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1

Perros de monte

Para la vida un de u cazador de monte, nada le es indispensable en su rancho.


Puede no tener gallinas, ni vacas, ni siquiera qué comer. Lo único que necesita son
perros
Sentados a la vista
del fuego, en verano, o
arrollados alrededor del
fogón, en invierno, se ven
siempre cuatro o cinco
perros en el rancho de un
cazador de monte.
Están flacos como
esqueletos y, al
levantarse, se tambalean,
como si sufrieran de las
caderas. Nada anuncia en
esos perrros su gloriosa
calidad de cazadores de
tigres Siempre están
reumáticos, siempre se
hallan tristes y huraños.
Parece imposible, al
verlos, que cazar siquiera
un miserable ratón

El destino de estos
perros, sin embargo, -es
perseguir a los tigres
hasta el fondo, mismo de
las malezas. Casi todos
mueren en tierra, entre las
garras del tigre, o en el
aire, adonde son lanzados
de una manotada de la
fiera, con las entrañas
abiertas.

Al menor apronte de
cacería en el rancho, ya
los perros reumáticos
están de pie, con los ojos
brillantes y ladrando
'Súbitamente, se transforman en lo que son de verdad: animales de inmenso valor,
de resistencia incalculable para correr un día entero tras el rastro de un animal.
(A veces, en plena corrida tras un ciervo o un tapir, los perros de monte se detienen
bruscamente; erizan los pelos del lomo, hunden el rabo entre las piernas y, lanzando
un lúgubre aullido, anuncian de este modo la pista fresca de un tigre. Los cazadores
acuden y desde este instante la cacería prosigue con infinitas precauciones.
De pronto, un ronco y largo bramido responde al aullido de los perros.
Es el tigre, que se ha detenido por fin en su fuga. Hay tigres valientes y tigres
cobardes. Los valientes esperan a los cazadores y sus perros, agazapados en lo más
profundo de la maleza. Los cobardes trepan a los árboles, donde esperan el ataque
Ya están los perros próximos al tigre que persiguen. ¿Qué destino es el suyo? ¿Les
espera una fiera dispuesta a vender muy cara su vida o un tigre cobarde agazapado
en la primera horqueta de un árbol?
2
De caza
Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo
sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche,
pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.
Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El
monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los
machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el
caraguatá tras de un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se
internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados.
Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de
un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, en seguida, los
ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió
la cabeza sin mirarme.
La corrida parecía acercarse, pero oblicuando a oeste. Cesaron un rato; y ya
habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo
en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla,
parapetados tras de un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una
posible y terrible piara, todo en uno.
Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el
animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.
He cazado algunas veces; sin embargo, el winchester me temblaba en las manos
con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por
otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas con más fijeza y
angustia que en esa ocasión.
La corrida estaba ya encima nuestro, cuando de pronto el ladrido cesó
bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes
fueron fuertes; pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos
asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; más, por lo menos, debía estar ya al
lado nuestro, con las llamadas de Juan-cito.
Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.
-No es Black -murmuré mirán dolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe,
exactamente como el anterior.
La cosa era un poco fuerte ya y, de golpe, nos estremecimos todos a la misma
idea. Esa madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros
del Palometa (era la primera vez que yo cazaba con él). Apenas uno de ellos siente los
perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o el de un anta,
gama o augará, si le es posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita
de golpe vida y ladrido. En seguida va al otro y así con todos. De modo que, al
anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres sicólogos. Lo
demás es cuestión de tiempo.
Lo que había pasado con nuestros perros era demasiado parecido a aquello para
que no se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos
aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero
lejos, un perro respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente.
Nuestra conciencia angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no
se cortara. Y otra vez el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba
aún otro, pero a ése no lo vimos nunca más.
Ya eran las cuatro, el
monte comenzaba a
oscurecerse.
Emprendimos el
mudo regreso a
nuestro campamento,
una toldería
abandonada, sobre el
estero del Palometa.
Anselmo, que fue a
dar agua a los
caballos, nos dijo que
en la orilla, a veinte
metros de nosotros,
había una cierva
muerta.
Nos acostamos
alrededor de la fogata,
precaución que
afirmaban la noche
fresca y los cuatro
perros muertos.
Juan-cito quedó de
guardia.
A las dos me
desperté. La noche
estaba oscura y
nublada. El monte
altísimo al lado
nuestro reforzaba la
oscuridad con su
masa negra. Me
incorporé en un codo
y miré a todos lados.
Anselmo dormía.
Juancito continuaba
sentado al lado del
fuego, alimentándolo
despacio. Miré otra
vez el monte
rumoroso y me dormí.
A la media hora me
desperté de golpe;
había sentido un
rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo;
estaba despierto, mirándome a su vez. Me volví a Juancito. -¿Toro? -le pregunté,
en una duda tan legítima como atormentadora. -Tigre. Nos levantamos y nos
sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué íbamos a hacer?
Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, -apretando el cigarrillo
entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, talvez, los mugidos
cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos. En la
espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un
vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que nos
llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.
Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en
dirección distinta, precipitados esta vez.
-Está sobre nuestro rastro -dijo Juancito. Bajamos la cabeza y no nos miramos
hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos,
dolorosos, ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de
angustia errante. Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa
noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el
cigarro, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y
estaba sobre nuestro rastro.
Una hora antes de amanecer, cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día,
nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas
arrugas. Yo debía estar lo mismo. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un
continuo desasosiego toda la noche.
Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.
Durante la hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado en silencio, por el
rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince
metros de nosotros. Esa indecisión -característica de todos modos en el tigre nos
salvó, pero comió la cierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había
acechado en silencio, nos sonreíamos, mirándonos; ya era de día, por lo menos.
3 El agutí y el ciervo
El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su
remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este
anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en
criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a
veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.
Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no
cazaba.
Una madrugada de
verano fui arrancado del
estudio de mis plantas por el
aullido de una jauría de
perros de caza que atronaban
el monte, muy cerca de casa.
Mi tentación fue grande, pues
yo sabía que los perros de
monte no aúllan sino cuando
han visto ya a la bestia que
persiguen al rastro.
Durante largo rato, logré
contenerme. Al fin no pude
más y, machete en mano, me
lancé tras el latir de la jauría.
En un instante estuve al lado
de los perros, que trataban en
vano de trepar a un árbol.
Dicho árbol tenía un hueco
que ascendía hasta las
primeras ramas y, aquí
dentro, se había refugiado un
animal.
Durante una hora busqué en
vano cómo alcanzar a la
bestia, que gruñía con
violencia. Al fin distinguí una
grieta en el tronco, por donde
vi una piel áspera y cerdosa.
Enloquecido por el ansia de la
caza y el ladrar sostenido de
los perros, que parecían
animarme, hundí por dos
veces el machete dentro del
árbol.
Volví a casa
profundamente disgustado de
mí mismo. En el instante de
matar a la bestia roncante, yo
sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más
inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el
ansia de la caza, como los cazadores.
Pasaron dos meses. En esa época nos regalaron un ciervito que apenas contaría
siete días de edad. Mi hija, aún niña, lo criaba con mamadera. En breve tiempo, el
ciervito aprendió a conocer las horas de su comida y surgía entonces del fondo de los
bambués a lamer el borde del delantal de mi chica, mientras gemía con honda y
penetrante dulzura. Era el mimado de casa y de todos nosotros. Nadie, en verdad, lo
ha merecido como él.
Tiempo después regresamos a Buenos Aires y trajimos al ciervito con nosotros. Lo
llamábamos Dick. Al llegar al chalet que tomamos en Vicente López, resbaló en el
piso de mosaico, con tan poca suerte que horas después rengueaba aún.
Muy abatido, fue a echarse entre el macizo de cañas de la quinta, que debían
recordarle vivamente sus selvosos bambúes de Misiones. Lo dejamos allí tranquilo,
pues el tejido de alambre alrededor de la quinta garantía su permanencia en casa.
Ese atardecer llovió, como había llovido persistentemente los días anteriores y,
cuando de noche regresé del centro, me dijeron en casa que el ciervito no estaba
más.
La sirvienta contó que, al caer la noche, creyeron sentir chillidos afuera. Inquietos,
mis chicos habían recorrido la quinta con la linterna eléctrica, sin hallar a Dick.
Nadie durmió en casa tranquilo esa noche. A la mañana siguiente, muy temprano,
seguía en la quinta el rastro de las pisadas del ciervito, que me llevaron hasta el
portón. Allí comprendí por dónde había escapado Dick, pues las puertas de hierro
ajustaban mal en su parte inferior. Afuera, en la vereda de tierra, las huellas de sus
uñas persistían durante un trecho, para perderse luego en el barro de la calle,
trilladísimo por el paso de las vacas.
La mañana era muy fría y lloviznaba. Hallé al lechero de casa, quien no había visto a
Dick. Fui hasta el almacén, con igual resultado. Miré, entonces, a todos lados en la
mañana desierta: nadie a quien pedir informes de nuestro ciervito.
Buscando a la ventura, lo hallé, por fin, tendido contra el alambrado de un terreno
baldío. Pero estaba muerto de dos balazos en la cabeza.
Es menester haber criado con extrema solicitud -hijo, animal o planta-para apreciar
el dolor de ver concluir en el barro de un callejón de pueblo a una dulce criatura de
monte, toda vida y esperanza. Había sido muerta de dos tiros en la cabeza. Y para
hacer esto se necesita...
Bruscamente me acordé de la interminable serie de dulces seres a quienes yo había
quitado la vida. Y recordé al agutí de tres meses atrás, tan inocente como nuestro
ciervito. Recordé mis cacerías de muchacho; me vi retratado en el chico de la
vecindad, que la noche anterior, a pesar de sus balidos, y ebrio de caza, le había
apoyado por dos veces en la frente su pistola matagatos.
Ese chico, como yo a su edad, también tenía el corazón de oro...
¡Ah! ¡Es cosa fácil quitar cachorros a sus madres! ¡Nada cuesta cortar bruscamente
su paz sin desconfianza, su tranquilo latir! Y cuando un chico animoso mata en la
noche a un ciervito, duele el corazón horriblemente, porque el ciervito es nuestro...
Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por primera vez en toda su hondura
lo que es apropiarse de una existencia. Y comprendí el valor de una vida ajena
cuando lloré su pérdida en el corazón
4
El cuendú
Existe en el nordeste de la república un animal curiosísimo con aspecto de
puerco espín y erizo a la vez, cubierto con ,larguísimas púas de sombría fama. Dícese de
él que, al ser atacado, lanza sus flechas contra su enemigo con la velocidad de una
bala, y esto desde ocho a diez metros. Dichas púas, según la misma popular
creencia, son venenosísimas
y no se pueden arrancar más
de la carne. A tal monstruo
se le llama cuendú.
Es animal bastante raro, que
apenas se encuentra una
que otra vez en lo más
sombrío del bosque.
Quiso la suerte un día que
un poblador me trajera un
cuendú recién cazado y que
estaba furiosísimo, según él.
El animal venía dentro de
una bolsa y la bolsa dentro
de un cajón de querosene.
Con gran dificultad, sacamos
al monstruo de su caja,
pues, erizado como estaba a
más no poder, resistíase,
apoyando sus mil púas
contra la tela, como otras
tantas palancas.
Logramos al fin arrancarlo
por su cola prensil y lo
colocamos en una jaula,
donde pude, por fin,
observarlo a mi sabor.
Lo más admirable de aquel
monstruo era la dulzura de
sus grandes ojos saltones;
dulzura de pobre ser
inofensivo y tímido, como lo
es en efecto el cuendú.
Cuando no se le asusta, mantiene adheridas al cuerpo sus larguísimas púas y parece
entonces que llevara a la rastra una gran capa verdosa de hilos longitudinales.
Pero, a la menor alarma, levanta sobre el cuero sus cerdas rígidas, dejando al
descubierto sobre el lomo una fina pelusa blanca. Pasada la inquietud, la capa cae
lentamente y el cuendú reanuda su pasito un tanto cojo.
Yo no estaba seguro de mantener vivo a mi cuendú, pues estos seres huraños
resístense a alimentarse en domesticidad.
No pasó así, por suerte, y al día siguiente de cazado le vi comer cáscaras de
naranjas y roer maíz, sentado sobre las patas traseras, sosteniendo delicadamente
con sus dos manos el grano de maíz, como un objeto precioso.
Llegó a conocerme en poco tiempo y se apoderaba de mi mano, dedo tras dedo,
con temerosa lentitud, para concluir siempre por llevarse un dedo a la boca, por ver
a qué sabía.
Como es un animal nocturno y la luz le ofende mucho, mi cuendú pasaba las
horas de gran sol de espaldas a la luz, frente a la pared del fondo de la jaula con la
cara entre las manos.
Permanecía en esa actitud de penitencia horas enteras sin moverse. Si nos
acercábamos al tejido de alambre, él se aproximaba a su vez, por ver qué le
llevábamos; pero, por poco que no tuviera apetito, tornaba silenciosamente a su
rincón a hacer penitencia.
Muchas veces lo vi, asimismo, de madrugada, dormir sentado sobre las patas
traseras en igual actitud, con las manos sobre los ojos. Para hacerle más llevadera su
cautividad, lo instalé en una glorieta cubierta, en compañía de dos halcones y una
urraca. Pero no pudo acostumbrarse ni a los saltos de la urraca ni a los chillidos de
los halcones.
Cuando tuve que venirme, pensé que mi cuendú no dejaría de ser interesante
en nuestro jardín zoológico, por su doble carácter de animal indígena y de monstruo
de leyenda. Trájelo conmigo y lo puse en manos de Onelli, entonces su director.
5

El tigre
Nunca vimos en los animales de casa orgullo mayor que el que sintió nuestra
gata cuando le dimos a amamantar una tigrecita recién nacida.
La olfateó largos minutos por todas partes, hasta volverla de vientre; y, por más
largo rato aún, la lamió, la alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la
fierecilla, que, comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semejaba un
trueno.
Desde ese instante y
durante los nueve días en
que la gata amamantó a la
fiera, no tuvo ojos más que
para aquella espléndida y
robusta hija llovida del
cielo.
Todo el campo
mamario pertenecía de
hecho y derecho a la
roncante princesa. A uno y
otro lado de sus tensas
patas, opuestas como
vallas infranqueables, los
gatitos legítimos aullaban
de hambre.
La tigre abrió, por fin, los
ojos y, desde ese
momento, entró a nuestro
cuidado. Pero, ¡qué
cuidado! Mamaderas enti-
biadas, dosificadas y
vigiladas con atención
extrema; imposibilidad
para incorporarnos
libremente, pues la
tigrecilla estaba siempre
entre nuestros pies.
Noches en vela, más tarde,
para atender los dolores
de vientre de nuestra
pupila, que se revolcaba
con atroces calambres y
sacudía las patas con una
violencia que parecía iba a
romperlas. Y, al final, sus
largos quejidos de extenuación, absolutamente humanos. Y los paños calientes; y
aquellos minutos de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales
no nos reconocía.
No es de extrañar, así, que la salvaje criatura sintiera por nosotros toda la
predilección que un animal siente por lo único que desde nacer se vio a su lado.
Nos seguía por los caminos, entre los perros y un coatí, ocupando siempre el
centro de la calle.
Caminaba con la cabeza baja, sin parecer ver a nadie, y menos todavía a los
peones, estupefactos ante su presencia bien insólita en una carretera pública.
Y, mientras los perros y el coatí se revolvían por las profundas cunetas del
camino, ella, la real fiera de dos meses, seguía gravemente a tres metros detrás de
nosotros, con su gran lazo celeste al cuello y sus ojos del mismo color.
Con los animales de presa se suscita, tarde o temprano, el problema de la
alimentación con carne viva. Nuestro problema, retardado por una constante
vigilancia, estalló un día, llevándose la vida de nuestra predilecta con él.
La joven tigre no comía sino carne cocida. Jamás había probado otra cosa. Aun
más; desdeñaba la carne cruda, según lo verificamos una y otra vez. Nunca le
notamos interés alguno por las ratas de campo que de noche cruzaban el patio y,
menos aún, por las gallinas, rodeadas entonces de pollos.
Una gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de
café con leche, sacó en esos días pollitos. Corno madre, era aquella gallina única; no
perdía jamás un pollo. La casa pues, estaba de parabienes.
Un mediodía de ésos oímos en el patio los estertores de agonía de nuestra
gallina, exactamente como si la estrangularan. Salté afuera y vi a nuestra tigre,
erizada y espumando sangre por la boca, prendida con garras y dientes del cuello de
la gallina.
Más nervioso de lo que yo hubiera querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello
y la arrojé rodando por el piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño.
Pero no tuve suerte. En un costado del mismo patio, entre dos palmeras, había
ese día una piedra. Jamás había estado allí. Era en casa un rígido dogma el que no
hubiera nunca piedras en el patio. Girando sobre sí misma, nuestra tigre alcanzó
hasta la piedra y golpeó contra ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así.
Dos horas después nuestra pupila moría. No fue esa tarde un día feliz para
nosotros.
Cuatro años más tarde, hallé entre los bambués de casa, pero no en el suelo,
sino a varios metros de altura, mi cuchillo de monte con que mis chicos habían
cavado la fosa para la tigrecita y que ellos habían olvidado de recoger después del
entierro.
Había quedado, sin duda, sujeto entre los gajos nacientes de algún pequeño
bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años, la caña había arrastrado mi cuchillo
hasta allá.
6
La serpiente de cascabel
La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas y a
muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de
modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que
la asiste .Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa,
hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La
serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre
no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.
Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día, un boyero me dijo que en el
hueco de un lapacho quemado -a media cuadra de casa- había una enorme. Fui a
verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo y la apreté todo
lo que pude contra el fondo de su hueco. En seguida sacudió el cascabel, se irguió y
tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía, sino a un punto
cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía
atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros.
Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente
gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.
Otra de las rarezas, en lo que se refiere a esta serpiente, es el ruido de su cascabel. A
pesar de las zoologías y los naturalistas más o menos de oídas, el ruido aquél no se
parece absolutamente al de un cascabel: es una vibración opaca y precipitada, muy
igual a la que produce un despertador cuya campanilla se aprieta con la mano o,
mejor aún, a un escape de cuerda de reloj. Esto del escape de cuerda suscita uno de
los porvenires más turbios que haya tenido y fue origen de la muerte de uno de mis
aguarás.
La cosa fue así: una tarde de
septiembre, en el interior del
Chaco, fui al arroyo a sacar algunas
vistas fotográficas. Hacía mucho
calor. El agua, tersa por la calma
del atardecer, reflejaba inmóviles
las palmeras. Llevaba en una mano
la maquinaria y en la otra el
winchester, pues los yacarés
comenzaban a revivir con la
primavera. Mi compañero llevaba el
machete.
El pajonal, quemado y maltrecho en
la orilla, facilitaba mi campaña
fotográfica. Me alejé buscando un
punto de vista, lo hallé y, al afirmar
el trípode, sentí un ruido estridente,
como el que producen en verano
ciertas langostitas verdes. Miré
alrededor: no hallé nada. El suelo
estaba ya bastante oscuro. Como el
ruido seguía, fijándome bien vi
detrás de mí, a un metro, una
tortuga enorme. Como me pareció
raro el ruido que hacía, me incliné sobre ella; no era tortuga sino una serpiente de
cascabel, a cuya cabeza levantada, pronta para morder, había acercado
curiosamente la cara.
Era la primera vez que veía tal animal y menos aún tenía idea de esa vibración seca,
a no ser el bonito cascabeleo que nos cuentan las Historias Naturales.
Di un salto atrás y le atravesé el cuello de un balazo. Mi compañero, lejos, me pre-
guntó a gritos qué era.
-¡Una víbora de cascabel! --grité a mi vez. Y un poco brutalmente seguí haciendo
fuego sobre ella hasta deshacerle la cabeza.
Yo tenía entonces ideas muy positivas sobre la bravura y acometidas de esa
culebra; si a esto se añade la sacudida que acababa de tener, se comprenderá mi
ensañamiento. Medía 1,60 metros, terminado en ocho cascabeles, es decir, ocho
piezas. Éste parece ser el número común, no obstante decirse que cada año el animal
adquiere un nuevo disco Mi compañero llegó: gozaba de un fuerte espanto tropical.
Atamos la serpiente al cañón del winchester y marchamos a casa. Ya era de noche.
La tendimos en el suelo y los peones, que vinieron a verla, me enteraron de lo
siguiente: si uno mata una víbora de cascabel, la compañera lo sigue a uno hasta
vengarse.
-Te sigue, che, patrón.
Los peones evitan por su parte esta dantesca persecución, no incurriendo casi
nunca en el agravio de matar víboras.
Fui a lavarme las manos. Mi compañero entró en el rancho a dejar la máquina en un
rincón y en seguida oí su voz.
-¿Qué tiene el obturador? -¿Qué cosa? -le respondí desde fuera.
-El obturador. Está dando vueltas el resorte.
Preste oído y sentí, como una pesadilla, la misma vibración estridente y seca
que acababa de oír en el arroyo.
-¡Cuidado! -le grité tirando el jabón--. ¡Es una víbora de cascabel! -Corrí porque
sabía de sobra que el animal cascabelea solamente cuando siente el enemigo al lado.
Pero ya mi compañero había tirado máquina y todo, y salía de adentro con los ojos de
fuera.
En esa época el rancho no estaba concluido y a guisa de pared habíamos recostado
contra la cumbrera sur dos o tres chapas de cinc. Entre éstas y el banco de
carpintero debía estar el animal. Ya no se movía más. Di una patada en el cinc y el
cascabel sonó de nuevo. Por dentro era imposible atacarla, pues el banco nos cerraba
el camino. Descolgué cautelosamente la escopeta del rincón oscuro, mi compañero
encendió el farol a viento y dimos vuelta al rancho. Hicimos saltar el puntal que
sostenía las chapas y éstas cayeron hacia atrás. Instantáneamente, sobre el fondo
oscuro, apareció la cabeza iluminada de la serpiente, en alto y mirándonos. Mi
compañero se colocó detrás mí, con el farol alzado para poder apuntar, e hice fuego. El
cartucho tenía 9 balines; le llevaron la cabeza.
Sabida es la fama del Chaco en cuanto a víboras. Había llegado el invierno sin
hallar una. Y he aquí que el primer día de calor, en el intervalo de quince minutos,
dos fatales serpientes de cascabel, y una de ellas dentro de la casa...
Esa noche dormí mal, con el constante escape de cuerda en el oído. Al día
siguiente, el calor continuó. De mañana, al saltar el alambrado de la chacra, tropecé
con otra: vuelta a los tiros, esta vez de revólver.
A la siesta, las gallinas gritaron y sentí los aullidos de un aguará. Salté afuera y
encontré el pobre animalito tetanizado ya por dos profundas mordeduras y una nube
azulada en los ojos. Tenía apenas veinte días. A diez metros, sobre la greda
resquebrajada, se arrastraba la cuarta serpiente en 18 horas. Pero esta vez usé un
palo, arma más expresiva y obvia que la escopeta.
Durante dos meses y en pleno verano, no vi otra víbora más. Después sí; pero, para
lenitivo de la intranquilidad pasada, no con la turbadora frecuencia del principio.
7
Anaconda

En una noche oscura y tempestuosa, Cruzada, una grande y hermosa víbora de


la cruz, avanzaba por un sendero del monte. La yarará iba de caza. Cuatro horas
habían pasado ya sin encontrar un animal de que hacer presa, cuando oyó fuertes
pisadas. Un instante después un hombre pasaba a su lado y se alejaba, sin que la
víbora hubiera vuelto en sí de su sorpresa.
¡Un hombre! Preciso es concebir por un momento las ideas de un animal salvaje
y, particularmente, las de una víbora, para apreciar lo que esta palabra, “hombre”,
significa para los habitantes de la selva.
Hasta ese instante, la
región de bosque que
habitaban Cruzada y sus
compañeras había sido
virgen: es decir, que el
hombre no había ido
todavía a vivir en ella.
Desde el momento en que él
se instalaba allí, un terrible
peligro se cernía sobre los
animales salvajes. Las
serpientes eran, sin
embargo, las que más
deberían sufrir, en razón de
la eterna y sangrienta
enemistad que reina entre
hombres y víboras. El
peligro era gravísimo. A la
noche siguiente las víboras,
avisadas con toda urgencia
por Cruzada, se reunían en
una caverna a deliberar.
Cambiáronse cien opiniones
y se trazaron diez planes de
campaña distintos. Pero
triunfó el parecer de
Cruzada, quien dijo que
nada podía hacerse sin
averiguar antes cuántos
eran los hombres, dónde
vivían y qué hacían.
Cruzada se ofreció a ir
esa misma tarde a explorar
el terreno para trazar
después, de acuerdo con lo
que viera, un plan de
guerra contra sus
enemigos. Fue otra vez aceptada la proposición de Cruzada, cosa no extraña si se
consideran la inteligencia y el valor de esta gran yarará.
Cruzada acababa de resolver el sacrificio de su vida, ofreciéndose a ir en pleno
día al encuentro de los hombres y a ser muerta, como era lo más probable.
Pero no fue muerta sino cazada con una lazo corredizo por un hombre que,
acompañado por tres negros, la había descubierto en el umbral del chalet.
Llevándola colgando, el hombre la arrojó dentro de una jaula cerrada con tejido de
alambre. En una jaula más pequeña, Cruzada vio una enorme víbora con el cuello
monstruosamente hinchado, que le habló así:

-¡Óyeme, pequeña yarará! Tú no me conoces. Mi patria está muy lejos de aquí,


en el continente asiático, en la India. Mi nombre es Cobra Capelo Real. Soy la más
grande, la más fuerte y la más venenosa de todas las víboras, y donde pongo mis
colmillos pongo el sello de la muerte. ¿Sabes lo que hacemos nosotras aquí y por qué
te han hecho prisionera en vez de matarte? Te lo voy a decir: estamos aquí para que
los hombres del chalet, sabios naturalistas, nos extraigan el veneno cada quince o
veinte días, para preparar luego con él un suero contra nuestras mordeduras.
¿Concibes algo más horrible? Oye ahora cuál es mi plan para fugarnos.
Cruzada se acercó hasta rozar con la cabeza el tejido de alambre y la gran
víbora asiática comenzó a hablarle en voz baja.
El plan de fuga era de muy difícil ejecución y se confiaba para llevarlo a cabo en
la gran resistencia que tienen las víboras a envenenarse con su propio veneno o el de
sus semejantes.
Debían proceder así: Cruzada se dejaría morder por la Cobra Capelo Real. Si el
veneno poderosísimo de la cobra alcanzaba a matarla, el plan había fracasado. Si la
yarará resistía a la mordedura, quedaría como muerta. Los peones del chalet, al
hallarla así, la tirarían fuera de la jaula grande, por inútil ya. Acto continuo, los
mismos peones llevarían a la cobra real al chalet para extraerle el veneno, pues ése
era el día indicado para ello. Si mientras los hombres apretaban las mandíbulas de la
gran cobra para que vertiera su veneno en un vidrio de reloj, Cruzada había tenido
tiempo de volver en sí y entraba en el laboratorio del chalet, la cobra y Cruzada se
habían salvado, porque la yarará clavaría sus colmillos en el pie del hombre que
sujetaba a la asiática. El hombre, entonces, al abrir las manos por el dolor de la
mordedura, dejaría escapar a la gran cobra. En seguida, las dos víboras,
aprovechándose de la confusión producida, huirían a toda carrera.
Punto por punto y tal como lo hemos detallado, el plan se realizó: la mordedura
de la cobra a la yarará, el desmayo de ésta, la recolección de veneno, el ataque de
Cruzada al hombre y la fuga final de las dos víboras.
Esa misma noche, Cruzada se presentaba en la caverna acompañada de una
gran serpiente que nadie conocía. En un momento, Cruzada enteró a sus hermanas
de la milagrosa huida, que se debía en gran parte a la inteligencia de la serpiente
extranjera.
Pero, desde el primer momento, el orgullo y la mirada oblicua de la cobra real
habían impresionado mal a las víboras. Evidentemente, la cobra desprecia ha a las
víboras del país, pues ninguna de ellas podía medirse en tamaño, fuerza e
inteligencia con la gran cobra. Este desprecio lo notaron tanto Cruzada como sus
compañeras y la situación amenazaba tornarse tirante, cuando una joven serpiente
de cerca de tres metros de largo entró en la caverna, cambiando al pasar una
guiñada de inteligencia con Cruzada.
¿Quién era esa intrusa y qué hacía allí, pues la asamblea reunía exclusivamente
a las serpientes venenosas?
Era Anaconda, la más grande y fuerte de todas las serpientes conocidas. La
recién llegada era todavía muy joven a pesar de su tamaño, pues, al llegar a todo su
desarrollo, las anacondas pueden alcanzar hasta diez metros de largo. Pero, cachorro
y todo, su fuerza era tan grande que podía atreverse a sostener una lucha cuerpo a
cuerpo con la venenosísima Cobra Capelo Real, que medía cuatro metros.
Ya sabemos quién era la intrusa. ¿Pero por qué estaba allí, entre sus primas
hermanas, las víboras?
Porque esa misma tarde, horas después de la fuga, Cruzada había contado el
incidente a su gran amiga Anaconda, explicándole al mismo tiempo las dudas que
abrigaba sobre el pérfido carácter de la serpiente asiática. Dudas de las que, como
acabamos de verlo, habían participado sus hermanas.
-¿Qué me aconsejas, Anaconda? -le había preguntado ansiosamente Cruzada.
-Deja por mi cuenta, prima, a la señora asiática -concluyó alegremente
Anaconda-. Esta noche iré a hacerles una visita.
Y, como acabamos de ver, Anaconda había cumplido su palabra.
Aquella sesión del congreso de las víboras fue muy tormentosa. La cobra real,
que tenía también sumo interés en luchar contra los naturalistas del chalet, había
propuesto un plan de campaña que consistía en ir esa misma noche a matar a los
hombres.
-Tal vez no alcancemos a matar a dos dijo-, pero los que queden huirán al día
siguiente.
-Ni alcanzaremos a matar a ninguno, ni los hombres huirán -repuso Anaconda-.
Ese plan es insensato. Los hombres son demasiado inteligentes para que podamos
vencerlos en seguida. Busquemos unos días más el modo de luchar contra ellos. Si
nos apresuramos y los atacamos esta misma noche, estamos perdidas. Mañana
mismo no quedará una de nosotras, víboras y serpientes.
-¡Esta culebreja habla así porque tiene miedo! -exclamó con desprecio la cobra
real.
-¡Miedo yo! -repuso Anaconda irguiéndose, mientras sus ojos brillaban como
ascuas.
-¡Paz, paz! -clamaron todas las víboras, interviniendo-. Sigamos el consejo de
nuestra huésped, la cobra real. Si su plan fracasa, seguiremos el de Anaconda.
-Lo que prueba -respondió Anaconda- que todas ustedes se dejan imponer por
el gran cuello hinchado de esta señorita de la India. Oigan bien lo que les digo: ¡Si
van ustedes esta misma noche a matar a los hombres, mañana a mediodía no queda
una de ustedes viva!
-Y bien, ¡iremos aunque muramos todas! clamaron las víboras-. Si tú tienes
miedo de ir, te quedas.
-En otra ocasión -contestó Anaconda con desprecio-, hubiera hecho tragar esas
palabras a la que acaba de hablar. Pero ustedes están enloquecidas por esta señora y
no ven su traición. Con ella me he de entender yo después. ¡Ahora, a matar a los
hombres, encantadoras primas! ¡Y la que quede que cuente el cuento!
Una hora más tarde, todas las víboras de la región, convocadas apresu-
radamente, luchaban en la oscuridad con los perros negros que habían visto
Anaconda y Cruzada y que, por estar inmunizados contra el veneno de las víboras,
podían resistir el ataque de decenas de víboras.

Al cabo de un rato de lucha en la oscuridad cuatro focos de luz deslumbradora


surgieron entre los combatientes: eran linternas eléctricas de los hombres del chalet
que, despertados por los ladridos de los perros, hacían irrupción entre las víboras,
quebrando espinazos a diestra y siniestra con sus varas duras y flexibles.

En un instante la situación cambió. Las víboras se lanzaban contra los hombres,


pero eran deshechas por los dientes de los perros y partidas por el medio, de un
golpe de vara. Además, la luz viva de los focos eléctricos enceguecía a las yararás. De
modo que la voz: ¡Huyamos! ¡Huyamos! ¡Sálvese quien pueda! cundió entre la filas de
las víboras.
Por el sendero que llevaba al bosque huían las víboras derrotadas, manchadas
de sangre, con las escamas rotas y llenas de tierra. A lo lejos se oía ladrar
roncamente a los perros que les seguían el rastro.
Los hombres las perseguían.
Anaconda y Cruzada, una al lado de la otra, cambiaban algunas palabras
mientras huían a escape entre la banda de víboras.
-¡Tenías razón, Anaconda! -decía amargamente Cruzada-. Podría jurar ahora
que la cobra maldita nos ha traído exprofeso al exterminio.
-¡Déjala por mi cuenta! -repuso
Anaconda-. Tú puedes escaparte si quieres, Cruzada.
-¿Y tú qué haces, Anaconda?
-¿Yo? -repuso Anaconda-. Por estúpidas que se hayan mostrado en esta ocasión
tus hermanas, van ahora a hacerse matar valientemente frente a su caverna. Me
sacrifico con ellas por la raza. Pero antes voy a arreglar una pequeña cuenta con la
Cobra Capelo.
-¡Bien, Anaconda! --sonrió con orgullo Cruzada-. Te reconozco en este rasgo.
¡Moriré contigo!
Ya había llegado a la caverna la tropa de víboras derrotadas. Pero ninguna quiso
buscar en sus lóbregos refugios una salvación problemática.
-¡Compañeras! -se alzó en el trágico silencio la voz vibrante de Anaconda-.
Dentro de cinco minutos, como tuve el honor de advertirlo esta noche misma,
ninguna de nosotras existirá. Yo entré por amistad con una de ustedes en un asunto
que no era mío y él me cuesta la vida. No me quejo ni me arrepiento. Pero me
arrepentiría, en cambio, hasta tornar execrable el nombre de Anaconda hasta el final
de los siglos si no pidiera cuentas estrechas a esa intrusa asiática de la tremenda
hecatombe a que las ha arrastrado a ustedes. ¡Sí, a ti me refiero, mal bicho asiático,
que tratas ahora de esconderte! -concluyó Anaconda volviéndose a la cobra real.
Y, lanzándose al encuentro de la cobra, los 92 dientes de Anaconda hicieron
presa en el lomo de la gran Cobra Capelo Real. La cobra devolvió el ataque y sus
mandíbulas se cerraron sobre el cuello de Anaconda.
Durante un rato, la lucha estuvo casi entera de parte de la cobra. Anaconda
sentía crujir los huesos del cuello. Si no lograba envolver a la cobra en los potentes
anillos de su cuerpo estaba perdida. Poco a poco, sin embargo, logró hacerlo y,
aunque ya envenenada y con horribles dolores, comenzó a ceñir a la gran cobra en
su mortal abrazo.
Ya hemos dicho que la fuerza muscular de Anaconda es inmensa. Como
estrujada en un torno infernal, la cobra abrió la boca, asfixiada, mientras su enemiga
se acercaba cada vez más con los dientes a la cabeza de la serpiente del Asia. Sus
dientes alcanzaron el capuchón, ascendieron más todavía y se cerraron por fin sobre
la cabeza de la cobra, triturándole lentamente los huesos.
Anaconda desciñó los anillos de su cuerpo y la gran cobra cayó al suelo como
una masa inerte: estaba muerta. Un instante después, Anaconda caía también y
quedaba inmóvil.

El duelo acababa de terminar cuando los hombres y sus perros caían sobre las
víboras. En vano todas las que quedaban, indemnes o heridas, se lanzaron sobre los
hombres. Entre los dientes de los perros, que retorcían en un segundo el cuello de
las víboras, y las varas de los hombres, que partían por el medio a las yarayás, las
víboras, orgullo y terror de la selva virgen, fueron cayendo frente a la caverna. Caye-
ron valientemente una por una, sin pedir tregua ni perdón, y una de las últimas en
caer fue la valiente Cruzada.
Cuando los hombres recogieron a todas las víboras muertas para quemarlas en
un solo montón, el jefe de ellos notó que Anaconda vivía todavía.
¿Qué haría aquí esta serpiente
preguntó entre estas malas bestias venenosas? Llevémosla al chalet, para que se
acostumbre a vivir entre nosotros.
Llevaron, en efecto, con ellos a Anaconda, que, a pesar de estar muy
envenenada, pudo salvarse. Vivió domesticada algo más de un año con los hombres,
hasta que un día remontó nadando el río Paraná hasta la selva de donde había
venido.
8
El hombre sitiado por los tigres
Había una vez un hombre que vivía solo en el monte, en compañía de un perro y
un loro. Había también muchos tigres que todas las noches rugían en la otra orilla
del río; a veces lo cruzaban a nado. Pero esto pasaba pocas veces, porque el hombre
era un buen cazador y los tenía a raya. El hombre pasaba el año cuidando una
plantación de caña de azúcar y la cuidaba también de noche, cuando había luna.
Pero en las noches lluviosas venían los chanchos salvajes y le pisoteaban y
devoraban su plantación. Por lo cual el hombre estaba desesperado.
Se decidió, entonces, una noche, a ir a la orilla del río a hablar con los tigres
para que cuidaran su caña. Desde hacía un tiempo, él había notado que entre los
rugidos de los tigres había uno que era distinto de los demás. «Este tigre que ruge así
-se dijo el hombre mientras cargaba su escopeta-debe ser un tigre que los hombres
han cazado y que ha vivido mucho tiempo en una jaula, donde ha aprendido a entender
nuestro lenguaje. Yo comprendo también un poco el idioma de los tigres y voy, por
consiguiente, a entenderme con él.»
Y, en efecto, mientras del otro lado del río la costa se llenaba a todo lo largo de
rugidos, el hombre lanzó un gran grito e instantáneamente los tigres callaron.
Entonces, el hombre gritó:
-¡Tigres! ¡Quiero hablar con uno de ustedes!
Durante un rato los tigres permanecieron en silencio, como si estuvieran
discutiendo entre ellos, hasta que por fin un tigre lanzó un largo rugido y el hombre
comprendió lo que decía.
-¿Con cuál de nosotros? -había dicho el rugido.
-¡Contigo! ¡Con el que está hablando!
--Está bien; podemos hablar -contestó el tigre-. Y ¿dónde?
-Aquí, en esta isla que está en medio del río agregó el hombre-. Yo voy a ir
nadando y tú puedes hacer lo mismo. Pero cuidado con los otros, porque, si veo
que otros tigres pasan a la isla, le pongo a cada uno una bala en medio de la
frente. ¿Entendido?
Así dijo el hombre. Y el tigre respondió:
-No va a pasar ninguno. Pero, por las dudas, señor hombre, sería mejor que
usted dejara el winchester en la costa.
¡Cualquier día! -respondió el hombre riéndose, porque había comprendido la
pillería del tigre-. Yo sé bien en cuántos pedacitos se entretienen ustedes en deshacer
a un hombre cuando lo encuentran desarmado. ¡Nada de bromas, entonces!
-Bueno, bueno... -repuso el tigre-. Convenido.
-Vamos, entonces -concluyó el hombre.
Y ambos se lanzaron a nado hacia la isla. El tigre llegó primero, porque el
hombre nadaba de costado, con un solo brazo, pues el otro lo llevaba levantado fuera
del agua con la escopeta. Y así tuvo lugar la conferencia, mientras el tigre, echado,
movía lentamente la cola y el hombre, de pie, se apartaba de la frente el pelo mojado.
-Pues bien -comenzó el hombre-. Lo primero que te propongo es esto: yo tengo
una plantación de caña de azúcar y los chanchos salvajes no me dejan una planta en
pie...
-Y, ¿quién tiene la culpa sino usted? -le interrumpió el tigre gruñendo-. Cuando
usted no había venido todavía a vivir aquí, nosotros nos encargábamos de los
jabalíes y los venados, y los hombres podían plantar lo que querían.
-Sí, y ustedes se comían los terneros y los potrillos de los hombres, porque ellos
no eran cazadores. Muchas gracias. Y además -agregó-, lo que dicen son mentiras de
tigre: ustedes saben bien que les tienen miedo a los jabalíes.
-Cuando la bandada es grande, sí les tenemos miedo; pero ustedes también, los
hombres, se suben a un árbol cuando encuentran a una bandada de trescientos
jabalíes.
-También es cierto -confesó el hombre-. Pero acabemos; lo que yo propongo es
esto: ustedes podrán pasar el río cuantas veces quieran y vivir en este monte. El
monte está lleno de venados y jabalíes y se pondrán gordos. Lo único que exijo es que
no vengan sino un tigre por vez. No quiero tener vecinos de uñas largas como
ustedes. Pueden turnarse: venir hoy uno, mañana otro, al día siguiente otro; pero
siempre uno solo. ¿Les conviene?
-Muy bien -respondió el tigre-. Acepto por todos mis compañeros. ¿Esto es todo?
-No. Falta algo más. Primero, quiero que no me toquen para nada el perro; si
llega a pasar la menor cosa, hago un escarmiento entre ustedes, del que se van a
acordar los pocos que queden vivos. Y, segundo, como yo no me fío de palabras de
tigre, quiero que cada noche el tigre que venga acá se ponga este anillo de bronce en
el dedo pulgar de la pata izquierda: así conoceré por el rastro si ha pasado un solo
tigre. ¿Les conviene también esto?
Claro está, a los tigres no les convenía este anillo, que, además, de
denunciarlos, era una vergüenza para ellos. Pero también era cierto que estaban
flacos y que en el monte del hombre podrían cazar cuantos venados quisieran. Por lo
cual, aunque rezongando, aceptó.
-Acepto -dijo.
-Muy bien -concluyó entonces el hombre-. Tenemos un compromiso formal.
Cuando yo les encuentre en el monte, haré como que no los veo. Pero mucho
cuidado, vuelvo a repetirte, con tocarme a mi perro, porque entonces vamos a tener
un baile a tiros que va a durar hasta que no quede tigre vivo, ni para contarles el
cuento a los cuervos.
-¡Pierda cuidado, pierda cuidado! -dijo el tigre. Y, saludando al hombre con un
rugidito cariñoso, pero que el hombre comprendió que era de gran hipocresía, el tigre
se lanzó a nado en la oscuridad, llevando el anillo de compromiso en un colmillo.
Tal como se había planeado el contrato, se llevó a cabo. Desde la noche
siguiente, los tigres cruzaron el río por turno e hicieron tal destrozo entre los venados
y los chanchos salvajes que la caña de azúcar del hombre pudo rebrotar que daba
gusto. El tigre, como es costumbre en él, seguía a las piaras de chanchos
escondiéndose para que no lo vieran y los cazaba uno a uno cuando se quedaban
detrás. Hacía así porque no hay animal ninguno capaz de hacer frente a una
bandada entera de chanchos salvajes.
El hombre estaba contento con los tigres, que cumplían fielmente su
compromiso, y nunca halló sino rastros que tenían marcado el anillo que los tigres se
ponían en el dedo pero, a pesar de todo, siempre llevaba la escopeta
o el winchester. A veces encontraba al tigre y hacía como que no lo veía. El tigre, por
su parte, abría la boca y bufaba despacio, como hacen los gatos, y continuaba con la
boca abierta hasta que dejaba de ver al hombre. Pero ellos también cumplían su
palabra.
Entonces sucedió que en muchísimos días no cayó una sola gota de agua y los
arroyos de secaron. Los animales del monte se fueron a vivir al lado del río para
poder tomar agua y abundaron tanto, que los tigres estaban hartos de cazar y comer.
Es decir, quienes estaban hartos eran los tigres que estaban de turno en el monte del
hombre; porque los otros que estaban del otro lado del río estaban flacos y muertos
de hambre y trotaban rugiendo por la costa.
Visto lo cual, el tigre que entendía el lenguaje de los hombres y que era más
inteligente aunque más traicionero que los otros, reunió una noche a sus
compañeros y les habló así:
-Hermanos tigres: el hombre nos ha engañado una vez más y vamos a morir de
hambre. Si no pasamos todos juntos el río, vamos a morir aquí de flacos. Yo he
pensado mucho en esto y he hallado un medio para ponernos gordos y matar al
hombre.
Al oír esto, todos los tigres rugieron: -¡Cuidado con el hombre! ¡A la larga
siempre es él el que gana!
-Esta vez no hay cuidado -continuó el tigre traicionero-. Yo los conozco a los
hombres mejor que ustedes, porque viví en una jaula mucho tiempo y sé que toda su
inteligencia proviene de las armas que tienen para matarnos. Si no tienen escopeta,
son menos inteligentes que un tatú. Acérquense bien, porque, si algún animal nos
oye, estamos perdidos.
Todos los tigres se agacharon entonces rodeándolo y en las tinieblas brillaban
sus ojos como vidrios verdes, y hasta muy lejos se sentía el mal aliento de tantos
tigres reunidos.
¿Qué les dijo el tigre? ¿Cuál era su plan, que tenía por objeto arrancarle la vida
al cazador? En seguida lo veremos por los acontecimientos que se sucedieron.
En efecto, al llegar la madrugada de esa misma noche, el tigre cruzó el río y fue
a arañar la cáscara de un gran árbol hueco. Arañó siete veces seguidas y después
sopló suavemente por la abertura. Era una señal.
En el agujero asomó la cabeza de una rata de monte y los dos hablaron así:
-¡Buenas noches, amiga rata! -dijo el tigre-. Yo estoy bien de salud, muchas
gracias. Pero no se trata de esto, sino de pedirte que ustedes las ratas me devuelvan
el servicio que les hice la vez pasada cuando aquella gran víbora las perseguía a
ustedes.
-¡Sí, sí, señor tigre! -exclamó la rata asustada-. Todo lo que usted quiera. ¿Qué
debemos hacer?
-Ustedes harán esto -dijo el tigre-. Vayan mañana, que es la primera noche de
luna, a la casa del hombre; el hombre va a salir con el perro. Yo lo sé. Entren y
deshagan todos los cartuchos y las balas, destrúyanlo todo. ¿Entiendes, rata? Que
no quede ni un granito de pólvora ni de plomo; nada, nada. El hombre quedará
desarmado y nosotros lo mataremos a él. Si no hacen esto, voy en seguida a ver a la
víbora...
___¡No, no señor tigre! ---gritó la rata, chillando de miedo-. ¡En seguida voy a ir!
Voy ahora mismo a buscar a todas las compañeras. ¡Pero no haga eso que dijo, señor
tigre!
Pierde cuidado; no lo voy a hacer si ustedes se portan bien. Estoy satisfecho de
ustedes, rata. Hasta luego, pues.
-¡Hasta cuando guste, señor!
Pues bien: tal como lo prometió la rata, lo hicieron. Apenas se levantó la .luna,
las ratas, que estaban todas esperando a la orilla del monte, atravesaron corriendo el
pedazo de monte y entraron como un ejército en la casa. Eran tantas que se
atropellaban en la puerta y algunas quedaron con las patas rotas. Había más de
treinta mil ratas. En un momento deshicieron los cartuchos, rompieron el cartón,
desparramaron la pólvora y se comieron las balas.
Las ratas del monte son muy amigas de comer el plomo de las balas. Primero lo
muerden, después lo roen y acaban por comerlo. Y en esto consistía la pillería del
tigre, al confiar a las ratas del monte la tarea de desarmar al hombre, pues ningún
otro animal ni nadie podía haberlo hecho. Para mayor desgracia, esa tarde el hombre
había dejado sus armas con querosene para limpiarlas bien, y estaban sin balas, por
consiguiente. Pero esto también lo había supuesto el tigre por ser sábado, día en que
el hombre solía hacer eso. De modo que al hombre no le quedaba más que el
machete.
Y, cuando el hombre volvió esa noche, nada notó en la oscuridad y se durmió en
seguida. Pero el perro había sentido el olor de las ratas y, siguiendo el rastro, entró
en el monte. Y, apenas había asomado la cabeza, cuando el tigre, que lo esperaba
agachado tras un tronco, lo aplastó de un manotón. Un solo zarpazo del tigre abre el
vientre de un toro de extremo a extremo. Hay que figurarse, pues, cómo quedaría el
pobre perrito.
A la madrugada siguiente, el hombre, no hallando a su perro, siguió su rastro
hacia el monte, con profunda angustia. Y lo vio muerto, deshecho, a la misma
entrada del monte. El hombre conoció en seguida quién era el culpable. Y, pálido de
rabia, miró a todas partes buscando al asesino. Y lo vio allá arriba en un árbol,
acostado sobre una gruesa rama, runruneando hipócritamente, como si no hubiera
hecho nada. Pero el tigre sabía bien que el hombre no tenía sino el machete y por
esto estaba tranquilo.
-¡Por fin has hecho una de las tuyas, tigre! -le gritó el hombre apenas lo vio-. La
culpa la tengo yo por haber creído una sola vez en mi vida en palabra de tigre, que
son todos gatos del monte, hijos de gato y nietos de gatos sarnosos.
¡Miente! -rugió el tigre, rabioso, porque no hay insulto mayor para un tigre que
llamarlo gato del monte.
-Sí. ¡Gato y tres mil veces gato! --repitió el hombre-. ¿Por qué no bajas acá, en
vez de limpiarte los bigotes allá arriba? ¡Baja un momento y verás cómo te los peino
en un momento con el machete, gato manchado! O espérate quieto ahí arriba a que
vuelva con el winchester...
Entonces el tigre se echó a reír.
-¿Para qué? dijo-. Estoy muy cómodo aquí. Y además...
-¿Además qué?
-Nada -continuó el tigre mirándolo de reojo. Nada más sino que las ratas se
comieron anoche todos los cartuchos y las balas...
Al oír esto, el hombre comprendió que, si una gran casualidad no lo salvaba,
estaba perdido.
-¿Es cierto lo que dices? - e preguntó-. ¿Te animas a no engañar por una sola
vez en tu vida?
-Tan cierto -respondió el tigre como que yo no soy gato, ni sarnoso, y que usted
es un pobre hombre que antes nos daba miedo y ahora no sirve para nada. Hasta
pronto. Ahora voy a mandar noticias suyas a los compañeros.
Y el tigre, hundiendo el diente, comenzó a rugir, primero despacio, después más
fuerte. Y desde la otra costa del río los demás tigres le respondieron rugiendo, porque
aquélla era una señal para que se lanzaran en seguida al río y vinieran a matar al
hombre. Pero el hombre, sin apurarse, se fue a su casa y, después de buscar por
todas partes si no le quedaba una miserable bala de revólver siquiera, reforzó las
puertas y ventanas y esperó.
No esperó mucho, sin embargo, porqué antes de media hora sintió a los tigres
que se abalanzaban rugiendo contra las paredes de su casa para deshacerla.
Bramaban locos de rabia al ver que no podían entrar. Rondaban, arañaban en los
rincones buscando un hueco, se subían al techo. Otros tomaban distancia, venían
corriendo y, de un salto, se estrellaban contra la puerta, que crujía de arriba abajo. Y
todo entre un furioso conjunto de rugidos.
Así pasaron tres días. Los tigres iban a cazar por turno, pero siempre quedaban
cuarenta o cincuenta tratando de romper la casa. A veces, el tigre traicionero se
arrimaba a la puerta y decía, burlándose:
-¿Qué tal, señor hombre? ¿Por qué no sale un momento a ver si tengo sarna?
Entonces venían los demás y le gritaban de todo a través de la puerta:
-¡Perro sin pelo! ¡Pescador de mojarras! ¡Mata gallinas! ¡Comedor de yuyos!
¡Rana con pantalones!
Pero el hombre, distraído, apenas los oía, porque día y noche estaba pensando
en la manera de salvarse. Escaparse era imposible, pues los tigres estaban
dispuestos a mantener el sitio hasta que pudieran matarlo. ¿Y cómo poder avisar a
los hombres? Los tigres sabían a su vez que un día u otro caería entre sus dientes y
la tardanza los enfurecía. Noche y día volvían a estrellarse contra las paredes de
madera para deshacerlas. La casa entera retumbaba con los golpes y los rugidos de
los cien tigres eran tan fuertes que rompían los vidrios de la ventana. Pero el hombre
pensaba y pensaba, hasta que un día, oyendo a una bandada de loros que iban todas
las mañanas al naranjal, tuvo una idea luminosa. Era una idea muy rara, pero que
podía dar un gran resultado. He aquí lo que hizo: bajó de la percha a su loro, que
todo el día había estado gritando de hambre, y le enseñó a decir: -Estoy sitiado en el
monte por los tigres, en el río de Oro. El loro, que se moría de hambre, no quería sino
decir: ¡Papa para el loro!
Pero el hombre sólo le daba un casco de naranja cuando repetía: Estoy
sitiado... Y el loro repetía: Estoy sitiado... ¡papa, rica papa para el loro! -No, no
-corregía el hombre- . Hay que decir todo: Estoy sitiado en el monte... ¡qué rica la
papita del loro! Estoy sitiado en el monte... ¡qué rica la papita del loro! Poco a poco,
sin embargo, aprendió a decir todo de corrido, gracias a los cascos de naranja, que le
gustan mucho. Hasta que una mañana, el hombre soltó a su loro por la chimenea de
la cocina en el momento en que pasaba volando una bandada que iba a comer al
naranjal y el loro del
hombre se fue con ella. Y en
cuanto se halló en libertad a
la vista de tantas ricas
naranjas, se puso loco de
contento y comenzó a gritar:
Estoy... sitiado... en el
monte... por los tigres... en el
río de Oro. Y no decía sino
esto, como hacen los loros
cuando acaban de aprender
una cosa nueva. Los demás
loros estaban también
encantados oyendo hablar a
su compañero y en pocos
días aprendieron las
palabras. Solamente que al
principio repetían mal y
decían, por ejemplo: Estoy
tigre de oro... Y otros decía:
Río de tigre en sitiado por
oro estoy monte del Con el
ejercicio, sin embargo,
llegaron a decir bien. Y,
como las bandadas de loros
se juntan al atardecer para
ir a dormir lejos del
naranjal, todos los loros que
había en el país aprendieron
las palabras. Los cuales se
las enseñaron a otras
bandadas que llegaban de
paso. De modo que al salir
del sol y al atardecer, todo
el cielo, a diez leguas a la
redonda, tronaba con la voz
de los loros que decían: Estoy sitiado en el monte por los tigres en el río de Oro.
Esto era lo que el hombre había esperado y, como cada día nuevos loros
aprendían la lección, era imposible que algún hombre no llegara a oír el pedido de
auxilio que repetían los loros.
Así pasó en efecto. Y para gran casualidad, fue un amigo mismo del hombre el
primero que oyó a los loros. Este amigo, que viajaba en aeroplano, al pasar volando
por encima del monte atravesó por el medio de una inmensa bandada de loros que
iban a dormir. Y con gran sorpresa oyó lo que decían y comprendió que se trataba de
su amigo que vivía solo en el río de Oro. Cambió en seguida de dirección con un largo
viraje y, dos horas después, comenzó a oír el rugido de los tigres. En un instante,
bajó desde las nubes y, mientras los tigres, desesperados de rabia, daban inmensos
saltos para alcanzar la hélice con las uñas, el amigo del hombre pasaba y repasaba
volando encima de ellos a toda velocidad y los mataba a tiros.
Ni un tigre quiso huir; todos fueron cayendo uno a uno, y aun en la agonía se
arrastraban, todavía rugiendo, hasta la puerta del hombre para matarlo. Pero el
hombre, que al oír el lejano ronquido del aeroplano había comprendido de lo que se
trataba, ayudaba también al exterminio de sus implacables enemigos con un revólver
que le había tirado el aviador.
Así concluyó la lucha a muerte entre el hombre y los tigres. El hombre había
recibido muchas heridas en la lucha, que no eran de gravedad. Y, como deseaba
descansar por un tiempo, ese mismo atardecer se fue con su amigo en aeroplano. Y
durante un rato pasaron por en medio de grandes bandadas de loros que se
retiraban a dormir y que iban pidiendo auxilio todavía. Los dos amigos se rieron,
pero el hombre no se olvidó nunca del servicio que sin querer le habían prestado los
loros.
9
El diablo con un solo cuerno
En el país de África, cerca de un gran río, había un lugar donde nadie quería
vivir, porque todos tenían miedo. Alrededor de ese lugar vivían muchos negros que
plantaban mandioca y bananos. Pero en aquel lugar no había nadie: ni bananos, ni
mandioca, ni negros, ni nada. Todos los negros tenían miedo de aquel lugar, porque
allí vivía un animal enorme que rompía las plantas, atropellaba los ranchos,
deshaciéndolos en cien mil pedazos, y mataba además a todos los negros que
encontraba. Los negros, a su vez, habían querido matar al terrible animal, pero no
tenían sino flechas y las flechas no entraban en el lomo ni en los costados, porque
allí el cuero es sumamente grueso y duro. En la barriga, sí, entran las flechas, pero
es muy difícil apuntar bien.
Una vez, un negro muy inteligente fue hasta cerca del mar y compró una
escopeta que le costó cinco colmillos de elefante. Con esa escopeta quiso matar al
animal; pero las balas de plomo se achataban contra la piel y entonces aquél mató al
negro con escopeta y todo, rompiéndole la cabeza de una patada como si fuera un
coco.
¿Pero qué animal era ése, tan malo y con tanta fuerza? Era un rinoceronte, que
es el animal más rabioso del mundo y tiene casi tantafuerza como un elefante. Éste
es el motivo por el cual ningún negro quería ni acercarse al lugar donde vivía el
rinoceronte.
Pero he aquí que una vez llegaron al país tres viajeros, tres hombres blancos, y
quisieron vivir allí, para estudiar los animales, las plantas y las piedras del país,
porque eran naturalistas. Estos tres hombres eran jóvenes y muy amigos, y se fueron
a hacer una casa en el lugar donde vivía el rinoceronte. Pero los negros les rogaron
que no fueran allá; se arrodillaban delante de ellos y lloraban, asegurando a los tres
amigos que el «diablo-conuncuerno» los iba a matar. Los hombres se echaron a reír,
mostrándoles los fusiles que llevaban y las balas, que tenían como una camisa de
acero durísimo y que tienen tanta fuerza que atraviesan el mismo fierro como si fuera
queso. Pero los negros lloriqueaban y decían:
-No hace nada... Bala... no entra... No entra ninguna bala en su cuero...
«Diablo-con-un-solo-cuerno» no puede morir...
Los hombres blancos se rieron de nuevo, porque no hay animal alguno que
resista a una bala en punta con camisa de acero, por más diablo con uno, dos o tres
cuernos que sea (porque hay rinocerontes que tienen más de un cuerno).
Y, como ningún negro quería ir a ayudarlos, ellos mismos se fueron con su
carreta y construyeron un rancho muy fuerte, con una puerta de tres pulgadas de
grueso.
Como iban a pasar mucho tiempo allí, plantaron árboles en todo el rededor,
muchos árboles que regaban, al principio todos los días y después cada semana.
De día caminaban, juntaban bichitos y yuyos con flores y partían piedras con
un martillo y un cortafierro que llevaban colgando del cinturón, como si fuera un
machete. De noche estudiaban lo que habían reunido en el día y leían. Pasó mucho
tiempo sin que nada los inquietara y estaban a punto de creer que el famoso «Diablo
con-un-solo-cuerno» era un cuento de los negros para asustarlos a ellos, cuando una
noche de gran tormenta, mientras afuera llovía a torrentes y los tres amigos estaban
leyendo dentro del rancho, muy contentos porque tenían una gran lámpara y tenían
café y cigarros, uno de ellos levantó de pronto la cabeza y quedó inmóvil.
-¿Qué hay? -le preguntaron los otros-. ¿Qué has sentido?
-Me parece haber oído ruido - dijo el primero-. ¡Oigan, a ver!
Los otros quedaron también quietos y oyeron así un ruido sordo y hondo:
ton-ton-ton, como sí una cosa muy pesada caminara e hiciera retemblar la tierra.
Los hombres, muy sorprendidos, se miraron unos a los otros y exclamaron:
-¿Qué será? -Había que ver qué era eso. Encendieron, en consecuencia, el farol
de viento y salieron afuera.
Llovía tanto, que en un momento estuvieron hechos sopa y el agua les corría
por abajo de la camiseta; pero a ellos no les importaba. Recorrieron la quinta sin
hallar nada; hasta que uno de los hombres, que se había agachado, exclamó:
-¡Fíjense! ¡Todos los arbolitos están descascarados! ¡Y hay rastros! ¡Son de un animal
grandísimo!
Todos se agacharon entonces con el farol y pudieron ver una huella profunda, el
rastro de una pata de tres dedos, y tan grande como un plato. Estaban casi todas
llenas de agua, porque continuaba lloviendo a torrentes.
Y no era eso sólo: a dos cuadras del rancho había un árbol inmenso, cuyo
tronco no lo podrían rodear diez hombres abrazados a él y dándose las manos; tan
grueso era. Pues bien, toda la cáscara de ese árbol, a la altura del cinturón de un
hombre, estaba arrancada, deshecha como tiras de trapo. Cuando los tres amigos vieron
esto, dijeron al mismo tiempo:
-Es un rinoceronte; no cabe duda. No hay en el mundo otro animal capaz de
hacer esto. Es el «Diablo-con-un-solocuerno».
En consecuencia, al día siguiente aprontaron sus armas. Las limpiaron primero
con querosene y después con vaselina. Y al final las frotaron con un trapo bien seco.
Esa noche no estudiaron. Tomaron café, en silencio, para oír mejor el menor ruido
que se sintiera de afuera. Y efectivamente, poco antes de las nueve, oyeron el mismo
ruido profundo de la noche anterior: ton-ton-ton...
¡El «Diablo-con-un-solo-cuerno»! -dijeron en voz muy baja-. ¡Ahí está!
Y, tomando cada cual su fusil, salieron caminando muy despacio y agachados.
Ellos eran naturalistas y no cazadores; porque si hubieran sido cazadores,
habrían comprendido que no se cazan rinocerontes con la misma facilidad con que se
mata un gato. Y esto casi les cuesta la vida.
Avanzaban agachados, pues, al encuentro del rinoceronte, llenos de confianza
en las balas que tenían. De repente, de la oscuridad de la noche, surgió una sombra
monstruosa y los tres hombres, que estaban apenas a veinte metros del animal,
creyeron que había llegado el momento, se arrodillaron los tres, apuntaron los tres a
la cabeza de la bestia y los tres dispararon al mismo tiempo.
Las tres balas cónicas dieron en el blanco, pero ninguna en el lugar deseado.
Una pegó en un costado del cuerpo y le hizo saltar una astilla; otra atravesó las
enormes arrugas que tiene el rinoceronte en el pescuezo; y la tercera bala le entró
por un costado del pecho, fue corriendo por debajo del cuero y salió por la cola.
Ahora bien: cuando el rinoceronte se siente atacado y herido es el animal más
temible que hay. Se precipita furioso contra su enemigo y, si se le ha tirado de cerca,
no hay tiempo de tirar de nuevo. No queda más remedio que disparar, disparar a
todo escape, disparar como si lo corriera a uno un
Diablo-con-trescientos-millones-de-cuernos. Y es lo que hicieron los tres amigos:
corrieron hacia el rancho con toda la velocidad que les daban las piernas, y el
rinoceronte detrás. La tierra temblaba con aquella carrera. Los hombres volaban,
pareciéndoles a cada momento que sentían el cuerno del rinoceronte levantándolos
de atrás por el pantalón. Cada vez estaba más cerca de ellos, pero también cada vez
estaban más cerca del rancho. Hasta que, por fin, llegaron y apenas tuvieron tiempo
de cerrar la puerta, cuando: ¡tror-r-r-róm!, sintieron un horrible golpe que sacudió el
rancho de arriba abajo: era el rinoceronte, que, con la cabeza baja, se había
estrellado contra la puerta.
La puerta resistió, porque era de tres pulgadas de grueso; pero, en cambio, el
cuerno la había atravesado como si fuera de manteca, y allí estaba; profundamente
clavado, saliendo todo por la parte de adentro, mientras el animal, desde afuera,
bramaba y pateaba, haciendo tremendos esfuerzos para sacar su cuerno.
Ahora bien: la primera idea de los tres amigos había sido abrir la ventana y
matarlo a tiros antes de que se escapara. Pero, cuando vieron que por más fuerza
que hacía el rinoceronte no lograba sacar su cuerno, dejaron de ser cazadores para
ser otra vez naturalistas y sintieron deseos locos de agarrar al rinoceronte vivo.
¡Cómo podrían estudiarlo bien, teniéndolo allí cerca de ellos! ¿Pero cómo hacer, antes
que concluyera por sacar su cuerno, de tanto forcejear?
-¡Ya está! -gritó de pronto uno de ellos-. ¡Ya sé cómo vamos a hacer! Vamos a
agujerear el cuerno por la parte de adentro y pasar un fierro de pulgada por el
agujero. ¡Que haga fuerza después para sacarlo!
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaron a coro los otros, porque la idea era excelente.
Corrieron en seguida a buscar el taladro y, con una mecha de pulgada, se pusieron a
agujerear el cuerno. Les daba algún trabajo, pues el cuerno se movía sin cesar de
arriba abajo y de costado a costado; pero lo agujerearon por fin y metieron
inmediatamente en el agujero un fierro de una pulgada.
¡Ya estaba! Por más grande que fuera la fuerza del rinoceronte, nunca, nunca
podría salir de allí. A la mañana siguiente, le enlazarían las patas y lo tendrían preso
hasta que se amansara, porque los rinocerontes son así.
Pero, entretanto y mientras no llegaba el día, el animal forcejeaba y forcejeaba
por sacar su cuerno; pero un fierro de pulgada, cuando es corto, tiene más fuerza
que diez rinocerontes y los tres hombres estaban tranquilos, seguros de que no se
escaparía. Como estaban muy fatigados y sudando, se dieron un baño y volvieron al
cuarto, descansados y frescos, y pasaron la noche tomando café. Estaban sentados
alrededor del cuerno y, para divertirse, le hacían cosquillas con una pluma.
10

El diablito colorado
Había una vez un chico que se llamaba Ángel y que vivía en la cordillera de los
Andes, a orillas de un gran lago. Vivía con tina tía enferma; y Ángel había sido
también enfermo, cuando vivía en Buenos Aires, donde estaba su familia. Pero allá
en la cordillera, con el ejercicio y la vida al aire libre, se había curado del todo. Era,
así, un muchacho de buen corazón y amigo de los juegos violentos, como suelen ser
los chicos que más tarde serán hombres enérgicos.
Una tarde que Ángel corría por los valles, el cielo de pronto se puso amarillo y
las vacas comenzaron a trotar, mugiendo de espanto. Los árboles y las montañas
mismas se balancearon y, a los pies de Ángel, el suelo se rajó como un vidrio en mil
pedazos. El chico quedó blanco de susto ante el terremoto, cuando en la profunda
grieta que había a sus pies vio algo como una cosita colorada que trepaba por las
paredes de la grieta. En ese mismo momento, la gran rajadura se cerraba de nuevo y
Ángel oyó un grito sumamente débil. Se agachó con curiosidad y vio entonces la cosa
más sorprendente del mundo: vio un diablito, ni más ni menos que un diablito
colorado, tan chiquito que no era mayor que el dedo de una criatura de seis meses. Y
el diablito chillaba de dolor, porque la grieta al cerrarse le había apretado una mano,
y saltaba y miraba a Ángel, con su linda carita de diablo.
El muchacho lo agarró después por la punta de la cola y lo sacó de allí,
sosteniéndolo colgado cabeza abajo. Y, después de mirarlo bien por todos los lados, le
dijo:
- Oye, diablito: si eres un diablo bueno (pues hay diablos buenos), te voy a llevar
a casa y te daré de comer; pero si eres un diablo dañino, te voy a revolear en seguida
de la cola y te arrojaré al medio del lago.
Al oír lo cual, el diablito se echó a reír:
-¡Qué esperanza! -dijo-. Yo soy amigo de los hombres. Nadie los quiere como yo.
Yo vivo en el centro de la tierra y del fuego. Pero estaba aburrido de pasear siempre
por los volcanes y quise salir afuera. Quiero tener un amigo con quien jugar.
¿Quieres que yo sea tu amigo?
-¡Con mucho gusto! -repuso Ángel, parando al diablito en la palma de la mano-.
¿Pero no me harás daño nunca? ¡Cuidado, porque, si no, te va a pesar, diablito de los
demonios!
-¡Qué esperanza! -tornó a contestar el diablo, dándole la mano-. Amigos, ¡y para
toda la vida! ¡Ya verás!
Y he aquí como Ángel y el diablito trabaron amistad, vivieron como hermanos y
corrieron juntos aventuras sorprendentes.
El diablito, claro está, sabía hacer de todo y jugar a todo, pero su gran afición
era la mecánica. En una esquina de la mesa donde Ángel estudiaba de noche sus
lecciones, el diablito había instalado su herrería: fierros, herramientas, fragua y un
fuelle para soplar el fuego. Pero todo tan diminuto, que el taller entero no ocupaba
más espacio que una moneda de dos centavos, y había allí de todo, sin embargo, y
allí fabricaba el diablito los delicadísimos instrumentos que necesitaba. Y mientras el
muchacho estudiaba a la luz de la lámpara, el diablito trabajaba en la sombra de la
pantalla y martillaba y soplaba que era un contento.
¿Qué hacía el diablito? ¿Qué era lo que fabricaba? Ángel no lo sabía. ¡Era tan
chiquito todo aquello!
Pero lo más sorprendente de esta historia es que el diablo era invisible para
todos menos para Ángel. Sólo su amigo lo veía; las demás personas no podían verlo.
Mas el diablito rojo existía realmente, como pronto lo hizo ver.
Una tarde hubo un concurso de honda entre los muchachos de la escuela. La
goma de la honda de Ángel se rompió al primer tiro y, cuando ya se daba por
vencido, vio al diablito trepado a su dedo pulgar.
-¡No te aflijas, primo! -le decía el diablito-. Abre el pulgar y el índice para que yo
pueda sujetarme de ellos y tírame fuerte de la cola: verás cómo nunca has tenido una
honda igual.
Y, en efecto, Ángel hizo lo que el diablito le decía, enroscó una piedra en la cola
y estiró, estiró hasta que no pudo más; y la piedra salió silbando, con tanta fuerza
que se la oyó silbar un largo rato. E inútil es decir que Ángel ganó el concurso.
Notemos también que el diablito había llamado primo a Ángel. Y es que, en
efecto, los hombres son primos; y aun hay otros parientes más raros, como pronto lo
veremos.
En otra ocasión, el maestro retó injustamente a Ángel y tantas cosas
desagradables le dijo, que esa noche, mientras el diablito trabajaba en su fragua,
Ángel, en vez de estudiar, lloraba sobre la mesa. El diablito lo vio y dijo riendo:
¡No te aflijas, primo! Voy a arreglar las cuentas a tu maestro. Ya verás mañana.
Y golpeando a toda prisa en el yunque, fabricó un instrumento raro, con el que
salió corriendo. Corriendo siempre llegó a la casa del maestro, que estaba durmiendo
y roncaba; y metiéndose con mucho cuidado dentro de su boca, le colocó el
instrumento detrás de la lengua.
¿Qué bisagra o qué resorte
extraño era aquella cosa?
Nunca se supo. Pero lo cierto es
que, al dar clase al día
siguiente, el maestro estaba
tartamudo, como si tuviera un
resorte en la lengua. Quiso
decir: «¡Alumno Ángel!», y sólo
dijo: A... lu... lu... Y cuanto más
se enojaba porque no podía
hablar de corrido, más se le
trababa la lengua con su a...
lu... lu... Y los muchachos
saltaban entre los bancos de
contento y le gritaban:
-¡Señor Alululú! ¡Señor
Alululú!
Otra vez llegó al pueblo un
hombre malísimo y con un
sombrero tan caído sobre los
ojos que no se le veía más que
la boca y la punta de la nariz. Y
el asesino dijo a todo el mundo
que iba a matar a Ángel en
cuanto saliera de su casa
porque le había robado una
gallina
Era una gran mentira;
pero esa noche, cuando Ángel
lloraba de codos sobre la mesa,
el diablito, que trabajaba en su
fragua, le gritó riendo:
-¡No te aflijas, primo!
Verás cómo nos divertimos
mañana con ese hombrón.
Y, después de forjar un instrumento sobre el yunque, como la vez anterior, el
diablito fue corriendo a la casa del hombre dormido, trepó sobre su frente y, con el
taladro que había construido, le agujereó la cabeza.
Pensemos qué chiquito debía de ser aquel agujero; pero al diablito le bastaba,
porque, quemándose con un fósforo la punta de la cola, echó adentro la ceniza, que
tenía la facultad de dar la locura. Con lo que el hombre al día siguiente se levantó
loco y, en vez de matar a Ángel, corría muerto de contento por la calle diciendo que
era gallina Plymot-Rock; y en todas las esquinas quería poner un huevo y después se
agachaba y se abría el saco, cacareando.
Ya se ve si el diablito tenía poder para hacer cosas. Lo único que lo molestaba
un poco era el calor y se bañaba ocho o diez veces al día en una copa.
En su fragua había hecho un peine-cito de oro y, cruzado de piernas en el borde
de la copa, se peinaba despacio, mientras jugaba en el agua con la punta de la cola.
Muchos más servicios prestó el diablito a su primo Ángel. Pero el más grande de
todos fue el que le hizo salvando de la muerte a su hermanita, que vivía en Buenos
Aires. Cuando Ángel supo la noticia de la enfermedad se desconsoló tanto que no
quería levantarse de la cama y, si se levantaba, se volvía a tirar vestido a llorar. Pero
el diablito lo animó tanto que se decidieron ir a Buenos Aires, a pie, pues no tenían
dinero y, aunque no conocían el camino, el diablito se guió por las grietas casi
invisibles que dejan los temblores de tierra, grietas que nadie puede ver, pero que él
veía, porque había nacido con los volcanes en el centro de la tierra.
Sería sumamente largo contar las aventuras que les pasaron en un viaje a pie
de cuatrocientas leguas. Lo cierto es que una mañana llegaron por fin a Buenos Aires
y llegaron cuando la hermanita de Ángel estaba desahuciada y se iba a morir de un
momento a otro.
El diablito comprendió al verla que la lucha iba a ser mucho más difícil que la
que había tenido con el maestro tartamudo y el hombre loco, puesto que ahora debía
luchar contra la Enfermedad; y la Enfermedad es la hija predilecta de la Muerte. Y él,
¿qué era, sino un pobre diablito? Pero en seguida veremos si era tan pobre como él
decía.
La Enfermedad, hemos dicho, es la hija predilecta de la Muerte; y la más
inteligente de sus hijas, aunque sea también la más callada, delgada y pálida.
Cuando la Muerte quiere llevarse consigo a una persona cualquiera del mundo,
recurre a los descarrilamientos, naufragios, choques de automóviles y, en general, a
las muertes por sorpresa.
Pero cuando las personas elegidas por la Muerte son personas muy
desconfiadas, que se quedan encerradas en casa, entonces la Muerte envía a su hija
más callada e inteligente, y la Enfermedad entonces abre despacio la puerta y entra.
Explicado esto, comprendemos que la Enfermedad que desde dos meses atrás
quería llevarse a Divina (así se llamaba la hermanita de Ángel) no abandonara casi
nunca el cuarto de la enferma. La Enfermedad entraba al caer la tarde, sin que nadie
la viera. Dejaba el sombrero y los guantes sobre el velador; se soltaba el pelo y se
acostaba al lado de Divina, manteniéndose abrazada a ella. La enferma se agravaba
entonces: tenía fiebre y delirio. A las ocho de la mañana, la Enfermedad se levantaba,
se peinaba otra vez y se retiraba. Al atardecer, volvía de nuevo; y nadie la veía entrar
y salir.
Pues bien: apenas acababan de entrar en el cuarto Ángel y el diablito, cuando la
Enfermedad llegó. Quitóse con pausa el sombrero y los guantes y, en el momento en
que corría la sábana para acostarse, el diablito, rápido como el rayo, ató al tobillo de
la Enfermedad una finísima cadena de diamante que había fabricado y sujetó la otra
punta a la pata de la cama. Y, cuando la Enfermedad quiso acostarse, no pudo y
quedó con la pierna estirada.
La Enfermedad, muy sorprendida, volvió la cabeza y vio al diablito sentado,
cruzado de piernas en el borde de una silla, que se reía despacio, con un dedo en la
boca.
-¡Ja, ja! ¡No te esperabas esto, prima! -decía el diablito. Y le decía también prima
a la Enfermedad porque los Hombres, los Diablos y la Enfermedad son primos entre
sí.
Pero la Enfermedad había fruncido el ceño, porque estaba vencida. Ni intentaba
siquiera sacudir la pierna, porque las cadenas de diamante que fabrican los diablos
son irrompibles. El diablito había sido más fuerte que ella y estaba vencida. No podía
acostarse y abrazar más a Divina, y la enferma reaccionaría en seguida. Por lo cual
dijo al diablito:
-Muy bien, primo. Has podido más que yo y me rindo. Suéltame.
-¡Un poco de paciencia, prima!
Se rió el diablito, jugando con la cola entre las manos-. ¡Qué apuro tienes! No te
soltaré si no me juras que no vas a incomodar más a Divina,que es hermana de mi
primo Ángel, a quien quiero como a mí mismo. ¿Lo juras?
Te lo juro -respondió la Enfermedad; y acto seguido, el diablito la soltó. Pero, en
vez de desatar la cadena, la cortó entre los dientes.
Mas cuando la Enfermedad se vio libre, se sonrió de un modo extraño mientras
volvía a peinarse y dijo al diablito:
-Me has vencido, primo. ¿Pero tú sabes que el que se opone, como tú, a los
designios de mi madre la Muerte, pierde la vida él mismo? Has salvado a esa
criatura, pero tú mismo morirás, por más diablito inmortal que seas. ¿Me oyes?
-¡Sí, te oigo! ¡Te oigo, prima!
-
repuso el diablito. Sé que voy a morir, pero no me importa tanto como crees. Y
ahora, prima pálida y flaca, hazme el favor de irte.
Así dijo el diablito. Y quince días después, Divina había recobrado
completamente su salud y las rosas de la vida coloreaban sus mejillas. Pero el
diablito se moría; no hablaba, no se movía y estaba simplemente en el jardín. En la
casa, sin embargo, no se sabía que la salud de Divina era debida al diablito, que
había sacrificado su propia vida para salvarla. Nadie, a excepción de Ángel; y Ángel,
sentado en la arena, lloraba al lado del diablito moribundo y le pedía que se dejara
ver por su hermanita, para que Divina pudiera agradecerle, por lo menos, lo que
había hecho por ella. Pues no olvidemos que el diablito era invisible para todos
menos para Ángel.
El diablito, que se sentía morir, consintió por fin y Ángel salió corriendo a buscar a su
hermana, y volvió con Divina, la cual, al ver a aquel gracioso diablito tan bueno e
inteligente, que se moría hecho un ovillito sobre la arena, sintió profunda compasión
por él y, agachándose, besó en la frente al diablito. Y apenas sintió el beso, el diablito
se transformó instantáneamente en un hombre joven y buen mozo que se levantó
sonriendo de un salto y dijo:
-¡Gracias, prima!
¿Quién había de imaginarse tal prodigio? Mas todo se explica, sin embargo, al
saber que la hermanita de Ángel no tenía ocho año sino diecisiete, siendo, por lo
tanto, una hermosísima joven. Y, desde que el mundo es mundo, el beso de una
hermosa muchacha ha tenido la virtud de transformar a un diablo en hombre, o
viceversa; pero esta reflexión es más bien para personas mayores.
El diablito debía morir como diablo, más no como hombre; y he aquí por qué
burló una vez más a la Enfermedad.
De más está decir que Divina y su nuevo buen mozo primo se amaron en
seguida. En cuanto a Angel, pasados algunos años se hallaba una tarde sentado en
el jardín, pensando con tristeza que ya no tendría como antes un diablito para
ayudarlo en la vida. Cuando pensaba así, sintió al ex diablito, su primo y cuñado,
que le ponía la mano en el hombro y le decía sonriendo:
-¡No te aflijas, primo! Ahora no precisas ayuda de nadie, sino de ti mismo.
Mientras fuiste una criatura, yo te ayudé, pues aún no tenías fuerzas para luchar
por la vida. Ahora eres un hombre; y la energía de carácter y corazón, primo, son los
diablitos que te ayudarán.

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