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ODÍN

y las runas
MÁGICAS

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ODÍN
y las runas
MÁGICAS

GREDOS

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Dramatis personae

Dioses

Odín — señor de Asgard y primero de los dioses, vigila los nueve


mundos, prepara a los dioses y estudia los secretos del
universo para evitar que se cumpla la profecía del Ragnarök.
Njörd — primero de los vanes, dios de la tierra fértil, de la costa
marina y de los vientos, viejo amigo de Odín, a quien ayudó
a llenar el mundo de vida en el principio de los tiempos.
Freya — hija de Njörd, la diosa más hermosa e importante
de los la creación por sus poderes sobre la fertilidad,
el amor y la belleza, pero también por ser la mayor
conocedora y practicante de la magia seid.
Frey — hijo de Njörd y hermano de Freya, es uno de los
vanes principales, un dios de gran hermosura con
poder sobre la lluvia y el buen tiempo, asociado a la
fertilidad viril.

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Seres de la creación

Yggdrasil — es el árbol de la vida, un fresno gigantesco, solo visible


para los iniciados, que mantiene unidas las distintas partes del
universo; los diferentes mundos crecen entre sus ramas, alrededor
del tronco y en sus raíces.
Nornas — tres criaturas primordiales, tejedoras del destino,
que habitan en las raíces de Yggdrasil; son Urd —la que sabe
lo que ha sucedido—, Verdandi —la que sabe lo que sucede—
y Skuld —la que sabe lo que sucederá. A través de ellas Yggdrasil
dio conocimiento del Ragnarök a Odín.

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—1—
Visiones y susurros

a tarde comenzaba a declinar sobre la ce­


leste Asgard. Al iniciar su lento descenso,
el sol proyectó una vez más sus rayos sobre
las torres que asomaban rutilantes entre la
espesura. El mundo de los dioses era un
vergel dominado por el verde esmeralda de
los bosques y el chispeante azul de ríos,
cascadas colosales y mares bravíos. Pero a
este paisaje de exuberancia natural se le sobreponía una red micé­
lica de construcciones soberbias, palacios de encumbrados techos,
salones de proporciones inmensas, fuentes y plazas para las grandes
reuniones, las villas de los servidores de los dioses —cada vez más
populosas y vibrantes—. Edificadas con los más preciosos metales,
las mansiones de los dioses guerreros devolvieron la caricia vesper­
tina del astro sol con mil reflejos irisados.
Reinaba la calma en aquella parte de la creación. Atrás quedaban
los días funestos en que los dioses de la estirpe de los vanes, divi­
nidades telúricas de la fertilidad y la naturaleza, se habían enfren­
tado al linaje de Odín Padre de Todos, los dioses ases, en una larga
guerra que no trajo más que destrucción. La paz había unido am­
bas familias divinas y traído de vuelta la prosperidad.
Contra el cielo levemente anaranjado se recortó la silueta de
una figura encapuchada y cubierta por una capa verde bajo la cual
se insinuaban formas femeninas. Portaba un zurrón de cuero cru­
zado en el pecho. Se internó en el silencio del bosque y solo en­

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tonces, viéndose en soledad, se descubrió y dejó que sus largos y


hermosos cabellos dorados se le desparramasen por los hombros.
Una vez más, Freya iniciaba un enigmático paseo cuando la febril
actividad diurna de Asgard ya decaía. El repiqueteo de los martillos
sobre los yunques y el metal candente se iba espaciando mientras
era el cielo el que adquiría las tonalidades de una fragua.
Se quitó las botas y caminó descalza, moviéndose ágil en el bos­
que profundo. La bellísima diosa rezumaba vida. Sin pretenderlo,
por la mera alegría de bañarse en los aromas de la fronda, hacía que
los pétalos de las flores se abriesen a su paso, las plantas reverdecieran
y las hojas murmuraran en los árboles. A intervalos, se agachaba para
recoger raíces, ramas y plantas singulares; también piedras y algún
que otro resto de animal que cualquier otro hubiera alejado de sí con
desagrado. Permanecía absorta en sus cavilaciones mientras engro­
saba el zurrón con aquel botín variopinto y extraño.
Desde que había llegado para visitar a su padre Njörd y a su
hermano Frey —desplazados allí como embajadores para sellar la
concordia tras la guerra—, todo Asgard se había prendado de ella.
«Cuídate de estos dioses guerreros», le dijo su padre el primer día,
«porque no tardarán en buscarte para conseguir algo de ti». Y no
le faltaba razón. Pronto el señor de Asgard puso su atención sobre
ella. Pero ella, asimismo, había descubierto en él un dios fascinan­
te y peligroso, magnético, de seductora madurez. El poder y la
inteligencia de ambos parecían abocarlos a la admiración mutua y
pronto se había establecido entre ellos un extraño vínculo.
Solo ellos conocían la verdadera naturaleza de aquel juego que
ante el resto aparecía disfrazado con los velos de la seducción. Pues
si la belleza arrebatadora de Freya y su sensualidad desbordante
eran manifiestas a los ojos de todos, calibrar en toda su magnitud
el enorme poderío que atesoraba requería de una percepción sutil
como la de Odín. Y eran el conocimiento y las secretas artes de
Freya, su dominio de la magia seid y no su deslumbrante hermo­
sura, lo que más anhelaba poseer el primero de los dioses.
Sin duda —juzgaba Freya—, Odín superaba a los suyos en cu­
riosidad y sabiduría tanto como los excedía en potencia, pues co­

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nocimiento y poder eran en él una y la misma cosa. Por todo ello,


también los sobrepasaba en responsabilidad. Los de Asgard se
preguntaban por qué el ánimo de su caudillo contrastaba tan viva­
mente con la alegre bonanza que experimentaba su mundo. Por
qué se había tornado más meditabundo a medida que su saber se
acrecentaba. Por qué sus ausencias eran tan frecuentes y prolonga­
das. ¿Qué era lo que ocupaba el pensamiento del más supremo de
los dioses, al que con justicia llamaban Padre de Todos?
Muy pocos había que tenían conciencia de las muchas piezas
del rompecabezas, pues Odín envolvía siempre sus acciones y de­
cisiones en misterio y se expresaba enigmáticamente. Apenas unos
pocos escogidos, los más cabales y con más señorío, tenían con­
ciencia sobre el peso invisible que se había impuesto a sí mismo
sobre los anchos hombros.
Tiempo atrás, las tres nornas que habitaban en las raíces del
gran fresno Yggdrasil —el árbol de la vida, que brindaba sostén a
los mundos superiores— le habían revelado que el destino de los
dioses, el Ragnarök, estaba decidido: sería un combate final contra
el caos que provocaría la ruina de la creación que él había ordena­
do con esfuerzo. Desde entonces vivía obsesionado con la idea de
torcer la ominosa profecía e impedir su cumplimiento a cualquier
precio. Gracias a sus espías alados y al propio Yggdrasil —cómpli­
ce en la tarea descomunal de preservar el orden— conocía las fuer­
zas oscuras que bullían en las regiones más remotas y desabridas
de los nueve mundos. Consciente de que debía aprender a conte­
nerlas para mantener el equilibrio y truncar el advenimiento del
Ragnarök, vivía entregado a la tarea de saber todo cuanto aconte­
cía, había acontecido y había de acontecer.
Sus desapariciones en lugares ignotos, sus intrigantes reclusio­
nes en recónditas estancias de Valaskjalf, la conducta retraída, el
aparente flirteo con Freya, todo ello respondía al mismo aprendi­
zaje. El plan que le enfrentaba al más colosal enemigo: el tiempo
y su transcurso inexorable.
La diosa hizo un pequeño descanso en su recolección y contem­
pló el bosque. Para ella estaba lleno de sentido, mientras que para

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los dioses de Asgard no era más que una maraña oscura. ¿Para
todos? No. Odín le había demostrado ya que era capaz de verlo
igual que lo percibía ella. Un nuevo instinto lo guiaba. El dominio
que tenía el dios sobre la magia de los vanes, el seid, todavía era
precario, pero sus avances eran prodigiosos.
Mediante un desgarro en la realidad, los rituales seid le abrían una
puerta que daba acceso a otra realidad, a otro modo de lo existente y
su devenir. Cada vez que Odín regresaba de uno de aquellos viajes más
allá de los sentidos, volvía transformado de una manera sutil. Gradual­
mente, estaba modificando su relación con el afuera, poniéndolo en
conexión con el espíritu de todo lo vivo; de las criaturas y de la tierra.
Gracias al seid, empezaba a sentir que la creación entera le hablaba
mediante un lenguaje que hasta entonces no había sido audible.
Ahora bien, si la magia de los vanes podía ser una llave a otros
planos de la existencia que trascendían lo sensible, también era un
instrumento para el engaño de los sentidos, para hacer ver lo que
no estaba e ignorar lo presente, para debilitar o fortalecer más allá
de la capacidad del cuerpo. El seid era una alteración de la percep­
ción tan trascedente como arriesgada. A lo largo de su incompleta
formación autodidacta, el dios había aprendido que las cosas no
son lo que parecen y que las cosas pueden parecer lo que no son.
Lo primero había hecho de él un ser más cauto y sabio; lo segun­
do podría hacerle más astuto y manipulador.
Una brisa gélida alborotó las hojas de los árboles e hizo cons­
ciente a la diosa de que el crepúsculo la había atrapado. En efecto,
Odín era voraz, pero en su voracidad implacable se cifraba toda la
esperanza de la creación. Echándose al hombro el zurrón repleto,
la diosa emprendió el camino de regreso. Tenía cuanto precisaba.
A sus espaldas, el viento silbó como si quisiera avisarle de algo.
Que se apresurara, tal vez. O más bien, que tuviera cuidado. Ali­
geró el paso, porque de pronto creyó que distinguía bosque adentro
el chasquido de ramas quebradas, una marcha acelerada, cuatro
patas. Era un gran animal que se le acercaba. Ya pensaba en correr
cuando oyó que la fronda se agitaba a su espalda. Al volverse, halló
un hermoso y fuerte lobo gris a quien ya conocía.

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Geri era uno de los dos lobos que Odín había apostado para que
guardasen el refugio al que se retiraba para practicar el seid en secre­
to. Escondía sus intentos de dominar la magia a los suyos, porque
no la entendían y la deploraban como algo mujeril, tal como habían
aprendido por culpa de los sucesos que dieron causa a la guerra1. El
animal clavó en ella unos ojos intensos, acongojados, el ceño frunci­
do. Resollaba al borde del ahogo, sin aliento. Había venido a la
carrera a través de todo Asgard. Habiendo captado la atención de la
diosa, miró hacia el norte, a las altas montañas de nieves perpetuas
donde el dios tenía su refugio, como diciendo «ven conmigo». Freya
soltó toda la carga y fue tras él. El Padre de Todos estaba en peligro.

Aquel lugar podía considerarse el más remoto de toda la tierra de


los dioses. Desde la cumbre más elevada de la cordillera se vislum­
braba un panorama ininterrumpido sobre la legión de moles hela­
das que tocaban el cielo de Asgard. Era como contemplar el mun­
do desde su mismo techo. Al final de un sendero que parecía un
ascenso sin fin, se descubría lo que parecía un palacio excavado en
la roca, donde el pináculo de la cumbre prestaba la forma de un
tejado. Por un ingenioso truco de construcción, la portada del pa­
lacio solo se ofrecía a la vista al situarse directamente frente a ella.
Si uno se apartaba hacia un lado, sus formas se confundían con las
de la montaña. Allí llegó Freya remontando a toda prisa la escar­
pada pendiente montañosa detrás de Geri. Una intensa humareda
escapaba por la entrada, mezclándose con las nubes, y Freya com­
prendió que la naturaleza de la niebla de la montaña era mágica.
«¡Insensato!», pensó. Y se lanzó corriendo adentro.
Cubiertas la nariz y la boca con un pañuelo, atravesó el humo
que anegaba los pasillos y las salas del refugio excavado en la
roca, que re­­cordaba de su última visita. Se dirigió sin demora a la es­

1 La guerra entre vanes y ases se desencadena después de que estos últimos hubiesen
ajusticiado a la diosa Gullveig, divinidad de Vanaheim, por practicar la magia seid.

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tancia más profunda, al final de una escalera de caracol tallada en la


piedra: una desordenada cueva abarrotada de tarros, vasijas, calderos
y toda clase de hierbas, raíces, despojos y hongos que colgaban de las
paredes y colmaban varias repisas. Una hoguera intensa humeaba en
el gran hogar que se abría en una pared, ocupándola por completo.
Encontró a Odín delante de ella, tendido en el suelo al lado de
una mesa, que, al parecer, había intentado alcanzar pues había allí un
preparado líquido que a buen seguro hubiese anulado el efecto tóxi­
co de las raíces sarmentosas que ardían en el fuego. Su cuerpo se
sacudía sin control por causa de horribles espasmos. Freya se arro­
dilló ante él y lo tomó por los brazos intentando detener sus movi­
mientos. El dios se había extraviado en un lugar muy remoto, cuyos
paisajes desconocidos admiraba con sus ojos completamente negros.

La luz de la mañana bañaba la entrada del refugio. Odín vio la grácil


figura de Freya delante de él desde el lugar en que yacía postrado, una
suerte de lecho que ella había improvisado para él.
Habían transcurrido días completos desde que la diosa lo sacara
del trance en el que había estado a punto de quedar fatalmente atra­
pado. Seguía extenuado por el esfuerzo y también por el desasosiego
que habían causado en él las terroríficas visiones. Solo muy reciente­
mente, muy poco a poco, había cesado la sensación que martilleaba su
cabeza, la de seguir girando mientras caía en un pozo sin fondo. Si
cerraba el ojo, algunas de las imágenes todavía acudían a él, más débi­
les y pálidas, inconexas pero persistentes. Un fragor sordo seguía rom­
piendo en algún recóndito rincón de su oído, como un mar distante
pero embravecido.
El dios recordaba los ojos de la diosa en mitad del remolino relam­
pagueante y la mano firme que había asido la suya para rescatarlo del
vórtice del que no podía escapar. Creía haberla visto luego también a
intervalos, entrando y saliendo de su alcoba durante las jornadas de
confusa duermevela que habían seguido al peligroso viaje interior. No
habían cruzado palabra todavía.

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—Te advertí de los riesgos que corrías —dijo ella al fin, rompiendo
su silencio, sin despegar la vista del paisaje que se extendía a sus pies.
Se veían aves rapaces surcando los cielos por encima de un magní­
fico paisaje que alternaba picos nevados con frondosos valles. La na­
turaleza continuaba su curso allá afuera, ajena a la pesadilla del señor
de Asgard y a las amenazas aterradoras que se cernían sobre el mundo.
—Como toda magia, el seid remueve potencias con las que no se
debe jugar —añadió la diosa, volviéndose hacia el convaleciente y
dirigiéndole una mirada reprobadora.
—¿Qué potencias son esas? —replicó el otro. Ella no dijo
nada—. Me pregunto si no quieres decírmelo o si acaso no lo sabes.
La diosa siguió en silencio. Su presencia cautivadora era suficiente
para revigorizar al más enfermo. Odín sentía que le volvían las fuerzas
meramente por tenerla delante. Aunque ella llevaba largo tiempo re­
sistiendo a su asedio, sin decidirse a desvelarle sus secretos, él era tenaz.
—Se pierde quien carece de guía —acabó por decir el dios, mien­
tas se recostaba levemente. Los huesos le dolían como si un coloso de
hielo le hubiera pasado por encima.
Acompañándole en sus visiones, Freya había visto lo mismo que
él: su fin y el fin del mundo. Monstruosas hordas de hielo y fuego se
aprestaban en los límites de la creación. Y no estaban solas. Una hues­
te de gigantes y espectros se uniría también a ellas. Los conocimientos
de la diosa acerca del seid eran muy superiores a los de él. Por grande
que fuera su audacia, Odín no dejaba de ser un neófito. La necesitaba
para que le enseñase a penetrar en aquel otro plano de lo existente,
porque allí era donde habitaba el árbol de la vida, en cuyos dominios
era posible vislumbrar el alma de todas las cosas y asomarse al tiempo.
Ella sabía cómo abrir un desgarro en la realidad para acceder a él, un
acceso estable y seguro para entrar y salir sin extraviarse. Sin embargo,
Freya nunca había podido ver a Yggdrasil, porque era el gran fresno
el que escogía a quien mostrarse. Y había escogido a Odín.
—El árbol desea comunicarme más de lo que soy capaz de inter­
pretar —dijo el dios—. Su lenguaje es solo parcialmente inteligible
para mí. Tengo tantas preguntas que formularle como respuestas me
brinda que todavía me son oscuras. Preciso de tu magia para ver lo que

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ve y sentir lo que siente, para entender las entrañas de la creación que


sostiene. Ya he pagado con un ojo para ello, pero no es suficiente.
¿Cuántas veces más podré pagar tan elevado precio? Solo tú puedes
mostrarme un camino seguro.
La diosa se volvió hacia Odín impasiblemente. Ahora bien, a pesar
de su frialdad exterior, se debatía en una duda terrible en su fuero
interno. Ciertamente, lo que había vislumbrado en aquellas infaustas
visiones sobre el fin del mundo le había helado el corazón. Pero rece­
laba del señor de Asgard, y del uso que pudiera dar a las artes que los
vanes habían guardado durante un tiempo incontable. Si le regalaba
el seid, el poder de Odín, que ya era grande, se haría inmenso, y tal vez
lo convirtiera en una potencia aún más peligrosa que sus enemigos.
Por eso seguía reacia a compartir sus secretos con aquel dios voraz e
impaciente, a quien a veces le daba el nombre del Dios Cuervo por los
alados espías —Hugin y Munin— con que la vigilaba, siempre con el
ojo en los asuntos ajenos.
Como el otro todavía la miraba, esperando alguna respuesta, ella
habló ásperamente:
—Si la salvación de todo depende de este dios tuerto y taimado
que tengo ante mí, el destino es tan burlón como cruel —dijo—.
Por grande que sea mi poder, ¿quién soy yo para interponerme en
el cumplimiento de lo que está inscrito en las entrañas de la crea­
ción desde su mismo nacimiento?
La paciencia de Odín se estaba agotando.
—¡Basta de artificios! ¡Dime qué deseas y, si está en mi mano,
será tuyo! —Vociferó el dios, incorporándose y tomándola de los
brazos con tanta fuerza que la zarandeó—. Sé que viniste a esta
tierra con la pretensión ser invitada a morar aquí. Si así lo quieres,
te lo concedo y a todos lo haré saber. Construiré para ti un palacio
que hará palidecer cuantos se erigen en Asgard. Y no solo eso, sino
que lo colmaré de riquezas para ti. ¿No es eso lo que has venido a
buscar?
La diosa retiró sus brazos con una mueca de desagrado.
—¿De verdad crees que puedes comprarme, Dios Cuervo? Y, si
en lugar de aceptar tus regalos, sigo resistiendo, ¿me amenazarás

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como amenazaste a Gullveig, a la que luego ajusticiaste? ¿Doblegar­


me o engañarme como hiciste con Mimir? ¿En tan poco me estimas?
Odín clavó en ella su único ojo.
—El lujo de la pureza ya no es posible. Yo aspiro únicamente a
conmover las fuerzas fecundas que anidan en ti y en tu estirpe.
Como todos los tuyos, estás hecha para crear y derramar vida; no
para destruir. Tengo noticia de que los gigantes conocen ya la ma­
gia de los tuyos, bien quisiera saber cómo. No tardarán gracias a
ella en descubrir todas las formas posibles de violentar el estado
natural de lo creado, que debería permanecer eternamente en equi­
librio. Ayúdame a preservar el orden o piérdete con él, arrastrando
contigo todo lo vivo.
Los ojos brillantes de Freya se empañaron y un ligero temblor
se apoderó de su cuerpo. Era cierto. La diosa no podía oponerse a
la energía generatriz que llevaba dentro y que daba sentido a su
existencia. Se levantó, con los puños crispados.
—El aprendizaje de la magia no puede apresurarse, porque, por
ese camino, es fácil volverla oscura. Y cuando la magia se torna
oscura, alberga peligros que tú ni siquiera has vislumbrado —res­
pondió finalmente, dando por cerrada la discusión.
—¡Despierta, diosa inconstante! —rugió Odín—. El tiempo se
consume y lo consumirá todo si no actuamos pronto.
Pero los pasos de Freya crujían ya sobre la nieve mientras des­
cendía a toda prisa de la alta cima por el sendero que serpenteaba
por la ladera hacia los valles.

Odín alzó su cuerno con desgana. Era el enésimo brindis que se


proponía a lo largo de la noche y su espíritu inquieto revoloteaba
lejos de los muros de madera de Bilskirnir —el palacio de su hijo
Thor—, bellamente tallados con relieves y decoraciones de anima­
les en oro y plata, figuras esbeltas entrelazadas, formando intrin­
cados patrones a modo de cenefas. Durante las jornadas que suce­
dieron al trance, había recobrado su vigor y su prestancia. Las

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visiones seguían acudiendo a su mente, pero lo hacían cada vez más


fragmentadas. Odín trataba de evocarlas y de retenerlas, de impe­
dir que se desvanecieran, para poder escrutarlas y vislumbrar el
futuro en ellas. Pero parecían imbuidas de una celosa autonomía,
independiente de su voluntad, aun en el estado de vigilia.
Aquella noche había un motivo para la celebración. Frey, el hijo
de Njörd, volvía a la mañana siguiente de regreso al mundo de los
elfos, Alfheim, donde estaba haciéndose edificar una nueva mora­
da. Thor había decidido despedirlo como merecía.
—¡Por el noble Frey! —dijo el primogénito de Odín ponién­
dose en pie.
Su voz estentórea resonó entre las altas paredes. Al levantarse,
sin embargo, alzó su cuerno con tanta vehemencia que se llevó por
delante a un sirviente junto con una de las muchas bandejas hu­
meantes que surtían la gran mesa en todo momento. Los comen­
sales recibieron el estropicio con una sonora carcajada, que el dios
pelirrojo secundó de buena gana antes de proseguir.
—Por la buena ventura de sus labores. ¡Y porque logre por fin
encontrar algo parecido a un albañil entre los pálidos elfos!
La ocurrencia fue acogida con nuevas carcajadas y los cuernos
entrechocaron con alegre estrépito. Antes de llevarse el suyo a los
labios, Njörd lo alzó en dirección a Odín, saludándolo con una leve
inclinación de cabeza. Odín correspondió al gesto alzando el suyo
desde la distancia que los separaba. A la diestra de Njörd, Frey agra­
deció los buenos deseos con una aparatosa reverencia que hizo reír
a los dioses. El hidromiel corría en abundancia desde horas atrás.
A la izquierda de Njörd, sin embargo, una silla vacía revelaba la
ausencia de Freya. Odín no sabía cuál era su paradero y eso expli­
caba, una vez más, su humor taciturno. A una palmada de Thor, los
músicos comenzaron a tocar de nuevo y el banquete se reanudó en
mitad de una gran algarabía.
El señor de Asgard se sentía ajeno al júbilo generalizado —por
más que el hidromiel fluyera por sus venas en tanta o mayor can­
tidad que en la del resto de comensales—. Se preguntó si en el
gesto y la mirada que Njörd le había dirigido había algo más que

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pura cortesía. ¿Estaba el padre de Freya al corriente de la batalla


sorda que libraba con su hija? Aquella posibilidad le disgustaba,
porque eran muchos los lazos que le unían al más notable de los
vanes, con quien había compartido terribles fatigas en los días re­
motos en que colmaron el mundo de vida. Ambos se sintieron
desgarrados cuando ninguno fue capaz de evitar el advenimiento
de la guerra entre sus linajes, y se volvieron a abrazar con un calor
desesperado cuando por fin consiguieron acordar la paz.
Estaba perdido en estas cavilaciones, cuando oyó la voz desme­
dida de su hijo a su espalda.
—¡Padre mío! No pareces estar disfrutando del festín —le es­
petó Thor sentándose a su lado mientras observaba que el guiso de
ciervo permanecía intacto frente a él—. Diría que aquella silla
vacía tiene algo que ver con tus tribulaciones.
Odín dirigió al más fuerte de sus hijos una mirada gélida.
—Y yo diría que el hidromiel te ha soltado demasiado la
lengua y que está a punto de enredártela sin remisión.
—Está bien —respondió el otro, esforzándose por reprimir
sus ganas de molestar—. Si no deseas compartir conmigo tus
inquietudes, deja que sea yo quien comparta contigo las mías.
No dejo de ver que te internas en los bosques a recolectar ex­
traños desechos, que desapareces en las montañas y te recluyes
para dedicarte a tareas misteriosas. ¿Qué te aleja de nosotros?
—¿Desde cuándo alguien que me conoce bien pretende que
responda honestamente a sus preguntas? —inquirió Odín.
Thor le sonrió, no sin malicia.
Una ovación ebria interrumpió su conversación. El tablero
vibró con el golpeteo festivo de los puños. En el otro frente de la
mesa, Frey había bebido de un solo trago un barril entero de hi­
dromiel y, pretendiendo subirse a la mesa para celebrar su gesta,
se tambaleaba para la satisfacción de todos, mientras su padre
lo amonestaba sin mucha convicción. Thor se volvió de nuevo
hacia su padre.
—Tus propósitos son siempre como las capas de una cebolla
—le dijo—. Buscaste la unión con los vanes en su día para mu­

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cho más que para garantizar la paz. Freya es tan poderosa como
el viejo Njörd y Frey juntos.
Pinchó un gran trozo de carne del plato de su padre con su
cuchillo y lo engulló entero de un solo bocado.
—La prosperidad bendice Asgard y Vanaheim, y la paz reina
en todos los mundos superiores, donde cada criatura ocupa su
lugar gracias a nosotros. ¿Qué más necesitas saber?
—Cuanto más se acrecienta tu saber, más buscas —adujo
Thor—. Algo te preocupa. Y ha de ser grave, mucho más allá de
tu capacidad, porque lo escondes.
Odín contempló el rostro apuesto y viril de Thor. Sin duda, su
madre había alumbrado un vástago formidable. Apreciaba el rudo
interés de su hijo. Sin embargo, por más tentado que estuviera de
hacerlo, no podía compartir con él la pesada carga que soportaba.
No era lo suficientemente maduro, tenía mucho que aprender
todavía. Y no podía arriesgarse a cometer errores. Si pretendía
romper la cadena inexorable que conducía al Ragnarök, cualquier
equivocación podía precipitarlo o, quizás peor, poner en marcha
una nueva cadena de acontecimientos del todo imprevistos, de
los que no sabría nada. En administrar juiciosamente el conoci­
miento preciso reposaba el destino del mundo.
—La tarea de quienes ostentan poderes tan grandes como los
nuestros lleva aparejadas muchas responsabilidades y sinsabores.
Uno de ellos es, a menudo, la soledad. Mi deber no solo es pro­
teger a los míos de los peligrosos presentes; también he de saber
prevenir los futuros durante los tiempos de bonanza. Ahora, te
ruego que me excuses con tus invitados. Tengo que marcharme.
Odín se incorporó. Thor apuró su cuerno de un solo trago y
se limpió los labios con el envés de su nervudo puño. Su padre
siempre había sido amigo de los misterios y los acertijos, algo
que casaba mal con su rotunda frontalidad. A eso estaba acos­
tumbrado. A lo que no lo estaba tanto era a la irritabilidad y la
impaciencia de las que Odín también hacía gala últimamente.
—Un dios sabio me dijo una vez —explicó Thor— que debía
tener paciencia y aprender a escuchar lo que habla dentro de mí.

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Que existen en nosotros poderes cuyo manejo no puede apre­


surarse, potencias que requieren espacio y tiempo para desple­
garse adecuadamente. No sé qué turba tu ánimo, padre, pero tal
vez puedas aplicarte tu propio consejo.
El Padre de Todos se detuvo un instante, perplejo por las
palabras de su joven hijo. Tal vez estaba madurando más depri­
sa de lo que creía. Luego se despidió con una ligera inclinación
de cabeza y, aprovechando que las bravatas absurdas de un co­
mensal ebrio despertaban las carcajadas de los presentes, enfiló
la salida del gran salón.
—¡Sé prudente, Padre de Todos! —gritó Thor a su espalda—.
No me perdonaría que un día te perdieras en el bosque y no
lográsemos encontrarte.
«Si tan solo fuese yo quien se perdiera», pensó Odín para sí
y, embozándose en su capa, cruzó el umbral del gran palacio y
se internó en la negra noche.

En las jornadas que siguieron, Odín comprendió que había estado


forzando imprudentemente los goznes de las puertas que condu­
cían al otro plano. Su propio hijo le había hecho ver que había sido
víctima de la misma premura que censuraba en sus vástagos. La
magia seid le estaba mostrando sus límites. Empeñado en suplir
esas carencias, había intentado tomar un atajo, ahorrarse el largo
viaje y los altos precios. Pero, a pesar de sus nobles razones, lo
cierto era que había querido asaltar por las bravas las dimensiones
sutiles a través de una rotura.
No existían atajos al conocimiento. El mejor testigo de ello era
su ojo ausente, aquel que tuvo que entregar a cambio del acceso
directo a la fuente de la sabiduría. No podía imponer su voluntad
sobre fuerzas superiores. Lejos de querer someterlas, debía, por el
contrario, dejarse subyugar él, dejarse llenar por las potencias que
lo trascendían. «Debes ser humilde y permanecer abierto a la es­
cucha…», creyó decirse, incapaz de distinguir si era su propia voz la

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20 Odín y las runas mágicas

que así hablaba, o la del sabio Mimir, confundida con la suya en su


interior ya para siempre2.
Auspiciado por aquellas reflexiones, se levantó una mañana con
la conciencia clara. Vistió ropa cómoda, calzó buenas botas, se echó
su capa de color azul oscuro sobre los hombros y luego tomó en la
mano diestra un sólido cayado. Un parche discreto cubría su ojo
ausente. Hugin y Munin, sus dos cuervos negros, revoloteaban
sobre su cabeza mientras cruzaba las grandiosas puertas de Valask­
jalf, el palacio de techo de plata, y siguieron haciéndolo por encima
de las copas de los árboles cuando se lanzó camino abajo por la la­
dera de la colina que coronaba su palacio. Esta vez no iría a buscar a
Yggdrasil a través de la magia, sino que cubriría el largo e incierto
camino, como tantas otras veces, y le pediría humildemente acceso.
Los cuervos abrían el camino, ligeramente adelantados, según
se internaban en los verdes paisajes de Asgard. Tras varios días de
lluvia, el sol lucía radiante y el verdor resplandeciente de la tierra,
aún húmeda y esponjosa, competía con el intenso azul del cielo.
Toda la creación parecía salirle al paso con sus mejores galas. La
luz acendraba delicadamente el contorno de cada tronco y cada
hoja y reía multiplicada en los arroyos. El dios no era inmune a su
cálida caricia y a cuanto le mostraba. Sentía que su conexión vis­
ceral con todo lo existente se reafirmaba y que, al hacerlo, se afian­
zaba también su compromiso con la vida y con su defensa.
El mundo siempre le había hablado y él había aprendido a se­
ducirlo. Aunque lo cierto es que solo conseguía que le obedeciese
la materia inerte, mientras que lo vivo aún se le resistía. Por ello
admiraba la potencia de los vanes y su dominio sobre la vida. Como
fuere, en aquel luminoso y bello día pensaba, transido repentina­
mente de optimismo, que su conversación con lo existente sim­
plemente había ido adquiriendo notas cada vez más sutiles y él tan

2 Gracias a sus conocimientos mágicos, Odín había conseguido devolver la conciencia


a Mimir, a quien los vanes habían matado en un acto de venganza. Sin embargo, el
guardián de la fuente de la sabiduría, carente de cuerpo, decidió incorporarse en la
mente del Padre de Todos, en forma de pensamiento.

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Visiones y susurros 21

solo precisaba afinar aún más su oído Su figura cavilosa e itineran­


te era lo que proveía de mente y movimiento a aquella naturaleza
esplendorosa, quieta solo en apariencia.
Dirigiéndose hacia el centro del territorio, el dios inspiraba pro­
fundamente y el aire tornasolado llenaba sus pulmones de prome­
sas. Cuanto más se aproximaba al corazón de Asgard, más cercana
sentía la presencia del árbol. El gran fresno estaba allí y no lo es­
taba. Odín tenía conciencia de que atravesaba los mundos —que
eran frutos de sus ramas— sin ser capaz de verlo con la mirada
desnuda porque tal vez en realidad ni siquiera existía, sino que era
una ilusión en su mente imbuida por el árbol. Nadie más que él
podía alcanzarlo porque solo a él le se le mostraba el camino.
Hundiéndose en una depresión entre montañas, Odín advirtió
que los cuervos habían detenido su rumbo y que volaban en círcu­
lo sobre una angostura en la cual se acumulaba un extraño banco
de bruma que bajaba reptando por las faldas en forma de gigan­
tescos gusanos blancos y deshilachados. Yggdrasil sabía que el pri­
mero de los dioses necesitaba verlo y lo guiaría hasta él. Confiado,
Odín se internó en la niebla.

El señor de Asgard avanzaba penosamente por una tierra que ya


no era la suya. Atravesaba una fosca preñada de humedades que
le empapaban la ropa, el cabello y las barbas, cayéndole por las
sienes y el cuello. Intentaba abrirse paso por un terreno anfrac­
tuoso, dominado por la vegetación, apretado de árboles, matorra­
les espinosos y lianas. Era incapaz de ver más allá de la espesura.
Solo sabía que se hundía sin remisión paso a paso. Jamás, en sus
viajes en busca del árbol, había conocido una fragosidad tan omi­
nosa. Hacía mucho que sus cuervos se habían perdido.
El denso aire le entraba con dificultad en los pulmones, agudi­
zando en él un sentimiento de indefensión que le producía pensa­
mientos aciagos. Temía que Yggdrasil le estuviera evitando, que
pretendiera extraviarle. Tal vez se había sentido forzado por él a

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22 Odín y las runas mágicas

dar más de lo que deseaba o incluso podía darle. Quizás lo había


violentado. Las nornas hablaban en nombre del árbol, tejían el
destino con sus fibras vegetales. Quizás actuaban también bajo su
mandato cuando se negaban a desvelarle con claridad el tapiz que
contenía su futuro. ¿Cómo podía pretender él descifrar los desig­
nios del ente más antiguo de la creación, que había estado siempre,
que era anterior a todo?
Creyó ver un resplandor en la bruma y se apresuró a buscarlo.
El bosque se volvía aún más tupido, los árboles ya no eran tales
sino tallos voluminosos, de anchura y altura crecientes, que se per­
dían a la vista en todas direcciones formando un fabuloso entra­
mado. Ya no era el bosque, eran las ramas del árbol, por fin visibles
como enormes brazos de madera que se alzaban a los cielos.
—Yggdrasil, viejo amigo… —murmuró Odín.
Entre las ramas palpitaba un capullo de luz. Se dirigió hacia él,
encaramándose a los enormes crecimientos del gran fresno, pero una
maraña de enredaderas y sogas le entorpecían el paso. Cuando in­
tentaba apartarlas, tenía la impresión de que se defendían, se inter­
ponían en su camino, incluso que pretendían entramparle. La difi­
cultad le hizo desesperar.
Cuanto más se acercaba a la luz, más retorcidas se volvían las
lianas, que parecían buscar su cuerpo. Con la mirada clavada en su
luminoso destino, creyó que era una suerte de esfera hecha de malla
vegetal en cuyo interior veía formas que se movían. Apretó el paso.
Pero las lianas se anudaron a sus manos, rodeándolas hasta la muñe­
ca, y se le enrollaron alrededor de las piernas. Cuando ya pensaba que
solo un paso más lo separaba de la esfera, tropezó y estuvo a punto
de caer al suelo, pero no llegó a hacerlo, porque quedó atrapado como
un insecto en una tela de araña. Tenía la malla casi al alcance de los
dedos, pero no podía tocarla, inmovilizado por las enredaderas.
Maldijo su empecinamiento. El árbol no le quería allí. Estaba
empapado. Escuchaba el repiqueteo de una miríada de pequeñas
gotas que caían incesantemente desde lo alto. Intentó tranquilizar
la cabalgata desbocada que, arrancando en su pecho, ascendía has­
ta latigarle las sienes. Respiró profundamente.

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«Tenía la malla casi al alcance de los dedos, pero no podía tocarla,
inmovilizado por las enredaderas.»

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24 Odín y las runas mágicas

Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, descubrió que la


malla estaba formada por raíces finísimas, capilares apenas, rami­
ficaciones del propio árbol que en aquella región ignota adquirían
un tono plateado y desprendían su propio fulgor. Adentro se abría
una cavidad diáfana. Con un esfuerzo supremo, intentó mirar a
través de los vanos de la malla. Quedó sorprendido por lo que vio.
La esfera protegía un inmenso nudo del árbol, del cual partían
gruesas ramas hacia lo alto. Tres figuras blancas trabajaban en si­
lencio, sobre la corteza, en el centro mismo del nudo. Odín reco­
noció en ellas a las tres nornas: Urd, la que sabe lo que ha sucedido;
Verdandi, la que sabe lo que sucede; y Skuld, la que sabe lo que ha
de suceder. Las mismas poderosas guardianas del devenir que en
tiempos le habían revelado el ominoso destino del mundo, el Rag­
narök. Sostenían en sus manos sendos cinceles plateados, con los
que practicaban alguna clase de talla. Grababan la piel del gran
fresno y este se conmovía en sus adentros, según sentía Odín a
través del intrincado rizoma que lo tenía por completo atrapado.
Como no podía contemplar bien cuál era el resultado de la talla,
suspiró, cerró su ojo, vació su mente y se abandonó hasta no perci­
bir más que su propio pulso. Intentaba acompasarlo con los estre­
mecimientos del árbol, hasta que ambos latieran al unísono, conec­
tados a un mismo corazón. El dios sintió, una vez más y después
de largo tiempo, que no era sangre sino una savia luminosa lo que
corría por sus venas. Notó cómo se fundía con el fresno y su pa­
ciente confluencia fluía como una corriente subterránea que se
abismaba hacia el corazón de lo existente.
Estaba en paz como solo podía estarlo en comunión con el todo.
Un trazo helado brilló en la oscuridad, una herida de hielo: i.
Un murmullo siseó en su mente: isaz, creyó entender que decía,
causándole una dolorosa gelidez en todo el cuerpo. Luego hubo
otro trazo cruzado sobre el primero, refulgente esta vez como un
relámpago, una herida de fuego: n. Naudiz, le siguió el susurro.
Y al escucharlo, le invadió una horrible sensación de infortunio.
Apareció un nuevo trazo, ahora superpuesto, haciendo incompren­
sible al primero. Luego otro más, en diagonal. Fogonazos que se

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Visiones y susurros 25

repetían uno tras otro, zumbando dentro de su cabeza converti­


dos en un ruido inarticulado que parecía sin embargo preñado
de urgencia, un mensaje secreto que solo lo aturdía, creciendo y
creciendo.
Sumido en la confusión, abrió los ojos y se halló en total oscu­
ridad. De pronto cayó en picado y un terror indescriptible se apo­
deró de él. Un instante antes de que su conciencia se apagara se le
hizo visible un último signo de fuego, a, del que no logró escuchar
el nombre. ¿Le estaba mostrando Yggdrasil su más profundo se­
creto? ¿Eran las letras con que se había escrito la creación? Su
mente se extinguió al fin.
Sintió una punzada en el oído derecho. Despertó en un claro
del bosque, un bosque de Asgard, sin rastro alguno de las brumas
que envolvían el árbol. Descubrió que era Hugin quien llevaba un
buen rato picoteando su oreja, tratando de que volviera en sí. Sus
alados emisarios portaban noticias urgentes. Sonaban tambores de
guerra. Pero no allí, sino en Midgard, el gran recinto central. Sus
habitantes, los humanos, iban a enfrentarse en una gran batalla.

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—2—
El salón de los caídos

dín tomó asiento sobre el trono de Hlids­


kjalf. Reposando sobre los brazos del sitial,
Hugin y Munin lo flanqueaban. Cuando
un observador con las capacidades adecua­
das se situaba en aquel punto culminante
del palacio de Valaskjalf, ante su vista los
paramentos de la prodigiosa fábrica se tor­
naban livianos hasta hacerse transparentes.
Entonces se producía la impresión de que la escalinata que ascendía
hasta la majestuosa silla, tallada en la cima de la montaña, cubría
aquel último tramo sin protección, expuesta a la intemperie. Des­
de aquel otero privilegiado, el Padre de Todos podía contemplar
cuanto acontecía en gran parte de los nueve mundos.
Al leve gesto de volverse en la dirección en que se encontraba
Midgard, el mundo de los humanos se ofreció a su prístina visión y
en el rostro del dios se insinuó una sonrisa, apenas perceptible, de
satisfacción. En los últimos tiempos había recibido abundantes prue­
bas de sus limitaciones. Ahora desplegaba con gozo todo su poder,
enseñoreándose desde su atalaya de toda la creación visible. Volvía a
atestiguar que era llamado el primero de los dioses con razón.
Lo que veía confirmaba las noticias de sus alados espías. Dos
grandes huestes de hombres marchaban la una en pos de la otra
sobre una hermosa pradera. Lo primero que llamó la atención del
dios fue su gran número. Hacía ya largo, larguísimo tiempo, que él
y sus hermanos Vili y Ve, habían traído al mundo a los seres hu­

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28 Odín y las runas mágicas

manos. Desde entonces, aquella estirpe de criaturas se había mul­


tiplicado sin cesar en las tierras de Midgard.
Su progreso, sin embargo, no había estado exento de esfuerzos y
penalidades. Infinitamente inferiores en fuerza e inteligencia a sus
creadores, los humanos habían librado desde su origen una desigual
batalla contra la feroz naturaleza. Los dones generosamente recibidos
de los dioses, a los que imitaban y rendían pleitesía, les habían permi­
tido ir invirtiendo poco a poco su desalentadora asimetría con el en­
torno. Gracias a dádivas divinas como las artes de la agricultura y de
la forja, habían ido arrebatando a las selvas, a las fieras y a la noche
pedazos de tierra sobre los que edificar su precaria existencia. Los
dioses, por su parte, se solazaban con sus avances y apreciaban los
sacrificios y rudimentarios templos con que los honraban. También se
compadecían de ellos por la brevedad de su existencia, si bien admitían
en lo más profundo de su corazón que su lastimera fugacidad brinda­
ba a sus conquistas y hazañas —todavía incipientes— una épica y un
patetismo hasta entonces desconocidos en los nueve mundos.
Con la expansión de su dominio, sin embargo, los hombres se
habían visto abocados a las rencillas de quienes pugnan por la posesión
de la tierra, por el poder y, finalmente, por el honor. Los más fuertes
pretendían imponer la servidumbre a los más débiles y luego quedaban
abocados a enfrentarse entre sí. Odín recibía noticias puntuales de
estas escaramuzas, que eran para él un divertimento, pero aquellos
conflictos no habían alcanzado nunca las dimensiones de la batalla
que ahora comenzaba. Por primera vez, distintos clanes se habían
coligado en dos grandes bandos para someter a caudillos rivales.
Ambas fuerzas avanzaron en desorden sobre el verde prado has­
ta quedar separadas por la distancia de un tiro de arco. Portaban
estandartes variopintos, si bien en un bando destacaba el que mos­
traba tres lobos negros sobre un campo rampante, y en el otro, un
gran oso gris erguido sobre sus cuartos traseros. Ambas líneas es­
taban compuestas por gentes dispares, desigualmente equipadas, en
disposición irregular. Había campesinos armados con sus propios
útiles de labranza —azadas, rastrillos, palos y mazas de madera,
hachas—. Aunque también se contaba entre ellos un número im­

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El salón de los caídos 29

portante de hombres experimentados en aquellas cuestiones, su­


pervivientes de combates anteriores, cuyo aspecto resuelto y capaz
y su buen equipamiento para lo que había de venir mostraba que
sabían lo que hacían: guerreros que blandían lanzas y espadas, y
cuyos bruñidos escudos resplandecían bajo el sol.
Para regocijo del dios, el caudillo de un bando se adelantó a sus
filas y, armando el brazo, arrojó su lanza hacia el campo contrario,
dando así inicio al combate, como el propio Padre de Todos lo
hiciera contra los dioses vanes en la primera de todas las guerras.
De algún modo, la noticia de su acción había llegado a los hombres
para convertirse entre ellos en un ritual1.
Se adelantaron entonces las primeras líneas enfrentadas, cada una
de las cuales arrojó piedras con sus hondas a la otra, mientras los
arqueros descargaban sus armas y una nube de flechas surcaba el
cielo en una y otra dirección. Cada cual recibió la lluvia del otro al­
zando los escudos. Tras el intercambio de proyectiles, que derramó
la primera sangre, sendos gritos enardecieron a los hombres y ambos
ejércitos se arrojaron al choque con el contrario, salvando con furia
la lengua de terreno que los separaba. Odín rellenó su copa de hi­
dromiel hasta el borde y se dispuso a disfrutar del espectáculo.
La velocidad de la carga hizo que los contendientes colisionaran
con estrépito espantoso. Pronto se formó un tumulto de cuerpos y
armas destellantes y la pradera quedó convertida en un baño de
sangre. Los hombres se buscaban y se mataban con saña. Por doquier
perseguía el hierro la blanda carne para morderla, cercenando miem­
bros, mientras las pesadas mazas destrozaban cráneos y quebraban
huesos. Los venablos hendían el aire frío y las guadañas que habían
segado mieses segaban ahora una vida tras otra. Hasta quienes per­
dían sus armas se valían de sus dientes y sus propias manos desnudas
para destrozar al contrario y sembrar la muerte.

1 La forma tradicional, entre los vikingos, de dar comienzo a una batalla consistía en
lanzar una jabalina a las tropas enemigas. Con ello, pretendían emular a Odín, quien
arrojó una lanza que se clavó a los pies de Njörd, hecho que supuso el inicio de la
guerra entre los ases y los vanes.

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30 Odín y las runas mágicas

Odín observaba con atención, sin perder detalle. Nada había en


los horrores de la lid que lo repugnara. Al contrario, advertía satis­
fecho cómo, entre la cruel marabunta, se erigían también hombres
escogidos, de talla y aptitudes formidables. Guerreros indómitos y
bien entrenados que sobresalían del resto, ora por su valor, ora por
su destreza, ora por una combinación de ambas cualidades, y lle­
vaban a cabo impresionantes hazañas en el campo de batalla. Por
grande que fuera la impasibilidad con la que el dios contemplaba
cómo aquellas criaturas se aniquilaban, no podía evitar una sensa­
ción de desperdicio cada vez que alguno de aquellos luchadores,
verdaderos colosos entre los suyos, era abatido. Efímera era sin
duda la gloria humana, pensó el dios mientras apuraba su copa.
La feroz batalla se prolongó hasta la caída del sol. La victoria,
exigua, fue para los que peleaban bajo el distintivo del gran oso.
Tres cuartas partes de sus enemigos habían sido aniquiladas. Pero
estos no habían caído sin llevarse consigo antes a más de la mitad
de sus oponentes. El panorama que ofrecía el crepúsculo era deso­
lador. Cientos de cadáveres yacían tendidos sobre el suelo; otros
tantos flotaban inermes sobre las aguas de un riachuelo que flan­
queaba el terreno, sus aguas teñidas de un rojo cruel. El mismo sol
parecía querer acelerar su declive para no contemplar por más tiem­
po aquel cuadro terrible y ocultarlo consigo.
Sentado en el trono, Odín se mesaba la poblada barba mientras
meditaba sobre la escena que se ofrecía a sus ojos. La masacre no
podía conmover el corazón de un dios guerrero. Pero su futilidad sí
ofendía el sentido de lo necesario de un dios tan astuto como él. En
los últimos tiempos, pensó, había desatendido en demasía cuanto
acontecía en el mundo de los humanos. Entre otras cosas, había
dejado de ir a buscar, como había acostumbrado en tiempos, a los
hombres más notables entre los que morían para llevárselos consigo
y evitar que se perdiesen en el oscuro y lejano mundo del Helheim.
Ahora, al contemplar el gran número en que los humanos se daban
muerte, comprendió que no podía permitirse tal negligencia.
Tiempo atrás, durante la guerra contra los vanes, las más auda­
ces diosas del linaje de los ases habían acaudillado un austero con­

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El salón de los caídos 31

tingente formado por gigantes aliados de Asgard y los primeros


hombres caídos en combate que habían llegado al mundo divino,
a los que Odín había decidido rescatar. Aquel puñado de elegidos
se había batido con honor y su intervención, a las órdenes de dio­
sas que habían resultado ser excelentes guerreras, fue providencial
en más de una batalla. El Padre de Todos acarició entonces la idea
de conformar un ejército permanente, con los mejores guerreros de
Midgard, y de construir un cuartel general en Asgard para alber­
garlo, pero primero la guerra y después sus ingentes labores se
habían interpuesto en el cumplimiento de aquel propósito.
No perdería más tiempo. El recuerdo espeluznante de las hues­
tes de muertos que asaltaban Asgard en sus visiones fragmentarias
del Ragnarök no se borraba de su pensamiento. No solo era una
deshonra que la fuerza y la destreza de notables combatientes se
dilapidase de aquel modo —pensó, mientras los buitres iniciaban
su macabro festín en la gran llanura—; no podía permitir que los
caídos fueran reclutados por las fuerzas oscuras que se amadrigaban
en las remotas regiones del mundo de los muertos para luchar
contra los dioses en el Ragnarök. Había llegado el momento de
reclamar para el bando del orden a los más bravos de entre hom­
bres. Para ellos edificaría una morada nunca vista.

Durante las estaciones que siguieron, una febril actividad se apode­


ró de las minas, las canterías, las herrerías y las carpinterías de Asgard.
Enormes cantidades de materiales, desde los más romos y pesados
a los más delicados y preciosos, eran transportados noche y día has­
ta la planicie del Ida. A la vista distante del palacio de Gladsheim
—que acogía las reuniones del consejo de Asgard—, dioses, sirvien­
tes y los gigantes que habitaban allí con la aquiescencia de Odín, se
afanaban sin descanso en la erección de dos gigantescas residencias,
bajo la estrecha supervisión del primero de los dioses.
Jornada a jornada, iban cobrando forma el Valhalla —el «salón
de los caídos»—, que albergaría el ejército de humanos que mar­

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32 Odín y las runas mágicas

charía bajo el estandarte del cuervo, y Vingolf —el «salón de los


amigos»—, la morada de las diosas guerreras que suplirían a Odín
en la tarea de recoger a los caídos y comandarían las tropas.
Confiado en la magnitud de esta fuerza de combate, el señor de
Asgard diseñó la casa que la había de albergar con un tamaño
desmedido. La estructura desnuda del Valhalla, todavía incomple­
ta, se extendía por la planicie hasta donde la vista alcanzaba, simi­
lar al esqueleto varado de un coloso del principio de los tiempos.
—Los hombres habrán de matarse durante cientos de genera­
ciones para colmar los muros de este palacio, padre —dijo Thor,
jovial, tras vaciar una tinaja de agua en su garganta durante un
receso en la faena—. ¿Cuántas puertas ha de albergar?
—Más de medio millar —respondió Odín.
Un estrépito metálico se oyó a sus espaldas. Al girarse, Thor
divisó una columna interminable de carromatos que venían de las
montañas a través del llano. De los remolques rebosantes asomaban
lanzas, escudos y otros pertrechos bélicos forjados en los más nobles
metales. El eje de uno de los vehículos había cedido bajo el enorme
peso y su carga se había desplomado al suelo. A la vista de aquella
gran armería, Thor interrogó a su padre con la mirada.
—El Valhalla no es una mansión de recreo —dijo Odín—. Los
caídos seguirán ejercitándose en las armas entre sus muros.
—¿Y cómo piensas abastecer semejante hueste? —preguntó
Thor, todavía perplejo.
—También eso está previsto —respondió Odín.
Sin añadir más, se acercó a la caravana profiriendo órdenes,
envuelto en el misterio que rara vez dejaba de acompañarlo.

Oculto entre el follaje, el dios observaba en silencio al gran animal


que pastaba en el claro. Era una cabra de tamaño portentoso e
inmaculado pelaje blanco. Erguida sobre sus patas, robustas y cor­
tas, rumiaba con deleite las hojas que acababa de devorar, las mis­
mas que Odín había esparcido previamente en su camino. Al ha­

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El salón de los caídos 33

cerlo, ladeaba la cabeza, agitando la barba rala que crecía bajo su


barbilla. El sabor intenso de aquellas brozas no podía compararse
al de ningún alimento que hubiera probado antes. El primero de
los dioses llevaba días acechándola y acostumbrándola a aquel man­
jar. Aunque tuviera elección, la cabra ya no probaba otra cosa. El
ardid estaba surtiendo efecto.
Tras varias estaciones de trabajos sin interrupción, las construc­
ciones estaban casi concluidas y Odín había solicitado la ayuda
de Freya para añadir el detalle final en el Valhalla. No se trataba de
una cúpula fantasiosa ni de algún aparatoso remache. Quería co­
ronarlo con un motivo vegetal; pero real, no un adorno. Odín había
pedido a la diosa que usara su poder natural para hacer crecer un
árbol sobre el techado. Ahora bien, le rogó que lo hiciera a partir
de un esqueje que le dio él mismo. Freya accedió a aquella petición
tan insólita como intrigante. Utilizando su naturaleza creadora de
vida, hizo brotar el esqueje sobre el salón de los caídos hasta formar
un árbol majestuoso. Solo después el Padre de Todos le reveló que
había tomado aquel esqueje del mismo Yggdrasil, por lo cual el
árbol del Valhalla compartía su misma savia y se mantenía siempre
verde. Odín lo bautizó como Laerad2, «protector del daño». De sus
ramas generosas procedían las deliciosas hojas con las que llevaba
tiempo tentando y habituando a Heidrun, una cabra primordial
que vagaba por los parajes más solitarios y agrestes de Asgard.
Ahora había llegado el momento de llevársela consigo.
Mientras la cabra rumiaba, Odín contempló sus ubres turgentes.
Desde su escondrijo, podía percibir el olor a hidromiel que, mez­
clado con el del pelaje, desprendía aquel depósito inagotable. Aque­
lla era la fuente con la que proyectaba apagar la sed de los mora­
dores del Valhalla. Dándose la vuelta muy lentamente, el dios
abandonó su puesto entre la espesura y enfiló el camino de regreso
hacia la planicie de Ida. Introdujo la mano en su zurrón repleto y,

2 Aunque no existe acuerdo sobre la etimología de Laerad, algunos especialistas sostienen


que puede provenir de *hléradr, cuyo primer componente quiere decir «refugio», de
modo que significaría «el que ofrece protección».

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34 Odín y las runas mágicas

sacando una hoja, la dejó caer al suelo. Así fue haciendo cada pocos
pasos, dejando tras de sí una apetitosa estela. Heidrun no tardó en
detectar el alimento y en seguir el rastro. Primero, a una prudente
distancia; después, acercándose cada vez más.
Durante largo tiempo la guio Odín en la dirección deseada,
hasta que, acercándose ya al Valhalla, Heidrun avistó el gran árbol
que florecía en su tejado y reconoció sus hojas. De inmediato per­
dió toda cautela y, lanzándose en pos de su fresco verdor, trepó a
lo alto del edificio con su natural pericia valiéndose de un terraplén
y no tardó en llegarse al pie de Laerad, para sorpresa de quienes
trabajaban en los últimos retoques de la techumbre. Una vez allí,
una de las ramas descendió ligeramente hasta quedar casi a la al­
tura de su boca. Heidrun comenzó a mordisquear sus hojas con
fruición, ajena a todo lo demás. En adelante, nada podría separar­
la de aquella fuente nutricia, sabrosa e inagotable.
En aquel momento, arribaron también a las inmediaciones del
palacio dos gigantes que portaban con gran esfuerzo un caldero de
cobre de dimensiones descomunales. El dios les ordenó llevarlo aden­
tro. El tamaño del barreño era tal que a punto estuvo de no caber por
una de las enormes puertas. Odín contempló satisfecho los últimos
trabajos, a Heidrun y el enorme caldero, y partió sin más demora,
dirigiéndose de nuevo hacia las espesuras de Asgard. Aquella no era
la única cacería incruenta que tenía que llevar a cabo aquel día.

El alba era todavía una promesa tímida y ferruginosa en el hori­


zonte cuando el señor de Asgard inició la revista de la fila que
componían sus doncellas guerreras. El aire frío de la mañana cor­
taba la piel y los alientos escapaban como rescoldos humeantes.
Las monturas aladas relinchaban, inquietas. Intuían que el viaje y
la jornada serían largos.
En los últimos tiempos, Odín había supervisado también la
ejecución de la mansión de Vingolf. Ahora que estaba casi finali­
zada, había designado a quienes debían seleccionar a los que mo­

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rarían en el Valhalla y conducirlos bajo el estandarte del cuervo.


Las valkirias, «aquellas que eligen a los caídos», formaban para
Odín ante las puertas de su hermoso salón, con sus formidables
pertrechos, listas para partir. Eran las más vigorosas de entre las
diosas de Asgard y las más avezadas en el manejo de sus armas,
contrincantes a las que nadie desearía oponerse. Odín recorrió la
impecable fila y pronunció sus terribles nombres, que resonaron en
la mañana con el fragor lacerante del metal bien templado.
Allí estaban las primeras de ellas, a las que más adelante se
añadirían otras: Geiravör, incomparable en el manejo de la lanza;
Skalmold, mortífera con la espada; Skeggold, impar blandiendo el
hacha; Randgrid, la que defiende y ataca con el escudo; Herja,
devastadora con la maza; Sanngrid y Hild, infalibles con el arco; la
nebulosa Mist, maestra en confundir al enemigo; Sigyn, sin miedo
a nada, y Gunnur, la más alta y fuerte. Sus cabelleras rubias ondea­
ban al viento bajo los cascos como otros tantos estandartes flamí­
geros. El dios les habló con voz potente.
—Tenéis el paso franco por el Bifröst. Heimdall, su guardián,
está al tanto de vuestra expedición. Cruzad pues el puente y llegad
hasta Midgard, donde los hombres se combaten unos a otros sin
descanso. Desempeñad allí la misión que os ha sido encomendada.
Escoged a los más bravos de los caídos en la lid, devolvedles el
vigor en Vingolf y luego conducidlos al Valhalla, cuyos muros se
levantan terribles en esta planicie. Allí, finalmente, los atenderéis
y velaréis por su descanso y su gozo cuando no estén ejercitándose.
¡Partid pues y cumplid con vuestro deber!
Y tal diciendo, palmoteó el costado del caballo de Skalmold,
que caracoleó, alzando sus patas delanteras en el aire. Las guerreras
respondieron a las palabras de Odín haciendo chocar sus armas
contra los escudos con gran estrépito y profiriendo al unísono un
grito estremecedor que contenía el nombre por el que llamarían al
que, a partir de ese momento, tendrían como padre adoptivo:
—¡Sigfodr! —gritaron. «Padre de la Victoria».
Entonces se lanzaron al galope y sus monturas hicieron retum­
bar la llanura. Cuando los cascos dejaron de tocar el suelo, caballos

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36 Odín y las runas mágicas

y jinetes se elevaron en el aire. Ascendieron contra el cielo tene­


broso como una columna terrible, sin perder la formación, y las
sombrías nubes se abrieron para hacerles paso. Antes de desapare­
cer, camino de la pasarela arcoíris, sus armas refulgieron en la bó­
veda celeste con un resplandor verdeazulado.

Situado debajo de los mundos superiores, Midgard se desangraba.


Aquellos que habían salido victoriosos de la gran batalla no ha­
bían logrado imponer su supremacía durante mucho tiempo. La
alianza entre los clanes victoriosos se había resquebrajado a la hora
del reparto del botín y muy pronto se habían conformado nuevas
facciones. La guerra parecía la solución más rápida para zanjar
las disputas, aunque solo portaba dolor y destrucción. Las aldeas
y las granjas eran pasto de la rapiña, cuando no de las llamas. Las
mujeres, desesperadas, elevaban sus plegarias al cielo rogando que
los dioses pusieran fin a aquella desgracia. Pero ¿estaba en el interés
de las potencias divinas devolver la cordura a quienes batallaban
o eran ellos mismos quienes alentaban la sinrazón? ¿Acaso alguna
divinidad cruel se solazaba con las matanzas y se beneficiaba de
ellas? ¿Qué, si no, inflamaba así los pechos de los hombres y los
arrojaba unos contra otros como si fueran lobos?
Dos revueltos contingentes se habían citado al alba para en­
frentarse en un nuevo campo de batalla. En los rostros de los con­
tendientes de ambos bandos asomaba la extenuación, pero en sus
pupilas enrojecidas por la falta de sueño brillaba también la ira.
Cuando ambos grupos estuvieron frente a frente, todos los esfuer­
zos de sus caudillos por llevar a cabo un ataque ordenado fueron
en balde. Poseídos por aquella furia, los combatientes se lanzaron
unos en pos de los otros como en trance, sin esperar ninguna señal.
El choque fue violento y caótico.
Sin que ninguno de ellos se percatara, el cielo se abrió sobre el
tumulto y, emergiendo entre las nubes tormentosas, apareció la
columna de doncellas guerreras, sus cabelleras recortadas contra el

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El salón de los caídos 37

tenebroso firmamento como las estelas de otros tantos cometas.


Aquellos guerreros honorables que, pese a su valor en el combate,
tenían la mala fortuna de caer bajo el metal enemigo eran los úni­
cos que, antes de morir, alzaban los ojos y eran capaces de verlas.

Cuando los elegidos abrieron de nuevo los ojos, no podían dar


crédito a lo que veían. En casi todos ellos estaba reciente aún el
recuerdo del dolor de las heridas que habían causado su muerte y
muchos regresaron de ella con un espantoso alarido. El desconcier­
to inicial fue tanto mayor entre aquellos que habían sufrido un
final fulminante. Se palparon instintivamente el cuerpo, en busca
de la herida terrible que había acabado con su vida cuando una
lanza, un hacha o una espada los alcanzó en el fragor del combate.
Asombrosamente, la herida sanaba a ojos vista sin causarles dolor
alguno, si bien su indumentaria lucía aún los desgarros y las man­
chas oscuras que delataban lo sucedido. Se miraron, presa del pá­
nico primero, perplejos después, tratando de comprender, hasta que
sus ojos quedaron prendados de cuanto los rodeaba y fueron to­
mando conciencia poco a poco del lugar en que se encontraban.
A su alrededor se extendía un inmenso salón con paredes de
piedras blancas y columnas esbeltas y ornadas con piedras precio­
sas que destellaban, colmado en la parte alta de la nave con venta­
nales espigados por donde una luz clara entraba a raudales. Unas
doncellas divinas enmendaban sus heridas y los alimentaban hasta
que estaban repuestos. Los guerreros reconocieron en ellas a las
terribles guerreras que habían distinguido antes de morir, sobrevo­
lando el campo de batalla. Comprendieron que eran ellas, las val­
kirias, quienes los habían conducido hasta el mundo de los dioses
y quienes, dejando de lado sus armas, los colmaban ahora de aten­
ciones. Más de un bravo guerrero se ruborizó al verse cuidado por
una diosa, pero todos abandonaron pronto cualquier escrúpulo y,
apurando sus cuernos de hidromiel, se sumaron con entusiasmo al
regocijo general. ¿Estaban vivos? Era difícil decirlo. Sabían, al me­

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38 Odín y las runas mágicas

nos, que no estaban muertos, no del todo. Habían llegado a Vingolf,


la mansión de las valkirias.
En Vingolf las heridas desaparecían sin dejar rastro y los ánimos
volvían a lo más alto. Cuando los recién llegados estuvieron total­
mente repuestos, las doncellas los equiparon con espléndidas ropas
guerreras, defensas impenetrables y armas dignas de los dioses, y,
tomándolos de la mano, se los llevaron. Entonces, al salir por las
puertas de la morada de las diosas y encaminarse por la llanura de
lda a su residencia definitiva, los guerreros elegidos admiraron por
primera vez el Valhalla, cuya visión les dejó sin aliento.
Resplandeciendo bajo el sol de Asgard, era el palacio más vasto
y más ricamente adornado que jamás hubieran contemplado. Más
de quinientas puertas se abrían en sus formidables muros. Su enver­
gadura colosal permitía que pudieran pasar por ellas miles de hom­
bres al mismo tiempo, para que, en caso necesario, se pudiera movi­
lizar a toda prisa el gigantesco ejército del estandarte del cuervo.
Después de atravesar la más fastuosa de las puertas, Valgrind,
para entrar en el salón de los caídos, la maravilla de los guerreros
aumentó. Los techos eran de una altura tan formidable que se
tardaba un tiempo en distinguir que las vigas que lo sostenían eran
enormes lanzas y que eran áureos escudos los que, trabados con
maestría, conformaban la cubierta. Todas las paredes refulgían, ta­
lladas en los más fastuosos metales, y los grandes bancos que se
extendían corridos a sus pies estaban recubiertos de cota de malla.
No importaba en qué dirección miraran, la vista se perdía en una
sucesión infinita de aposentos inmensos, todos ellos decorados de
aquel modo. Por más que no se viera el sol y no se distinguiera el
horizonte, la escala del edificio era tal que un hombre no se habría
sentido más a sus anchas en campo abierto.
Enseguida, los recién llegados tuvieron ocasión de comprobar
que en la fantástica morada reinaban el júbilo y la algarabía. Largas
hileras de mesas se extendían por las estancias contiguas donde
miles de guerreros festejaban entre alegres cánticos. Las bandejas
de carne humeante circulaban sin cesar, procedentes de una inmen­
sa cocina. Por doquier, las bellísimas valkirias, con su belicoso por­

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te, iban rellenando los vasos y cuernos que se entrechocaban sin


cesar al son de los brindis y la música.
Uno de los nuevos comensales, el bravo Aslak del clan del oso,
quien había sobrevivido a la primera batalla pero no a la segunda,
tomó asiento y miró a su alrededor. Todos los hombres eran como
él, recios y bien formados, algunos verdaderamente corpulentos, y en
todos y cada uno se intuía un formidable guerrero. Conformaban un
ejército inmenso, escogido con ojo experto. Ninguno lucía ya herida
o cicatriz alguna, si bien todos los rostros exhibían una leve palidez
que delataba su extraña condición. Dando por sentado que su propia
tez no sería excepción, Aslak se acercó la mano a la cara.
En ese momento, su compañero de mesa, un veterano en el pa­
lacio llamado Hropp, pareció adivinar sus cavilaciones y, dándole un
fuerte palmetazo en la espalda, lo conminó a beber otro trago.
—Solázate cuanto puedas, amigo —le dijo—. Y disfruta de la
fiesta. El menú que nos deparará el alba es por completo diferente.
Aslak vació su cuerno y, revigorizado por el hidromiel, observó
las bandejas repletas de enormes tajos de carne.
—¿No se agota aquí nunca la comida? —preguntó entonces.
—No tengas cuidado. ¡Nunca verás tu plato desabastecido! —le
respondió el otro, riendo—. Ahora bien, si no te gusta la carne de
jabalí, habrás de habituarte a ella. Por más deliciosa que sea, es todo
nuestro alimento. Verás a veces corretear por los salones del Valhalla
a un jabalí extraordinario, de tamaño colosal. Su nombre es Sahrim­
nir. No has de temerle, pero tampoco oses acercarte a él y mucho
menos intentes darle caza. El cocinero Andhrimnir es el encargado
de matarlo y de prepararlo cada día, cociéndolo sobre el fuego en un
gigantesco caldero mágico. Por obra de los dioses, el jabalí regresa a
la vida cada tarde, solo para ser muerto, cocinado y devorado de
nuevo. ¡Como nosotros, mi buen amigo! —concluyó el veterano,
propinando un codazo cómplice a su turbado interlocutor.
De súbito, cesó la música y las valkirias dejaron de servir. Se
escuchó una voz potente que resonó con autoridad entre las altas
paredes. La figura que presidía la larga mesa a la que se había sido
sentado Aslak se incorporó. Cuando distinguió su ojo tuerto y

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res

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«Al salir por las puertas de la morada de las diosas y encaminarse por la llanura de lda a su
residencia definitiva, los guerreros elegidos admiraron el Valhalla, cuya visión les dejó sin aliento.»

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42 Odín y las runas mágicas

comprendió ante quién se encontraba, a punto estuvo de dejar caer


el cuerno de hidromiel sobre la mesa. Era el mismo Odín Padre de
Todos quien les hablaba.
—Bienvenidos seáis al Valhalla. Esta que contempláis será, a
partir de ahora, vuestra casa. —Odín recorrió los rostros de los
recién llegados con su único ojo y algunos bajaron la mirada, azo­
rados—. Mucho más cálida y confortable sin duda que el negro
abismo de Helheim —añadió el dios, a lo que los comensales más
veteranos respondieron con una sonora carcajada, mientras los
nuevos sentían un escalofrío al oír nombrar la región infernal y el
destino del que habían sido librados—. Festejad ahora y comed y
bebed tanto como gustéis. Esta noche celebramos vuestra admisión
entre los einherjar, la selecta hueste de los caídos, el más inconte­
nible ejército que jamás ha conocido la creación —vociferó Odín.
Los congregados respondieron golpeando la mesa al unísono, ha­
ciéndola vibrar. Emitiendo un sonido gutural, unieron sus gargantas
a los golpes y el palacio entero pareció temblar. Cualquier enemigo
habría palidecido ante aquella hueste resurrecta y su primitivo cánti­
co. Mas no era un enemigo cualquiera al que habrían de enfrentarse
llegado el momento, pensó para sí el primero de los dioses.
—Entregaos al placer y al reposo —prosiguió—, pues al alba
habréis de blandir de nuevo la espada para ejercitaros. Así será cada
jornada hasta el fin de los tiempos, cuando llegue, si ha de llegar, la
madre de todas las batallas. Entonces habréis de demostrar que no
fuisteis arrancados en vano de las garras de la muerte. Entonces
marcharéis a mi lado bajo el estandarte del cuervo y sabréis por qué
habéis de llamarme el Padre de la Victoria.
Y tal diciendo, alzó su cuerno rebosante de vino y se lo llevó a
los labios entre un clamor ensordecedor.

Con la llegada del día, la luz inundó diligente las vastas dependen­
cias del Valhalla. Entre sus muros reverberó el mugido de los cuer­
nos que llamaban a comenzar la extenuante jornada. Eran las val­

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El salón de los caídos 43

quirias quienes los hacían sonar, sacando de su pesado letargo a los


durmientes. Algunos se habían retirado a los extensos dormitorios
comunales, pero los nuevos, en su mayoría, no sabiendo aún donde
dirigirse, durmieron donde la ebriedad los había dejado postrados.
Aslak se incorporó con esfuerzo del duro banco donde había
pasado la noche. Una de las valkirias estaba frente a él. La encan­
diladora sonrisa que lucía la noche anterior había desaparecido
de su rostro. Sus bellos rasgos parecían ahora cincelados en már­
mol. Su expresión era adusta e inconmovible. En sus manos por­
taba una espada y un escudo de excepcional forja, que tendió al
soldado. Este miró a su alrededor y el cuadro que se ofreció a sus
ojos lo impresionó vivamente. Entre las innúmeras columnas del
Valhalla, sus moradores, pertrechados como él para el combate,
se preparaban formando dos bandos, dispuestos los unos frente
a los otros. Las filas de combatientes se perdían adonde la vista
ya no alcanzaba. Aslak contempló a los hombres que tenía en­
frente. Todos ellos parecían rivales diestros y temibles. Hubiera
resultado harto difícil cuál elegir como oponente. Pero la suerte
estaba echada.
A una señal de la valkiria, los guerreros se enfrentaron de dos
en dos, en duelos singulares, cada hombre acometiendo al que te­
nía delante. Pronto se alzó un griterío ensordecedor. El metal cho­
có con el metal, desprendiendo chispas, y el salón de los caídos se
convirtió en un gran campo de batalla. La fiesta había concluido.
Los duelos eran a muerte, si tal podía llamársele en aquel hogar
prodigioso de resurrecciones, y los combates no cesaban hasta que
caía uno de los luchadores. Acto seguido, las valkirias retiraban los
cuerpos de los caídos y los vencedores volvían a emparejarse para
enfrentarse entre sí. Hasta veinticinco adversarios logró doblegar
Aslak antes de ser atravesado por su vigésimo sexto rival. De tal
modo se prolongaba la lucha hasta la llegada de la noche, cuando
solo restaba un puñado de hombres en pie, los más fuertes de cada
jornada, bañados en sangre.
Con la caída del sol, sin embargo, cesaba la brutal ejercitación.
Los caídos cobraban vida de nuevo y las diosas volvían a tenderles

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44 Odín y las runas mágicas

la mano para conducirlos a estancias anejas donde sanarlos y de­


volverlos luego a la fiesta. Tornaba a sonar la música y de la gran
cocina de Andhrimnir salían nuevamente las hileras infinitas de
bandejas humeantes, repletas de la carne asada del jabalí Sahrimnir,
y las ánforas rebosantes del hidromiel de la cabra Heidrun. Los
hombres que se habían combatido de modo implacable durante
todo el día se abrazaban de nuevo para comer, beber y festejar. El
brebaje los reconfortaba y excitaba su ánimo. Los cánticos guerre­
ros volvían a resonar en la negra noche y los combatientes tornaban
a alzar sus vasos para honrar al Padre de la Victoria, que los salu­
daba desde su sitial y se congratulaba, porque la hora grave ya no
habría de pillarlo desprevenido.
Había quien contemplaba el cíclico ritual con otros ojos. Em­
bozada en su capa verde, Freya atravesaba la noche bajo las estrellas
acercándose al gran palacio. El Valhalla se alzaba entre las sombras
como un gigantesco espectro de piedra y el resplandor de las an­
torchas que ardían en su interior le brindaba un aire siniestro. Va­
rias águilas lo custodiaban. Los ecos de las viriles voces y la distan­
te música llegaban hasta la diosa revoloteando por el aire frío.
En verdad era lúgubre aquel festejo, pensó Freya, conforme lle­
gaba a una puerta que permanecía entreabierta. Día a día, noche a
noche, asistía a la conformación de aquella hueste fantasmal. Los
nocturnos cánticos no encogían menos su corazón de lo que lo
hacían los diurnos gritos y alaridos; el entrechocar de las copas no
menos que el de las espadas, a tal punto habían llegado a confun­
dirse unos y otros en sus oídos y en su mente. La rutina de aquel
Valhalla se le antojaba cruel y despiadada. La vida tras sus muros,
un remedo de vida. ¿Por qué rescatar a los hombres de la muerte
para hacerlos perecer nuevamente cada día? No era un don lo que
el Dios Cuervo les concedía al devolverles la vida, pensaba la dio­
sa, sino una maldición. Por más que corriera en abundancia el hi­
dromiel, por más que ninguno de los einherjar conociera el hambre,
el salón de los caídos era también de torturas.
Freya se había atrevido ya a reclamar compasión a Odín, rogán­
dole que dispensara otro trato a los revividos. Pero había sido en

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El salón de los caídos 45

vano. El dios volvía sus acusaciones contra ella, ladinamente, y


sacaba tajada de su aprensión.
—Si no es con la ayuda de tu magia, habrá de ser con este ejército
con quien me enfrente al destino —le había dicho—. Tú menos que
nadie deberías reprocharme que busque la victoria de todo lo vivo.
Freya no había respondido a ese ataque. La crueldad de conde­
nar a los caídos a aquel suplicio cotidiano avivaba en ella sus rece­
los respecto a Odín. Se preguntaba, como tantos otros, si su mano
estaba en las guerras que agitaban Midgard de un tiempo a aque­
lla parte. ¿Era Odín capaz de instigar desde sus alturas la furia
asesina de los hombres con el propósito de engrosar las filas de su
ominoso ejército? De ser así, sus temores tenían todo el fundamen­
to. No habría garantía de que Odín no malversara los secretos del
seid y el enorme poder que conferían. Empleada con medios y fines
espurios, la magia se volvía terrible e incontrolable.
Freya suspiró espiando desde la puerta. Por más taimado que
fuera Odín, seguía sin olvidar el infausto destino al que se enfren­
taba la creación. La lucha continuaba en el interior de la diosa.
Pesaba sobre sus únicos hombros la responsabilidad de la decisión
y se sentía sola. El viento nocturno agitó su capa mientras la fiesta
continuaba en palacio. Freya se dio cuenta de hasta qué punto
añoraba la cercanía y el consejo de su hermano. Frey era su alma
gemela. Y su ausencia se antojaba ya demasiado larga. Tal vez había
llegado el momento de hacerle una visita.

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—3—
Magia oscura

na escolta montada aguardaba la


llegada de la comitiva a caballo de Freya en
los límites de las tierras de Frey en Alfheim.
Tal era la conexión profunda entre ambos
hermanos, que este había percibido su veni­
da y se había anticipado a ella. La diosa son­
rió al ver a Skírnir, fiel sirviente de su her­
mano, encabezando el destacamento.
—Frey ruega que le disculpes por no acudir en persona —dijo
Skírnir tras los saludos de rigor—. Sigue atareado supervisando la
construcción de su palacio. Te ruego que nos acompañes. El viaje
no es largo.
Sobre sus monturas, la diosa y el sirviente encabezaron la co­
lumna, cerrada por la escolta, y, juntos, emprendieron el camino.
Ella había visitado el mundo de los elfos en ocasiones anteriores y
era testigo del surgimiento de la predilección de Frey por aquellas
tierras y por sus peculiares moradores, con los que había desarro­
llado una especial sintonía.
Los elfos eran unos de tantos seres como había hecho germinar
la sangre del coloso Ymir después de ser abatido por el ingenio de
Odín. Los propios dioses se habían encargado después de dotarlos
de conciencia, puesto que habían nacido como criaturas sin razo­
namiento, dirigidas solo por instintos animales, como los humanos
y los enanos —sus parientes lejanos y oscuros—. Desde entonces,
aquella estirpe de seres albos se había abierto paso en la creación,

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48 Odín y las runas mágicas

prosperando en el mundo que les había sido asignado por el Padre


de Todos.
Mientras avanzaban, la diosa miraba disimuladamente a los inte­
grantes de su escolta. Seguía encontrando fascinantes a aquellos seres.
Su palidez no les restaba un ápice de hermosura. Eran esbeltos y
gráciles. Todo en su porte y en sus movimientos desprendía una ele­
gancia natural que resultaba tanto más encantadora por ser indelibe­
rada. Poseían además una extraña cualidad luminosa, que contrastaba
con su carácter reservado y tímido. Eran criaturas de pocas palabras,
pero precisas. Las pronunciaban con voz queda en un lenguaje propio,
musical y delicado. Esta delicadeza, sin embargo, podía resultar enga­
ñosa. Eran resistentes y longevos y, también, enemigos temibles, va­
lientes y fríos en el combate, además de arqueros excepcionales.
A diferencia de los enanos o de los humanos, vivían en extraordi­
naria armonía con el entorno. Su particular luz iluminaba los densos
y umbríos bosques que poblaban gran parte de Alfheim, en el seno de
los cuales se ocultaban muchas de sus ciudades, integradas en la tupi­
da vegetación. Este vínculo especial que tenían con la naturaleza era
el mismo que los unía estrechamente a los dioses de la estirpe de los
vanes, con los que alcanzaban un entendimiento cercano a la consan­
guinidad. Los elfos no poseían los poderes innatos de las deidades
de la fertilidad ni se distinguían por haber desarrollado ninguna
clase de poder mágico, sino que comprendían fácilmente los secretos
de la vida y la muerte y los efectos propiciatorios de los principios
naturales contenidos en las plantas. Su penetración en este género del
saber y el estudio profundo y continuado los habían hecho maestros
en el arte de favorecer o perjudicar la vida. No era de extrañar, pues,
que Frey se sintiera como en casa entre aquellos seres.
La hermosura que Freya veía en ellos y en la tierra boscosa y
exuberante que habitaban la devolvieron a sus preocupaciones, las
mismas que la habían llevado hasta allí. ¡Cuánto más la afectaba la
belleza de lo existente desde que sabía del infausto final al que
estaba condenada!
—Ya llegamos —dijo Skírnir interrumpiendo los barruntes de
la diosa.

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Magia oscura 49

La comitiva ascendió un promontorio y, al culminarlo, apareció


ante ellos un gran edificio de madera, coronado por una alta torre,
aún a medio terminar, en cuya erección trabajaban un gran núme­
ro de elfos. Tras las copas de los árboles se intuía una franja azula­
da y la brisa trajo un aroma salino. «Por supuesto, el mar», pensó
para sí Freya, que sabía a su hermano hijo de su padre.
Una gallarda figura, ataviada con unas ropas sencillas pero rica­
mente adornadas con motivos vegetales, trabajaba como uno más
entre los constructores, solo deteniéndose para departir ocasional­
mente con algunos de ellos sobre el transcurso de los trabajos.
Antes de que los jinetes tuvieran tiempo de aproximarse a ella, se
volvió para recibirlos con una sonrisa radiante.
—Frey… —murmuró la diosa.
—¡Freya! —gritó al mismo tiempo su hermano mientras se
apresuraba hacia ella para abrazarla.
La diosa sintió que había llegado a casa.

Durante los días que siguieron a la llegada de su hermana, Frey le


mostró el proyecto de su nueva morada y los amenos parajes que
lo circundaban. Cuánto más modesta, apacible y acogedora le re­
sultaba a la diosa, en comparación, aquella construcción de made­
ra que parecía brotar de la propia vegetación para asomarse tími­
damente al mar, que el orgiástico y funesto Valhalla. El brillo en
los ojos de Frey delataba su entusiasmo y Freya se alegró por él, si
bien no podía evitar sentir una punzada al constatar que las estan­
cias de su hermano en Asgard serían cada vez más esporádicas.
—Se ha extinguido la sombra de tu melancolía —le dijo en un
determinado momento, tomando su mano en la suya y mirándolo
a los ojos.
Frey detuvo su explicación y sonrió.
—Así es, hermana. Añoro vuestra compañía, bien lo sabes. Pero
creo que al fin he encontrado un lugar donde cumplo los deseos de
nuestro padre y los míos al mismo tiempo. Regresar a Vanaheim

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50 Odín y las runas mágicas

hubiera significado deshacer el pacto de intercambio por el cual se


detuvo la guerra1. Sin embargo, venir aquí como embajador de
Asgard, con el beneplácito de Odín, satisface todas las condiciones.
Me agradan en extremo la vida de este mundo y la estirpe de seres
que lo habitan —dijo, para luego fruncir el ceño, dejando inquieta
a la otra—. Lo que me recuerda que hay algo que quiero mostrar­
te. Ven, acompáñame.
Sin soltar su mano, Frey condujo a Freya hasta sus habitaciones
en el corazón del palacio, que ya estaban finalizadas. Allí conser­
vaba objetos propios de Vanaheim que siempre llevaba consigo
aunque no le fueran útiles fuera de su tierra, donde estaban por
completo alejados de su uso práctico. Había añadido a ellos ele­
mentos curiosos que había encontrado entre los elfos, que llamaron
la atención de la diosa. Frey tomó uno de ellos, un pequeño cuen­
co de metal, finamente labrado.
—He estudiado las habilidades de los elfos con las plantas, cu­
yos conocimientos no son mágicos, como sabes, sino producto de
un estudio afanoso —dijo, mientras le acercaba el cuenco—. No es
raro que para sus preparaciones o sus ungüentos empleen alguno
de estos utensilios.
Freya tomó la pieza en sus manos y, al hacerlo, advirtió los pe­
culiares trazos que figuraban grabados a lo largo de toda la circun­
ferencia. Eran signos esquemáticos, formados con líneas entrecru­
zadas.
—¿Qué es esto? —exclamó ella repasándolos con las yemas de
los dedos.
—Son palabras, palabras secretas, tanto que los elfos solo cono­
cen el signo pero no cómo se pronuncia —asintió Frey—. Desco­
nocen su origen exacto, pero las han hallado grabadas en los tron­
cos de los árboles más venerables en el corazón de sus bosques
sagrados. Pero no grabadas por manos ajenas, desde el exterior con

1 La cruenta guerra entre ases y vanes concluyó con un intercambio de rehenes para
estrechar lazos entre las estirpes. Los de Asgard entregaron al portentoso Hoenir y al
sabio Mimir. Los de Vanaheim, por su parte, cedieron a Njörd y a su hijo Frey.

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Magia oscura 51

algún tipo de instrumento, sino grabadas desde dentro, como si el


propio árbol las manifestara para ellos. Los elfos piensan que son
palabras mágicas y las emplean para potenciar el poder curativo de
sus preparaciones.
La diosa estudió cuidadosamente los signos del cuenco. Ni él ni
Frey podían descifrarlos. Los conocedores de la magia habían sospe­
chado siempre que el seid no era la única manifestación de estos po­
deres que existía en los nueve mundos. Había otras formas de convo­
car a las fuerzas misteriosas que eran capaces de violentar el orden
natural de las cosas. Sin embargo, nadie sabía demasiado de ellas. Por
fortuna —se decía la diosa—, ningún ser individual o mucho menos
ninguna estirpe de los seres vivos era depositaria de un conocimiento
tan completo sobre la magia como los vanes lo eran del seid.
—¿Los elfos conocen otras formas de magia? —preguntó Fre­
ya, incómoda.
—No —respondió Frey viendo su inquietud—. Han descubier­
to solo accidentalmente y con gran costo el efecto a veces benéfico
y a veces perjudicial de algunos signos cuando se aplican de cierta
manera —dijo señalando el cuenco—. Pero tan solo los replican.
No poseen la comprensión de este lenguaje.
—Una escritura secreta con poderes mágicos —murmuró Fre­
ya, cada vez más preocupada.
—Lamento la turbación que te he causado, hermana. No era mi
propósito —adujo Frey tomando el cuenco de las manos de ella y
depositándolo de nuevo en su lugar—. Si alguien poseyera ese
conocimiento y ostentase el poder que otorga, habríamos tenido
noticias de él.
La mirada de la diosa se había extraviado y parecía sumida de
nuevo en sus cavilaciones. Fue Frey esta vez quien cogió su mano
y, fijando los ojos en los suyos, le habló con franqueza.
—¿Qué sucede? Eres tú la que arrastra ahora una larga sombra
de oscuros pensamientos. ¿Qué acontece en Asgard que nubla así
tu ánimo? —Ella sonrió. Nunca habían existido secretos entre ellos.
Frey podía intuir sus barruntes tanto como prevenir sus movimien­
tos. Su gesto se endureció—: ¿Qué quiere Odín de ti?

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52 Odín y las runas mágicas

—Desea aprender nuestra magia. Y que sea yo quien se la mues­


tre. —Freya hizo una pausa, su hermano la escuchaba con aten­
ción—. No es completamente ajeno a las artes del seid. Posee el
raro talento de absorber todo conocimiento con una rapidez y fa­
cilidad asombrosas. Se ha embarcado en un aprendizaje solitario y
salvaje. Su determinación es inquebrantable. Sin embargo, me pre­
ocupan los desastres que pueda causar entre tanto.
—El primero de los dioses es ya muy poderoso —dijo Frey—.
¿Por qué quiere nuestra magia? Creía que la rechazaba, que estaba
proscrita en Asgard.
—Tiene razones para necesitarla, temores fundados. Corremos
un serio peligro. Todo está en peligro, hermano.
La angustia se acumuló en su garganta y le selló los labios. Al
verla tan gravemente afectada, su hermano sintió una sacudida en
su ánimo. Dudó antes de convertir su desasosiego en palabras, pero
finalmente dijo:
—¿Ha visto el árbol?
Ella asintió con un gesto de la cabeza. Latieron las sienes de Frey
al ver confirmada su sospecha y, presa de un agotamiento súbito,
llevó la mano a uno de los pilares de madera que sostenían el techo.
Él jamás había osado hollar el mundo suprasensible, donde habita­
ba el alma de las cosas, porque el dominante flujo de fuerza que lo
saturaba le causaba puro terror. Desde tiempos inmemoriales, se
había contentado en vislumbrar a través de los desgarros, como una
ventana, esforzándose por dar claridad a sus percepciones de aquella
potencia que se intuía vegetal. Si Odín había logrado dominar la
magia lo suficiente como para abrir la puerta, atravesarla y ver el
árbol, tenía mucho más poder de lo que jamás habían supuesto.
Continuó Freya, diciendo:
—Por algún motivo, el gran fresno le ha escogido y le habla solo
a él. Le ha revelado que las fuerzas del caos se preparan en silencio
para regresar y destruir la creación. El final de todo es inevitable.
Sin embargo, Odín no se resigna.
Frey se aferraba a la columna, apretándola con tanta fuerza que
sus dedos se clavaron en ella y la agujerearon. Partiendo desde esa

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Magia oscura 53

herida causada de forma involuntaria, la madera se fue secando,


perdiendo el color y agrietándose a todo lo largo de la estructura
de la estancia.
Rápidamente Freya posó su mano sobre la misma columna y,
suspirando, dejó los ojos en blanco. Por efecto de su contacto, la
madera recuperó el color y la frescura y por toda la sala surgieron de
ella brotes que florecían al instante y se abrían en flores de colores.
—Nuestros secretos han dejado de serlo —murmuró Frey atribu­
lado—. Hace tiempo que el seid ha encontrado acomodo y practican­
tes espurios en regiones remotas y sombrías. Sería terrible para todos
que Odín tuviera acceso a él por medios corruptos. No hay orden sin
caos ni caos sin orden. ¿Cómo distinguir cada cual si no existe su
contrario? El regreso al caos es la tentación permanente de la vida.
Pero si Odín ha de lograr lo que se propone de un modo u otro, es
mejor que sea con tu ayuda. Si es verdad que sus aprensiones están
fundadas, le necesitamos más de lo que él nos necesita.
Las palabras cabales de Frey dejaron a la diosa pensativa. Com­
prendió que, en realidad, la aliviaban. Y que tal vez se había enga­
ñado a sí misma creyendo que acudía a Alfheim para fortalecer su
resistencia.
Los sacó de su ensimismamiento un espeluznante alarido. Rá­
pidamente corrieron afuera, donde el espanto en los rostros de los
elfos que laboraban en el edificio condujo su atención hacia el
corazón del bosque. Allí a lo lejos temblaban las copas de los ár­
boles. Al poco, se vinieron abajo, tronchados como si fueran astillas,
alzando espesas bandadas de pájaros. Antes de que los dioses pu­
dieran reaccionar, decenas de animales salvajes de todo tamaño y
pelaje emergieron de la espesura, corriendo despavoridos en busca
de protección. Frey y Freya se miraron. Acto seguido, y sin proferir
palabra, se internaron en la fronda en busca del peligro.

Lo que vieron entre la arboleda los dejó estupefactos. Tres figuras


monstruosas avanzaban sembrando la destrucción a su paso. Por

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54 Odín y las runas mágicas

su envergadura, semejaban gigantes. Sus rasgos, sin embargo, es­


taban deformados. Pronto mostraron también su crueldad, aplas­
tando sin motivo aparente cuantas formas de vida se movían a su
alrededor. Una manada de jabalíes rezagados se vio frente a ellos,
y en lugar de huir, tuvo el coraje suficiente para intentar hacerles
frente, pero sucumbieron de manera pavorosa. Atrapándolos entre
sus manos colosales y nervudas, los monstruos quebrantaron sus
duros cuerpos como si fueran ramas. Una de las bestiales criaturas
usó su boca para arrancar de cuajo la cabeza de su presa y escupir­
la después.
Viendo que el bosque se hallaba intacto a su espalda y, de he­
cho, en todas direcciones, se hacía imposible saber por dónde ha­
bían venido y cómo no habían sido avistados antes. Por lo que
parecía, los tres monstruos habían emergido de la nada, de forma
repentina, y sin motivo claro, se conducían con una furia inusita­
da, casi incomprensible, colisionando con cuanto les salía al paso,
ya fueran árboles o peñascos. Era de esperar que hicieran lo mis­
mo ante cualquier construcción.
Frey y Freya, petrificados por cuanto contemplaban, no acer­
taban a comprender su presencia en la tierra de los elfos. Si eran,
en efecto, gigantes moradores de Jötunheim, ¿cómo habían salva­
do los negros espacios entre los mundos para llegar hasta allí? Solo
algunos dioses, aun los más poderosos, podían viajar por aquellos
territorios gélidos sin necesidad de convocar al puente Bifrost. Si
aquellos seres habían culminado aquel trayecto sin ser descubier­
tos por los extraordinarios sentidos de Heimdall, el guardián del
puente que vigilaba desde Asgard2, tenían que pertenecer a una
clase de criatura notablemente poderosa y, por tanto, de mucho
peligro.
Los invasores proferían alaridos guturales, apenas articulados,
y sus movimientos, si bien letales, se tornaban erráticos por mo­

2 Heimdall, el hijo adptivo de Odín, estaba dotado de un finísimo oído y una aguda
visión. En virtud de estas cualidades, el Padre de Todos le había encargado la custodia
del Bifröst, el puente de entrada a Asgard.

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Magia oscura 55

mentos. Dos de ellos se enfrentaron entre sí por alguna cuestión


inextricable y estuvieron a punto de hacerse pedazos, mientras el
tercero, enfrentado a un escollo compuesto por un peñón de roca
maciza, acometió repetidamente contra él, empecinado en hacer­
lo añicos hasta herirse la frente en lo que parecía mera ansia de
destrucción.
Los dioses aprovecharon ese momento de desconcierto para
pasar a la ofensiva. Frey hincó la rodilla y puso las manos sobre el
suelo, su rostro oculto entre la brillante cabellera. La vida vegetal
sumergida en la tierra no tardó en responder a su llamada y el
suelo comenzó a vibrar. La vibración se convirtió muy pronto en
un chasquido cuando el lecho del bosque se resquebrajó bajo los
pies de las criaturas y a través de las fracturas brotaron raudas
decenas de tallos bulbosos que ascendieron furiosamente en espi­
ral, enredándose en las piernas de los monstruos.
Mientras tanto, Freya no había perdido el tiempo. Abiertos en
cruz entre dos árboles, sus brazos habían adquirido una textura
leñosa. Sus manos habían desaparecido, indistinguibles de los propios
troncos con los que se habían fundido. La diosa inspiró profunda­
mente y los árboles se hincharon con su pecho. Luego cerró los
ojos y, concentrándose, pareció convocar en su ayuda al bosque
entero. Echó el peso de su cuerpo hacia delante, doblegando con­
sigo los poderosos troncos. Cuando tornó a abrirlos, sus ojos es­
taban velados.
Impulsadas por aquel gesto, las ramas se proyectaron hacia de­
lante, alargándose y multiplicándose en nuevas bifurcaciones y
derivaciones que se buscaban unas a otras en el aire sin dejar de
avanzar, conformando a una velocidad pasmosa nuevos brazos
nudosos que pronto rodearon las extremidades superiores de los
enemigos con la misma saña con la que los bulbos habían aprisio­
nado sus piernas.
El contraataque de los dioses pareció surtir efecto. Asaltados
desde el suelo y desde el aire por múltiples tentáculos vegetales,
los monstruos quedaron desconcertados y momentáneamente in­
movilizados. Sn embargo, no tardaron en revolverse, tensando sus

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56 Odín y las runas mágicas

prodigiosos músculos para romper la presa. Tan pronto lograban


liberar alguna de sus manos, se afanaban por liberar con ella el
resto de su cuerpo, despedazando los tallos serpenteantes. Frey y
Freya redoblaron sus esfuerzos, pero las criaturas, imbuidas de un
frenesí irracional, terminaban por desbaratar antes o después el
mortífero abrazo.
Superada la sorpresa y el terror iniciales ante la inédita invasión,
un buen número de elfos acudieron en ayuda de los dioses. Arma­
dos de arcos y flechas, treparon a los árboles para asaetear a los
monstruos desde diferentes posiciones. Una lluvia de dardos se
abatió sobre las criaturas. Los proyectiles no tenían la longitud ni
la fuerza necesarias para atravesar sus gruesas pieles y dañar los
órganos vitales, pero sí para producir un intenso dolor. Emitiendo
espeluznantes bramidos, los invasores se abalanzaron con furia
ciega contra sus oponentes. Pero los elfos habían recuperado la
templanza de ánimo y se movían con asombrosa agilidad, buscan­
do los deformes rostros del enemigo con sus flechas.
Entonces ocurrió algo que heló la sangre en las venas de Frey
y Freya. Una de las bestias farfulló palabras incomprensibles y, acto
seguido, una llamarada de fuego brotó de una de las palmas de sus
manos. Los árboles se incendiaron a sus pies y cayeron al suelo los
elfos arqueros que se habían encaramado a sus copas envueltos en
llamas, donde perecieron sin proferir un solo grito. Los dioses
intercambiaron una mirada de tribulación. Sí, habían oído lo mis­
mo: las trabadas palabras del monstruo habían producido aquel
efecto. El ataque de aquellos seres se tornaba por momentos más
extraordinario y lleno de acontecimientos graves.
Viendo que los monstruos se habían deshecho definitivamen­
te de su presa vegetal y avanzaban como una tromba hacia los
elfos, en cuya dirección hallarían sus moradas, los dos hijos de
Njörd volvieron uno junto a otro para ponerse en su camino y
alzaron los brazos para invocar un nuevo portento de la naturale­
za. Negros nubarrones comenzaron a formarse entonces sobre los
combatientes. Cuando los dioses avanzaron los brazos hacia las
bestias como señalándolos con un venablo, su gesto fue seguido

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«Una de las bestias farfulló palabras incomprensibles y, acto seguido, una llamarada
de fuego brotó de una de las palmas de sus manos.»

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58 Odín y las runas mágicas

de un zumbido que fue creciendo hasta hacerse ensordecedor. Las


nubes oscuras que se formaban en lo alto resultaron no ser nubes
de tormenta, sino estar muy vivas. Demasiado tarde los monstruos
advirtieron que eran gigantescos enjambres de abejas los que se
precipitaban sobre ellos.
Ya se abatían los monstruos contra los propios dioses, cuando
la miríada de insectos los envolvió. Ofuscados por la densa nube,
comenzaron a bramar, y, cuando aquellas bocas enormes se abrie­
ron, las abejas, comandadas por los dioses, se lanzaron en tropel
en su interior, buscando en sus gargantas momentáneamente des­
protegidas una vía de entrada a sus puntos vulnerables. Cuantas
más lograban su propósito, más lacerante era el dolor y menos
podían aquellas bestias reprimir sus gritos y contrarrestar el insi­
dioso ataque. Se revolvieron y contorsionaron durante largo rato
entre atroces dolores, hasta que exhaustos, aguijoneados implaca­
blemente por fuera y por dentro, fueron cayendo uno a uno al
suelo, donde quedaron tendidos e inermes.
Invocando a los vientos, Frey contuvo el fuego para que no se
extendiese y dispersó a las abejas con la misma celeridad asom­
brosa con la que su hermana las había convocado. Empapados y
agotados por el esfuerzo, los dioses se acercaron a los cuerpos
inmóviles de aquellos monstruos. Al examinar de cerca a los ene­
migos abatidos, pudieron constatar lo extraño y terrible de su as­
pecto. En efecto, se trataba de gigantes de Jötunheim, pero sus
rasgos estaban horriblemente desfigurados, como animalizados.
Las narices semejaban más bien hocicos y de sus bocas laceradas
asomaban colmillos malformados.
A una de ellos, Frey le arrebató el gran anillo que lucía en uno
de los dedos. Mostraba inscripciones talladas con los signos que
acababan de estudiar en el cuenco de los elfos. Lo dejó en manos
de su hermana para que los inspeccionara. Las palabras secretas de
los árboles.
Un breve examen reveló que los tres gigantes deformes porta­
ban objetos mágicos similares, con oscuros trazos grabados en
ellos. Podía sospecharse que procediesen de Svartalfaheim, a juz­

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Magia oscura 59

gar por los metales con que estaban forjados y la maestría de la


ejecución, propia de los enanos. ¿Acaso habían llegado también a
aquel mundo las diferentes formas de la magia?
—Tal vez —admitió Frey—. Pero ¿cómo han acabado estos
objetos en Jötunheim? Tuvieron que comprarlos o arrebatárselos
a algún intermediario.
En ese momento, repararon en que uno de los gigantes trataba
sin éxito de articular alguna palabra. Como si quisiera pronunciar
una fórmula mágica o una letanía, parecía aprisionado en un bucle.
Solo lograba emitir una y otra vez un sonido gutural y obsesivo,
una palabra que parecía certificar su ahogo.
—Signos mágicos y hechizos. Parece que Odín no es el único
que intenta someter la naturaleza a su dominio —dijo Frey.
Su hermana contemplaba la destrucción circundante, desaso­
segada. Por mucho que quisiera extremar su prudencia, aquellos
eran sucesos muy graves que no podían quedar sin conocimiento
en Asgard.
Llevando consigo a una de aquellas criaturas como prisionera,
los dos hermanos partieron sin demora.

Después de haber descendido del trono Hlidskjalf hasta los pies


de la escalinata, donde le aguardaban los hijos de Njörd con sus
ominosas nuevas, Odín Padre de Todos observó largo rato los
trazos que adornaban el anillo mágico que le habían entregado.
Sentía un estremecimiento en sus adentros. Sin corresponder­
se exactamente con los signos que había visto en su último viaje
al corazón de Yggdrasil, la grafía no dejaba duda de que pertene­
cían al mismo alfabeto, el alfabeto oculto. Sabía de tiempo atrás
que los elfos realizaban inscripciones en sus objetos rituales y que
los enanos adornaban sus obras de modo parecido. Pero jamás
había pensado que fuesen una misma forma de escritura y que se
trataba de alguna clase de magia. Había de ser sin duda una magia
arcana, anterior a los dioses, que solo el gran fresno conocía al

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60 Odín y las runas mágicas

completo. ¿Cuántos secretos guardaban todavía los nueve mundos


que sostenía el árbol? El tiempo para conocerlos todos se acababa...
Odín comprendía ahora a qué atendía la visión de las nornas
en el nudo del árbol. Lo que todavía no lograba discernir eran los
motivos de Yggdrasil y se debatía entre dos sentidos contrapues­
tos. No sabía decidir si el gran fresno había intentado mostrarle a
su manera la existencia de aquellos signos o si, bien al contrario,
habiéndose colado él donde le estaba prohibido, el árbol quería
impedir que accediera a ellos.
Por su hermetismo y su poderío, que obligaban a no pronun­
ciarlos más que en un susurro, dio a aquellos símbolos el nombre
de «runas»3. El dios intuía, llevaba tiempo haciéndolo, que el
lenguaje, ciertas palabras adecuadas, ciertos sonidos, ciertos sím­
bolos, eran la llave del indómito poder de la creación. Pero ¿cómo
embridar lo que embridaba a su vez esos poderes? ¿Qué arte
permitía descifrarlo y encapsularlo, hacerlo independiente de la
presencia?
No alcanzaba a imaginar cómo habían llegado a un conoci­
miento tan sutil unos seres tan abyectos. Odín posó de nuevo su
ojo sobre el gigante de aspecto monstruoso que le habían traído
envuelto en cadenas y sumido en un sopor febril causado por el
efecto de las picaduras de las abejas. Yacía tendido sobre el suelo
del gran salón de aquel sagrado palacio, Valaskjalf, que mancillaba
con su mera presencia.
—Es inútil interrogarlo. Su pensamiento está irreversiblemen­
te corrompido. —Frey le golpeó el costado con desprecio.
Odín se acercó al monstruo, le puso la mano sobre la frente
hinchada y, cerrando los ojos, escuchó sus adentros. Seguía ancla­
do en algún vocablo que ya no era capaz de pronunciar, un sonido
angustioso, quizás asociado con alguna de aquellas palabras, que
repetía una y otra vez.

3 Es probable que el término «runa» provenga de la raíz protogermánica o protocelta


*runo-, que quiere decir «sabiduría», «secreto», «magia» o «susurro». Por tanto, los
símbolos rúnicos tendrían un carácter mágico y secreto, a la vez.

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Magia oscura 61

—De algún modo, los gigantes han usado los poderes que ac­
tivan estos signos para cruzar el espacio etéreo que separa los
mundos. —Odín esgrimía el anillo frente a los hijos de Njörd—.
¿El seid puede haber revelado en visiones a los gigantes algunos
de estos signos secretos, estas «runas»?
Los dos hermanos asintieron sin dudarlo.
—Pero es un uso imprudente de la magia —se apresuró a ra­
zonar Freya—. Estos seres experimentan sin juicio alguno, por los
caminos más rápidos, que son los más ciegos, violando los límites
de modos dañinos, contra los principios de la vida si es necesario.
Sus débiles mentes no pueden soportar tal subversión de lo razo­
nable. Las prácticas oscuras de la magia consumen su pensamien­
to y su cuerpo. Es la magia oscura contra la que te previne. Ahí
tienes sus resultados.
Odín frunció el ceño y bajó el anillo:
—¿De verdad pretendes ver en esto una prueba de tus admo­
niciones? —rugió—. ¿Por qué no una advertencia del peligro al
que nos enfrentamos? —Freya le sostuvo la mirada por un mo­
mento, pero, ante el intenso furor que ardía en su ojo, finalmente
tuvo que bajar la mirada—. No quisiera reteneros por más tiempo.
Debéis de estar agotados.
Los hermanos se despidieron cortésmente y abandonaron la
sala, dejando al señor de Asgard en silencio. Conforme se alejaban
de él en dirección a las grandes puertas, Frey se volvió hacia su
hermana, murmurando:
—¿Acaso has tomado ya tu decisión?
—De repente, nada parece a salvo —suspiró Freya obligándo­
se a no desviar su atención de la salida.
Tan pronto como llegaron afuera, las puertas se cerraron a sus
espaldas con un gran estruendo. Solo entonces Frey se atrevió a
ponerse frente a ella y cogerla de las manos.
—El peligro es demasiado cierto. Y nuestro poder, aunque
grande, es limitado. Odín Padre de Todos es nuestra esperanza.
Freya seguía turbada. En la distancia, muy a lo lejos, se insi­
nuaba el magnífico puente del Bifröst. Tras los sucesos recientes,

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62 Odín y las runas mágicas

la pasarela irisada que guardaba el paso de Asgard se antojaba


menos imponente que de costumbre, repentinamente vulnerable.
Quién sabe qué terribles males podrían desembarcar un día no
muy lejano en los hasta ahora inexpugnables mundos de los dioses.
—Muéstrale los secretos de nuestra magia, pero véndelos caros
—insistió su hermano mirándola a los ojos brillantes—. Penetra
tú también en sus dominios y cóbrate excelentes trofeos, consigue
algo de aquello a lo que solo él tiene acceso. Que no quede tanto
poder en unas únicas manos. Sé que obrarás adecuadamente. Tie­
nes la sabiduría de nuestro padre.
Frey besó a su hermana en la frente y una lágrima surcó sigi­
losa su mejilla. Luego los hermanos intercambiaron una última
mirada. Frey quería viajar de regreso a Alfheim sin perder más
tiempo.
Dentro del gran salón palaciego, Odín quedó a solas con la
criatura balbuceante. La rodeó para examinarla mejor. Nunca ha­
bía albergado dudas sobre lo que las nornas y el gran fresno le
habían revelado en sus visiones. Aquella, sin embargo, era la pri­
mera prueba fehaciente y palpable del terrible destino que aguar­
daba a la creación. Si el mundo había de lidiar con aquella nueva
clase de seres, bien había de darles un nombre. Los «hechizados»,
pensó en primer lugar. Aunque, para ser más precisos, como víc­
timas de su propia malquerencia, tal vez fuera adecuado llamarlos
simplemente «los que hacen magia para hacer daño», esto es,
trolls4.

¿Estaba por fin dispuesta a compartir sus secretos? El corazón de


Odín se aceleró cuando recibió el mensaje de Freya. Largo tiem­
po la había perseguido sin éxito y solo los últimos acontecimien­
tos podían haber cambiado su parecer. El dios ardía en deseos de

4 El sustantivo troll del nórdico antiguo significa «demonio», «hombre lobo» o «gigante».
El verbo trylla, por su lado, quiere decir «encantar, convertir en un troll».

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Magia oscura 63

culminar su aprendizaje, pero temía que hubieran perdido un


tiempo precioso.
Ella había escogido para la entrevista un rincón de Asgard
apartado pero exuberante. Vestida con una túnica verdeazulada y
vaporosa, aguardaba al primero de los dioses en un recodo de un
riachuelo en el que las aguas mansas y cristalinas se demoraban
formando una poza oscura. En la orilla crecían varios olmos y
sauces. El intenso olor de la madreselva y las flores silvestres im­
pregnaba la atmósfera. Cuando Odín llegó hasta allí, la atractiva
figura de Freya se le antojó la de una planta fascinante que hubie­
ra adquirido repentinamente los dones del habla y la movilidad.
Sus ojos destellaban con una intensidad desbordante que Odín
solo recordaba haber visto en los de la maga Gullveig. Sus labios
rojos semejaban un fruto maduro.
Cuando él la alcanzó, ella mantuvo la distancia, contemplán­
dolo en silencio, mecidos los dos por los sonidos del bosque. Odín
esperaba escuchar las palabras anheladas con tanto deleite como
cautela. Conocía a Freya. Sabía que estaban allí para negociar. Por
fin, la diosa manifestó lo que albergaba en su pecho:
—Construirás para mí el palacio más fastuoso que jamás haya
conocido Asgard, tal como prometiste —afirmó con rotundidad.
Odín guardó silencio por un momento. El riachuelo saltaba
entre las piedras a sus pies para calmarse luego al llegar a la
laguna.
—Así será —concedió finalmente el Padre de Todos.
La diosa recibió las palabras con gesto impasible, como si la
transacción no le satisficiera lo más mínimo.
—Pero quiero más que un palacio —añadió entonces.
La aparente calma de Odín se turbó. ¿Qué pretendía Freya?
Fue la codicia de Gullveig y no sus ojos lo que rememoró ahora.
¿Eran todas las diosas de los vanes iguales, al fin y al cabo? Ante
su silencio, la diosa prosiguió con su demanda:
—De poco me vale una morada regia si no tengo sobre quién
reinar. Quiero un mundo propio, como tienen todos los tuyos; el
gobierno de una región próspera y habitada.

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64 Odín y las runas mágicas

El señor de Asgard frunció el ceño.


—Es tu padre el primero de tu estirpe. Y los elfos ya se han
decantado por tu hermano —replicó—. ¿Quieres ser señora de los
enanos? ¿De los humanos, acaso?
La diosa negó con la cabeza.
—Quiero a la mitad de los caídos en las batallas de Midgard.
En su camino de regreso, las valkirias depositarán mi parte de su
pasaje en mi palacio y la otra en el Valhalla.
—Eso es imposible —respondió Odín, sin esconder su irrita­
ción por la osadía de Freya—. Necesito a cada uno de esos hom­
bres.
—Es la condición para nuestro pacto —respondió Freya in­
flexible—. Si llega el día de la última batalla, me uniré a ti y mi
hueste luchará bajo tu estandarte, porque entonces será tuya. Me
comprometo a ello. Hasta entonces, habitará en mis dominios
como yo considere más adecuado.
Odín gruñó, aunque más molesto por tener que conceder más
de lo que había pensado que porque hubiese verdaderas dificulta­
des para otorgarlo.
El olor de la madreselva era tan penetrante que resultaba em­
briagador. El delicado sonido de los pájaros se confundía con el
del rumoroso arroyo. Un viento suave meció la hierba ribereña que
rodeaba la poza. ¿Era la propia hechicera la que orquestaba aque­
lla puesta en escena? Todo cuanto los rodeaba, incluida ella —los
ojos fieros, los labios entreabiertos, los turgentes senos—, irradia­
ba sensualidad y persuasión.
El dios sintió el impuso irrefrenable de besarla, la deseaba has­
ta dolerle. El precio que exigía era alto. Pero el objetivo final bien
lo valía. Poseería todos sus secretos, todo lo que escondía su pen­
samiento, su alma, su cuerpo.
—Tendrás lo que pides —dijo finalmente Odín, acercándose a
ella, que no reculó ni parpadeó si quiera, sino que permaneció a la
espera de su abrazo—. Todo lo que quieras, todo lo que puedan
pronunciar estos labios. —Acercó el rostro al de ella, sus labios a
los otros hasta oler el aliento fresco y vegetal de la diosa—. No hay

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Magia oscura 65

límites para lo que puedo regalarte. —Fue a abrazarla—. ¿Cuándo


comenzamos? —preguntó rodeándola con sus brazos todavía
poderosos.
Freya rio con una carcajada musical que desbarató el beso fur­
tivo del dios, porque sonaba lejana. Los árboles, la hierba, el río,
las flores y hasta los pájaros parecieron reír con ella, que no estaba
allí. Una vez más, Odín se vio abrazando el tronco de un árbol
revestido por la hiedra.
«Creo que ya lo hemos hecho», resonó en su cabeza, perdién­
dose en la distancia o quizás en el recuerdo.

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—4—
El largo camino

urante muchas jornadas se prolongó el en­


trenamiento permanente y secreto en el
que la maestra y el aprendiz tuvieron oca­
sión de sorprenderse mutuamente con sus
respectivos talentos. Como buscaban a
menudo el abrigo de las estancias más re­
coletas del palacio de Valaskjalf y a menu­
do se perdían juntos en los bosques, pron­
to corrieron rumores a los que ellos permanecieron ajenos.
Pero los avances tenían un claro freno: Odín, siempre en guar­
dia, no llegaba a abandonarse en manos de Freya, evitaba mostrar­
le sus vulnerabilidades. Por ese motivo, ella intentó darle una cura
de humildad. Prometiéndole una lección decisiva, tan intensa que
había de llevarse a cabo en aislamiento, le pidió que se trasladaran
al refugio del dios en las montañas de nieves perpetuas.
Una vez se acomodaron allí, la lección dio comienzo una ma­
ñana en que ella tomó un pañuelo negro que luego acercó al rostro
de él, diciendo:
—Para aprender a ver, primero hay que aprender a escuchar.
—El instinto de Odín fue recular, tan presente seguía en su recuer­
do el dolor del antiguo sacrificio de su ojo ausente—. Naciste con
la capacidad divina de comunicarte con lo existente —argumentó la
diosa—. Pero bien sabes que solo dominas lo inerte y que lo vivo
se te escabulle entre los dedos. Déjame mostrarte el camino, tal
como me pediste.

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68 Odín y las runas mágicas

La limpieza de la mirada de Freya lo desarmó. Situándose a su


espalda, ella le colocó la venda, que pronto sumió al dios en una
tiniebla absoluta, tanto que era imposible. Probablemente, pensó
Odín, la tela estaba impregnada de alguna sustancia insidiosa.
—Respira y escucha —le decía Freya—. Usa tu capacidad in­
nata. Tienes el poder de escuchar la creación y de hablar con ella.
Pero tu propia intensidad, tu grandeza, la conciencia de quién crees
ser, todos esos límites te ciegan. Despójate de ti. Olvídate. Con­
céntrate en lo que no es tú.
Así lo intentó Odín, empleando sus poderes de nacimiento, que
siempre habían topado con el límite infranqueable de lo vivo.
Transcurrieron varios días en las lejanas montañas nevadas en que
los dos permanecieron en silencio, él guiado siempre por la sabia
mano de la diosa a través de la nieve o descendiendo a los bosques
más bajos. Puesto que Odín tenía muy presente el mundo, con todas
sus partes y todo lo que contiene, ella le pidió que se lo representara
en el pensamiento como si lo tuviese delante, a través de la capacidad
del oído. De ese modo, poco a poco, los sonidos fueron construyen­
do en la oscuridad en que vivía el dios formas imprevistas y revela­
doras. En medio del aparente silencio, lo vivo no paraba de manifes­
tarse, de comunicarse con miles de lenguajes distintos, pero
emparentados, donde era posible encontrar relaciones.
Por la noche, sentados junto al hogar, Freya quemaba sustancias
y ahumaba elementos de extraños olores que les saturaban los pul­
mones. Entretanto, murmuraba para sus adentros un agónico ge­
mido. En la oscuridad, Odín se esforzaba por entender aquellas
disposiciones y por analizar sus efectos antes de verse vencido por
ellos y caer en aturullados sueños.
Momento a momento, la música de la creación se iba desple­
gando a su alrededor de manera sutil y compleja. Lo que había
comenzado siendo el ruido confuso del mundo se iba transforman­
do en una grandiosa eufonía en la que era posible discernir cada
elemento, cada detalle, identificarlo, situarlo, comprenderlo. Hasta
que, finalmente, la oscuridad sonora dejó de ser también oscuridad
y los hedores extraños se volvieron el aroma del mundo. En la

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El largo camino 69

mente de Odín brotaron fácilmente las imágenes que acompañaban


los sonidos y los olores. Muy lentamente, las barreras entre el afue­
ra y el adentro se fueron difuminando hasta dejar paso a un nuevo
campo sensorial híbrido y mucho más amplio que la mera vista.
Al cabo de los días, Odín percibía la realidad de otro modo, u
otra realidad de las mismas cosas, como si estuviera sumergido en
un perpetuo y profundo ritual seid.
—Ahora empiezas a ver —escuchó el dios que la diosa le su­
surraba al oído, mientras germinaba bajo su párpado cerrado, como
si fuera una planta, una imagen de la diosa en la actitud y posición
exactas que había adoptado al hablarle.
Freya lo mantuvo a oscuras otro poco, pero ahora, mientras
permanecía a su lado, entonaba cánticos, salmodias hipnóticas y
repetitivas que, por su insistencia y la ausencia de otros estímulos,
se grababan en la memoria de Odín una a una. Bajo su tutela, la
diosa le permitió cantarlos cuando vio que estaba preparado. Des­
cubrió entonces que representaban imágenes danzarinas en la os­
curidad de su ojo vendado, imágenes de lo que había sucedido y de
lo que tal vez estaba sucediendo, pero también de lo que quizás
sucedería. Odín sabía que no eran reales. Pero sin duda sus causan­
tes eran los cánticos, tanto por las palabras que contenían como
por su melodía y su ritmo. Acelerando o ralentizando la letanía, el
dios se percató de que podía controlar el ritmo del flujo de imáge­
nes. A las órdenes de su maestra, practicó para hacer de su respi­
ración una forma de control de sus viajes a través de las visiones.
En los días siguientes, Freya le enseñó a un Odín todavía ven­
dado a preparar un sinfín de pócimas, filtros, polvos y amuletos a
partir de toda suerte de elementos, algunos comestibles, otros tó­
xicos; los más, repugnantes; sabrosos, los menos. Preparaciones que
potenciaban algunas capacidades y disminuían otras; burlaban los
sentidos de muchas y variadas maneras; hacían percibir lo que no
existía y no percatarse de lo que se tenía delante; azuzaban el peor
temor —el pánico atávico— de quien las tomaba o lo volvían del
todo insensible al miedo, a todas las pasiones e incluso al dolor, de
modo que, habiendo perdido una pierna, un brazo o tal vez ambos,

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70 Odín y las runas mágicas

pretendiera levantarse y continuar su camino como si nada. Odín


experimentó uno a uno los efectos, porque todos los probaron con
él. Así aprendió que, al igual que sucedía con los diferentes cánticos,
cada viático poseía cualidades específicas que podían modularse
según las proporciones de los ingredientes.
Al cabo de largas semanas de adiestramiento, el Padre de Todos
tenía en su poder un flamante manojo de llaves arcanas, cada una
de las cuales abría alguno de los múltiples caminos del seid. Pero
faltaba por ver si era capaz de orientarse por el camino más impor­
tante, el que comunicaba con la dimensión más allá de los sentidos,
aquella en la que Yggdrasil se hacía presente.
—Ha llegado el momento —dijo Freya una mañana—. Estás
preparado para volver a abrir la puerta.
Odín hizo ademán de retirarse la venda. La diosa le detuvo, apar­
tándole la mano suavemente. Luego se acercó a su rostro, aunque no
para hablarle al oído, como solía, sino de frente. Oliendo la cercanía
de su aliento, ya se la representaba el dios dentro de su cabeza be­
sándole en los labios y creía notar su sabor dulce y húmedo. Pero ella
le besó en la mejilla con la ternura de una hermana.
—Confío en ti —le susurró.
Y luego lo abandonó en la estancia. Odín oyó cómo recogía sus
pertenencias, que había dejado preparadas, y salía del refugio.

Odín se había encerrado en la sala más recóndita del refugio, a la


que se accedía por una empinada escalera de caracol tallada en
la roca. Una vez allí, sin más iluminación que la del fuego de la
chimenea, había extendido sobre la mesa un misceláneo muestra­
rio de restos vegetales, animales y minerales que había recogido en
el bosque y agrupado por clases. A pesar de la venda que ceñía su
cabeza, se movía por la estancia y manejaba los instrumentos como
si tuviera la vista descubierta, ya no por el tacto o por el olor, sino
porque tenía la conciencia exacta de la habitación y su contenido,
sabía dónde estaba todo como sabe el cuerpo donde tiene los dedos.

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El largo camino 71

Después de alimentar bien el fuego de la chimenea, tomó un


tizón y trazó con él un círculo que ocupaba gran parte del suelo.
En su perímetro fue disponiendo los objetos recolectados: piedras
con extrañas formas, huesos, excrementos de animales y varios
amuletos confeccionados por él mismo, según lo que había apren­
dido. Luego, tomando un mortero, introdujo en él varias raíces y
las machacó concienzudamente junto a una lasca de lazurita hasta
obtener un polvo azulino. Se quedó con el mortero en la mano.
Una vez juzgó que todo estaba listo, arrojó al fuego varias ramas
aún verdes y tiernas y se situó frente al hogar, en el centro del
círculo. Muy pronto, el humo comenzó a llenar la estancia. Cuan­
do Odín empezó a sentir el mareo producido por la bruma tóxica,
arrancó a entonar una letanía. Su voz grave se fue alzando hasta
reverberar en la estancia, ya envuelta en una nube. Sumiéndose
poco a poco en la cadencia hipnótica de su propio canto, comenzó
a girar dentro del círculo, primero lentamente, luego cada vez más
deprisa, al tiempo que su respiración se aceleraba.
Sintió entonces que su cuerpo se hundía en un torbellino líqui­
do. Supo que se acercaba el momento decisivo para el salto y que
el umbral estaba a su alcance. Mientras giraba, el polvo azulino del
mortero, que aún sostenía en la mano, se esparcía a su alrededor.
Al contacto con el fuego, las llamas se excitaron de manera fabu­
losa y adquirieron ellas también un tono azulado.
Odín siguió girando, mientras las palabras del oscuro mantra
seguían diciéndose solas en sus labios. En su mente, se le represen­
taba que las paredes de la estancia habían desaparecido sustituidas
por muros de fuego y que el suelo giraba en una espiral frenética
que se hundía en un abismo negro. Sus sentidos abandonaban la
estancia. El viaje había comenzado.
Perdió el sentido de la verticalidad y creyó caer. Pero con un
movimiento de su voluntad, se arrojó contra la pared flamígera y
la atravesó. No tuvo miedo al dolor, que pudo anticipar y que en
efecto sintió, pero que sabía que era tan solo imaginado. Al otro
lado lo aguardaba un pronunciado descenso. Durante lo que pare­
ció una eternidad, se sintió despeñarse en el espacio y en el tiempo.

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Pero aquella vez había atravesado el umbral dueño de sí. Sus


movimientos en el nuevo mundo no eran dirigidos por una fuerza
ajena, sino que tenía una libertad de acción desconocida. Sentía
que podía controlar la velocidad de su descenso y dirigirse al des­
tino deseado. Tenía un claro propósito: regresar al lugar en el que
su viaje anterior había concluido con brusquedad y averiguar qué
había querido mostrarle entonces el árbol. ¿Respondería la magia
a ese deseo? ¿Había logrado adquirir la suficiente maestría?
Cuando sintió el calor que ascendía del fondo del abismo, se
quitó la venda. Estaba cayendo sobre la esfera de rizomas lumino­
sos. Creía que iba a desplomarse sobre ella y atravesarla, pero en el
último momento emergieron volando desde la nada una miríada
de filamentos vegetales que se entrelazaron delante de él. En ape­
nas un suspiro, volvió a quedar atrapado en la misma red.
Por debajo de él, dentro de la esfera, las tres nornas seguían
inmersas en su infatigable labor de grabado. Infligidos en la corte­
za, aquellos heridos trazos —los mismos que adornaban los objetos
mágicos— lloraban savia y sangre en espesos goterones que resba­
laban por el nudo y empapaban los cuerpos de las hermanas.
Odín se encontraba justo encima de ellas y, como se percató de
que una iba a retirarse, pensó que tendría ocasión de contemplar
extasiado la runa que acababa de grabar. Ahora bien, cuando esta
se le mostró a la vista, un destello ardiente le cegó tan intensamen­
te que le quemó el ojo. En el blanco, se perfiló el último signo que
había visto en el anterior viaje, del que no había logrado oír el
nombre: a. Una brisa susurró en sus oídos la palabra ansuz.
Tan pronto como la vio y la oyó, la runa quedó grabada en su
mente y él la repitió sin pretender hacerlo ni tampoco poder evitar­
lo. La runa respondía a su propia voluntad y quería ser pronunciada.
—Ansuz —murmuró Odín.
Entonces un torrente de energía le sacudió el cuerpo, recorrién­
dolo del interior hacia los extremos, una fuerza tan extrema que le
hacía temblar y al mismo tiempo sentirse capaz de abrazar el uni­
verso entero de uno a otro confín, de estrecharlo en su abrazo, de
protegerlo. Creyó que sería capaz de domeñar todo estado de la

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«Una vez juzgó que todo estaba listo, arrojó al fuego varias ramas y se situó
frente al hogar, en el centro del círculo.»

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74 Odín y las runas mágicas

materia, toda fuerza de la naturaleza, para conseguir que llevase a


cabo cuanto pronunciaran sus labios en aquel lenguaje secreto.
Ansuz, comprendió, era la runa de los dioses, principio de poder,
palabra del mundo, apoyo de ciencia, provecho de sabios.
¿De dónde procedía el poder de aquellos símbolos?
Le cubrió el manto de una oscuridad insondable y yerma. El
silencio. La nada. Contemplaba nuevamente el Ginnungagap1. Lo
había visitado en anteriores visiones.
La tiniebla primordial se vio pronto quebrada por violentas ex­
plosiones que esparcieron torrentes fluorescentes de energía con
una intensidad devastadora. Como fueron fluyendo indómitos por
el vacío, parecía que fuesen a chocar unos con otros con algún in­
fausto efecto. Pero nunca llegaron a entrar en conflicto, porque les
salió al paso una fuerza superior e invisible que, dispersa, impreg­
naba el espacio. Esta potencia los reprimió y luego los redujo has­
ta encajarlos en el interior de desgarros abiertos en el espacio que
reproducían las formas de las runas. Aquellos explosivos fluidos
magmáticos quedaron atrapados en colosales moldes —unos rec­
tilíneos, otros sinuosos— de algún herrero cósmico. El caos pri­
mordial era así contenido por las arcanas grafías. Odín podía intuir
cómo su enorme poder quedaba allí depositado y latente.
Los símbolos rúnicos se dibujaban como estrías de luz en la
superficie negra y acuosa de la pupila del dios. Vio ansuz, la runa
de los dioses, a, vio a isaz y naudiz, las otras que ya conocía, i y n.
Pero también otras que no había visto jamás ni su nombre le al­
canzaba: z, f, t, þ… ¿Cuántas de ellas existían? Los signos hablaban
un lenguaje que lo interpelaba, pero que él no comprendía.

La niebla tóxica protegía las raíces del árbol, pero, al paso del pri­
mero de los dioses, el elegido de Yggdrasil, se apartaba en volutas

1 En la mitología nórdica, el Ginnungagap era el vacío primordial, situado entre el gélido
Niflheim y el tórrido Muspelheim.

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El largo camino 75

violentas, no osando siquiera tocarle. Odín salió al otro lado, don­


de lo aguardaba aquel lago que rebosaba luz —con tal fuerza re­
fulgían sus aguas—, alimentado por la fuente del destino.
El dios bordeó el estanque cristalino hasta llegar a las gigantes­
cas raíces del fresno, que se hacían visibles allí como enormes ser­
pientes terrosas. Había algo arrebatadoramente hermoso en el
dinamismo coagulado de aquellas protuberancias, que surgían de
la tierra para volver a hundirse en lo más profundo de ella. Como
estaba prescrito, Odín apoyó su mano sobre una de las cepas leño­
sas, cerró su ojo e hizo su llamada. El frío del contacto inicial fue
disipándose, reemplazado por una sensación cálida y agradable.
Poco a poco, el calor fue concentrándose y cobrando la forma tem­
poral de un pulso, de un latido. Yggdrasil le respondía.
Sin embargo, a diferencia de sus anteriores visitas al manantial,
no se desentramaron las raíces que tenía delante de él para fran­
quearle el acceso a la cavidad donde moraban las nornas, allí donde
tejían los tapices del destino con las fibras vegetales del árbol. En
aquella cueva situada en las entrañas de Yggdrasil, las tres hermanas
habían entonado para él el canto de la creación y le habían anun­
ciado el Ragnarök.
Su demanda de acceso reverberó en su conexión con el árbol,
pero no tuvo efecto alguno.
—¿Cómo has llegado esta vez aquí? Nadie nos ha anunciado tu
llegada —dijo a su espalda la voz de Skuld, la que sabe lo que ha
de suceder.
Odín se volvió hacia la norna. Cubierta bajo su eterna capucha
para ocultar su rostro, acababa de emerger verticalmente de las aguas
del lago sin la menor salpicadura. Lo abandonó dando un paso ade­
lante para situarse en la orilla, frente al visitante inesperado.
—Ansuz me ha traído aquí surcando los espacios infinitos de
este mundo vuestro más allá de los sentidos. He aprendido a con­
ducirme por él sin intermediarios, por mi propia voluntad.
Skuld pareció asombrada al oír pronunciar en voz alta y con
desenvoltura el nombre secreto de la runa. Tanto fue así, que se
retiró el velo que cubría su rostro, mostrando al dios su hermosura

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infinitamente melancólica, ajada pero tan delicada, tan bella, que


producía sufrimiento en el alma.
—Hijo de Bor, persistes en tu loco propósito —habló alzando
la voz—. Te advertimos ya de que nada puede cambiar aquello que
está fijado. Jugar con fuerzas que desconoces solo puede precipi­
tarlo. ¿Eso es lo que quieres?
Odín cubrió el breve espacio que los separaba, diciendo:
—Ahora sé que tú y tus hermanas no solo fabricáis el destino
en el corazón de Yggdrasil. También laboráis en favor del ordena­
miento del mundo encauzando las fuerzas primordiales mediante
palabras ocultas. No entiendo por qué actuáis de modo tan indis­
tinto, ahora a favor del equilibrio y luego en su contra. Pero ningún
conocimiento me será vedado por mucho tiempo.
—Eres tenaz, hijo de Bor, aunque tu tenacidad es fútil. —Skuld
hablaba indolencia—. Puesto que te tienes por tan sabio, respón­
deme a una cuestión muy simple: ¿cómo es que no dudas nunca?
—¿De qué he de dudar? ¿De mis fuerzas? ¿Del poder del des­
tino…?
—De ninguna de esas dos, puesto que están fuera de toda duda,
sino de cosas muy distintas que me sorprende que no te hayas
preguntado jamás. ¿Por qué estás tan seguro de que el orden es
preferible al caos? ¿Sabes acaso por qué existe y para qué? ¿Por qué
crees que tu ordenación es mejor que otras, que la creación es un
punto culminante, la cima insuperable de lo que ha existido algu­
na vez? ¿No te has parado a pensar en la posibilidad de que pueda
ser una de muchas que vinieron antes y que vendrán después, poco
más que otra prueba imperfecta, fallida tal vez?
Odín quedó atónito ante tales cuestiones, totalmente estupe­
facto. No, jamás se había hecho esas preguntas ni había entrado en
semejantes consideraciones. La norna se complacía observando la
confusión en sus ojos. El primero de los dioses había hecho avan­
ces admirables y atesoraba ya una sabiduría y un poder que lo
elevaban en mucho por encima de las demás criaturas vivientes.
Pero había que recordarle de continuo su relativa pequeñez, que
había en la creación entidades muy superiores a él.

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El largo camino 77

El dios tragó saliva amargamente. Tenía la garganta seca. De


nuevo Skuld, la que conocía lo que había de suceder, un saber que
la mortificaba, compartió su sufrimiento. Una vez más, no pudo
evitar aparcar la hostilidad y ofrecer algún consuelo a aquella cria­
tura que luchaba decididamente por permanecer.
—El gran árbol contiene aún muchos secretos que desconoces
—dijo—. Las runas son uno de los más profundos. Se ocultan en su
rincón más ancestral, inscritas en su propia carne. Solo aquel que cru­
za el umbral último tendrá acceso al poder de los signos que susurran.
—¿Qué umbral? —preguntó Odín.
No obtuvo respuesta. La norna se disolvió en el aire, haciéndo­
se jirones entre la niebla que se había levantado desde el lago du­
rante su conversación. Odín se vio absorbido por ella.
«Vete de aquí, hijo de Bor, y no vuelvas a menos que seas lla­
mado».
La voz de Skuld se fue perdiendo en su cabeza, mientras la
niebla lo devoraba y borraba de su vista la fuente del destino y las
raíces de Yggdrasil.
Odín despertó con el cuerpo tembloroso y cubierto de sudor en
el suelo de roca de su refugio, a los pies de la puerta cerrada, como
si, en medio de su trance hubiera pretendido escapar. Las ascuas
estaban heladas en el hogar y la humareda que lo había intoxicado
se había disipado por completo. Era incapaz de saber por espacio
de cuánto tiempo se había prolongado su viaje al mundo suprasen­
sible. Tal vez solo unas horas, quizás una jornada entera, una esta­
ción o toda una edad del mundo.
Con un esfuerzo supremo, se puso en pie, abrió la puerta y
arrastró sus pasos para remontar la escalera de caracol. En la en­
trada del refugio montaban guardia sus lobos Geri y Freki, que, al
sentir su presencia, se levantaron del suelo donde estaban tendidos
vigilando los contornos, se volvieron y clavaron los ojos en él. Solo
cuando sus instintos certificaron que, pese a su desastrado aspecto,
seguía siendo su amo, trotaron en busca de sus caricias.
Afuera, el frío golpeó la cara de Odín, ayudando a despertar
sus sentidos todavía adormecidos, maltratados por las infectas

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sustancias del seid. Los rayos de sol se filtraban tenuemente entre


las nubes y despertaban hermosos brillos dormidos en la nieve.
Suspirando profundamente, Odín llenó sus pulmones de aire
fresco.
El gran vacío, el Ginnungagap, no había sido tal —recapituló—,
sino que estaba saturado de potencias primordiales en lid. Si las
runas invocaban aquellas fuerzas mágicas, su poder superaba al del
seid, que no era más que un engaño de los sentidos, al fin y al cabo.
Pero en la magia rúnica dormitaba también el caos, porque cada
vez que se utilizaba para poner en marcha las fuerzas primordiales,
se producía un desequilibrio en ellas. Si los enemigos que poblaban
sus visiones lograban descubrir aquel lenguaje y dominarlo antes
que él, todo estaría perdido.
Por mucho que las nornas quisieran confundirle, no estaba dis­
puesto a desahuciar la creación como una tentativa fracasada.

Sentado junto a la hoguera bajo un dosel de estrellas, Odín Padre


de Todos recorrió los suaves lomos plateados de sus formidables
lobos, que no querían apartarse de su lado. El fuego crepitaba
contra la noche helada en la cumbre de la montaña, el pico que
quedaba por encima de la entrada de su refugio, un lugar de altu­
ra solo comparable a la de su trono Hlidskjalf. Recogido el dios
bajo la piel velluda de una inmensa bestia que había cazado mucho
tiempo atrás, parecía un oso gigante que hubiera quedado pasma­
do por el espectáculo de las luces espolvoreadas en la negrura de
los cielos nocturnos.
«El árbol es todo y todo es el árbol». Odín recitaba una y otra
vez el primer verso del canto de la creación, tal como se lo habían
revelado las nornas. Jamás se le borraría de la memoria. Yggdrasil
era la fuente de conocimiento universal. Atesoraba en sus profun­
didades cuantas runas existían, inscritas en su propia corteza. Él
había atisbado el lugar, pero solo era una visión. ¿Existía ese nudo
en realidad? ¿Cómo llegar hasta él?

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El largo camino 79

«Eso es tanto como preguntar si existe el árbol de verdad», se


dijo, replicándose a sí mismo, sorprendido por aquella idea, como
si hubiera venido desde un lugar de su mente que había olvidado
o sobre el que no tenía control.
—El umbral último… —repitió las palabras de Skuld, porque le
pareció que las ideas expresadas en voz alta eran más reales que los
meros pensamientos—. El umbral último es aquel que no se cruza
de vuelta, uno que todavía no he cruzado.
«Sin embargo, eres el único ser vivo que ha recorrido los nueve
mundos hasta sus mismos límites, el único que conoce las fronteras
de la creación. ¿Cuál es la única frontera que se cruza para no re­
gresar jamás?».
Efectivamente, aquella era la pregunta: ¿cuál es la última frontera?
Odín comprendió de súbito.
—El umbral primero y el último son el mismo —hablaba para
sí—. El que separa la existencia de la no existencia. Solo cruzando
ese limen y regresando a la nada, quería decirme Skuld, se puede
obtener el secreto primordial… el que guardan las runas.
Pero ¿cómo regresar del lugar del que no se regresaba? Era un
salto de poder lo que se le exigía. Una empresa que implicaba
arriesgarlo todo.
«Todo tiene un precio. Y el del conocimiento es el dolor», pen­
só el dios, rememorando unas palabras del sabio Mimir.
De pronto, le asaltó la sensación de que no estaba solo. Dudó
de sí mismo y miró alrededor, buscando con quién hablaba. Por un
instante había pensado que conversaba con su viejo compañero
junto a la fuente de la sabiduría y que había estado escuchando sus
certeras reflexiones, igual que en los viejos tiempos. Era imposible
porque su amigo estaba muerto, de lo cual se consideraba él, con
toda razón, responsable directo. Con la precaria magia que conocía
entonces, intentó enmendar su error rescatando la conciencia de
Mimir, que este decidió luego entregarle. Desde ese momento, la
sabiduría del guardián de la fuente y la de Odín Padre de Todos
eran la misma, una misma mente, un mismo juicio. Bajo ese punto
de vista, tal vez pudiera considerarse que acababan de departir

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80 Odín y las runas mágicas

juntos como antaño. Por lo tanto, sabía bien lo que le recomenda­


ba hacer su razonable compañero.
Tenía que caminar sobre el filo de la vida y la muerte durante
el tiempo necesario para espiar el lenguaje secreto del árbol y re­
gresar con él.

Los graznidos de Hugin y Munin se perdieron en la frondosidad.


El Dios Cuervo había partido una vez más a recorrer la exuberan­
cia de los bosques que tapizaban los montes del corazón de Asgard.
Como siempre que emprendía el camino largo, se dejaba guiar por
su instinto y el de sus aves para alcanzar el árbol, cuya presencia
presentían cada vez más vivamente hasta dar con su prodigioso
tronco, una vastísima pared de madera que se perdía a la vista en
todas direcciones y que, hacia lo alto, atravesaba las nubes. Aunque
nunca volvía a hallarlo en el mismo lugar ni del mismo modo, en
todas sus visitas lo había creído bien presente, real por completo,
sin dudar jamás de su existencia. Quizás había llegado el momen­
to de cambiar esa idea.
Aquel día no lo hallaba. Yggdrasil no le permitía llegar a él.
Sospechaba probablemente sus intenciones. Sabía que Odín venía
a robarle. Sin embargo, el dios, cada vez más perceptivo y abierto a
los diferentes planos de la existencia, notaba su presencia etérea,
situada en algún lugar intermedio. El gran fresno estaba allí y no
lo estaba. A Odín le era indiferente. Tenía la llave de la puerta y
sabía cuál era la puerta adecuada.
Escogió un fresno de altura imponente y aspecto macizo, un
señor del bosque, situado en lo alto de una colina que dominaba el
agreste paisaje circundante. Poniendo la mano sobre la corteza,
percibió su pulso antiquísimo y cálido, hermano de Yggdrasil, si
no el mismo. Odín había viajado ligero de equipaje. Portaba con­
sigo tan solo su lanza Gungnir y una recia cuerda, volteada en
torno al hombro. De allí se la descargó, la extendió y luego hizo un
nudo corredizo en uno de sus extremos. Distinguiendo una rama

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El largo camino 81

de las más altas que se veía muy sólida, tomó un grueso tocón de
madera, lo colocó debajo, se alzó sobre él. Desde esa altura, ató el
otro cabo al tronco, rodeándolo varias veces antes de fijarlo con un
buen nudo, y luego lanzó la soga hacia la rama alta, haciéndola
pasar por encima de ella y caer por el otro lado.
La soga de la horca cayó colgando delante de su cabeza.
Ya todo estaba dispuesto.
Antes de proceder, se desprendió de su capa azul oscuro, que se
precipitó sobre la hierba, y contempló las copas de los árboles cuyas
hojas murmuraban bajo la colina, acariciadas por la brisa. La sere­
na imperturbabilidad de aquel océano esmeralda le infundió sosie­
go y valor. Se cerró la soga al cuello, y asiendo la lanza contra sí
mismo, dirigió la punta a su hombro. Inspiró con fuerza y se la
clavó con decisión. La lanza se le escapó de las manos mientras un
gruñido de dolor salía de su garganta, aunque tuvo mucho tiempo
para seguirse lamentando, porque la misma debilidad que le sobre­
vino por causa de la punción le hizo desmoronarse, abandonando
el tocón. La cuerda y la rama crujieron al soportar la sacudida de su
cuerpo, que se desplomó como un simple fardo. Odín Padre de
Todos, primero de los dioses, quedó colgado del fresno, desangrán­
dose sobre la hierba. Teniendo en cuenta la extraordinaria resisten­
cia de su estirpe, esperaba que su agonía se prolongase durante todo
el tiempo posible. Pero era mortal, como todo lo vivo, y esa puerta
que ahora franqueaba bien podía ser de verdad la última para él, el
umbral que no se cruza de vuelta.

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—5—
De donde no se vuelve

rrojándose hacia adelante con brío, el Dios


Cuervo se hundía cada vez más en la des­
comunal maraña de filamentos vegetales.
Las sogas intentaban aprisionarle los bra­
zos, las piernas y el cuerpo, y él, en lugar de
buscar desasirse, se aferraba a ellas y tiraba
con vigor para avanzar tanto como fuera
capaz. Cubría infatigable cada mínimo tra­
mo de la colosal enramada mientras sus labios repetían letanías que
Freya le había enseñado para mantener su conciencia a flote una
vez en estado de trance. Después de un largo camino, vislumbraba
por fin la luminosidad de la esfera de malla.
Las horas, tal vez los días, habían transcurrido implacables. Ha­
bía dejado atrás los espacios entre las ramas del árbol que le eran
conocidos y recorrido recodos ignotos y lugares tenebrosos. Como
ninguno se correspondía con lo que buscaba, siguió penetrando en
el ramaje del árbol en busca del nudo del que nacían sus ramas.
Ahora lo había encontrado de nuevo y avanzaba hacia él, contra
toda resistencia, impulsado por la fuerza de su voluntad, que vigo­
rizaba sus brazos y sus poderosas espaldas.
Sin embargo, a cada tirón, a cada nuevo esfuerzo, se debilitaba.
A medida que se internaba en aquella trama de lianas, el dolor de
la lanzada y la presión de la cuerda sobre su garganta le ahogaban
al ritmo palpitante en que su propio pulso expulsaba sangre por la
herida y el aire escapaba de sus pulmones, allá en el fresno de As­

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84 Odín y las runas mágicas

gard, donde se había ahorcado. Un contador letal iba agotándole


la vida como la arena de un reloj.
Su decisión superaba la fuerza contraria que le oponían los fi­
lamentos del árbol. Paso a paso, se aproximaba a su destino. Su luz
le bañaba ya el rostro. Lo veía al alcance y se imaginaba atravesan­
do la protección que lo envolvía y hollando el espacio sagrado del
árbol. Cuanto más se acercaba, más se apretaban las lianas por todo
su cuerpo y con más fuerza le rodeaban el cuello. Odín seguía
adelante aunque con cada impulso él mismo se asfixiaba otro poco.
Ya lo tenía delante, podía tocarlo. Solo tenía que avanzar la
mano para rozar la membrana, un paso más para atravesarla. El
abrazo mortal de las lianas se hizo más opresivo con el fin de in­
movilizarlo. Pero Odín estaba preparado. Reunió fuerzas —las que
había reservado para ese momento—, llenó el pecho de aire y,
soltándolo con un ensordecedor rugido, dio empuje a sus brazos,
sus piernas, su torso, contra la fuerza cortante de las sogas, que le
estrangulaban inversamente. Así forcejeó durante un instante, en
el cual alargaba la mano y avanzaba una pierna. Muy despacio iba
ganando contra el freno, iba acortando distancia, tan lento que
parecía que la lucha duraría eternamente.
Por fin, tocó la membrana. Tenía la textura de la luz, etérea, cáli­
da, aparentemente inexistente, el aire mismo. El árbol se estremeció
entero, como si los brazos de una criatura cósmica sacudieran su
tronco. Aprovechando ese desfallecimiento, que duró tan solo un
suspiro, Odín intentó atravesar la malla, pero pronto las lianas recu­
peraron su vigor y lo estrujaron hasta detenerlo con medio cuerpo
dentro y el otro medio fuera. Le restaba por pasar la cabeza. Hacien­
do un esfuerzo, Odín la movió adelante para meterla, haciendo que
las sogas le apretasen tanto que, con un chasquido, se partió el cuello.
Un estallido de luz blanca lo dejó ciego.

Como una exhalación volaba el Dios Cuervo sobre un páramo


helado, completamente hostil a cualquier forma de vida, solo roto

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De donde no se vuelve 85

en el horizonte por lejanos macizos tortuosos y afilados riscos. De


súbito, con un espeluznante estrépito, una de las montañas comen­
zó a resquebrajarse y pareció cobrar vida. Se desgajó del resto y fue
desplegándose con un bramido hasta configurar la espalda inabar­
cable de un gigante helado tan alto que perdía su cabeza en la
oscuridad del cielo trufado de estrellas. Dos luminarias pálidas y
azuladas se encendieron a la altura de sus ojos.
Pronto, las cumbres contiguas comenzaron a sufrir la misma
transformación, con el mismo estrépito violento. Primero por de­
cenas; finalmente por cientos, incluso por millares hasta donde la
vista alcanzaba. Después, comenzaron a marchar ordenadamente.
Odín, que volaba hacia él, coligió que aquel era el caudillo del
bestial ejército de hielo, tal como el fuego de Muspelheim tenía en
Surtur el jefe de su horda. Pero ¿quién era exactamente? ¿Cuál era
su nombre? Jamás lo había visto en revelaciones anteriores. Sin duda
pertenecía a la antiquísima estirpe de los colosos que habían pobla­
do la tierra y de la que Ymir había sido el primero1. Era un inmen­
so pedazo de caos incontrolable, apenas informado por la vida. Pura
destrucción. ¿Cómo hacer frente a semejante criatura?, se preguntó
el dios, desalentado, pues aún recordaba cuanta astucia y esfuerzos
exigió la gesta de cazar al coloso primordial en su juventud.
Por sucesivas visiones, sabía que la amenaza había de llegar de las
regiones más remotas y tenebrosas de los nueve mundos; que el hie­
lo y el fuego conformarían ejércitos prestos a arrasar la creación y
hacer retornar el caos; que los gigantes desbordarían Jötunheim para
reclamar lo que consideraban suyo; que una pavorosa hueste de muer­
tos pelearía junto a ellos. Los enemigos, innúmeros y despiadados,
llegarían por tierra, por mar y a través de los cielos, convocados por
un traidor de entre los propios dioses. Alguien de los suyos desenca­
denaría el principio del fin, levantando en armas a las huestes del caos.
Sí, lo sabía. Todo estaba decidido. Los signos subrepticios de la
conspiración apenas podían advertirse en el marasmo del devenir.

1 De la fusión del hielo de Niflheim y el calor de Muspelheim nació Ymir. Este, a su
vez, engendró a los primeros colosos, mujer y varón, de su sudor.

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86 Odín y las runas mágicas

Se gestaba en secreto, como una infección. El golpe sería impre­


visto y contundente, implacable, irreversible. Él solo era un insen­
sato con delirios de grandeza.
Y aún así.…
El que ruge lanzó su bramido:
—¿¡Acaso pretendes que espere inerme en mi trono!?
En respuesta, la fuerza que lo sostenía en el aire, lo soltó. Odín
cayó sobre el hielo, donde siguió resbalando por inercia hasta de­
tenerse, dejando un rastro de sangre detrás de sí que dibujaba su
trayectoria. Se llevó la mano al hombro para detener la pérdida,
pero no tenía herida alguna.
«Yggdrasil, viejo amigo. Antes de que todo acabe, intercede una
sola vez por mí». El ejército del hielo ya llegaba hasta él. «Avísame
cuando el enemigo marche contra nosotros. Solo eso te pido».
A la cabeza de las huestes, el coloso que era su caudillo causaba
una monumental avalancha a sus pies, alzando una nube brillante
de hielo. «Permite que salgamos a su encuentro».
El alud arrolló a Odín y lo envolvió por entero, agujereándole
todo el cuerpo con miles de cristales de hielo.

El dios colgaba del fresno en lo alto de la colina. Era apenas un


despojo: la cabeza y los miembros desmoronados, quemado por el
sol, los párpados hinchados, el pecho cubierto de esputo y la heri­
da de insectos, hambriento, sediento, desangrado y con el cuello
roto. Hubiera sido un ingenuo quien pensara, al verlo, que podía
tener esperanza alguna de regresar del otro lado. ¿Cuántos días
llevaba agonizando? El bosque no podía decirlo.
Tan pronto como el primer rayo del amanecer apareció detrás
de las montañas y, cayendo en diagonal, comenzó a iluminarlo,
tuvo lugar un prodigio inesperado. Encarnados goterones de su­
doración se condensaron por todo el cuerpo, rezumando por cada
poro. El dios transpiraba sangre por la miríada de minúsculas
heridas que le habían causado los cristales del hielo. Pero ¿no

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De donde no se vuelve 87

había sido una visión? ¿No estaba el ahorcado en el plano de la


realidad?
El sudor de sangre fue bañando su piel, empapando sus ropas,
resbalando por su cuerpo hasta caer en forma de goterones que iban
encharcando la hierba debajo de sus pies. Según ascendía el sol en el
cielo, arrancaba el día con su luz anaranjada, pero no lograba el astro
alcanzar su brillo ni despuntar el azul del cielo, sino que parecía per­
manentemente en un amanecer que más bien parecía un ocaso.
Cortinas de polvo se alzaron en el horizonte. Vomitados por un
abismo lejano, los ejércitos del fuego y el hielo y la horda de los
gigantes marchaban en columnas infinitas, en tanto que en el cie­
lo se perfilaban navíos espectrales contándose por miles, hasta sa­
turar el aire. Las huestes del caos avanzaban para encontrarse en el
árbol del ahorcado. Su marcha iba haciendo retemblar el suelo con
más fuerza según se aproximaban.
Cuando el sol alcanzó su cénit, aquel día que no había llegado a
nacer ya estaba empezando a morir. Tres gallos cantaron con voces
potentes y cristalinas que llegaban atravesando la inmensidad desde
tres lugares remotos de los nueve mundos. A continuación, como si
hubiera estado esperando esa señal, la bóveda celeste se tiñó de grana
y al instante estalló una tormenta de sangre sobre cada uno de los ejér­
citos de la ruina. Seguían cantando los gallos cuando respondió desde
lo más alto de Asgard el cuerno de Heimdall, llamando a la batalla.
Aquella sería la señal. El canto de tres gallos rojos.
De pronto, el ahorcado abrió su único ojo.

Mientras que la parte de su cuerpo que seguía en el exterior de la


esfera estaba aprisionada por un entramado infinito de filamentos,
el Dios Cuervo había logrado penetrar con el resto. Estaba atrapado
en el incierto limen que separa la vida de la muerte, contemplando
el espacio más sagrado del universo, el nudo del que nacían las ramas
del árbol del mundo. Sin embargo, ocho días llevaba ya colgado del
árbol como un fruto siniestro —en ambas realidades— y su cuerpo

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88 Odín y las runas mágicas

moribundo lo reclamaba con mil punzadas. El pulso constante que


se había mantenido en las orillas de su consciencia martilleaba sus
sienes. Los calambres se cebaban en sus miembros y su visión se
tornaba vidriosa.
Transido de dolor y de agotamiento, imaginó que aquel debía
ser el triste desenlace que mostraba el tapiz que las nornas nunca
quisieron mostrarle. Las poderosas fibras vegetales con que ellas
conformaban el destino debían trazar la penosa imagen de su cuer­
po inerte colgando de Yggdrasil. ¿Por qué el gran fresno se le opo­
nía? Nunca antes hallarse ante el árbol del mundo y su prodigalidad
incontenible había resultado tan desalentador. Su aliado era ahora,
más que nunca, un acertijo; uno que resultaba mortífero. Sus labios
perdieron el hilo de la letanía que había estado cantando. Odín, el
dios solitario, jamás se había sentido tan solo.
Al noveno día, el dolor y los calambres se fueron desvaneciendo.
El martilleo de sus arterias drenadas remitió y la gravedad mortal
de su cuerpo dejó paso a una sensación de levedad. Sin que su
voluntad tuviera parte en ello, Odín comenzó a sentirse etéreo. Una
placidez desconocida invadió su ser y sintió un deseo irrefrenable
de dejarse llevar, de dejarse arrastrar por el viento hacia donde este
quisiera llevarlo, hacia el horizonte, hacia la oscuridad, o tal vez por
los inmensos espacios vacíos y helados que rodeaban la creación
hasta el oculto mundo de los muertos.
Junto con el peso de la vida, también le abandonaba la obligación
colosal de la tarea que se había impuesto a sí mismo desde el prin­
cipio de los tiempos. Sí, en caso de que ahora él cediera, el destino
le habría vencido, pero, una vez en la frontera fatal, la tentación del
no-ser atraía a su espíritu exhausto como un imán. La muerte co­
menzaba a anillarse en torno a él como una serpiente sigilosa y fría.
Desaparecer y fundirse con el todo para siempre. ¿Por qué no?
«Ahora bien», se dijo en el último momento.
Si la norna Skuld había dicho la verdad, aquello no era el fin,
sino el lugar en el que debía estar. Estaba cruzando el portal úl­
timo, a caballo sobre el delgado filo que separaba la existencia de
la nada. Su ojo se entreabrió y un último rescoldo de voluntad

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De donde no se vuelve 89

brilló en su pupila gastada. No había recorrido tan largo trecho


y sacrificado tanto para abandonar un suspiro antes de conseguir
lo que buscaba.
En su mente se formó una imagen poderosa.
a
A la cual acompañó él rugiendo:
—¡Ansuz!
Un violento estallido de vida incontenible le sacudió el cuerpo,
congestionando sus brazos, sus piernas y su torso con un vigor casi
doloroso, su mente con una claridad cristalina, su presencia irra­
diando una potencia cósmica, el poder de los dioses, que calcinó
en un instante las lianas que lo sujetaban y abrió un agujero en la
superficie de la esfera.
—¡a, ansuz es el pilar de la sabiduría, el provecho de los sabios,
la bendición y la alegría! —fue recitando mientras hollaba el suelo
de tallos y ramas hacia el nudo, en cuyas paredes rugosas, bella­
mente talladas, se apreciaban las runas mágicas en tal cantidad que
rodeaban la corteza dibujando un precioso anillo—. ¡a, ansuz es el
estuario en el camino de los viajes como la vaina es el hogar de la
espada! —Según se acercaba, las runas destellaron cada vez más
fuerte como luminarias y desde cada una de ellas le susurraba una
miríada de voces arcanas y sibilantes que ponían ideas en su cabe­
za que se convertían en palabras en su boca—. ¡a, ansuz es el prin­
cipio del habla toda, la fuente del lenguaje! —Las runas lo inter­
pelaban al unísono con su sibilino bisbiseo, ardiendo en el tronco
del árbol, donde se marcaban ahora a fuego, ya indelebles, lo lla­
maban, lo guiaban hacia ellas—. ¡a, ansuz es el dios primero, el
señor de Asgard, campeón del orden, Padre de la Victoria contra
el caos! ¡a, ansuz es Odín, el caudillo de los dioses!
Tal como las runas le ordenaban, fue a posar la mano sobre ellas,
y ellas fueron a su alcance deformando la corteza del árbol para
encontrarse con él. Odín las recorrió suavemente con la yema de
los dedos, donde notaba sus protuberancias y sus trazos, que en­
tendía sin necesidad de mirarlos, porque corrían por su mano y a
través de sus brazos hasta su corazón y su cabeza con un frescor

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90 Odín y las runas mágicas

vivificante, a pesar de abrasar como lenguas de fuego que quemaban


la piel del árbol. Así, fue rodeando Odín el nudo y leyendo el ani­
llo de palabras mágicas que contenían el poder de las fuerzas pri­
mordiales de la creación.
f, fehu es riqueza, provecho para todo lo vivo, pero también el
fuego en el mar y el camino de la serpiente, fuente de discordia.
u, uruz es terrible y de gran cornamenta, bestia salvaje que con
cuernos lucha, guardián de los yermos y lamento de las nubes,
escoria del hierro malo.
þ, thurisaz es dañina, la espina afilada de grave aguijón, angustia
de lo vivo, desgracia de quien lo toca, el gigante malvado y cruel…
Envuelto por el fulgor cegador y el coro de voces susurrantes,
Odín escuchaba con reverencia aquellos vocablos tan antiguos
como el tiempo mismo y los grababa a fuego en su memoria:
fuþarkgwhnijæpzstbemlŋdo

Fehu, uruz, thurisaz, ansuz, raido, kaunan, gebo, wunjo, haglaz,


haudiz, isaz, jera, ihaz, pertho, algiz, saewelo, tiwaz, berkanan,
ehwaz, mannaz, laguz, ingwaz, dagaz, othalan.
Y al repetir con sus propios labios cada nombre y convocar su
poder, sentía en su interior los poderes que albergaba cada trazo:
sanar lo que ha enfermado, fecundar, brindar buena fortuna, pro­
teger lo amenazado, fortalecer, unir lo dividido… Pero tampoco
le era ajeno su reverso oscuro, la potencia funesta que también
podía desplegar cada runa —agostar, destruir, hacer enfermar,
debilitar, atar, desunir lo unido…
Recopilando aquel peligroso cuerpo de saber en sus adentros,
Odín se daba cuenta de que, uniendo o cruzando los trazos, su
potencia singular podía amplificarse o menguarse o derivar en un
resultado nunca antes conocido. Puesto que las runas eran palabras
completas, podían formarse frases con ellas e incluso discursos en­
teros para componer una sinfonía de efectos mágicos armonizados.
Quien fuera capaz de tales composiciones, ostentaría un poder
superior a todo lo conocido, no muy lejano al del propio Yggdrasil.

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De donde no se vuelve 91

Ninguna criatura estaba en posesión de aquel conocimiento, ex­


cepto él. Aquel lenguaje ahora le pertenecía.
Cuando la última runa le fue revelada, el dios se sintió desfalle­
cer y cayó de rodillas. El vigor relumbrante de los dioses que le
había dado ansuz se disipaba a toda prisa, mientras la corteza del
árbol volvía a su lugar y las runas se apagaban, impresionadas en
manchas negras y humeantes en el árbol. Nueve días habían trans­
currido desde que se ahorcara, nueve días que lentamente habían
consumido la extraordinaria resistencia de su cuerpo. Había empe­
ñado todas sus fuerzas en el viaje de ida y no le restaba ímpetu para
regresar. Aún en su mente bullía el poder de las runas, pero su
pensamiento se volvía turbio y débil y no era capaz de mantener la
consciencia.
Su cuerpo y su mente sucumbieron al fin. Odín Padre de To­
dos se desplomó cuan largo era, dejando escapar su último alien­
to. Mientras la oscuridad velaba su ojo, su estertor se propagó por
los nueve mundos quedamente, igual que un soplo de aire calien­
te y ominoso.
Poco después, cuando ese hálito de muerte recorrió Asgard,
Freya lanzó un alarido desgarrador en medio del sueño y se in­
corporó en el lecho que su padre había dispuesto para ella en su
casa. Una aflicción desconocida le perforaba el corazón. Creyen­
do que un enemigo traicionero le había clavado una daga apro­
vechando la noche, se llevó la mano al pecho. No tenía herida
alguna, pero el dolor era tan real que le temblaban las manos y
un sudor caliente comenzaba a correrle por todo el cuerpo.
De pronto, le asaltó un temor inasumible. Después de las
muchas jornadas que habían transcurrido desde que dejase a
Odín en su refugio, sabiéndolo plenamente preparado para do­
minar el seid, la noche anterior, cenando con su padre Njörd,
había percibido un estremecimiento en el plano sutil. Luego la
sensación se había desvanecido, pero la diosa no pudo librarse del
desasosiego.
Ásperos graznidos llegaron hasta ella desde el exterior, insis­
tiendo ansiosos. No le cupo duda alguna de que eran Hugin y

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92 Odín y las runas mágicas

Munin, los cuervos de Odín. Freya saltó del camastro y corrió a


responder a su llamada. No había tiempo que perder.

Asgard fue despertando con un rumor que dejaba a sus habitantes


sumidos en la ruina y el desconsuelo. Nadie quería creerlo, si bien
nadie sabía del cierto lo que estaba sucediendo. Los sirvientes mur­
muraban quedamente, las valkirias dudaban sobre cómo proceder,
contagiadas por el desconcierto de los dioses más notables.
Frigg, la esposa de Odín, y Thor, su primogénito, se abrieron paso
entre los dioses que se agolpaban a las puertas del palacio de Valaskjalf,
temerosos de entrar y ver quizás el cuerpo exangüe del más poderoso y
sabio de todos ellos. ¿Les había abandonado el Padre de Todos en un
viaje sin retorno a los oscuros parajes de Helheim? Muchos pensaban
que tal cosa no era posible. Aunque sabían bien que todo lo vivo es
mortal, no les cabía en el pensamiento la idea de que el primero de los
dioses pudiera extinguirse. Querían creer que era inmortal.
Siguiendo a la esposa y el hijo, irrumpió en el gran salón del
palacio el tropel de dioses que había esperado a la puerta, con los
rostros desencajados y furibundos. Freya y Njörd les salieron al paso
a los pies de la escalinata que ascendía hasta el trono Hlidskjalf.
—¡Maldita hechicera, todos hemos visto cómo intentabas se­
ducirlo! ¿A qué peligros lo arrojaste?
Thor bramaba señalando amenazador según se acercaba a la diosa.
Ella se mantuvo firme, imperturbable.
—Nada ha sucedido entre nosotros que no fuese su voluntad.
—¿Lo admites, entonces?
—Admito que el señor de Asgard ha requerido de mí durante lar­
go tiempo que le enseñase los secretos de la magia seid a pesar de mis
reticencias, que por fin obedecí a sus requerimientos y que mis ense­
ñanzas lo han convertido en un maestro supremo —la confesión causó
estupor entre los dioses de Asgard—. Gracias al seid ha sido capaz de
llegar adonde ningún ser vivo había alcanzado jamás. Lo que ha cono­
cido allí no sé decirlo y soy incapaz de imaginarlo, porque me supera.

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De donde no se vuelve 93

Vili y Ve, los hermanos de Odín, avanzaron hacia ella con el


ánimo agitado y pareció que iban a prenderla.
—¿Con qué fin nos escondes su cuerpo? ¡Entréganoslo para que
podamos rendirle honores! —dijo uno de ellos.
Njörd se apresuró a ponerse en su camino. Por el respeto que le
tenían, los Borson se detuvieron y le dejaron hablar:
—Nadie ha de arder hoy: ni mi hija ni mi amigo más entraña­
ble, porque todavía no es un cadáver. Aún hay esperanza.
Los dioses se miraron, los gestos revueltos. Frigg estaba desen­
cajada por la aflicción. Thor apretó los puños:
—Noble Njörd, el afecto que sentía mi padre por ti no tenía
igual entre los dioses. No juegues con nosotros en estos momentos.
Freya fue a ponerle la mano sobre el hombro, diciendo:
—El recuerdo de la vida aún está fresco en su corazón. Podemos
intentar recogerlo y devolverle el ímpetu que lo animaba no hace tanto.
Pero Thor la apartó con violencia.
—¡Engaños! ¿Quieres arder tres veces, como Gullveig?
Un murmullo turbio recorrió las filas de los presentes. La magia
disgustaba a aquellos dioses guerreros, que entendían bien de bra­
zos esforzados y voluntades inquebrantables, de resistencia y
audacia, pero no de poderes arcanos capaces de confundir la men­
te. Sin embargo, todos callaron al ver que Frigg se apartaba de ellos
para dirigir sus pasos atribulados hasta Freya.
—¿De qué precisáis para rescatarlo? —habló sin apenas voz.
Freya respondió mirándola tiernamente a los ojos.
—Que abráis el Bifröst para que todos los dioses de Vanaheim acu­
dan aquí hoy a prestar el poder de vida con el que nació nuestro linaje.
La señora de Asgard se volvió hacia Heimdall, el guardián del
puente, quien reculó al instante y salió corriendo para llevar a cabo
lo ordenado con aquel gesto mudo.
—¿Dónde está mi esposo? —preguntó luego la señora con dig­
nidad admirable.
Njörd le prestó el brazo y ella se apoyó en él. Se alejaron los dos
hacia las estancias interiores, adonde Freya había llevado el cuerpo
cuando regresó del lugar del bosque al que la habían conducido los

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94 Odín y las runas mágicas

cuervos. Antes de ir tras ellos, la diosa maga lanzó una mirada a


Thor con la cual lo invitaba a acompañarla. El hijo de Odín la si­
guió mientras los demás dioses se quedaban esperando.

El tiempo transcurría tan lento que se hacía eterno mientras ten­


dían el cuerpo de Odín en su propio lecho y lo cubrían de hierbas
sanadoras para combatir el daño que le habían causado sus heridas.
En aquella preparación se afanó Eir2, empleando poderosos mate­
riales traídos con urgencia de Alfheim por los elfos. Luego los
dioses que descollaban entre los vanes como las más vibrantes po­
tencias, arribados a toda prisa de su mundo, se congregaron a su
alrededor y desplegaron todo su poder vital innato, tratando de
hallar el último resquicio de vida en el cuerpo.
Del mismo modo que Odín había recorrido hasta el último rincón
ignoto del gran fresno en busca de las runas, los vanes rastrearon des­
esperados cada rincón de su ser, convocando en su ayuda a las fuerzas
de la naturaleza. Tenaces, se encararon con la vida misma para recla­
marle que no se sustrajese a quien había llevado a cabo tantos trabajos
para brindarle sostén. Allí donde solo encontraron muerte, lucharon
con denuedo por insuflar de nuevo vida y recuperar uno a uno cada
órgano, cada músculo, cada miembro. Grande era el esfuerzo preciso,
porque Odín había sido una fuerza tan intensa, que, en su caída, se
había hundido muy adentro. Más de uno de los vanes no pudo sopor­
tarlo y se desplomó de súbito, perdiendo el sentido. Pero tan pronto
como se recuperaba, volvía a unirse a los demás para continuar la tarea.
¿Acaso no lo merecía quien tanto se había esforzado por todos ellos?
Odín se hallaba al otro lado del umbral último, en la nada de la
que nadie regresa. Pero su vigor era colosal, cósmico, como también
lo era el poder de los vanes. Tras una lucha larga e perseverante, la
llamada de aquellas fértiles potencias despertó su corazón, que

2 Eir era una deidad de Asgard que, de acuerdo con la Edda poética, posee capacidades
sanadoras.

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«El tiempo transcurría tan lento que se hacía eterno mientras tendían el cuerpo de
Odín en su propio lecho y lo cubrían de hierbas sanadoras.»

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96 Odín y las runas mágicas

tornó por fin a latir, bombeando luz y alegría en el ánimo de todos


los que aguardaban con cada una de sus palpitaciones.
La vida animó al órgano y el órgano animó a la sangre; la sangre
volvió a irrigar el cuerpo y le restituyó el calor y la gravidez. Freya se
apresuró entonces a la estancia retirada donde Odín había realizado
sus rituales durante su aprendizaje y se encerró allí con orden de no
ser molestada por mandato de la señora de Asgard. Allí tenía todo
lo necesario para ir en busca del espíritu fugitivo de Odín y traerlo
de regreso a su cuerpo.

Encaramada a una suave loma, Freya contemplaba las verdes on­


dulaciones de Folkvang, el «campo de la gente». Había elegido
aquella bella región algo retirada para erigir su fastuoso palacio. Un
vínculo especial la unía ya con Odín de manera inextricable.
Y aquel lugar sería por siempre el recordatorio. Freya admiraba la
valentía del Dios Cuervo. Nadie más se hubiera atrevido a hacer el
sacrificio absoluto para conseguir el conocimiento que había de
traer la salvación al mundo.
Pero seguía preguntándose si, llegado el momento, resistiría a
tentaciones oscuras. ¿Era generosidad lo que le movía o la ambición
de poder? Si era capaz de llegar a tales extremos, no parecía que su
insatisfacción constante fuera a apaciguarse fácilmente. Nada po­
dría satisfacer su voracidad por el saber. Se diría que su propósito
era el dominio de algo imposible: el conocimiento absoluto.
—¿Tienes ya nombre para tu gran salón?
Odín avanzó hasta ponerse a su altura y ambos dioses contem­
plaron el paisaje.
—Así es —asintió Freya—. Se llamará Sessrúmnir, «el de los
muchos asientos».
—Bien pensado, puesto que es una morada para el descanso, no
para el combate.
Freya se volvió hacia él. Tenía buen aspecto, como si nada hu­
biera sucedido.

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De donde no se vuelve 97

—¿Has encontrado lo que venías a buscar?


Odín no respondió. Simplemente inspiró el aire fragante de
Folkvang hasta llenarse los pulmones. Gozó de él como si fuera
real, aunque solo se tratase de una ficción, de un recuerdo.
Freya había sido hábil al construir dentro de su mente median­
te el seid aquel lugar que los vinculaba. El rastro de su presencia en
aquella representación mental de Folkvang le había servido para
orientarse por el laberinto de sensaciones desconcertantes, indis­
tinguibles de la realidad, que halló cuando, de algún modo, una
fuerza tiró de él y lo sacó de la vastedad de la nada.
En efecto, había encontrado lo que había ido a buscar. Ahora,
mediante las runas, podía activar las arcanas fuerzas que impreg­
naban el Ginnungagap antes de la creación.
Pero volvía de aquel viaje imposible con algo más importante: la
certeza sobre el poder de la palabra, su capacidad mágica para invocar,
mediante la simple enunciación, fuerzas emancipadas de la presencia
de quien primero las acuñó. Hasta el momento, su aprendizaje solo
había consistido en la replicación de fórmulas: de vocablos, de gestos,
de trazos y ritmos cuya forma exigía una observancia estricta. Podía
combinarlas e intentar mezclar las formas de magia, pero solo con­
seguía resultados que estaban fijados de antemano desde antiguo. ¿Por
qué constreñirse a los moldes forjados por herreros primigenios? Si
determinadas palabras permitían manipular lo existente, ¿qué le im­
pedía, si daba con el arte necesario, acuñar nuevas palabras que ac­
tuaran de otras tantas nuevas formas sobre la realidad?
Los nueve mundos abundaban en invocadores —meros instru­
mentos, en definitiva—. Pero si la creación había de sobrevivir, lo que
precisaba era, justamente, un creador. Solo quien fuera capaz de crear
de la nada podía torcer un destino ya escrito y forjar uno nuevo.
—Has de empezar cuanto antes la construcción. No tardarán
en llegar tus primeros huéspedes —dijo a Freya—. Volvamos a
nuestro mundo.
La diosa le devolvió una sonrisa suave, en la que no faltaba una
cierta sombra. Juntos dieron la vuelta y emprendieron el camino
de regreso a la realidad.

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Galería de ilustraciones
Pág. 23

La búsqueda de yggdrasil
El intenso resplandor del capullo de luz que flota entre las
ramas de Yggdrasil ilumina el rostro atormentado de Odín,
quien lucha con denuedo por liberarse de las lianas que lo
aprisionan. Se trata de una escena de fuerte carga dramática
—acentuada por los intensos claroscuros de la composi-
ción— que nos remite a uno de los momentos clave del pe-
regrinaje del Padre de Todos en busca del fresno perenne,
con la intención de desvelar sus secretos. .

Págs. 40-41

La llegada al Valhalla
En una síntesis entre realismo y fantasía, la
composición nos sitúa en el momento en el
que los einherjar, los guerreros muertos en
combate, contemplan, en compañía de las val-
kirias, el imponente Valhalla, un magnífico
edificio de regusto nórdico, cuyo rasgo más
singular son los tejados escalonados que se
proyectan hacia el cielo..

Pág. 59

El poder destructor de los trolls


El troll es un personaje temible, muy presente en la mitolo-
gía nórdica. Destacando sus rasgos más terroríficos, se ha
optado por mostrarlo como un gigante deforme que luce un
ropaje de pieles de tosca factura y un tétrico collar de cráneos
humanos. Dotado de un carácter maligno, no duda en utili-
zar sus conocimientos en artes mágicas para combatir con
llamas a los elfos que intentan someterlo..

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Pág. 73

El misterio del seid


La figura de Odín se recorta en el centro de la composición.
De espaldas al observador y situado en medio de un círculo
de objetos rituales y símbolos mágicos, el dios aspira el
humo enervante de una fórmula seid aprendida de Freya,
que le llevará a emprender un peligroso viaje mental no
exento de recompensa: gracias a él, el Padre de Todos co-
menzará a comprender el potencial de los símbolos rúnicos.

Pág. 95

El precio del conocimiento


La escena, de tono intimista, tiene lugar en una de las estan-
cias del palacio de Valaskjalf, la morada de Odín. En un le-
cho primorosamente decorado con los intrincados motivos
animales y vegetales que tanto gustaban a los vikingos, yace
el cuerpo del Padre de Todos. Lo flanquean la hermosa dio-
sa Freya y su padre el valeroso Njörd, quienes, valiéndose de
los poderes sobrenaturales con que han sido agraciadas las
divinidades de Vanaheim, intentan volver a la vida al dios de
Asgard.

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MUNDO vikingo

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El secreto de las runas

uenta el mito que una de las cosas que el dios


Odín regaló a la humanidad fue la escritura. Para
él mismo no fue nada fácil obtener su secreto,
pues, tal como se explica en Hávamál («Los dichos
del Altísimo»), uno de los poemas de la Edda poé-
tica, hubo de autoinmolarse y colgarse durante nueve noches
con sus días del árbol Yggdrasil. Traspasó así el umbral de la
muerte y, entre otras cosas, pudo hacerse con una herramienta
que permitía fijar, inmortalizar, los sonidos del habla sobre una
superficie sólida: el alfabeto rúnico. Más tarde, descolgado ya
del árbol y vuelto a la vida, el dios se las enseñó a otras divini-
dades, a los gigantes, a los enanos y a los elfos, para concedér-
selas finalmente a los hombres. Otra versión, sin embargo, apun-
ta que estos las aprendieron a través de uno de los hijos de
Odín, Heimdall, el guardián del Bifröst, quien a su vez se las dio
a Jarl, el hijo que tuvo con una mortal, según se relata en otro
poema éddico, el Rigspula («El cuento de Rig»). A esta leyenda
se puede añadir otra que concede todo el protagonismo a un
humano llamado Kettil Runske. Según refiere el historiador y
eclesiástico sueco Olaus Magnus (1490-1557) en su obra Histo-
ria de gentibus septentrionalibus, ese Kettil Runske robó tres
bastones de Odín que tenían inscritos caracteres rúnicos. A par-
tir de ellos, aprendió a leer y escribir ese tipo de alfabeto, co-
nocimiento que luego transmitió a sus discípulos.

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104 Odín y las runas mágicas

La lengua de los vikingos

Los vikingos no eran unos bárbaros analfabetos: sabían escribir,


aunque ello no quita que buena parte de su cultura fuera bási-
camente de transmisión oral, pues los caracteres rúnicos solo
se emplearon en inscripciones.
Las runas constituyen un documento precioso, pues gracias a
ellas podemos hacernos una idea de la lengua que se hablaba
en el ámbito escandinavo durante la era vikinga, esto es, entre
finales del siglo viii y la segunda mitad del siglo xi. Los lingüistas
han dado a la etapa más antigua de esa lengua el nombre
de «germánico nórdico», una de las ramas en las que, hacia el
siglo vi, se dividió el germánico.
El germánico nórdico se hablaba originalmente en un área
comprendida por Dinamarca y el sur y el centro de Noruega y

Distribución del escandinavo occidental y oriental


Escandinavo occidental
Escandinavo oriental

Mar
de

D IA Barents

N
LA

ISLANDIA
EN
G RO

o
ltic

Dv
On
r Bá

ega

i na
Ma

Moscov
a

El idioma germánico nórdico, que se hablaba originalmente en Dinamarca, Suecia


y Noruega, dio lugar, hacia el siglo viii, al nórdico común y, ya hacia finales de la era
vikinga, al escandinavo o nórdico occidental y al escandinavo o nórdico oriental.

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El secreto de las runas 105

Suecia, desde donde se expandió a medida que avanzaba la


colonización vikinga en territorios como Islandia, Groenlandia,
la costa de Finlandia, Estonia y Rusia, Normandía, las islas Britá-
nicas o las islas del Atlántico Norte, como las Feroe, Orcadas,
Shetland y la isla de Man. Se forjó así, hacia el siglo viii, lo que se
conoce como «escandinavo común» o «nórdico común», que ha-
cia el final de la era vikinga empezó también a dividirse en dos
ramas diferentes: por un lado, el «occidental», del que derivan
el noruego, así como las lenguas surgidas de este, el islandés y
el feroés; por otro, el «oriental», del que proceden el danés, el
sueco y el gútnico, este último hablado en Gotland.
A pesar de las diferencias que se dan entre todos estos
idiomas, por lo general los actuales hablantes de sueco, danés
y noruego pueden entenderse entre sí usando sus respectivas
lenguas maternas. Ellos hablan lo que se conoce como «len-
guas mutuamente inteligibles», aunque la comprensión, en
este caso, sea más bien asimétrica: por cuestiones de fonéti-
ca y prosodia, a los noruegos les es más fácil comprender a
suecos y daneses, mientras que en sentido inverso la comu-
nicación es más difícil. Al margen quedan el islandés y el fe-
roés, que, por su carácter insular, han conocido una evolución
menor y resultan prácticamente ininteligibles para noruegos,
suecos y daneses.

Más allá de un alfabeto

Aunque el escandinavo no logró consolidarse en muchos de


los lugares antes citados (así, por ejemplo, en las islas Shetland
y Orcadas, donde los vikingos habían sometido a la población
autóctona, acabó siendo sustituido por el escocés), en todos
ellos se han encontrado testimonios de la presencia vikinga en
forma de runas. Mas ¿en qué consistían realmente estas?
La respuesta más sencilla consiste en decir que se trata de un
sistema de escritura que, debido a los valores fonéticos de sus

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106 Odín y las runas mágicas

primeras seis runas —f, u, þ, a, r, k—, recibe el nombre de futhark


(la runa þ se translitera como «th» y sigue hoy vigente en el islan-
dés moderno como una consonante más). Es un alfabeto, sí, pero
también algo más desde el mismo momento en que cada uno
de los caracteres que lo integra recibía un nombre específico en
germánico nórdico, de tal modo que la runa en cuestión podía
tanto representar un sonido específico (al igual que sucede en
cualquier otro alfabeto convencional), como encarnar aquel ob-
jeto, entidad o dios al que el nombre hacía referencia. De hecho,
estos nombres evocaban tres grandes esferas: la religión, la na-
turaleza y el mundo propiamente humano.

RUNA

NOMBRE Fehu Uruz Thurisaz Ansuz Raido Kaunan Gebo Wunjo

TRANSLITERACIÓN f u þ a r k g w
RUNA

NOMBRE Haglaz Naudiz Isaz Jera Ihaz Pertho Algiz Saewelo

TRANSLITERACIÓN h n i j ï (o æ) p z s
RUNA

NOMBRE Tiwaz Berkanan Ehwaz Mannaz Laguz Ingwaz Dagaz Othalan

TRANSLITERACIÓN t b e m l ŋ d o

Tabla con las veinticuatro runas de que consta el futhark antiguo, con sus nombres en
idioma germánico nórdico y su transliteración.

En el caso, por ejemplo, de la primera letra del futhark, que


representa el sonido «f», su nombre era fehu, que en germánico
nórdico significa «riqueza» y también «ganado». La «u», uruz,
tanto podía significar «uro» (toro salvaje) como «agua»; la «th»,
thurisaz, hacía referencia al gigante mitológico Jötunn; la «a», o
ansuz, a los dioses ases; la «r», raido, a «cabalgar», «viaje», y la
«k», kaunan, a «úlcera» o «enfermedad». Y así sucesivamente
hasta completar las veinticuatro letras de este alfabeto.

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El secreto de las runas 107

Esta característica del futhark complica la interpretación de los


textos escritos con él, a lo que hay que sumar otras cuestiones
como que los espacios entre palabras no eran obligatorios o que
las formas de las runas podían alterarse. Tampoco ayuda a la com-
prensión el hecho de que esos caracteres podían escribirse de
izquierda a derecha y de derecha a izquierda, o alternando ambos
sentidos en líneas consecutivas. Estos problemas se acrecientan si
se tiene en cuenta que el futhark fue evolucionando con el paso
del tiempo. Así, el llamado futhark antiguo, que constaba de vein-
ticuatro letras, se vio sometido a un proceso de simplificación que,
ya en el siglo ix, culminó en el futhark joven, constituido por dieci-
séis runas: las correspondientes a los sonidos g, w, æ, p, e, ŋ, o y d
desaparecieron. Esto obligó a que algunas de las runas que
quedaron tuvieran que representar no un único sonido, sino varios.
La forma más fácil para ello fue la duplicación: si la misma letra se
escribía seguida dos veces, el sonido original cambiaba.

RUNA

NOMBRE Fe Ur Thurs Oss Reidh Kaun Hagall Naudhr/


naud
TRANSLITERACIÓN f, v u, y, o, v/w þ, ő ą, o r k, g h n
RUNA

NOMBRE Is/iss Ár Sol Tyr Bjarkan Madhr/ Logr/lögr


madr Yr

TRANSLITERACIÓN i a s t, d p, b m l R

Las dieciséis runas que conforman el futhark joven. Los nombres de cada una de las
runas son ya nórdicos.

Una adaptación de otros alfabetos


Hay que buscar el origen de este sistema de escritura en Ger-
mania, esto es, en la zona al este del río Rin que quedaba al
margen del dominio del Imperio romano. Los testimonios más
antiguos obtenidos hasta la fecha por los arqueólogos datan
de la segunda mitad del siglo ii, aunque un broche hallado en
Meldorf (en el actual estado alemán de Schleswig-Holstein)

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108 Odín y las runas mágicas

avance esta fecha al siglo i —si bien la discusión acerca de si


sus caracteres son rúnicos o latinos sigue hoy abierta—. El ha-
llazgo, en todo caso, es particularmente interesante porque
incide en otro debate referido a las runas: si fueron una crea-
ción propia de esos germánicos, tesis hoy desestimada, o si
fueron una adaptación de algún otro alfabeto. La opción pre-
ferida aquí, dada la relación entre Roma y el mundo germáni-
co a principios de nuestra era, es la del alfabeto latino, pero lo
cierto es que el griego tampoco es descartable, como se apre-
cia al ver la semejanza que se da entre la runa y la Σ griega,
caracteres y sonidos correspondientes a los de la S latina. Aun-
que defendida por algunos estudiosos, la relación del alfabe-
to rúnico con el alfabeto fenicio resulta más improbable, dada
la distancia geográfica y sobre todo debido al hecho de que
este último fuera a principios de nuestra era un sistema en
desuso.

El alfabeto de la magia y la sabiduría

La etimología del nombre «runa» es oscura: si prestamos aten-


ción al protogermánico y al protocelta (lengua indoeuropea de
la que, por ejemplo, procede el irlandés), nos encontraríamos
con la raíz *runo-, que significa algo así como «sabiduría», «se-
creto», «magia», incluso «susurro». En las lenguas escandinavas
y germánicas posteriores el término adquiere ese mismo sen-
tido, de modo que las runas serían no tanto un alfabeto (en el
sentido de una herramienta para comunicarse, como pueden
serlo los alfabetos latino o griego) como un tipo de escritura
mágica o ritual. La imagen que de ellas se da en algunos de los
poemas de la Edda poética incide en la idea de que en esos
caracteres había algo de mágico y poderoso: «Averigua las ru-
nas y aprende los signos, las runas de mucha fuerza, las runas
del mucho poder», se lee en el Hávamál. No obstante, la inmen-
sa mayoría de objetos hallados con signos de este tipo graba-
dos demuestran que estas runas se usaban sobre todo para fi-
nes cotidianos.

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El secreto de las runas 109

Estelas rúnicas con nombre propio

Las runas acompañaron a los vikingos en muchas facetas de su


vida. Así, se encuentran en una infinidad de objetos cotidianos y
portátiles, como joyas, monedas, armas, herramientas y todo tipo
de utensilios hechos de madera, hueso, asta o metal. Cualquier
soporte, incluso un cráneo humano (como el hallado en la locali-
dad danesa de Ribe, de mediados del siglo viii y probablemente
usado como amuleto), podía ser válido para este tipo de escritura,
lo que sugiere que constituía un importante medio de comunica-
ción y que la capacidad de leer y escribir runas debía de estar
bastante generalizada en la sociedad vikinga. Servirían así para
etiquetar bienes, enviar mensajes que expresaran lealtad, piedad
o alegría, y también con fines mágicos y adivinatorios, una faceta
esta en la que insisten los poemas éddicos y las sagas, pero sobre
la que conviene ser cautos para no caer en la pura especulación.
Las estelas en piedra son precisamente la plasmación más
espectacular de las runas. En la actualidad se conservan unas
seis mil inscripciones de este tipo de la era vikinga, cifra que
aumenta a medida que se suceden las excavaciones arqueoló-
gicas. La mayoría de ellas se encuentra en Suecia, donde se han
hallado más de tres mil, cantidad muy superior a las de Dina-
marca, Noruega, Islandia y las islas Británicas juntas. Por lo ge-
neral, esas estelas fueron erigidas en memoria de reyes, caudi-
llos y expedicionarios, por lo que, a pesar de su laconismo,
constituyen una fuente valiosísima de información para conocer
aspectos concretos de su historia y los lugares por los que an-
duvieron. En este sentido, se ha encontrado una treintena de
estelas rúnicas que refieren los contactos de este pueblo guerre-
ro con el Imperio bizantino o, como aparece en algunas de esas
inscripciones, con Grikkland, esto es, Grecia.

De Grecia a Damasco
Las crónicas bizantinas medievales ya hablan de grupos de mer-
cenarios varegos (nombre que los griegos y eslavos orientales

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110 Odín y las runas mágicas

daban a los vikingos suecos) que, desde el siglo ix, servían a los
emperadores como guardia personal en Constantinopla. Pero
gracias a estas piedras rúnicas es posible escuchar la voz de sus
propios protagonistas o, en su defecto, la de sus familiares y
deudos. Una de ellas, catalogada como U 112 y hallada en la
provincia sueca de Uppland (de ahí la U del catálogo), refiere
que «Ragnvald mandó grabar las runas; estuvo en Grecia, fue
comandante en la guardia real». Otra, la U 1016, señala: «Ljót el
capitán erigió esta piedra en memoria de sus hijos. El que falle-
ció en el extranjero se llamaba Aki. Gobernó un barco de carga;
llegó a Grecia. Hefnir murió en casa».
Otra treintena de estelas, la mayoría localizadas también en
Suecia, versa sobre expediciones acometidas contra las islas Bri-
tánicas. En verso, la inscripción de la piedra de Kjula nos dice que
«Alrik, el hijo de Sigrid, erigió esta piedra en memoria de su padre
Spjot, que estuvo en el oeste, derrotó y luchó en las ciudades del
oeste. Él conocía todas las fortalezas del viaje». Muy interesante

De finales del siglo x, la piedra de Karlevi (izquierda) representa el estilo más simple
de estela rúnica, sin decoración y con las runas dispuestas verticalmente. La piedra de
Tullstorp (derecha) muestra motivos, como el lobo y el barco, que evocan el Ragnarök.

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El secreto de las runas 111

resulta también la U 344, que nos informa de cómo un vikingo


llamado Ulf de Borresta formó parte entre 991 y 1018 de tres
expediciones al mando de otros tantos caudillos (Skagul Toste,
Thorkell el Alto y Canuto el Grande) que se resolvieron con el pago
del danegeld, un tributo con el que los habitantes de las islas Bri-
tánicas trataban de impedir las incursiones vikingas: «Y Ulf recibió
tres pagos en Inglaterra. Que fue el primero el que pagaron a
Tosti. Después el pago a Thorketill. Después el pago a Knut».
Uno de los conjuntos más impresionantes es el conformado
por las 26 estelas que recuerdan al caudillo Ingvar el Viajero y
sus compañeros, quienes entre 1036 y 1041 llevaron a cabo una
desafortunada expedición al mar Caspio. Excepto dos, se con-
centran en la región del lago Mälaren, en el este de Suecia. Una
de ellas, la piedra de Lundby, es especialmente valiosa porque
es una de las escasísimas runas que hacen referencia a Serkland
(«tierra de sarracenos»), nombre que los vikingos daban al Ca-
lifato Abasí, cuya capital era entonces Bagdad: «Spjoti [y] Half-
dan, ellos levantaron esta piedra en memoria de Skardi, su her-
mano. Desde aquí [él] viajó hacia el este con Ingvar; en Serkland
permanece el hijo de Eyvind». Más sucinta en su expresión, la
de Gredby reza: «Gunnulf levantó esa piedra en memoria de
Ulf, su padre. Él estaba en un viaje con Ingvar», mientras que en
la piedra de Ekilla Bro se lee: «Andvet y Kar y Blesi y Djarf, eri-
gieron esta piedra en memoria de Gunnleif, su padre. [Él] cayó
en el este con Ingvar. Que Dios guarde [su] alma».

Pervivencia con el cristianismo


Como puede verse por este último ejemplo, las estelas rúnicas
se mantuvieron tras la cristianización de Escandinavia. De hecho,
es entonces cuando se hacen más abundantes, si bien los maes-
tros canteros que las tallaban tenían la precaución no solo de
mencionar al Dios cristiano en su texto, sino también de grabar
algún elemento distintivo de la nueva fe, como una cruz, un
Cristo crucificado o la efigie de un santo u obispo con su mitra
y báculo. De ese modo se quería dejar bien claro que no se

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112 Odín y las runas mágicas

trataba de un elemento pagano, sino cristiano. Las Piedras de


Jelling, en Dinamarca, constituyen un caso representativo de
este uso: fueron erigidas a finales del siglo x por el rey Gorm el
Viejo y su hijo Harald I Diente Azul, este último responsable de
la conversión al cristianismo de su reino.
Mas ese motivo cristiano no era el único elemento decorati-
vo de las piedras rúnicas. En ellas es habitual la presencia de
animales mitológicos como dragones, serpientes y lobos, o fi-
guras humanas por lo general muy esquemáticas que represen-
tan a divinidades como Odín y Thor, o a héroes como Sigurd.
Igualmente, abundan complejas formas entrelazadas a base de
motivos vegetales y zoomorfos más o menos reconocibles. Las
mismas runas solían escribirse en bandas que, rodeando el resto
de elementos ornamentales, podían seguir sinuosos recorridos
y que en ocasiones se remataban con cabezas de animales.
Otra característica de estos trabajos es que se policromaban,
algo que ya aparece mencionado en el Hávamál: «Está compro-
bado: si runas consultas, aquellas de origen divino, las que las
fuerzas hicieron y el tul supremo [Odín] tiñó, mucho se gana
callando». Todavía hoy muchas de ellas conservan el pigmento
rojo con el que se pintaban. Los motivos ornamentales recibían
también pintura con el propósito de que la estela llamara la
atención por su colorido y no menos por la calidad de su factu-
ra. Tal era su valor, que algunos maestros canteros especializa-
dos en su tallado llegaron a ser tan solicitados, que incluso fir-
maban sus obras.

Declive y resurrección de las runas

El futhark, por tanto, sobrevivió a la cristianización de Escandi-


navia. No por mucho tiempo, sin embargo, pues esa fe trajo
consigo no solo nuevas creencias, sino también el alfabeto lati-
no, más práctico y dúctil que el rúnico y, por tanto, más adecua-
do para volcar textos largos y complejos como códigos legisla-

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El secreto de las runas 113

tivos, sagas, crónicas históricas o poemas épicos. Aun así, ambos


sistemas de escritura convivieron durante un tiempo, pues los
cristianos consideraron las runas, no como un símbolo pagano
a erradicar, sino como una herramienta que, bien utilizada, po-
día servirles para que su religión fuera aceptada y arraigara con
más facilidad en las sociedades escandinavas; de ahí que las
runas se usaran incluso en pilas bautismales.
No obstante, las runas fueron desapareciendo paulatinamen-
te, y ello a pesar de trabajos tan ambiciosos como el Codex
Runicus, más un desesperado intento de resucitar un mundo ya
pasado que un ejemplo de pervivencia del alfabeto rúnico.
Compuesto hacia 1300, es un volumen en pergamino escrito
íntegramente con runas que recoge la ley civil y la eclesiástica
de la provincia sueca de Escania, una crónica de los primeros
reyes daneses y una descripción de la frontera entre Dinamarca
y Suecia. Su última página presenta la más antigua partitura
musical de Escandinavia, que reproduce la melodía y el texto,
por supuesto en caracteres rúnicos, de una canción popular:
Drømte mig en drøm i nat (Tuve un sueño una noche).
Poco a poco, las runas dejaron de escribirse y la gente olvidó
cómo leerlas. Esa situación duró hasta el siglo xix, cuando, gra-
cias al impulso dado por los artistas, escritores e historiadores
románticos, tan atentos siempre a indagar en los orígenes re-
motos de los pueblos, el mundo vikingo volvió a la luz y con él,
sus inscripciones rúnicas.

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Índice

1. Visiones y susurros . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

2. El salón de los caídos. . . . . . . . . . . . . . . . 27

3. Magia oscura. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

4. El largo camino. . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

5. De donde no se vuelve . . . . . . . . . . . . . . . 83

Galería de ilustraciones. . . . . . . . . . . . . . . . 100

El secreto de las runas . . . . . . . . . . . . . . . . 105

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© xxxx por el texto de la novela
© Laia San José Beltrán por el texto de Mundo vikingo
© Juan Venegas por la ilustración de cubierta y de portadilla
© Diego Olmos por las ilustraciones de interior
© 2019, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño de cubierta: Tenllado Studio & Llorenç Martí


Diseño interior: Luz de la Mora
Fotografías: AXxxxxx1
Realización: EDITEC
Dirección narrativa: Marcos Jaén
Asesoría mitográfica: David Carrillo Rangel
Asesoría histórica: Laia San José Beltrán

ISBN (OC): 978-84-1329-010-2


ISBN: 978-84-1329-xxxx-9
Depósito legal: B xxxx-2019

Impreso en RODESA
Impreso en España - Printed in Spain

Para México
Edita
RBA Editores México, S. de R.L. de C.V. Av. Patriotismo 229, piso 8,
Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800, Deleg. Benito Juárez,
Ciudad de México, México
Fecha primera publicación en México: xxxx 2020.
Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de
C.V. Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800,
Deleg. Benito Juárez, Ciudad de México, México
Impresa en RODESA-Rotativas de Estella S.L.
Polígono industrial San Miguel-Parcelas E7-E8
31132-Villatuerta (Navarra)

ISBN: en trámite (Obra completa)


ISBN: en trámite (Libro)

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esta publicación puede ser reproducida, almacenada
o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

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