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Arnold Bauen

Capítulo 5 LA HISPANOAMÉRICA RURAL, 1870-1930


LA HISPANOAMÉRICA RURAL, C. 1870
todas estas zonas, grandes fincas privadas (haciendas), comunidades campesinas de pueblo.
número bastante reducido pero económicamente importante de personas rurales eran
agricultores pequeños y medianos.
Los elementos fundamentales eran las grandes fincas particulares, llamadas generalmente
«haciendas», y las comunidades de pequeños campesinos.
Las haciendas coexistían y coincidían con poblados y asentamientos de colonizadores intrusos, con
los que sostenían riñas continuas, que a veces daban pie a brotes de violencia por cuestiones de
límites y derechos de aguas.
El panorama que surge de ella es el de una organización agraria que miraba en dos sentidos: hacia
adelante, en dirección a la economía de mercado de las poblaciones y ciudades locales;
y hacia atrás, en dirección a una fuerza laboral que a menudo todavía era atraída y regulada con
relaciones precapitalistas.
Había un mercado de tierras libre y activo. Las haciendas cambiaban de propietario con
sorprendente frecuencia y existía un proceso continuo de subdivisión y amalgamamiento.
En este paisaje rural que constituía una zona central había gran variedad de comunidades
campesinas interrelacionadas con la gran hacienda e inevitablemente opuestas a ella.
A pesar de la tendencia a anteponer la etiqueta de «indígena» o «india», en el decenio de 1870, en
realidad, ya se habla de una comunidad campesina híbrida, basada en la posesión legal de la tierra,
el cultivo principalmente de plantas del país, la producción y venta de artículos fabricados a mano
y un alto grado de autonomía política.
En este período, primero le tocó el turno a la comunidad cuando los paladines del desarrollo
capitalista liberal procuraron separar a los comuneros de sus medios de subsistencia, al mismo
tiempo que transformaban las relaciones personales en relaciones contractuales.
La tercera clase general de paisaje rural era el dominado por la gran hacienda donde ni los
pequeños propietarios ni la comunidad campesina ofrecían oposición política ni competían por los
recursos.
Las haciendas del centro de Chile estaban organizadas de modo parecido, pero eran más
pequeñas, y tenían una población permanente mucho más densa debido a que el suelo y el riego
eran mejores.
Andando el tiempo, se formaron asentamientos de colonos intrusos en los intersticios ignotos del
campo; en otros casos, se formaban poblados dependientes en la propia hacienda. Gracias a ellos
y, a veces, a los trabajadores migratorios, la hacienda contaba con una reserva de trabajadores
temporeros cuando el mercado justificaba que se hicieran cambios o se aumentase la producción.
la hacienda era el eslabón entre la ciudad y el campo, y dominaba eficazmente a la masa de
habitantes rurales.
LA ESTRUCTURA DE CLASES AGRARIA Y EL CRECIMIENTO ECONÓMICO DESPUÉS DE 1870
no cabe duda de la importancia del crecimiento del comercio resultante de la urbanización y la
demanda de productos agrícolas generados por diversos enclaves exportadores, desde minas de
cobre hasta plantaciones de plátanos.
En segundo lugar, la interpretación debe tener en cuenta la población o, más específicamente,
el número de trabajadores rurales reales o en potencia.
Una manifestación de la paradoja del crecimiento demográfico en Hispanoamérica es el perenne
lamento de los terratenientes en torno a la «escasez de brazos» en una época de crecimiento
demográfico ininterrumpido. El tercer elemento es el papel del Estado en lo que respecta a
facilitar el marco político y judicial dentro del cual el cambio agrario se producía, y a condicionar el
curso del desarrollo.
Sistemas de trabajo rural
En 1870 dos categorías principales de gente rural trabajaban en la hacienda hispanoamericana. La
primera eran los residentes permanentes, grupo que incluía a administradores, capataces,
escribientes y artesanos, junto con cierto número de colonos, que reciben los nombres de «peón
acasillado» en México, «concertado», «huasipunguero», «colono» y «yanacona» en los Andes, e
«inquilino» en Chile. A menudo los residentes permanentes eran aparceros o subarrendatarios
también, aunque éstos podían salir de entre los pequeños propietarios industriosos y otros
terratenientes. El segundo componente principal de la mano de obra de la hacienda eran los
trabajadores estacionales salidos de las propias familias residentes, de comunidades próximas
cuando las había y de grupos de colonos intrusos o migrantes cuando no las había.
Un objetivo principal de la hacienda era vender sus propios productos por dinero en el mercado,
pero, al mismo tiempo, pagar lo menos posible en efectivo. el almacén pretendía sacar un
beneficio,
El otro grupo principal de trabajadores de las haciendas lo formaban los peones estacionales, que
eran contratados por días o por semanas en las épocas de mayor necesidad de mano de obra.
Desde el punto de vista del terrateniente, la situación ideal era disponer, para períodos específicos
del año, de un gran número de hombres y mujeres dignos de confianza, a los que bastara avisar
con unos días de antelación para que trabajasen por poco dinero durante exactamente los días
que hiciesen falta, tras lo cual se irían de la hacienda sin pedir sustento ni ayudas económicas para
la estación muerta.
El salario de los trabajadores estacionales se calculaba en dinero y a menudo se pagaba
igualmente en dinero, pero también en este caso no existía un mercado de trabajo con todas las
de la ley. A juzgar por los datos escasos y las series incompletas de que disponemos, diríase que en
el decenio de 1870 tanto el patrono como el trabajador se encontraban en trance de aprender las
reglas del juego en lo que a la mano de obra asalariada se refiere.
El supuesto que subyacía en estas fiestas y también en la mano de obra asalariada era que un
hombre no trabajaba a menos que el hambre le empujase, que la calidad del trabajo era la misma
con independencia del salario y que, una vez satisfecha la necesidad inmediata, el trabajador huía
del trabajo o dejaba su empleo.
La dimensión demográfica es obviamente importante para comprender las formas de trabajo rural
y los salarios reales estáticos e incluso menguantes durante un período —después de 1870— de
mayor producción agrícola; pero la densidad demográfica absoluta no es en sí misma una
explicación suficiente, aunque desplaza la ventaja hacia los que controlan la tierra. Una vez más la
explicación más completa se encuentra en la relación de las personas rurales con la tierra y entre
ellas.
El mayor número de trabajadores estacionales se contrataba entre las comunidades cercanas de
pequeños campesinos o agricultores independientes. Tenían sus propios programas de siembra y
recolección que, naturalmente, coincidían con los de la hacienda.
Más entrado el siglo, al crecer el mercado, pero antes del asalto masivo contra la tierra de los
pueblos, la paradoja se daba en todas partes; había muchísima gente, pese a lo cual los
terratenientes se lamentaban constantemente de la escasez de brazos.
Cuando los ferrocarriles y los compradores al por mayor crearon plazos de entrega, los
terratenientes se mostraron menos dispuestos a tolerar conflictos entre sus propios programas de
siembra y recolección y los de los campesinos, así como a tolerar el ausentismo y la vagancia, pero
seguían siendo reacios a pagar un salario suficiente para atraerse a una fuerza laboral constante.
El desarrollo liberal: actitudes y política
los terratenientes de todas partes empezaron a incrementar la obligación laboral que pesaba
sobre ese sector de la clase baja rural, cuya tenencia era precaria y tenía mucho que perder: los
colonos. A partir de 1870 a los inquilinos de Chile se les exigió que proporcionaran dos e incluso
tres jornaleros de sus unidades domésticas a los que la hacienda luego pagaba el salario normal. Al
aumentar las exigencias laborales que hacían a los trabajadores residentes, los terratenientes
trataban de convertir a los colonos en agentes de contratación de mano de obra y a hacerles
responsables del cumplimiento, sistema que a menudo estaba lleno de incertidumbre y de
interminable regateo.
En otras regiones, nuevas oportunidades de mercado alentaron a los terratenientes a cultivar más
tierras o a cercar los pastos, y en esos casos tenía poco sentido instalar más residentes, que
ocuparían espacio y permanecerían allí todo el año.
Al mismo tiempo que se expulsaba a los colonos sobrantes, los que se quedaban —es decir,
aquellos a los que se juzgaba más leales y laboriosos— formaban un grupo privilegiado en el
campo.
De los muchos cambios profundos que tuvieron lugar en la Hispanoamérica rural después de 1870,
el que más ha llamado la atención ha sido el ataque contra los poblados comunales y la absorción
de sus tierras por parte de las grandes haciendas.
Pero en las zonas nuclearias donde un verdadero campesinado de pueblo había existido «desde
tiempo inmemorial» y la gente mostraba una fuerte inclinación a permanecer apegada a la tierra,
el efecto de la absorción de tierra de los poblados no fue borrar éstos por completo y trasladar sus
habitantes a las haciendas.
Otro elemento de la renta campesina era la industria doméstica. Hasta mediados del siglo xix, los
aranceles, fuente principal de finanzas para el Estado, habían brindado cierta protección a los
hilanderos y tejedores locales, a los fabricantes de sombreros y a los de sandalias, así como a otros
tipos de producción basta.
las reducciones de los aranceles y la penetración de los ferrocarriles permitieron a las
importaciones competir con los productores locales y luego eliminarlos. En Santander, Colombia,
que durante mucho tiempo fue un próspero centro de producción artesanal, las sombrereras, las
veleras y las tejedoras se quedaron sin trabajo después de 1870.
El crecimiento de la producción agrícola, situada más o menos en el mismo nivel de tecnología
entonces, no tuvo el efecto que cabría esperar en un verdadero modelo de mercado. Esto lo
explica, en parte, la mayor productividad de la mano de obra, resultante de la imposición de mejor
organización, mayor disciplina, horarios más largos y más días y semanas de trabajo al año.
En Hispanoamérica se ha dado por sentado durante mucho tiempo que el sistema de remisión de
deudas por el trabajo proporcionaba a los terratenientes el mecanismo para controlar a los
obreros mucho después de que se abolieran las instituciones oficiales de la esclavitud, la
encomienda y la hacendera.
Resistencia y revueltas

En el moderno sector del enclave, que se describe con mayor detalle más adelante, los
trabajadores reunidos en las plantaciones grandes ya se habían organizado en sindicatos antes de
la primera guerra mundial, y luego formaron partidos políticos para luchar por mejores
condiciones de trabajo y salarios más altos.
En las zonas interiores y más tradicionales, la resistencia y las revueltas acostumbraban a ser la
respuesta a la expansión de las haciendas a expensas de las tierras de los poblados, o a los
intentos de reformar las haciendas que pretendían proletarizar al campesinado interno, y a
menudo cobraban la forma de una guerra de castas localizada.
Las condiciones que llevaron a la Revolución de Zapata explican, en mayor o menor grado, la
mayoría de las revueltas campesinas que hubo en el período que nos ocupa. Tienen sus raíces en
la relación de propiedad entre terrateniente y trabajador, una relación que se hizo cada vez más
conflictiva después de 1870.
El papel del Estado liberal
si bien es indudable que el Estado era el brazo de la clase dominante, generalmente era un brazo
débil y las relaciones sociales en el campo dependían en gran medida de la conciliación y la
componenda. Así pues, el control efectivo que los terratenientes ejercían sobre los trabajadores
rurales, especialmente en las regiones remotas, era limitado.
La unión de los terratenientes y el Estado puede verse en los impuestos rurales. En
Hispanoamérica era frecuente que a los terratenientes se les permitiera recaudar los impuestos
campesinos por cuenta del Estado.
En Chile, el Estado estudiaba la conveniencia de cobrarles un impuesto a los pequeños
campesinos, pero decidió no hacerlo cuando se vio claramente que el coste de su recaudación
sería mayor que los ingresos generados por los minifundios empobrecidos. Sólo las propiedades
de extensión bastante grande estaban sujetas al impuesto; el resto de la clase baja rural pagaba un
impuesto del timbre y una serie de pequeños impuestos municipales.
Incluso en el decenio de 1920, cuando la hegemonía de los terratenientes en las zonas rurales se
estaba desmoronando, la asociación del Estado con ellos puede verse en la imposición del deber
de trabajar en la construcción de carreteras en Guatemala y Perú.
No cabe duda alguna de que la asistencia más importante que el Estado ofrecía a la clase
terrateniente consistía en transferir propiedades eclesiásticas a manos privadas. Además de
inmensas extensiones de tierras desocupadas adquiridas por individuos mediante contratos de
agrimensura o recuperación, la venta de millones de áreas de tierra de la Iglesia dio origen a un
crecimiento y una consolidación enormes de las mayores haciendas, que al finalizar el siglo
llegaron a ejercer una hegemonía rural mucho mayor que durante los siglos de feudalismo
colonial.
Aparte de transferir tierra eclesiástica al sector privado, el Estado liberal también emprendió la
tarea de liberar a los terratenientes de las antiguas cargas de deudas clericales.
La Iglesia, y en definitiva las clases populares que dependían de los servicios sociales de ésta,
fueron las víctimas de la política liberal, mientras que la clase de terratenientes disfrutaba de una
tremenda ganancia de capital y reducía los costes generales fijos.
EL MODERNO SECTOR DEL ENCLAVE
Hasta ahora nos hemos ocupado de lo que, para entendernos, podríamos denominar «la sociedad
tradicional o insular de la hacienda-comunidad pueblenna» de Mesoamérica y las tierras altas de
los Andes, así como de los cambios causados por la política liberal durante un período de
crecimiento, tanto de los mercados internos como de la población.
Las nuevas industrias agrarias se movían a un ritmo diferente. Los trabajadores se requerían según
el programa y tenían que trabajar ininterrumpidamente y no en ráfagas cortas seguidas de
«juergas»; tampoco se les podía permitir que volvieran a su poblado y a su familia para cuidar su
propia tierra.
Este mercado nuevo, impulsado por la demanda europea y por una revolución en los transportes
que permitía a estos rincones lejanos competir a escala mundial, cayó de repente sobre una
población rural que, aunque numerosa y sin duda acostumbrada al trabajo arduo, no estaba
preparada para la disciplina que ahora se esperaba de ella. Para una población rural habituada a
trabajar cuando el clima lo permitía y la naturaleza lo exigía, se instalaron ahora el cronómetro, los
relojes y las campanillas. En 1916, un trabajador de los ferrocarriles de Cerro de Pasco fue multado
y maltratado por su capataz por haber llegado con un minuto de retraso.
La caña de azúcar se cultivaba en la costa del norte de Perú desde el siglo xvi, y hasta 1850 la
población activa de allí consistió en esclavos negros. En la primera etapa posterior a la abolición de
la esclavitud, los plantadores contrataron a unos cuantos negros libres, escogidos entre los
pequeños campesinos independientes de la costa, intentaron atraer a trabajadores de la
población, en gran parte mestiza, de la sierra de Cajamarca, pero acabaron importando unos
88.000 chinos (y 170 chinas) en los años anteriores a 1874. La necesidad de buscar trabajadores en
la otra orilla del Pacífico, a más de 11.000 kilómetros de distancia, así como de pagarles el pasaje,
es una prueba elocuente de lo difícil que resultaba adquirir trabajadores locales.
A menudo la población local tenía otra fuente de ingresos: la tierra, la pesca o las manufacturas
artesanales; los chinos, una vez libres de la obligación del contrato, tendían a dejar el trabajo en
las plantaciones para dedicarse al comercio y al intercambio en pequeña escala.
Es fácil imaginar los abusos que permitía un sistema así. A veces los peones que no conocían la
forma de actuar de los contratistas poco escrupulosos eran alentados a aceptar el trabajo por
medio de la bebida o firmaban el contrato estando literalmente borrachos; y, una vez en la costa,
era fácil que fueran acumulando más deudas en concepto de alimentos o artículos obtenidos en el
almacén de la plantación, lo cual prolongaba el tiempo que necesitaban para amortizar el primer
adelanto. La injusticia y el abuso del enganche han sido muy documentados, y muchos
observadores han insistido en que era un sistema de trabajo cruel y brutal, a menudo forzado.
en el decenio de 1940, ya no hablamos de una fuerza laboral precapitalista y migratoria, sino de
un verdadero proletariado rural, organizado en sindicatos y partidos políticos, que ha cortado sus
vínculos con la tierra y ha aceptado, de forma más o menos completa, la disciplina de la industria
rural.
Para las regiones del interior, la reducción de las tierras de los poblados y el incremento
demográfico permitieron a los hacendados sacarles mayor plusvalía a los trabajadores; en el sector
moderno, los propietarios de plantaciones y sus agentes ajustaban la forma del incentivo
económico para atraer a un campesinado precapitalista, y en el curso de una generación formaron
un proletariado rural asalariado.
LA PERIFERIA
En las regiones que constituían la periferia de los centros principales de Hispanoamérica —por
ejemplo, las fuentes del Amazonas, la Araucanía chilena, Yucután o el lejano noroeste de México—
había pueblos enteros que en 1870 aún no habían sido introducidos en la economía nacional o que
ni siquiera habían sido «pacificados»;
En estas zonas, la irrupción del capitalismo liberal fue un presagio de perdición para tales pueblos.
En el sur de Chile, los araucanos, que se habían resistido a los incas, los españoles y los chilenos
durante más de cuatrocientos años, no pudieron hacer lo propio con el ferrocarril y los rifles de
repetición que trajeron los que veían en las fértiles tierras de Cautín la oportunidad de
beneficiarse del comercio internacional de cereales. En unos pocos años, a partir del decenio de
1880, los araucanos se vieron confinados en reservas o convertidos en colonos restringidos en los
recién formados fundos de esta región.
CONCLUSIÓN
Durante sesenta años a partir de 1870, la población rural de Hispanoamérica probablemente
experimentó un cambio mayor El motor del cambio después de 1870 no fue la súbita intrusión del
conquistador y de la peste, sino más bien el crecimiento inexorable del mercado y de la población.
Durante el último tercio del siglo xix, la pauta de construcción de ferrocarriles, la creación y la
profesionalización de ejércitos centralizados, la mayor consolidación de la administración política
central y la ascensión de los bancos y las agencias de crédito garantizaron la hegemonía urbana
sobre el campo.
Durante la mayor parte del período que nos ocupa, los terratenientes ejercieron una influencia
dominante en la política y, después incluso de la aparición de la industria y de un sector de
servicios urbanos, pudieron forjar alianzas políticas con el proletariado y las clases medias urbanas
para garantizar que el campo, desprovisto de organización y poder, soportaría la carga principal
del desarrollo capitalista.

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