Está en la página 1de 17

"Construcción social del gusto, economías del prestigio y

contiendas dentro del canon en los festivales de cine"

Ponencia de cierre del Coloquio Internacional de Cine Iberoamericano


Contemporáneo. Los festivales de cine en Iberoamérica: tradición y diversidad

Por Pedro Adrián Zuluaga

En el ambicioso y no poco grandiocuente título de esta ponencia se promete el


desarrollo tres puntos que –casi no tengo dudas al respecto– están
estrechamente vinculados. Pero de forma más modesta lo que espero con esta
intervención es suscitar, desde una reflexión que tiene mucho de especulación y
otro tanto de experiencia, una serie de preguntas que, más que cerrar este
Coloquio, abran el debate sobre lo que hacemos y lo que se pone en juego
cuando programamos o asistimos a un festival de cine. Un debate, por supuesto,
que mire hacia el futuro.

El primero de estos tres puntos es el gusto, cómo se construye y de qué manera


participan los distintos miembros de un colectivo o una comunidad –digamos la
comunidad cinematográfica o audiovisual – en su construcción. Preguntarnos por
qué nos gusta lo que nos gusta supone ir en contravía de una tendencia extendida
hy en día que lleva a naturalizar cualquier tipo de consumo o a reducirlo al orden
de lo subjetivo para volverlo incuestionable. Entre gustos no hay disgustos, toda
opinión es subjetiva, entre otras, se vuelven frases de cajón que impiden analizar
la existencia objetiva de motivos que condicionan el gusto.

El segundo es el prestigio o lo que en palabras de Bordieu podríamos llamar la


distinción. La distinción está claramente vinculada al gusto y a las nociones de
proximidad o lejanía respecto del gusto condierado legítimo. El pestigio y la
distinción configuran economías simbólicas y materiales, que algunas veces
coinciden con las economías dominantes y, otras veces, determinan lo que el
mismo Bordieu llamaría “economías al revés” que aparentemente cuestionan lo
ortodoxo o el mainstream. Para Bordieu los bienes culturales tiene por un lado un
carácter de mercancías y por otro lado están dotados de significaciones. Esto
ocurre de tal modo que los valores comerciales y simbólicos pueden permanecer
independientes. La industria cultural, y para nuestro caso el cine, tiene “la muy
peculiar característica de producir representaciones, cuyo consumo (...) no se
limita a satisfacer necesidades – reales o imaginarias – sino que conforma
subjetividades”. Por otro lado Bordieu habla de otro tipo de arte en el que “...prima
la producción y sus exigencias específicas, fruto de una historia autónoma; esta
producción que no puede reconocer más demanda que la que es capaz de
producir ella misma pero sólo a largo plazo, está orientada hacia la acumulación
de capital simbólico, en tanto que ‘capital económico negado’.” Ya veremos
entonces cómo los festivales de cine de mayor prestigio o distinción recortan los
tiempos de este largo plazo del que hablaba Bordieu y producen de manera
inmediata una acumulación de capital simbólico y con ella una ganancia que si
bien es distinta a la de la taquilla del cine masivo o de entretenimiento también
tiene consecuencias económicas.

El tercero es el canon, palabra que remite, en principio, a la música y a la religión,


y que puede evocar autoritarismos, jerarquías e inmovilidad. Un canon es
comúnmente asumido como “regla, precepto o modelo”, como repertorio o
catálogo de autores aprobados por una determinada autoridad que puede ser una
academia, una iglesia, o, en el caso del cine, un tejido institucional en el que
participan críticos, festivales y otro tipo de voceros privilegiados o hegemónicos.

Empecemos entonces…

I. Los guardianes del gusto

En cuanto al problema del gusto no pretendo aquí dilucidar la amplia masa crítica
con la que cuenta este problema o categoría en el debate teórico o filosófico del
campo del arte. Cualquier persona entrenada en estas cuestiones sabe de los
aportes fundamentales de Hume, Kant, Wittgenstein, el ya citado Bordieu, entre
otros. Mi acercamiento al problema del gusto será mucho más concreto y,
digamoslo así, relacional. Intento acotar la pregunta a un mínimo examen, o mejor
llamarla especulación desde la experiencia, sobre las prácticas de construcción
social del gusto cinematográfico, y a un breve repaso por los consensos y
disensos en la producción de un gusto muy específico: el gusto especializado o en
otras palabras legítimo que generan los festivales de cine y, sigo con las
acotaciones, los festivales de cine europeo y estadounidense en relación con las
películas latinoamericanas, siempre con la mente y la esperanza puestas en cómo
hacer para que ese gusto creado, y por tanto no natural, no se momifique o quede
detenido y cristalizado en unas relaciones que sí considero que tienen trazas
coloniales y en las que, a pesar de la hibridez y movilidad que pueda caracterizar
a estos espacios liminales, hay asimetrías de poder en las que la conjunción del
poder económico y político se traslada a la cultura.

En su ponencia de apertura de la Cátedra Cinemateca (2019), el crítico y


programador argentino Roger Koza habló de  "una burguesía internacional que
organiza el gusto cinematográfico planetario". Se refería, claro, al poder de los
directores y programadores, especialmente de los festivales europeos, que siguen
siendo teniendo una enorme agencia para definir lo que el resto del mundo, no
europeo ni norteamericano, debe considerar relevante o a lo que tiene que
prestarle atención.

Ante la inmensidad de los cambios culturales movilizados por el feminismo o las


reivindicaciones de sujetos y/o comunidades indígenas, afro o queer, se vuelve
inaplazable la pregunta sobre por qué esta “burguesía internacional” sigue siendo
mayoritariamente blanca y europea, por no decir que heterosexual. El año pasado,
en un foro del Bogota Audiovisual Market, este colonialismo de la programación
fue uno de los temas de debate en un evento con programadores de los festivales
de Berlín y Tribeca, moderado por la actual directora de programación de la
Cinemateca de Bogota María Paula Lorgia. Las prácticas coloniales aquí y ahora
son entonces distintas a las que se denunciaron en los años sesenta o setenta, y
en esto, al menos, se ve cómo el tiempo presente sí afecta las discusiones aunque
no las soluciones. Es decir, el diagnóstico está claro aunque el espacio
diagnosticado se vea muy difícil de cambiar para llegar a prácticas menos
asimétricas o menos geopolíticamente acentuadas. Cito a Lorgia:

La pregunta sobre el colonialismo en la programación esta cada vez más presente,


no solo en la curaduría sino en los procesos de gestión. ¿Por qué solo hombre
blancos son los que programan en todos los festivales A de cine? ¿Por qué los
equipos de programación no son diversos?

Las preguntas no son solo sobre el origen social de programadores y directores de


festivales sino sobre modos y mecanismos. Por qué, por ejemplo, si en los
festivales del norte, europeo y americano, se promueven valores como la
democracia, sus directivos permanecen largos tiempos en sus cargos ejerciendo
autoridades verticales e indiscutibles, casi dictatoriales. Piensen en personajes
como Tierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes desde 2004 o en
Alberto Barbera, director del Festival de Venecia desde 2011, y las consecuencias
que eso tiene en la inmovilidad del gusto especializado o en que ese gusto sea lo
que es. Y por qué, más que una renovación acorde con los nuevos tiempos, lo que
se da en los cargos de programadores y festivales de cine es una rotación, como
ocurrió con el paso de Carlo Chatrian de la direccción del Festival de Locarno a la
de la Berlinale.

De otro lado, y teniendo en cuenta que la crítica es la vocera de ese discurso del
gesto especializado. ¿Por qué una institución como la Fipresci, que reúne a la élite
de la prensa cinematográfica, tiene desde 1987 el mismo secretario general: el
alemán Klaus Eder? El propio Festival de Cine de Cartagena de Indias, que en sus
últimas dos versiones expandió su proramación para admitir focos y muestras
afros e indígenas o de producción cartagenera, entre otras causas, es liderado en
su programación por un alemán que viene de trabajar en el Festival de Berlín.
¿Por qué eso es considerado por el festival como un signo de prestigio? ¿Un
festival que ahora tiene vocación afro, caribe e indigenista se precia de tener una
marca europea en la selección de su programación?

El resultado de este estado de cosas descrito es que el valor o el acceso a la


legitimidad del cine latinoamericano y sus representaciones que, como ya se vio,
moldean subjetividades, sigue siendo decidido, en su mayor parte, por una minoría
externa a las particularidades de la cultura latinoamericana, que en muchas casos
no conoce ni las lenguas en las que hablamos y entendemos el mundo, ni
tampoco nuestros procesos históricos. Para superar ese desfase los festivales
europeos y norteamericanos mayores apelan a asesores o delegados regionales,
o a encargados de un área geográfica específica, por ejemplo el papel que
cumplen el argentino Diego Lerer en el Festival de Cannes y el español Gonzalo
de Pedro en el Festival de Locarno, o el trabajo de Diana Sánchez en el Festival
de Toronto.

La legitimación de los festivales europeos al cine periférico tiene un larguísima


historia que es reconstruida por Alberta Elena en un capítulo de su libro Los cines
periféricos que se llama, de forma paradigmática, “Cines del norte, cines del sur”.
Allí, Elena recapitula como los cines japonés, indio o mexicano, así como otras
cinematografías latinoamericanas, se hicieron visibles en los festivales europeos a
traves de títulos como Rashomon de Akira Kurosawa y Ugetsu Monogatari de
Kenji Mizoguchi, que ganaron respectivamente el León de Oro y el León de Plata
en Venecia (en 1951 y 1953 respectivamente). El descubrimiento del cine indio,
recuerda Alberto Elena, ya no tendría lugar en Venecia sino en Cannes, cuando
en 1956 una modestísima producción independiente: Pater Panchali de Satyajit
Ray, logró colarse en la selección del Festival de la Riviera francesa y deslumbrar
a unos poco entendidos: los críticos, que la celebraron de forma muy entusiasta.
La película Pater Panchali ganó un premio especial de consolación en Cannes
pero la consagración de este outsider del cine indio se da con su triunfo unos
meses después en Venecia por Aparajito.
Los focos puntuales puestos sobre otras cinematografías, en el caso de las
latinoamericanas, se dan con títulos como Cangaceiro de Lima Barreto exhibida
en Cannes en 1953 o La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson exhibida en
1958. Así, las cinematografías brasileñas y argentinas, respectivamente, recibirían
su espaldarazo y aprobación, una aprobación que ya había tenido el cine
mexicano cuando en 1946 se exhibió en Cannes María Candelaria del Indio
Fernandez y en 1951 Los olvidados de Luis Buñuel. Pero claro, en este último
caso se trataba de Buñuel, que ya por entonces cargaba con el mito de haber
dirigido Un perro andaluz y La edad de oro.

Esta atención puesta sobre títulos muy puntuales o aislados tendía a omitir el
hecho de que si estas películas mencionadas fueron posibles se debió a la
existencia de sólidas tradiciones cinematográficas con desarrollos narrativos,
estéticos y “tecnológicos” propios. Para el gusto de esta burguesía internacional, y
eso todavía es cierto hoy, los cines nacionales llegan desprovistos de carga
histórica, catapultados por obras excepcionales que parecen funcionar más como
sombras, en el sentido jungiano de lado oscuro o lunar de las tradiciones
centrales, que como vivaces y fecundas apropiaciones o adaptaciones que
trastocan las nociones de Norte y Sur, o centro y periferia. El cine siempre ha sido
transnacional y transaccional, por tanto sometido a inevitables y a veces
saludables intercambios que afectan toda su cadena de producción. Pero esas
transnacionalidad y transaccionalidad suelen omitirse en la recepción de las obras,
a favor de ideas monolíticas de identidad y esencias nacionales que estas
películas movilizarían.

Parece repetirse un fenómeno sobre el cual la investigadora cubano Ana M. López


ha llamado la atención. En 1991 López escribía, en una revista académica de
Estados Unidos, que:

A diferencia de otros cines nacionales, que entraron en el discurso académico anglosajón


por vía de historias “maestras” escritas por nativos (por ejemplo, el cine alemán estudiado
a través de Kracauer y Eisner), los diversos cines latinoamericanos se conocieron primero
de manera ahistórica, mediante eventos “contemporáneos” reportados en artículos breves
y poco analíticos que ofrecían, ante todo, evaluaciones políticas. 1

En mi libro Cine colombiano: cánones y discursos dominantes analicé con mayor


amplitud las consecuencias de este recorte. 2 Para María Antonia Vélez, en la
misma dirección de lo expresado por López, en estas evaluaciones políticas “el
peso de la representación, que siempre se carga sobre el cine periférico, está
desbalanceado de tal manera que las películas colombianas son mejor recibidas si
sirven de ilustración para fenómenos generales”. 3 Los ejemplos abundan. Si nos
vamos hacia el pasado podemos encontrar casos como el de Michael Chanan,
quien en un artículo publicado en 1980, describió una escena de Gamín (Ciro
Durán, 1977), en la que uno de los niños protagonistas juega en medio del
tráfico bogotano, como “una metáfora sobre la condición de la sociedad
completa en relación con los países sobre desarrollados”. 4

En el presente, si consideramos la recepción de muchas películas, desde la


surcoreana Parasite de Bong Joon-ho, hasta otros títulos exhibidos no tan
recientemente en Colombia pero sí en los últimos años como la egipcia Clash de
Mohamed Diab, la tunceina Hedi de Mohamed Ben Attiasuelen o la libanesa
Capharnaüm de Nadine Labake, prevalece una tendencia –tanto de la crítica como
de los espectadores– a entenderlas o asumirlas como ilustraciones de fenómenos
sociales que traducen, explican o simplifican la realidad política de sus países de
origen. En una reseña sobre la película tunecina traté de dilucidar cómo funcionan
estas operaciones a la vez intelectuales, emocionales e ideológicas:

1
Ana M. López, “Setting Up the Stage: A Decade of Latin American Film Scholarship”, en:
Quarterly Review of Film and Video No. 13 (1-3), 1991, p. 239-260.
2
Ver Pedro Adrián Zuluaga, Cine colombiano: cánones y discursos dominantes, Bogotá, Idartes,
2013.
3
María Antonia Vélez, “Visa de estudiante: buscando al cine colombiano en la academia
angloamericana”, publicado originalmente en: revista online Extrabismos.
4
Michael Chanan, “Havana”, en: Framework No. 12, 1980, p. 37-40.
“Hedi es Túnez, tal cual”, escribió el crítico español Sergi Sánchez en una reseña
publicada en Fotogramas. Y otros más han escrito, en un consenso que no puede
ser sino sospechoso, que Hedi, la película, es una metáfora sobre la Primavera
Árabe que removió hace pocos años las estructuras autoritarias de los países de
ese lado del mundo, así fuera para dar vía libre a nuevos e inciertos poderes. Este
furor interpretativo carga al entrañable protagonista de la ópera prima del tunecino
Mohamed Ben Attia con el peso de ser algo más que su destino individual, se le
convierte en un país y una fuerza de la historia. Lo cual sería solo un exceso o una
ligereza, si no fuera por la frecuencia con que los cines periféricos entran al centro
o al mainstream siguiendo un movimiento de absorción: la parte –en este caso un
personaje, pero puede ser también un problema o determinado territorio– se toma
por el todo. Estos cines, incluido el colombiano, se ven así forzados a servir de
explicación sobre fenómenos generales de sus países de origen.5

El peligro que recae sobre la recepción de las películas periféricas, cuya llegada a
las carteleras casi siempre está mediada por su paso y su notoriedad en los
festivales de cine europeos y norteamericanos, es pues el exceso de retórica con
que suelen recibirse. Por esa vía se puede llegar a sobreinterpretaciones o a que
las situaciones parciales que las películas plantean se lean como ilustraciones de
situaciones generales. Otro caso fue el de la película egipcia Clash, sobre la cual
escribí lo siguiente:

En ese sentido Clash, como pasaba con otra película reciente –la tunecina
Hedi–, es fácilmente cooptada: la parte se toma por el todo, el furgón
policial corre el albur de ser tomado por la totalidad de Egipto. Y si bien es
cierto que las películas o cualquier obra artística producen sentidos
múltiples, también están sujetas a su propia lógica: no significan cualquier
cosa.6
5
Pedro Adrián Zuluaga, “Una íntima revolución”, disponible en:
https://www.revistaarcadia.com/opinion/critica/articulo/pedro-adrian-zuluaga-resena-hedi/61614

6
Pedro Adrián Zuluaga, “Todo cambia para que todo siga igual”, disponible en:
https://www.revistaarcadia.com/opinion/critica/articulo/clash-de-mohamed-diab-resenada-por-
Así, en el gusto o la aprobación se puede agazapar un problema de naturaleza
ideológica. A los publicos internacionales que van a los festivales o asisten a salas
de cine de circuitos especializados, las películas no solo les proveen placeres
asociados a la complacencia por lo bello o lo armónico; frecuentemente también
provocan el señuelo de que algo de naturaleza muy compleja (por poner un
ejemplo: la inequidad social) puede ser entendido o asimilado.

En un sentido más ampio aquello que nos gusta o no suele venir formateado. En
algunos casos esa homologación es la de la gran industria internacional del
espectáculo que tiene puntales en Hollywood o en Netflix y que invoca un régimen
de alta visibilidad donde la condición para que algo sea visto por muchos es, que
aquello que se ve, dé a entender de manera amplia y contundente, que no deje
fisuras ni ambigüedades. Pero el gusto contrario o aparentemente opuesto o
alternativo al mainstream también es formateado, y el resultado, al menos en años
recientes, fue la asunción de un estilo internacional que privilegió la distancia, el
control narrativo, los modos de la supresión o la austeridad en contra de los
modos del exceso propios de algunos géneros o tonos como el musical, las
películas de guerra, el cine histórico o el melodrama, todos asociados a los valores
de la espectacularidad y la visibilidad.

En oposición a esos modos del exceso se configuraron los códigos estilísticos de


un cine contenido y contemplativo, narrativamente frío, que muchos empezaron a
llamar cine festivalero. Mi incomodidad con esa afirmación o encasillamiento era
que suponía que los festivales tenían un gusto inmóvil o monolítico. Por el
contrario, en los festivales se da, con particular histeria, el fenómeno contrario: el
“esto ya lo vi”, que los lleva anisosamente a buscar la siguiente novedad. Los
festivales son pues máquinarias que reclaman nombres frescos –que se parezcan
a los nombres frescos anteriores, para sumarlos al prestigio de lo ya consagrado–
y que se abrogan el derecho y la distinción que dan el nombrar las cosas por

pedro-adrian-zuluaga/64745
primera vez. Por supuesto la metáfora del descubrimiento tiene un inconsciente y
una traza colonial en la que el programador funge como un conquistador de
territorios inexplorados, un héroe que abre caminos de reconocimiento y
explotación.

Al agotarse los recursos de un territorio explorado, por ejemplo el del un cierto


neo-neorrealismo internacional de los cines periféricos, se pasa a la conquista y
etiquetamiento de otro territorio estético. En los últimos años, por ejemplo en
Cannes, se hizo visible una crisis o al menos una fractura en el código realista, y
prosperó la busqueda, extensiva a otros festivales, de propuestas que fueran en
dirección contraria. Un cine que recuperara ciertos modos del exceso propios del
melodrama o el musical pero sometidos a procesos de autoconsciencia autoral
como los que se pueden ver en películas como la brasileña Las buenas maneras
de Juliana Rojas y Marco Dutra, Diamantino de Gabriel Abrantes y Daniel Schmid,
Technoboss de João Nicolau o La fábrica de nada de Pedro Pinho. También el
resurgimiento de un género como el drama histórico, muy tradicional, pero redivivo
en clave formalista en películas como Jauja de Lisandro Alonso, Zama de Lucrecia
Martel, El movimiento de Benjamin Naishtat o Blanco sobre Blanco del chileno
Théo Court. Lo resumiría diciendo que, mientras en la producción de películas se
dan apropiaciones y derivaciones muy desacomplejadas que desplazan nociones
fijas sobre Norte y Sur, alta cultura, cultura popular y cultura de masas, no existe
esa misma movilidad en la legitimación y el acceso que considero sigue
dependiendo del Norte europeo y americano.

II. El prestigio o la distinción

Aunque lo parezca, esto que expondré a continuación no es una aplicación de los


conceptos sociológicos desarrollados por Pierre Bordieu en libros como Las reglas
del arte o La distinción. Criterios y bases sociales del gusto. Para el sociólogo
francés el sentido de la distinción, se basa en la búsqueda de un máximo de
“rentabilidad cultural” que se maximiza o minimiza mediante el establecimiento de
una relación próxima o menos próxima con la cultura legítima. Como sabemos, el
sociólogo francés consideraba que la aristocracia o la gran burguesía tenían una
relación digámoslo natural con la alta cultura, que para la pequeña burgesía
aspiracional, en cambio, se daba de manera esforzada y como código de ascenso.
Y también sabemos que para él las clases populares tenían con la cutura una
relación de necesidad. Claramente los festivales de cine son espacios liminales
donde campo, habitus e illusio, términos de la sociología de Bordieu, tienen una
aplicación problemática; sin embargo, si no todo al menos sí algo del saber que
esta sociología esclareció nos puede ser útil.

Más que el orden ferreo del espacio social, en los festivales de cine se escenifica
un orden paralelo u otro (un espacio liminal como el descrito en otra ponencia de
este mismo coloquio: la de Jimena Castañeda, “La liminalidad de los festivales de
cine: rituales interculturales) pero no habría que llamarse a engaños. Si bien este
espacio heterotópico existe y puede subvertir provisionalmente las jerarquías
geopolíticas, invito a considerarlo más bien como una suspensión provisional, una
puesta en escena donde sujetos hegemónicos y no hegemónicos conviven en un
aparente plano de igualdad. Una película latinoamericana, por ejemplo, es invitada
a un festival clase A en Europa y recibe allí un trato privilegiado de los
organizadores del festival, el público y la prensa; excepcionalmente esta película
puede además ganar un premio y subvertir todavía más el orden económico
vigente, en tanto muchas veces –o algunas veces–, son películas muy pequeñas
las que acceden a los premios, capitalizan un prestigio y obtiene una inesperada
visibilidad.

¿Qué es pues, en todo caso, lo que vale la pena defender de este orden mundial
alternativo al orden de Hollywood o de Netflix? Críticos, fondos y festivales
europeos evidentemente han sacado del anonimato obras como, por poner un
ejemplo inmediato, la de Camilo Restrepo, quien en este 2020 ganó con Los
conductos el premio a mejor opera prima de la Berlinale. Con hartísima frecuencia
los premios de estos festivales los ganan películas que de no mediar estos
reconocimientos pasarían desapercibidas. La gran pregunta es, no obstante, por
qué esta excepcionalidad o suspensión provisional del orden sigue ocurriendo en
las condiciones decidas por el Norte, en sus territorios y agenciada por sus voces
más hegemónicas (esta burgesía internacional mayoritariamente blanca,
masculina, europea, educada y “heterosexual”).

Por qué los festivales del Sur tienen tan poca capacidad de fortalecer sus agendas
y sus premios o tener su parte en el privilegio de la nominación, el cual sigue
estando en tan pocas manos. El año pasado, en la polémica sobre la eliminación
de las competencias en el Ficci, su nuevo director artístico le manifestó a la revista
Semana que esa decisión se tomó tras considerar o evaluar el poco impacto que
los premios otorgados por el Festival tenían en el destino posterior de las
películas. Esta afirmación de Aljure habría que evaluarla a la luz de muchas
películas, sobre todo colombianas, que al ser premiadas en el Ficci sí tuvieron un
comienzo con pie derecho que modificó radicalmente su recorrido siguiente. Pero
no es el lugar para dar esa discusión. Lo que puede ser relevante y digno de
análisis es que ese cambio de orientación que supuso la eliminación de las
competencias en el Ficci vino acompañado de la creación de una serie de focos
en su programación dedicados al cine indígena, afro, local y del Caribe. Es decir,
el Ficci parecía estar trasladando a escala nacional los espacios de excepción o la
suspensión de las asimetrías que ocurrían con nuestras películas en los territorios
hegemónicos y priviligiados de los festivales internacionales. Si nuestras películas
entraban en ciertos nichos del cine europeo y de autor como Cannes, Berlín o
Venecia lo hacían en las condiciones decidadas por esos nichos, como un regalo
o un don.

Asimismo, la presencia en Cartagena –en el Ficci quiero decir–, de este cine afro o
indígena parece no solo trasladar sino amplificar esta operación, en el sentido de
que esta producción se pone a dialogar no ya con una producción heterogénea
sino consigo misma, con los peligros de esencialización y cristalización de la
identidad que esto acarrea. De tal modo que, un espacio hegemónico y
distinguido, decide abrir un hueco para que la producción periférica se fogué o se
exhiba en el corazon de la hegemonía y el prestigio. La suspensión provisional del
orden hegemónico se da pues de una forma meramente cosmética, por no decir
que demagógica. No hay un cambio estructural en el orden de las
representaciones sino una afirmación más de hegemonía.

Los focos específicos, por ejemplo los dedicados a producción afro, indígena, local
o de mujeres, si bien pueden producir efectos parciales en la visbilidad de ciertas
obras en los espacios hegemónicos, por otro lado afirman que hay tradiciones
centrales de mayor legitimidad y tradiciones otras o periféricas. Este acto de
“generosidad” ¿en verdad transforma el canon o simplemente neutraliza el disenso
y la diferencia nombrando a esta diferencia como tal?

Y ahora sí paso al tercer putno

III. El canon

Todo lo antrior no pasaría de un reclamo irrelevante sino fuera porque el gusto y la


distinción, es decir el privilegio sobre la cultura legítima, determinan en buena
medida el acceso al canon, es decir, a lo que está destinado a preservarse y a
volverse paradigmático o modélico. ¿Qué se puede hacer con el canón? El crítico
cubano Rafael Rojas escribió en El banquete canónico: “Frente al canon solo hay
tres opciones decorosas: preservarlo, estrecharlo o ampliarlo” 7. Sugería así la
movilidad de lo canónico contrariando una idea que es propia de de la recepción y
perdurabilidad del canon: su aparente naturalidad, la idea de que siempre estuvo y
siempre estará ahí. Hoy, por supuesto es más corriente admitir, incluso con la
ironía de los guardianes del canon como Harold Bloom, que “en la formación del
canon siempre hay una ideología de por medio; de hecho, van más allá y hablan

7
Rafael Rojas, Un banquete canónico, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 9.
de la ideología de la formación del canon, sugiriendo que construir un canon (o
perpetuar uno ya existente) es un acto ideológico en sí mismo” 8

Para Walter Mignolo, un canon implica estructuras simbólicas de poder y de


hegemonía relacionadas con esencias culturales. Pero Mignolo invierte la
cuestión; las esencias culturales no son “representadas” por el canon sino
“creadas” y mantenidas por él.

Para terminar podríamos situarnos en una categoría como la de cine colombiano


para intentar analizar cómo los festivales pueden provocar colisiones, choques o
movilizaciones en la fijeza de esa categoría. Y entendamos aquí “cine colombiano”
como una categoría construida históricamente y no como un hecho dado. Hoy,
ante una realidad de la producción cinematográfica marcada por flujos de capitales
y de personas, flujos que siempre existieron, pero que se han intensificado, un
cine definido de forma esencialista por su inscripción geográfica o su pureza
cultural, no es más que una presunción demagógica. Al mismo tiempo, los
festivales son precisamente el lugar donde este esencialismo está más vivo en
tanto las películas circulan con etiquetas y adscripciones la mayoría de las veces
de naturaleza geografica, cuando no, como ya vimos en el caso de los focos
indígenas o afro del Ficci, a través de etiquetas racializadas.

En varios textos propios, entre ellos el libro Cine colombiano; cánones y discursos
dominantes y el artículo Las garras de oro del canon, cuestiono la fijeza o
monumentalización de la categoría “cine colombiano” y las consecuencias
simplificadoras que tiene esa cristalización de la identidad de un cine nacional. Por
el contrario, tanto en textos críticos como en el trabajo como programador –que lo
fui de espacios como el Ficci o del canal público Señal Colombia– me ha
movilizado la pregunta contraria, o al menos la aceptación de muchas porosidades
y dudas. ¿A qué podríamos llamar hoy cine colombiano? ¿A cualquier película
producida en el país? ¿A toda película realizada por un director colombiano en
8
Harold Bloom, El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, Barcelona,
Anagrama, 1995, p. 32.
cualquier parte del mundo? ¿A las obras audiovisuales atravesadas por temas
colombianos? En un tiempo de diásporas y desplazamientos, estas respuestas
no resultan fáciles.

Desde un lugar hegemónico y de legitimación como es y ha sido el Festival


Internacional de Cine de Cartagena de Indias, se lanzaron en las gestiones de sus
dos anteriores directoras, Monika Wagenberg y Diana Bustamente (2011-2018),
preguntas que apuntaban a cuestionar precisamente los esencialismos inscritos
en una expresión que la nueva orientación artística de Felipe Aljure retomó bajo la
idea de “películas cultural y legalmente colombianas”, palabras con las que se
convocaba a la producción nacional para ser admitida en el Festival.

Las muestras en competencia del Ficci en el periodo 2014-2018dieron cabida a


todas las contradicciones que hoy remueven la idea de un cine nacional como el
colombiano. Las películas de la Competencia Oficial Cine Colombiano de esos
años revelaban un cruce de caminos y formas de producción que desafiaban el
supuesto fácil de que el cine colombiano es aquel que se produce al amparo del
Fondo para el Desarrollo Cinematográfico-FDC, el principal instrumento definido
por la Ley 814 de 2003, conocida como Ley de Cine, a la que se le adjudica una
enorme responsabilidad en el despegue cuantitativo del cine colombiano en la
última década. Las películas que participan en los estímulos que otorga este fondo
resuelven el conflicto de lo nacional, en primera instancia, de una manera simple:
con un certificado expedido por el Ministerio de Cultura que corrobora los
porcentajes de inversión económica y la participación de personal técnico y
artístico nacional.

Cartagena, así como otros festivales, pasaba por encima de ese legalismo,
admitiendo en su competencia películas “bastardas” y que según la lógica del FDC
no son cultural y legalemente colombianas. Así entraron a la selección del Ficci las
primeras películas del hoy consagrado Camilo Restrepo: los cortos La impresión
de una guerra, La Bouche y Cilaos. El Festival contribuyo así a movilizar la fijeza y
el esencialismo del canon y a ampliarlo incorporando esas bastardías y
extrañezas.

En 2014, se incluyeron en la competencia títulos como Manos sucias del


estadounidense de ascendencia polaca Josef Kubota Wladyka, que sucede en el
Pacífico colombiano; Mambo Cool del geógrafo estadounidense Chris Gude,
rodada en Medellín, y el documental Marmato, sobre el pueblo minero del mismo
nombre en el departamento colombiano de Caldas, y también dirigida por un
extranjero: Mark Grieco. En una tradición donde cine colombiano sería equivalente
a cine de directores colombianos, tradición por supuesto imaginaria o en todo caso
nada homogénea, esas películas sembraban una aporía. En 2018 ganó el premio
como mejor dirección de la competencia colombiana una auténtica película de
frontera: la película colombo-alemana hablada en portugués El susurro del jaguar,
codirigida por el alemán de ascendecia colombiana Simon(è) J. Paiteau y la
brasileña Thais Guisasola, y que habla de distintos tránsitos (espaciales y de
género, tanto en términos de identidad de género como de indeterminación de los
géneros cinematográficos y las disciplinas artísticas: cine, teatro, performance). La
indeterminación también marcaba al largometraje Cord, del colombiano Pablo
González, coproducción de Alemania y Francia hablada en inglés y que planteaba
un escenario distópico de ciencia ficción, que participó en la Competencia de Cine
Colombiano del Ficci 2015. ¿Qué tenían que ver pues estas películas con
esencias identitarias nacionales? ¿Cómo hablar a partir de ellas de conceptos
como nación –o género– que con tanta frecuencia determinan la circulación de los
cines periféricos? (Es muy difícil, o lo fue hasta hace poco, que una película de
género hecha en Latinoamerica tuviera la aprobación de un festival europeo. Con
esto se estaría dando continuidad a lo escrito por Antonio Weinrichter en
“Geopolítica, festivales y Tercer Mundo: el cine iraní y Abbas Kiarostami”. Para el
teórico español, plantea el cine del “Tercer Mundo”:

[…] puede ser militante, o desarrollar un discurso de denuncia asimilable a las grandes
ideas básicas de la izquierda, o testimoniar la crisis que sin duda atraviesa un país, o ser
indigenista, o al menos, de filiación realista. La ficción del Tercer Mundo por tanto cae en el
neorrealismo o bien en el realismo mágico […] Lo que no se acepta es películas que se
aparten de estas dos vías.9

Por apartarse de ese enfoque, el Ficci –en el periodo mencionado– fue, sotto
voce, acusado de elitista. Parecía, según se desprende de la reacción de algunos,
como si la exhibición de propuestas de cierta radicalidad artística tuviera que
darse en el ámbito de la cultura europea o norteamericana, y en sus festivales de
cine, mientras la “naturaleza” de los encuentros cinematográficos latinoamericanos
debiera limitarse a la urgencia política, y a la filiciación realista o neorrealista.

Como es factible darse cuenta, dados los cambios del Ficci y la manera cómo se
ha movido la institucionalidad de los festivales de cine en meses recientes, estos
debates son álgidos, y sobre todo necesarios. Traerlos al centro implica
cuestionar que un orden dado, un canon, o una determinada economía del
prestigo es natural. Y ya sabemos, como decía el Centauro al Jasón adolescente
en Medea de Pasolini: “No hay nada natural en la naturaleza, jovencito, tenlo bien
presente. Cuando la naturaleza te parezca natural, todo habrá terminado –y
comenzará algo distinto”.

9
Antonio Weinrichter, “Geopolítica, festivales y Tercer Mundo: el cine iraní y Abbas Kiarostami”,
Archivos de la Filmoteca, 19, Barcelona, febrero 1995, p. 31.

También podría gustarte