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ENTRE LA LIBERTAD Y LA DOCILIDAD

INQUILINOS Y PEONES EN EL SUR DE CHILE, C. 1950

Ernesto Bohoslavsky*

RESUMEN. En esta ponencia presentamos un panorama de la


composición de la fuerza laboral utilizada en las actividades agrícolas
en el sur chileno. Dentro de este grupo destacamos muy
especialmente a los inquilinos residentes en las haciendas y los peones
afuerinos, de trabajo estacional. Hemos dejado fuera del análisis a los
medieros, los campesinos independientes basados en el trabajo
familiar y a los comuneros mapuches, asentados en reducciones
oportunamente entregadas por el Estado nacional y luego parceladas.
Los inquilinos eran trabajadores estables del fundo, asentados en una
vivienda cedida por el patrón y usufructuando algunos de los bienes
disponibles a cambio de su trabajo y ocasionalmente el de algún peón.
Son los encargados de proveer la mayor parte de la fuerza laboral
necesaria en las faenas realizadas en la hacienda, aunque esta
tendencia irá decreciendo hasta desaparecer completamente a fines
de los ´60. Sobre ellos descansan las imágenes de docilidad, fidelidad
al patrón y falta de innovación. Por el contrario, los peones temporales
se erigen como contrafiguras del inquilino. No sólo no son trabajadores
estables sino que tampoco tienen domicilio o familia permanente. Son
quienes protagonizan los desórdenes en las cosechas, las fiestas y las
pulperías. Dado su permanente y amplio peregrinar, van trasladando
una serie de experiencias laborales y sociales que hacen vehiculizar las
demandas en el agro araucano, poco permeable al accionar sindical
rural.

En esta ponencia presentamos algunos avances logrados en nuestra investigación


acerca de los sectores populares residentes en las áreas rurales de las provincias de Bío Bío,
Malleco y Cautín, para el segundo tercio de este siglo. 1 En anteriores trabajos hemos dado a
otros aspectos relacionados con estas temáticas. Además de sondear problemas relativos a las
condiciones de vida y expresión de la cultura material (salud, educación vivienda, nivel y tipo
de consumo) hemos abordado la cuestión de las identidades populares existentes en esta
región, destacando precisamente como rasgo central la heterogeneidad de las formas
identitarias asumidas. En efecto, vemos desplegarse universos de pertenencia bastante
diferenciados, pudiendo destacarse especialmente tres: los comuneros mapuche, los inquilinos
*
Becario de iniciación a la investigación de la Universidad Nacional del Comahue. Miembro del Grupo de
Estudios de Historia Social (GEHiSo) de la misma universidad.
1
El proyecto se denomina «Vida material, sociabilidad y cultura de los sectores populares en el sur de Chile y
Argentina, 1885-1950». Está bajo la dirección del prof. Enrique Masés, en el marco del programa «Historia
regional y relaciones fronterizas en los Andes Meridionales: factores de desestabilización (Neuquén - Chile,
1750-1950)» que dirige la lic. Susana Bandieri (programa de investigación de la Secretaría de Investigación de la
UNCo y la Universidad de la Frontera, Temuco, Chile).
2

y los peones afuerinos.2 Para el presente escrito hemos recortado los aspectos relativos a los
inquilinos y los peones afuerinos. Ambos actores parecen actuar como contrafiguras,
ocupando posiciones muy diferentes en la consideración de los hacendados, en las
vinculaciones con la hacienda y en las relaciones establecidas con la tierra y la disciplina
laboral y demostrando comportamientos diferenciados y hasta opuestos entre sí.
Dada la diversidad que compone el mundo popular araucano, nos vimos forzados a
relegar para otra ocasión una profundización de la investigación en lo referido a los medieros,
los campesinos independientes y los comuneros mapuche. De todo este variopinto escenario,
el grupo más importante sin lugar a dudas es éste último, afincado desde fines del XIX en
cerca de 3.000 reducciones.3 Además de ellos, una gran parte de la población campesina
contaba con acceso a su propia tierra. Debido a que estas poblaciones rurales ocupaban las
tierras marginales que no habían caído en manos de los hacendados, se formaban dos tipos de
paisajes agrarios: por un lado aquellos densamente poblados por los campesinos
independientes y las reducciones y aquellas otros áreas con menor densidad humana,
pertenecientes a los terratenientes. De hecho, la agricultura campesina siempre ha estado
arrinconada entre haciendas y fundos. Esta presión demográfica estimulaba la reproducción
de las relaciones de dependencia al interior de las haciendas en tanto que forzaba a la
migración desde las unidades campesinas o las comunidades indígenas y su conversión en
inquilinos, afuerinos o medieros.

2
BOHOSLAVSKY, E. “Identidades populares rurales en el sur chileno (mediados del siglo XX)”, presentado al
IV Congreso Binacional de Folklore Argentino-Chileno, Tandil, 1999 e “Indios y rotos. Un acercamiento a
sectores populares rurales de la Araucanía, 1930-50”, VII Jornadas Interescuelas de Historia, Neuquén, 1999.
3
La discusión en torno al tamaño de la población mapuche no ha estado exenta de intenciones políticas. El
Censo de 1952 indicaba que en las provincias de Arauco, Bio Bio, Malleco, Cautín, Valdivia y Osorno vivían
127.151 mapuches sin contar la población indígena urbana (c. 80.000). Titiev y Farón los situaron cerca de un
cuarto de millón. Stuchlik estimaba en 400.000 el valor mínimo para la época, de los cuales un 80% vive en
ámbitos rurales. STUCHLIK, M.; «Niveles de organización social de los mapuches», en A.A.V.V.; Segunda
semana indigenista, Escuelas Universitarias de la Frontera, Temuco, Chile, 1970. Para un panorama general de
la vida de los mapuche tras la «Pacificación de la Araucanía», ver BENGOA, J.; Historia del pueblo mapuche,
Sur, Santiago, 1989, especialmente el capítulo dedicado a la sociedad postreduccional.
3

Haciendas y trabajadores

En los ´50, las haciendas y los fundos seguían siendo la principal fuente de contratación
de mano de obra rural, dejando una porción insignificante a cargo de los pequeños
productores. Desde Aconcagua al sur, estas haciendas se configuraban bajo una misma
organización autoritaria de tipo piramidal. La distribución del trabajo requería de una
compleja estructura jerárquica de puestos de control y vigilancia. La estructura tenía en su
cúspide al hacendado, a quien le seguía en orden de importancia el administrador (a cargo de
la producción). A éste respondían los mayordomos, capataces, sotas y encargados de las
cuadrillas de trabajadores. En la base, las condiciones laborales y legales de los empleados
podían ser, de muy variado tipo: había inquilinos, inquilinos-medieros, medieros, obligados,
voluntarios, afuerinos, obreros especializados, etc.
Dentro de las grandes propiedades se establecían diversas categorías de trabajadores, con
derechos y obligaciones propias. Como mencionamos, desarrollaremos sólo dos de estas
relaciones laborales que se hallaban en las haciendas. Estas figuras se encontraban
comprendidas en la ley 8.811/47 sobre organización sindical en el ámbito de la agricultura.
Desde ya, hacemos la repetida pero inevitable salvedad de que no consideramos que las
formas laborales realmente existentes sean iguales a las legalmente reconocidas. La multitud
de formas laborales de existencia legal se multiplican y complejizan en la realidad por una
serie de variables interdependientes que contribuyen a definir la naturaleza de la relación:
carácter permanente o intermitente de la necesidad del trabajo, estacionalidad de la tarea,
acceso a la tierra, talajes o aguadas de la hacienda, trabajo familiar y extrafamiliar disponible,
nivel de inversión a realizar en la mediería, densidad y carácter de las vinculaciones con la
figura patronal, etc. En las explotaciones de tamaño medio la relación entre patrón y
trabajadores agrícolas era bastante más directa que en los grandes fundos. Las condiciones de
las regalías y el salario en cada una de las unidades productivas dependían casi
exclusivamente de la productividad del predio. En cuanto a las condiciones de vida existentes
dentro de las haciendas, todas las investigaciones llevadas a cabo terminaban concluyendo
acerca de los pobres standards de vida de inquilinos y trabajadores agrícolas. 4 Pobreza,
analfabetismo, deficiencias en las viviendas, mala alimentación completaban el panorama que
obtenían los inspectores en sus ocasionales visitas a las haciendas.

4
Para una revisión más general, BOHOSLAVSKY, E., Indios y rotos, op. cit.
4

En 1935 el porcentaje de los peones de afuera de la hacienda representaba cerca del 25%
de la fuerza de trabajo. Esta participación fue en aumento, aunque con variaciones anuales
bastante notorias. La explicación parece residir en que durante las crisis agrícolas los
hacendados «inquilinizaban» a los trabajadores para gastar menos en salarios:
«Este avance de las posesiones inquilinas cuando la agricultura se hizo menos rentable se
tradujo en un fenómeno conocido como el ´asedio interno a la gran propiedad´, el cual
expresaba el alcance que tenían las posesiones de tierras en manos de los trabajadores
residentes, al interior de las haciendas» 5

En los períodos de expansión de la agricultura los propietarios disminuían las posesiones


de inquilinos y fomentaban la salarización forzada, aumentando el segmento asalariado
residente, peonal y afuerino.

5
VALDES, X. et. al.; Masculino y femenino en la hacienda chilena del siglo XX, CEDEM, Santiago, 1995, p.
22. Para ampliar el tema con un estudio de caso BARAONA, R. et. al.; Valle de Putaendo. Estudio de estructura
agraria, Instituto de Geografía, Univ. De Chile, Santiago, 1961.
5

Inquilinos, estabilidad por docilidad

El reclutamiento de la fuerza de trabajo descansaba en buena medida en los inquilinos,


pues de ellos dependía la provisión de trabajadores voluntarios. ¿Qué es el inquilinaje?
Consistía en el arraigo de los trabajadores y sus familias dentro de la hacienda, recibiendo
formas de remuneración mixta, en dinero y regalías (porción de tierras, huerto, talajes, casa y
comida). El inquilino tenía derecho al usufructo de una casa familiar y ración de tierra en
potrero. Los inquilinos no estaban obligados a proporcionar otros trabajadores, aunque por lo
general sus familiares colaboraban en forma «voluntaria» en algunas labores de siembra o
cosecha dentro de la hacienda. En la zona de Bio Bío el régimen de inquilinaje se diferenciaba
del que regía en el centro del país ya que el inquilino no solía proporcionar más mano de obra
que la suya y no tenía la obligación de aportar peones a la hacienda. El sistema de inquilinaje
ofrecía a sus participantes una serie de beneficios, cuya pérdida se lamentaba mucho en un
contexto de permanente desocupación rural:
«a) un lugar donde habitar; b) una vivienda para la familia, aunque fuese deficiente; c)
tierras para proveer a las necesidades más elementales; d) un número de jornadas de
trabajo relativamente alto, aunque con baja remuneración; e) algún grado de estabilidad,
de seguridad; según la calidad del patrón y la intensidad y alcance del ambiente
paternalista de cada hacienda o fundo» 6
El inquilinaje parece mostrar especial presencia en todo el mundo
agrario, aunque está caracterizado por entrar en franco declive desde
mediados de este siglo. En la Araucanía era bastante menor el peso del
inquilinaje y la mediería en la composición de la mano de obra, al igual
que la porción de tierra cedida por los fundos con este fin. El trabajador
agrícola, en cambio, recibía su remuneración con una proporción mayor de
regalías. La regalía no se solía dar en forma de potrero de tierra o en talaje
como en el Chile central, sino que se brindaba una casa con cerco y cierta
cantidad de productos agrícolas, como trigo, papas y leña. Desde 1930 se
observa un paulatino proceso de desinquilinización: disminuye el número
de familias con esa categoría y se reduce su participación en el total de la
población agrícola.
Inquilinos en la PEA agrícola nacional7
6
ORTEGA, E.; Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Cieplan,
Santiago de Chile, 1987, p. 73-4
7
A partir de datos de ORTEGA, E., op. cit.
6

1921 1930 1955 1965


81977 104.469 82.344 73.000
Inquilinos

La estructura piramidal sobre la que funcionaba el sistema hacendal permitía una cierta
movilidad social entre los trabajadores más hábiles y/o leales al patrón Se ha considerado que
la existencia de esa movilidad fue la que aseguró la estabilidad de los latifundios durante
buena parte del presente y el pasado siglo. 8 Los inquilinos mejor situados en la división social
del trabajo lograban desarrollar (sobre todo con los talajes) cierta capacidad de ahorro y
prosperidad. Esto se vio facilitado por alianzas matrimoniales con mujeres de familias de
pequeños propietarios. La acumulación y la posibilidad de convertirse en propietarios y
prosperar actuaban como poderosos estímulos que evitaban la rebeldía de los inquilinos.
Contar con una familia numerosa, colocar hijos en las medierías y hacerlos trabajar en las
propias raciones fue el soporte de la acumulación inquilina. De ahí que la familia numerosa
fuera una opción ineludible para cualquier inquilino que quisiera tener la posibilidad de
ascender en la escala social e independizarse.
Pero el inquilinaje distaba de ser un sistema que sólo le aseguraba tranquilidad, casa y
tierra a los particpantes. Era la columna vertebrla del sisema hacendal. Y la causa está en que
el inquilinaje y la mediería le otorgaban a los latifundistas la satisfacción de cuatro propósitos:
«a) tener atada a la explotación la mayor parte de la fuerza de trabajo que le era
necesaria; b) remunerar con especies abundantes y a bajo costo, evitando desembolsos
mayores en dinero; c) evitar la contratación en períodos muertos, mediante el expediente
de los voluntarios vinculados a la explotación que sólo eran ocupados según las
exigencias temporales del calendario de labores y mediante la contratación de afuerinos,
d) mantener un fuerte control social sobre familias arraigadas al fundo o hacienda por
generaciones» 9

Diversos estudios han demostrado la existencia del despotismo y el paternalismo como


rasgos distintivos de la conducta de los hacendados. Estos comportamientos se practicaban
tanto al interior de la casa como con respecto a los inquilinos. En caso de absentismo, el
cuerpo de empleados y personal de vigilancia se encargaba de practicarlo, con igual o mayor
nivel de despotismo:
«El aristócrata acampado solía mostrarse a la vez un trabajador infatigable y un
juerguista impenitente; era un marido enamorado y un padre amante, pero al

8
BENGOA, J.«Las Haciendas de Quilpué», en Proposiciones, Sur, Santiago, 1989.
9
ORTEGA, E., op. cit., p. 73
7

mismo tiempo derramaba su semilla por la comarca entera, engendrando


innumerables huachos. Tenía con sus trabajadores ternuras paternales un día y
arbitrarias violencias, mezquindades y sevicias al siguiente; ostentaba una
tosquedad brutal y disimulaba una fina apreciación de la poesía del campo, el
clima, los animales, las plantas».10
El despotismo y la arbitrariedad se hacían sentir descaradamente en las relaciones
sexuales establecidas con las hijas de los inquilinos, con o sin su consentimiento. Las mujeres
de los inquilinos no siempre pudieron ser protegidas por ellos frente a los abusos patronales,
debido a su condición servil y su papel subordinado. En las imágenes que las mujeres
desplegaban de ellas mismas destacaban el carácter arduo del trabajo desarrollado para llevar
adelante a la familia: cultivo de hortalizas, crianza y cuidado de animales, tejido, producción
textil y alfarera. Conocían el uso de hierbas para curación y actuaban como parteras. El
cotidiano estaba marcado por la violencia contra las mujeres y los niños. Es por eso que,
como sostiene Valdés, tanto en la literatura como en los textos autobiográficos, los inquilinos
aparecen como el estereotipo negativo de la masculinidad. Las imágenes que vemos dibujarse
sobre ellos tienen que ver con la sumisión, la docilidad y la dependencia del patrón. 11 Pero
junto con esta serie de referencias, aparecen otras que guardan relación con la fecundidad de
su trabajo, su tenacidad repetida por años en el gesto de labrar la tierra, la voluntad y la
tenacidad para progresar y la pertenencia a la gran familia de la hacienda. Esta serie de
creencias multiplica su efecto por el hecho de que el inquilinaje era por lo general una
relación hereditaria: se debe cumplir con los mismos ritos y trabajos que padres y abuelos. El
carácter cíclico del trabajo agrícola amplía su efecto por la reproducción familiar de las
relaciones, potenciando las imágenes y las actitudes de estabilidad, resistencia al cambio y
sumisión a la autoridad.

10
VALDÉS, X. et. al., op. cit., p. 56.
11
«Domesticados generación tras generación por patrones, curas y capataces, los inquilinos parecen no tener
escapatoria a un destino que los amarra a la tierra y a un patrón», Idem, p. 64.
8

Peones, inestabilidad por libertad

Pese a su multitudinaria presencia en la historia chilena, entiende Salazar, los peones


han quedado en la penumbra:
“Es como si el peonaje no hubiera sido más que una masa vagabunda marginal, sin
historicidad propia; o un mero apéndice de sectores laborales más impactantes a la
imaginación teórica o política de los observadores; o peor aun, un desaseado y vicioso
lumpen proletariat, alojado a presión dentro de los ´advares africanos´ y ´conventillos´
12
que, hacia 1870 o 1900 tanto escocían en la retina urbanística del patriciado”

Sin embargo, sostiene este prestigioso historiador, ya sea a través de la cooptación o la


represión, el peonaje constituyó el fundamento laboral sobre el que se apoyó la transición
chilena al capitalismo industrial:
“Y no es posible comprender históricamente el drama del campesinado sin considerar la
emergencia caudalosa del peonaje y su diáspora permanente. Ni es posible trazar con
precisión el perfil histórico del proletariado industrial sin el trasfondo masivo de la
frustración peonal” 13

Es con esta serie de premisas teóricas (y hasta políticas si se quiere) que hemos abordado
la compleja cuestión de los peones. Compleja por varias razones: su carácter invisible en los
censos dado que su clasificación va variando y, por su altísima movilidad laboral y física. Los
peones han recibido mucha menos atención que los inquilinos por parte de los historiadores y
el Estado. Ciertamente no han sido los niños mimados de la planificación e intervención
estatal en el agro. Su itinerancia y variaciones laborales lo convirtieron en un sujeto de
dificultosa aprehensión y con intereses volátiles e indefinidos. La variedad de labores y de
provincias donde lo vemos aparecer quizá haya actuado como un estímulo para multiplicar
sus nombres: roto, afuerino, suelto, gañan. En la pirámide hacendal, los afuerinos ocupaban
el último lugar: en las condiciones de vida, en la potencia de las vinculaciones con la hacienda
y en la lealtad expresada al patrón. Formaban una categoría de trabajadores que en tiempos de
cosecha permanecía en las haciendas y luego pernoctaba en los caminos, buscando otro
trabajo. A diferencia del trabajador voluntario y las familias de inquilinos, no residía en el
fundo. Sólo trabajaba en forma ocasional, gracias a un contrato convenido especialmente para

12
SALAZAR, G.; Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del
siglo XIX, Sur, Santiago, 1989 p. 145.
13
SALAZAR, G., op. cit., p. 145.
9

determinadas labores de temporada. Constituían la mayor parte de la mano de obra que se


tomaba en los períodos de máxima demanda, como la cosecha que se extendía entre diciembre
y abril, primero del trigo y luego la vid del Valle Central. Provenían en su mayoría de las
reducciones indígenas o de las áreas de agricultura minifundista, vecinas de las grandes
explotaciones. La mano de obra afuerina en el sur no era tan importante como en el resto del
país: sólo un 7.4% de las jornadas empleadas provenían de ese origen. 14 Pese a esta reducida
participación, había más estabilidad en el nivel de jornadas utilizadas dado que las labores
ganaderas requieren una fuerza laboral más uniforme a lo largo del año. La jornada de trabajo
se prolongaba más de 11 horas en el promedio anual (e incluso más horas durante el verano).
En las estaciones muertas, en los momentos en que no encontraba labor alguna, «se
arranchaba en las ciudades o se iba al monte, a esperar en casa de sus familiares pequeños
propietarios que nuevamente llegara el tiempo de trabajo».15
El peón afuerino se aferraba a la soltería, no poseía tierra ni familia que lo obligaran a una
morada fija y no solía reconocer a la prole que iba desperdigando en su andar por los caminos.
Amancebarse y sentar cabeza significaría dejar de ser un itinerante permanente. Migraba de
una hacienda a otra en busca de un jornal para sustentarse cada día y no tenía mucho prurito a
la hora de abandonar mujer, trabajo y disciplina. Las imágenes referidas a ellos tienen dos
facetas. Un grupo de imágenes lo presentan al peón como fuente de desorden e inmoralidad,
aunque por lo general practicadas con astucia. Es por eso que sobre ellos se oían
descripciones como las siguientes, provenientes de los latifundistas:
«Esta clase de huasos es sin duda mucho menos moral y laboriosa que la de los
inquilinos, y ella es la que de ordinario causa los desórdenes en las trillas, en las
chinganas y en las juntas de gentes que se forman en el bodegón de la hacienda» 16

De la misma manera que son vistos como vagos, malentretenidos y alborotadores por
parte de los patrones y los administradores, también se pueden encontrar lecturas más
románticas de los afuerinos, por lo general realizadas por los inquilinos. Estas
representaciones tienen que ver con la libertad de la que goza y la posibilidad de renunciar a
su labor cuando lo desea. Se admira la desobediencia ante la arbitrariedad patronal y la
posibilidad de deambular. Su voluntad, su libre albedrío lo transforman en un ideal para todos

14
ORTEGA, E., op. cit., p. 74
15
VALDÉS, X. et. al., op. cit., p. 22.
16
ATROPOS; «El inquilino. Su vida. Un siglo sin variaciones (1861-1966)», en Revista Mapocho, Biblioteca
Nacional, t. V, n° 23, vol 14, Edit. Universitaria, Santiago, 1966. Citado en VALDÉS, X., et. al, , p. 62.
10

los hombres ligados a la tierra, especialmente los inquilinos que no pueden renunciar a la
tierra. El afuerino vive de su trabajo y no está aferrado a ninguna tierra en particular.
La orientación del peonaje hacia la libertad genera la aparición de relaciones
esporádicas, producto de la itinerancia. Sus mujeres, en consecuencia, debieron organizar su
vida de tal modo de subsistir sin un hombre permanentemente al lado. De ahí la migración
femenina desde las áreas de minifundio hacia los trabajos urbanos de baja calificación, como
el servicio doméstico, la cocina y la prostitución.

Si los inquilinos nacían y morían dentro de las haciendas, los afuerinos eran el contacto
entre las haciendas y las ciudades, las minas y las salitreras. Comunicaban espacios y modos
de vida distintos al inquilinaje, posibilitando la emigración de los hijos de los inquilinos que
no eran absorbidos en el sistema hacendal. Estos peones errantes vagaban de norte a sur, del
salitre a las cosechas, de los oficios urbanos a obras de infraestructura, estigmatizados con la
denuncia de ser prisioneros de la vagancia y el alcohol.17
.

17
Por ejemplo véase la nota contra el consumo de alcohol en las cosechas, realizada por un hacendado, en el
diario El Esfuerzo, Villarrica, 14/2/48, p. 6.
11

Inquilinos y peones: rasgos de dos contrafiguras

El campo popular de la Araucanía está caracterizado por la extrema heterogeneidad


reinante. Si dejamos de lado a los hombres y mujeres de las ciudades y a los mapuche y sólo
nos concentramos en aquellos que vivían permanente en los fundos, el panorama no se
simplifica demasiado. Encontramos inquilinos, peones voluntarios, afuerinos, medieros,
hijueleros, aparceros, artesanos especializados (herreros, carpinteros, cocineros), etc. En est
trabajo hemos brindado una breve descripción de dos de estos actores: inquilinos y peones
afuerinos. Los hemos seleccionado en tanto parecen actuar como contrafiguras en varios
aspectos: vinculaciones con la hacienda, lealtad a la autoridad patronal, posibilidades de
acumulación, permanencia en un área geográfica y una actividad laboral, demanda de su
trabajo, resistencia a la disciplina, contracción al trabajo e imágenes desplegadas sobre su
accionar.
En efecto, hemos visto que el inquilino se encuentra estrechamente ligado a la tierra y
es sobre ella donde debe producir los bienes necesarios para la subsistencia familiar y la
hipotética acumulación que le permita la futura independencia. De ahí que deba establecer
una relación de sumisión frente a las arbitrariedades y las decisiones de patrones y
mayordomos. Debe soportar el maltrato, la violencia y el abuso sobre sí y sobre sus mujeres,
ya sean esposas o hijas. La lealtad acrítica al patrón y a su opción electoral (no olvidemos las
funciones políticas cumplidas por las haciendas, estupendamente descriptas por Bengoa 18) a la
vez que la pasividad se expresan como rasgos permanentes de la conducta de los inquilinos.
Es por eso que se van construyendo una serie de imaginarios que retratan al inquilino como
un sujeto absolutamente pasivo, sumiso y casi un títere de la voluntad de los hacendados.
Estas imágenes de docilidad se potencian por el carácter hereditario del inquilinaje y por la
naturaleza cíclica del trabajo agrícola. La regularidad de as tareas y su reproducción por
generaciones afianza la tendencia a la estabilidad, de por sí generada por la debilidad de la
posición del inquilino. Esta debilidad proviene del hecho de no ser propietario de la tierra que
cultiva y depender de la buena voluntad del hacendado para seguir haciéndolo y por no poseer
ninguna organización que los agrupe o defienda.
Es en la cohesión y la amplitud familiar donde el inquilino debe concentrar esfuerzos,
de manera tal de conseguir la suficiente mano de obra para conseguir buenos rindes en sus
sementeras. La permanencia de los vínculos familiares y la renovación del contrato de

18
Bengoa, J. Historia social de la agricultura chilena, tomo I, Sur, Santiago, 1988.
12

inquilinaje se tornan las prioridades económicas excluyentes. Los inquilinos no cuentan con la
posibilidad que posee el afuerino de abandonar su trabajo en cualquier momento: tienen
familia y tienen inversiones realizadas y no pueden salir a probar suerte a los caminos. En
efecto, dado que poseen muchos bienes para perder (el trabajo de años, el derecho al usufructo
de tierra y talajes, una habitación y un trabajo estable aunque mal pago) es que los inquilinos
se tornan un reaseguro de tranquilidad social para los hacendados. No es entonces difícil
entender por qué fue tan fuerte la resistencia hacendal al desmantelamiento de esta relación
laboral, dominante en todo el agro chileno hasta la descomposición del modelo latifundista en
los ´60 con los programas de Reforma Agraria.
Por el contrario, los peones aparecen en posiciones bastante diferentes con respecto a
los inquilinos. Su sustento no está en la tierra sino en la venta de su trabajo, cualquiera sea
éste. La variedad de tareas y de lugares recorridos nos habla de la ausencia de rasgos fijos en
su comportamiento, salvo el deambular. Y la soltería (o al menos el desconocimiento de los
compromisos e hijos desperdigados) se torna una condición necesaria de la itinerancia peonal.
Cualquier lazo, ya sea laboral, familiar o afectivo, atenta contra la posibilidad de la
trashumancia. Y esta falta de vínculos con el entorno laboral es lo que le brinda una fuerte
sensación de libertad que lo lleva a resistir las arbitrariedades patronales y a abandonar las
tareas cuando lo estima conveniente. No tiene nada que perder y nada lo ata a alguna labor o
hacienda en particular. El afuerino es más libre para responder a la arbitrariedad y la violencia
hacendal: puede conseguir otro trabajo y no tiene necesidad de resguardar inversiones en
dinero y trabajo realizadas sobre la tierra. Nos permitimos hacer nuestra la referencia de
Romero, realizada para un período anterior al que aquí nos interesa, pero referida al mismo
sujeto social:
“Falto de arraigo ocupacional, el gañan está presto a ir de aquí para allá, buscando un
trabajo o una diversión, empujado por una enfermedad y aprovechando el ferrocarril para
multiplicar su capacidad de movilización” 19
He aquí algunas de las paradojas o las opciones a las que se enfrentaban los sectores
populares rurales de la Araucanía, y en general del agro chileno: la posibilidad de progresar a
través de la acumulación y el ahorro pero al costo de sufrir permanentemente el acoso y la
arbitrariedad, el abuso y la prepotencia. O por el contrario, convertirse en un peón itinerante,
sin estabilidad familiar, laboral y geográfica, pero con la posibilidad de renunciar a su trabajo
y de no reprimir sus explosiones de ira y odio social por miedo a perder algo.

19
Romero, L. A., ¿Qué hacer con los pobres?, Sudamericana, Bs. As., 1995, p. 94.

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