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En el moderno sector del enclave, que se describe con mayor detalle más adelante, los
trabajadores reunidos en las plantaciones grandes ya se habían organizado en sindicatos antes de
la primera guerra mundial, y luego formaron partidos políticos para luchar por mejores
condiciones de trabajo y salarios más altos.
En las zonas interiores y más tradicionales, la resistencia y las revueltas acostumbraban a ser la
respuesta a la expansión de las haciendas a expensas de las tierras de los poblados, o a los
intentos de reformar las haciendas que pretendían proletarizar al campesinado interno, y a
menudo cobraban la forma de una guerra de castas localizada.
Las condiciones que llevaron a la Revolución de Zapata explican, en mayor o menor grado, la
mayoría de las revueltas campesinas que hubo en el período que nos ocupa. Tienen sus raíces en
la relación de propiedad entre terrateniente y trabajador, una relación que se hizo cada vez más
conflictiva después de 1870.
El papel del Estado liberal
si bien es indudable que el Estado era el brazo de la clase dominante, generalmente era un brazo
débil y las relaciones sociales en el campo dependían en gran medida de la conciliación y la
componenda. Así pues, el control efectivo que los terratenientes ejercían sobre los trabajadores
rurales, especialmente en las regiones remotas, era limitado.
La unión de los terratenientes y el Estado puede verse en los impuestos rurales. En
Hispanoamérica era frecuente que a los terratenientes se les permitiera recaudar los impuestos
campesinos por cuenta del Estado.
En Chile, el Estado estudiaba la conveniencia de cobrarles un impuesto a los pequeños
campesinos, pero decidió no hacerlo cuando se vio claramente que el coste de su recaudación
sería mayor que los ingresos generados por los minifundios empobrecidos. Sólo las propiedades
de extensión bastante grande estaban sujetas al impuesto; el resto de la clase baja rural pagaba un
impuesto del timbre y una serie de pequeños impuestos municipales.
Incluso en el decenio de 1920, cuando la hegemonía de los terratenientes en las zonas rurales se
estaba desmoronando, la asociación del Estado con ellos puede verse en la imposición del deber
de trabajar en la construcción de carreteras en Guatemala y Perú.
No cabe duda alguna de que la asistencia más importante que el Estado ofrecía a la clase
terrateniente consistía en transferir propiedades eclesiásticas a manos privadas. Además de
inmensas extensiones de tierras desocupadas adquiridas por individuos mediante contratos de
agrimensura o recuperación, la venta de millones de áreas de tierra de la Iglesia dio origen a un
crecimiento y una consolidación enormes de las mayores haciendas, que al finalizar el siglo
llegaron a ejercer una hegemonía rural mucho mayor que durante los siglos de feudalismo
colonial.
Aparte de transferir tierra eclesiástica al sector privado, el Estado liberal también emprendió la
tarea de liberar a los terratenientes de las antiguas cargas de deudas clericales.
La Iglesia, y en definitiva las clases populares que dependían de los servicios sociales de ésta,
fueron las víctimas de la política liberal, mientras que la clase de terratenientes disfrutaba de una
tremenda ganancia de capital y reducía los costes generales fijos.
EL MODERNO SECTOR DEL ENCLAVE
Hasta ahora nos hemos ocupado de lo que, para entendernos, podríamos denominar «la sociedad
tradicional o insular de la hacienda-comunidad pueblenna» de Mesoamérica y las tierras altas de
los Andes, así como de los cambios causados por la política liberal durante un período de
crecimiento, tanto de los mercados internos como de la población.
Las nuevas industrias agrarias se movían a un ritmo diferente. Los trabajadores se requerían según
el programa y tenían que trabajar ininterrumpidamente y no en ráfagas cortas seguidas de
«juergas»; tampoco se les podía permitir que volvieran a su poblado y a su familia para cuidar su
propia tierra.
Este mercado nuevo, impulsado por la demanda europea y por una revolución en los transportes
que permitía a estos rincones lejanos competir a escala mundial, cayó de repente sobre una
población rural que, aunque numerosa y sin duda acostumbrada al trabajo arduo, no estaba
preparada para la disciplina que ahora se esperaba de ella. Para una población rural habituada a
trabajar cuando el clima lo permitía y la naturaleza lo exigía, se instalaron ahora el cronómetro, los
relojes y las campanillas. En 1916, un trabajador de los ferrocarriles de Cerro de Pasco fue multado
y maltratado por su capataz por haber llegado con un minuto de retraso.
La caña de azúcar se cultivaba en la costa del norte de Perú desde el siglo xvi, y hasta 1850 la
población activa de allí consistió en esclavos negros. En la primera etapa posterior a la abolición de
la esclavitud, los plantadores contrataron a unos cuantos negros libres, escogidos entre los
pequeños campesinos independientes de la costa, intentaron atraer a trabajadores de la
población, en gran parte mestiza, de la sierra de Cajamarca, pero acabaron importando unos
88.000 chinos (y 170 chinas) en los años anteriores a 1874. La necesidad de buscar trabajadores en
la otra orilla del Pacífico, a más de 11.000 kilómetros de distancia, así como de pagarles el pasaje,
es una prueba elocuente de lo difícil que resultaba adquirir trabajadores locales.
A menudo la población local tenía otra fuente de ingresos: la tierra, la pesca o las manufacturas
artesanales; los chinos, una vez libres de la obligación del contrato, tendían a dejar el trabajo en
las plantaciones para dedicarse al comercio y al intercambio en pequeña escala.
Es fácil imaginar los abusos que permitía un sistema así. A veces los peones que no conocían la
forma de actuar de los contratistas poco escrupulosos eran alentados a aceptar el trabajo por
medio de la bebida o firmaban el contrato estando literalmente borrachos; y, una vez en la costa,
era fácil que fueran acumulando más deudas en concepto de alimentos o artículos obtenidos en el
almacén de la plantación, lo cual prolongaba el tiempo que necesitaban para amortizar el primer
adelanto. La injusticia y el abuso del enganche han sido muy documentados, y muchos
observadores han insistido en que era un sistema de trabajo cruel y brutal, a menudo forzado.
en el decenio de 1940, ya no hablamos de una fuerza laboral precapitalista y migratoria, sino de
un verdadero proletariado rural, organizado en sindicatos y partidos políticos, que ha cortado sus
vínculos con la tierra y ha aceptado, de forma más o menos completa, la disciplina de la industria
rural.
Para las regiones del interior, la reducción de las tierras de los poblados y el incremento
demográfico permitieron a los hacendados sacarles mayor plusvalía a los trabajadores; en el sector
moderno, los propietarios de plantaciones y sus agentes ajustaban la forma del incentivo
económico para atraer a un campesinado precapitalista, y en el curso de una generación formaron
un proletariado rural asalariado.
LA PERIFERIA
En las regiones que constituían la periferia de los centros principales de Hispanoamérica —por
ejemplo, las fuentes del Amazonas, la Araucanía chilena, Yucután o el lejano noroeste de México—
había pueblos enteros que en 1870 aún no habían sido introducidos en la economía nacional o que
ni siquiera habían sido «pacificados»;
En estas zonas, la irrupción del capitalismo liberal fue un presagio de perdición para tales pueblos.
En el sur de Chile, los araucanos, que se habían resistido a los incas, los españoles y los chilenos
durante más de cuatrocientos años, no pudieron hacer lo propio con el ferrocarril y los rifles de
repetición que trajeron los que veían en las fértiles tierras de Cautín la oportunidad de
beneficiarse del comercio internacional de cereales. En unos pocos años, a partir del decenio de
1880, los araucanos se vieron confinados en reservas o convertidos en colonos restringidos en los
recién formados fundos de esta región.
CONCLUSIÓN
Durante sesenta años a partir de 1870, la población rural de Hispanoamérica probablemente
experimentó un cambio mayor El motor del cambio después de 1870 no fue la súbita intrusión del
conquistador y de la peste, sino más bien el crecimiento inexorable del mercado y de la población.
Durante el último tercio del siglo xix, la pauta de construcción de ferrocarriles, la creación y la
profesionalización de ejércitos centralizados, la mayor consolidación de la administración política
central y la ascensión de los bancos y las agencias de crédito garantizaron la hegemonía urbana
sobre el campo.
Durante la mayor parte del período que nos ocupa, los terratenientes ejercieron una influencia
dominante en la política y, después incluso de la aparición de la industria y de un sector de
servicios urbanos, pudieron forjar alianzas políticas con el proletariado y las clases medias urbanas
para garantizar que el campo, desprovisto de organización y poder, soportaría la carga principal
del desarrollo capitalista.