por descripción, retrato e imaginación y, por otra, con
situar semejanzas ante los sentidos. Hay una referencia a la filosofía clásica que conduce a la
función del lenguaje en general, la función de estar en lugar de otra cosa. Esto combina el
concepto de representación con el de sustitución, lo que habilita al término significación que
se produce “siempre que una cosa, materialmente presente ante la percepción de un
destinatario, represente otra a partir de reglas subyacentes”.
Las teorías que más se han dedicado a este tema pueden aglutinarse en el rótulo de
“teorías cinematográficas de la posguerra”. Estas teorías pueden delimitarse en tres áreas: la
estético-esencialista, la científico-analítica y la interpretativa. La primera de estas áreas
constituye un paradigma que es el de la teoría ontológica. El problema base consiste en la
pregunta “qué es el cine”, esto supone la idea de que el cine es un objeto identificable,
susceptible de ser aprehendido, por lo tanto contiene un componente metafísico, una esencia
a ser revelada. El segundo paradigma, de las teorías metodológicas, se pregunta desde qué
punto de vista hay que observar el cine y cómo se capta desde esta perspectiva. Aparece en
primer lugar la necesidad de elegir una óptica, un orden metodológico que conduzca la
investigación, es decir un método. Ya no se puede hablar de una mirada global sino parcial,
pertinente, no esencial. Parten de la naturaleza cultural del cine y se ocupan de buscar las
leyes de funcionamiento que lo rigen. El interés se centra más en el análisis que en las
definiciones. El tercer paradigma, interpretativo, se pregunta qué problemas suscita el cine y
cómo iluminarlos y ser iluminado por ellos. Lo que emerge de estas teorías ya no es una
esencia o una pertinencia, sino un grupo de preguntas, una problemática. Algunos estudiosos
plantean esta problemática desde la complejidad de los modos de representación, otros sobre
el rol y la situación del espectador, hay quienes se preguntan sobre la validez política y su
alcance, otros intentan reconstruir su historia. Estas tres generaciones que miran al cine como
objeto de estudio y se preguntan por él acerca de cómo abordarlo y desmenuzarlo confluyen
en los problemas mencionados y en la matriz de estos problemas subyace la piedra
fundamental de esta “crisis cuestionadora” que es la relación del cine con la realidad.
Para algunos el cine, al tener una base fundamental en la fotografía, concluye en un
estado testimonial, documental, registra lo que está frente a la cámara. Este carácter
reproductor atenta contra su pretensión de ser arte, si copia, es auténtico; copia
mecánicamente, no asume su posibilidad de mediar, de modificar, de seleccionar. La copia
sería así auténtica de una realidad, pero ¿no es acaso una interpretación del mundo?
El debate neorrealista nos ofrece un cine como reconquista de la realidad, da la idea
de un auténtico seguimiento de la realidad, el cine se convierte en un verdadero explorador
del mundo. A esta postura de estética del seguimiento se opone la estética de la
reconstrucción, en la que la verdad aparece no coincidente con el reflejo exterior de las cosas,

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sino que se identifica con la creación poética. La mirada que se propone amplía el radio de
acción del cine, no debe contentarse con un registro del mundo, no tiene que ceñirse a una
descripción, sino que debe ocuparse del diseño íntimo de la realidad, de lo que subyace, a
través de una narración que le permite permear la superficie, inmiscuirse en los mecanismos
internos, y se obtiene así un retrato más completo de la realidad, “en la que a la presentación
de los hechos se suma la comprensión de sus causas y en la que al registro de los
acontecimientos se añade la percepción de la lógica que los sostiene”. La idea más consistente
en el neorrealismo es, entonces, que el cine debe reconquistar la realidad.
Bazin propone al cine como participación en el mundo. Plantea una obsesión
reproductora del cine, basada en la fotografía supuestamente objetiva, sin intervención
mecánica. La completa representación se da cuando el cine suma la complejidad temporal,
cuando las apariencias devienen y aumenta la semejanza con la realidad; tiene tal proximidad
con el mundo que puede convertirse en su réplica y en su extensión; se adhiere a la realidad,
participa de ella hasta el punto de reproducirla en toda su densidad y consistencia, libera sus
sentidos escondidos, manifiesta su esencia.
Kracauer perfila al cine desde un realismo funcional, vinculado a la posibilidad de
reproducir y documentar la existencia: el cine como documentación del mundo. Capta en la
fotografía no sólo la evidencia sino que también advierte lo imperceptible, abre el camino
hacia una estética en la que el fotógrafo puede plasmar su subjetividad. El cine depende del
equilibrio que alcance entre la tendencia realista y la tendencia creativa.
Lukács parte del hecho de que el cine manifiesta un doble reflejo de la realidad: en
primer lugar, la reproducción que proviene del carácter fotográfico del cine y, en segundo
lugar, el reflejo más estético, la capacidad de recrear lo real.
Pasolini advierte que el cine funciona, en cierto modo, como la escritura, un medio que
fija ciertos comportamientos pero reconoce que la auténtica lengua es la que se habla
cotidianamente, no su grafía, por lo que el cine se limita a recoger y a reordenar los
verdaderos gestos de la vida.
Deleuze encauza el problema dentro de la filosofía y, a través de los conceptos de
imagen-movimiento e imagen-tiempo nos conduce a un cine al que no ve como lenguaje, “sino
que es el mundo que se representa en todos sus planos de existencia, es decir, el mundo tal
como es y tal como se modela; tal como aparece y tal como lo pensamos”. El cine no calca o
representa la realidad, sino que la restituye. Es la realidad, en una de sus caras, la que aparece
en la pantalla.
En la actualidad, los debates, más que referirse a la representación, parecieran
fundarse en la crítica a la representación, en la opacidad, la resistencia, la dispersión. La
representación construye su propio conflicto, reacciona ante la tenacidad de la imagen en
lugar de otra imagen, cuestiona la visión mimética, simbólica y funcional; se impregna de
opacidad, resistencia y dispersión y tensa la relación que parecía inapelable entre presencia y
ausencia para recalar en otra tensión, la del sustituido y el sustituto, o la del trabajo y el
resultado. La representación se establece como idea que también cuestiona lo no
representado, lo irrepresentable; además, cuestiona desde la convicción de lo estético, ataca
la función especular, la que pone en escena en vez de objetivar su materialidad; finalmente, se
interroga desde la índole militante, es decir, la imposición de un mundo representado como
visión deformante de las cosas, regulador de la sociedad. Esta puesta en crisis del concepto de
representación nos ayuda a entender que es un término no sólo conflictivo sino que está en
constante debate y expansión.
Barthes consolida el aporte semiótico en la construcción de una interpretación de las
manifestaciones artísticas y él mismo, más tarde, va a cuestionar los alcances de esta postura.
Pone en crisis los conceptos de estructura, signo, significación; todo texto es un laboratorio, un
espacio de escritura. Establece tres niveles de sentido a partir de un fotograma de Iván el
terrible: el informativo, en donde se reciben los datos en forma inmediata, el mensaje; el
simbólico, que obliga a establecer relaciones desde unas coordenadas previas que se resumen

75
en el autor, la narración, la historia en relación con lo que se ve; y el tercer nivel es el más
complejo, al que denomina obtuso, indica algo más que la presencia de algo en la escena o de
una intervención en la narración del filme. Se capta en ciertos detalles y en la forma de
presentar esos detalles. Lo que lo caracteriza es la capacidad de indicar algo que nos afecta
desde su implicancia, que nos presiona desde nuestra subjetividad, nos emociona. Se basa en
la relación interlocutiva con el lector, “a espaldas del lenguaje”. Aquí se cuestiona la idea de
representación, no es la imagen la que devuelve o explica la presencia de algo. Proporciona
materiales que constituyen un enigma, significantes sin significado, que no dicen nada, es la
figura misma, no lo que ella ilustra, pregunta, pero no responde. Esto transforma a cada
película en un objeto singular, irreductible a cualquier categoría clásica de interpretación. Esta
manera de mirar nos inquieta y nos impulsa a rastrear en nuestra propia mirada ante una
película, de ver las articulaciones internas y de entrar en diálogo con lo que vemos.
Lyotard practica un movimiento sobre esta postura, distingue lo discursivo, lo
ordenado, lógico y lineal de lo figural, es decir, “algo que se hace sentir antes que entender,
que expresa una fuerza antes que un significado, que tiene una existencia antes que función”.
Nos alerta de la elección occidental por lo discursivo frente a lo figural en todas las artes. La
representación, entonces, puede ser entendida como una construcción orgánica del mundo o
puede surgir de lo indeterminado, de lo que a priori, no tendría sentido. Para Lyotard, la
esencia del cine tiene que ver con el movimiento, del deseo a lo racional, de la emoción a la
lógica. Se preocupa por lo que no entra en los espacios del cine, el a-cinéma, lo que rechaza
por no entrar en su orden. La transcripción del movimiento le permite acercarse a lo
“irrepresentable”. El filme pasa a ser un espacio de pulsiones, que se construye desde la
inmovilidad hasta la exaltación, desde la cámara fija hasta la aceleración máxima. Barthes
descubre lo irrepresentable en la misma representación, en los detalles; Lyotard, fuera de la
representación, en los detalles; Lyotard, fuera de la representación, privilegia el desorden, el
abrirse a lo irrepresentable, a lo libidinal, a lo excluido, al movimiento que supera lo mimético
o lo representativo.
Ropars intenta, en un trabajo por momentos comparativo, encauzar el libro y el filme
como textos, espacios funcionales, estables y unitarios, empeñados en tejer y destejer
representaciones, un lugar de escritura, de tensiones y de conflictos. El concepto de escritura
lo retoma de Derrida, que establece la diferencia y el movimiento como construcciones que la
dinamizan, de ahí el carácter procesual emparentado con el de montaje de Eisenstein. Los
lugares de escritura dependen de que alguien los lea, es la lectura lo que los conforma.
Lo importante es notar cómo la representación abre caminos encontrados y
articulados, cómo permite preguntarnos sobre lo que vemos, tal como lo vemos, cómo amerita
a cuestionamientos e interrogantes que aún están en discusión y que parece, no hallarán un
final en corto plazo; y de esta manera, ver lo que se nos presenta desde la multiplicidad de sus
alcances, preguntarnos a partir de las imágenes si lo que vemos reproduce, representa,
construye, contradice o no es suficiente para que formemos una imagen capaz de devolvernos,
en una tensión de interpretación interactiva, una imagen única o a una imagen plagada de
pulsiones que nos superan.
Cine y narratividad: Consideramos la película como un texto, en el que se muestra o se
dice, bajo la tutela de una escritura en sentido derrideano, como resultado de un proceso de
construcción, pero no un resultado único, inamovible, intransigente, sino un constructo que se
re-produce en cada acto interpretativo. Esta concepción textual del film nos conduce a la
lingüisticidad del film y a los distintos niveles en los que el film construye un mundo y el modo
en que lo trata. Nos encontramos con relaciones como cine y lenguaje, cine y discurso, cine y
análisis de ese discurso. No todos los pensadores sobre cine convienen en establecer al cine
como un medio de comunicación, ni como lenguaje. Por un lado, parece un conglomerado de
varios lenguajes, enlaza elementos de otras artes que se funden en la complejidad del film; por
otro, no permite una organicidad fundada en reglas recurrentes, lo que complica el
acercamiento desde principios sólidos. Lo que no podemos negar es que este lenguaje puede

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considerarse desde tres aspectos: los significantes o materias de la expresión, los signos y los
códigos que operan en un film. Los significantes que pueden ser sonoros o visuales se refieren
a todo lo que atañe a la vista o al oído; los signos importan por el modo en que se organizan,
por los tipos de relaciones que establecen; los códigos ejemplifican dispositivos de
correspondencia, constituyen conjuntos de normas, son sistemas de equivalencias.
Este lenguaje se manifiesta, en la representación, en lo que podemos llamar niveles de
funcionamiento. Hay un nivel de contenidos representados en la imagen o puesta en escena
donde se constituye el mundo que se representa, aquí en análisis se centra en los contenidos:
personajes, objetos, paisajes, gestos, palabras, situaciones, indicios, temas, motivos, etc. Otro
nivel es el que nos permite ver lo que se nos aparece, el escenario, tanto en su totalidad como
en sus detalles, es el que se refiere a la modalidad de representaciones de la imagen;
constituye la puesta en cuadro, define el tipo de mirada que se lanza sobre el mundo creado,
la manera en que es captado por la cámara. Finalmente, está el nivel que nos permite
concatenar las acciones, es el nivel de los nexos que unen una imagen con otra, es el nivel de la
puesta en serie, se refiere a las relaciones, a las articulaciones entre las imágenes, a la sucesión
que permite una cohesión.
Parte de los nuevos métodos de análisis del relato (estructuralista y semiológico), logra
descubrir paralelismos, similitudes y diferencias entre la narrativa literaria y la narrativa fílmica
sin renunciar a la especificidad o a la autonomía de alguno de los dos medios. Su base es la
narración a la que podemos considerar como la representación semiótica de una sucesión de
acontecimientos. Como afirma Barthes, no hay cultura o pueblo sin relatos, no hay historia
personal sin ellos. No podemos ignorar que estos relatos encuentran en el cine quizás, hoy, la
posibilidad más convocante; el cine nos narra aun cuando no se lo plantee en los términos
tradicionales que acuñó la literatura.
La esencia de la narrativa es el ser relato, es decir, la forma específica, textual, que la
historia asume por voluntad del narrador a partir de su enunciación o instancia narrativa. Está
basada en tres elementos constitutivos: la historia, invención o ficción que finge la imitación de
la realidad, el contenido narrativo que, en tanto que ‘real’, tiene una estructura, un orden
causal-cronológico; la narración, el enunciado narrativo, el relato textual en la estructuración
estilística que le da el narrador, que urde la fábula según una determinada óptica; el discurso o
enunciación, la instancia narrativa como voz del narrador, el acto del que produce el relato.
No sólo interesa cómo el film construye su mundo y cómo lo trata sino cómo se
cuenta, se despliega y se dispone. Casseti y Di Chio establecen tres grandes formas o
regímenes de representación que tienen como base el concepto de analogía. La primera de
ellas es la analogía absoluta, es decir, la que opera sujeta a la realidad, tratando de no utilizar
operaciones o manipulaciones técnicas. Otra forma de representación se refiere a la analogía
negada que opera desde una cierta distancia respecto de la realidad y trata de evitar cualquier
relación con ella; es completamente manipuladora, expresiva desde un lenguaje connotativo,
los objetos tienen una valoración no en sí mismos sino en cuanto al sentido que se le quiere
dar a la representación. La tercera de las formas de representación es la analogía construida
que esta entre las dos formas anteriores, si hay distancia de la realidad es para retornar a ella;
se construye un sentido de la realidad para dar lugar a otra realidad. Cada una de estas
prácticas tiene una relación innegable con una ideología.
Los trabajos de Metz y de otros semiólogos se encaminan a explicar el cine en
términos semióticos; es decir, buscan indagar acerca de qué forma el cine, más allá de la
representatividad de la imagen, produce unas determinadas significaciones comprendidas por
el espectador. Casetti y Di Chio hablan de tres factores como ejes estructurales: los existentes,
los acontecimientos y las transformaciones. La categoría de existentes abarca todo lo que se
presenta en el interior de la historia: personas, lugares, objetos, etc. Incluye dos subcategorías:
la de personajes y la de los ambientes. Los acontecimientos son los sucesos que marcan el
desarrollo, avance, progreso de la acción; de acuerdo con quién es el agente que los provoca,
se pueden clasificar en acciones, si el agente es animado, o en sucesos, si el agente es un

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factor ambiental. Las transformaciones están íntimamente ligadas a los acontecimientos
porque sabemos que algo sucede y ese algo que sucede está conectado con una serie de
sucesos, y esta serie es la que evidencia una movilidad; los sucesos implican un cambio, una
modificación que se da a partir de un proceso de transformación. Estas transformaciones
pueden enfocarse como cambios, como procesos y como variaciones estructurales.

LA INVENCIÓN DE LA CRÓNICA (ROTKER)

La crónica modernista y la crítica literaria: Más de la mitad de la obra escrita de José


Martí y dos tercios de la de Rubén Darío se componen de textos publicados en periódicos. Sin
embargo, la historia literaria ha centrado el interés básicamente en sus poesías. A pesar de la
importancia de las crónicas periodísticas para comprender una etapa fundamental de la
cultura hispanoamericana, ese desinterés por parte de la crítica ha afectado no sólo la total
valoración de la obra de Martí y Darío sino la de los escritores modernistas en general, como si
su producción poética hubiera estado totalmente divorciada de sus textos periodísticos.
Cualquier lectura de las crónicas revela que en ellas se introdujeron rasgos que
caracterizaron en buena medida los textos poéticos modernistas: plasticidad y expresividad
impresionista, parnasianismo y simbolismo, incorporación de la naturaleza, búsquedas en el
lenguaje del Siglo de Oro español, la absorción de la velocidad vital de la nueva sociedad
industrializada. Uno de los objetivos de este trabajo es estudiar las crónicas como artífices de
la renovación de la prosa en América Latina. Las características de la crónica como género
mixto y como lugar de encuentro del discurso literario y periodístico permiten postular
preguntas apasionantes acerca de la institución literaria y de la cultura. La intención
subyacente, entonces, además de intentar marcar algunos parámetros específicos acerca de la
crónica como escritura, es cuestionar no sólo la imagen convencional del modernismo y sus
torres de marfil, sino los conceptos sobre la autonomía del arte, la especificidad de lo literario,
la función social de la literatura; repensar temas como el valor y la tradición, la historia de la
literatura como progreso, la modernidad, la hegemonía del discurso de un grupo de poder o
clase social.
La idea del arte- una institución social: El “arte” y “lo estético” no son valores
absolutos, dependen de la convención que la sociedad acepta en un momento dado. El arte es
una institución social. Se trata de un aparato que produce normas, prescripciones, que regula
la producción y la recepción de las obras de arte, los géneros, las jerarquizaciones. Las
costumbres acerca de lo que se considera verdaderamente “literario” o “artístico” dentro del
modernismo tiene mucho que ver con los patrones culturales imperantes durante la primera
mitad de este siglo. Esto implica una comprensión de la escritura tamizada por los distintos
momentos de la teoría crítica: romántica, formalista, estructuralista, marxista, etc.
Los escritores modernistas contribuyeron a sentar los cánones diferenciadores entre
“arte” y “no arte”, incitando modos de lectura y su propia crítica. Aunque no lo hicieron en el
sentido vanguardista de los manifiestos, proclamaron su poética tanto en los prólogos de sus
obras como en los innumerables artículos que escribieron sobre los autores que admiraban y,
especialmente, sobre ellos mismos. Explicaron cómo querían ser leídos de acuerdo con sus
búsquedas. Pese a las explicaciones, las malas interpretaciones comenzaron en su época. La
visión vicaria e ingenua acerca del modernismo, la más superficial, se abrió camino en muchos
medios académicos y hasta en los de difusión periodística. En cuanto a la crítica literaria,
puede decirse que los análisis tradicionales se han centrado en elementos formales y estéticos,
delimitaciones generacionales tras una visión lineal de la historia que reduce a un común
denominador lo que no fue simultáneo ni unívoco. Aproximaciones, cada una con su mérito,
que descartan sin embargo toda otra forma expresiva que cuestione con su “impureza” la
identidad del arte, como es el caso de la crónica.
Es necesario hacer una acotación histórica: es cierto que en una etapa tardía algunos
escritores modernistas sirvieron al estatus dominante, oponiendo su discurso a la afluencia de

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las masas inmigratorias en la Argentina o del campesinado en México, por ejemplo. No
obstante, esta alianza con la burguesía no es achacable al modernismo por entero: esta
confusión es uno de los problemas que aborda la presente investigación.
Lo que queda claro es que, efectivamente, toda definición es una interpretación
selectiva, todo modo de contar la historia literaria es una opinión y que, como tal, es mutable
con el tiempo y la perspectiva cultural. El consenso actual tiende a aceptar que el modernismo
es: la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la
disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política
y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto,
de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy. Rama lo caracteriza, en América
Latina, como un período donde a la obsesión posindependentista y romántica por la
originalidad se suma el deseo de adquirir el derecho a cualquier escenario del universo y a la
individualidad, sin por eso dejar de lado los problemas de independencia y representatividad
de la región.
La crónica como literatura: La incipiente recuperación de las crónicas modernistas para
el cuerpo literario hispanoamericano tiene que ver, entonces, con la revisión de los estudios de
la literatura tomándola como parte de la multiplicidad de la práctica cultural. Raymond
Williams afirma que ya no se puede ver al arte como una categoría tan separada y extrasocial
como en el siglo pasado, donde las normas burguesas separaron fantasiosamente la “creación”
de su proceso de producción material, al arte y al pensamiento del proceso social que los
contiene. Separar “creación” o “arte” de “producción” tiene como trasfondo, por un lado,
difundidos estereotipos acerca de la “literatura pura”, de los géneros o del trabajo asalariado
como incapaz de producir obras de arte; y, por otro lado, el prototipo de arte verdadero como
consumo reservado a las elites, en detrimento de lo que parece inherente a lo masivo. El
estudio de las crónicas periodísticas sugiere así una revisión de las divisiones establecidas
entre “arte y no arte, literatura y paraliteratura o literatura popular, cultura y cultura de
masas”. Las crónicas propondrían también una historia literaria no concentrada en el arte
como un artefacto de las elites, no aislada del resto de los fenómenos sociales.
El replanteamiento de los géneros literarios permite, a través de la crónica como punto
de inflexión entre el periodismo y la literatura, considerar elementos como arte y noción de
funcionalidad; la referencialidad propia del periodismo despegada del aislamiento “elevado”
que pretendió imponerse con el “artepurismo”; la formación de una literatura que es también
la sociedad en el texto, lo que en verdad está sucediendo y la historia que se está haciendo; los
criterios de temporalidad y del lugar del sujeto de la enunciación.
Una de estas ampliaciones es establecer como punto de partida que no
necesariamente hay rupturas cortantes entre las obras “puras” (poesía) y las mixtas (crónicas)
de un mismo autor. De todos modos, la propuesta de contextualizar así las crónicas con
algunas de las líneas de tensión presentes en su momento y modo de producción no significa
reducirlas a simples analogías de la sociedad. Como han dicho Deleuze y Guattari, un texto no
es imagen del mundo sino que, al modo de una máquina viva, “hace rizoma con el mundo”. El
interés también está puesto en estudiar los puntos de articulación y construcción de los textos
en sí, en los que además pueden encontrarse elementos tan significativos como las intenciones
del autor o el horizonte de expectativas del lector.
Aventura y transgresión de una escritura y de una lectura: Redescubrir las crónicas
modernistas, especialmente las de José Martí, no es sólo hacer justicia a una vasta producción
literaria que transformó la prosa hispanoamericana. Redescubrir la crónica implica la aventura
de la transgresión. Porque no es sino una transgresión y aventura, aceptar que una nueva
literatura pueda surgir desde un espacio periodístico, o preguntarse qué es un género y, peor
aún, qué es la literatura: por qué un texto es “arte” y otro no.
La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y marginal, que no suele ser
tomado en serio ni por la institución literaria ni por la periodística, en ambos casos por la
misma razón: el hecho de no estar definitivamente dentro de ninguna de ellas.

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Paradójicamente, la crónica modernista surge en la misma época en que comienza a definirse,
y separarse, los espacios propios del discurso periodístico y del discurso literario. La literatura
se descubre en la esfera estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de ser el
testimonio objetivo de hechos fundamentales del presente. La estrategia de la escritura
periodística establece, desde ese entonces, un pacto de lectura: aunque parezca increíble lo
que se cuenta, es un acontecimiento totalmente real, lo opuesto a lo que se supone literario.
En la literatura, en cambio, es irrelevante si lo que se cuenta ocurrió en la realidad; importa
menos lo que se cuenta que el modo como se lo cuenta, el peso poético de las palabras, el
valor autónomo de lo escrito.
Y la crónica está allí, desde el principio, amenazando la claridad de esas fronteras. La
crónica se concentra en detalles menores de la vida cotidiana, y en el modo de narrar. Se
permite originalidades que violentan las reglas del juego del periodismo, como la irrupción de
lo subjetivo. Las crónicas no respetan el orden cronológico, la credibilidad, la estructura
narrativa característica de las noticias ni la función de dar respuesta a las seis preguntas
básicas: qué, quién, cuándo, cómo, por qué. La crónica, como el periodismo, no inventa los
hechos que relata. Su manera de reproducir la realidad es otra: los textos enviados por Martí
como corresponsal desde Nueva York no se adhieren a una representación mimética y esto no
significa que su subjetividad traicione el referente real, sino que se le acerca de otro modo,
para redescubrirlo en su esencia y no en la gastada confianza en la exterioridad.
A través de la crónica como punto de inflexión entre el periodismo y la literatura, se
descubre que la forma de interpretar o de construir la autonomía de los discursos ha
construido deformaciones en los modos de estimar sobre todo la esfera literaria. Se ha
confundido el referente real con el sistema de representación, como si el objetivo de un texto
fuera “la verdad” y no una estrategia narrativa.
No puede desecharse esta disociación entre el mundo de los acontecimientos
verdaderos y la creación como uno de los motivos que explican las acusaciones de
torremarfilistas contra los escritores del modernismo. En las crónicas de Martí, las palabras
tienen una doble significación: la transparente y centrífuga que caracteriza al periodismo, y la
de la poesía, donde las palabras se resignifican de acuerdo con cómo las relaciona la escritura
misma.
Con el comienzo de la modernidad, la autonomía literaria modernista aportó una
ruptura con el sistema de escritura tradicional. La crónica es una ruptura por sí misma, aún
más fuerte porque desde el comienzo cuestiona y participa de esa autonomía,
contradiciéndola y reforzándola, aportando criterios que los sistemas de escritura apenas
comienzan a explicar un siglo después. Las crónicas no sólo participan de esa revolución en el
manejo de la palabra, sino que muestran cuán estereotipada era y sigue siendo la comprensión
del lenguaje poético. Porque aún hoy se caracteriza la poesía por esa potencialidad para
rescatar las palabras de su significado habitual y revelar sus múltiples significaciones, según la
habilidad o ausencia de ella en la técnica de la escritura. Nada más opuesto, en teoría, que un
poema y una crónica periodística.
No obstante, en las crónicas de Martí se encuentra lo que hoy se califica como
lenguaje poético. Ese lenguaje resplandece aunque las frases se hayan escrito con la premura
del periodismo y la supuesta impureza de un trabajo asalariado y dirigido a un lector masivo.
Detrás de las categorizaciones convencionales acerca de “lo literario” se encierra un
mecanismo de distribución del poder que margina lo creativo. La creación queda fuera del
mundo productivo, útil para adquirir un valor residual de mero placer intelectual, espiritual o,
a lo sumo, de entretenimiento; y el ordenamiento de la imagen del mundo se hace desde
espacios diferentes del discurso escrito: el de la historia, el de la academia, el del periodismo,
el de la ciencia.
La rigidez de esta separación disfraza la realidad de la escritura: no hay texto que no
responda a un proceso de selección, a un principio ordenador. No significa esto que todo
discurso escrito sea literatura, puesto que la literatura se construye sobre el trabajo con el

80
lenguaje como valor primero; significa que, comprender la subjetividad de toda construcción
acerca a la conciencia de que aquello que leemos no es incuestionable, que no es “lo real” sino
una representación. A la literatura en cuanto arte no se la puede ver como una categoría
separada del proceso social que la contiene: es un acto de solidaridad histórica y participa de la
multiplicidad de la práctica cultural, como decían Barthes y Williams. Las crónicas de Martí
obligan a tomar conciencia de lo que convive dentro de la escritura. En su “impureza” dentro
de las divisiones de los discursos, en su marginalidad con respecto a las categorías
establecidas, está lo que él aspiraba en la literatura: romper con los clisés, permitir nuevas
formas de percepción. La crónica propone una épica con el hombre moderno como
protagonista, narrado a través de un yo colectivo que procura expresar la vida entera, a través
de un sistema de representación capaz de relacionar las distintas formas de existencia,
explorando e incorporando al máximo las técnicas de escritura.
Las crónicas modernistas son los antecedentes directos de lo que en los años 50 y 60
de este siglo habría de llamarse “nuevo periodismo” y “literatura de no ficción”. Su hibridez
insoluble, las imperfecciones como condición, la movilidad, el cuestionamiento, el sincretismo
y esa marginalidad que no termina de acomodarse en ninguna parte, son la mejor voz de una
época, la nuestra, que a partir de entonces sólo sabe que es cierta la propia experiencia, que
se mueve disgregada entre la información constante y la ausencia de otra tradición que no sea
la de la duda. Una época que vive, como los modernistas, en busca de la armonía perdida, en
pos de alguna belleza.

DE LENGUAJE Y LITERATURA (FOUCAULT)

La pregunta “¿qué es la literatura?” está asociada para nosotros al ejercicio mismo de


la literatura, como si tuviera su lugar de origen exactamente en la literatura, como si plantear
la pregunta se fundiera con el acto mismo de escribir. La pregunta es en cierto modo un hueco
que se abre en la literatura, hueco donde tendría que alojarse y que recoger probablemente
todo su ser. Pero esta pregunta es también muy reciente.
Sin embargo, no estoy seguro de que la propia literatura sea tan antigua como
habitualmente se dice. Sin duda hace milenios que existe eso que retrospectivamente tenemos
el hábito de llamar “literatura”. No estoy seguro de que Dante o Cervantes o Eurípides sean
literatura. Forman parte de la literatura gracias a cierta relación que sólo nos concierne de
hecho a nosotros.
Quisiera distinguir muy claramente tres cosas. En primer lugar, está el lenguaje. El
lenguaje es, como saben, el murmullo de todo lo que se pronuncia, y es al mismo tiempo ese
sistema transparente que hace que, cuando hablamos, se nos comprenda; en pocas palabras,
el lenguaje es a la vez todo el hecho de las hablas acumuladas en la historia y además el
sistema mismo de la lengua. Por otro lado, están las obras. Digamos que está esa cosa extraña
en el interior del lenguaje, esta configuración de lenguaje que se detiene sobre sí, que se
inmoviliza, que constituye un espacio que le es propio y que retiene en ese espacio el derrame
del murmullo, que espesa la transparencia de los signos y de las palabras, y que erige así cierto
volumen opaco, probablemente enigmático. Hay después un tercer término, que no es
exactamente ni la obra ni el lenguaje; este tercer término es la literatura. La literatura no es la
forma general de cualquier obra de lenguaje, no es tampoco el lugar universal donde se sitúa
la obra de lenguaje. Es de alguna manera un tercer término, el vértice de un triángulo por el
que pasa la relación del lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje. Esta relación entre el
lenguaje y la obra, relación que pasa por la literatura, a partir de cierto momento ha dejado de
ser una relación puramente pasiva de saber y de memoria, se ha convertido en una relación
activa, práctica, por eso mismo es una relación oscura y profunda entre la obra en el momento
en que se hace y el lenguaje mismo.
Habitualmente se dice que la conciencia crítica, la inquietud reflexiva sobre lo que es la
literatura se ha introducido muy tarde. A decir verdad, me parece que la relación de la

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literatura consigo misma, la pregunta acerca de lo que es formaba desde el origen parte de su
triangulación de nacimiento. La literatura no es para un lenguaje el hecho de transformarse en
obra, no es tampoco para una obra el hecho de ser fabricada con lenguaje; la literatura es un
tercer punto, diferente del lenguaje y diferente de la obra, un tercer punto que es exterior a su
línea recta y que por eso mismo dibuja un espacio vacío, una blancura esencial donde nace la
pregunta “¿qué es la literatura?”, blancura esencial que a decir verdad es esta misma
pregunta. Por consiguiente, tal pregunta no se superpone a la literatura, no se añade a ella
mediante una conciencia crítica suplementaria: es el ser mismo de la literatura,
originariamente fracturado.
Quisiera que llegase hasta ustedes ese hueco del lenguaje que no deja de socavar la
literatura desde que él existe, es decir, desde el siglo XIX. Querría que por lo menos les
resultara patente la necesidad de desembarazarse de una idea preconcebida, de una idea que
la literatura precisamente se ha hecho de sí misma, y esta idea es que la literatura es un
lenguaje, un texto hecho de palabras, de palabras como las demás, pero palabras que son
suficientemente y de tal manera elegidas y dispuestas que a través de ellas pase algo que es
inefable. Me parece que es todo lo contrario, que la literatura no está en absoluto hecha de
algo inefable, de algo que por consiguiente se podría llamar, en el sentido estricto y originario
del término, fábula. Está hecha, pues, de una fábula, de algo que está por decir y que se puede
decir, pero tal fábula está dicha en un lenguaje que es ausencia, que es asesinato, que es
desdoblamiento, que es simulacro.
La primera constatación es que la literatura no es aquel hecho bruto de lenguaje que
se deja poco a poco penetrar por la pregunta sutil y secundaria de su esencia y de su derecho a
la existencia. La literatura, en sí misma, es una distancia socavada en el interior del lenguaje,
una distancia recorrida sin cesar y nunca realmente franqueada; finalmente, la literatura es
una especie de lenguaje que oscila sobre sí mismo, una especie de vibración sin moverse de
sitio. Aun estas palabras, oscilación y vibración, son insuficientes y bastante poco ajustadas,
porque permiten suponer que hay dos polos, que la literatura es a la vez literatura y además,
al mismo tiempo, lenguaje, y que habría entre la literatura y el lenguaje algo así como una
indecisión. De hecho, la relación con la literatura está por completo atrapada en el espesor
absolutamente inmóvil, sin movimiento, de la obra, y al mismo tiempo tal relación es aquello
por lo que la obra y la literatura se esquivan mutuamente. Porque, en un sentido, ¿cuándo la
obra es literatura? La paradoja de la obra es precisamente ésta: que sólo es literatura en el
instante mismo de su comienzo, desde su primera frase, desde la página en blanco, y, a decir
verdad, no es realmente literatura sino en la medida en que la página permanece en blanco,
en tanto que sobre esta superficie no ha sido escrito nada aún; ¿qué es lo que hace que la
literatura sea literatura? Es esa especie de ritual previo que traza en las palabras su espacio de
consagración. Desde que la página en blanco comienza a rellenarse, en ese momento cada
palabra es en cierto modo absolutamente decepcionante en relación con la literatura, porque
no hay ninguna palabra que pertenezca por esencia, por derecho de naturaleza a la literatura.
De hecho, desde que una palabra está escrita en la página en blanco, página que debe ser de
literatura, a partir de ese momento no es ya literatura; es decir, cada palabra real es en cierto
modo una transgresión, que se efectúa en relación con la esencia pura, blanca, vacía, sagrada
de la literatura, que en modo alguno hace de toda obra la realización plena de la literatura,
sino su ruptura, su caída, su expoliación. La literatura es la irrupción de un lenguaje a secas
sobre la página en blanco, el umbral de una perpetua ausencia.
La literatura, desde que existe desde el siglo XIX, se ha dado siempre a la tarea del
asesinato de la literatura. Se puede decir que a partir del siglo XIX todo acto literario se da y
toma conciencia de sí como una transgresión de esa esencia pura e inaccesible que sería la
literatura. Y sin embargo, cada palabra, a partir del momento en que es escrita en esa famosa
página en blanco, hace señas. Señala hacia algo que es la literatura. Porque, a decir verdad,
nada, en una obra de lenguaje, es semejante a lo que se dice cotidianamente. Nada es
verdadero lenguaje. La obra como irrupción desaparece y se disuelve en el murmullo que es la

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machaconería de la literatura; no hay obra que no se convierta por ello en un fragmento de
literatura, un pedazo que sólo existe porque existe a su alrededor, por delante y por detrás de
ella, algo así como la continuidad de la literatura.
Me parece que estos dos aspectos, el de la profanación y el de esa seña
perpetuamente renovada de cada palabra hacia la literatura, permitirían esbozar en cierto
modo dos figuras ejemplares y paradigmáticas de lo que es la literatura, dos figuras ajenas y
que, sin embargo, tal vez se pertenezcan mutuamente. Una sería la figura de la transgresión, la
figura del habla transgresora, y otra, por el contrario, la figura de todas aquellas palabras que
apuntan y hacen señas hacia la literatura; de un lado, pues, el habla de transgresión, y de otro
lo que llamaría la machaconería de la biblioteca. Una es la figura de lo prohibido, del lenguaje
en el límite, es la figura del escritor encerrado; la otra, por el contrario, es el espacio de los
libros que se acumulan, que se adosan unos a otros, y de los cuales cada uno sólo tiene la
existencia almenada que lo recorta y lo repite hasta el infinito en el cielo de todos los libros
posibles.
Es evidente que Sade ha sido el primero en articular, a fines del siglo XVIII, el habla de
la transgresión. Su obra es el umbral histórico de la literatura. Con respecto a la nominación sin
reticencias, con respecto a los movimientos que recorren meticulosamente todas las
posibilidades en las famosas escenas eróticas de Sade, no se trata sino de una obra reducida al
habla única de transgresión, una obra que en un sentido borra cualquier habla alguna vez
escrita, y por ello abre un espacio vacío donde la literatura moderna va a tener su lugar. Creo
que Sade es el paradigma mismo de la literatura. Y esta figura de Sade, que es la del habla de
transgresión, tiene su doble en la figura del libro; su doble, su opuesto, en la biblioteca, es
decir, en la existencia horizontal de la literatura, esa existencia que no es unívoca pero cuyo
paradigma sería Châteaubriand. Desde la primera línea, su obra quiere ser libro, transportarse
inmediatamente a esa especie de eternidad polvorienta que es la de la biblioteca absoluta.
Châteaubriand y Sade constituyen los dos umbrales de la literatura contemporánea.
Estas dos categorías, de la transgresión y de la muerte, de lo prohibido y de la
biblioteca, distribuyen lo que podría llamarse el espacio propio de la literatura. En cualquier
caso, es en este lugar donde algo como la literatura nos llega. Es importante darse cuenta de
que la literatura, la obra literaria, no viene de una especie de blancura anterior al lenguaje,
sino justamente de la machaconería de la biblioteca, de la impureza ya asesina de la palabra, y
es a partir de este momento cuando el lenguaje realmente nos hace señas y al mismo tiempo
hace señas hacia la literatura. La obra llama a la literatura, que le da garantías, que se impone
a sí misma cierto número de marcas que le muestran a sí y a las demás que es efectivamente
literatura. A estos signos, reales, por los cuales cada palabra, cada frase indican que
pertenecen a la literatura, la crítica reciente, desde Barthes, los llama la escritura.
Esta escritura hace de cualquier obra, en cierto modo, una pequeña representación,
algo así como un modelo concreto de la literatura. Detenta la esencia de la literatura, pero da
de ella al mismo tiempo su imagen visible, real. En este sentido se puede decir que cualquier
obra dice no solamente lo que dice, lo que cuenta, su historia, su fábula, sino, además, dice lo
que es la literatura. La obra va sin cesar por delante de la literatura, la literatura es esa especie
de doble que se pasea ante la obra, la obra no la reconoce nunca, la cruza, no obstante, sin
detenerse. En la literatura, no hay nunca un encuentro absoluto entre la obra real y la
literatura en carne y hueso. La obra no encuentra nunca su doble por fin dado, y, en esta
medida, la obra es aquella distancia, la distancia que hay entre el lenguaje y la literatura; es
esa especie de espacio de desdoblamiento, el espacio de espejo, que se podría llamar el
simulacro. Me parece que la literatura, el ser mismo de la literatura, si se la interroga sobre lo
que es, sobre su ser mismo, sólo podría responder una cosa: que no hay ser de la literatura,
que hay sencillamente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la literatura.
En una obra como la de Proust, no se puede decir que hay un solo momento que sea
realmente la obra, no se puede decir que hay un solo momento que sea la literatura. De
hecho, todo el lenguaje real de Proust, todo el lenguaje que ahora leemos y que nosotros en

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particular llamamos su obra, y del que decimos que es literatura, de hecho, si se le pide lo que
es, no para nosotros, sino en sí, uno se apercibe de que no es ni una obra ni literatura, sino
aquella especie de espacio intermedio, de espacio virtual como el que uno puede vislumbrar,
pero nunca tocar, en los espejos, y este espacio de simulacro es el que da a la obra de Proust
su verdadero volumen.
Así pues, si tenemos que caracterizar qué es la literatura, se encontraría la figura
negativa de la transgresión y de lo prohibido, simbolizada por Sade, la figura de la
machaconería, la imagen del hombre que desciende a la tumba con un crucifijo en la mano,
ese hombre que sólo ha escrito “ultratumba”; finalmente, pues, encontramos la figura de la
muerte simbolizada por Châteaubriand, y después encontramos la figura del simulacro. Pero
tal vez carecemos aún, para definir lo que es la literatura, de algo esencial. Es evidente que la
transgresión y el simulacro no alcanzan para definir del todo la literatura, puesto que había
efectivamente literaturas transgresoras, o con algo de simulacro, antes del siglo XIX. ((Acá
habla bastante sobre Diderot y Joyce, lo salteo))
Tal vez se podría decir, para resumir, que la obra de lenguaje, en la época clásica, no
era verdaderamente literatura. Antes de finales del siglo XVIII, toda obra existía en función de
cierto lenguaje mudo y primitivo que ella estaría encargada de restituir. Ese lenguaje mudo era
en cierto modo el fondo inicial, el fondo absoluto del que toda obra en lo sucesivo venía a
desprenderse, en cuyo interior venía a alojarse. Ese lenguaje mudo, lenguaje anterior a los
lenguajes, era la palabra de Dios, era la verdad, era el modelo, eran los clásicos, era la Biblia,
dándole a la palabra misma “biblia” su sentido absoluto, es decir, su sentido común. Había una
especie de libro previo, que era la verdad, que era la naturaleza, que era la palabra de Dios, y
que, en cierto modo, ocultaba en él y pronunciaba al mismo tiempo toda la verdad.
La literatura comienza cuando ha callado, para el mundo occidental, o para una parte
del mundo occidental, aquel lenguaje que no se había dejado de oír, de percibirse, de estar
supuesto durante milenios. A partir del siglo XIX, se deja de estar a la escucha de ese habla
primera y, en su lugar, se deja oír el infinito del murmullo, el amontonamiento de las hablas ya
dichas; en esas condiciones, la obra no tiene que tomar cuerpo en las figuras de la retórica,
que valdrían como signos de un lenguaje mudo y absoluto, la obra sólo tiene que hablar como
lenguaje que repite lo que ha sido dicho, y que, por la fuerza de su repetición, borra a la vez
todo lo que ha sido dicho, y lo aproxima lo más cerca de sí, para volver a captar la esencia de la
literatura.
El libro sólo se ha convertido en un acontecimiento en el ser de la literatura muy tarde.
La obra clásica no era algo distinto de una re-presentación, porque tenía que re-presentar un
lenguaje que estaba ya hecho, y por eso, en el fondo, la esencia misma de la obra clásica, se la
encuentra siempre, ya sea en Shakespeare o en Racine, en el teatro, porque se está en el
mundo de la representación; y, a la inversa, la esencia de la literatura, en el sentido estricto del
término, a partir del siglo XIX, no es en el teatro donde se la va a encontrar, sino precisamente
en el libro. Y es finalmente en el libro, ese libro asesino de todos los otros libros, que asume al
mismo tiempo en él el proyecto, siempre frustrado, de hacer literatura, donde la literatura
encuentra y funda su ser. Si el libro existía desde hace siglos, él no era, en realidad, el lugar de
la literatura, sólo era una ocasión material de hacer que transite el lenguaje. Pero, si la
literatura realiza su ser en el libro, no acoge plácidamente la esencia del libro; será siempre el
simulacro del libro. La literatura es transgresión, la literatura es la virilidad del lenguaje contra
la feminidad del libro ((¿?)). En el espesor único, abierto y cerrado del libro, en las hojas que
están a la vez en blanco y cubiertas de signos, en el volumen único, porque cada libro es único,
pero semejante a todos porque todos los libros se parecen, lo que se recoge es algo así como
el ser mismo de la literatura. La literatura es un lenguaje transgresivo, es un lenguaje mortal,
repetitivo, redoblado, el lenguaje del libro mismo.
Cuando se habla de literatura, ¿qué se tiene como suelo, como horizonte? Nada en
absoluto, sin duda, sino el vacío que ha dejado la literatura a su alrededor, es un lenguaje al
infinito, que le permite hablar de sí misma hasta el infinito. ¿Qué es esta reduplicación

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perpetua de la literatura a través del lenguaje acerca de sí misma? Este problema no está claro
por cierto número de razones. En primer lugar, se ha producido un cambio muy recientemente
en lo que se podría llamar la crítica. Nunca el sedimento del lenguaje crítico fue más espeso
que hoy. Y, a su vez, el personaje del crítico va borrándose en el momento mismo en el que se
multiplican los actos de crítica. Se ve cómo se establece, de lenguaje a lenguaje, una relación
que no es exactamente una relación crítica, que en cualquier caso no se corresponde con la
idea que uno se hacía tradicionalmente de la crítica, aquella institución juzgadora,
jerarquizante, mediadora entre un lenguaje creador y un público que sería sencillamente
consumidor. Se forma, en nuestros días, una relación muy diferente entre el lenguaje que es
posible denominar primero, y que nosotros llamaremos más sencillamente literatura, y el
lenguaje segundo, que habla de la literatura, y que de ordinario se llama crítica. En efecto, la
crítica se encuentra actualmente solicitada por dos formas de relación que hay que establecer
entre la literatura y ella.
Me parece que en la actualidad la crítica se orienta a establecer, en relación con la
literatura, el lenguaje primero, una especie de red objetiva, discursiva, justificable en cada uno
de sus puntos, demostrable, una relación donde lo que es primero, lo que es constitutivo, no
es el gusto crítico; lo que es esencial, en esa relación, sería un método, necesariamente
explícito, un método de análisis, que puede ser un método psicoanalítico, lingüístico, temático,
formal… la crítica está planteándose el problema de su fundamento, en el orden de la
positividad o de la ciencia. La crítica desempeña un papel completamente nuevo, que ya no es
en absoluto el de intermediario entre la escritura y la lectura que tenía en otro tiempo. La
crítica era la forma privilegiada, absoluta y primera de la lectura. Ahora bien, lo que hay ahora
de importante en la crítica es que se está pasando al lado de la escritura. Primero porque, cada
vez más, la crítica ya no se interesa en absoluto por el momento psicológico de la creación de
la obra, sino por lo que es la escritura, por el espesor mismo de la escritura de los escritores,
esa escritura que tiene sus formas, sus configuraciones. Además, igualmente, porque la crítica
deja de querer ser una lectura mejor o más de primera hora, o mejor armada: la propia crítica
está convirtiéndose en un acto de escritura. ¿Cómo puede la crítica llegar a ser a la vez
lenguaje segundo y ser al mismo tiempo como un lenguaje primero?
Jacobson introdujo una noción que había tomado prestada de los lógicos, la noción de
metalenguaje. Sugirió que la crítica era, como la gramática, como la estilística, como la
lingüística en general, un metalenguaje. Esta noción nos pone en presencia de dos propiedades
que son esenciales para definir la crítica. La primera es la posibilidad de definir las propiedades
de un lenguaje dado, las formas de un lenguaje, los códigos, las leyes de un lenguaje, en otro
lenguaje. Y la segunda propiedad del metalenguaje es que este segundo lenguaje, en el que
pueden definirse las formas, las leyes y los códigos del primer lenguaje, no es necesariamente
diferente en sustancia del lenguaje primero.
La literatura, sin lugar a dudas, es uno de los innumerables fenómenos de habla
pronunciados efectivamente por los hombres. Como todos los fenómenos de habla, la
literatura sólo es posible en la medida en que esas hablas son conformes a la lengua, al
horizonte general que constituye el código de una lengua dada. Así pues, toda literatura, como
acto de habla, sólo es posible en relación con aquella lengua, en relación con las estructuras de
códigos que hacen que cada palabra de la lengua sea efectivamente pronunciada, que la hacen
transparente, que permiten que sea comprendida. Si las frases tienen un sentido, es porque
cada fenómeno de habla se encuentra alojado en el horizonte virtual, pero absolutamente
apremiante, de la lengua. Pero, ¿no sería posible decir que la literatura es un fenómeno de
habla extremadamente singular, y que se distingue probablemente de todos los demás
fenómenos del habla? Podemos decir que la literatura es el riesgo siempre corrido y siempre
asumido por cada palabra de una frase de literatura, el riesgo de que, después de todo, esa
palabra, esa frase, y a continuación lo demás, no obedezcan al código.
No me parece que el metalenguaje se pueda realmente aplicar como método para la
crítica literaria, que pueda proponerse como horizonte lógico en el que pudiéramos situar lo

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que es la crítica. Porque el metalenguaje implica precisamente que se haga la teoría de toda
habla efectivamente pronunciada, a partir del código establecido por la lengua. Si el código se
halla comprometido en el habla, si, al final, el código puede no valer absolutamente, en ese
momento, no es posible hacer el metalenguaje de semejante habla, y se está obligado a
recurrir a otra cosa. ¿A qué recurrir, por consiguiente, para definir la literatura, si no es a la
noción de metalenguaje? ¿No se podría constatar que el lenguaje es acaso el único ser que
existe en el mundo y que sea absolutamente repetible? El lenguaje no cesa de repetirse, ésta
es una de sus propiedades constitutivas. Pero esta propiedad no permanece neutra e inerte en
relación con el acto de escribir. Escribir no es contornear la repetición necesaria del lenguaje;
escribir, en sentido literario, es, creo, poner la repetición en el corazón mismo de la obra. ¿No
piensan ustedes que se podría, en este momento, definir la crítica, de una manera muy
ingenua, no como un metalenguaje sino como la repetición de lo que hay de repetible en el
lenguaje? ¿No se podría decir que la crítica es pura y simplemente el discurso de los dobles, el
análisis de las distancias y las diferencias en las que se distribuyen las identidades del
lenguaje?
Además de la retórica y la crítica, quizá podría haber lugar para una tercera forma de
crítica que sería el desciframiento de la autorreferencia, de la implicación que la obra se hace a
sí misma, en esta espesa estructura de repetición: el análisis literario. Los esbozos del análisis
literario que se han hecho hasta el presente podrían reagruparse, o se les podría dar dos
grandes direcciones diferentes. Unos conciernen a los signos por los que las obras se designan
en el interior de sí mismas. Y otros concernirían a la manera como se especializa la distancia
que las obras toman en el interior de sí mismas. ((acá desarrolla bastante esto y cuatro
“sedimentos semiológicos” de la literatura, no lo voy a incluir, está a partir de p. 91))
Es verdad que la literatura está hecha con lenguaje. Pero de ello no hay que sacar la
consecuencia de que es posible aplicarle indiferentemente las estructuras, los conceptos y las
leyes que valen para el lenguaje en general. Se olvida que el lenguaje sólo es, en el fondo, un
sistema de signos entre un sistema mucho más general de signos, que son los signos religiosos,
sociales, económicos… Y además, por otra parte, al aplicar en estado bruto los análisis
lingüísticos a la literatura, se olvida justamente que la literatura hace uso de estructuras
significantes muy particulares, mucho más finas que las estructuras propias del lenguaje. El
análisis de la literatura como significante y significándose a sí misma no se despliega en la sola
dimensión del lenguaje. Se hunde en un dominio de signos que aún no son signos verbales y,
por otro lado, se estira, se eleva, se alarga hacia otros signos que son mucho más complejos
que los signos verbales. Eso hace que la literatura sea lo que es en la medida en que no está
sencillamente limitada al uso de una sola superficie semántica, de la superficie única de los
signos verbales. En realidad, la literatura se mantiene en pie a través de varios espesores de
signos, es profundamente polisemántica, pero de un modo singular: para decir una sola cosa, o
acaso para no decir nada en absoluto, la literatura está siempre obligada a recorrer cierto
número de sedimentos semiológicos. La literatura no es otra cosa que la re-configuración, en
una forma vertical, de signos que están dados en la sociedad, en la cultura; no se constituye a
partir del silencio.
La literatura, en realidad, sólo existe en la medida en que no ha dejado de hablar, en la
medida en que no deja de hacer que circulen signos. Porque hay signos a su alrededor, porque
ello habla.
Durante mucho tiempo, se ha considerado que el lenguaje tenía un profundo
parentesco con el tiempo. Creo que nadie había soñado que el lenguaje, después de todo, no
era cosa del tiempo sino del espacio. El lenguaje es espacio y había sido olvidado, mucho más
porque el lenguaje funciona en el tiempo. Es la cadena hablada que funciona para decir el
tiempo. Pero la función del lenguaje no es su ser, y el ser del lenguaje, precisamente, si su
función es ser tiempo, es ser espacio. Cada elemento del lenguaje sólo tiene sentido en la red
de una sincronía; el valor semántico de cada palabra o de cada expresión está definido por el
desglose de un cuadro, de un paradigma. La misma sucesión de los elementos, el orden de las

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palabras, las flexiones, los acordes entre las diferentes palabras, la longitud de la cadena
hablada obedecen, con más o menos latitud, a las exigencias simultáneas, arquitectónicas,
espaciales por consiguiente, de la sintaxis. Espacio, puesto que, de una manera general, sólo
hay signo significante, con un significado, mediante leyes de sustitución, de combinación de
elementos, así pues, mediante una serie de operaciones definidas en un conjunto, por
consiguiente, en un espacio. Lo que le permite a un signo ser signo no es el tiempo, es el
espacio. El análisis literario sólo tendrá sentido propio siempre y cuando olvide todos esos
esquemas temporales en los que está preso. Si la crítica durante mucho tiempo se ha
concedido la función y el papel de restituir el momento de la creación primera, que sería el
momento en que la obra está naciendo y germinando, es lisa y llanamente porque obedecía a
la mitología temporal del lenguaje.
Hay valores espaciales que están inscritos en configuraciones culturales complejas y
que especializan todo lenguaje y toda obra que aparecen en esta cultura. Se podría analizar
también la espacialidad de la obra estudiando la espacialidad del lenguaje mismo en la obra.
La tarea del análisis literario sería actualmente dejar que llegue al lenguaje el espacio
de todo lenguaje, el espacio en el que las palabras, los fonemas, los sonidos, las siglas escritas
pueden ser, en general, signos; tendrá que haber efectivamente un día en que aparezca la reja
que libere el sentido retenido en el lenguaje. Pero no sabemos qué lenguaje tendrá la fuerza o
la reserva, qué lenguaje tendrá tanta violencia o neutralidad como para dejar que aparezca y
para nombrar él mismo el espacio que lo constituye como lenguaje.
En el momento en que el lenguaje renuncia a lo que ha sido su vieja tarea desde hace
milenios, que era la de recoger lo que no se debe olvidar, cuando el lenguaje descubre que
está ligado mediante la transgresión y la muerte a ese fragmento de espacio, tan fácil de
manipular, pero tan arduo de pensar, que es el libro, entonces algo así como la literatura está
naciendo.

LA ESCRITURA Y LA DIFERENCIA (DERRIDA)

El teatro de la crueldad y la clausura de la representación: “La danza/ y por


consiguiente el teatro/ no han empezado todavía a existir”. Esto puede leerse en uno de los
últimos escritos de Artaud, El teatro de la crueldad. Pero en el mismo texto, un poco antes, se
define el teatro de la crueldad como “la afirmación/ de una terrible/ y por otra parte
ineluctable necesidad”. Así pues, Artaud no reclama una destrucción, una nueva manifestación
de la negatividad. A pesar de todo lo que tiene que saquear a su paso, “el teatro de la
crueldad/ no es el símbolo de un vacío ausente”. Sino que afirma, produce la afirmación misma
en su rigor pleno y necesario. Pero también en su sentido más oculto, frecuentemente el más
enterrado, apartado de sí: por “ineluctable” que sea, esta afirmación “no ha empezado todavía
a existir”. Está por nacer. Pero una afirmación necesaria sólo puede nacer si renace a sí misma.
La teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la “existencia” y la “carne”.
Habrá que decir, pues, del teatro lo que se dice del cuerpo.
El teatro occidental ha sido separado de la fuerza de su esencia, ha sido alejado de su
esencia afirmativa, y esta desposesión se ha producido desde el origen, es el movimiento
mismo del origen, del nacimiento como muerte. El teatro ha nacido en su propia desaparición,
y el retoño de ese movimiento tiene un nombre, es el hombre. El teatro de la crueldad debe
nacer separando la muerte del nacimiento, y borrando el nombre del hombre. Al teatro se le
ha hecho hacer siempre aquello para lo que no estaba hecho.
El teatro de la crueldad anuncia el límite de la representación. No es una
representación, es la vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable. La vida es el origen
no representable de la representación. El teatro tiene que igualarse a la vida, no a la vida
individual, sino a una especie de vida liberada, que barre la individualidad humana y donde el
hombre es sólo un reflejo. ¿No es la mímesis la forma más ingenua de la representación?
Artaud quiere acabar con el concepto imitativo del arte. Con la estética aristotélica, en la que

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se ha llegado a reconocer la metafísica occidental del arte. ”El Arte no es la imitación de la
vida, sino que la vida es la imitación de un principio trascendente con el que el arte nos vuelve
a poner en comunicación”. El arte teatral debe ser el lugar primordial y privilegiado de esta
destrucción de la imitación. La más obstinada afirmación de Artaud es: la reflexión técnica o
teatrológica no debe ser tratada aparte. La decadencia del teatro comienza indudablemente
con la posibilidad de una disociación así.
El teatro de la crueldad expulsa a Dios de la escena. No pone en escena un nuevo
discurso ateo; es la práctica teatral de la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita
o más bien produce un espacio no-teológico. La escena es teológica en tanto que esté
dominada por la palabra, por una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero
que, sin pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia. La escena es teológica en tanto que
su estructura comporta, siguiendo a toda la tradición, los elementos siguientes: un autor-
creador que, ausente y desde lejos, armado con un texto, vigila, reúne y dirige el tiempo o el
sentido de la representación, dejando que ésta lo represente en lo que se llama el contenido
de sus pensamientos, de sus intenciones y de sus ideas. Representar por medio de los
representantes, directores o actores, intérpretes sometidos que representan personajes que,
en primer lugar mediante lo que dicen, representan más o menos directamente el
pensamiento del “creador”. Esclavos que interpretan, que ejecutan fielmente los designios
provisionales del “amo”. El cual por otra parte no crea nada, sólo se hace la ilusión de creación,
puesto que no hace más que transcribir y dar a leer un texto cuya naturaleza es a su vez
necesariamente representativa, guardando con lo que se llama lo “real” una relación imitativa
y reproductiva. Y finalmente un público pasivo, sentado, un público de espectadores, de
consumidores, de “disfrutadores”, que asisten a un espectáculo sin verdadera profundidad ni
volumen. Esta estructura general en la que cada instancia está ligada por representación a
todas las demás, en la que lo irrepresentable del presente viviente queda disimulado o
disuelto, elidido o desviado a la cadena infinita de las representaciones, esta estructura no se
ha modificado jamás. Todas las revoluciones la han mantenido intacta. Y es el texto fonético, la
palabra, el discurso transmitido, lo que asegura el movimiento de la representación.
Cualquiera sea su importancia, todas las formas pictóricas, musicales e incluso gestuales
introducidas en el teatro occidental no hacen, en el mejor de los casos, más que ilustrar,
acompañar, servir, adornar un texto, un tejido verbal, un logos que se dice al comienzo. “Así
pues, si el autor es aquel que dispone del lenguaje de la palabra, y si el director es su esclavo,
entonces lo que hay aquí es sólo un problema verbal. Hay una confusión en los términos, que
procede de que, para nosotros, y según el sentido que se le atribuye generalmente a este
término de director de teatro, éste es sólo un artesano, un adaptador, una especie de
traductor dedicado eternamente a hacer pasar una obra dramática de un lenguaje a otro; y esa
confusión sólo será posible, y el director sólo se verá obligado a eclipsarse ante el autor, en la
medida en que siga considerando que el lenguaje de palabras es superior a los demás
lenguajes, y que el teatro no admite ningún otro diferente de aquél”.
Por medio de la palabra y bajo la ascendencia teológica de ese “Verbo que da la
medida de nuestra impotencia” y de nuestro temor, es la escena misma la que se encuentra
amenazada a todo lo largo de la tradición occidental. Occidente no habría trabajado nunca
sino para borrar la escena. Pues una escena que lo único que hace es ilustrar un discurso no es
ya realmente una escena. Reconstruir la escena, poner en escena por fin, y derribar la tiranía
del texto es, pues, un único y mismo gesto.
“El teatro, arte independiente y autónomo, para resucitar, o simplemente para vivir,
debe marcar bien lo que le diferencia del texto, de la palabra pura, de la literatura, y todos los
demás medios escritos y fijados. Se puede perfectamente seguir concibiendo un teatro basado
en la preponderancia del texto, y en un texto cada vez más verbal, difuso y abrumador, al que
quedaría sometida la estética de la escena. Pero esta concepción que consiste en hacer que se
sienten unos personajes en un cierto número de sillas o de butacas puestas en fila, y en
contarse historias, por maravillosas que éstas sean, no es quizás la negación absoluta del

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teatro… sería más bien su perversión”. Liberada del texto y del dios-autor, a la puesta en
escena se le devolvería su libertad creadora e instauradora. El director teatral y los
participantes (que ya no serían actores o espectadores) dejarían de ser los instrumentos o los
órganos de la representación. La escena no representará ya, puesto que no vendrá a añadirse
como una ilustración sensible a un texto ya escrito, pensado o vivido fuera de ella, y que ésta
se limitaría a repetir, y cuya trama no constituiría. La escena no vendrá ya a repetir un
presente, a re-presentar un presente que estaría en otra parte y que sería anterior a ella, cuya
plenitud sería más antigua que ella, ausente de la escena y capaz, de derecho, de prescindir de
ella: presencia a sí del Logos absoluto, presente viviente de Dios. La escena no será tampoco
una representación, si representación quiere decir superficie extendida de un espectáculo que
se ofrece a “voyeurs”. Aquélla ni siquiera nos ofrecerá la presentación de un presente si
presente significa lo que se mantiene delante de mí. La representación cruel debe investirme,
Y la no-representación es, pues, representación originaria, si representación significa también
el desplegarse de un volumen, de un medio con varias dimensiones, experiencia productiva de
su propio espacio. Espaciamiento, es decir, producción de un espacio que ninguna palabra
podría resumir o comprender, en cuanto que aquel mismo lo supone en primer término y en
cuanto que apela a un tiempo que no es ya el de la llamada linealidad fónica; apelación a “una
noción nueva del espacio” y a “una idea particular del tiempo”.
Clausura de la representación clásica pero reconstitución de un espacio cerrado de la
representación originaria, de la archi-manifestación de la fuerza o de la vida. Espacio cerrado,
es decir, espacio producido desde dentro de sí y no ya organizado desde otro lugar ausente,
una ilocalidad, una coartada o una utopía invisible. Representación como auto-representacion
de lo visible e incluso de lo sensible puros.
En la escena de la crueldad, el espectáculo actúa no sólo como un reflejo sino como
una fuerza. El retorno a la representación implica, pues, no sólo sino sobre todo, que el teatro
o la vida cesen de dejarse derivar de otro arte, por ejemplo de la literatura, aunque sea
poética. Pues en la poesía como literatura, la representación verbal sutiliza la representación
escénica. La poesía sólo puede salvarse de la “enfermedad” occidental convirtiéndose en
teatro.
Se conjetura así el sentido de la crueldad como necesidad y rigor. Hay siempre un
asesinato en el origen de la crueldad, de la necesidad que se llama crueldad. Y ante todo un
parricidio. El origen del teatro, tal como se tiene que restaurar, es una mano que se levanta
contra el detentador abusivo del logos, contra el padre, contra el Dios de una escena sometida
al poder de la palabra y el texto. El teatro occidental sólo reconoce como lenguaje, sólo
atribuye las facultades y las virtudes de un lenguaje, sólo permite llamar lenguaje, con esa
especie de dignidad intelectual que se le atribuye en general a esa palabra, al lenguaje
articulado, articulado gramaticalmente, es decir, al lenguaje de la palabra y de la palabra
escrita, de la palabra que, pronunciada o no pronunciada, no tiene más valor que el que
tendría si estuviese solamente escrita. En el teatro como lo conocemos en occidente, el texto
lo es todo.
¿En qué se convertirá la palabra entonces, en el teatro de la crueldad? ¿Tendrá
simplemente que callarse y desaparecer? De ninguna manera. La palabra dejará de dominar la
escena pero estará presente en ésta, tendrá una función en un sistema al que aquélla estará
ordenada. Pues se sabe que las representaciones del teatro de la crueldad tenían que ajustarse
minuciosamente de antemano. La ausencia del autor y de su texto no abandona la escena a
una especie de descuido. A la escena no se la deja de lado, entregada a la anarquía
improvisada. La palabra y su notación, la palabra y su escritura no quedarán borrados de la
escena de la crueldad más que en la medida en que pretendieran ser dictados: a la vez citas o
recitaciones y órdenes. El director teatral y el actor no aceptarán más dictados:
“Renunciaremos a la superstición teatral del texto y a la dictadura del escritor”. ¿Cómo
funcionarán entonces la palabra y la escritura? Volviéndose a hacer textos: la intención lógica y
discursiva quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra asegura

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ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio cuerpo en dirección al sentido,
deja a éste extrañamente que se recubra mediante aquello mismo que lo constituye en
diafanidad: al deconstruir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su sonoridad, su
entonación, su intensidad, el grito que la articulación de la lengua y de la lógica no ha enfriado
del todo todavía, lo que queda de gesto oprimido en toda palabra, ese movimiento único e
insustituible que la generalidad del concepto y de la repetición no han dejado de rechazar
jamás.
No se trata tanto de construir una escena muda como una escena cuyo clamor no se
haya apagado todavía en la palabra. La palabra es el cadáver del habla psíquico, y hay que
volver a hallar, junto con el lenguaje de la vida misma, “el Habla anterior a las palabras”. El
gesto y la palabra no están todavía separados por la lógica de la representación. “Yo añado al
lenguaje hablado otro lenguaje, y procuro darle al lenguaje del habla, cuyas misteriosas
posibilidades se han olvidado, su vieja eficacia mágica, su eficacia hechizadora, integral.
Cuando digo que no representaré obra alguna escrita, quiero decir que no representaré
ninguna obra basada en la escritura y el habla, que en los espectáculos que voy a montar habrá
una parte física preponderante, y que ésta no podrá fijarse y escribirse en el lenguaje habitual
de las palabras; y que incluso la parte hablada y escrita lo será en un sentido nuevo”.
¿En qué consistirá ese “sentido nuevo”? Y en primer lugar, ¿en qué consistirá esa
nueva escritura teatral? Ésta no ocupará ya el lugar limitado de una notación de palabras,
cubrirá más bien todo el campo de ese nuevo lenguaje: no sólo escritura fonética y
transcripción del habla, sino escritura jeroglífica, escritura en la que los elementos fonéticos se
coordinan con elementos visuales, pictóricos, plásticos.
En los sueños, la palabra sólo interviene como un elemento entre otros, a veces a la
manera de una “cosa” que el proceso primario manipula según su propia economía. Los
pensamientos se transforman en imágenes. “No se trata de suprimir el habla articulada sino de
dar a las palabras aproximadamente la misma importancia que tienen en los sueños”. El teatro
de la crueldad es realmente un teatro del sueño pero del sueño cruel, es decir, absolutamente
necesario y determinado, de un sueño calculado, dirigido, en contraposición a lo que Artaud
creía que era el desorden empírico de un sueño espontáneo. No hay que ceder a lo que Artaud
cree que es el tantear del sueño y del inconsciente. Artaud rechaza al psicoanalista como
intérprete, comentador segundo, hermeneuta o teórico. Habría rechazado un teatro
psicoanalítico con tanto vigor como condenaba el teatro psicológico. El teatro de la crueldad
no será un teatro del inconsciente. Casi lo contrario. La crueldad es la conciencia, la lucidez
expuesta. Y esta conciencia vive realmente de un asesinato. “Es la consciencia lo que le da al
ejercicio de todo acto de vida su color de sangre, su tonalidad cruel, puesto que se comprende
que la vida es siempre la muerte de alguien”. En la crueldad debe producirse una nueva
epifanía de lo sobrenatural y de lo divino. No a pesar de sino gracias al despojo de Dios y a la
destrucción de la maquinaria teológica del teatro. Lo divino ha sido estropeado por Dios. Es
decir, por el hombre que, al dejarse separar de la Vida por Dios, al dejarse usurpar su propio
nacimiento, se hizo hombre mancillando la divinidad de lo divino. La restauración de la
crueldad divina pasa, pues, por el asesinato de Dios, es decir, ante todo, del hombre-Dios.
Es, sin género de duda, extraño al teatro de la crueldad: todo teatro no sagrado; todo
teatro que privilegie el habla; todo teatro abstracto que excluya algo de la totalidad del arte, y
en consecuencia, de la vida y sus recursos de significación; todo teatro de la distanciación;
todo teatro no político; todo teatro ideológico, todo teatro de cultura, todo teatro de
comunicación, de interpretación, que pretenda transmitir un contenido, entregar un mensaje,
que deje leer el sentido de un discurso a unos oyentes, que no se agote totalmente con el acto
y el tiempo presente de la escena, que no se confunda con ella, que pueda ser repetida sin
ella.
Artaud ha querido borrar la repetición en general. La repetición separa de ella misma a
la fuerza, a la presencia, a la vida. Esta separación es el gesto económico y calculador de

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aquello que se difiere para conservarse, de aquello que reserva el gasto y cede al miedo. ((me
voy a saltear bastante, pero puede que sea importante))

EL TEATRO DE LA CRUELDAD (ARTAUD)- selección de la cátedra

El teatro, por su lado físico y porque exige la expresión en el espacio, de hecho la única
real, permite a los medios mágicos del arte y de la palabra ejercer orgánicamente y en su
totalidad, como exorcismos renovados. Para devolverle al teatro sus poderes específicos, es
necesario primero devolverle su lenguaje. Es necesario romper el sometimiento del teatro al
texto y encontrar la noción de una suerte de lenguaje único a mitad de camino entre el gesto y
el pensamiento. Este lenguaje puede definirse solamente mediante las posibilidades de la
expresión dinámica y en el espacio, opuestas a las posibilidades de expresión por la palabra
dialogada.
Lo que el teatro puede arrancarle a la palabra son las posibilidades de expansión por
afuera de la palabra, el desarrollo en el espacio, la acción disociatoria y vibratoria sobre la
sensibilidad. Es allí donde intervienen las entonaciones, la pronunciación particular de la
palabra. Es allí donde interviene, fuera del lenguaje auditivo de los sonidos, el lenguaje visual
de los objetos, de los movimientos, de las actitudes, de los gestos, pero a condición de que se
prolongue su sentido, su fisiognomía, sus ensambles hasta llegar a signos, haciendo de estos
signos un tipo de alfabeto. Habiendo tomado conciencia de ese lenguaje en el espacio,
lenguaje de sonidos, de gritos, de onomatopeyas, el teatro debe organizarlo haciendo con los
personajes y los objetos verdaderos jeroglíficos, sirviéndose de su simbolismo y de sus
correspondencias…
Se trata, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la
expresión, con vistas a arrancarlo del pisoteo psicológico y humano. Es necesario ahora hablar
del lado únicamente material del lenguaje. Es decir, de todas las formas y de todos los medios
que tiene para actuar sobre la sensibilidad. El lenguaje del teatro corre en la sensibilidad.
Abandonando las utilizaciones occidentales de la palabra, hace de las palabras encantaciones.
Impulsa la voz. Rompe el sometimiento intelectual al lenguaje, dando al sentido una
intelectualidad nueva y más profunda que se esconde bajo los gestos y los signos elevados a la
dignidad de exorcismos particulares. Lo que importa es que por medios seguros se coloque a la
sensibilidad en estado de percepción más profunda y más fina, allí está el objeto de la magia y
de los ritos, de los que el teatro no es más que un reflejo.
Técnica: Se trata de hacer del teatro propiamente una función; algo tan localizado y
tan preciso como la circulación de la sangre en las arterias, o el desarrollo caótico en
apariencia de las imágenes del sueño en el cerebro y esto mediante un encantamiento eficaz,
una verdadera puesta en escena al servicio de la atención. El teatro debe perseguir, por todos
los medios, una revisión no sólo de todos los aspectos del mundo objetivo y descriptivo
externo, sino del mundo interno, es decir, del hombre considerado metafísicamente. Es así
solamente que se podrá volver a hablar en el teatro de los derechos de la imaginación. El
lenguaje nacido del teatro debe permitir transgredir los límites ordinarios del arte y de la
palabra, para realizar activamente, es decir mágicamente, en términos verdaderos, una suerte
de creación total, donde no le queda más al hombre que retomar su lugar entre el sueño y los
acontecimientos.
El espectáculo: Todo espectáculo contendrá un elemento físico y objetivo, sensible a
todos. Gritos, apariciones, sorpresas, luz, voces, música, trajes, colores, máscaras, etc.
La puesta en escena: Es la puesta en escena considerada no como el simple grado de
refracción de un texto sobre la escena, sino como el punto de partida de toda creación teatral
que se va a construir en el lenguaje tipo del teatro. Es en la utilización y el manejo de este
lenguaje que se fundirá la vieja dualidad entre el autor y el que pone en escena.
El lenguaje de la escena: No se trata de suprimir la palabra articulada sino de darle a
las palabras casi la importancia que tienen en los sueños. En lo que concierne a los objetos

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ordinarios e incluso al cuerpo humano, elevados a la dignidad de signos, es evidente que uno
puede inspirarse en los caracteres jeroglíficos para componer sobre la escena símbolos
precisos y legibles directamente. Las diez mil expresiones del rostro puestas en estado de
máscara podrán ser etiquetadas y catalogadas, con vistas a participar directa y simbólicamente
en este lenguaje concreto de la escena; y esto fuera de su utilización psicológica particular. Hay
una idea concreta de la música en la que los sonidos intervienen como personajes. De uno a
otro medio de expresión se crean correspondencias y escalones hasta la luz en que puede
haber un sentido intelectual determinado.
Los instrumentos de música: Se emplearán como objetos y como formando parte del
decorado. Desde el punto de vista sonoro, buscar las cualidades y vibraciones de los sonidos
absolutamente desacostumbrados.
La luz-las iluminaciones: Para producir cualidades de tonos particulares, debe
reintroducirse en la luz un elemento de atenuación, de densidad, de opacidad con vistas a
producir el calor, el frío, la cólera, el miedo, etc.
El vestuario: Se evitará, en lo posible, el vestuario moderno, puesto que ciertos trajes
milenarios conservan una belleza y una apariencia reveladoras.
La escena- la sala: Suprimimos la escena y la sala que son reemplazadas por una suerte
de lugar único sin tabique ni barrera de ningún tipo y que será el teatro mismo de la acción. Se
establecerá una comunicación directa entre el espectador y el espectáculo, entre el actor y el
espectador, de manera tal que el espectador ubicado en el centro de la acción esté envuelto y
marcado por ella. La acción se desarrollará en los cuatro ángulos de la sala.
Los objetos-las máscaras-los accesorios: Objetos de proporciones singulares
aparecerán en el mismo nivel que las imágenes verbales, insistirán sobre el lado concreto de
toda imagen y de toda expresión.
El decorado: No habrá decorado. Será suficiente con personajes jeroglíficos, trajes
rituales, maniquíes…
La actualidad: Un teatro lejos de la vida, de los hechos, de las preocupaciones
actuales…
Las obras: No realizaremos una obra escrita, acerca de temas, de hechos o de obras
conocidas, intentaremos puestas en escenas directas. La naturaleza y la disposición misma de
la sala exigen un espectáculo y no hay tema por vasto que sea que pueda sernos prohibido.
Espectáculo: La idea es hacer renacer el espectáculo integral. El problema es hacer
hablar, nutrir y amoblar el espacio.
El actor: El actor es, a la vez, un elemento de primera importancia, porque de la
eficacia de su actuación depende el éxito del espectáculo y una clase de elemento pasivo y
neutro, porque toda iniciativa personal le es rigurosamente rechazada.
La interpretación: El espectáculo estará cifrado de un extremo al otro como un
lenguaje. No habrá movimiento perdido, todos los movimientos obedecerán a un ritmo; cada
personaje, fijos al máximo su gesticulación, su fisonomía, su traje aparecerán como trazos de
luz.
El cine: Desde el punto de vista de la acción no puede compararse la imagen del cine,
por poética que esta última sea, limitada por la película, a una imagen de teatro que obedece a
todas las exigencias de la vida.
El público: Primero es necesario que este teatro exista.
El teatro de la crueldad (segundo manifiesto): El Teatro de la Crueldad ha sido creado
para llevar al teatro la noción de una vida apasionada y convulsiva; en el sentido de rigor
violento, de condensación extrema de los elementos escénicos es necesario comprender la
crueldad sobre la que desea apoyarse.
Desde el punto de vista del fondo: El Teatro de la Crueldad elegirá sujetos y temas que
responden a la agitación y a la inquietud características de nuestra época. Se dirigirá al hombre
total, no al hombre social, sometido a las leyes y deformado por las religiones y los preceptos,

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tampoco al hombre psicológico. Y en el hombre hará entrar el derecho y el revés del espíritu;
la realidad de la imaginación y de los sueños aparecerá junto con la vida.
Desde el punto de vista de la forma: Actualizar los viejos conflictos, es decir que los
temas serán transportados directamente sobre el teatro y materializados en movimientos, en
expresiones y en gestos antes de que se cuelen las palabras. Así renunciaremos a la
superstición teatral del texto y a la dictadura del escritor. A la idea nueva de espacio, se une
una idea particular del tiempo, agregada al movimiento. El encabalgamiento de imágenes y de
movimientos concluirá, mediante el choque de objetos, de silencios, de gritos y de ritmos, a la
creación de un verdadero lenguaje físico a base de signos y no de palabras. El Teatro de la
Crueldad cuenta con volver a todos los viejos medios probados y mágicos de ganar la
sensibilidad. Estos medios, que consisten en densidades de colores, de luces o de sonidos, que
utilizan la vibración, la trepidación, la repetición de un ritmo musical o de una frase hablada,
que hacen intervenir la tonalidad o el envolvimiento comunicativo de una iluminación, no
pueden obtener un efecto pleno más que por medio de la utilización de las disonancias. El
espectáculo se extenderá a la sala entera del teatro, envolverá materialmente al espectador, lo
mantendrá en un baño constante de luz, de imágenes, de movimientos y de ruidos. Del mismo
modo que no habrá lugar que no esté ocupado en el espacio, no habrá un lugar vacío en el
espíritu o en la sensibilidad del espectador. Es decir que entre la vida y el teatro no habrá una
ruptura neta, sino solución de continuidad.
Cartas sobre el lenguaje- El teatro y su doble: Mientras la puesta en escena continúe
siendo, hasta en el ánimo de los más libres directores, un simple medio de presentación, un
modo accesorio de expresar la obra, una especie de intermediario espectacular sin significado
propio, sólo valdrá en tanto logre disimularse detrás de las obras que pretende servir. Y esto
seguirá siendo así mientras lo más interesante de una obra representada sea el texto, mientras
en el teatro, arte de la representación, la literatura sea más importante que esa
representación impropiamente llamada espectáculo, con todo lo que este término implica de
peyorativo, accesorio, efímero y exterior. Esto sí me parece una verdad primera, anterior a
cualquier otra: que el teatro, arte independiente y autónomo, ha de acentuar para revivir, o
simplemente para vivir, todo aquello que lo diferencia del texto, de la palabra pura, de la
literatura y de cualquier otro medio escrito y fijo. Que el teatro se haya transformado en algo
esencialmente psicológico, alquimia intelectual de sentimientos, y que la cima del arte en
materia dramática sea finalmente un cierto ideal de silencio e inmovilidad, no es sino la
perversión en la escena de la idea de concentración.
Al atender a la puesta en escena, que en una pieza de teatro es la parte real y
específicamente teatral del espectáculo, el director se sitúa en la línea verdadera del teatro,
que es asunto de realización. La expresión “puesta en escena” ha adquirido con el uso ese
sentido despreciativo sólo a causa de nuestra concepción europea del teatro, que da primacía
al lenguaje hablado sobre todos los otros medios de expresión. No se ha probado en absoluto
que no haya lenguaje superior al lenguaje verbal. Y parece que en la escena el lenguaje de las
palabras debiera ceder ante el lenguaje de los signos, cuyo aspecto objetivo es el que nos
afecta de modo más inmediato. Desde este punto de vista, el trabajo objetivo de la puesta en
escena asume una suerte de dignidad intelectual a raíz de la desaparición de las palabras en
los gestos, y del hecho de que la parte plástica y estética del teatro abandona su carácter de
intermedio decorativo para convertirse, en el sentido exacto del término, en un lenguaje
directamente comunicativo.
Con respecto a los clásicos del teatro, hoy se nos escapa el aspecto directamente
humano y activo de un modo de hablar y de moverse, de todo un ritmo escénico. En ese
aspecto, por esa gesticulación precisa que se modifica con las épocas y que actualiza los
sentimientos, podrá encontrarse otra vez la profunda humanidad de ese teatro. Los gestos
concretos han de tener una notable eficacia, que haga olvidar hasta la necesidad del lenguaje
hablado. Pues aunque el lenguaje hablado exista, debe ser sólo una respuesta, una tregua en
el espacio agitado; y el cemento de los gestos ha de alcanzar, a fuerza de eficacia humana, el

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valor de una verdadera abstracción. Al lado de la cultura de las palabras está la cultura de los
gestos. Hay otros lenguajes en el mundo además de nuestro lenguaje occidental que ha
optado por la precisión, por la sequedad de las ideas, y que las presenta inertes e incapaces de
despertar a su paso todo un sistema de analogías naturales, como las lenguas de Oriente.
Se trata nada menos que de cambiar el punto de partida de la creación artística, y de
trastornar las leyes habituales del teatro. Se trata de sustituir el lenguaje hablado por un
lenguaje de naturaleza diferente con posibilidades expresivas equivalentes a las del lenguaje
verbal, pero nacidas en una fuente mucho más profunda, más alejada del pensamiento. Falta
descubrir aún la gramática de este nuevo lenguaje. Este lenguaje, descubriendo un callejón sin
salida en la palabra, vuelve espontáneamente al ademán. Se sumerge en la necesidad. Ilumina
otra vez las relacione fijas y encerradas en las estratificaciones de la sílaba humana, que ésta
ha confinado y matado. Afirmo, en primer lugar, que las palabras no quieren decirlo todo, y
que por su naturaleza y por su definido carácter, fijado de una vez para siempre, detienen y
paralizan el pensamiento, en lugar de permitir y favorecer su desarrollo. El lenguaje del teatro
apunta a encerrar y utilizar la extensión, es decir espacio, y utilizándola así a hacerla hablar.
Al lenguaje hablado, sumo otro lenguaje, y trato de devolver al lenguaje de la palabra
su antigua eficacia mágica, su esencial poder de encantamiento, pues sus misteriosas
posibilidades han sido olvidadas. Cuando hablo de que no representaré piezas escritas, quiero
decir que no representaré piezas basadas en la escritura y en la palabra; que en mis
espectáculos habrá una parte física preponderante, que no podría fijarse ni escribirse en el
lenguaje habitual de las palabras; y que asimismo la parte hablada y escrita será hablada y
escrita en un sentido nuevo. El teatro, a la inversa de lo que se practica en occidente, no
seguirá basándose en el diálogo, y el diálogo mismo por lo poco que de él reste, no será
redactado, fijado a priori, sino que nacerá en escena, será creado en escena, en correlación
con el otro lenguaje y con las necesidades de las actitudes, signos, movimientos y objetos. La
composición, la creación, en lugar de hacerse en el cerebro de un autor, se harán en la
naturaleza misma, en el espacio real, y el resultado definitivo será tan riguroso y determinado
como el de no importa qué obra escrita, con el agregado de una inmensa riqueza objetiva.
El autor habrá de descubrir y asumir lo que pertenece a la puesta en escena, tanto
como lo que pertenece al autor, pero transformándose a la vez en director, de manera que
cese esta absurda dualidad actual del director y autor. Un autor que no crea directamente la
materia escénica, ni evoluciona en escena orientándose e imprimiendo la fuerza de su propia
orientación al espectáculo, traiciona en realidad su misión. Y es justo que el actor lo
reemplace. Pero tanto peor entonces para un teatro que es obligado a soportar esta
usurpación.
No se trata en absoluto de la crueldad como vicio, de la crueldad como brote de
apetitos perversos que se expresan por medio de sanguinarios ademanes; sino al contrario, de
un sentimiento desinteresado y puro, de un verdadero impulso del espíritu basado en los
ademanes de la vida misma; y en la idea de que la vida metafísicamente hablando, y en cuanto
admite la extensión, el espesor, la pesadez y la materia, admite también, como consecuencia
directa, el mal y todo lo que es inherente al mal, al espacio, a la extensión y la materia. Y todo
esto culmina en la conciencia, y en el tormento, y en la conciencia en el tormento. Y a pesar
del ciego rigor que implican todas estas contingencias, la vida no pude dejar de ejercerse, pues
si no no sería vida; pero ese rigor, esa vida que sigue adelante y se ejerce en la tortura y el
aplastamiento de todo, ese sentimiento implacable y puro, es precisamente la crueldad.
He dicho pues “crueldad” como pude decir “vida”, o como pude decir “necesidad”,
pues quiero señalar sobre todo que para mí el teatro es acto y emanación perpetua, que nada
hay en él de coagulado, que lo asimilo a un acto verdadero, es decir viviente, es decir mágico. Y
busco teórica y prácticamente todos los medios de llevar al teatro a esa idea superior, y quizá
excesiva, pero también viviente y violenta.
El teatro no es ya un arte; o en todo caso es un arte inútil. Se ha conformado en todo a
la idea occidental del arte. Estamos hartos de sentimientos decorativos y vanos, de actividades

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sin objeto, consagradas solamente a lo amable y a lo pintoresco. Queremos un teatro que
funcione activamente, pero en un nivel aún no definido. Si nuestra época se aparta y se
desinteresa del teatro, es porque el teatro ha dejado de representarla. El teatro ha de ser igual
a la vida, no a la vida individual, sino a una especie de vida liberada, que elimina la
individualidad humana y donde el hombre no es más que un reflejo. Crear Mitos, tal es el
verdadero objeto del teatro, traducir la vida en su aspecto universal, inmenso, y extraer de esa
vida las imágenes en las que desearíamos volver a encontrarnos. Que nos libere, a nosotros, en
un mito donde hayamos sacrificado nuestra pequeña individualidad humana.
A mi entender, sólo tiene derecho a llamarse autor, es decir creador, quien tiene a su
cargo el manejo directo de la escena. El teatro occidental reconoce como lenguaje, atribuye las
facultades y las virtudes de un lenguaje, permite denominar lenguaje (con esa suerte de
dignidad intelectual atribuida en general a este término) sólo al lenguaje articulado, articulado
gramaticalmente, es decir al lenguaje de la palabra, y de la palabra escrita, de la palabra que,
pronunciada o no pronunciada, no sería menos valiosa si sólo fuese palabra escrita. En el
teatro, tal como aquí lo concebimos, el texto es todo. Se entiende y admite definitivamente
que el lenguaje de las palabras es el lenguaje primero. Ahora bien, aun desde el punto de vista
occidental es necesario admitir que la palabra se ha osificado, que los vocablos se han helado
en su propia significación, en una terminología esquemática y restringida. Se escapa todo
cuanto se refiere a la enunciación particular de una palabra y a la vibración que puede alcanzar
en el espacio; y consecuentemente todo cuanto esto pueda sumar al pensamiento. La palabra
así entendida tiene apenas un valor discursivo, es decir, de elucidación. Y en tales condiciones
no es exagerado decir que, dada su terminología enteramente definida y finita, la palabra sólo
sirve para detener el pensamiento; lo cerca, pero lo acaba; no es en suma más que una
conclusión.
Obviamente, no sin razón la poesía ha abandonado el teatro. Durante cientos de años
nos hemos acostumbrado demasiado a no emplear las palabras en el teatro sino en un sentido
único y definido. El teatro, como la palabra, necesita que se lo deje en libertad. En el diálogo se
expresa la psicología occidental; y la obsesión por la palabra clara que lo exprese todo
concluye en el desecamiento de las palabras. Si el autor es quien ordena el lenguaje de las
palabras y el director es su esclavo, hay aquí una simple cuestión verbal. Hay aquí una
confusión de términos, pues para nosotros, y de acuerdo con el sentido que se atribuye
generalmente al vocablo director, este no es más que un artesano, un adaptador, una especie
de traductor eternamente dedicado a traspasar una obra dramática de uno a otro lenguaje. En
cuanto deje de entenderse que el lenguaje de la palabra es superior a los otros, y el único que
el teatro admite, no habrá más confusión, y el director no se verá ya obligado a desaparecer
ante el autor. Que las palabras sean oídas como elementos sonoros y no por lo que
gramaticalmente quieren expresar, que se las perciba como movimientos, y que esos mismos
movimientos se asimilen a otros movimientos directos, simples, comunes a todas las
circunstancias de la vida. La luz, en vez de parecer un decorado, tendrá la calidad de un
verdadero lenguaje, y los elementos escénicos, grávidos de significación, se ordenarán
revelando una estructura. Y ese lenguaje inmediato y físico está enteramente a disposición del
director, que tiene aquí la oportunidad de crear en una suerte de total autonomía.

CRÍTICA Y CLÍNICA (DELEUZE)

El problema de escribir: el escritor, como dice Proust, inventa dentro de la lengua una
lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales
o sintácticas. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero asimismo el
problema de escribir tampoco es separable de un problema de ver y de oír: en efecto, cuando
dentro de la lengua se crea otra lengua, el lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite
“asintáctico”, “agramatical”, o que comunica con su propio exterior.

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El límite no está fuera del lenguaje, sino que es su afuera: se compone de visiones y de
audiciones no lingüísticas, pero que sólo el lenguaje hace posibles. Estas visiones, estas
audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de una Historia y de una
geografía que se va reinventando sin cesar. El delirio las inventa, como procesos que arrastran
las palabras de un extremo a otro del universo. Se trata de acontecimientos en los lindes del
lenguaje. Pero cuando el delirio se torna estado clínico, las palabras ya no desembocan en
nada, ya no se oye ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia,
sus colores y sus cantos. La literatura es una salud.
La literatura y la vida: Escribir indudablemente no es imponer una forma (de
expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo
inacabado. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que
desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que
atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura en inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-
mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible. El
devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se
presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier
materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga
que se sustrae a su propia formalización. Devenir no es alcanza una forma (identificación,
imitación, Mímesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de
indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una
molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos
determinados en una forma cuanto se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona
de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello. Entre los
sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El devenir siempre está “entre”: mujer entre las
mujeres, o animal entre otros animales. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje.
La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de
manifiesto la vida en las cosas.
La literatura se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la
potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en
su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño. Las dos
primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo
empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de
decir Yo.
No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de
vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado.
La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso. Igualmente, el escritor como tal no
está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el
conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se
presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una
salud de hierro, pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y
oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya
sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y
dominante haría imposibles. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y
los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde está encarcelada
por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros?
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es
propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios,
salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero
todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. Pese a que siempre remite a agentes
singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el
delirio no es asunto del padre-madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las
tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico-mundial,

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“desplazamiento de razas y de continentes”. La literatura es delirio, y en este sentido vive su
destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por
antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el
modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las
dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura
como proceso. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación
de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese
pueblo que falta.
Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en
ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla
regional recuperada, sino un devenir-otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor,
un delirio que se impone, una línea mágica que escapa al sistema dominante. “La única
manera de defender la lengua es atacarla… Cada escritor está obligado a hacerse su propia
lengua…”. Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus
propios surcos. Una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el
lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente
en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son
fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las
desviaciones del lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor
como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye
las Ideas.
Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo
que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en
su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede que a veces se felicita a
un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que
se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir.
Escribir también es devenir otra cosa que escritor.

INTRODUCCIÓN-RIZOMA (DELEUZE)

Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de


fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye un libro a un sujeto, se está
descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones. En un libro, como
en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentariedad, estratos,
territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de
desestratificación. Las velocidades comparadas de flujo según esas líneas generan fenómenos
de retraso relativo, de viscosidad, o, al contrario, de precipitación y de ruptura. Todo eso, las
líneas y las velocidades mensurables, constituye un agenciamiento. Un libro es precisamente
un agenciamiento de ese tipo, y como tal inatribuible. Un libro es una multiplicidad. Un
agenciamiento maquínico está orientado hacia los estratos, que sin duda lo convierten en una
especie de organismo, o bien en una totalidad significante, o bien en una determinación
atribuible a un sujeto; pero también está orientado hacia un cuerpo sin órganos que no cesa
de deshacer el organismo, de hacer pasar y circular partículas asignificantes, intensidades
puras, de atribuirse los sujetos a los que tan sólo deja un nombre como huella de una
intensidad. Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, en un libro no hay nada que
comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar
o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos
sin órganos hace converger el suyo. Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior. La
literatura es un agenciamiento, nada tiene que ver con la ideología, no hay, nunca ha habido
ideología. Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso
futuros parajes.

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Un primer tipo de libro es el libro-raíz. El árbol ya es la imagen del mundo, o bien la raíz
es la imagen del árbol-mundo. Es el libro clásico como bella interioridad orgánica, significante y
subjetiva (los estratos del libro). El libro imita al mundo, como el arte a la naturaleza: por
procedimientos propios que llevan a cabo lo que la naturaleza no puede, o ya no puede hacer.
La ley del libro es la de la reflexión, lo Uno que deviene Dos. Este pensamiento jamás ha
entendido la multiplicidad: para llegar a dos, necesita presuponer una fuerte unidad principal,
el pivote que soporta las raíces secundarias. Ni l raíz pivotante ni la raíz dicotómica entienden
la multiplicidad.
El sistema-raicilla o raíz fasciculada es la segunda figura del libro, es la segunda figura
del libro. En este caso, la raíz principal ha abortado o se ha destruido en su extremidad; en ella
viene a injertarse una multiplicidad inmediata y cualesquiera de raíces secundarias que
adquieren un gran desarrollo. La realidad natural aparece ahora en el aborto de la raíz
principal, pero su unidad sigue subsistiendo como pasado o futuro, como posible.
Un rizoma como tallo subterráneo se distingue radicalmente de las raíces y las raicillas.
Cualquier punto del rizoma puede ser conectado con cualquier otro, y debe serlo. Esto no
sucede en el árbol ni en la raíz, que siempre fijan un punto, un orden. En un rizoma, cada rasgo
no remite necesariamente a un rasgo lingüístico: eslabones semióticos de cualquier naturaleza
se conectan en él con formas de codificación muy diversas, eslabones biológicos, políticos,
económicos, etc…, poniendo en juego no sólo regímenes de signos distintos, sino también
estatutos de estados de cosas. Un eslabón semiótico es como un tubérculo que aglutina actos
muy diversos, lingüísticos, pero también perceptivos, mímicos, gestuales… no hay lengua en sí,
ni universalidad del lenguaje, tan sólo hay un cúmulo de dialectos. El locutor-oyente ideal no
existe, ni tampoco la comunidad lingüística homogénea. La lengua es una realidad
esencialmente heterogénea. No hay lengua madre, sino toma del poder de una lengua
dominante en una multiplicidad política. Una multiplicidad no tiene ni sujeto ni objeto, sino
únicamente determinaciones, tamaños, dimensiones que no pueden aumentar sin que ella
cambie de naturaleza (las leyes de combinación aumentan, pues, con la multiplicidad). Un
agenciamiento es precisamente ese aumento de dimensiones en una multiplicidad que cambia
necesariamente de naturaleza a medida que aumenta sus conexiones. En un rizoma no hay
puntos o posiciones, como ocurre en una estructura, un árbol, una raíz. En un rizoma sólo hay
líneas. Un rizoma o multiplicidad no se deja codificar, nunca dispone de dimensión
suplementaria al número de sus líneas. Las multiplicidades se definen por el afuera: por la
línea abstracta, línea de fuga o de desterritorialización según la cual cambian de naturaleza al
conectarse con otras. El libro sería aquél que lo distribuye todo en ese plan de exterioridad, en
una sola página, en una misma playa: acontecimientos vividos, determinaciones históricas,
conceptos pensados, individuos, grupos y formaciones sociales.
Un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre recomienza
según ésta o aquella de sus líneas y según otras. Es imposible acabar con las hormigas, puesto
que forman un rizoma animal que aunque se destruya en su mayor parte, no cesa de
reconstituirse. Todo rizoma comprende líneas de segmentariedad, según las cuales esta
estratificado, territorializado, organizado, significado, atribuido, etc.; pero también líneas de
desterritorialización según las cuales se escapa sin cesar. Hay ruptura en el rizoma cada vez
que de las líneas segmentarias surge bruscamente una línea de fuga, que también forma parte
del rizoma. Estas líneas remiten constantemente unas a otras. Por eso nunca debe
presuponerse un dualismo o una dicotomía. Se produce una ruptura, se traza una línea de
fuga, pero siempre existe el riesgo de que reaparezcan en ella organizaciones que
reestratifican el conjunto, formaciones que devuelven el poder a un significante, atribuciones
que reconstituyen un sujeto.
El rizoma es una antigenealogía. El libro no es una imagen del mundo, según una
creencia muy arraigada. Hace rizoma con el mundo, hay una evolución aparalela del libro y del
mundo, el libro asegura la desterritorialización del mundo, pero el mundo efectúa una
reterritorialización del libro, que a su vez se desterritorializa en sí mismo en el mundo. El

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mimetismo es un mal concepto, producto de una lógica binaria, para explicar fenómenos que
tienen otra naturaleza.
Un rizoma no responde a ningún modelo estructural o generativo. Es ajeno a toda idea
de eje genético, como también de estructura profunda. La lógica del árbol es una lógica del
calco y la reproducción. Consiste en calcar algo que se da por hecho, a partir de una estructura
que sobrecodifica o de un eje que soporta. El árbol articula y jerarquiza calcos, los calcos son
como las hojas del árbol. Muy distinto es el rizoma, mapa y no calco. Hacer el mapa y no el
calco. Si el mapa se opone al calco es precisamente porque está totalmente orientado hacia
una experimentación que actúa sobre lo real. El mapa no reproduce un inconsciente cerrado
sobre sí mismo, lo construye. Contribuye a la conexión de los campos, al desbloqueo de los
cuerpos sin órganos, a su máxima apertura en un plan de consistencia. Forma parte del rizoma.
El mapa es abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible
de recibir constantemente modificaciones. Puede ser roto, alterado, adaptarse a distintos
montajes, iniciado por un individuo, un grupo, una formación social. Una de las características
más importantes del rizoma quizá sea la de tener siempre múltiples entradas.
El árbol o la raíz inspiran una triste imagen del pensamiento que no cesa de imitar lo
múltiple a partir de una unidad superior, de centro o de segmento. Los sistemas arborescentes
son sistemas jerárquicos que implican centros de significancia y de subjetivación, autómatas
centrales con memorias organizadas. Corresponden a modelos en los que un elemento sólo
recibe informaciones de una unidad superior, y una afectación subjetiva de uniones
preestablecidas.
Resulta curioso comprobar cómo el árbol ha dominado no sólo la realidad occidental,
sino todo el pensamiento occidental, de la botánica a la biología, pasando por la anatomía,
pero también por la gnoseología, la teología, la ontología, toda la filosofía… ¿No existe en
Oriente una especie de modelo rizomático que se opone desde todos los puntos de vista al
modelo occidental del árbol? Tampoco la música es la misma. Tampoco es la misma la
sexualidad: las gramíneas, incluso reuniendo los dos sexos, someten la sexualidad al modelo
de la reproducción; el rizoma, por el contrario, es una liberación de la sexualidad, no sólo con
relación a la reproducción, sino también con relación a la genitalidad. Entre nosotros el árbol
se ha plantado en los cuerpos, ha endurecido y estratificado hasta los sexos. Hemos perdido el
rizoma o la hierba. La hierba sólo existe entre los grandes espacios no cultivados. Llena los
vacíos. Crece entre, y en medio de las otras cosas. Es desbordamiento.
América ocuparía un lugar aparte. Por supuesto, no está libre de la dominación de los
árboles y de una búsqueda de las raíces. No obstante, todo lo importante que ha pasado, que
pasa, procede por rizoma americano: beatnik, underground, subterráneos, bandas y pandillas,
brotes laterales sucesivos en conexión inmediata con un afuera.
Resumamos los caracteres principales de un rizoma: a diferencia de los árboles o de
sus raíces, el rizoma conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus
rasgos no remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza; el rizoma pone en juego
regímenes de signos muy distintos e incluso estados de no-signos. El rizoma no se deja reducir
ni a lo Uno ni a lo Múltiple. No es lo Uno que deviene dos, ni tampoco que devendría
directamente tres, cuatro, cinco, etc. No es lo múltiple que deriva de lo Uno, o al que lo Uno se
añadiría. No está hecho de unidades, sino de dimensiones, o más bien de direcciones
cambiantes. No tiene principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y desborda.
Contrariamente a una estructura, que se define por un conjunto de puntos y de posiciones, de
relaciones binarias entre estos puntos y de relaciones biunívocas entre esas posiciones, el
rizoma sólo está hecho de líneas: líneas de segmentariedad, de estratificación, como
dimensiones, pero también línea de fuga o de desterritorialización como dimensión máxima
según la cual, siguiéndola, la multiplicidad se metamorfosea al cambiar de naturaleza.
Contrariamente al árbol, el rizoma no es objeto de reproducción: ni reproducción externa
como el árbol-imagen, ni reproducción interna como la estructura-árbol. El rizoma es una
antigenealogía, una memoria corta o antimemoria. Contrariamente al grafismo, al dibujo o a la

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fotografía, contrariamente a los calcos, el rizoma está relacionado con un mapa que debe ser
producido, construido, siempre desmontable, conectable, alterable, modificable, con múltiples
entradas y salidas, con sus líneas de fuga. Contrariamente a los sistemas centrados de
comunicación jerárquica y de uniones preestablecidas, el rizoma es un sistema acentrado, no
jerárquico y no significante, sin General, sin memoria organizadora o autómata central,
definido únicamente por una circulación de estados. Lo que está en juego en el rizoma es una
relación con la sexualidad, pero también con el animal, con el vegetal, con el mundo, con la
política, con el libro, con todo lo natural y lo artificial, muy distinta de la relación arborescente:
todo tipo de “devenires”.
Una meseta no está ni al principio ni al final, siempre está en el medio. Un rizoma está
hecho de mesetas. Meseta como una región continua de intensidades, que vibra sobre sí
misma, y que se desarrolla evitando cualquier orientación hacia un punto culminante o hacia
un fin exterior. Nosotros llamamos “meseta” a toda multiplicidad conectable con otras por
tallos subterráneos superficiales, a fin de formar y extender un rizoma.
Ya no hay una tripartición entre un campo de realidad, el mundo, un campo de
representación, el libro, y un campo de subjetividad, el autor. Un agenciamiento pone en
conexión ciertas multiplicidades pertenecientes a cada uno de esos órdenes.
Un rizoma no empieza ni acaba, siempre está en el medio, entre las cosas, inter-se,
intermezzo. El árbol es filiación, pero el rizoma tiene como tejido la conjunción “y… y… y…”. En
esta conjunción hay fuerza suficiente para sacudir y desenraizar el verbo ser.

LOS IMAGINARIOS SOCIALES (BACZKO)

Soñar con una sociedad perfectamente transparente cuyos principios fundantes se


encontrarían en cada uno de los detalles de la vida cotidiana de sus miembros, una sociedad
cuya representación sería la imagen fiel de la realidad, por no decir el simple reflejo, es un
tema constante de las utopías a lo largo de los siglos. La permanencia de ese sueño es una
prueba de su reverso, es decir que ninguna sociedad, ningún grupo social, ningún poder es
precisamente transparente consigo mismo. Todo poder se rodea de representaciones,
símbolos, emblemas, etc., que lo legitiman, lo engrandecen, y que necesita para asegurar su
protección. Podríamos definir los sistemas totalitarios como aquéllos en los que el Estado,
conjugando el monopolio del poderío y del sentido, de la violencia física y de la violencia
simbólica, de la censura y del adoctrinamiento, busca suprimir todo imaginario social que no
sea aquél que legitima y garantiza su poder, y por lo tanto, su influencia en el conjunto de la
vida social.
Imaginación social- Imaginarios sociales: Está de moda asociar la imaginación con la
política, y el imaginario con lo social. ¿Qué partido político no se atribuye en la actualidad
imaginación política y social? Se exalta la imaginación en el propio y se denuncia su ausencia o
su mediocridad en el del adversario. Los medios de comunicación de masas han contribuido
muy particularmente para inflar estas palabras. No dejan de repetirnos que nos es
imprescindible la imaginación social para adueñarnos del futuro. Aún hoy nos acordamos de
los graffitis que adornaban las calles de París: la imaginación al poder. La asociación
imaginación y poder era una prueba de la paradoja, cuando no de la provocación, por el hecho
mismo de que la palabra en su acepción común designaba una facultad productora de
ilusiones, de sueños y de símbolos, y que se ejercía en especial ligada a la poesía y a las artes,
hacía su irrupción en un terreno reservado a lo “serio” y a lo “real”.
Si dirigimos la mirada hacia las ciencias humanísticas, podemos constatar que la
imaginación, bien acompañada por el adjetivo “social” o “colectivo”, también ganó terreno en
el campo discursivo y que el estudio de los imaginarios sociales se convirtió en un tema de
moda. Sin embargo, las ciencias humanas, contrariamente a los slogans que pedían la
imaginación al poder, atestiguaban, por así decirlo, que la imaginación está en el poder desde
siempre. Las ciencias humanísticas ponían en evidencia que todo poder, y particularmente el

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poder político, se rodea de representaciones colectivas y que, para él, el ámbito del imaginario
y de lo simbólico es un lugar estratégico de una importancia capital.
La valoración de las funciones múltiples del imaginario en la vida social no podía
hacerse sin poner en duda una cierta tradición intelectual. Una tendencia cientificista y
“realista” quería separar en la trama de la historia, en las acciones y comportamientos de los
agentes sociales, lo "verdadero” y lo “real” de lo “ilusorio” y “quimérico”. De este modo la
operación científica se concebía como “reveladora” y “desmitificadora”. La construcción de los
objetos “hombre real”, “grupos sociales verdaderos”, es decir desprovistos de su imaginario,
se conjugaba perfectamente con el sueño colectivo de una sociedad y de una historia por fin
transparentes para los hombres que la hacen.
Aunque más no sea a fuerza de repetir, los lugares comunes se imponen como si
fueran evidencias. Sea cual sea el futuro que le tocará al conjunto semántico “imaginación
social, imaginarios sociales”, su historia reciente es reveladora de una problemática, en los
confines de la historia, de la antropología y de la sociología, que se busca y se define más allá
de las fluctuaciones y de las ambigüedades semánticas. El imaginario social está cada vez
menos considerado como una suerte de adorno de las relaciones económicas, políticas, etc.,
que serían las únicas “reales”. Las ciencias humanísticas le otorgan a los imaginarios sociales
un lugar preponderante entre las representaciones colectivas y no las consideran “irreales” si
no es, precisamente, entre comillas.
Los dispositivos de protección y de represión de los poderes establecidos levantan
para preservar el lugar privilegiado que se han otorgado a sí mismos en el campo simbólico
demuestran, por si es necesario, el carácter ciertamente imaginario pero no ilusorio de estos
bienes tan protegidos, como los emblemas de poder, los monumentos erigidos en su gloria, los
signos del carisma del jefe, etc. Todo poder busca monopolizar ciertos emblemas y controlar,
cuando no dirigir, la costumbre de otros. De este modo, el ejercicio del poder, en especial del
poder político, pasa por el imaginario colectivo. Ejercer un poder simbólico no significa agregar
lo ilusorio a un poderío “real”, sino multiplicar y reforzar una dominación efectiva por la
apropiación de símbolos, por la conjugación de las relaciones de sentido y de poderío.
¿Problemática nueva o renovada? La existencia y las funciones múltiples de los
imaginarios sociales no han escapado a todos aquellos que se interrogaban acerca de los
mecanismos y las estructuras de la vida social, quienes sobre todo constataban la intervención
efectiva y eficaz de las representaciones y de los símbolos en las prácticas colectivas. La
historia de esas observaciones, intuiciones y esbozos de teoría queda por hacerse, a partir de
una relectura de muy diversos textos de filosofía y de moral, de retórica y de antropología, de
sociología y de psicología.
La elaboración y el aprendizaje de las técnicas de manipulación de los imaginarios
sociales está antes que toda reflexión teórica y habría que remontarse muy atrás en el tiempo
para reconstruir su historia. Al producir un sistema de representaciones que refleja y legitima a
la vez su identidad y su orden social, una comunidad instala también “guardias” del sistema
que disponen de una técnica determinada de manejo de esas representaciones y símbolos.
Sólo con el poder estatal instalado, en especial con el poder centralizado, y con la relativa
autonomía a la que accede el terreno político, las técnicas de manejo de los imaginarios
sociales también ganan autonomía y se diferencian. A lo largo del extenso camino histórico
que conduce los mitos con implicaciones ideológicas a las ideologías que encubren una parte
de los mitos seculares, se fue formando progresivamente una actitud instrumental y utilitaria
con respecto a los imaginarios sociales. Las situaciones conflictivas entre los poderes
opositores han estimulado la invención de nuevas técnicas competitivas en el ámbito del
imaginario. Estas buscaban formar, por un lado, una imagen desvalorizada del adversario, y
muy especialmente invalidar su legitimidad; por otro lado, exaltaban el poder y las
instituciones cuya causa era defendida por medio de representaciones magnificadas. La
invención de técnicas nuevas, su refinamiento y diferenciación, implicaba el pasaje de un
simple manejo de los imaginarios sociales a su manipulación cada vez más sofisticada y

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especializada. A lo largo de los últimos decenios la propaganda ganó una dimensión
completamente nueva en el conjunto de la vida colectiva, en especial gracias a la expansión
tecnológica de los medios de comunicación de masas.
Marx, Durkheim y Weber definen el campo, que de algún modo se volvió “clásico”, de
investigaciones sobre los imaginarios sociales. Para Marx la ideología, en el sentido más amplio
de la palabra, engloba las representaciones que una clase social se da a sí misma, de sus
relaciones con sus clases antagónicas, así como de la estructura global de la sociedad. Una
clase social expresa sus aspiraciones, justifica moralmente y jurídicamente sus objetivos,
concibe su pasado e imagina su futuro a través de sus representaciones ideológicas. La lucha
de clases pasa necesariamente por el campo ideológico. En cada formación social, las
representaciones de la clase dominante forman, a causa de esto, la ideología dominante, en el
sentido de que ésta es transportada e impuesta por instituciones tales como el Estado, la
Iglesia, la enseñanza, etc. La clase dominada sólo puede oponerse a la clase dominante
produciendo su propia ideología, elemento indispensable para la toma de conciencia. La
ideología tiene así una doble función. Por un lado, expresa la situación y los intereses de una
clase; pero por otro lado, solamente puede hacerse mediante la deformación y el
ocultamiento de las reales relaciones entre las clases, y en particular de las relaciones de
producción que son el conflicto mismo de la lucha de clases. La ideología, factor real de los
conflictos sociales, sólo opera gracias a lo irreal e ilusorio que hace intervenir. Las estructuras y
las funciones de las ideologías cambian en función del contexto histórico en el que se
inscriben. Así, la burguesía, en su fase ascendente, se apoya en su ideología para denunciar el
orden feudal, para develar el carácter de clase del Estado, para atacar la sociedad de órdenes y
su sistema de valores, etc. Una vez que la burguesía alcanza el poder, su ideología disimula las
relaciones de dominación y de explotación capitalista, presenta al estado burgués como la
expresión del interés general, la propiedad privada de los medios de producción como
fundamento de la justicia, de la moral, etc. El advenimiento de la clase obrera marcaría una
ruptura en la historia de las ideologías. La toma de conciencia de la clase obrera implica no
solamente un combate contra el dominio de la ideología burguesa, sino también y sobre todo,
la puesta al desnudo de todo dispositivo ideológico, de sus modos de producción y de
funcionamiento. Para Marx, su propia teoría, al reflejar los verdaderos intereses del
proletariado, no era una ideología sino una crítica de las ideologías.
La correlación entre las estructuras sociales y los sistemas de representaciones
colectivas se encuentra en el centro de los interrogantes de Durkheim. Para que una sociedad
exista y se sostenga, para que pueda asegurarse un mínimo de cohesión, y hasta de consenso,
es imprescindible que los agentes sociales crean en la superioridad del hecho social sobre el
hecho individual, que tengan, en fin, una “conciencia colectiva”, un sistema de creencias y
prácticas que unen en una misma comunidad, instancia moral suprema, a todos los que
adhieren a ella. Uno de los caracteres fundamentales del hecho social es precisamente su
aspecto simbólico. Uno de los caracteres fundamentales del hecho social es su aspecto
simbólico. En la mayor parte de las representaciones colectivas no se trata de una
representación única, de una cosa única, sino de una representación elegida más o menos
arbitrariamente para significar otras y para impulsar prácticas. Muy a menudo las conductas
sociales se dirigen no tanto a las cosas mismas como a los símbolos de las cosas. Las
representaciones colectivas expresan siempre en algún punto un estado del grupo social;
reflejan su estructura actual y la manera en que reacciona frente a uno u otro acontecimiento,
a un peligro exterior o a un aumento de violencia interior. Existe una conexión íntima y fatal
entre el comportamiento y la representación colectiva. La Revolución Francesa nos ofrece en
especial un ejemplo notable de invención de símbolos, cultos y ritos que reflejan e impulsan a
la vez al fervor colectivo, orientan y consolidan la búsqueda de un nuevo consenso basado en
una nueva organización social.
Los principios metodológicos de Max Weber y su aplicación al estudio de casos
específicos sugieren otros enfoques de los imaginarios sociales. La estructura inteligible de

102
toda actividad humana surge del hecho de que los hombres buscan un sentido en sus
conductas y en relación a ese sentido reglamentan sus comportamientos recíprocos. Lo social
se produce a través de una red de sentido, otras tantas referencias por medio de las cuales los
individuos se comunican, tienen una identidad común, designan sus relaciones con las
instituciones, etc. La vida social, de este modo, es productora de valores y de normas y, por
consiguiente, de sistemas de representaciones que los fijan y los traducen. De este modo están
en movimiento códigos colectivos según los cuales se expresan las necesidades y las ilusiones,
las esperanzas y las angustias de los agentes sociales. Las relaciones sociales jamás se reducen
a sus componentes físicos y materiales. La comprensión de las estructuras inteligibles de las
actividades sociales pasa necesariamente por la reconstrucción del sistema de
representaciones que interviene allí, y por el análisis de su disposición y de sus funciones.
Marx insiste en los orígenes de los imaginarios sociales, en particular de las ideologías,
así como de sus funciones en el enfrentamiento de las clases sociales; Durkheim pone el
acento en las correlaciones entre las estructuras sociales y las representaciones colectivas, así
como en la cohesión social que éstas asegurarían; Weber da cuenta del problema de las
funciones que pertenecerían a lo imaginario en la producción de sentido que los individuos y
los grupos sociales dan necesariamente a sus acciones.
Ahora bien, en la actualidad el discurso de las ciencias humanísticas está fragmentado,
disperso. La interrogación actual de las ciencias humanísticas, tanto en su “especialización”
como en su “carácter interdisciplinario”, no se refiere más al hombre sino a los hombres, a las
sociedades y no a la sociedad, a las culturas diversas y diferentes, a las comunidades humanas
indefinidamente variadas.
Ninguna cultura ni ninguna sociedad en su evolución histórica ofrecen, por lo tanto, un
modelo a la vez unitario y privilegiado de la vida social. Por otra parte, parece ser que nos
hemos resignado un poco más, un poco menos, a no disponer más de una teoría universal de
la sociedad que permitiría abarcar las relaciones de todas las variables sociales y que, por
consiguiente, serviría de base a las interpretaciones, ellas mismas globales, del devenir
histórico. No solamente no hay una teoría tal a escala del globo, sino tampoco a escala de las
sociedades particulares, definidas en los tiempos y en el espacio. Esto no parece surgir de
nuestra ignorancia, sino del hecho de que entre las dimensiones o fracciones enteras de la vida
social existen discontinuidades a las que parece imposible reunir en una serie, incluso
compleja, de reglas y de leyes. La historia perdió así su “sentido”, ganando sentidos múltiples y
a menudo contradictorios.
El objeto mismo del discurso histórico se ha fragmentado gracias a su apertura hacia
las ciencias humanísticas; no es más uno sino múltiples. Los “imaginarios sociales” en tanto
que objeto de historia han surgido de esta fragmentación.
Las investigaciones, en especial los estudios históricos, salen hacia varias direcciones;
es más fácil constatar la complementariedad de preguntas que integrar en un conjunto
coherente las respuestas logradas. Respuestas precisas a estas preguntas sólo pueden surgir
de la práctica misma de las investigaciones. De cualquier manera, éstas presentarían al menos
la ventaja de hacer de punto de encuentro, y hasta de reunión, de los elementos dispersos,
cuando no separados, en la historia de las ideas y de las instituciones, en la historia de las
mentalidades y de las artes y la literatura, en la historia de los movimientos políticos, sociales y
religiosos y en la de los fantasmas colectivos, etc.
Comencemos por la terminología, y en particular por las palabras clave: imaginación,
imaginarios. Aunque más no fuera por su pasado tan antiguo, los dos términos poseen una
notoria y hasta fatal polisemia. Se refieren, en efecto, a un elemento fundamental de la
conciencia humana, y es por eso que sus definiciones no pueden obtenerse nunca.
El adjetivo social delimita una acepción más restringida al designar dos aspectos de la
actividad imaginante. Por un lado, la orientación de ésta hacia lo social, es decir la producción
de representaciones globales de la sociedad y de todo aquello que se relaciona con ella, por
ejemplo, del “orden social”, de los actores sociales y de sus relaciones recíprocas, de las

103
instituciones sociales, etc. Por otro lado, el mismo adjetivo designa la inserción de la actividad
imaginante individual en un fenómeno colectivo. Como no hay mejores conservamos estos
términos, e insistimos sobre el hecho de que, contrariamente a una orientación tradicional, los
estudios contemporáneos sobre la imaginación social no se proponen fijar una “facultad”
psicológica autónoma. Los imaginarios sociales son referencias específicas en el vasto sistema
simbólico que produce toda colectividad y a través del cual ella “se percibe, se divide y elabora
sus finalidades”. De este modo, a través de estos imaginarios sociales, una colectividad designa
su identidad elaborando una representación de sí misma; marca la distribución de los papeles
y las posiciones sociales; expresa e impone ciertas creencias comunes. Es producida una
representación totalizante de la sociedad como un “orden”, según el cual cada elemento tiene
su lugar, su identidad y su razón de ser. Designar su identidad colectiva es marcar su
“territorio” y las fronteras de éste, definir sus relaciones con los “otros”, formar imágenes de
amigos y enemigos, de rivales y aliados; del mismo modo, significa conservar y modelar los
recuerdos pasados, así como proyectar hacia el futuro sus temores y esperanzas. Los modelos
de funcionamiento específicos de este tipo de representaciones en una colectividad se reflejan
particularmente en la elaboración de los medios de su protección y difusión, así como de su
transmisión de una generación a otra.
De esta manera, el imaginario social es una de las fuerzas reguladoras de la vida
colectiva. Los imaginarios sociales no indican solamente a los individuos su pertenencia a una
misma sociedad, sino que también definen, más o menos precisamente, los medios inteligibles
de sus relaciones con ésta, con sus divisiones internas, con sus instituciones, etc. De esta
manera, el imaginario social es una pieza efectiva y eficaz del dispositivo de control de la vida
colectiva, y en especial del ejercicio del poder.
En el corazón mismo del imaginario social, en particular con el advenimiento y el
desarrollo del Estado, se encuentra el problema del poder legítimo o, más bien, para ser
precisos, de las representaciones fundadoras de la legitimidad. Toda sociedad debe inventar e
imaginar la legitimidad que le otorga al poder. Dicho de otro modo, todo poder debe
necesariamente enfrentar su despotismo y controlarlo reclamando una legitimidad. Las
instituciones sociales, y en especial las instituciones políticas, participan del universo simbólico
que las rodea y forman los marcos de su funcionamiento.
El poder establecido protege su legitimidad contra los que la atacan. A lo largo de la
historia los poderes han inventado dispositivos tan variados y reales de protección, y hasta de
represión, como para conservar su capital simbólico y asegurarse en lugar privilegiado en el
ámbito de los imaginarios sociales. Los imaginarios sociales se apoyan sobre el simbolismo. Los
sistemas simbólicos sobre los cuales se apoya y a través de los que trabaja la imaginación
social se construyen sobre las experiencias de los agentes sociales, pero también sobre sus
deseos, aspiraciones e intereses. Todo campo de experiencias sociales está rodeado de un
horizonte de expectativas y recuerdos, de temores y esperanzas. El dispositivo imaginario
asegura a un grupo social un esquema colectivo de interpretación de las experiencias
individuales tan complejas como variadas, la codificación de expectativas y esperanzas. La
potencia unificadora de los imaginarios sociales está asegurada por la fusión entre verdad y
normatividad, informaciones y valores, que se opera por y en el simbolismo. Al tratarse de un
esquema de interpretaciones pero también de valoración, el dispositivo imaginario provoca la
adhesión a un sistema de valores e interviene eficazmente en el proceso de su interiorización
por los individuos, moldea las conductas, cautiva las energías y, llegado el caso, conduce a los
individuos en una acción común. Los imaginarios sociales y los símbolos sobre los cuales se
apoyan los primeros forman parte de complejos y compuestos sistemas, a saber, en especial
los mitos, las utopías y las ideologías.
El impacto de los imaginarios sociales sobre las mentalidades depende ampliamente
de su difusión, de los circuitos y de los medios de que dispone. Para conseguir la dominación
simbólica, es fundamental controlar esos medios que son otros tantos instrumentos de
persuasión, de presión, de inculcación de valores y de creencias.

104
MÍMESIS, LAS IMÁGENES Y LAS COSAS (BOZAL)

Representación y sujeto- La pregunta por la representación: Puede hablarse de


representación en varios sentidos. El primero es estrictamente perceptivo, representaciones
perceptivas sometidas a las leyes de la percepción y a las convenciones histórico-culturales. Un
segundo sentido de representación, el que habitualmente se entiende cuando de
representación se habla, es el de supuesta “fijación” de la presentación perceptiva mediante
procedimientos clásicos o gráficos. La utilización de un término como “fijación” parece indicar
que estas representaciones plásticas o gráficas se limitan a trasladar a un soporte las
representaciones perceptivas previas, sin que el traslado afecte para nada, o sólo
técnicamente, a la naturaleza de lo trasladado. Pero, en realidad, no sucede así. Existe un
tercer sentido de representación, aquel que se pregunta por la condición del representar en el
conocimiento.
Figura y significación: Si la representación perceptiva fuera el registro puro y simple,
natural, de la realidad empírica, la pregunta por la condición de la representación no tendría
mucho sentido o sería contestada en términos de biología y psicología.
Todo representar es un implicar del sujeto. Podemos pensar que la realidad discurre
ante nosotros, que la miramos, pero la atención que a esto o aquello prestamos es un aislar en
el flujo de la temporalidad y el ámbito espacial, una alteración de lo igual que en sí mismo es y
la introducción de un ritmo que sólo del sujeto depende. Si la mirada no es un simple deslizar
sobre las cosas, si es un mirar atento, entonces podemos hablar de una representación
perceptiva en la que la cosa es para un sujeto. Y es en ese ser para un sujeto donde
espacialidad y temporalidad se alteran (o se producen) por la simple introducción de un ritmo,
cesura que se produce al sacar la cosa del fluir y el ámbito de la facticidad, con lo que la cosa
mirada se convierte en figura y posee un significado. Llamaremos figura a todo objeto que
posee un significado, es decir, que se articula con otras figuras, delimitando en su enfrentar,
distinguirse, parecerse, etc., su significación para quien es sujeto de tal articulación. Puedo
pensar la noción de figura a partir de un campo articulado de representaciones en el que cada
una adquiere significación determinada por su relación con las otras.
Cuando se representa un objeto en figura diferente, puedo decir, por ejemplo, que he
visto un “botellero” para comprarlo, porque lo necesito para colocar mis botellas, o puedo
decir que he contemplado un “botellero”, expresión que a mi presunto interlocutor le resulta
extraña, no habitual, y le permitirá adivinar que estoy hablando de un ready-meade de Marcel
Duchamp. La diferencia lingüística me permite comunicar dos tipos de significado, y figura,
para un mismo objeto. Ante él mantendré una actitud distinta, utilitaria o estética, y,
simultáneamente, puesto que el objeto es el mismo, mi actitud determinará la diferente figura
o significado que el objeto “vehicula”. Las sensaciones o impresiones ópticas o perceptivas son,
en ambos casos, las mismas, pues el mismo es el objeto, pero la representación es diferente.
No hablo aquí del diferente significado del término botellero, sino del diferente modo de mirar
a ese objeto que es el botellero. Representar es articular y, así, producir figuras significativas.
En un caso situaré al objeto en el campo de las figuras de útiles domésticos, de despensa o
cocina, de almacenaje. En el otro, lo situaré en el campo de figuras de obras de arte.
Representar quiere decir, pues, organizar el mundo fáctico en figuras. En nivel más
elemental de esta organización es el espacio temporal, condición y supuesto de cualquier otro
más complejo. Ello quiere decir que también espacio y tiempo, lejos de ser datos, se organizan
como figuras. Los objetos están ahí, al representarlos como figuras “les proporciono” un
significado que no estaba dado de antemano, el objeto no lo tiene como una etiqueta, surge
en su representación. Organizar implica un sujeto, es decir, un punto de vista que da cuenta de
las figuras y el horizonte, que permite decir esto es tal cosa. El conocimiento no surge en el
nudo estar ante las cosas, sino en el mirarlas incluyéndolas dentro de un campo,
convirtiéndolas en figuras con significación. Las figuras impiden una relación directa entre

105
sujeto y objeto en el conocimiento representativo o icónico. Como en el caso del lenguaje, la
figura aparece como el mediador necesario entre ambos, eliminando la tradicional concepción
que hace del icono un signo natural.
Representación y sensibilidad: La afirmación esto es tal cosa precisa algún tipo de
legitimación. Cuando Duchamp expuso el botellero como obra de arte, carecía de legitimación
y fue precisamente esa carencia rasgo decisivo para convertirlo en la específica obra de arte
que es, una provocación que hizo estilo en el dadaísmo . Figura y significación son para un
sujeto, pero no son caprichosos ni personales. Muchas son las razones por las que la figura de
esta o aquella cosa es reconocible por todos los demás sujetos, pero lo que interesa señalar es
ese reconocimiento colectivo, razón de la legitimación. Esto sucede con todos los objetos, no
sólo con los artísticos. La implicación del sujeto no es individual, se produce en el ámbito de
una intersubjetividad de representación. La sensibilidad lo es de una comunidad de
representación o en su marco. Puedo hablar de la sensibilidad de una época o de un grupo
social, también de la sensibilidad de un individuo. En el primer caso apuntamos a una
sensibilidad colectiva, de límites por imprecisos no menos vigentes; en el segundo, a una
sensibilidad individual, que se determina en el marco, los límites de esa colectiva.
Podemos entender la sensibilidad como una sensación educada. La sensación se educa
consciente pero también inconscientemente con la percepción cotidiana y sus exigencias,
desde las que impone la TV hasta las que plantea la configuración de la sociedad urbana. El
paso del tiempo educa nuestra sensación y la convierte en sensibilidad para determinados
fenómenos, ciega para otros. Somos sensibles ante lo que nos afecta, aunque tengamos
sensaciones de muchas cosas que, sin embargo, no nos afectan, porque el afectarnos ha ido
construyendo nuestra sensibilidad: se trata aquí de una dinámica tan estrechamente unida
que resulta imposible separarla. Entendida de esta forma, la sensibilidad dice siempre relación
a un sujeto e implica “selección” de las cosas, fenómenos, que nuestras sensaciones captan.
Podríamos decir que la sensibilidad supone, y trae como consecuencia, la formación de un
mundo, es decir, un conjunto de fenómenos relacionados significativamente. La sensibilidad, a
diferencia de lo que sucede con las sensaciones, no es afectada por las cosas sino en su
relación a un sujeto. Representar es mediar la sensación, y en esa mediación se pone de
manifiesto que esto es tal cosa. En esta mediación no se pierde de vista lo real o empírico,
pero se ve a través del doble proceso de seleccionar y articular. La sensibilidad impide que nos
pongamos en contacto directo con las cosas, pero es la única posibilidad de conocimiento. La
sensibilidad es, simultáneamente, posibilidad y dificultad de conocimiento. La afinamos para
conocer mejor, pero no podemos hacerla desaparecer.
La sensibilidad, puede decirse, atraviesa ese mundo creado y se configura en un común
denominador. Es un mundo simbólico convertido en nuestro mundo, el de todos en una época
dada, y es por ello el ámbito inicial de conocimiento: la sensibilidad es el eje del conocimiento
estético, y su estudio debe encontrar el nexo entre las formas concretas de esa sensibilidad y
el horizonte en que se configuran. La sensibilidad legitima representaciones concretas. Esta
legitimación posee un doble sentido. En primer lugar sitúa dentro de lo “normal” el
conocimiento que de la representación puede desprenderse; después, y esto es quizá lo más
importante, la comunidad de representación en que se funda es la condición para que pueda
olvidarse la implicación del sujeto en la representación, pues ella permite “disolver” el sujeto
en la comunidad cuando de la representación perceptiva cotidiana se trata: la pertenencia del
sujeto a la comunidad legitima su “intervención” en la representación al sacarla de la
individualidad. Esa legitimación alcanza el máximo extremo al que puede llegarse: naturaliza la
representación como sensación o impresión y naturaliza el ámbito mismo de la
intersubjetividad. (No es la representación perceptiva cotidiana la única que pretende la
objetividad. La representación científica también la busca, pero no por el camino de la
naturalización de lo convencional, sino mediante la fijación de un código explícito que permita
hacer desaparecer la incidencia del sujeto).

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Reconocimiento y conocimiento estético: La afirmación esto es tal cosa es el punto
central de la representación. Esta afirmación implica el conocimiento de las figuras, es decir, su
reconocimiento frente a otras. Al decir esto es tal cosa saco el “esto” del horizonte de figuras
en que se encuentra, lo veo y reconozco frente a otros “esto” que construyen ese horizonte y
no son adecuados a la representación. El conocimiento de la representación no es sino el
reconocimiento de aquellas figuras que la intersubjetividad de representación ha organizado.
Todo conocimiento es un reconocimiento en el mismo sentido en que toda presentación es
una representación. El gozo estético pone en primer término, antes que ninguna otra cosa, la
relación al sujeto, es el sujeto quien destaca y se representa la cosa sacándolo del anonimato
en que el horizonte la envuelve, poniendo en tensión mi mirada, distinguiendo su figura. Hay
algo más que el puro identificar, que incluso en la perspectiva del identificar sería molesto, hay
un representar tenso y siempre incompleto. Eso que llamamos gozo estético surge en la
novedad no de la cosa sino de la figura, pues con ella se produce también la novedad de una
articulación no prevista y, así, de un mundo inédito que afecta ahora a mi sensibilidad. El gozo
estético se asienta sobre un triángulo: el objeto estético, el sujeto y el mundo naturalizado que
veo de otra manera a partir de las exigencias de aquél.
Pero existe otro reconocimiento para el que la identificación es el fin perseguido, ese
que llamamos habitualmente reconocimiento. Consiste en la identificación de los elementos
que componen el horizonte, no el destacar del singular, sólo de aquellos rasgos que para su
incorporación al horizonte son necesarios. Mi papel queda reducido al de intérprete de la
comunidad, el sujeto de la representación se disuelve en la intersubjetividad que me ha
proporcionado los significados que debo usar, a los que me acojo. Llamaremos a éste
reconocimiento de identificación, el que es habitual en la vida cotidiana. No sólo razones
culturales o utilitarias tienden a reducir la atención y primar la identificación, parece que otras
naturales, biológicas, ópticas, psicológicas, nos obligan a prescindir de multitud de estímulos
que, de otra manera, podrían afectar negativamente a nuestra salud.
A propósito de ambos tipos de reconocimiento, ¿qué sucede con el sujeto de la
representación? El sujeto se “disuelve” en la intersubjetividad que legitima su representación,
de tal modo que actúa como si no pusiera nada de su parte, como si no existiera en cuanto
sujeto. El lenguaje es consecuente, también, con este “como si”: no dice que se representa las
cosas, sino que las ve o percibe, no afirma que las reconoce, presume que las conoce.
Mediante la palabra puedo aludir a aspectos concretos de las cosas sin poner en juego
otros que en las cosas están con el aludido y que en su representación icónica no podrían
obviarse. Mediante la representación puedo ignorar algunos aspectos, pero no todos los que,
presentes, son impertinentes a la finalidad de la acción. Sustituir los procedimientos
lingüísticos se señalización que se emplean en la vida cotidiana por sistemas icónicos
conduciría a una babel imposible de aclarar, pues muchas veces no está claro, a menos que lo
digamos, qué es lo que un icono se desea identificar.
El iconismo: La fijación de la representación se lleva a cabo mediante la producción de
un ícono gráfico o plástico. ¿Qué se representa…, las cosas, las cosas en su referencia al sujeto,
el punto de vista de éste…? Reconocemos lo que hay representado en el cuadro o la fotografía,
en la imagen, porque se parece al objeto percibido. ¿Qué quiere decir que se parece o
asemeja? Parece difícil aceptar que exista cosa alguna como la semejanza; sin embargo, este
es un concepto que domina nuestra vida cotidiana, sin el cual no podríamos comportarnos con
el éxito que de nuestra percepción se espera. Dos son las dificultades principales que se
oponen al concepto de semejanza. La primera señala que la semejanza es establecida por
alguien, un sujeto, que está en determinadas condiciones perceptivas, nunca iguales, de
iluminación, punto de vista, atención, etc.; por consiguiente, un sujeto móvil, no fijo, en cada
caso diferente, sobre objetos sometidos también a condiciones cambiantes. La semejanza
icónica es imposible porque lo es, antes de ella, la semejanza en la representación perceptiva.
La segunda pone de relieve la variedad histórica de la semejanza, de tal modo que hoy
difícilmente podríamos aceptar como parecidas imágenes que en su tiempo se tuvieron por

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tales. Estas dos hipótesis parecen arruinar definitivamente la concepción del ícono según la
cual “un signo es icónico en cuanto posee él mismo las propiedades de sus denotados; de lo
contrario no es icónico”. Esa presencia o posesión se debe a lo que habitualmente
denominamos representación y permite definir al icono como aquel signo que está en lugar de
otra cosa, a la que sustituye porque la representa.
Es difícil aceptar que el retrato posee propiedades del retratado. En cuanto objeto, un
cuadro no posee ninguna de las propiedades del retratado, en el mundo de lo puramente
fáctico, ambos son “cosas” diferentes. Lo que se parece es su figura. Quien mira el retrato y
establece el parecido ha prescindido de muchos rasgos, precisamente aquellos que
constituyen la materialidad misma de la cosa, y atiende sólo a otros. Esta selección implica un
tipo determinado de figuras y una forma concreta de percibir: mira el retrato como lo que es,
un retrato, mira la fotografía como una fotografía, y a partir de este nivel afirma si se parece o
no. Quien no sepa lo que es un retrato difícilmente caerá en la cuenta de los parecidos que la
representación establece, quien, a la inversa, lo mire todo como retrato confundirá lo que es
sólo símbolo con la imagen que representa y a la figura con la cosa. Mirar un retrato como
retrato es ya un modo de representar determinado por la sensibilidad propia de una
comunidad de representación. En ningún tipo de conocimiento se pone más claramente que
en la representación ese acuerdo previo, ese consenso que es propio de la intersubjetividad,
sin el cual nada sería finalmente comprensible.
La semejanza supone comparación, y la comparación posee un carácter intencional. No
hay semejanza en abstracto, sino sólo a partir de un punto de vista u objeto global que
selecciona como pertinentes algunos rasgos. El icono contiene algunas propiedades del objeto,
pero nada dice de otras. Y éstas otras deben ser ignoradas o desechadas. Todos reconocerán la
semejanza fotográfica y prescindirán de la diferencia de tamaño, textura, volumen real, como
durante mucho tiempo prescindieron del color. Tantos son los rasgos que han desaparecido
que podemos decir sin temor a equivocarnos que la cosa misma ha desaparecido, sólo queda
su figura, es decir, el conjunto de rasgos significativos para un sujeto: aquel que lleva a cabo la
comparación y predica la semejanza o su falta. De la misma manera que en la representación
perceptiva prescindo de notas que el objeto posee, pero que son obstáculos para su
identificación rápida y útil como objeto, ahora, cuando pretendo fijar esa representación
perceptiva, vuelvo a prescindir de notas que, o bien el procedimiento técnico no alcanza, o no
necesito para la representación concreta. Cuantos más son los rasgos de los que prescindo,
mayor es la capacidad representacional de singular que predico. Nuestra percepción corrige
aquellas ausencias o “errores” de la fotografía para poder reconocer en ella, naturalmente, al
individuo y “nos convence” de que ahí se reproduce un objeto, no una figura.
La representación del sujeto en el icono: El problema no es, sin embargo, el de la
semejanza. El problema es el de la desemejanza, es decir, el de la naturaleza de la significación
que no se basa en la semejanza, aunque ésta pueda ser uno de sus elementos o ingredientes.
Especialmente los íconos artísticos. Son otros los valores relevantes para la sensibilidad
contemporánea, no el de la semejanza, y esos son los que constituyen el problema central de
la representación. El símbolo sirve para reforzar la articulación del horizonte de figuras propio
de una sensibilidad colectiva o epocal. Pero lo propio del arte es, precisamente, lo contrario: su
capacidad de innovar o de renovar esa sensibilidad, de alterar la sensibilidad establecida o/y
rutinaria y obligar a una mirada nueva sobre los objetos-figuras reconocidos. ((ostranénie?))
En el símbolo no se pone en cuestión el horizonte figurativo, bien al contrario, hay un
uso más o menos hábil de ese horizonte. En la imagen artística no: se pone en cuestión el
horizonte figurativo señalando su convencionalidad o artificialidad y se propone otro mediante
la representación de una figura nueva y, por ende, de un sujeto nuevo. ¿Cómo se comprende o
se percibe esa novedad? La manera nueva, precisamente por ser nueva, no está prevista en el
horizonte figurativo establecido. ¿Cómo, entonces, poder comprenderla, siquiera percibirla?
Su novedad exige que nuestra sensibilidad no se vea afectada por ella, mas, si eso es así,
debería quedar fuera de todo horizonte posible para nosotros. Pero la novedad radica en una

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alteración, no en una invención total. La actividad de Miró y Duchamp con los guijarros y el
botellero, objetos cotidianos, exige, para que tenga sentido, que en la comunidad de
representación, además del horizonte de representaciones cotidianas haya un horizonte de
representaciones artísticas y ésta posea un campo determinado por criterios aceptados.
Objetos representados en el primer campo son trasladados al segundo, con lo que se produce
una doble alteración: se burlan los criterios que determinan el primer campo, también los del
segundo. En el primero, porque se sacan de él figuras que le pertenecen, cuyo significado ha
sido neutralizado; en el segundo, porque se incluyen figuras que no le pertenecen, e incluso
que sus criterios repelen. La imagen artística pone en tensión todo el campo de figuras al crear
una figura nueva. Esta tensión afecta a la sensibilidad del colectivo en una época determinada,
proponiendo su aceptación o su rechazo. De esta manera, el sujeto virtual que la imagen
artística representa no tiene carácter individual, sino general o colectivo. Al problematizar la
condición del horizonte de figuras en que se pone, problematiza la relación al sujeto en que tal
horizonte se fundamenta, evidencia la naturaleza de ese fundamento, la comunidad de
representación, que toma conciencia de sí y de su carácter histórico.
Muchas veces se ha escrito que el arte es una forma de ver y una exigencia de ver más
profundamente. Con ello se indica no solamente el ver fáctico, el atender sin más a lo que
tradicionalmente ha venido llamándose “actitud natural”; también y ante todo ver la figura de
los objetos, negarles como tales, ver la relación a un sujeto. Tal es lo que se representa en la
representación artística.

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