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PERO MIS BRAZOS INSISTEN

EN ABRAZAR AL MUNDO

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PERO MIS BRAZOS INSISTEN
EN ABRAZAR AL MUNDO
ANTOLOGÍA INTERNACIONAL DE CUENTO

Tata Danzanti Editorial

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PERO MIS BRAZOS INSISTEN EN ABRAZAR AL MUNDO
Antología internacional de cuento

Edición única y gratuita


Abril de 2020.

Tata Danzanti Editorial agradece a los autores que fueron parte de esta iniciativa y que
permitieron que sus trabajos sean incluidos en este libro:
Argentina: Pablo Colacrai, Guillermo Ferreyro, Virginia Gallardo y Ariel Urquiza. Bolivia:
Daniel Averanga Montiel, Magela Baudoin, Cecilia de Marchi Moyano, Claudio Ferrufino-
Coqueugniot, Gabriel Mamani Magne, Oscar Martínez, Claudia Andrea Michel Flores,
Guillermo Ruiz Plaza, Rodrigo Urquiola Flores y Giovanna Rivero. Brasil: Julián Fuks. Chile:
Jaime Collyer, Alejandra Costamagna, Patricio Jara y Andrés Montero. Costa Rica: Rodrigo
Soto. Colombia: Andrés Mauricio Muñoz. Cuba: Rogelio Riverón. España: Pablo Cerezal,
Luis Leante y Alejandro Morellón. México: Gabriel Rodríguez Liceaga. Nicaragua:
Arquímedes González. Panamá: Ernesto Endara. Paraguay: Sebastián Ocampos y Javier
Viveros. Perú: Julio Durán y Pedro Félix Novoa. Puerto Rico: Yolanda Arroyo Pizarro. Y
Venezuela: Yady Campo Ramírez.

Ilustración de portada: Adda Donato, Momento Azul (2008).


Diseño de la portada: Ricardo Aranda

SELECCIÓN, EDICIÓN Y PRESENTACIÓN


Tata Danzanti Editorial, 2020

EDICIÓN DIGITAL REALIZADA SIN RESTRICCIONES DE


DERECHOS DE AUTOR. QUEDA PERMITIDA LA REPRODUCCIÓN
TOTAL O PARCIAL DEL MATERIAL, ASÍ TAMBIÉN SU
SOCIALIZACIÓN.
#YOMEQUEDOENCASALEYENDO

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“(...) ¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final


todo continuará igual
las sonrisas gastadas
el interés interesado
las preguntas de piedra en piedra
las gesticulaciones que remedan amor
todo continuará igual.

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo


porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde (...)”.

Alejandra Pizarnik, El despertar (fragmento).

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Presentación
Quedarse en casa

Quedarnos en casa. Apropiarnos de ese espacio ya reconocido


pero la mayor parte de las veces menos visible por el tránsito
de la calle, de los quioscos, de los buses, de los aviones, las aves
y todo lo que constituye el universo en el que nos movemos
día a día. Reconocer las pequeñas cosas, los detalles de nuestro
hábitat, encontrar lo que siempre estuvo ahí y acercarnos con
esa mirada del recién nacido. Como el descubrimiento de un
libro, la derrota de un cuento interminable, el destello de ese
poema justo y circunstancial, o el dolor por la muerte de ese
personaje al que le hemos entregado nuestras horas y nuestras
energías ya sea sentados en un sillón, en el borde de una cama
o en una pequeña banca de madera en el patio cada vez más
pequeño. Ese instante de alumbramiento en el que llegamos a
la última letra de la última palabra de una historia que
hubiéramos deseado jamás concluir.
Cuarentena, pandemia, virus. Hay tantas palabras sucias
por el polvo de los años que ahora resuenan en nuestro oído
como si las hubieran inventado recién, como si se hubieran
escondido debajo de las piedras que fundan la historia de la
humanidad. Es así que nos vemos confinados, quizá ansiosos

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del libre albedrío que antes poseíamos y ahora vemos desde
un cristal apolillado. Pero seguros al mismo tiempo de que
este tiempo de encierro es el periodo necesario para construir
un lugar más propicio, menos individualizado. Asegurarnos de
limpiarnos de estas tantas enfermedades —tanto físicas como
psicológicas— para aliviar el camino de los otros, en este caso
de los más grandes, de aquellos a los que debemos la vida. Pero
también para los otros, para los que vienen.
Así que para estos días de derroteros y trajines, qué mejor
que descubrir los caminos más cercanos a lo ideal, pero a la
vez a lo más trágico. Qué mejor manera de viajar hacia las
selvas más abundantes, a los nevados más amplios y pesados,
a los desiertos de arena roja, a las ciudades de inmensos
edificios y periferias de cemento que acercarnos a las ficciones,
a aquellas cuevas de regocijo en las que podemos escondernos
y olvidarnos —o lo contrario, hacernos más conscientes— de
la realidad y sus miserias. Como decía uno de esos tantos e
impecables escritores argentinos: “No hay mejor remedio a la
tristeza que una hora corrida de lectura”.
Quizá, de esas tantas formas de literatura que existen, el
cuento sea el género que mejor se acomode a estas
expectativas. Por sus finales detonantes, por sus progresos
obsesivos y por esos vericuetos a los que los grandes
narradores nos involucran con esas sus palabras, las ninfas que

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escogen para arroparnos con sus construcciones, con los
peldaños que trabajaron como alfareros.
Porque hay tanto, tanto por descubrir. Tantas voces, tantos
retazos mágicos envueltos en los mecanismos de estos
artilugios que son los cuentos...
Es así que como equipo editorial de TATA DANZANTI
hemos decidido convocar a muchas de las voces más
importantes de la literatura latinoamericana de estos últimos
años para reunir sus trabajos en una antología poderosa
denominada Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
(verso del poema El despertar, de Alejandra Pizarnik).
¿Cuál es el fin? Contribuir en este momento crítico e
inesperado de la historia a través del arte, de la cultura, ese
espacio cada vez más olvidado por las autoridades, pero no por
ello menos vigoroso, no, lo contrario: la literatura es y será
siempre ese bastión, ese punto específico en el confluyen
todas las visiones, desde las más modestas hasta las más
críticas. Es por demás conocido esa frase de Kafka en la que
asevera que si un libro no se te incrusta en la cabeza como un
hacha es porque no se ha consolidado como tal, como obra. Y
las historias que están acá dentro se acercan a ese mandato,
obedecen ese mensaje como un dogma.
Solo como ejemplo, algunos nombres de los autores de
este libro: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Guillermo Ruiz,

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Magela Baudoin, Rodrigo Urquiola, Gabriel Mamani, Daniel
Averanga y otros más (entre los nacionales), escritores
premiados en certámenes nacionales e internacionales; Pablo
Cerezal, Alejandra Costamagna, Luis Leante, Alejandro
Morellón, Andrés Mauricio Muñoz, Jaime Collyer y otro tantos
narradores más, ellos provenientes de otras naciones, todas
hermanas, todas azotadas de igual forma por este virus. Una
reunión de lujo.
No existe una temática fija ni establecida, pero sí un breve
apartado, algo no charlado pero sí previsto por las
circunstancias: la calle, ese espacio ahora anhelado. Historias,
muchas de ellas, que transcurren en la periferia, ahora vacía y
abandonada (como la imagen de portada del libro, la pintura
Momento azul, de la artista alteña Adda Donato).
Esta es una edición gratuita, de libre descarga, pensada
exclusivamente en aquellos apasionados por la lectura, por la
incursión en estos mundos imaginarios pero realizados desde
una mirada real, pero también para todos aquellos que estén
cansados de la insípida televisión nacional y de las otras varias
plataformas de streaming, aturdidos de estar absorbidos por
las paredes de las habitaciones o las pantallas de sus celulares.
Este es un trabajo entregado a ustedes, estimados y por ahora
confinados lectores.

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El título reside en ese “por ahora”: estamos más que
convencidos de que muy pronto nos encontraremos y que
podremos compartir el tiempo, los parques, las avenidas y los
árboles sin miedo, sin ansias. Sin barbijos ni alcohol en gel.
Que esa distancia de un metro será relevada y podremos
abrazarnos como antes, podremos reír y vivir como ayer.
Mientras tanto, para que eso suceda, debemos quedarnos en
casa. He aquí una excusa más que valedera para realizar ese
cometido: leer.

Los editores.

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Rabia
Claudia Andrea Michel Flores1

I
Nadie bailaba.
La música reventaba tímpanos pero la pista de baile estaba
vacía. Dos grupos de personas sentados en los extremos
opuestos de una misma mesa, como en un ring, eran toda la
concurrencia. Nosotros por un lado y los hermanastros de mi
padre por el otro, todos ellos vestidos de luto.
Mi madre sabía que los músicos no podrían quedarse más
de lo estipulado y se lo dijo a mi padre, él respiró hondo y salió
al centro de la pista con ella del brazo, bailaron sin sonreír,
como siempre que comenzaban las fiestas. Mientras los veía
bailar me percaté que los zapatos nuevos de mi padre aún
tenían la etiqueta fosforescente del precio pegada en cada
suela, quise decírselo, advertirle, pero me contuve, ya sabía
cómo respondía a ese tipo de cosas, más si venían de mí.

1
Claudia Andrea Michel Flores (Potosí, 1980). Estudió Psicología en la Universidad
Mayor de San Simón. Tiene una maestría en Gestión Cultural por la Universidad
Andina Simón Bolívar. Fue miembro de la editorial Yerba Mala Cartonera entre
los años 2008 y 2013. Con la obra Paralelo 23 obtuvo el Premio de Dramaturgia
Municipio de Cercado y con Cambio de rasante el Premio Eduardo Abaroa,
categoría libro de cuentos (ambos del año 2018). Desde 2010 es responsable de
programación cultural en el Proyecto mARTadero.
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Bailaban y la etiqueta refulgía ante mis ojos, como
diciéndome que haga algo, que se reirían de mi padre, que
luego en las sobremesas sus hermanastros comentarían sobre
su derroche innecesario, sobre su necesidad de mostrar que
tenía dinero, hablarían de su rechazo a cancelar la fiesta a
pesar del duelo. Eran suposiciones pero no infundadas, uno
conoce mejor que nadie la voracidad de su propia familia.
Esa misma noche yo tenía planeada una salida con mis
amigos, pero no tuve más remedio que cancelarla pues mi
padre nos obligaba, a mis hermanas y a mí, a estar presentes y
ayudar con todos los detalles de su fiesta. Odiaba tener que
ponerme camisa y lustrar mis zapatos para recibir a gente que
no me caía bien y a la que además tenía que atender.

Como si dejar mis planes no me causara suficiente fastidio


tuve que fijarme en esas etiquetas, eran naranjas y aparecían
en cada paso que daba mi padre recordándome que debía
hacer algo, que no podía dejar que se burlaran de él.
Terminó el primer baile y me acerqué para decírselo al
oído, pero no me dejó siquiera hablar, me tomó por los
hombros y disimulando una sonrisa amable me dijo
fastidiado.
—Meté tu camisa dentro el pantalón, ¿qué no sabes ni

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siquiera vestirte?
Luego de la primera tanda de música mi padre me buscó
con la mirada, yo sabía que me obligaría a bailar con alguna
de mis hermanas, por eso ya me había escondido. Una ráfaga
de furia le hizo cerrar los puños, intentó calmarse, tomó un
sorbo largo de su bebida y se acercó a la mesa de sus
hermanastros, les hizo la señal de salud todos respondieron
levantando la copa y bebieron.
Dieron las diez de la noche, papá supo que era hora de
servir la comida. Mis hermanas miraban a la calle cada minuto
esperando la llegada de otros invitados pero nadie más llegó a
la fiesta.
Solo siendo adulto celebró su cumpleaños, hubo años en
los que ni siquiera recordaba la fecha, solo cuando le
preguntaban la edad caía en cuenta que había pasado el día de
su nacimiento sin recordarlo siquiera. Cuando empezó a ganar
dinero, se prometió a sí mismo festejar cada año sin importar
el sacrificio que eso le significara. Todo lo que tenía lo había
conseguido él solo y ese festejo era lo menos que se merecía.
Ni siquiera la reciente muerte de su padrastro había sido
suficiente motivo para suspender la celebración, en realidad la
impulsó.
Los manteles y la vajilla alquilada eran un lujo que se
permitió esa vez a manera de revancha póstuma, ante un

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hombre que le había echado de casa casi siendo un niño. Esa
fiesta era en el fondo una venganza, que finalmente no le había
salido tan bien, pues ahí estaban las mesas vacías, los
familiares de luto que no bailaban y esas etiquetas que tanto
me molestaban.
Salí a caminar, crucé la calle y me senté en una banca de la
plazuela, podía ver las luces y escuchar la música de la fiesta.
Me hubiera gustado fumar, por alguna razón la gente que
fuma parece estar esperando algo, tal vez yo también estaba
esperando algo sin saberlo porque fue esa noche cuando vi por
primera vez al Negro.
Camuflado entre las sombras de los árboles me percaté de
su presencia cuando la luz de algún carro le iluminó los ojos.
Me sobresalté. La luz volvió a darle iluminando su cabeza,
noté que era un perro e instintivamente lo llamé, era un
cachorro y se veían bastante asustado. Sabía que mi padre no
lo querría en casa, que mamá me pediría que limpie sus
porquerías y que perseguiría al gato de mis hermanas. Sabía
todo eso, pero aun así no dudé y lo llevé a casa.
—Ese perro se va escapar —fue lo primero que dijo mi
padre.

II
Dicen que el primer regalo que se hace a un hijo es el nombre.

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Mi padre me puso el suyo pero no podría decir que fue un
regalo, era el único nombre que podía ponerme. Para mi pesar
el azar jugó sus cartas de tal manera que heredé casi
completamente sus rasgos físicos. Desde niño recuerdo estar
caminando por la calle y ser interceptado por desconocidos
que me saludaban asegurando conocer a mi padre, aunque
nunca me habían visto, era imposible tener dudas al ver mis
ojos pequeños, mi quijada hendida, el encuadre del rostro y
sobre todo esa forma de caminar tan particular como si
lleváramos pesos en cada mano.
“Son como una papa partida”, decían mis tías.
Ellas como muchos otros me llamaban por el diminutivo:
Pablito, me decían, como si yo fuera un pedazo más chico de
mi padre, o él mismo pero en una versión pequeña, nueva.
Cuando me hice joven y se repitieron las escenas de gente
desconocida que se me acercaba, lo negué varias veces, más
por reírme de la cara de la gente que contrariada se disculpaba
jurándome que era idéntico a un amigo suyo, que por desdén
o resentimiento. Fue en ese tiempo cuando llegó el punto en
que ya no quería parecerme a él, menos todavía tener su
nombre.
Me cambié de nombre cuando pasé a una nueva escuela
secundaria, como nadie me conocía se me ocurrió decir mi
segundo nombre: Luis, en realidad hubiera escogido cualquier

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otro lo único que quería era que fuese totalmente distinto al
de mi padre.
Aunque descubrieron pronto que nadie me decía Luis mi
ocurrencia fue tomada como una broma y gustó tanto que
durante un tiempo todos se fueron contagiando con esa moda
y se hacían llamar por el segundo nombre. Duró un par de
semanas, pero para entonces yo ya era Luis.
Solo mi padre se empecinaba en decirme Pablo,
aprovechaba toda oportunidad para dejar claro que mi
nombre se debía al suyo.

III
Para calcular la edad de los perros es necesario multiplicar
cada año por siete, como se sabe su vida es mucho más corta
que la humana. Nunca pude calcular con exactitud la edad del
Negro pero el veterinario me dijo que no tenía más de seis
meses. Lo revisó con cuidado, le dio unos remedios para los
parásitos y sus primeras vacunas, me dijo también que debía
dedicar tiempo a educarlo porque los cachorros de esa edad
podían meterse en muchos líos. Decía todo eso sin saber que
el Negro ya llevaba dos zapatos, una camisa y un gato en su
lista de crímenes recientes. Le pregunté qué podía hacer para
educarlo, “rigor y amor” dijo la doctora.
Mi cara debió parecerle lo suficientemente tonta como

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para que me regalara la fotocopia de un libro de
entrenamiento para perros.
Nunca fui un buen lector pero aquella fotocopia fue
durante mucho tiempo mi libro de cabecera, leí sin parar todo
el manual y cuando lo terminé lo leí de nuevo. El libro era uno
de esos típicos manuales extranjeros que daban claves y
procedimientos precisos. A la facilidad del libro se sumó que
el Negro era en verdad un cachorro muy inteligente, en poco
tiempo sabía dar la pata, reconocer mi silbido y uno que otro
truco de ese tipo.
Haciendo todos los ejercicios de entrenamiento logré que
el Negro fuera un perro muy obediente, al menos a mí me
obedecía siempre.
Nunca había tenido una mascota propia, es decir una que
fuera solo mía, en casa los perros eran solo de mi padre. Él
creía que eran animales que debían tener cierta utilidad en la
casa, cuidarla o al menos comerse las sobras de comida, por
eso cuando sacaba de paseo al Negro, según indicaba mi libro,
o cuando le compraba croquetas especiales, mi padre fruncía
el ceño.
Yo estaba feliz por los avances de mi perro porque me
reconocía entre la multitud y porque obedecía y cumplía una
a una las conductas que yo le iba enseñando guiado por el libro
que me había dado la veterinaria.

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Entrené al perro pero sobre todo aprendí a quererlo. En el
último capítulo del libro se hablaba mucho de la relación del
perro y del amo, lo poderoso que podía volverse el lazo
afectivo. A modo de anécdota el libro daba ejemplos de perros
muy tranquilos que habían reaccionado violentamente solo
con personas que tenían mala relación con sus dueños.
Recuerdo mucho esta parte del libro porque el Negro solo
tenía dos defectos: romper la ropa de mi padre y salir en picada
siempre que él abría la puerta. Era evidente que el Negro
buscaba molestarlo y burlar su vigilancia. A pesar de las rejas,
las puertas y todo un aparataje que había instalado mi padre,
el animal siempre se daba modos de victimar al menos un par
de sus zapatos al mes.
Pocas cosas irritaban tanto a mi padre como no tener el
control sobre los seres vivos de su casa, sus hijos, su esposa,
sus plantas y sus mascotas. Todos le obedecíamos desde
siempre, por eso cuando el Negro no entró en el juego se
declararon silenciosamente la guerra.
Mi padre intentó disciplinarlo pero no lo consiguió, el
momento conflictivo del día era cuando mi padre llegaba del
trabajo y abría la puerta del garaje, entonces el perro salía
disparado no importaba cuanto lo llamara o amenazara, el
perro no le obedecía. De querer detenerlo mi padre pasó a
cerrarle la puerta y dejarlo fuera de casa. Pero bastaba un solo

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silbido mío para que el perro regresara y si yo no estaba,
lloraba en la puerta hasta que alguien le abriera o algún
transeúnte conmovido tocara el timbre pidiendo que lo
dejaran entrar.

Fueron pequeñas tragedias domésticas en apariencia


inofensivas, escenas típicas de familias normales las que
cavaron una zanja profunda entre mi padre y yo. Aunque
ninguno de los dos podríamos decir en qué momento uno dejó
de intentar relacionarse con el otro, lo cierto era que una
distancia crecía entre nosotros.
Pasó que mi padre no se acordó de mi cumpleaños, o tal
vez sí pero no me lo hizo saber. Lo noté mucho la primera vez,
no me felicitó. Ni siquiera me dio un apretón de manos
protocolar para que mi madre lo dejara de hostigar al respecto.
Terminó el día de mi cumpleaños y podía sentir esa angustia
fastidiosa, ese dolor que me provocaba saber que mi padre no
me había dicho más que buenos días.

Era una tontería por supuesto, no necesitaba el abrazo de mi


padre, de hecho no podía recordar cuando había sido la última
vez que me había abrazado, me repetí todo el día como un

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mantra salvador “a quién le importa”, pero me acosté aquella
noche y seguía sintiendo esa incomodidad, esa falta.

La última y definitiva dificultad entre ambos había surgido


justo cuando decidí iniciar la carrera de diseño. Mi padre no
podía establecer con ella otra asociación que no fuera la de un
diseñador de modas o un tipo que se ocupaba de dibujar todo
el día, en ambos casos la actividad le parecía muy inapropiada
para un hombre y bastante desubicada para la continuación
de la empresa familiar que asumía yo debía continuar.
Ocurría siempre lo mismo: yo quería hacer algo que a mi
padre no le gustaba, consciente de que lo reprobaría se lo
contaba primero a mamá, ella se horrorizaba pero no insistía
demasiado en que cambiara de opinión. Entonces ella se lo
contaba a papá quien explotaba en ataques de rabia, daba un
golpe sobre la mesa y comentaba largamente sobre lo erróneo
de mi pretensión, enseguida anunciaba que no pondría ni un
solo peso.
Enterado yo de esa reacción, la había supuesto ya, hacía lo
que quería con el apoyo silencioso de mi madre. Así sucedió
desde siempre. Aun viviendo en la misma casa y viéndonos
todos los días, era solo el lugar, mi madre y mis hermanas lo
que teníamos en común. Nuestro parecido físico era un

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esfuerzo de la genética por asemejar a dos personas
abismalmente opuestas.

IV
—Te dije desde el principio que ese perro se iría —me reclamó
mi padre cuando entramos al auto.
—No se fue, se lo robaron —le respondí enfadado.
—No tiene sentido buscarlo, estaba raro de todos modos,
atrevido y más malcriado de lo normal.
Era cierto, yo también había notado que el Negro estaba
muy irritable, gruñía a muchas personas, no solo a mi padre y
salía de la casa con más frecuencia que antes.
—Si tanto quieres un perro consíguete otro.
—No quiero otro, quiero a mi perro, si no quieres llevarme
déjame aquí.
No me respondió. Esa fue quizá una de las conversaciones
más largas que tuvimos en esos años. Yo normalmente asentía
o negaba por toda respuesta, pero esa vez no quise callarme.
Lo único que quería era encontrar a mi perro.
Después de semanas de búsqueda, de carteles por todos
lados y de ofrecer recompensa por fin alguien había llamado y
tenía una referencia. Lo primero que preguntó la persona que
llamó fue el monto de dinero, una cifra tonta e inventada que
yo no tenía y había puesto solo para recuperar a mi perro. El

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sujeto en el teléfono insistió en confirmar el monto y yo en
tener más datos. Fue una conversación tensa y llena de
sobresaltos, finalmente cortó.
Lo único que tenía era el número que había quedado
grabado. Llamé a la compañía de teléfonos y me dieron la
dirección correspondiente al registro.
No tenía mucho sentido ir a esa casa, pero la posibilidad
de encontrar a mi perro me hizo decidirme. Estaba
desesperado y había logrado que esa angustia sea compartida
con mi madre, ella había pedido a mi padre que me llevara en
el auto. Yo jamás se lo hubiera pedido, me habría negado a
aceptar su ayuda pero la posibilidad de encontrar al Negro
estaba en juego y eso me llevó a borrar cualquier terquedad.
Dimos con la dirección después de dar varias vueltas.
Estábamos en un barrio alejado con calles de tierra y parques
de columpios desvencijados, casi ninguna casa tenía nombre
ni número, tuve que preguntar varias veces hasta dar por fin
con la calle. Bajé del auto y caminé hacia la puerta, sentía la
mirada de mi padre sobre mis espaldas. No sabía qué iba hacer
ni por quién iba a preguntar, solo sabía que era posible que
detrás de esa puerta estuviera mi perro.
Toqué varias veces y no salió nadie, era un portón metálico
enorme muy ruidoso, lo que me mantenía firme era que antes
incluso de tocarlo escuché a varios perros que empezaron a

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ladrar, mientras el escándalo de ladridos crecía me ponía más
nervioso. Empecé a moverme de un lugar a otro, intenté mirar
por alguna rendija pero era imposible, me di cuenta que a lo
mejor si me subía al árbol que estaba enfrente de la casa podría
ver algo. Estaba alejándome de la puerta cuando ésta se abrió
de golpe y salieron de allí tres perros enormes y furiosos que
se me abalanzaron, trepé al árbol con una habilidad que nunca
tuve y cuando estaba arriba vi a mi padre que ya estaba debajo
blandiendo su cinturón contra los animales.
Siempre me había reclamado el “no tener sangre en las
venas” así era como él le llamaba a mi poco interés por arreglar
cuentas a golpes, mi apatía por defenderme a puñetazos, él
siempre había sido bravucón, un rasgo más de su personalidad
que no heredé.
Se dedicó a distribuir cinturonazos entre los perros, yo le
gritaba que subiera al árbol pero no me hacía caso, entonces
escuchamos un silbido y los perros regresaron a la casa. Mi
padre me tiró del tobillo y nos pusimos a correr hacia el auto,
entré pero mi padre se quedó fuera y empezó a insultar en
dirección a la casa, encolerizado. No habíamos visto a ninguna
persona pero mi padre gritaba maldiciones sin parar.
—¡Entrá al auto papá! —le decía.
En un par de segundos los perros volvieron a salir y la
puerta del auto se trabó, mi padre forcejeó, yo por dentro

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intentaba subir el botón pero entre ambos no lográbamos
abrirla, vi que entre los perros que regresaban corriendo
estaba el Negro, mi padre dejó la puerta y se echó a correr calle
abajo. Yo salí del auto y fui tras ellos gritándole a mi perro,
horrorizado veía como se acercaban a mi padre, gritaba,
silbaba, pero el animal no escuchaba.
Mi padre tropezó y el Negro junto con los otros perros se
abalanzaron sobre él. No sé en qué momento yo me saqué el
cinturón tal como lo había hecho mi padre y empecé a golpear
a los animales con todas mis fuerzas.
A uno le di con la hebilla en el ojo y huyó aullando, al otro
le di un par de patadas y se fue alejando mientras nos ladraba,
el Negro se detuvo unos segundos como si me hubiera
reconocido: tenía el hocico lleno de babas y los ojos
desorbitados, el animal estaba fuera de sí. Mi padre aprovechó
esos segundos para tomarlo por las patas traseras y lanzarlo
con fuerza contra la pared, su cabeza hizo un ruido seco y
quedó tendido sobre la vereda.
Ayudé a mi padre a levantarse y los dos nos quedamos en
silencio mirando al perro.
Luego se acercó e intentó moverlo con su pie.
Entonces le tomé del brazo y el dolor que eso debió
provocarle hizo que finalmente volteara hacía mí.
—Tenemos que ir a un médico —le dije.

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—Llevaremos al perro —me respondió y lo cargó en sus
brazos hasta el auto como si cargara a un niño dormido.

V
Mi padre tenía dos mordeduras en las piernas y una más
profunda en el brazo, debía recibir varias inyecciones en los
días siguientes hasta que los análisis descartaran cualquier
enfermedad.
—Guarden solo la cabeza —dijo el Doctor de la unidad de
zoonosis.
Requerían únicamente esa parte del animal para hacer los
análisis. Antes de que preguntemos nada, un ayudante trajo
una bolsa negra del tamaño de un balón pequeño y nos
recomendó refrigerarla.
—Deben llevarla al laboratorio el lunes a primera hora —
dijo.
Mi padre tomó la bolsa y me la pasó, aún estaba tibia. Me
doblé en dos como si me hubieran dado un puñetazo en el
estómago y salí corriendo al jardín para no vomitar en el
consultorio.
Volvimos a casa solo cuando estuvimos seguros que mamá
se había ido al mercado con mis hermanas. Tomamos un baño
y nos cambiamos, tiramos a la basura la ropa sucia. Cuando
mamá regresó recalentó el almuerzo y después de regañarnos

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por no avisar que tardaríamos nos dejó solos en la cocina con
los platos servidos.
Intentamos comer, yo no pude probar bocado. Miré a mi
padre de reojo, debajo de su camisa limpia la herida estaba
fresca, yo también tenía marcas en el cuerpo. Nuestro silencio
era profundo pero de alguna forma también pacífico, igual que
los perros que después de una pelea donde se han arrancado
el pellejo pero donde por fin los lugares de ambos han
quedado claros, nos manteníamos juntos pero en silencio. La
violencia puso las cosas en su lugar, y ese orden, a pesar de las
heridas, nos trajo paz.
Me levanté, dejé mis platos en el lavadero y estaba saliendo
de la cocina cuando mi padre me habló.
—Luis —me llamó por primera vez —esto queda entre
nosotros.

25
Estuario
Patricio Jara2

Llevaba siete meses sin trabajo cuando recibí el llamado de


Rodríguez. Nos conocíamos desde inicios de los noventa,
cuando ambos estudiábamos en la Universidad de Tarapacá,
en Arica. Luego coincidimos en una termoeléctrica de
Tocopilla. Después yo me radiqué en Mejillones y trabajé para
diversos contratistas. Rodríguez prefirió irse al sur y volver a
los estudios. Hizo una maestría y un doctorado. Una vez que
terminó, encontró un puesto en un equipo investigador de la
Universidad Austral. Era mediados de febrero cuando me
llamó. Para entonces las lluvias del inverno altiplánico
comenzaban su retirada después de inundar el desierto por un
par de días. Hablamos dos o tres cosas y luego preguntó en
qué estaba. Sin muchas vueltas le conté que no estaba en nada,
que a diferencia suya llevaba siete meses sin trabajo.

2
Patricio Jara Álvarez, (Antofagasta, 4 de mayo de 1974), es escritor y periodista
chileno. Publicó, entre muchos otros, los siguientes títulos: última ronda (cuentos,
1996), Ave satani (novela, 1999, y reeditada por Alfaguara en 2004 como De aquí se
ve tu casa), El sangrador (2002), Prat y Quemar un pueblo (novela, ambas del 2009)
o Geología de un planeta desierto (novela, 2013). Ganador de varios premios y
distinciones entre las que destacan el Premio Municipal de Literatura (2014) por
Geología de un planeta desierto, Premio del Consejo Nacional del Libro (2002) por
El sangrador, o en el Concurso Pedro de Oña (1996), por su novela breve la
elasticidad de los cuerpos.
26
Rodríguez resopló del otro lado de la línea y se quedó en
silencio hasta que dijo que su llamada quizás venía en buen
momento, pues necesitaba alguien que lo llevara a la
desembocadura del río Loa. Su universidad estaba levantando
un estudio nacional sobre los efectos de la crecida de los ríos
en la salinidad de los humedales y a él, como era nortino, le
asignaron el Loa. Aunque había nacido en Arica, a varios
cientos de kilómetros de distancia, de todos modos sus jefes
lo consideraban el indicado. Rodríguez me dio varios detalles
que olvidé de inmediato, pero lo concreto era que él y otra
persona debían llegar al punto donde el caudal del río
desaparece en el mar. Allí tomarían muestras de agua y
sedimento a distintas horas del día y la noche, cuando la
marea cubre buena parte de esa superficie. No era mucho el
dinero que me ofrecía como chofer, aunque si con eso podía
aliviar la espera de llamados para entrevistas de trabajo, estaba
muy bien. Cualquier cosa estaba muy bien.
Rodríguez vino con una investigadora llamada Olivia. Era
un poco más joven que nosotros, muy delgada y muy rubia.
Llevaba el pelo tomado en una cola de caballo, jockey,
bermudas grises llenas de bolsillos, zapatillas todo terreno y
un polerón negro. Daba la impresión de que hacía lo posible
porque no se notara de que era mujer. Mi amigo vestía de
modo similar, aunque con una barba crecida y llena de canas.

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Traían dos mochilas con forma de ataúd y un maletín plástico
lleno de recipientes e instrumentos. Los pasé a recoger al
aeropuerto Cerro Moreno. La universidad había arrendado
una camioneta que retiré en Antofagasta horas antes de su
llegada. Apenas tomamos la carretera hacia el norte, Olivia
abrió su computador. Tenía detalles de la ruta y fue la que más
habló durante el viaje hasta Tocopilla. Allí entramos a un
supermercado a comprar agua, sándwiches fríos, galletas,
manzanas, jugos en caja, barras de cereal, una botella de pisco
y un pack de latas de Coca Cola.
Aunque para Rodríguez el paisaje no era del todo una
novedad, su asombro parecía genuino. Había pasado varios
años en el sur y el contraste se le hizo tan brutal como la
cadena de cerros empinados que amenazaba con derrumbarse
sobre la ruta que bordeaba la costa. Su compañera tomaba
fotos con su teléfono a todo lo que podía. Era su primera vez
en estos peladeros.
Así avanzamos hasta que cerca del mediodía logramos
llegar a la desembocadura del Loa, frente a caleta Huelén.
Olivia fue la primera en bajar de la camioneta. Le sobrecogía
pensar en cómo un río tan modesto era capaz de viajar desde
la cordillera al océano a través de un desierto como el
Atacama.

28
“Imagínate todo lo que arrastra en su camino”, dijo
Rodríguez. “Es un río de poco caudal, un río de mierda, pero
logra hacer su curso. Ese es el milagro: no que haya agua en el
desierto, sino que se las arregle para llegar a algún lado”.
Nos detuvimos a pocos metros de una bahía rocosa
salpicada con claros de arena. Allí las riberas del Loa se
hundían en el mar y formaban un estuario con varios metros
de humedal. La vegetación no abundaba. Tampoco la variedad
de aves. Pero se trataba de un ecosistema estable, lo suficiente
para haber visto erguirse y caminar a los primeros habitantes
del continente. Estaba allí desde el principio y de seguro lo
estaría en el final.
“Es verdad... el milagro... el río logra...”, susurró Olivia
mirando hacia las lomas una duna costera asomando a poca
distancia.
En las mochilas con forma de ataúd habían traído dos
carpas individuales, lámparas, ropa de abrigo. También un par
de pequeñas mesas plegables con las que montaron una
estación de trabajo. Las primeras muestras de agua y
sedimento las tomaron a poco de llegar. Usaron botellas y
frascos. Luego de rotularlos, anotaron ciertos detalles en
fichas. Rato después preparamos una colación. Cuando
terminaron, Rodríguez y Olivia decidieron dar un paseo. Se
alejaron bastante. Yo los esperé en la camioneta. Había traído

29
algunos diarios y logré sintonizar una radio para tener música
mientras leía. Comencé por los avisos clasificados. Nada
nuevo, nada a lo que no hubiera postulado. Después seguí con
las notas deportivas. En ese momento me di cuenta de que no
tenía ropa gruesa. Iba a dormir en la camioneta pero no podía
mantener la calefacción encendida mucho tiempo sin gastar
la batería. Tal como Olivia, yo también me había puesto
bermudas. Confié en que el efecto de las piscolas de la noche
hiciera todo más llevadero.
La segunda ronda de muestras debían tomarla al atardecer,
aprovechando los primeros indicios de subida de la marea.
Rodríguez y Olivia caminaron por el estuario con sus
recipientes distanciados varios metros entre sí. Parecía un
trabajo simple y hasta monótono de no haber sido por lo que
ella encontró en una zona de vegetación que resistió a duras
penas la última crecida del río. Aún quedaban minutos de luz
natural cuando comenzó a llamarnos a gritos. Rodríguez fue
el primero en acercarse y nada más ver el hallazgo de su
compañera, hizo señas para que me apurara. Olivia se había
topado con los restos de un soldado de la Guerra del Pacífico.
Al principio creyó que se trataba de una ilusión causada
por los desechos acumulados en las últimas lluvias, un efecto
generado por las tonalidades que adquieren ciertas materias
en descomposición amalgamadas por el agua, pero más de

30
cerca comprobó que estaba en lo cierto. Distinguimos una
corrida de dientes y más abajo un par de botones y una
insignia que resaltaba entre lo que fue una chaqueta azul. Las
piernas estaban enfundadas en una mortaja parda de la que
asomaban dos botines descosidos. Era evidente que el cuerpo
había sido removido por el aumento del caudal y bajó con el
agua quizás desde dónde. De no atascarse en la vegetación, de
seguro habría llegado al mar.
“¿Qué hacemos?”, pregunté.
“No tengo idea”, respondió Rodríguez.
“Terminemos esto primero”, dijo su compañera. Ambos se
habían quedado con los recipientes para las muestras a medio
llenar y se apresuraron recoger las muestras. Olivia llevó todo
a la estación de trabajo mientras que con Rodríguez tomamos
el cuerpo y lo sacamos del fango para dejarlo al costado de la
camioneta y las carpas. La osamenta era liviana y quizás lo
sería aún más una vez que el agua que había absorbido se
evaporara. Mientras lo trasladábamos no hice otra cosa que
mirar los dientes que resaltaban de la calavera. Tuve la
impresión de que los conservaba todos. A mis cuarenta años,
yo había perdido tres muelas sin pelear en ninguna guerra.
Hay gente que dice que el desierto está lleno de cuerpos de
soldados. Hombres muertos en el camino, en batallas y otros,
los heridos o los enfermos incapaces de seguir, fueron dejados

31
a su suerte bajo el cielo rojo del norte. No hay manera de
comprobarlo, pero siempre que la prensa informa de
hallazgos, a los pocos días el sitio se llena de gente buscando
objetos valiosos o incluso más cuerpos. Los coleccionistas
siempre pagan buen precio por los vestigios. Me pregunté esa
vez cuánto podrían ofrecer por lo que encontramos en el río.
Oscureció rápido ese día. Rodríguez y Olivia tomaron
nuevas muestras a las diez de la noche. Esta vez demoraron
menos. Había comenzado a correr una brisa fría y el graznido
de algunos pájaros desorientados se confundía con el rumor
de la marea. Hubiéramos querido hacer una fogata, pero no
hallamos nada combustible. En cualquier caso, las lámparas
que instalaron eran tan potentes que bastó una para iluminar
varios metros a la redonda. Despejamos las mesas de trabajo y
acomodamos la comida que nos quedaba, sobre todo galletas,
barras de cereal y manzanas. Comimos rápido y en silencio.
Luego fui a la camioneta y saqué la botella de pisco y el pack
de latas.
“Yo avisaría a los pacos”, dijo Olivia. Se había puesto la
capucha de su polerón y apenas le distinguíamos la cara.
“Vamos a un retén, decimos lo que encontramos, dónde lo
dejamos y eso es todo”.
“A qué hora hacemos eso. Tenemos vuelo mañana y nos
van a tramitar, nos van a tomar declaraciones. Olvídalo”.

32
Abrí tres latas, les boté un poco de bebida y las rellené con
un chorro de pisco.
“Esta zona debe estar llena de cuerpos”, dije. “Los llevan a
museos y otros los venden a coleccionistas. Imagínate si
encuentran a un soldado”.
“¿Quieres decir que alguien podría comprar esta momia
para tenerla en su casa?”, preguntó Rodríguez. “¿Para que
adorne el living?”.
“Te creo que busquen pistolas, balas y todas esas cosas bien
miliqueras, pero un cuerpo...”, dijo Olivia. “Pobre tipo: murió
acá, en el desierto, quizás cómo, y un siglo después la crecida
lo deja en exhibición y viene un culeado que quiere ganar plata
con sus huesos”.
“Yo lo dejaría en el mar”, propuso Rodríguez. “Era su curso
natural. Nos metemos unos metros y que el cuerpo se vaya.
Que el agua termine de hacer su trabajo, que se lo lleve la
corriente y descanse en paz”.
“Buena idea”, respondió Olivia mientras bajaba su lata con
sorbos cortos. “Mañana en la mañana lo dejamos en la playa.
Eso haremos”.
Cuando se acabó la Coca Cola, mezclamos el pisco con
jugo. Alcanzó para una ronda más. Olivia apenas probó su
trago y anunció que se iba a dormir. Aunque antes se detuvo

33
para ver las luces de un avión que ganaba altura en su camino
hacia el norte.
Con Rodríguez nos quedamos un rato más. El pisco nos
soltó la lengua y él me preguntó por ciertos compañeros de
universidad y después quiso saber cómo me las arreglaba para
mantener a mi familia si llevaba tantos meses parado. Le dije
que me estaba comiendo los ahorros. No eran muchos, pero
aún podía resistir un tiempo. Aunque estaba claro que debía
salir de Mejillones. Las pocas opciones de trabajo venían de
otras ciudades.
“A menos que tenga un poco de suerte”, agregué. “Como
encontrar un soldado como ése de ahí y buscar algún
coleccionista interesado. Por lo bajo le saco un millón”.
“No estás hablando en serio, ¿verdad?”.
“Cómo se te ocurre”, dije tratando de sonreír ante lo que
debía ser mi propia broma.
Sentí el peso de la mirada de Rodríguez entre la luz dura y
las sombras que daba la lámpara. Sentí su sorpresa y también
su lástima por lo que dije. Aunque lo peor no fue su reacción,
sino que parecía comprender por qué lo hice. En ese momento
supe que entre los dos no quedaban cosas en común.
Rodríguez llevaba una vida sin necesidades. No le pregunté si
tenía hijos. De seguro que no. De lo contrario me lo hubiera

34
dicho cuando le hablé de los míos, de lo pequeños que estaban
aún. El tiempo siempre hace su trabajo.
Unos minutos después terminamos el trago que dejó
Olivia y nos fuimos a dormir. Rodríguez entró a su carpa y yo
me acomodé en el asiento del copiloto de la camioneta. Cerré
los ojos y sentí que todo se movía alrededor. Traté de fijar la
vista en la carpa de Rodríguez, iluminada por la lámpara que
había metido dentro, pero no hubo caso. Dentro de mi cabeza,
la carpa se movía de izquierda a derecha en una secuencia que
aumentaba su velocidad. Estuvo así hasta que él apagó la luz.
Entonces el movimiento por fin se detuvo y todo desapareció
en la oscuridad.

35
Caramelos de limón
Cecilia de Marchi Moyano3

1
Un hombre ronda mi casa. Es uno de los que recogen basura,
con un overol que lo cubre completamente y solo se ven sus
ojos. La primera vez me dio miedo, la segunda menos. Cuando
pasa junto con los otros hombres del camión, saluda, y eso lo
hace diferente. Es amable. A la tercera vez que pasó por casa
me saludó desde lejos, moviendo la mano casi con furia.
Nos hicimos amigos. Se llama Hugo. Cuando viene a vaciar
los bidones, se me acerca y habla como tonto y me cuenta de
su trabajo y me invita caramelos de limón. Después se va con
los otros hombres, que siempre gruñen y no sonríen ni
saludan con la mano. Creo que tiene algo raro porque habla
como los niños del curso de la Sara, y la Sara todavía no está
aprendiendo a leer porque es muy pequeña.

3
Cecilia de Marchi Moyano, escritora y traductora italoboliviana. Finalista en el
Premio Plurinacional de Cuento Adela Zamudio (2012) y en el Premio Nacional de
Poesía Yolanda Bedregal (2013). Ha publicado en poesía Blanco (2015), los libros
de narrativa infantil Abre (2016) y, en coautoría, Buscar y volver a buscar (2017), en
Penguin Random House de Argentina. Varios de sus cuentos y poemas
aparecieron en distintas antologías.
36
Me gustan los caramelos de limón, son agrios y dulces, y se
siente cosquillas en las esquinas de la cara cuando están en la
boca.
Le dije a mi mami que tengo un amigo nuevo, pero no me
hizo mucho caso. Me preguntó si estaba en mi colegio o si era
de mi edad, algo así, y le conté que no va a mi escuela, sino
que es de la cuadra.
Hugo viene todos los lunes y jueves por mi casa. Dice que
viene también los sábados, pero yo nunca lo vi los sábados
porque voy a casa de mi abuela Tere. Hablamos poco porque
siempre está trabajando y los otros hombres le gritan si se
tarda.
Me ha contado de su mami y de que le da miedo la noche.
Yo le conté que también tengo miedo, pero que me regalaron
en navidad a mi osita Linda, y que la abrazo por las noches y
se me quita. También le conté las historias de mi gato y de mi
colegio.
Ahora espero siempre que venga a visitarme, me gusta
mucho hablar con él.

2
Sara me mira cuando hago tareas y me molesta. A veces raya
mis cuadernos y mi profe me riñe. Desde que mi tío se ha
venido a vivir con nosotros en la casa, Sara me enloquece. Mi

37
mami me dijo que sería como tener una hermanita y que se
iba a quedar en mi cuarto y podríamos jugar mucho. Pero ella
rompe todas mis cosas y llena de pintura los muebles y hasta
el piso. Y ahora mi mami me riñe todo el tiempo. Quisiera que
me deje en paz.
Por suerte está Hugo que me escucha y me da la razón.
Cuando hablamos, esos pocos minutos, es como si me quitara
un gran peso de encima y me siento mucho más aliviada y
tranquila. Yo quisiera que él sea mi hermano. Apuesto a que
no rompería mis juguetes.

3
Antes me guardaba los caramelos de limón para los días que
Hugo no venía a visitarme, pero ya no es necesario. Hugo
viene ahora casi todos los días. Eso me gusta, porque podemos
quedarnos charlando más tiempo. Me cae muy bien.
Ayer hablamos sobre las pinturas de dedo. A mí me
encantan, pero a él no le gustan. Dice que le da asco la
humedad en sus dedos, que prefiere usar pinceles, pero que ya
casi no pinta. A lo mejor cuando sea su cumpleaños le puedo
regalar una cajita de témperas. Tengo muchas a medias que le
pueden servir.
Dice que no vive por acá, que vive al otro lado de la ciudad.
Me contó que trabaja poco y que va a una escuela especial

38
porque es diferente a los otros, pero no me explicó qué lo hace
diferente. Yo lo veo parecido a los demás.
Además, me ha dicho que se quiere casar conmigo, pero le
respondí que ahora no puedo porque soy una niña, pero que
cuando sea grande nos podemos casar.

4
Sara y yo pasamos mucho tiempo solas. Mi mami nunca se
despega de la computadora y su papá también sale todo el día,
así que jugamos mucho. Mi juego preferido es el de Frozen. Yo
soy Elsa. A Sara no le gusta ser Ana porque quiere también
convertir las cosas en hielo, pero con dos Elsas no sale bien el
juego. En una de las tardes, encontró mi escondite de
caramelos. Le conté de Hugo, y me pidió que se lo presentara.
Justo al día siguiente vino con los del camión y se lo
presenté. Se llevaron bien, por suerte. Sara cree que él debería
jugar con nosotras y ser Kristoff. La siguiente vez que nos
veamos, le preguntaré si quiere y puede jugar. A los grandes
no les gusta mucho jugar.

5
El otro día Hugo se apareció a la salida del colegio. Le había
contado que voy al Sagrado Corazón, pero nunca me imaginé
que iba a venir. Fue solo un ratito a saludarme. Me contó que

39
el camión basurero pasa cerca, y como era su día libre me vino
a visitar. Me alegré muchísimo.
La profesora me preguntó quién es. Ella pensó que era mi
tío o algo así. Le conté de cómo nos conocimos. Yo estaba muy
emocionada. Me alegra que mi profe haya conocido a Hugo.

6
Hace dos días mi mami se ha enterado que hablo con Hugo y
se ha asustado. Creo que la profe le ha llamado para avisarle
que viene a la salida. Me ha preguntado quién es y yo le conté
que era ese mi amigo del barrio, del que le había contado. Me
ha reñido. Dice que no hay que hablar con extraños, que es
peligroso. Le conté que no es un extraño y que lo conozco hace
mucho tiempo, que siempre me visita cuando ella trabaja, que
es mi amigo, que me regala caramelos de limón, que le gusta
ser Kristoff, que le tiene miedo a la oscuridad y que nos
casaremos cuando sea grande. Cada vez que trataba de
contarle algo, se enojaba más. Me ha prohibido volver a
hablarle y me dijo que no volviera a aceptar los caramelos de
limón.
Por la noche han hablado con mi papi. Él también me ha
dicho lo mismo, que no debo hablar con extraños, pero el
Hugo no es extraño y es mi amigo. Mi papi dice que puede
hacerme daño y que hay gente mala, pero no me ha dicho qué

40
puede pasar porque dice que son cosas de grandes. Me
castigaron. No es justo.

7
Esta mañana mi tío Pedro también me ha reñido. Dice que no
quiere que vuelva a acercarme a Hugo con la Sara, que la
pongo en peligro, que soy mala. Estaba furioso, gritaba
feísimo, me ha dicho que si pudiera se iría de la casa porque
tiene miedo que algo le pase a su hija, que no podría soportar
otra pérdida. Mi mami ya me había contado que tenía otra
prima y que su mamá y ella se mataron en auto. Hasta ahora
mi tío nunca había hablado de eso. Se puso a llorar. Fue bien
raro ver a un grande llorando. Quería que le prometa que
nunca más me iba a acercar a un extraño.
Los grandes son muy complicados. A mí me resulta más
extraño mi tío Pedro, nunca me habla y siempre que regresa
de su trabajo se queda en su cuarto encerrado mientras Sara y
yo jugamos. En cambio, Hugo siempre habla y juega.

8
Ayer hablé con Hugo y le conté que mi mami no quiere que
hable con él, y se puso triste. Me dejó unos caramelos de limón
para que tenga para varios días y se tuvo que ir con los otros
hombres con el camión de la basura. No quiero dejar de ser su

41
amiga. Es mi amigo, y me da pena que tenga tanto miedo a las
noches. Me ha dicho que se quiere escapar conmigo si no
dejan que nos veamos. Yo lo quiero cuidar. No me gusta
desobedecer, pero esto es injusto.

9
Aunque me lo hayan prohibido, cuando pasa por acá para
recoger la basura aprovecho para saludarlo. Mi mami ahora
nos deja encerradas dentro de la casa, pero ya sé abrir las
ventanas y cuando lo veo, las abro y le grito para que me vea,
para que sepa que no dejé de quererlo.

10
Encontré el modo de salir de casa. Bajo la ventana que siempre
está abierta he dejado un taburete. Como nadie se fija en el
jardín, lo pongo cuando regreso del cole para que cuando
llegue el camión pueda salirme un ratito para conversar. Sobre
todo porque ya me quedan pocos caramelos de limón y porque
ya junté las témperas necesarias para armar una cajita.
Voy a darle también dos pinceles. No son nuevos pero todavía
sirven.

42
11
¡Le encantaron los regalos! Ayer Hugo me trajo un cuadro que
él había pintado. Tiene un sol que sonríe y unas nubes y un
resbalín. Además me pintó a su lado, él con su overol y yo con
mi uniforme del Sagrado Corazón.
He puesto el cuadro dentro de mi ropero para que mi
mami no lo vea, porque si no, se va a enterar que todavía
hablamos.

12
Sara es una soplona. Le contó a mi mamá que me salgo por la
ventana. Ahora dicen que le van a poner una reja por fuera.
Quiero llorar.
Me han vuelto a decir que tenga cuidado con extraños
porque pueden ser malos y pueden hacerme daño. Les he
preguntado, una y mil veces, ¿qué es lo que puede pasar?
Cuando me explican, dicen cosas que no termino de entender.
Que me van a tocar, que me van a acariciar y a hacer daño. No
entiendo cómo las caricias harían daño. Mi mami me acaricia
y no me duele.
Le dije que me quiero escapar de la casa porque no me
gusta ser su prisionera.

43
13
Un día, noté que la puerta no estaba echada a llave. Yo no sabía
que mis papás me estaban espiando. Se habían quedado del
trabajo. Cuando mi papi vio que me salí por la puerta y me
acerqué a la verja para hablar con Hugo, vino corriendo y
gritando que entre a la casa.
Mi mami vino también y me agarró y me quiso llevar
adentro. Yo grité y pegué a mi mami, y traté de patearla para
escaparme.
Mi papá se lanzó sobre Hugo y lo agarró. De la esquina,
apareció mi tío Pedro, que estaba agarrando un palo en la
mano. Me asusté mucho y grité más alto, lo más fuerte que
pude.
Mamá me llevó adentro de la casa y me encerró en el
cuarto. Yo grité y golpeé la puerta, y hasta llamé a Sara para
que me abra. Después, escuché muchos gritos afuera. Eran de
Hugo. Golpeé la puerta otra vez, tiré mis peluches y rompí la
cajita de música que me dieron para mi cumpleaños. Agarré
los caramelos de limón que me quedaban y me escondí debajo
de la cama, y me prometí que no volvería a salir. Lloré todo el
día. Creo que me quedé dormida, porque solo recuerdo que
después mi mami me estaba abrazando de noche.

44
14
Mi mami me dijo que ya no vendría a molestarnos, que ese
hombre nunca más se acercaría a la casa y que todo estaba
bien. Me decía eso mientras me acariciaba el pelo. Me gusta
que me acaricien, pero esta vez sentí que eran como sopapos.
No le hablé toda la noche.
Por primera vez en años me dio miedo la oscuridad. Volví
a dormirme abrazada a mi osita Linda.

15
Al día siguiente mi mamá quería que vaya al colegio, pero no
me podía levantar de la cama. Me dolían los ojos y la cabeza,
y sentía que se abría un enorme agujero en mi pecho y se
comía el mundo. Vino también mi papá y me dijo que no sea
floja, que debo ir a la escuela. Me acarició la cabeza y le dijo a
mi mamá que yo estaba con fiebre.
Decidieron que me quedara en la cama, pero que debía ir
al cole en cuanto me reponga. Espero no reponerme nunca, no
quiero salir de mi cuarto. Aquí al menos tengo su cuadro y los
caramelos.

16
Ya pasó una semana. Sigo sin ir al colegio. Ya hablo con mis
papás de nuevo, pero me siento muy mal. Me duele tanto que

45
no entiendo qué ha pasado conmigo. Hay una roca que no se
sale de mi cuello y que no me deja hablar ni moverme ni
respirar.
Le pregunté a mi papi qué pasó, pero no quiere contarme.
Lo que sí sé es que mi amigo Hugo no ha vuelto a pasar por la
casa. Esperaba verlo pasando con el camión pero no está.
Ayer vinieron unos policías para hacerle preguntas a mi
papá, que ha salido con ellos fuera de la casa. Quise acercarme
a escuchar, pero mi mamá no me dejó. Me mandó al cuarto y
desde ahí no se escucha nada.
Mi tío y Sara están preparando sus cosas. Se mudarán de
casa este fin de mes. Escuché que se irán a Santa Cruz. Mi tío
sigue llorando en su cuarto. Sara también.

17
No me he comido los caramelos de limón. Los guardo en mi
cómoda, en un costadito para que mi mami no los encuentre.
Pero no me animo a comerlos. Tengo miedo que luego se me
olvide de mi amigo Hugo. Tengo miedo también de que hayan
cambiado de sabor. Desde que mis papás me encerraron, la
comida tiene sabor a tierra.
Sueño todas las noches con él. Si lo vuelvo a ver, le voy a
regalar a Linda porque él la necesita más que yo.

46
Quimbamba
Yolanda Arroyo Pizarro4

a los caídos en la masacre de Pulse, en Orlando.

I.
La pura verdad es que la perra se llama así: Quimbamba. Mi
hermano llegó a la casa una tarde explicando que su ex novia
le había regalado la mascota. Lo miramos con incredulidad,

4
Yolanda Arroyo Pizarro es una de las escritoras afrofeministas latinoamericanas
más comprometidas de la actualidad decolonial y antirracista. Sus trabajos
abordan tanto temas raciales y de género como de identidad sexual. Combativa,
inconformista y creativa, se sale de los conceptos simples que cosifican a la mujer
negra. Es Directora del Departamento de Estudios Afropuertorriqueños, un
proyecto performático de Escritura Creativa con sede en EDP University. San Juan,
PR y ha fundado la Cátedra de Mujeres Negras Ancestrales, jornada que responde
a la convocatoria promulgada por la ONU/ UNESCO de celebrar el Decenio
Internacional de los Afrodescendientes. Ha sido invitada por la ONU al Programa
"Remembering Slavery" para hablar de mujeres, esclavitud y creatividad en 2015.
Su libro de cuentos Las negras, ganador del Premio Nacional de Cuento PEN Club
de Puerto Rico en 2013, explora los límites del devenir de personajes femeninos
que desafían las jerarquías de poder. Caparazones, Transmutadxs y Violeta son
algunas de sus obras que exploran la transgresión sexodiversa abiertamente
visible. La autora ha ganado también el Premio Nacional de Cuento PEN Club de
Puerto Rico en 2018 y de novela en 2006, el Premio del Instituto de Cultura
Puertorriqueña en 2015 y 2012, y el Premio Nacional del Instituto de Literatura
Puertorriqueña en 2008. Pertenece al grupo original Bogotá 39 de 2007. Ha sido
traducida al alemán, francés, italiano, inglés, portugués y húngaro. El cuento
Quimbamba acaba de ser publicado en el libro de cuentos Calle de la Resistencia
(Boreales, 2020).
47
pero en silencio. Desde hace un tiempo desconfiamos de las
historias de mi hermano, por parecer inventadas, en especial
aquellas que incluyen novias imaginarias. Pero por varias
razones que no vienen al caso, ni decimos nada ni le llevamos
la contraria. Reaccionamos con falso asombro, cosa que a él
no le dé vergüenza ni pudor. Le tenemos pena y lo dejamos
hacer, en especial después de la paliza que recibió en la
escuela.
Ahora bien, yo sabía una verdad irrefutable que mis padres
desconocían. La perra era realenga, callejera, sata. Mi antiguo
grupo de amigos y yo le habíamos quemado el rabo no una,
sino dos veces. Y aunque de eso había pasado algún tiempo, si
se le miraba con cuidado todavía podía notarse la punta de la
cola chamuscada de la pobre. Mi gemelo, tan distinto a mí en
lo débil y humanitario, tan allegado a la poesía que le llaman
palesiana, y tan fanático del culipandeo y de los sandungueros
movimientos de cadera de Jennifer López — a quien cuando
mis padres no miraban él imitaba, — anunció celebratorio que
el nombre de la perra era Quimbamba. Yo por poco escupo
por la nariz el refresco carbonatado que me bebía, pero ante
esta, su nueva invención, no dije ni ji.
Papá y mamá, que ya coordinaban la mudanza criolla
creativa, se opusieron en principio a que él tuviera mascota. Y
digo lo de la mudanza como quien decide bautizar un proceso

48
poco ordinario como aquel. Mudarse de la Isla debía ser en sí
tarea fácil, pero mudarse de la manera en que tantos boricuas
lo estaban haciendo, era otro cantar. Algunos le llamaban el
proyectazo. El procedimiento debía seguirse de la siguiente
manera: uno, empacar en cantidades mínimas ropa, calzado y
tereques, como si fuéramos a regresar a la isla de unas largas
vacaciones; dos, dejar de hacer los pagos de la hipoteca de la
casa (mientras más meses, mejor); tres, dejar de hacer el
pagaré del único auto que nos quedaba — luego de la venta
relámpago de la guagua de mamá, — (y lo mismo, mientras
más meses, mejor); cuatro, al final permitir que te cortaran los
servicios de Cable TV, la electricidad, la prestación de agua y
cualquier otro servicio mensual. Tener mal crédito es lo de
menos, le escuché decir hace meses a unas tías que ya se
habían ido del país. Alegan que en Estados Unidos te dan casa,
carro y utilities aunque tu crédito esté por el piso. Finalmente,
usar el poco dinero que llegaba para comprar lo necesario,
adquirir los pasajes aéreos y ahorrar para nuestra nueva vida.
Aunque mis padres habían sido despedidos debido a la crisis
fiscal, los cheques de desempleo, de los cupones y de los
trabajos que papá y mamá realizaban por debajo de la mesa
seguían generando algunos ingresos.
Iríamos a vivir a la casa del cabrón del tío Félix en
principio, y luego, cuando empezáramos a tener la pequeña

49
fortuna que papá se jactaba que amasaría, compraríamos una
casa propia con piscina americana y varios autos. Porque en
los niuyores todo es mejor y Orlando es, sin lugar a dudas, la
mejor parte de esos niuyores. Lo del cabrón del tío Félix lo digo
y me quedo corta en la descripción, porque ya mi gemelo hace
unos años lo acusó de toqueteo indebido. Entonces, que ahora
tengamos que irnos a vivir a la cueva del lobo, es surreal. Pero
para eso está la familia, siempre dice papá, para ayudarnos en
los peores momentos. Acto seguido todos nos mordemos la
lengua y callamos. Todos menos Quimbamba que decide
ladrar inusitada e inesperadamente, como si mi gemelo le
hubiera contado y ella hubiera entendido, y esta fuera parte
de su protesta.
Mi gemelo cuida de Quimbamba todo el día, en otro lugar
que no es nuestra casa. Cuando vuelve en la tarde o en la
noche, regresa con ella, que ya ha comido, bebido y realizado
sus necesidades. Ambos duermen juntos en el mismo colchón.
La perra posee un collar que mi hermano alega le ha regalado
otra ex novia. Tiene los colores del arcoíris y dice en letras
grandes Quimbamba. La pendeja perra no se ha olvidado de
mí. Me detesta. Me ladra a cada rato, me gruñe, me espeta los
colmillos cada vez que nadie observa y yo de inmediato estiro
la pierna y le doy una patada, a lo que ella responde chillando
y se va.

50
Parte de los procedimientos de la mudanza criolla creativa
—ordenamientos que ya han perfeccionado otros de nuestros
vecinos y que nosotros copiamos porque esa es la que hay— ,
implica ir vendiendo los enseres y muebles de la casa poco a
poco, aunque estos aún se deban a la mueblería o a las casas
financieras. Lo vital de todo, le escuché decir a mamá, es que
lo último que se debe vender es la nevera y la lavadora, por
razones obvias. Y digo lo último como quienes ya han pasado
semanas enteras, sentados en el suelo de una sala sin sofá, sin
butacas, sin taburetes o cuadros en las paredes, sin floreros ni
mesas de centro y sin televisión. La estufa, el microondas, la
secadora y los juegos de dormitorio ya no están. Dormimos
sobre un colchón en el suelo que nos tiene las espaldas
lastimadas y calentamos espaguetis de lata en una hornillita
de gas que utilizamos durante apagones, sea que venga o no
un huracán. Y aunque nuestros padres nos exigen que
asistamos a la escuela para no levantar sospechas, la realidad
es que mi gemelo y yo vamos si nos da la gana y si no, no. Casi
siempre él se va todo el día para la casa de su amigo y yo me la
paso en el centro comercial sentadita en una esquina sin
molestar a nadie, viendo desde mi celular Kill Bill o Django,
películas que me fascinan. Además, ya casi es verano y poco
importa la asistencia a clases.

51
II.
El día que finalmente nos vamos a mudar, ponemos la alarma
del reloj para que nos levante muy temprano, así salimos al
aeropuerto con tiempo suficiente y seguimos las instrucciones
de la mudanza criolla creativa. El sol está apenas saliendo con
sus tonos de naranja y rosado, cuando notificamos al guardia
de seguridad de nuestra urbanización de control de acceso que
ya no regresaremos. Él llama por teléfono a unos primos que
tienen una pick up y que se encargarán de sacar lo que quede
adentro de la casa y la marquesina para revenderlo.
Dependiendo del dinero que logren recaudar de aquella venta,
nos enviarán alguna comisión a la nueva dirección, así todos
nos ayudamos. Cuando los oficiales del banco, la financiera o
la mueblería lleguen a intentar re-poseer alguna de las
propiedades o activos, se darán con la sorpresa de que queda
poco o casi nada, apenas la estructura solitaria. Aunque ni
tanta será la sorpresa, supongo. Nosotros tan solo nos hemos
sumado a un mecanismo que ha venido sucediendo del mismo
modo por los pasados años.
En el auto, mi gemelo y yo vamos en el asiento de atrás en
silencio, parecemos molestos. La perra se encuentra a su lado,
metida en un bulto-equipaje especializado que le ha regalado
otra novia, ajá. Él abre la boca y susurra para que solo yo lo
escuche: A la primera que me haga ese cabrón, le rebano la

52
garganta con un cuchillo. Lo dice y baja el rostro. Casi puedo
notar la lágrima que no le cae del ojo derecho. Le tomo de la
mano y contesto: Y yo lo estasajo con unas tijeras si nos vuelve
a manosear.
El carro se deja en el estacionamiento del aeropuerto, con
una hoja de papel violeta que papá coloca sobre el cristal
frontal. Aquella marca servirá para hacer saber a los
empleados “involucrados” del estacionamiento del aeropuerto
que el auto se va a quedar allí sin dueño. Cualquiera podrá
disponer de él sin devolverlo al banco, que esos burgueses
bastante dinero que ya tienen. Algún caco contratado habrá
de recogerlo, luego de buscar las llaves colocadas
secretamente en uno de los neumáticos. Lo venderá en piezas
o le cambiará la chapa para cometer algún atraco.

III.
No logro hacer amistades en ese pequeño vecindario en el que
todos hablan boricua. Me siento muy sola. Soy una nena rara,
introvertida, que se entretenía con sus amigos quemando los
rabos de los perros vagabundos y que muy pronto descubre
que en este estado de la gran nación americana no hay. Ni
perros, ni amigos, ni vagabundos. Las calles están limpias de
basura y de gente. Los autos no se dejan estacionados en frente
de las casas, sino adentro de las cocheras. Los patios tienen sus

53
gramas debidamente cortadas y arregladas. Aunque es junio,
he comenzado a asistir a una nueva escuela superior para
tomar tutorías de inglés. Mi gemelo, contrario a mí, ya ha
hecho grandes amistades que parecen entenderlo y aceptarlo
sin novia. No se vislumbra en su futuro cercano ninguna
paliza. A escondidas de papá y mamá asiste con sus amigos a
fiestas de pelucas coloridas en discotecas. Por eso a todos nos
toma por sorpresa la noticia. Por eso sentimos tanta
desolación y confusión ante el acontecimiento.
Nadie nos prepara para ello.

IV.
Es la celebración de la Noche Latina. A papá y a mamá les
explican que se escoge un bar nocturno, a veces una cervecería
al aire libre, y algunas orquestas o DJ’s amenizan toda la noche
con música de Marc Anthony, Celia Cruz, Gloria Estefan o
Shakira. Y hasta de Ricky Martin. Esa noche la festividad es en
el Club Pulse.
Entonces los balazos. Entonces el corre y corre. Los gritos.
Los amigos que intentan salvarse unos a otros. Las madres que
sirven de escudo humano para que los disparos no alcancen a
sus hijos. Los padres que dejan a tantas y tantos huérfanos. El
sonido de una ametralladora y la policía, el FBI, los
helicópteros. Las estaciones de televisión y radio transmiten el

54
suceso en vivo. Algunos ya hablan de masacre, de decenas y
decenas de muertos y heridos. Se narran las peripecias de unos
por escapar; los llantos, las súplicas, los insultos de otros. El
conteo de cuerpos caídos: veinticinco, treinta y dos, cuarenta
y nueve… Yo no estoy presente, ni mis padres. De todo me
entero por una transmisión en tiempo real desde un app en mi
teléfono celular. Absorta, estupefacta, inmovilizada miro a la
pantalla. Luego atestiguo la llamada telefónica a nuestro hogar
por personal del hospital. Más tarde veo a mis padres
contestando las llamadas que siguen desde la morgue, el
cuartel policíaco y la funeraria.
Allí en nuestra casa, hasta el cabrón del tío Félix estalla en
llanto.
Yo miro a Quimbamba y a su collar con los colores del
arcoíris. La pendeja perra sigue sin olvidarse de mí. Me
detesta. Me ladra, me gruñe, me espeta los colmillos como
preguntando por mi hermano. ¿Qué hacer ahora si el ente con
el que vienes al mundo ya no está? ¿Qué se hace con ese
abismo que convierte a la distancia en eterna? ¿Cómo se
consuela una al saber que ya no existirá el corazón que palpitó
tan pegado al tuyo adentro de un vientre?
Quimbamba ladra. Gruñe. Me muerde y brota la sangre.
Acto seguido estiro la mano y la agarro. La abrazo demasiado
fuerte. Casi la asfixio. Tanto que ella aúlla y justo en ese

55
momento me doy cuenta de que somos las dos quienes
estamos chillando.

56
El vuelo
Yady Campo5

“… hasta el más cruel y obstinado


presente se convierte en pasado.”
Federico Vegas.

I
A las doce en punto, la mesa está preparada por completo, el
pan en el horno, la jarra con frappé de limón y los mantelitos
individuales puestos en el orden que tanto le gusta a mi
marido. Él se sienta en la silla de siempre. Josefa le sirve la
comida como si se tratara de una ceremonia. Él se mantiene
callado, ausente. Me acomodo el vestido; es de un lino azul
celeste maravilloso; la modista familiar me lo entregó el
sábado como parte de mi nuevo ajuar. Me lo acomodo
buscando que él, si cabe un milagro en los resquicios de
nuestro matrimonio, me halague. Pero nada; no me hace caso,
no me presta atención. Hecho el musiú, eso de andar

5
Yady Campo Ramírez nació en Venezuela, específicamente en San Cristóbal,
Estado Táchira (1977). Ganó el XV Concurso Internacional de Narrativa Ignacio
Manuel Altamirano (México, 2018) con la novela Nubes negras sobre Bianchi
(UAEMex). Fue finalista en el I Premio de Narrativa Breve Villa de Madrid (España,
2015) y en el I Concurso de Cuento Corto Álvaro Cepeda Samudio (Colombia,
2005). Ganadora en el I Certamen Mayor de las Artes y Las Letras (Venezuela,
2005). Tiene publicados dos libros de cuentos y una novela. Desde el 2017 vive en
Santiago de Chile.
57
ignorándome se le ha vuelto costumbre.
—A los niños les hará bien estos días donde mamá—
comento resignada.
—¡Por favor, Lidia! Al contrario, no me gusta que Jesús
Ramón se esté tanto tiempo donde la suegra. Le afloja el
carácter—contesta áspero. Cada vez que viaja pa' donde la
abuela regresa medio maricón.
Toda la vida he sido muy meticulosa con mi casa, mis hijos,
mi esposo, pero sobre todo con mis rutinas impecables; esas
que han formado parte de mi vida marital; como, por ejemplo,
ubicar los adornos de porcelana justo donde no les dé el sol de
la tarde; abrir y cerrar, por unos breves minutos cada noche,
las ventanas para que se alejen las malas influencias; o, rezar
fervorosa antes de dormir.
—Cambiemos de tema ¿sí?—planteo con temor y rabia—
¿Qué decidiste? ¿Seguirás con el plan?
—Claro, no hay otra alternativa.
No puedo imaginarme un día sin estar pendiente de que
rieguen las flores del jardín o se conserven mis topacios libres
de parásitos.
—¿Qué?—respondo en tono altanero— ¿Cómo que no hay
otra alternativa? ¿Sabes lo que estás arriesgando?
—¿Que si no lo sé?... ¡Claro que lo sé! Pero es la única
manera, no hay otra—contesta sin mirarme, como si yo no

58
estuviera allí y él se estuviese contestando a sí mismo.
Tampoco me veo rodeada del polvo maracayero que insiste
en colarse en mi casa todos los días. A pesar del calor, no
dejaré de perseguir a mi criada para que barra y desempolve
bien, si eso me garantiza la continuidad de una paz que huele
a casa limpia, a limonada bien fría, a pan recién salido del
horno...
—Ya lo hemos discutido antes, ¿sabes lo que puede pasar
si…?
—¡Por Dios, no me atormentes más! ¿Acaso crees que no
sé cuál es tu preocupación? A ti lo único que te importa es la
posición y el prestigio social que perderás si todo sale mal.
—No me hables de posición y prestigio social cuando eres
tú el que quiere arriesgarlo todo por un maldito ascenso—
respondo irónica, como si hubiese escondido en mi interior un
deseo por tentar al diablo. Su ira se vuelve tan obvia, que se le
figura en el rostro un deseo contenido de golpearme.
Ávida, cambio el tono mordaz por uno dulzón:
—Ascender es cuestión de tiempo. No hay necesidad de...
—¡Te dije que no me atormentes más! No busques que te
dé una buena zurra pa´ que me aprendas a respetar—y me
mira por fin a los ojos con una expresión mucho más
contundente que sus propias palabras.
De inmediato, el silencio irrumpe en el recinto y se asienta

59
inevitable. Dentro de mi cabeza danzan aquellas palabras
acabadas de salir de su boca; tan humeantes como pan recién
salido del horno.

II
Cuando falta poco para que sean las tres de la tarde, el sol hace
que la Maestranza parezca estar en llamas. El bullicio de la
gente se confunde con los automóviles que, con su
movimiento febril, siguen conmocionando a la ciudad
envuelta en un tul de humo y calor.
Espero impaciente. Me siento, a ratos, incapaz de soportar
tanta angustia. Las esposas de los altos jerarcas militares
tenemos siempre primera fila en los actos de envergadura
como el que presenciaremos en pocos minutos, la diferencia
radica en no haber estado nunca en uno donde mi marido se
jugara el pellejo como ahora.
No puedo concentrarme en los trajes pasados de moda que
llevan las demás esposas de coroneles o generales, y que en
otras circunstancias me hubiesen causado tanta satisfacción.
Ninguna podrá compararse conmigo en buen gusto. “Clase…lo
que les falta es clase” me diría orgullosa, pero hoy ningún
estropajo de dril o de faralaos multicolores me hace dejar de
imaginarme visitando a mi marido en La Tumba.
Lo veo sin uniforme, sin status social, y por supuesto, sin

60
un vestigio de dignidad. “¡Caeríamos en desgracia!” Nuestros
bienes pasarían a manos del Estado; nuestros hijos de seguro
no seguirían recibiendo la Educación a la que están
acostumbrados. Nuestras vidas cambiarían para siempre.
“¡Caeríamos en desgracia!” me digo una vez más. Ya no habría
planes de revestir en mármol italiano los mesones de la cocina,
ni construiríamos la piscina que tanta falta nos hace.
Desaparecerían para siempre las esperanzas de conocer
Indonesia; las de lucir exclusivos diseños de alta costura; y, las
de formar parte de esa creciente oleada de nuevos ricos.
Me vislumbro demacrada, ojerosa, sin los Gucci que me
hacen ver tan “chic”. Sin la altivez ganada a pulso en medio de
la cofradía de envidias y sinsabores del alto mando militar. Me
imagino humillada ante las descomunales colas para visitar
reos en la entrada de la cárcel más temida del país; ante el
manoseo inoportuno de la requisa de ley; ante el olor a
desgracia de sitios tan oscuros y tristes como ése.
Desde el aciago día en que me lo confesó, no hay nada que
me calme. No hay nadie que me anime. Ni el recuerdo de mis
hijos, a los cuales no perderé si caemos en desgracia. Ellos
estarán allí, pero yo —quizá— jamás volveré a estar. Me
apagaría poco a poco como las hornillas de la cocina cuando
ya no les queda casi combustible. Mostraría colores
amoratados y destellantes, igual a esa llamita filosa en

61
extinción. Ni el sol ardiente podría calentarme el alma. Ya no
estaría. Me habría ido. Solo quedaría mi cuerpo atado al suelo
por puros principios de gravedad. No se habría ido conmigo.
Mi cuerpo permanecería atado a la tierra cuando ya ni un ápice
de mi espíritu me acompañara…Solo sería piel, huesos y
millones de células burbujeantes en el plasma tibio. Solo sería
sombra.

III
Al oírse el primer toque de diana, la muralla de gente se
acomoda para darles paso a las carrozas del desfile. El pequeño
e imperceptible hilillo de aire baila de manera angustiante
entre el público, ahogando cada vez más nuestras
discontinuas respiraciones. Las damas agitamos veloces
nuestros abanicos de mano buscando aplacar el vaporón de la
tarde, pero el giro incesante de las muñecas lejos de aliviarnos,
logra hacernos parecer flores marchitas.
Mi marido se mantiene firme mientras luce espléndido su
uniforme de gala. Sostiene en aquellas telas impecables la
nítida imagen de la autoridad reinante en toda la nación. Es
eco silencioso del orden y la paz sembrados por el Gobierno.
Es sin duda, la mejor representación de los que llevan las
riendas del país.
Su rostro acartonado no deja ver sombras de angustia o

62
miedo; no obstante, una mueca a medio terminar así como
una mirada caleidoscópica a los alrededores, delatan de
manera tenue la ansiedad que le produce su decisión. No hay
tiempo para reconsideraciones. En minutos aparecerá el
Comandante en Jefe y no habrá vuelta atrás. Se parará justo
delante de nosotros. Nos ofrecerá una venia de respeto a la que
debemos corresponderle con solemnidad. Se mantendrá allí, a
pocos milímetros para impedirle a mi marido huir de sus
actos; asumir total responsabilidad sobre ellos; percibir mejor
los resultados.
Sé que ha conversado con él pocas veces, pero con eso es
suficiente para estar segura de lo implacable que es con sus
enemigos. Mucho más con sus antiguos aliados. Un militar
traidor se convierte en el ser más despreciable. Y es que
pensándolo bien ¿quién se atreve a menospreciar los
beneficios del rango marcial? ¿A quién carajos se le ocurre
desconocer la cantidad de prebendas que conlleva el manejo
del poder? Hacerlo, solo puede interpretarse como una vil
traición a la Patria. Ellos, los militares traidores, vendepatria,
merecían el más severo de los castigos.
Asediada por el miedo ya puedo imaginarlo diciéndole a
mi marido, en medio de esa mueca aterradora en la que arquea
la ceja derecha:
—Conque inventando, el generalito. Muy bueno pues,

63
mordiéndole la mano al que le da de comer.
Mi marido sabe que es implacable. Lo sabe y es suficiente.
No necesita haber hablado mucho con él para estar seguro de
eso: Si todo sale mal, ¡nos habrá llevado la desgracia!

IV
Convocados todos a conmemorar la firma del Acta de
Independencia y avasallados por un calor a rabiar, inicia el
desfile a la hora prevista. La multitud, enclaustrada en aquella
polvareda, se deja encantar por el verde oliva de las tanquetas,
las melodías de la marcha triunfal y la contagiosa euforia
colectiva que suele acompañar a ese tipo de eventos.
A los pocos minutos, tal como estaba previsto, entra
imponente el máximo líder. En medio de tanta gente parece
un rey, un emperador o una estrella de cine. Su particular
manera de observar a la muchedumbre le confiere un aire
inofensivo.
Pero no lo es. Eso lo sabemos muy bien. A mi esposo no le
queda más remedio que aferrarse a una última esperanza,
ridícula por demás, pero esperanza al fin: la suerte. Si todo sale
bien, no solo lo ascenderán, sino tendrá la opción de
convertirse rápido en Ministro, cargo al cual, por medios más
ortodoxos, podría aspirar dentro de varios años. ¡Es su
oportunidad! Es su momento, de eso no cabe —aún con sus

64
fundados temores— la menor duda.
Al ladito de él, estoy yo: pálida, temblorosa, inquieta,
contando cada segundo como si fuera el último. Mi esposo no
me presta atención, como lo ha hecho durante tantos años.
Como lo hará tal vez siempre; incluso si todo sale bien, porque
su ascenso le aumentará el ego, lo volverá más prepotente; le
multiplicará las influencias y lo terminará de endurecer.
A pesar de que la ciudad está humeante, al Comandante
en Jefe parece no afectarle en nada la ola de calor de la tarde.
Mira sigiloso cada movimiento, cada detalle. Su rostro no
permite descifrar si está complacido o harto del ceremonioso
rito anual del 5 de Julio.
Cuando se avecina el final del desfile, percibo un fuerte
olor a desdicha: ha llegado el momento. Es la hora. Respiro
profundo porque quedan unos cuantos segundos para que
aquella decisión tomada a la ligera por mi soberbio esposo
cobre vida. Respiro profundo porque no tengo más salida. ¿O
sí?
De repente apelo por el último hálito de cordura que debe
quedar en su cabeza. Decidida, le hago una seña de negación.
Susurro con sutileza, como para que me lea los labios y la
angustia: ¡NO, POR FAVOR! Dejo caer con mis palabras
sordas mi última ilusión. Él reitera con su gesto indiferente
que ya no hay vuelta atrás.

65
***
Entonces, un sonido atronador se apodera del ambiente
festivo.
***

V
Al sonido se unen movimientos concéntricos, capaces de
cortar de tajo la ola de calor. El público eleva la mirada
buscando la causa de tanto estruendo. Hallan, además de un
cielo cubierto de ecos, veloces e ingeniosos artefactos
decididos a dividir las nubes.
El Comandante se une a la sorpresa del público. Un giro de
aquellos aparatos aún más extraordinario y ruidoso que al
principio, embelesa a la audiencia. Inusitadamente, con la
misma intensidad de su llegada, desaparecen como magia.
Del altoparlante sale una voz ronca y a la vez emocionada:
Señoras y señores, ¡acaban de tener ante sus ojos la flota
armamentística más moderna del mundo!
Siento que se me va el aliento. Me siento desfallecer.
Mi marido palidece al tiempo que se mantiene firme como
al inicio del desfile, impenetrable como siempre e
intransigente como nunca. Le busco la mirada, pero él vuelve
a mostrar su habitual gesto indiferente.

66
Al fin el público sale del letargo y suelta un estrepitoso
aplauso que retumba incesante por largos minutos. Los
comentarios entre sí, de las mujeres, hombres y niños se
multiplican hasta convertir los alrededores de la Maestranza
en un verdadero vendaval. El Comandante en Jefe muestra una
sonrisa entrecortada que deja advertir un sutil gesto de
complacencia. Los asistentes le reiteran su solidaridad con
más aplausos eufóricos.
A su lado se encuentra su aliado incondicional, el Mayor
General Maldonado López, Ministro de la Defensa. El
Comandante le increpa con astucia mientras sonríe a la gente
que no cesa de aplaudirlo:
—¿De dónde ha salido todo esto, chico?
El Ministro pasa un largo trago de saliva y contesta lo más
enfático posible:
—Del general Zambrano Orihuela.
El máximo líder voltea con gesto autoritario:
—Vení pacá, Zambrano.
Él conserva la compostura. Mantiene incólume la mirada
aun cuando sé que en su interior hay miles de voces mezcladas
con la mía diciéndole vamos a caer en desgracia. Sin ninguna
alternativa, veo impotente cómo se le acerca a ese ser tan
poderoso y siento de pronto que se me va la vida.

67
VI
En ese preciso momento, comienzo a recordar el día que me
contó sobre los rusos. Dijo que las palabras del ministro
Maldonado López cuando le ofrecieron la compra habían sido
contundentes: “Hay que consultar primero con mi
Comandante. Por encima de él no pasa nadie”.
Era una fabulosa oferta, pero ¿quién podría convencer al
testarudo Comandante en Jefe? ¿Quién iría hasta el Palacio, se
le pararía en frente y le increparía con valentía? ¿Quién? Si no
había dudado un segundo para cortarle la cabeza a más de un
lambón en plenos Consejos de Ministros.
Contó que, cansado de tanto escuchar las ventajas de la
flota, pero sobre todo la ganancia descomunal para el país con
su adquisición, aunado a un repentino ataque de optimismo y
muy a pesar del temor natural de la insensatez, se plantó
frente al Mayor General:
—Sorprendámoslo en el desfile de Independencia.
— ¿Sorprenderlo? ¿Se ha vuelto loco, General? ¿Sabe lo
que nos pasará si al Comandante le parece un acto subversivo
esto de andar cerrando convenios sin su autorización?
—Infame sería ir a consultarle. Pondría miles de “peros”
dada la crisis económica mundial, lo haría ver como un gasto
innecesario; yo en su lugar me arriesgaría, mi Mayor General.
— ¿Usted está cuestionando mi decisión, General?

68
—Yo me arriesgaría.
Aquel arranque de osadía despertó el lado más siniestro
del Ministro.
— ¿Sabe qué, General? Ya me daré el gusto de verlo
pidiendo cacao en las mazmorras especiales que tenemos en
La Tumba para gente como usted.
Con aquella amenaza sobre sus hombros, mi marido se
hizo total responsable de la transacción. Supongo que en ese
momento la cosa pintaba mejor que ahora. Diría mi mamá: no
es lo mismo invocar al demonio que verlo llegar.

VII
Como si hubiésemos esperado toda la vida por aquella
demostración de valentía y destreza, los aplausos no cesan,
dando la impresión de que aquella oleada de calor trajo
impregnada alguna sustancia etílica.
—Conque inventando, el generalito, ¿no?—pronuncia el
Comandante en Jefe al fin, mientras pone con fuerza una
mano sobre el hombro de mi esposo. Lo mira a los ojos con
firmeza, como buscándole una muestra de debilidad. Parece
que deseara introducirse en aquellas pupilas hasta penetrar su
espíritu y derribar -sin precedente alguno- toda su fortaleza.
—Bien hecho, General. Bien hecho… Arriesgado de su
parte, pero bien hecho a fin de cuentas—dice sin sonar

69
condescendiente, mientras le palmea el hombro con aparente
camaradería y continúa sonriéndole al público que lo admira.
Termina por hacer un gesto de satisfacción y enojo que
confunde tanto al Mayor General Maldonado López como a
mi recién redimido General.
Mira al fin a su Ministro de mayor confianza y dice
sarcástico, como si un concienzudo análisis de los sucesos
recién acaecidos le hubiese abierto todo su entendimiento;
como si se hubiese guardado la frase durante muchos años
dejándola al fin libre:
—Qué vainas, Maldonado, te salió sucesor.
Y empieza a alejarse con ese ritmo socarrón tan suyo. Al
compás de sus pasos se alejan también los vestigios del evento
y mis más profundos temores.

70
La marcha del tiempo
Ernesto Endara6

“El hombre libre del tabú sexofóbico no se limita a concebir la


sexualidad como algo intrínsecamente divino y milagroso. La
aprecia como vehículo de experiencias místicas, como una vía
para llegar al éxtasis, es decir, para “ir más allá”, para romper la
corteza del yo, para liberarse de la “conciencia de sí”, para
expandirse en un delirio pánico, para confundirse con el
universo”.
Luigi de Marchi, Sexo y Civilización.

El ruido de las motocicletas fue como una orden que apagó el


ronco murmullo de la muchedumbre agolpada en las aceras.
Por fin, la espera había terminado. Se acercaba el cortejo
fúnebre. La policía motorizada venía por delante como una
obertura de coscorrones furiosos dispuestos a implantar
silencio y orden en los espectadores. El muerto era nadie más
y nadie menos que aquel buen señor, canoso y dicharachero,

6
Ernesto Enrique Endara Estrada (Panamá, 1932), escritor, poeta y ensayista, ha
obtenido 19 veces el Premio Ricardo Miró, repartidos así: en Teatro (9), en Cuento
(6), en Novela (2), en Ensayo (2); además, dos menciones en Poesía.
Otros Premios: Sin tiempo para la piedad, cuento, Premio Itinerario (No.3, 7/73);
La renuncia, cuento, Premio César Candanedo, (Revista Universidad, 1993);
Pantalones cortos, novela finalista en el Concurso Sinán, 1997, publicada el mismo
año (Ediciones Urracá); La noche, el mar y los fantasmas, poesía finalista en el
Sinán. (Ediciones Urracá, 2001); Receta para ser bonita, cuentos, Premio “R. Sinán”
(Ed. Géminis, 2001). Veintiún libros publicados: cinco de cuentos, cuatro novelas,
siete obras de teatro, dos de poesía, una selección de artículos periodísticos, dos
biografías y un libro de ensayos.
71
que hasta ayer nomás había sido el Jefe de la nación. El hombre
alto y gordo que fungía como Director de Protocolo, había
dispuesto la suntuosa ceremonia oficial en la que el callado
mandatario luciría por última vez la banda presidencial. El
programa salió en los periódicos y todo el mundo corrió a ver
cómo se enterraba a un presidente.
Tenía que ser un espectáculo magnífico.
Parecía inevitable que algunas personas fuesen arrolladas
por las motos que abrían paso; pero la multitud se portó como
una boa ágil que rápidamente curvaba su enorme cuerpo para
evitar el choque con las máquinas rodantes, volviendo luego a
ocupar el terreno perdido.
Cucho y sus dos amigos fueron empujados hasta la acera.
Fue mejor así, sobre todo para Cucho que era el más pequeño.
Ahora, parados en el borde, quedaban ocho pulgadas más
altos que la gente que todavía ocupaba la calle. Estaban en la
esquina de La Concordia, donde la Avenida Central pierde
anchura. El cortejo seguiría por la calle “B”, y por ahí, derechito
hasta el cementerio Amador.
Encabezaban el desfile unos cuarenta hombres vestidos de
blanco que conversaban alegremente sin el menor atisbo de
tristeza o de respeto por el gran muerto. A Cucho le pareció
chocante tal actitud y preguntó a Toti quiénes eran esos
hombres para poder despreciarlos mejor.

72
—Son los diputados —aclaró Toti y luego añadió con un
dejo de admiración—: pueden entrar gratis a todos los cines...
«Vaya», pensó Cucho, «si fuera uno de ellos no saldría del
Tropical, El Dorado o el Cecilia.»
Detrás de los diputados venía la Banda Republicana con
sus elegantes uniformes blancos de botonadura dorada. El
hombre que tocaba el bombo venía por la acera donde estaban
los muchachos y parecía no ver a los espectadores, blandía el
palillo de la mano izquierda muy cerca de las personas, por lo
que estas debían echar las cabezas hacia atrás para no ser
golpeadas. El hombre del bombo ocasionó un nuevo
movimiento que empujó a una joven señora de cabellos rubios
y la colocó exactamente delante de Cucho.
«Es una fula de verdad», se dijo Cucho y olió un bucle. «Las
fulas de verdad huelen a confeti, a tejas, a brisa de verano.»
¡Bon!... ¡Rataplán! ¡Plan! ¡Plan!... ¡Bon! ¡Bon!... ¡Rataplán!
¡Plan! ¡Plan!... Lento, muy lento, el hombre del bombo
marcaba el ritmo de la marcha fúnebre. La rubia se hizo para
atrás cuando el hombre del gran tambor vertical pasó a su
lado. Cucho resistió con su cuerpo el empuje de la rubia. Ni la
sombra de un mal pensamiento, fue pura caballerosidad, para
que no se cayera si tropezaba con el cordón. Parado sobre la
acera, Cucho tenía la misma altura que la señora.

73
Apenas pasó el bombo, a Cucho lo asaltó uno de los
ensueños fugaces que tanto lo turbaban: pensó que podía ser
novio de la rubia señora. Si les tomaban una foto de la cintura
para arriba todo el mundo creería que eran del mismo tamaño.
Cucho podía ver por encima del hombro de la mujer.
El cortejo era larguísimo. Venían muchas delegaciones: de
la Universidad, de la Cámara de Comercio, el Cuerpo
Diplomático, los desdentoncesviejitos soldados de la indepen-
dencia; una escuela de belleza, cuya extraña y fuera de lugar
representación estaba formada por una morena gorda y cinco
bellísimas chicas de unos dieciocho años, todas trajeadas
como para una fiesta y sonriendo a diestra y siniestra; detrás,
coqueteando con las peluqueras, venían los peloteros del
equipo “Ron Gorgona”, que había sido el favorito del presi-
dente; lucían en sus uniformes descomunales números en la
espalda y una cinta negra en la manga, se veían cómicos
porque usaban zapatos de salir en vez de los “chuzos”. Más
atrás seguían representantes de un montón de instituciones,
cada una con su estandarte y con nombres que estaban
misteriosamente protegidos por siglas que vaya Dios a saber
qué significaban: ABESUDEP, FREISA, DUNGA, EPSA,
CONAPA, FyL., etc, etc. A Cucho le molestó que ninguno
llevaba el paso y que los hombres y mujeres eran muy
parlanchines.

74
El muchacho estaba feliz de que el desfile fuera
interminable. La mujer permanecía muy pegada a él. Bueno, a
decir verdad, era él quien estaba muy pegado a la mujer. Si le
hubieran preguntado a Cucho hubiera repetido una frase que
una vez le oyó a Pepe: “entre ella y yo se ha establecido una
liason sentimental.” Aunque no tenía la más remota idea de lo
que significaba la palabra liason, Cucho había acertado, pues
un lazo voluptuoso unía a estos seres en medio de la multitud.
Sobre el imponente carro Knox de los bomberos venía el
muerto. Se alcanzó a ver desde que bajó por la librería
Preciado hacia el restaurante Rendevouz. El carro, todo
blanco, contrastaba con el féretro de caoba oscura y
agarraderas de bronce. Nadie hubiera pensado que era un
carro de apagar fuegos. No se veían mangueras ni hachas. Por
todos los costados estaba adornado con trenzas de gasas
moradas, y en las esquinas, forradas con crespones negros,
cuatro antorchas encendidas dejaban en el aire breve estelas
de humo. Era un carro de fuego vestido de luto. Hasta el
sonido del bombo, ya lejano, parecía negro. Algo realmente
impresionante. Solo la bandera, que no alcanzaba a cubrir
todo el ataúd, daba un toque de vida en rojo y azul al solemne
vehículo de la Muerte.
Cuando pasaron los altos dignatarios de la iglesia,
flanqueados por monaguillos que sacudían humeantes

75
incensarios, la rubia se movió a la derecha y Cucho también,
empujando a un muchacho grande que chupaba una paleta de
tamarindo con fruición. El tipo lo miró con dos cucharaditas
de rabia, pero después prosiguió en su helada tarea.
Cucho respiró hondo muy cerca de la nuca de la mujer. Vio
cómo se movían los cabellos con su aliento. Fue un riesgo que
corrió, ya que la mujer, al sentirse incómoda y ofendida,
hubiera podido cambiar de puesto perdiéndose entre la
multitud y dando por terminada la recién comenzada luna de
miel con Cucho. Pero no se fue, no se movió. Cucho consideró
el suspiro como una declaración de amor que si no fue
aceptada tampoco fue rechazada. De algún modo el instinto le
había dictado al niño que un hombre tiene que hacer saber a
la mujer que es muy feliz con su proximidad, que sus ansias
son auténticas... que la desea. Muchos años después sabría
estas cosas por análisis, por estudio, por malicia, por inter-
cambio de conocimientos con sus amigotes. Pero a la inocente
edad de la masturbación, Cucho solo recibía instrucciones del
instinto, y a él se confiaba totalmente.

La audacia es la potencia del ser humano. Sin ella, el homo


erectus no hubiese llegado a sapiens, porque no habría
intentado hacer el fuego con su propia mano. Sin la audacia,

76
el mundo no se hubiese redondeado sino que habría
permanecido plano y tenebroso. Sin la audacia, infinidad de
hombres y mujeres perderían la magia única del amor. Cucho
sintió que la audacia le iba creciendo, incontrolable... debajo
del pantalón. Tuvo miedo. Los rígidos principios sexofóbicos
que enseñaban e imponían en la escuela y en la iglesia hacían
su trabajo: una asfixiante sensación de culpabilidad. Ahhh,
pero existía esa otra sensación, poderosa, espléndida,
novedosa, la que estaba sintiendo ahora y que pulverizaba
todos sus prejuicios y retorcía el pescuezo a la moral hasta
sacarle la lengua. La proximidad con la mujer. ¿Cómo puede
ser mala una sensación tan linda?
Pero, ¿qué siente la señora rubia?
Cucho no lo sabrá nunca. Las mujeres son enigmas que
más vale dejar sin solución. Solo nos resta asombrarnos de lo
dulce y complicadas que pueden ser.
La señora cambió el pie de apoyo y esto trajo consigo un
movimiento en sus caderas y, por supuesto, de sus nalgas.
Cucho sintió un maremoto. La prominencia en su pantalón
debía ser muy notable. De pronto sintió pavor de que se
rompiera el pantalón y toda su vergüenza quedara expuesta.
En este momento sería imposible separarse de la mujer. Si lo
hiciera, seguramente todo el mundo dejaría de ver el desfile
para ver a ese chiquillo libidinoso con el pantalón inflado

77
como si sufriera de una hernia espantosa. No, no puede
permitir que la gente lo vea así. Tomó la única alternativa
suicida que le quedaba: pegarse aún más a la mujer. ¡Qué lío!
Es imposible que ella no sienta ese mafá atrevido que puya sus
hermosos glúteos.
—¡Cucho! —gritó una voz. «Me descubrieron», se dijo.
«Me van a linchar... o quizás me quemen aquí mismo por
lujurioso.»
—¡Cucho! —volvió a llamar la voz.
Era Toti que le hacía señas para que se fueran. Toti, Calín
y él mismo, eran fanáticos de la banda de los bomberos y
habían quedado en seguirla cuando pasara. Fíjese usted, en ese
preciso momento la vistosa banda estaba pasando frente a
ellos y Cucho no se había percatado.
—Vámonos detrás de los bomberos... —invitó Calín.
Cucho levantó un brazo e hizo una seña con la mano para
que se marcharan sin él.
—Está como alelado —comentó Calín.
—¡Vámonos, Cucho! —insistió Toti.
Cucho, impaciente, repitió la seña con la mano.
La rubia volteó ligeramente la cabeza como para saber qué
pasaba a sus espaldas y Cucho bajó rápidamente el brazo para
que la mujer ni sospechara que era con él que hablaban esos
tontos chiquillos que querían corretear una banda de música.

78
—¿Qué le pasa? De verdad que está como alelado —
confirmó Toti.
—Si quiere quedarse que se quede. Vámonos nosotros —
decidió Calín.
—Está como alelado —volvió a repetir Toti.
«¿Alelado yo?» reflexionó Cucho en la cúspide de una
mayoría de edad imaginaria, pero tan sólida como puede serlo
un pensamiento que es parte del cuerpo y de la vida. «¿Alelado
yo? ¿Es que no ven cómo estoy pegado a este cuerpo de
maravilla? El bobo eres tú, que no te das cuenta de que me
acabo de casar con esta fula que se parece a Virginia Mayo.»
Cucho se empinó para ver cómo sus amigos se perdían
entre la multitud frente al Hotel Colón. Volvió a regar un
suspiro de cuarenta grados en la nuca de la rubia, que esta vez
se levantó los mechones con una mano en un gesto que
desconcertó a Cucho. ¿Molesta o cómplice? ¿La habría que-
mado? Estaba consciente de que algo hervía dentro de él.
Definitivamente se le había declarado un fuego en la garganta
y en la ingle.
Hubo un nuevo revuelo de la muchedumbre. Venía la
caballería. A esos caballones sí que le tenía miedo la gente. Se
desmembraba la boa, pero la rubia y Cucho permanecían
pegados. Un hombre con pantalón de rayas se le vino encima
a la mujer y fue Cucho quien evitó el encontrón al detenerlo

79
con el antebrazo. Al tipo no le gustó el empujón, pero no le
dio importancia y se dejó arrastrar al lado opuesto. Sin duda,
era un día de suerte para Cucho, el audaz, temerario y
afortunado novio de esta rubia de maravilla.
Para mantener la unión, Cucho se vio en la necesidad de
poner una mano en la cadera de la señora, que
inmediatamente obedeció a la presión de la pequeña mano
que la empujaba hacia la derecha donde había un espacio
como hecho a la medida para los dos.
Al verla cambiar el peso de su cuerpo de una pierna a otra,
dos veces casi seguidas, cualquier mal pensado podría haber
dicho que la rubia provocaba descaradamente el movimiento
de sus caderas para sentir mejor el puñal con que Cucho la
amenazaba. Al menos esto fue lo que imaginó el niño con
ínfulas de hombre que fluctuaba entre el cielo y la tierra. Un
movimiento más del trasero de la joven señora fue demasiado
para Cucho. Todas las fiebres del mundo se agolparon en su
frente y sintió que se derretía lentamente; se helaron sus pies
y un tamborero demente comenzó a redoblar dentro de su
corazón como si fuese el mísmisimo Gene Kruppa. «¡Ay!»,
alcanzó a suspirar muy cerca del aro que adornaba la oreja
izquierda de la rubia. Un calambre le subió desde la punta de
los pies, y se encontró con un corrientazo que le bajaba desde
el cráneo. Como un fogonazo chocaron estas energías en el

80
centro de su cuerpo. Cucho sintió que Dios, medio en broma
y medio en serio, le asestaba un martillazo en la cabeza. La
mujer sintió el temblor en el cuerpo detrás de ella, bajó la
mano hacia atrás en un movimiento que podría decirse
involuntario y acarició por un instante el muslo del niño. ¿O
debemos decir del Hombre?
Con la caballería terminaba el cortejo.
Cucho está paralizado. La rubia logró sacudirse de su
momentánea locura erótica y cruzó la calle rápidamente, se
diría que es una fugitiva del pecado. Caminó hacia la placita
de la lotería. En la esquina se detiene, parece titubear, luego
se voltea y dirige una mirada hacia el sitio de su desliz. La
gente se mueve alrededor de un niño que parece un farolito en
la acera.
¿Qué le pasa a Cucho?
Piensa.
¡Oh, gran Dios, un niño que piensa! Pero los pensamientos
de Cucho son pensamientos de gente grande:
«Una cosa como ésta debe ser la muerte. Bueno, si es algo
así, no es tan mala, qué va, no es tan mala. A lo mejor eso fue
lo que sintió la tía Idalides cuando se murió.»
Tiene razón Cucho. El placer sexual, al igual que la
proximidad de la muerte, es capaz de permitir un vistazo a la
nada del infinito y al todo de la eternidad. Únicamente los

81
elegidos reconocen que el delirio sexual es la fórmula mágica
para fundirse con el Universo. En la cumbre del espasmo el
objeto y el sujeto se vuelven uno; en ese momento se puede
ver el límite del Nirvana. El yoni y el lingam: la sombra y la
luz... la verdad.

Estático, todavía bajo el hechizo del sexo, Cucho pudo ver a la


rubia que se detuvo un instante en la esquina y se volteó a
mirarlo.
¿Qué significa esa mirada?
Jamás lo sabría.
Supo, eso sí, que continuaba en el mundo de los vivos
porque todavía podía escuchar a lo lejos, el bombo y los
tambores de la banda de los bomberos.
Allá, el cortejo fúnebre lleva a enterrar a un inmóvil
presidente; acá, Cucho, tambaleante, arranca a caminar
empujado por una vida que lo obliga a continuar en la
grandiosa marcha del tiempo.

82
El cholo burgués
Oscar Martínez7

De todo el circo mediático que se ha armado alrededor de mi


arresto, y de la cantidad de sonseras extrañas que sobre mi
humilde persona y mi caso se andan diciendo por la prensa, la
que me parece más chistosa es esa que se han inventado
algunos intelectuales de lentes gruesos y melenas bien
rimbombantes. Estos caballeritos, estudiosos del alma y la
sociedad, afirman que según la reciente taxonomía sociológica
soy un cholo burgués o, mejor dicho, un “neocholo burgués”.
Hubiese querido que la abuela esté viva para decirle que
era una chola burguesa y ver qué cara me ponía. Claro que ya
tenía yo mis sospechas de que la Avelina era burguesa o de la
realeza o algo así, y que estas sospechas no eran para nada
infundadas, por ejemplo, ahí está pues ese enjambre de
sirvientas que recibían la mercadería desde las cuatro de la
mañana, abrían la tienda a las seis en punto, le preparaban el
desayuno a las siete, el almuerzo a las doce, y la cena a las siete,
y supongo que por eso o por no sé qué cosa afirmaban el hecho
de que la abuela era nomás una chola burguesa. A mí ya me

7
Oscar Martínez (Potosí, 1977). Psicólogo Social. Es autor del libro de cuentos Diez
de la mañana de un domingo sin fútbol (2017) y Crónicas del Llokalla Jailón (2019).
83
parecía raro que la sigan hasta el baño en procesión o que, por
lo menos, una vez al mes se vaya con su taucado de criadas a
las aguas termales de Viscachani, donde cuatro cholitas
fortachonas le lavaban la espalda y le hacían masajes en los
brazos y las piernas.
La cara que hubiese puesto la Avelina porque, después de
todo, ella no era ninguna chola burguesa, era la chola
monarca, la chola reina, la chola master como dirían los
jóvenes. La Avelina y el Gabriel lo que me han enseñado es
pues que burgueses son esos que se rompen la espalda todos
los días para mantener sus viditas pendientes de un hilo, con
un pie al borde del abismo y el otro en una cáscara de plátano
y que cuando escuchan la palabra “inflación” tiemblan al
mismo tiempo que aflojan ese su agujerito. Bueno, yo no sé
mucho de estas exquisiteces sociales, pero la Avelina abría la
boca solo para dar órdenes y nada más. Las sirvientas le daban
sopa por cucharadas y ella usaba babero y pañal, es decir que,
cada cierto tiempo, alguien le tenía que limpiar el culo y otras
cosas más. La Avelina era mi abuela y, a pesar de que el único
gesto cariñoso que tuvo conmigo en toda su vida fue
regalarme 100 pesos el día de mi primera comunión, he
aprendido a quererla igual o más que los otros 34 nietos con
los cuales me disputaba su cariño, es decir, yo también me la
quiero, con silenciosa veneración e idolatría.

84
Ella siempre estaba ahí, en el medio del comedor, como un
repollo gigante que de rato en rato emitía algún sonido para
que alguna de sus vasallas le cumpla una orden. Cuando he
visto Star Wars, a los once años, tenía la seguridad de que se
habían inspirado en ella para crear al Jabba the Hutt, pero no,
después me di cuenta de que la abuela tenía su poder de carne
y hueso, lo cual nos hacía tenerle harto miedo.
Una de las cosas más locas y disparatadas que se han dicho,
sobre el origen de esta nuestra mentada prosperidad, es que la
hemos heredado de la Avelina y hasta que hemos hecho un
pacto con el Diablo. Cuando era chico, estos inventos y
chismes de la gente habladora me hacían llorar, porque me
decían tara, negro, adobe, indio con plata, y otras cosas más.
Por eso no hablaba con nadie y me iba del colegio a mi casa y
al revés. No tenía ni un amigo. Gracias a Dios, mis papás han
comprendido que los q’aras pálidas, así les digo de cariño a los
culiblancos, jamás me iban a aceptar en un colegio como el
Saint Patrick.
Cuando me han cambiado a un colegio más cerca de mi
casa, recién he podido cultivar y explotar mi talento con la
plata; debo nomás aclarar que, hasta la muerte de la Avelina,
no habíamos heredado ni un peso y aún después hemos tenido
que pelear cada centavo como hienas, pero así y todo ya
teníamos una buena plata con mis papás, la plata con la que

85
hemos comprado unos camiones llenos de harina y azúcar
de Argentina que hemos vendido literalmente como oro en los
tiempos de la UDP.
La devoción es un capítulo aparte. Tengo pues la impresión
de que más que amor por el Señor del Gran Poder, mi papá y
toda mi familia, le tenían miedo, harto miedo. Si mi papá no
iba a la diana en la fiesta de mayo: castigo, ya no había venta.
Si no peleaba por la fraternidad para entrar al rote del preste
del Señor: castigo, la policía y la aduana subía la coima, se
arruinaban los camiones, se perdía la carga. Si no donaba algo
a la iglesia: los Quispes, los Patzis, los Irustas conseguían
mejores lugares en las ferias. Y así, grave.
Con un miedo, que a mi papá le gustaba llamarle fe, él ha
empezado a bailar llamerada desde muy joven, hasta casi fines
de los años ochenta, cuando ya estaba cansadito el viejo. De
todos modos, mi papá era el hijo menor de la Avelina Zabaleta
y yo su penúltimo nieto, entonces, nada carajo, teníamos que
bailar como ya era tradición en la familia, es decir, aquí todos
bailan desde que aprenden a caminar.
El abuelo no daba la talla de bailarín pero sí de
comerciante. Él ha sido el primero en sugerir la idea de bailar
morenada con los Señores Maquineros. Por nada más la
Avelina casi nos lo excomulga y lo bota de la casa. Pobre
abuelo Gabriel. Pero a la final él tenía razón. Un día los había

86
reunido a mis tíos y los había convencido de su teoría diciendo
Si no bailamos con los contrabandistas, mañana o pasado,
¿cómo vamos a querer vender otras cosas que no sean
abarrotes, quinua, azúcar y arroz?
El abuelo Gabriel tenía claro que con el fin de la UDP había
llegado el fin de la especulación, lo que significaba el ocaso del
negocio familiar. La familia tenía cinco panaderías y ahora
había pan en cualquier esquina. La familia tenía toneladas de
azúcar y harina que atestaban los galpones de la Gallardo y la
Max Paredes, pero ahora el quintal valía la mitad de lo que
valía hace un par de meses. ¿Qué hacer entonces? Tener fe en
el Señor, pues. Nada más.
La fe existe, la fe es vida. Se baila por fe. No por tener plata,
sino por fe en estar bien. Se baila con fe para que no falte nada,
para que tengamos protección. Así más o menos era lo que me
ha explicado mi papá.
Lo de la fe siempre también lo he escuchado de mis tíos,
los hermanos de mi papá. Tengo nueve tíos, me los conozco y
sé pues que siete son varones y dos son mujeres. Algunos de
mis tíos y tías, en su mayoría, se han casado con gente de la
familia de joyeros de la Buenos Aires, otros con algunos de los
que hacen muebles en la León de la Barra. Ellos tenían sus
propias fraternidades, pero, por amor a sus parejas o por

87
miedo de las influencias de la Avelina, yo no sé, pero igual se
venían a la llamerada de los Señores de Pucarani.
En el barrio todo ha cambiado de un momento a otro, pero
más cuando se ha empezado a notar que los Señores
Maquineros estaban acumulando mucho poder. De traer
maquinitas de coser, Singer, y una que otra bicicleta, de la
noche a la mañana nomás se han aparecido con radios,
televisores, refrigeradores, así como que ya cansados de
estarse con pequeñeces. De una se han comprado la mitad de
la producción japonesa y han empezado a vender artículos
electrónicos y línea blanca como pan caliente. De la misma
manera, al tiempo que aumentaban y surtían su mercadería,
construían las galerías y salones de fiestas por la zona Gran
Poder. Hoy por hoy se mandan unas fiestas jodidas, de tres
días como mínimo, y traen a los grupos de cumbia del
momento o, si prefieren, “pasaditos calientes” desde México o
Argentina. Mis tíos estaban bien convencidos de que a los ojos
del SGP, del Señor del Gran Poder, las fiestas y el derroche que
hacían los Señores Maquineros eran más devotas y agradables
o sacrificadas a los ojos de Dios y, de ahí, que su sacrificio
devenía en prosperidad porque ya lo dice pues la Biblia. Se
cosecha lo que se siembra.
Mi tío Hugo también ha dicho que el rato que estos
maquineros se metan a transportar o vender abarrotes, ya

88
fuimos, chau negocio y la familia se va a la mierda. La Avelina
escuchaba nomás mientras acullicaba coca y, como de
costumbre, no decía nada. Parecía que no le importaba que
estuviéramos en peligro de extinción. Pero parecía nomás.
Como si fuese cosa del Diablo, o brujería, yo qué sé, de un día
para el otro la Chichis Zabaleta, una de mis primas mayores,
ha aparecido de enamorada del Franz Poma, el dueño de la
galería más grande de electrodomésticos del Gran Poder.
A dos años del matrimonio de la Chichis, se ha fundado el
bloque Pucarani en la fraternidad Auténtica Morenada
Genuina de los Por Siempre Rebeldes Señores Maquineros
Devotos Novenantes del Señor Jesús del Gran Poder. Hasta
ahora no me explico cómo ha entrado todo el nombre de la
fraternidad en el estandarte que ha donado mi papá que, crean
o no crean, tiene pues hilos de oro. A mí se me hace que le han
alargado el nombre para que entre más hilo en las letras, pero,
bueno, la gente los conoce como Los Maquineros y punto.
Capellón bordado con dragones y flores azules y doradas,
chaleco amarillo con tonos verdes azulados, pechera negra,
buzo de tela piel de lobo amarillo con bordados negros y rojos,
botas blancas con detalles de lentejuelas brillosas, la máscara
con la descomunal lengua colorada de negro sediento y la
matraca de pila Rayovac. Los Colq´e Tikas, que son los mejores
bordadores de la Los Andes, según muchos, se esmeran con

89
los trajes de los Señores Maquineros, y solo para ellos hacen
diseños exclusivos que, dice que, piden hasta en Perú. Así, tal
cual lo he descrito, era mi traje de moreno la primera vez que
he bailado. Yo he debutado de achachi galán. Nada de ser
barrilito de la última tropa.
Yo había bailado llamerada desde que tenía seis años, pero
la primera vez que he bailado morenada ha sido a los
dieciocho, como premio por salir bachiller. Sin ayuda de
nadie, ese año mismo, yo he conseguido mis primeros tres mil
dólares vendiendo papel de reciclaje. Cómo más va a ser.
Recolectaba las carpetas y cuadernos pasados de todo mi
colegio y de otras escuelas, además, con la carretilla de un
amigo, iba de casa en casa, recaudaba el papel que le vendía a
un dizque judío que vivía por la plaza Israel, en San Pedro. De
esa forma yo he podido pagar mi traje, las cuotas de la banda
y todo lo demás. Mi éxito en los negocios había causado harta
resonancia. Hasta la Avelina estaba feliz porque yo había sido
el nieto que estaba innovando en la familia.
Después de años, recién mis papás se han enojado con los
Señores Maquineros por el divorcio de una de mis primas con
su esposo que también era de la fraternidad. Yo he dejado de
bailar también porque me he dado cuenta de que así como
bailar morenada te ofrece las mejores oportunidades de

90
negocios, pelearse con la fraternidad te traía nefastas
consecuencias. Tal cual nomás es mi caso.
Nunca me ha interesado mucho la universidad, sobre todo
porque no me dejaba tiempo para mis negocios. Después de lo
del papel, me he metido a reciclar plástico y luego con un socio
hemos abierto una fábrica de mangueras industriales y de
revestimiento de cables eléctricos de cobre. Era fábrica
chiquita, pero daba buena plata. Unos años después, cuando
estaba queriendo llevar mis productos al Perú, aprovechando
que teníamos que bailar con los Maquineros en la fiesta de
Desaguadero, he visto que negocio era llevar garrafas de gas y
diesel. Lo malo es que era “ilegal”, aunque, en Bolivia, lo ilegal
es nomás bien subjetivo, ¿no?
La cosa es que, gracias a ese negocio, me he asociado con
el Chino Mojica, un peruano que tenía su gasolinera en Puno.
A él le llevaba los camiones cisternas de diesel y las garrafas de
gas. La verdad es que hacíamos negocio redondo. Tan amigos
éramos que me lo he invitado a bailar con los Señores
Maquineros y, ni qué decir pues, ha sufrido lo indecible en la
entrada del Gran Poder por sonso, por no ponerse sus
hombreras. Al final, no sé cómo, pero ha resultado siendo más
amigo de los de la fraternidad que yo, que, dicho sea de paso,
por la cantidad de plata que tenía, ya podía ser el preste mayor,

91
pero la macana es que en ese entonces, igualito que ahora, no
tenía señora y era demasiado joven.
De un rato a otro se ha venido la hecatombe: primero se
ha muerto la Avelina, después la familia se ha peleado por la
herencia y, a todo esto, lo tenemos que sumar los divorcios de
primos y primas que han hecho que el bloque Pucarani
desaparezca y ni su nombre figure en el salón de honor de la
sede social de los Señores Maquineros.
Yo miraba, callado nomás porque no quería meterme en
líos. Pensé que los negocios iban a seguir igual, pero el Chino
Mojica, que ya era Señor Maquinero, y bien reconocido, me ha
cerrado todas las puertas en Puno. Ya nadie me quería recibir
diesel ni gas, ni siquiera el azúcar de mi hermano que siempre
se vendía bien.
Pero eso no es lo peor. Qué va a ser.
Un día que estaba en Puno, buscando nuevo socio en la
fiesta de la Candelaria, he visto cómo lo han dilapidado a un
boliviano borracho por mear y decirle insultos a la estatua de
un Ekeko bien grandote que habían tenido en una plaza de
allá. Ahí yo he decidido irme corriendo para no correr la
misma suerte. En esa misma fiesta, de paso, he visto que en
una fraternidad de morenada estaban usando unos trajes
igualitos a los que usaban los Señores Maquineros, bien
igualitos, pero más lindos. Entonces he sacado fotos para

92
mostrarles a los Colq’e Tikas y, para qué habré hecho eso,
vieran cómo han palidecido y me han empezado a insultar a
mi vuelta. Casi me pegan. No han querido entender que yo
nada tenía que ver con los trajes peruanos que, se supone, eran
el diseño que los Colq’e Tikas tenían para el próximo año.
Después del escándalo de los Colq’e Tikas y de los Señores
Maquineros, que me acusaban de traidor y maleante, los de la
Asociación de Conjuntos Folklóricos del Gran Poder me han
acusado formalmente, con citación judicial y todo, por ladrón,
acusado de dizque robar los diseños de los trajes, traficar
máscaras, partituras y letras de canciones no estrenadas aún.
Bueno, pero yo nada sabía, en serio, de haber sabido que eso
era negocio, le metía, pero cómo pues, soy completamente
inocente.
Luego, con amenazas de por medio, me han citado a la
policía y, al llegar, ya me estaba esperando gente del gobierno.
Ahora, gracias a la nueva Constitución, el abogado defensor
me ha dicho que pesaba sobre mi persona una acusación de
traición a la patria. El presidente en persona ha dicho, a su
estilo, que si no prosperaba lo de la pena de muerte, mínimo
me iban a desterrar por atentar contra la revolución cultural y
cometer el delito de brindar información ancestral clave al
enemigo neoliberal que pretende adueñarse de nuestro
patrimonio cultural, oral e intangible, orgullo del país y la

93
humanidad. Eso. Pero lo más grave y lo más chistoso es que
no tengo ni un cargo por contrabando de gas o diesel. Por
suerte, digo yo.
Desde mi celda, donde no sé de cómo tengo tele, veo cómo
los de la Asociación de Conjuntos Folkóricos del Gran Poder,
las asociaciones de Oruro, de Chutillos, de la Virgen de
Guadalupe y otros cientos de querellantes culturales, entre los
que se han puesto a figurar estudiantes de secundaria y
universitarios, habían estado haciendo una vigilia en la plaza
de afuera de la cárcel para que me den la pena mayor y me
pudra nomás tras las rejas.
Eso más. Al que cuida mi celda lo conozco. Es un Señor
Maquinero. Grave. El juez, el fiscal y hasta los policías que me
han arrestado son Señores Maquineros. El que presenta las
noticias en la televisión y ahorita pide Severidad y castigo
ejemplar para este boliviano traidor, igual. El ministro de
cultura y la mitad del gabinete son igual Señores Maquineros.
El mismísimo presidente ha sido trompetista en la banda de
los Señores Maquineros.
El único que no es Señor Maquinero es el inútil del
abogado defensor y mi compañero de celda que es Negrito del
Ayacucho. Está abandonado de la mano del señor, igualito que
yo.

94
Como decía mi papá Solo queda tener fe. ¿Fe en qué? No
sé, tener fe no más. Total. Eso es la fe. ¿No?

95
Cuando todo cambió
Julio Durán8

Tras el castigo de mi padre, la calle dejó de existir. La


geometría en la que encerraba mi cuerpo, en la que permitía
desplazarme, se derrumbó cuando se hizo imposible entrar en
ella. El castigo consistía en arrebatarme de su flujo, alejarme
del contacto con la vereda tibia en la que alguna vez mis
rodillas se apoyaron para jugar, en la que caí y me abrí la piel,
sobre la cual me trencé a golpes con otros chicos para
demostrar que no era débil, que nadie se podía burlar de mí.
Desde el marco de la ventana del segundo piso observaba
a los demás dar patadas a la pelota que habían recuperado de
algún techo. Aún me ardían las piernas por los azotes, dolía la
humillación de las bofetadas, las sencillas pero hirientes
palabras que calaban hondo en mi espíritu de catorce años. De
nada servía hacerse respetar en la calle si la casa no me
pertenecía. Intuía que yo pertenecía a la calle, ahí donde ellos
jugaban y donde tendría que demostrar que aquel castigo no

8
Julio Durán (Iquitos, 1977). Traductor y escritor peruano. Estudió en la Escuela
Superior de Interpretación y Traducción de Lima (2000-2002) y es Máster en
Traducción Literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (2014). Ha
publicado, entre otras obras, la novela Incendiar la ciudad (2002), el libro de relatos
La forma del mal (2010), ¿Y quién eres tú para juzgarme? (2017), este último en el
sello editorial Sobras Selectas de Bolivia.
96
me ha había perturbado, aunque todos supieran que mis ojos
se inundaron desde la primera bofetada, esa que mi padre me
dio frente a todos, y que se me escapó alguna lágrima traidora.
¿Qué tenía de malo que me juntara con ellos? Ellos eran
los que sabían, los que habían estado ahí y hacían respetar el
barrio, los que nos divertían arrojándose a las avenidas, en sus
motos o lanzando piedras a los babosos de otros barrios que
venían a joder. La jauría que me permitía sentirme en el
mundo, protegido y arropado. En aquel tiempo, mi
pensamiento se detenía cuando me encontraba cerca de ellos.
Todo lo vivido antes de frecuentarlos viene a mi memoria
como como algo previo a la vida, como si las cosas solo se
sucedieran como segundos en un reloj y yo las contemplara
pasar. Vacíos de significado, los lugares y los hechos no me
dolían aún. Las personas no descargaban en mí ningún
torrente eléctrico al interactuar conmigo. Era aún el niño al
que su padre abofeteaba frente a sus amigos malandros.
Aquel castigo fue el último, el que me hizo hombre.

A los dos días desobedecí a mi padre. Era la noche en que


ellos saldrían a perderse en otros barrios en aquel auto robado
que escondieron en el taller de mototaxis. Los vi beber y
fumar, meterse coca y decirme todo el tiempo que yo no debía
meterme nada, que era muy chibolo para eso, un traguito y su

97
hierba, causa, solo eso. Esa sensación cautivante, la atmósfera
de hombría, riesgo, pertenencia, la incipiente idea de dominio
y extensión del territorio, todo ello se impregnaba en mí, como
si me hundiera en una niebla oscura y envolvente.
Dijeron que no necesitarían disparar, que bastaba
agarrarlos fríos y ver cómo se cagaban de miedo los
huevonazos. Yo reí con una risa grave, que terminó
apagándose cuando el motor despertó y su sonido se volvió
parte de mí, como si su vibración se fusionara con mi propia
carne. Era la antesala del viaje a la oscuridad fascinante, a la
cacería moderna de la que formaría parte no como presa, sino
como depredador.
El auto se alejaba de nuestras calles, yo sentía, sentado
junto a una de las ventanas, el aire en el rostro, el olor de la
hierba en el auto, las risas de las sombras que me llevaban con
ellas a su reino. Las cuadras aparecían y desaparecían con la
aceleración del auto. Nunca sentí la ciudad tan mía como
aquella noche, la que siempre quise revivir, la sensación que
busqué en todas mis madrugadas futuras.
Las fachadas de las casas, los postes de luz, los barrios
ajenos, tan distintos al nuestro, la mirada aterrada del
desprevenido transeúnte, que iba con su novia o con un
amigo, con su madre o con su hijo, el silencio de su expresión,
su reacción sumisa, las risas en el auto, el aliento a alcohol, el

98
humo del cigarro, las risas, siempre las risas de hienas
ardientes, el roce del caucho sobre el asfalto sucio, los giros en
esquinas repentinas, ángulos que sacudían nuestros cuerpos,
como si el espacio entrara en nosotros devorándonos por
dentro, volviéndose territorio, mapa vivo. Descubrí entonces
que la totalidad de vida que se mostraba ante mí en ese
recorrido incandescente y visceral me pertenecía toda.
En mi memoria irradian aún las luces de la avenida en la
que empezó a perseguirnos la policía, las risas, siempre las
risas, instantes irreales que se sucedían, se vertían sobre
nosotros mientras dejábamos atrás a otros autos o los
esquivábamos en intersecciones concurridas. Dos o tres veces
casi nos llevamos un cuerpo o dos, ciclistas y vendedores
ambulantes, estúpida fauna distraída sobre la cual ejercíamos
dominio aún en nuestra huída.
—Esta huevada es lo que extrañaba ahí dentro, causa —la
aspereza de la voz se conjugaba con las palabras, como si al
pronunciarlas se manifestara una frontera de mi
entendimiento. Habíamos dejado atrás al patrullero, íbamos
rumbo hacía la carretera, nuestro recorrido transformaba el
escenario, y tuve la sensación absurda de que abandonábamos
un gigantesco cuerpo que acababa de digerirnos.
En la hora más oscura de la madrugada, antes de que el
tanque de gasolina quedara vacío, logramos llevar el auto

99
hasta una loma en medio de un sombrío arenal, entre
precarias casas de estera y materiales improvisados. Descubrí
entonces que la noche que caía sobre el pequeño cerro no era
la misma que había cubierto las calles durante nuestra cacería:
desde dicha altura pude observar atento, ya cuando el
cansancio imponía silencio entre todos, el mar de luces que
habíamos navegado. Reconocí, o intenté reconocer, los
pequeños puntos luminosos en los que nos arrebató la
sensación de poder y riesgo, el mapa de nuestra hazaña, en los
que estuvimos a punto de derramar sangre, nuestra o ajena.
Cinco billeteras, dos relojes, tres celulares, dos bolsos,
nada de eso importaba, ellos los sostenían en las manos, casi
indiferentes, ya las con voces cansadas y los ojos ardiendo. Lo
valioso era entrar en la dimensión oculta de las calles
nocturnas, en su frecuencia solo audible a nuestros oídos
feroces. Quedaba ron, sobraban cigarros, pusieron música y
emprendimos el camino al barrio.

No volví a salir con ellos. Aquella noche fue la única en que


me adentré en las calles como si abriera el cadáver de un
animal, de un solo violento tajo, manchándome de su plasma
esencial. Quiero creer que el misterio que me alejó de ellos y
su peligroso rumbo tiene que ver con mi mirada posándose
sobre las calles y las luces, en sus risas, en cada fragmento de

100
vida y mundo que fui capturando y que abrió en mí otro portal,
otra manera de vivir peligrosamente.
Aquella vez, cuando volví a casa, ya mi padre sabía que yo
había ido con ellos a recorrer la ciudad asaltando a
transeúntes. No me habló durante días, no me abofeteó;
silenciosamente, se resignó a perder a su hijo menor.
Nunca supo que quien había vuelto a su casa no era su hijo,
sino el cadáver de un niño devorado por la ciudad y la noche.

101
Los gatos de Estambul
Rogelio Riverón9

Nevaba en Estambul a finales del 2006, pero yo no tenía frío.


Un vientecillo que corría del Bósforo desorganizaba los copos
de nieve, que se iban de costado contra el parabrisas, mientras
Nihat me apostaba a que al día siguiente habría lluvia. Ayer
subió a quince grados —me dijo—; hoy que tú llegas tenemos

9
Rogelio Riverón (Placetas, Cuba, 1964). Narrador, poeta, crítico, editor y
periodista. Ha obtenido, entre otros, el Premio de Cuento de la Unión de Escritores
y Artistas de Cuba (1999 y 2002); recibió Mención de Honor en el Premio Casa de
las Américas, 2001. Ganó en 2007 el Premio Iberoamericano de Cuento Julio
Cortázar y en 2008 el Premio de Novela Italo Calvino. Destacado columnista de
temas literarios. Es director de la editorial Letras Cubanas, de La Habana, Cuba.
Ha publicado los siguientes libros: Los equivocados (Ediciones Extramuros, La
Habana, 1992); Subir al cielo y otras equivocaciones (Letras Cubanas, La Habana,
1996); Mujer, Mujer (Capiro, Santa Clara, 1998); Buenos días, Zenón (Ediciones
Unión, La Habana, 2000); Palabra de sombra difícil (antología, Casa Editora Abril-
Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2002); Otras versiones del miedo (Ediciones
Unión, La Habana, 2002); Cuentos sin visado (antología del cuento cubano,
Ediciones Unión, La Habana-Editorial Lectorum, México, 2002); Llena eres de
gracia (Letras Cubanas, La Habana, 2003, 2005); Mi mujer manchada de rojo
(Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005); Conversación con el búfalo blanco
(antología de cuentos y entrevistas, Letras Cubanas, La Habana, 2005); La línea
que cruza el agua (antología del cuento cubano, Monte Ávila Editores, Caracas,
2006); Bailar contigo el último cuplé (Premio de Novela Italo Calvino, Ediciones
Unión, La Habana, 2009; Lectorum, México, 2009); Diez cuentos afortunados (en
idioma ruso, Editorial Text, Moscú, 2010); LonelyPeople (Ediciones Cubanas, 2013);
El tigre y la mansedumbre (Verbum, Madrid, 2012; Editorial Letras Cubanas, La
Habana, 2013); Pelos en el jabón, una antología personal (Editorial Capiro, Santa
Clara, Cuba, 2016).
102
nevada, y mañana verás cómo rompe a llover. Miré a la calle, a
la nieve turbia que removía un auto delante del nuestro, y le
aseguré que estaba bien así, que hacía más de cinco años que
no veía nevar, y que bendita toda la nieve de Constantinopla.
Sonrió con una leve ironía, y yo, para alejarme un poco del
tema, le dije:
—Vine todo el tiempo hablando ruso.
—El ruso es el opio de los pueblos —volvió a ironizar.
—Karénina —le expliqué—, yo le puse Karénina.
Y tuve que ser explícito. Una rara casualidad me había
conducido a Estambul a través de Moscú, en un viaje de unas
veinte horas que incluía una larga acampada en Rusia. Cuando
subí al avión que me dejaría en Turquía, noté que mi asiento
ya estaba ocupado por una muchacha. Le mostré mi pase a
bordo. Entiendo, me dijo, pero es que me aterra volar del lado
de la ventana. Entiendo, dije a mi vez, aceptando el cambio.
—Así que Karénina —comentó Nihat.
—La nobleza obliga —me reí.
Porque lo primero que había notado entonces en el avión,
era que la joven tenía, lo que se dice, clase. Cuando le pregunté
el nombre me observó unos instantes y mostró un asombro
formal ante el hecho de que le hablara en su lengua. Anna, dijo
por fin y su voz dibujaba los sonidos con una cadencia
hermosa: Anna Skliar. Más tarde me contó que era traductora;

103
de hecho, había llevado al ruso buena parte de los versos de
Emily Dickinson, y si no recordaba mal, apenas unos días atrás
había estado leyendo un cuento de Virgilio Piñera. De esos
llamados minimal, en una traducción al inglés, precisó.
—Tu compatriota Virgilio Piñera en inglés… —dijo Nihat.
—Así me lo contó ella —confirmé—, pero por más que
trato no me acuerdo de esa pieza.
—¿Y después, qué? —preguntó a modo de conclusión el
turco, saliendo del carro ya frente a mi hotel.
Su pregunta, por supuesto, no era tal. De un aeropuerto a
un hotel no hay mucho tiempo para detenerse en cosas serias,
y todo comentario es por lo general provisorio, propenso a
saturarse de emotividad. De modo que Nihat daba por
concluido mi relato, y mientras me ayudaba con la maleta,
volvía a mencionar la nieve, como si desde que me recibiera
una hora atrás en Havas no hubiésemos hablado más que de
ella. Hacía bien de anfitrión. Había sido encargado por la
Universidad del Bósforo para atenderme, y en los días previos
a mi llegada se comunicó conmigo. Me dio todo tipo de
seguridades, y ahora parecía dispuesto a demostrar que no
incumpliría. Antes de irse a su casa quedamos en que me
recogería para cenar.
Soy de los que chequea los cuartos de hotel con cierta
grima por tener que hacerlo. Pero, por otra parte, me gusta

104
estar al tanto de todo lo que me rodeará mientras duerma. Mi
habitación en el Taxim Hill era un tanto oscura —baño
amplísimo y marmóreo, sábanas olorosas a alcanfor, un
gavetero con la guía telefónica, televisor empotrado en un
armario que a la vez servía de mini-bar—, pues la ventana
enfocaba hacia una especie de patinejo por el cual reptaban
algunas tuberías. Si levantaba la vista veía clarear en la
distancia un edificio invadido de andamios. Llevaba apenas un
minuto en la bañera cuando recordé el cuento de Virgilio, y
me alegré de que el agua caliente empezara a darme lucidez.
Por lo que me explicó Anna Skliar, no podía ser otro.10 Admito
que evocar a Virgilio Piñera en una tina de un baño de
Estambul tiene algo de grotesco. Barajar unas líneas que uno
ni tan siquiera puede asegurar que le pertenecen es una burla,
ni más ni menos, piñeriana. Jugué un rato a usar el cuento a
modo de oráculo, y comencé a secarme convencido —como
mismo lo estás tú— de que aquella pieza tal vez apócrifa era
la garantía de que me iba a encontrar de nuevo con la rusa.

10
Diógenes, viejo, educaba a su hijo para cazador. Después de un duro
entrenamiento con animales disecados, lo dejó practicar con bestias de verdad.
Dos días estuvo el hijo tratando de matar a un chacal que por alguna razón se
obstinaba en vivir. Desconcertado, fue ante Diógenes y le dijo: “Haz disecar a esa
alimaña, por favor. Entonces la mataré sin falta”.
105
Nihat llamó desde el lobby y cuando lo vi en una cazadora de
vinil negro que mal escondía el saco me di cuenta de que
cenaríamos en algún sitio lujoso. Invitan otros, no te me
acomplejes, dijo mientras me pasaba el brazo sobre los
hombros, y me franqueó la salida. Todo lo que recuerdo del
riguroso menú de esa noche es el vino italiano que
escanciaban sin cesar unos mancebos de frac y margarita en la
solapa. Para no mentir, añadiré que también me impresionó el
salón monumental con su alfombra roja, y la luz inconsútil
que le daba a las cosas un brillo un tanto alucinado.
Al cabo de unas cuantas copas pregunté por el toilette.
Nihat ya lo había localizado, y me hizo una seña con la cabeza:
a mis espaldas, por un pasillo discreto que apenas filtraba la
luz lechosa del salón. Después hizo como si se decidiera. Te
acompaño, dijo, pero un paso antes de la entrada se detuvo a
saludar a un conocido. Me abría el pantalón frente al urinario,
cuando noté que la pared delante de mis ojos se interrumpía
poco antes del techo y dejaba caer hacia acá el sonido de una
puerta al cerrarse. Calculé entonces que del otro lado estaba
el baño de las damas. Abandoné el urinario y me situé en una
taza, para que mi chorro contra el agua produjera un efecto
irrebatible, y disfruté la posibilidad de que alguna mujer tras
aquella pared aquilatara mi fuerza. Interrumpí el chorro y
presté oídos. Volví a pujar y acabé de teñir la taza con mi

106
espuma avinagrada, orgulloso de mi ruido viril, y cuando
empezaba a componerme, percibí claramente el surtidor que
me respondía desde el otro lado. Adiviné que no golpeaba
directo en el agua, sino en la loza malva de la taza y comprobé
que, lo mismo que yo segundos antes, se interrumpía a medio
camino para reanudarse de inmediato.
Salí, pero no me alejé demasiado. Sabía que si aguardaba
un instante vería aparecer en la puerta contigua a la mujer que
respondió a mi interpelación. En unos segundos, en efecto,
salieron, no una sino tres, cuatro y siguieron indiferentes hacia
el salón. Me dije que no era tanto el misterio de escoger entre
cuatro mujeres, pero, ¿acaso podía acercármeles y preguntar
sencillamente cuál de ellas era la que accedió a dialogar
conmigo? ¿No era mi situación un poco piñeriana?
Secretamente, además, yo había esperado que mi
interlocutora fuera Anna Skliar, la rusa a quien rebauticé
como Karénina, pero no tenía ni siquiera la certeza de que la
volvería a ver. Las posibilidades de que coincidiéramos se
limitaban a nuestra condición de extranjeros y de literatos, lo
que nos relacionaba con el ámbito de los hoteles y las salas de
conferencias.
Nihat me confesó que no sabía cómo había podido
manejar hasta el Taxim Hill, y que tenía la sospecha de que
seguir hasta su casa iba a ser un suicidio. Como la mía era una

107
habitación de dos camas, le permití quedarse. Antes de
acostarme miré al mezquino pedazo de ciudad que chispeaba
tras mi ventana. Me extrañó que el edificio rodeado de
andamios estuviese tan iluminado, pero después comprendí
que eran los propios andamios los que tenían adosados unos
bombillos de gran tamaño, vueltos unos sobre la calle y otros
sobre el propio edificio. Tuve la impresión de una escenografía
gigantesca, un tanto amenazadora.
Corrí las cortinas antes de meterme en la cama, y entonces
reparé en Nihat, que ya emitía leves ronquidos. Era un hombre
de mi edad, más o menos. Tenía la boca entreabierta; más
exactamente, se mordía el labio inferior, lo que le daba una
expresión de inocencia que no pude notarle despierto. Me dejé
caer bajo las sábanas, con el vino pesándome todavía en las
sienes, y encendí por simple curiosidad el televisor. Un
noticiario en inglés anunciaba la aparición de una joven
muerta. La policía barruntaba que era una prostituta, y sería
la segunda que asesinaban en dos meses. No retuve otros
detalles porque enseguida quedé embelesado. Sería media
madrugada cuando tuve conciencia de que no dormía
profundamente. Era ese estado en el que ya se puede razonar
sobre las fantasías que segundos antes nos dominan por
completo. Entonces estiré las piernas y saqué los brazos de
bajo la frazada. Ese es el instante que identifico con el

108
comienzo del ruido: un orine cayendo con fuerza remota sobre
la porcelana de una taza, devuelto por la noche con claridad
engañosa. Un orine lozano, me dije, pero no tuve fuerzas para
incorporarme. O para desengañarme con la certeza de que
había estado alucinando. O de que eran ruidos provenientes
del televisor, todavía encendido.

Son los detalles nimios los que me ayudan a recordar que todo
fue cierto. Por ejemplo, tengo presente que Nihat me anunció
que pronto cambiaría su Toyota por un BMW. Fue al regreso,
al día siguiente, de un encuentro con sus amigos de Doğan
Kitap, una editorial que alardeaba de que pronto tendría en su
catálogo a los primeros escritores cubanos. Pero lo afirmaban,
como se dice, de dientes para afuera.
Contrario a las predicciones de Nihat, no llovió ese día.
Con uno o dos grados de temperatura, persistían algunos
montones de nieve en la explanada frente al Taxim Hill,
aunque en la calle era más fango que escarcha. Tuve la certeza
de que el fantasma de mi compatriota Virgilio Piñera no me
había abandonado cuando vi que Anna Skliar venía de frente
a nosotros, aunque pegada a las paredes, como protegiéndose
del vientecillo que soplaba de frente. Se detuvo a mirar por los

109
cristales de una cafetería vecina del hotel, y yo aproveché para
mostrársela a Nihat.
—Mira —sonreí—, esa es Karénina.
—Y yo que pensaba que no era más que una de tus
ficciones —se rió también mientras bajábamos del auto, y
enseguida se las arregló para ser notado por mi conocida. La
obsequió con una reverencia en la que creí ver algo de Las mil
y una noches.
Anna Skliar me recibió con mucha cortesía, como si en
realidad se alegrara de volverme a ver.
—¿Qué haces por mis predios? —le dije.
Le hizo gracia la pregunta, y respondió:
—Hoy almuerzo en tu hotel. Después tengo la tarde libre.
Comprendí que se trataba de algún almuerzo de trabajo. Y
también que con aquello de su tarde libre me invitaba a
invitarla. Así que almorzamos a unos metros uno del otro, ella
con dos hombres que gesticulaban con cierto recato, pero que,
por alguna razón daban a entender que les era imprescindible
gesticular, y yo con Nihat, que en el momento en que me
incorporaba me dijo algo sobre los hombres. Asentí camino a
la mesa de los postres, aunque en realidad no lo escuché. Pero
Anna Skliar se había dirigido a ella segundos antes, y sentí la
necesidad de acercármele. Coloqué un pastelillo en el plato
que ya ella sostenía y le dije que la esperaba abajo en una hora,

110
que algo en mí se encaprichaba en su compañía. Noté alguna
contrariedad en su modo de mirarme, pero aceptó. A las dos
entonces, musité. Está bien, dijo y puso ella otro pastelillo en
mi plato.

Tomamos un taxi frente al Taxim Hill —Anna Skliar era mi


cicerone— y fuimos hasta la parte antigua. Me contó que
conocía Estambul casi tan bien como a Moscú y yo fingí que
no le creía. En serio, dijo y se me quedó mirando. Pensé que
hacía mucho que no veía a una rusa decir En serio, y que todas
las que lo dicen ponen en esa frase tan pueril unas gotas de
sensualidad. Pero ya me tenía una observación.
—Eres el primer cubano que veo desde que se hundió el
socialismo —aseveró.
—Allá dijeron que se desmerengaba —apunté.
Me costó decirlo en su lengua, pero me comprendió.
Sonriendo todavía insistió en que jamás había vuelto a
conversar con un cubano, y me explicó que antes había tratado
a algunos. Lo decía a su manera, un tanto picante: —Mi padre,
que enseñaba en la universidad, llevaba a casa a sus alumnos.
Yo los observaba mientras bebían el té, impresionada por la
forma en que se empeñaban en ser escandalosos.

111
—Tampoco yo había visto a otra rusa —dije, pero no
conseguí esta vez que sonriera.
Salvamos los quinientos metros que hay de la Mezquita
Azul hasta Santa Sofía por unos adoquines que la nieve
tornaba jabonosos, y por dos veces tuvo que apoyarse en mi
brazo. Yo entonces ponía mi mano sobre la suya, dándole a
entender que me agradaba que se sostuviera de mí, y que me
hubiese gustado que no me soltara nunca más.
—¿Y cómo está Cuba? —dijo.
—Está, que ya es algo —respondí.
Continuamos rumbo a la catedral, y entonces le devolví la
pregunta.
—¿Y cómo está Rusia?
—¿No vienes de allá? —y sonrió.
—Apenas cambié de avión —precisé—. Unas horas en un
aeropuerto no significan nada.
—Creo que estamos igual —dijo—. Seguimos siendo
rusos. Bebiendo por cualquier cosa y masticando semillas de
girasol.
—Llegué a pensar que no sobrevivirían al cambio —se me
escapó.
—Lo mismo pensé yo de ustedes —y ahora no pude
precisar si ironizaba.

112
Pero sentí ganas de ser insolente. Si no fuéramos de donde
somos, declamé, si no hubieran pasado las cosas en la forma en
que pasaron, ¿estaríamos juntos ahora tú y yo filosofando sobre
la nieve? ¿Es lo mismo un cubano y una rusa que un chino y una
noruega?
Iba a explicarme algo, pero la interrumpí.
—No, escucha, si tu país emigra, ¿emigras tú? Si tu país se
excede a sí mismo, ¿te excede a ti?
Pero no estaba para acertijos. Su lógica era simple y
escondía de paso algo sexual.
—Solo veo a dos personas que se empeñan en conocerse.
No me he preguntado por la procedencia de ninguno.
La besé. Bruscamente al principio y después despacio, pues
no me oponía resistencia. Dejé que todo se resumiera en aquel
beso, que todo se debiera a él. Cuando nos separamos suspiró.
Un gato venía a nuestro encuentro. Era un animal sin dueño,
a juzgar por su pelo sucio, pero no parecía mal alimentado.
Nos dedicó una mirada amistosa y siguió su camino, con la
gran cola erguida. Anna Skliar parecía alegre con su aparición.
Míralo, dijo, es uno de los cientos que deambulan por esta
ciudad. Seguro que no sabe que está en Estambul.
Admití que tenía lógica. Añadió:
—¿No te gustaría no saber a dónde perteneces?

113
—Solo por un rato —contesté—. Soy un hombre de
prejuicios.

Otro detalle nimio: Anna Skliar llevaba al cuello un ojo turco,


especie de dije azul y negro, para atraer la buenaventura. No
se despojó de él mientras estuvo conmigo, por lo que ahora la
recuerdo así, con la medallita al cuello y la piel nívea alrededor
del vientre y aquellos senos bite-size, una impudicia en una
mujer tan alta como ella. Para halagarla, se lo repetí: No me
hubieras gustado tanto con tetas grandes. Estas, en cambio,
son como una identidad que viene del alma.
Estaba seria. Con las piernas levemente plegadas, vuelta
hacia mí la sombra del pubis rasurado, analizando mi frase.
—Sé que muy parecidas eran las de Anna Karénina —le
dije para completar mi idea.
Menos cerca del pathos, me explicó:
—También yo las disfruto. Y sé que si tuviera tetas más
grandes las besaría una mujer, no un caballero.
Pero era yo el que las besaba, el que comenzó luego a
mordisquearlas para que ella volviera a excitarse. Cuando la
supe dispuesta me incorporé y le dije:
—Méate.

114
No la tomó por sorpresa, pues se incorporó a su vez y
preguntó: ¿Aquí mismo? En la taza, precisé.
Era bella Anna Skliar mientras se iba en aquel orine
rumoroso sin acabar de sentarse, observándome entre
retadora y obediente, porque —me lo dijo cuando la escurría
con la palma de mi mano— que yo comparara sus senos con
los de Anna Karénina la había dotado de un arrojo que no
quería amordazar de ninguna manera. La abracé. Hundí la
cara en su cuello y dejé que su espalda tibia le hablara a mis
manos. Palpé sus breves caderas y le separé las nalgas para
martirizarme con el dibujo que me devolvía el espejo.
Entonces la oí decir:
—Ahora tú.
Lo intenté, pero no resultaba. Era apenas una risible
llovizna lo que levitaba sobre la taza, mientras ella me miraba
divertida, decepcionada quizás, porque había esperado —
necesitado más bien— verificar toda la presión de mi chorro
para salir de dudas.
—Para acabar de saber quién lo hizo aquella noche, si eras
tú o Nihat.
Dijo el nombre de mi anfitrión como si lo hubiese sabido
de toda la vida. Después, comenzando a vestirse, me explicó
que lo único que le había prohibido el turco era volver a
encontrarse conmigo. Que lo del avión fue, realmente, casual,

115
pero después Nihat se mostró más severo. No era un mal
hombre, comentó, aunque llevaba bien sus negocios. Nada de
mezclar una cosa con la otra. Nada de riesgos ni para él, ni
para ella.
—Aunque soy, según me ha dicho, la hetaira más culta de
Estambul.

¿No hay un cuento de Virgilio Piñera en el que un mancebo se


quita la vida sobre un puente, masticando fósforos en la
oscuridad? Comienzo a inferir que si Anna Skliar no hubiese
evocado ese otro cuento sobre el hijo de Diógenes, no hubiese
ocurrido lo que ocurrió, aunque después me he dicho que hay
momentos en los cuales el absurdo es lógico. Así de
excepcional. Limpiamente burlesco.
El día de mi partida noté desde la habitación un ajetreo
inusual sobre los andamios que mostraba la ventana. Algunos
hombres iban con lejana celeridad hacia la azotea, unos siete
u ocho pisos por encima de la calle, mientras otros desde
arriba parecían apremiarlos. Abajo había unos autos y un
grupo de personas que pronto comenzaría a crecer. Al poco
rato los hombres comenzaron a bajar un bulto por los
andamios. Se lo pasaban con mucho trabajo de unos brazos a
otros, con una lentitud que acabó por desesperarme, y sin

116
estar muy seguro todavía de lo que iba a encontrar afuera,
corrí hacia la calle. Cuando llegué todo lo cerca que me lo
permitían los uniformados que acordonaban el lugar, el
cuerpo venía ya por el segundo piso. Un policía atropelló el
inglés al explicarme:
—Solo sabemos que es una muchacha. Pero no lleva
identificación.
Cuando de vuelta al Taxim Hill pasaba cerca de la
recepción, me llamó un empleado para entregarme un papel
con una disculpa de Nihat. El turco se excusaba por tener que
ausentarse de improviso. Afirmaba que asuntos urgentes lo
hacían salir de la ciudad, tal vez con rumbo a Esmirna.

117
La egipcia y la beniana11
Claudio Ferrufino-Coqueugniot12

Un aficionado belga le sacó una foto desnuda con ánimo de


arte. Si la poseyó o no, está fuera de lo que me incumbe. Solo
sé que vino con el fastidio aquel de creerse más que nosotros,
y que con una Nikon en mano se convertía en artista singular.
La colonia nunca nos dejó, y el belga acumulaba culos
cochabambinos como para el record Guinness; culos, debo
decirlo, que nos estaban vedados a pesar de nuestras también
veleidades creativas. Cómo compararnos a un flamenco o un
valón si apenas despertábamos al sueño de creernos libres.
Quedaba la paja, esa inmisericorde compañera de los pobres.
Y en ella, la egipcia, porque era bella y lejana como árabe,
decorando arabescos de mil y una noches. La tenía ahí, virgen
desesperada en el altar de mis desmedidas lujuria y virilidad.

11
Del libro Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), de Claudio Ferrufino-
Coquegniot y Pablo Cerezal (3600, 2014).
12
Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960). Escritor boliviano que
trashuma la novela como la crítica literaria y los escritos políticos. Vive, casi por
tanto tiempo como vivió en su país, en los Estados Unidos. Detalle, dice,
insignificante en un arte que no respeta fronteras. Autor de libros de crónicas
(Ecléctica, El oro de las estrellas extinguidas, Madrid-Cochabamba) y novelas (El
señor don Rómulo, El exilio voluntario, Diario secreto, entre otras), ganador del
Premio Literario Casa de las Américas el año 2009 por El exilio voluntario y el
Premio Nacional de Novela de Alfaguara-Bolivia por Diario Secreto en 2011.
118
El miembro semejaba ariete espantoso y se ejercitaba ante un
espejo sin lucecitas de escena.
Cuando conocía a una mujer, seguro ya de haber sido
desvirgada, cosa que no importaba, tropezaba siempre con la
sombra del belga. Al menos tres que amé tenían mostrados los
pechos a la mediocre lente del tipo. Creían, sin embargo, que
las eternizó. Dónde están esas fotos, me pregunto, sin arte ni
magia. Pero no podía hablar de él, criticar su falta de talento.
No era Edward Weston, no, pero ellas eran más lindas que la
Modotti. Lo defendían a ultranza; cosa extraña, siempre me ha
pasado, feministas defendiendo a individuos carentes de todo,
moral en primer lugar, moral de mostrarse como eran.
Estaban, como perras, protegiéndolos de mí, que iba a ser, al
fin, quien las llevaría a la cama, y lloraría por todos los ojos
agua y esperma.
La egipcia perdía la mirada en lontananza. Seguía su vista
creyendo que miraba el cerro, pero no. Vivía en una segunda
dimensión, y cuando al fin la tuve cerca muchas veces sentí el
ridículo de estar acariciando un cuerpo celeste, de esos que
nunca serán putrefactos. Celeste pero marrón ya que su piel se
mimetizaba febril con la tierra. Y, a pesar de ese insomnio que
nunca entendí, de sus pupilas somnolientas, sentía sus jugos
al mis dedos tocar la vulva. La miraba debajo del vestido

119
amarillo, y el carmesí mojado nada tenía que ver con otros
mundos.
Tocaba, la besaba, chupaba sus teticas de pezón negro con
dos centímetros de sombra alrededor. Pero al arrastrarla
gentilmente al lecho siempre venía el No. Entonces, en casa,
frente al espejo con manchas de humedad, soñaba que la
penetraba y eyaculaba en ásperos papeles higiénicos que
tragaba el lavabo.
Era un sábado, no me equivoco, y me hallaba sentado en
un banco de la Facultad de Lenguas. Leía a Raymond Roussel.
Se acercó. Vi los jeans antes de levantar la mirada, sus piernas
de contorno firme. He leído el cuento con el que ganaste el
concurso, me dijo. Me gustaría bailar para ti una canción de
los Doors. La constancia pagaba, la insistencia, la obsesión. La
conocía toda, en una cascada rural, en nuestra primera salida,
se había desnudado y metido al agua helada. Quise
desvestirme y lo impidió. Tocarla, y lo impidió. Un beso, un
poco, una palma en la cadera húmeda. Una erección dolor de
cabeza.
¿Lo leíste? Sí. Bendita literatura. Lo que arrebatos de
macho no habían conseguido en meses parecía que las letras
lo traían en bandeja. Arcanos hechizos. Vamos, sugerí,
sabiendo que mis padres salían a esta hora de “día de Cancha”
y que volvían tarde oliendo a cebollas.

120
La metí al “cuarto rojo” (mis hermanos saben cuál es),
cerré la puerta y puse a Jim Morrison en el tocadiscos: L. A.
Woman, mujer de Los Ángeles. Tiró el jean; debajo llevaba
medias oscuras que le regalaron en París. Tiró el sostén
después de la blusa. Si habría chupado intermitentemente
como becerro esas tetas. Sentado en el sillón azul que
compramos en una maestranza del Cero, al sur de la ciudad,
acariciaba la carne con la bragueta abierta. Quedó en medias,
calzón también, y movía el cuerpo tratando inútilmente de
hallarle el ritmo. Puta, yo ni pensaba en Morrison y sus
cascadas cadencias. Quería penetrarla, tanto que apenas abrí
la camisa, bajé el pantalón hasta las rodillas, saqué el miembro
y desgarré las medias. Con esfuerzo quité el calzón,
forcejeando con sus pies medianos y oliváceos. El vello de su
sexo parecía brotar de una fuente y esparcirse a ambos
costados. Una fuerte línea negra al centro y volutas
desperdigadas hacia afuera. Ombligo no mayor que una
moneda de diez, irregular, mal cosido. Me perdí en detalles
con un lunar en la corva casi pintado. Me distraje, ese lunar no
era redondo sino ovalado, de superficie plana sin disgustantes
terrones. Los vellos brillaban; se diría que los remojó en aceite.
A la vez me puse a traducir mentalmente la letra de la canción,
contradiciéndome en la acepción de alguna palabra. Para
entonces mi miembro colgaba como liquen en el tendido

121
eléctrico. ¿Qué sucede?, inquirió la egipcia, y no supe qué
contestarle. En el momento en que se vestía, enojada, Jim
comenzó a cantar Jinetes en la tormenta y la dejé ir.
La beniana... Una noche en el Mirador, fiesta de chicha con
los Rolling Stones, Beatles y Doors, sentí que la amaba. No
había iluminación, vale como detalle de entorno, y la bebida
conseguida en Tupuraya no era de la mejor. Un solo casete
daba vueltas. En el lado A, los dos grupos ingleses, en el otro
los californianos, una y otra vez. A Álvaro Antezana se le cayó
el diente postizo en medio del baile y se arrastraba entre las
piernas buscándolo. La esposa de un actor famoso que salió a
tomar aire de eucaliptos quiso entablar conversación. Callé, le
agarré la mano y se la puse detrás del zipper. Sentí sus dedos
helados quemando una barra candente de acero. Huyó. Voló
como golondrina nocturna hacia los árboles y sollozaba hecha
un alma en pena. Volví a la fiesta. La egipcia bailaba agitando
los brazos. Miré hacia el rincón más oscuro. Ella, la beniana,
cuya piel tenía efluvios de noche, apenas se veía. Andaba
escondiéndose de su maestro de francés que habíale declarado
su amor. Miré y la deseé, arrancarle la camisa celeste a rayas.
Sudaba; el agua de su cuello se sumía entre los pechos con
destino incierto. Felizmente estaba oscuro y nadie podía
observar la desgracia de unos pantalones que no aguantaban
la presión de mi verga inflada.

122
Caí, ebrio, rompiéndome un canino. Me acurruqué para
despertar con los pájaros horneros marchando militarmente
sobre la barda. En el cuarto contiguo había un revoltijo de
piernas y nalgas velludas. Hans Bellmer, pensé, y abrí el
candado para irme.
“Pasaron meses, pasaron años”, dice la letra de un huayño.
No fue tanto. Algo, pero no tanto. Esperaba el micro D, a la
salida del correo para ir a casa. Ella, la beniana, apareció. Qué
haces, nada, y tú, nada. Lo típico. Qué hacemos entonces.
Vamos a Quillacollo, propongo, te llevaré a una chichería en
Villa Moderna, “La cholita milagrosa”, te gustará.
Qué piel oscura y linda, Dios mío, mientras miraba su
trasero subir las gradas porque le cedí el paso. Nueve de la
mañana, no más, u ocho. Era mi día de suerte. Con su amiga
egipcia seguíamos hablando, pero el fracaso de nuestro coito
aéreo la había molestado tanto que ya ni siquiera besos de
mejilla se permitían. Le pregunté por el lunar, si mantenía el
color. No contestó.
Visitamos a un amigo. Comimos chorizos con picante.
Jugamos rayuela. Entró la tarde. A las tres el amigo se fue y le
tomé la mano para llevarla hacia el norte, camino del cerro. En
una callecita lateral de tierra desvié. Seguimos la huella y en
un bosquecillo al lado del descampado me acosté. Hice que
tirara de mis pantalones y agachara su rostro hasta tan cerca

123
de mí que rompí su boca. Luego se desnudó. Tez de café
centroamericano. El pubis, de escasa cabellera, no resaltaba,
pero el cuerpo en su totalidad estaba bien, sabroso, un poco
magro y huesudo pero delicioso. Encima, ejercitaba taquiraris,
movía las caderas como un tiovivo. Eres mi segundo hombre,
confesó. El primero fue River, por River Plate; es fanático del
fútbol argentino. Y si cuentas esto, te mataré.
Nos frotamos con nuevas hojas de eucalipto para eliminar
el olor. Bajamos por la avenida principal de la Villa. Miramos
por si acaso dentro del local. La dueña, la cholita milagrosa,
nos dijo que el amigo regresó y se fue. En la plaza Bolívar
tomamos un colectivo hasta Cochabamba. No hablamos, o
poco. Nos despedimos con un beso de amigos y yo enfilé hacia
una casa donde una alemana esperaba sin ropa solo para
escuchar su confesión de que aquella tarde me engañó… con
el fotógrafo belga.
04/11/14

124
Yo, Claudio13
Alejandra Costamagna14

Le pidió que la acompañara, pero no le dijo adónde. Se


juntaron en la esquina de Morandé con Alameda, en una de
las entradas de la farmacia. Era domingo.
—¿A dónde vamos? —preguntó él.
—¿Quieres acompañarme? —respondió ella.
Subieron a una micro que cruzó Alameda y tomó Nataniel.
La micro iba casi vacía. Sólo viajaba una mujer en el primer
asiento. Tenía unas venas gruesas y moradas en los brazos:
parecían alambres incrustados bajo su piel. Claudia avanzó
hasta el fondo.
—¡Ven! —le gritó desde allá.
La micro saltaba como una coctelera. Bajaron a la altura
del hospital El Llano. Claudio la siguió con pasos decididos
hasta el hospital.
—¿Qué pasa? —le preguntó en la entrada.
13
Del libro Nadie nunca se acostumbra (Mantis, 2019).
14
Alejandra Costamagna Crivelli (Santiago, 1970), es escritora, doctora en
literatura y periodista. Publicó En voz baja (novela, 1996, con la que ganó los Juegos
Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (novela, 1998), Malas noches
(cuentos, 2000), Últimos fuegos (cuentos, 2005, con el que ganó el Premio Altazor
de ese año) y Nadie nunca se acostumbra (2019), a cargo de la editorial boliviana
Mantis, que reúne una selección de sus cuentos. Ganadora el año 2008 del Premio
Literario Anna Seghers al mejor autor latinoamericano del año.
125
—Nada, es mi mamá —dijo Claudia.
—¿No era que estaba muerta?
Ella levantó los hombros y soltó una palabra que más
pareció un soplido:
—Quizás.
—¿Quizás qué? —preguntó él.
—Quizás está muerta.

A Claudia la había conocido días atrás en el cine. Se sentaron


en asientos contiguos. Daban Alien, el regreso. Ella se reía
mucho. Él no sabía de qué se reía; para él la película no era
graciosa. Cuando encendieron las luces, le preguntó cómo se
llamaba.
—Claudia. ¿Y tú?
—Oh, yo también —se sorprendió él.
—¿Tú también te llamas Claudia?
—No, yo Claudio.
—Hay una pizzería que se llama así —comentó ella—: «Yo,
Claudio».
—¿En serio?
—Sí, pero nunca he ido.
Claudia dijo que trabajaba en el cine: era la boletera. Veía
metros y metros de cintas. Le gustaban sobre todo las de

126
ciencia ficción. Podía ver una película veinte, treinta o hasta
cuarenta veces. Alien, el regreso, por ejemplo, la había visto
veintiocho veces.
—Para mí —dijo mientras se levantaba de la butaca— ver
cine es mucho más importante que estudiar, porque una
siempre aprende cosas.
—¿Y qué has aprendido de Alien? —quiso saber él.
—Bah, eso es obvio: que no se puede confiar en nadie del
más allá.
—¿Y se puede confiar en alguien del más acá?
—Mmm… —balbuceó Claudia. Y zanjó—: Tienes razón, lo
que te enseña Alien es que no se puede confiar en nada ni en
nadie.
Esa noche fueron al restaurante Marco Polo. Más que un
restaurante, un boliche con olor a papas fritas. Ella pidió una
malta con huevo; él, una malta sola. Hacía calor, a pesar de la
hora. Claudia habló sintéticamente de su familia: su padre era
electricista de un circo colombiano y no vivía en Santiago; su
madre estaba muerta; no tenía hermanos.
—¿Y con quién vives? —preguntó él.
—Con mi tía —dijo ella. Y miró la hora. Y se tuvieron que
ir, porque la tía era estricta como un milico, según contó
Claudia esa noche.

127
Cinco días después la muchacha lo llamó por teléfono. Le
dijo «Hola, soy Claudia, la del cine, ¿te acuerdas?». Claudio no
tenía mucho que hacer. En febrero nunca tenía mucho que
hacer. Que lo dijera Paulina, si no. Paulina había sido su mujer
hasta el año anterior. Al final se había aburrido de lo que
llamaba el estado fatal de ocio de Claudio. Pero él no se
consideraba ningún ocioso. Era ayudante de dentista, y
ayudaba con muchísimo afán a sacar muelas, poner tapaduras,
hacer puentes, limpiar bocas que mejor ni se abrieran. El
problema, según él, era que a la gente ya no le importaban los
dientes. O no pagaban por ellos. O no al menos con los
dentistas que lo contrataban a él como ayudante. Y peor en
febrero. Era así: había temporadas y temporadas para el
trabajador dental. Naturalmente, eso Paulina nunca lo
entendió.
El día de la llamada telefónica, Claudio pasó a buscar a
Claudia al cine. Ella había vuelto a ver Alien, el regreso. Con
ésta sumaba treinta y cuatro veces. Apenas lo saludó, dijo:
—Lo de Alien no tiene nada que ver con la confianza,
¿sabes?
—¿Ah no? —preguntó él.
—No, pues… Lo que Alien te enseña en realidad es que el
bien está detrás del mal. Que nadie está libre, ¿entiendes?
—Ahá —mintió Claudio—. ¿Por qué no tomamos algo?

128
Y salieron del cine. Se metieron a un boliche luminoso de
la calle Puente. Dos maltas con huevo para ella, tres schop
negros para él. Claudia habló de una película japonesa que
había visto meses atrás. La protagonista era una japonesita con
cara de muñeca rusa, según ella, que tomaba una pastilla para
ir al futuro y se equivocaba y llegaba al pasado. En realidad
llegaba a un momento en que aún no existía el mundo.
Entonces la japonesa se sentaba en una roca («que era raro que
existiera porque el mundo todavía no existía», opinó Claudia)
y se ponía a pensar en lo terrible que era la nada. Claudio no
supo en qué terminaba la película, porque de golpe ella dijo
«Sorry, estoy súper mareada», y empezó a reírse. Claudio tuvo
la impresión de que esa risa era igual a la de Paulina, su ex
mujer: carcajadas agudas, semejantes al sonido de una
ocarina. Al rato, Claudia dejó de reírse y él la fue a dejar al
departamento de la tía. Vivía en la calle Catedral, cerca de
Matucana. Al despedirse, trató de besarla en la boca. Ella lo
separó con un movimiento brusco.
—Hey, hey, tranquiléin John Wein —le dijo.

La tercera vez que se vieron fue cuando ella le pidió que la


acompañara. Se juntaron en Morandé, en la entrada norte de
la farmacia, subieron a la micro, llegaron al hospital: y ahí

129
estaban ahora. En la recepción Claudia preguntó por Sonia
Vera Castro. «Está en la sala catorce», le informaron.
Caminaron en silencio hasta el ascensor.
—Entonces no estaba muerta —dijo él.
—Parece que no —respondió ella.
Bajaron del ascensor, recorrieron varios pasillos que eran
como laberintos y llegaron a la sala indicada. Claudio le
preguntó si prefería entrar sola. «No, por favor», le pidió la
muchacha. Como si en vez de hacerle una pregunta, él la
hubiera amenazado. La mujer que buscaba Claudia estaba al
fondo. Avanzaron hacia ella. Claudio la miró y pensó en una
gallina sin plumas. Volcada sobre unas sábanas lilas, medio
destapada, con el cuello lánguido hacia un lado y el estómago
hinchado. Tenía los ojos abiertos, pero parecía que no
estuviera del todo viva. La muchacha le agarró una mano y la
dejó caer como una hoja sobre el colchón.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Claudio.
Ella levantó los hombros y miró a la mujer.
—Quién sabe —respondió.
—¿Tú no lo sabes? —insistió él.
—No, no tengo idea.
Se quedaron callados, hasta que la enferma empezó a hacer
unos ruidos guturales, con la boca muy abierta. Claudio le
observó la dentadura: una hilera de dientes color crema, en

130
muy mal estado. «Trabajo arduo», pensó sin voluntad. Claudia
intentaba descifrar aquellos ruidos. Él no sabía bien qué hacer.
Miró hacia el velador común y vio un diario medio arrugado.
El titular decía: «Román es el único culpable». Iba a agarrar el
diario, pero en ese instante ella le pidió que la dejara sola. Por
favor. Y que le cuidara el bolso.
Claudio salió de la sala con el bolso en la mano. Se sentó
en un banquito de madera. Se preguntó qué estaría ocurriendo
allá dentro. Quizás la mujer se había puesto a hablar, ahora
que estaban a solas. Quizás Claudia veía esta escena como una
película; aprendía quizás qué lecciones de esa función privada.
Claudio miró el bolso. Sabía tan poco de ella, pensó, y sin
embargo tenía la impresión de conocerla hacía siglos. Dudó
antes de hacerlo, pero al final lo hizo: descorrió el cierre del
bolso y vio una libretita gris. La sacó. Se fijó que la caligrafía
era redonda, como de niño. Abrió una página cualquiera.
Decía: «Todas las películas del mes eran de terror atómico».
Más adelante escribía: «Película 1 / terror atómico», y se
largaba a contar la historia de un hombre que entraba a un
túnel y no podía salir. De a poco iba acostumbrándose a la vida
del túnel, y plantaba frutas y verduras, y hacía un jardín, y
luego vendía sus productos frescos y orgánicos a los viajantes,
que eran muchos y muy acaudalados, y al final se hacía rico y
nunca más salía del túnel, aunque ciertas mañanas, ya de viejo,

131
el hombre amanecía como descompuesto y sin voluntad. Ahí
terminaba la historia. Claudio supuso que no era una película
real. Tampoco le pareció que fuera de terror atómico. A menos
que Claudia entendiera algo distinto por terror atómico. De
golpe temió que ella volviera y lo pillara metido en sus cosas.
Guardó la libretita, cerró el bolso; esperó. Claudia regresó a la
media hora.
—Se murió —dijo.
—¿Tu mamá? —preguntó él.
—No era mi mamá.
Entonces Claudia habló. Dijo que le habían dicho que su
madre estaba viva. Se lo había dicho su tía esa mañana. Según
ella, además de estricta, la tía era una mentirosa compulsiva.
Dijo Claudia que dijo la tía que alguien dijo que habían
encontrado a una mujer de nombre Sonia Vera Castro por ahí;
que le habían avisado que ahora estaba en ese hospital, y
alguien debía reconocerla. La tía sugirió, le dijo Claudia a
Claudio, que debía ser su hija quien lo hiciera. Claudia no supo
entonces qué pensar. No recordaba haber visto a su madre ni
en fotografías. Si quiso ir al hospital, admitió mientras se
alejaban de la sala catorce, fue por curiosidad. Pero al ver a esa
mujer supo de inmediato que no podía ser su madre.

132
—No era mi mamá —insistió—. Estoy segura. Mi mamá se
debería parecer a mí, ¿no?... Ella no se parecía en nada, en
nada de nada.
Él creyó que debía responder algo.
—Eso es verdad —dijo.
Salieron del hospital y caminaron hasta el paradero de
micros. Claudio tuvo la impresión de que a ella se le habían
achicado los ojos: tenía cara de japonesa la muchacha; recién
entonces Claudio se dio cuenta. Podía pasar por hija de
japoneses si se lo proponía. Por hija de japoneses con cara de
muñeca rusa. Le preguntó si estaba triste. «Quién sabe», dijo
ella. Después encogió aun más los ojos, hasta que los cerró del
todo. Emitió una especie de soplido por la nariz, dejó el bolso
a un lado y se echó en el banquito del paradero, como una
lagartija. Eran las seis de la tarde, casi no había gente en la
calle.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.
—No sé —respondió Claudia.
Luego pareció quedarse dormida. Claudio tuvo ganas,
después se le quitaron, de agarrar el bolso y ojear la libretita.
En vez de eso, se puso a mirar los brazos delgados de la
muchacha. Se acordó de las venas gordas y moradas de la
mujer de la micro. Pensó en los brazos como palillos de la
mujer del hospital. Pensó en los dientes de la mujer que acaso

133
era la madre de Claudia; en su boca. Miró la boca de Claudia y
concluyó que no era tan distinta a la de su madre, si es que era
su madre. Y volvió a mirar la boca de Claudia, y entonces
imaginó que de un minuto a otro iba a abrir esa boca y él iba
a diagnosticar cuatro dientes picados y las encías inflamadas,
y acto seguido iba a besar esas encías hinchadas como bolsitas
de agua y esos dientes uno por uno, los picados y los sanos, y
al final la boca entera de la muchacha tendida aquella tarde en
el paradero de micros de la Gran Avenida. Pero ella no abría la
boca. Y él no dejaba de mirarla.
Recordó en ese instante la llamada de Claudia, esa
mañana. Enseguida le vino a la memoria otra llamada. Y otra
y otra y otra: Paulina, su madre, el ortodoncista, un paciente,
el portero del edificio. De pronto se le ocurrió que todas sus
llamadas telefónicas eran parte de una película. Claudia emitió
un soplido suave. Él aprovechó para darle unos golpecitos en
la espalda.
—Oye, Claudia…
—¿Qué pasa, qué pasa? —reaccionó ella.
—Nada, que podríamos movernos.
La muchacha abrió grandes los ojos, inmensos de un
minuto a otro, y dijo:
—Hey, relax Max.

134
A él le pareció que los ojos le habían crecido como una
nube atómica. Claudia bostezó, se arregló el pelo con las
manos y le pidió que la acompañara.
—¿Adónde?
Pero ella no quiso decirle adónde.

135
Los ojos de los pobres
Julián Fuks15

Porque no tiene sentido, o porque lo tiene y el sentido es


demasiado claro, demasiado transparente, demasiado
evidente, tan claro que su claridad ofusca la mirada, tan
transparente que su transparencia lo desvanece, tan evidente
que su evidencia ocupa esta madrugada entera, esta casa
entera, robándome el sueño y el calor de las sábanas. Porque
no tiene sentido es lo que escribo, y descubriéndome
equivocado descubro que me estoy tratando de eximir de algo,
redimir alguna culpa, ocultar una responsabilidad —y
resguardarme así del fracaso que anteveo en el futuro, del
fracaso que vislumbro en el presente, del fracaso que escruto
en el pasado. Porque no tiene sentido es lo que repito, y al
repetirlo gano conciencia de que no es la supuesta ausencia de
sentido lo que me incomoda, sino otra ausencia supuesta, la
ausencia decretada o autoimpuesta de lo que revele, de lo que
estampe, de lo que denuncie, de lo que impresione, de lo que
conmueva.
15
Julián Fuks (São Paulo, 1981), escritor de padres argentinos, nacido en Brasil.
Publicó la novela A resistência (2015), que le ha merecido varios de los más
prestigiosos premios de la lengua portuguesa (Oceanos Prize, Prêmio Jabuti por
novela del año y libro del año y el Premio José Saramago, todos por la novela A
resistência, el año 2016).
136
Debo decir, si voy a contarlo, que el episodio nada tiene de
remoto, nada de inexplicable, nada de absurdo, todo lo
contrario, es un episodio de los más obvios. Es su patente
obviedad lo que lo hace más hediondo —es por tan banal, tan
rutinario, ocurrencia trivial en cada urbe del mundo entero,
que adquiere un extraño status de atrocidad. No es que tenga
yo el derecho de usar esta palabra, no es que sea el mensajero
cierto de la atrocidad, yo que aquí me concedo el insomnio, el
silencio y la noche alta, yo entre paredes rígidas en mi cómodo
escritorio, bajo el foco de esta luz pálida que me baña los
brazos, esta luz que me lava las manos ávidas sobre el teclado.
Quiero hablar de la desgracia del mundo y temo acabar
hablando sólo de mi propia, tan pequeña desgracia.
Veníamos, si puedo contarlo, y si al contarlo no me arrogo
ninguna exclusividad, veníamos ella y yo deslizando por las
calles con los vidrios cerrados —ella, que ahora duerme en
nuestra cama en el cuarto de al lado, sé por la respiración que
resuena, quizás reviviendo esta misma escena imperiosa en la
insistencia habitual de sus sueños— deslizábamos, yo decía,
por las calles con los vidrios cerrados, y estábamos contentos,
éramos felices, veníamos ligeros, distraídos, soberbios. Nos
complacíamos con la más reciente adquisición para nuestra
casa, dos lindos sillones mullidos con que luego
amueblaríamos, amueblaremos, este mismo escritorio en que

137
ahora me encuentro, este espacio vago atravesado por
sombras que se alargan a mis espaldas. No nos habíamos
comprado, tal vez valga resaltar, un horno de microondas o un
lavavajillas automático, no nos habíamos comprado un
televisor u otro aparato tecnológico, ningún símbolo mayor de
la disipación dañosa, nada, hasta donde puedo ver, que
sugiriera tan de inmediato un consumismo inveterado. En los
sillones nos sentaríamos para leer, simplemente, lado a lado,
haciendo eco a citas interesantes, intercambiando
comentarios dispersos, gastando en esa paz doméstica las
largas tardes de sábado, hasta el anochecer, era lo que
divagábamos, por eso tal vez convendría conseguir también
una nueva lámpara, era lo que discutíamos, cuando la
ocurrencia surgió al acecho en el rojo del semáforo y sin tanto
querer interrumpió nuestro unísono diálogo.
Querría poder decir que lo primero que noté fueron sus
ojos, los ojos opacos de los que sufren, los ojos que esconden
el sufrimiento detrás de su opacidad, los ojos huérfanos de
todo brillo, de toda espera, de todo afecto —los ojos de
miserable. Sin embargo lo primero que noté fueron los pasos
tambaleantes que lo aproximaban, la inestabilidad de sus
piernas y brazos, el cuerpo cayendo hacia adelante, pie ante
pie, en choques irregulares. Por instinto, alguien dirá, pero
estoy cierto de que el instinto no tiene nada que ver con esta

138
historia, por instinto llevé la mano al botón correspondiente y
verifiqué si las puertas estaban trabadas, las trabé de nuevo,
compensando el acto audible de hostilidad con la apertura de
pocos centímetros de la ventana. Por esta grieta mezquina del
vidrio oscuro el hombre debe haberme visto palpando los
bolsillos, averiguando en patético teatro si no habría alguna
moneda improbable abandonada en el cenicero, en el cajón
entre los asientos, en el compartimiento interno de la puerta,
volviéndome hacia ella e indagando sin palabras si tendría
alguna cosa, retornando a él, ostentando mis palmas vacías y
blancas, alegando ahora: Perdón, no tenemos cambio.
Debe haber existido alguna vacilación en sus gestos, creo
que retrocedió un paso, estuvo a punto de dislocar la pesada
carga de su cuerpo escuálido hasta el próximo coche, de
extraviar así su existencia en el torbellino de hechos
inmemorables que componen cualquier gran ciudad. En vez
de eso, se detuvo allí por un mínimo instante, algo como
algunos segundos comprendidos en su relativa inmensidad, y
con el antebrazo izquierdo se amparó en el parabrisas, curvó
la columna, posicionó los labios junto a la brecha expuesta,
ocultando sus probables pupilas dilatadas, los iris coléricos
que yo no había observado. Fue en un susurro grave que él
expresó su voluntad, estas palabras sencillas que no quieren
tan pronto ser digitadas, que susurro de vuelta testando el

139
ritmo o el impacto, estas sí la cita haciendo eco en las paredes
del escritorio, entre los sillones aún ausentes: Pase con la
rueda encima de mi cabeza. Pase con la rueda encima de mi
cabeza, fue lo que él dijo una sola vez, y no era una orden, y
no era tortuosa retórica, yo estaba seguro, era un pedido
sincero en un momento de pleno desespero.
¿Cómo reaccionar, cómo responder a tal apelación, cómo
elegir en la infinidad de convenciones y frases hechas que la
cultura nos ofrece alguna réplica que se acomodara en mínima
medida a la situación asombrosa, al disparate? Si el hombre
apenas escucharía las palabras banales que le dijera, si ya se
retraía y se preparaba para marcharse sin más, si el mundo ya
se había ocupado de enseñarle con total elocuencia que
ningún pedido suyo, fuera el que fuera, jamás sería atendido.
Y si en ese incontenible instante, callado y ahogado en saliva,
tan solo me era posible clavar los dientes y simular en mi
mente aquella escena inaudita, por un segundo nada más, el
hombre estirándose en la acera, empapando sus trapos en el
agua sucia de la calle, pegando su oreja al piso, frunciendo las
cejas, y —a pesar de mí y de mis sentimientos, a pesar de ese
otro hombre sentado al volante y de la incertidumbre del pie
que acelera— aguardando la rueda que vendría a aplastarlo sin
piedad ni tristeza, la goma dura a desollarle la piel, derrapando
en su mejilla, el peso del coche montándose en su cráneo,

140
destruyendo sus huesos, el rostro deshaciéndose, los ojos
explotando por fin, por un segundo nada más, sesos
manchando el asfalto de gris y rojo.
Por un segundo nada más y ya no supe qué decir, devuelto
súbitamente al silencio de antes, a la paz terrible del presente.
Ella que ahora resuena en el cuarto de al lado también se había
enmudecido, y de un instante al otro habíamos perdido toda
alegría y toda ligereza, paralizados cuando algo debíamos
hacer, cerrados en nosotros mismos, rendidos a la inacción,
circunspectos. Con la mirada seguíamos a ese hombre que se
alejaba, volviendo a la vereda, apoyando el cuerpo en un muro
y, para nuestra sorpresa, aunque no había nada de
sorprendente, llevando las manos al rostro y cubriéndolo
entero, sus hombros subiendo y bajando, el hombre lavando
con lágrimas sus palmas abiertas, era lo que parecía, el pobre
llorando copiosamente.
Algo debíamos hacer, algo que postergara el final de la
escena, antes que la señal verde nos rindiera, antes que
fuéramos liberados y obsequiados con el olvido certero, para
seguir nuestro camino en la ignorancia bendita de los que se
creen inocentes. Hey, fue lo que dije, Hey, otra vez, y mientras
esperaba que reaccionara saqué del bolsillo la billetera y decidí
sin saberlo que sería generoso —que, en una absurda finanza
de los afectos, si antes yo no había pagado un real por su

141
tropiezo, ahora debía pagar por sus lágrimas al menos diez. Él
levantó el rostro deshecho y yo hice señas para que viniera,
convocándolo con un ríspido meneo de los dedos, y mientras
venía escudriñé la billetera en busca del billete cierto, pero no
lo encontré, solo tenía billetes más grandes ordenados
libremente. Apelé a ella para que lo resolviera, ella que quizás
ya sabía mi propósito, ella que debía mimetizar en su cuerpo
y mente cada uno de mis actos y pensamientos, porque éramos
o debíamos ser iguales o los mismos en circunstancias como
aquella, pero esto no lo pensé, cuanto a esto no me equivoqué
en ese momento. ¿Tienes diez?, le pedí, y ella lo negó con la
cabeza, exponiendo de nuevo sus delicadas palmas de
blancura incontestable. Debe haber existido alguna vacilación
en mis gestos, debo haber titubeado un instante, confieso,
como si buscara la imposible solución matemática para un
problema, y de lo imposible a la solución bastó un impulso de
largueza. Tome, trate de comer algo, fue lo que le dije, y sin
mucho arrepentirme forcejé entre sus dedos tensos un billete
de veinte.
Partimos, pero esta vez partir no nos proporcionó el alivio
habitual, no nos restituyó el frescor pretérito, esta vez pagar y
partir no nos exoneró de aquel peso. Íbamos mudos ahora por
la avenida cruzando la metrópoli indiferente, los dedos
apretando el volante, o la falda, o los muslos, los dientes

142
todavía clavados y los ojos vueltos siempre hacia adelante,
hacia el asfalto, sin ver un palmo más de lo que fuera
necesario. ¿Y si lo propio de los ojos no fuese mirar, sino llorar?
Esta pregunta no me sobrevino, pero, sin que lo viera, las
lágrimas ya empezaban a acumularse en mis párpados, a
humedecerme las córneas estériles desde hace tanto tiempo.
¿Y si su función mayor no fuese ver, sino implorar cuando las
palabras desaparecen, y doblar a los rígidos, y abatir a los
firmes, y conmover?
De la galería de rostros de mi memoria reciente yo trataba
de rescatar los ojos de ese hombre que se había quedado en el
semáforo de la calle tangente, los ojos opacos de los que
sufren, los ojos que esconden el sufrimiento detrás de su
opacidad, los ojos huérfanos de todo brillo, de toda espera, de
todo afecto —pero esto era lo que dictaban las palabras, esto
era lo que yo componía, tan solemne, o lo que dictan ahora
mis dedos inertes. No lo había mirado en los ojos, tapados
tantas veces, no había visto sus pupilas dilatadas, sus iris
coléricos, y ahora mis ojos querían tomar el lugar de los suyos,
concentrar la tensión de la escena, porque las lágrimas ya se
acumulaban en los párpados y yo no podía ceder. Para un
hombre —no lo pensaba, pero lo sentía ridículamente— hay
algo indecoroso en sucumbir a las lágrimas, llorar es siempre
una opción entre otras posibles, y la más apelativa, la más

143
histérica. Como si alguien que llora inventara las lágrimas en
ese mismo momento, y llorar fuera siempre un falseamiento,
una indecencia.
El sol del atardecer cruzaba el vidrio en ángulo oblicuo y
venía a incidir en mis retinas, incendiándolas para mi
desplacer. Yo no desviaba la mirada y evitaba al máximo volver
el rostro hacia ella, no quería que me viera abatido por ese
inestable sentimiento, y no decía nada por miedo a que la voz
se prendiera en la garganta, por recelo de perder el tono y
mostrarme débil, emotivo, complaciente. O era esto lo que
deseaba en mi intimidad, que ella intuyera mi conmoción tan
discreta, que se impresionara con mi humanidad
desvelándose una tarde cualquiera, en un paseo veloz entre los
edificios y sus tantas paredes —y por una mísera ocurrencia,
tan solo por la aparición demasiado común de un mendigo en
condición abyecta. Sí, era esto lo que yo anhelaba en un foro
secreto, ahora estoy seguro, ahora que este silencio mordaz
acusa con tanto estrépito la mentira conveniente: quería que
ella, sin ganar conciencia de la falsedad, o pasando por alto la
obvia indecencia, también se apiadara y se enterneciera,
conmigo o con la imagen del hombre que los minutos ya
empezaban a corroer.
¿Pero cómo llorar en ese momento, como dejar que ese
llanto suave me envolviera y garantizar que ella lo supiese, sin

144
inadvertidamente constreñirla? Llorar, yo había aprendido, es
siempre intimación a una complicidad contrahecha, es
siempre un pedido irrecusable de atención, una solicitación
estridente que, si ignorada o insatisfecha, no puede sino
revelar la insensibilidad ajena, su tan condenable frialdad.
Mirarla con mis ojos lavados de lágrimas sería obligarla a
acompañarme en la tristeza, sería forzarla a una
conmiseración involuntaria. Claro que su quietud persistente
podía significar que ella ya se había enternecido, que sus
sentimientos coincidían con los míos desde el comienzo, que
el episodio había alcanzado tal resonancia tanto en ella como
en mí —y en ese instante, así, podríamos en fin mirarnos uno
al otro y confrontar nuestra mutua condolencia, y consolar
nuestra bondad desvalida, y nutrir nuestra ansia común por
un mundo distinto. Pero no cabía la certeza. Ni espiándola por
el espejo conseguía asegurarme de que era mi cómplice, de
que nuestra emoción era la misma, de que era unísona
también nuestra mudez.
De cualquier modo, tal vez no necesitase de ella para
apreciar la belleza de aquella secuencia. Sí, la belleza, me daba
cuenta horrorizándome a destiempo. Yo mismo ya me
conmovía más conmigo mismo que con el maltrapillo de
figura evanescente, regocijándome con mi propia conmoción,
con mi propia empatía por el dolor ajeno, alegrándome de

145
entristecer, consolándome con mi propia tristeza. Después
percibía la incoherencia y todo se invertía de nuevo,
desaparecía todo regocijo, se deshacía la empatía en vanidad
inconsecuente, me embargaba la tristeza por la alegría, y la
culpa por el consuelo, y algunos segundos después se
convertía en consuelo la culpa por el consuelo y en alegría la
tristeza por la alegría. Estaba parado en un semáforo más
adelante cuando me di cuenta de que el asfalto ya no absorbía
mi interés, y que los ojos que yo contemplaba por el espejo no
eran los de ella, y sí los míos, ojos húmedos embebidos en
destemplanza, pero carentes de cualquier sufrimiento.
Yo no sufría; testigo del descalabro de nuestra ciudad y de
nuestro tiempo, no sufría ni siquiera cuando afrontado por la
extrema pobreza. No me quedaba otra opción sino
condenarme por la falsedad de mis ingenios, por entregarme
a tal insensatez, por la inmoralidad con que reaccionaba a una
escena de absoluta dureza, el dolor del otro, su miseria. Llorar
en una hora de esas, llorar inmerso en pensamientos tan
reprehensibles, ¡qué descarada voluptuosidad, cuánta
desfachatez! Y aún condenándome no me absolvía, pues
condenar mi llanto, avergonzarme, era cometer el peor de los
crímenes de esa noche que empezaba a nacer, peor que
imaginariamente pasar con la rueda encima de la cabeza de
aquél infeliz: condenar mi propio llanto era condenar también

146
su llanto, era denunciar su falsedad, su histeria, su indecencia,
era negarle el derecho a las lágrimas, a su cuerpo, a su libertad
de ser, era privarlo de su última propiedad.
Mañana llegan los sillones que encomendamos ese día,
tengo que despertarme temprano para recibirlos. Mañana
nuestra casa estará completa, o casi completa, pues no
volvimos a hablar de la necesidad de una lámpara, y a cada fin
de tarde estas mismas sombras cuidarán de alargarse por el
piso del escritorio, cubriendo la superficie de cada mueble y
de cada objeto. No podremos, así, quedarnos tirados en los
sillones hasta el anochecer, sosegados, impasibles, en la idílica
paz que construimos para nosotros mismos. Tal vez no
podamos descansar en ellos ni siquiera en la luz suave que se
proyecta por largas horas, todos los días, ventana adentro. No
tiene sentido, sé que no tiene sentido, pero sentados lado a
lado, absortos en la ardua tarea de distraernos, o abrigando las
mentes vacías en la blancura de nuestros libros abiertos, no
tiene sentido, pero tal vez no seamos capaces de levantar los
rostros y confrontar nuestros ojos tan despiertos.

147
Mengele y el amor16
Magela Baudoin17

“Y si prefieres aún te puedo


inyectar lo que tú y yo sabemos,
puedo hacer de tu cuerpo un
estuche de cristal”.
Klaus & Kinski.

El conserje alemán la besó. Era la primera vez en dos semanas,


desde que el hombre se estrenara como jefe de limpieza en el
hotel. Había sido un choque de labios torpe, que luego
aconteció mansamente. María lo dejó hacer, sin oponer las
dudas del pudor, tratando de leer las claves de aquel impulso
rudo y sorpresivo. Con algo de discernimiento apretó los

16
Cuento inédito cedido por la autora.
17
Magela Baudoin. Escritora y periodista boliviana, autora del libro de entrevistas
Mujeres de Costado (Plural 2010); de la novela El sonido de la H, con la que recibió
el Premio Nacional de Novela 2014 (Santillana-Bolivia); y del libro de cuentos La
composición de la sal (Plural 2014), que ganó el Premio Hispanoamericano de
Cuento Gabriel García Márquez (2015) y ha sido traducido al inglés, al portugués
y al árabe y editado en Colombia, México, Bolivia, Argentina, Perú, Chile, Ecuador,
España, Brasil, Egipto y Estados Unidos. Su último libro Vendrá la muerte y tendrá
sus ojos, todavía inédito, resultó finalista del VI Premio Ribera del Duero-Páginas
de Espuma en España (2020). Es directora de la revista de literatura boliviana El
Ansia y dirige junto a la escritora Giovanna Rivero la colección editorial Mantis,
que difunde el trabajo literario de escritoras de Hispanoamérica. Es fundadora del
Programa de Escritura Creativa de la Universidad Privada de Santa Cruz de la
Sierra (UPSA). Actualmente cursa un doctorado en Literatura y Lenguas
Romances en la Universidad de Oregon, EEUU.
148
párpados, como si se resistiera a la luz; y era que María no
podía creer que estuvieran donde estaban, en el despacho del
Señor, y no en el baño de alguna de las habitaciones del hotel.
Los abrió, sin embargo, después que él. Reducida por la
claridad glacial de su mirada, salió corriendo hacia los
cambiadores. Al rato, tras haberse calzado el uniforme, se
preguntó si debía seguir llamándolo “sir”. La respuesta era
obvia. A ella le habría gustado tanto decirle “amorcito
corazón”, cantársela al oído, abrazada a él, pero… ¿Y si me
echa?, despertó, con el sonido refinado del ascensor.

Arami, el hotel cinco estrellas tiene sus gracias,


escúchame. Si estuvieras aquí te pasearía, sin que el conserje te
viera, para mostrártelas. Yo sé que te gustaría todo: la alfombra
gorda, “imperial”, me han dicho que se llama; los espejos de piso
a techo, no esa macanita que teníamos en el cuarto; los suspiros
de azúcar, gratis, en grandes bolas de cristal; las luces como de
fiesta, sin que sea Navidad ni nada; y los ascensores, si vieras
los ascensores, Arami, tú nunca te subiste a nada igual,
muchacha…

María, que debía bajar piso por piso limpiando las


habitaciones, estaba segura de que el ascensor era la mayor de
las gracias del hotel. No por nada. Se le hacía pesado empujar

149
el carro atestado de toallas y de artículos de limpieza. Santo
Dios, ¡66 años son muchos años! Se le hacía pesado y no,
reconoció para sí misma. De qué iba a quejarse. Después de
todo, había cosas tan bonitas allí y ella había pasado tantas y
tan feas, que este trabajo estaba bien nomás, incluso en los
días en que el conserje la hacía llorar; aunque también, como
ahora, los días eran... ¡Ay! Estas dos últimas semanas habían
sido el cielo y el infierno, por igual. Era mejor ni pensar.
Al principio, cuando recién había comenzado en el hotel,
María llamaba el ascensor para bajar y hasta los botones le
resultaban elegantes porque eran planos y no de plástico sino
de metal. A María le parecían de pobre los botones redondos,
como los del edificio donde vivía; nunca faltaba un ocioso que
los quemaba y el plástico se iba curtiendo con el tiempo y la
suciedad. Si ella pudiera limpiarlos… Sí, como hacía en el
hotel, con todos esos productos que le daba el conserje, que
era alto y castaño, con ese inglés tan lleno de escombros que,
por más que ella le ponía atención, la hacía dudar.

Pero no es solo el hotel, Arami, lo que te gustaría; si pudieras


verlo con tus propios ojitos, sabrías a qué me refiero sin que te
lo dijera. Te recordaría a él, hermana. Es imposible verlo y no
acordarse. Habla idéntico, lo juro, como cuando tú le enseñabas
guaraní, allá en el pueblo.

150
El parecido era cierto. En otro tiempo y en otro país, Arami
le había enseñado a otro hombre las palabras del guaraní,
como si él fuera ciego. La muchacha gesticulaba, se ponía las
grandes, blancas y pesadas manos del alumno sobre los labios:
«Juro es boca», le decía. Él la empujaba hacia la mesa de metal,
le amarraba los brazos, le sujetaba la cabeza con firmeza
debajo de la luz, después acercaba el rostro tanto, tanto, que
las pestañas de ambos se chocaban.
María suspiró pensando otra vez en los botones: si ella
pudiera limpiarlos… Limpiar era un modo de arrasar la mugre
de su existencia. «¡Limpiar puede salvarte la vida!», le había
dicho tantísimas veces su hermana Arami, que era idéntica a
ella, gemela, salvo porque tenía un ojo verde y el otro celeste,
como un gato quesú: «Quesú es malo». Por eso, quién sabe,
María no hallaba nada más perfumado que el olor a lavandina.
Todo, hasta la sangre puede borrarse con lavandina, decía,
pero no el querer. Las manchas de las axilas en la ropa, sí; los
líquidos de otro cuerpo sobre tu piel, también… Eso lo
aprendió bien chica. Las mujeres pueden volver a oler a nuevo.
La memoria puede blanquearse en una ponchera llena de
lavazas. Una se mete entera, como la ropa sucia, se refriega y
no es más. Lástima que no se pueden hacer gárgaras con
lavandina. Una vez, en el pueblo, María había bebido

151
lavandina porque un hombre —aquel hombre— no la había
querido, no la prefirió nunca, así que terminó en el hospital,
con el esófago hecho jirones. «Muchacha dañina», fue lo
primero que escuchó cuando abrió los ojos. Era la voz de
Arami: «¡Dañina!».

No tenías de qué reprocharme, Arami. Tú menos que nadie.


Lo que yo quería era quitarme del medio. Haz tus cuentas, fue
antes, mucho antes de que él se fuera del pueblo. Antes de que
llegara toda esa gente enojada, preguntando, grabando,
tomando fotos. Era gente venida de lejos, Arami, gente que no
viste porque te echaste al monte cuando te diste cuenta de que
su adiós había sido para siempre.

Los botones del ascensor del hotel le gustaban, los recorría


con los dedos. ¡Lo liso es bello! El pelo lacio, el olor a recién
planchado de la tela, la cama recién tendida, el piso del
ascensor..., de mármol, tan claro y perfecto, por el que el
carrito rodaba más fácil que la camilla en el linóleo del
hospital. María también había trabajado en un hospital. Allí
los ascensores no eran modernos, no tenían música, ni
intercomunicadores para cuando se atascaban, ni tampoco
luz. Es decir, no esa luz del hotel cinco estrellas, que le parecía
a María de escenario y en donde no se le quedaba en la nariz

152
el olor a metal oxidado de la sangre. El ascensor, por lo demás,
era tan amplio que entraba el carrito sin aplastarla, dejándole
espacio para mirarse de cuerpo entero en los espejos que la
rodeaban. María elevó la cabeza y dejó que la luz del escenario
le bañara el rostro. Tenía tema con los escenarios o más bien
con cantar. Bajo la regadera o en el ascensor lo hacía. Bueno,
cantar, lo que se dice cantar, únicamente en el baño. En el
ascensor solo movía los labios. Es que alguien podía oírla, ¿no?
Y María cuidaba mucho su trabajo. Lo cuidaba ahora más que
nunca del conserje alemán, que le gustaba tanto y que, sin
embargo, no sabía cómo tratar.

Al pueblo llegó un día el hombre al que Arami y María


llamaron «tío Fritz». La gente decía, después de que huyó, que
pinchaba en los ojos, que había hervido niños, que tenía un
cementerio tras de su casa, que había venido de más allá del
mar y la guerra. Las muchachas no sabían por qué decían todo
eso, solo les constaba que sus manos eran pesadas, que era
médico y que sabía poner en tu cuerpo su semillita perfecta.
Arami le susurraba «rohayhu», que era mucho más que
querer, que era como decir «te amo», porque él la prefería a
ella antes que a María. Sería por los ojos de gato malo,
diabólico. «Arami, mi pedacito de cielo», le cantaba él y su

153
acento marcial hasta parecía un bolero. «Arami» era el
nombre que le habían puesto sus padres por esos ojos
dispares, que él miraba y volvía a mirar obsesivamente.
María todavía era muy guapa. Potra, le habían dicho desde
que se abrió paso en la pubertad. Una potranca mestiza y de
ojos negros. Frente al espejo se contoneó, afinó la cintura,
irguió la espalda, como si fuera todavía una muchacha. El
conserje le había puesto el ojo desde el primer día. Pensó otra
vez en el beso. Viejo nazi, picarón. “Nazi”, dijo de nuevo con
el candor melancólico de su ignorancia, como si se tratara de
un sobrenombre infantil, venido de un lugar remoto en la
memoria, de un cielo húmedo e infestado de mosquitos y
borracho de fruta podrida. El conserje revisaba las
habitaciones de María. El baño: Dirty, dirty, decía… Pero no
estaba sucio. Era solo para entrar y mirarla hacer y trabarla
contra el mesón de mármol y vaciarse en ella... María sabía que
era una excusa, que sus baños quedaban siempre impecables,
pero al mismo tiempo ese tonito… Nadie iba a humillarla.
Nadie. Pero se aguantaba porque tenía que cuidar su trabajo.
No le había sido fácil conseguir aquel empleo, después de
tantos años de ilegal. Lo cuidaba, incluso ahora, que ya tenía
hechos los papeles y no necesitaba aguantarse nada; se
aguantaba, ¿acaso igual que Arami?, a pesar de que la
enfurecía la forma como a veces el conserje pronunciaba su

154
nombre. Magrriiia, decía, con esa “ere” pasada por asco y que
no se sabía si era desprecio u otra cosa.

Si lo escucharas Arami, me sabrías aconsejar.

María se entristecía porque “María” era su nombre


artístico, querido. En sus años de cabaret se cambió el
«Panambi» de nacimiento por María. Cabaretera, sí, y a mucha
honra, aclaró con su envejecido garbo, no porque le tuviera
remilgos a la cama sino por razones artísticas. Qué puta sabe
cantar, ¿eh?, requirió y es que ella cantaba y había sido, en sus
tiempos, tan bella como María Félix. El mismo lunar, las
mismas cejas, dijo frente al espejo, aproximándose hasta
chocar el rostro con su reflejo. El lunar ya no lucía igual con la
piel arrugada. María se alejó y estiró con los dedos los pliegues
profundos de sus ojos. María como María Félix, pero nunca
como la Virgen. Dios me libre, qué carga, pensó. La luz del
ascensor la transportó, pudo verse sin uniforme y con un gran
escote, empujándose los senos hacia adelante, para que se le
notaran bien los latidos del corazón, después de cantar. Para
que él notara aquella palpitación y la invitara a la pista de
baile.
Pero él nunca lo hizo. Arami siempre estaba allí primero.
Igual que María, era de las más solicitadas en el cabaret, pero

155
a diferencia suya no cantaba. Su naturaleza era reservada y
salvaje. Tenía un pájaro en el esternón, un batir de alas recién
nacidas en el corazón huesudo y frágil. Andaba descalza por el
campo, abrazando el viento. Cielo, universo, relámpago,
llovizna. Se iba de la casa, se tendía en una mesa alta y helada,
se dejaba pinchar y luego: «Tío» aquí y «tío» allá. «Sabio», le
decía porque él había querido fundar un nuevo mundo, otra
naturaleza de futuro. Decía que él le arreglaría los ojos, que le
plantaría su semillita mejor. A María le vino un escalofrío, se
jaló el uniforme hacia abajo.

Dañina vos, Arami. Y mala: quesú. Te fuiste. Me dejaste


sola.

María elevó el rostro a los reflectores. Ahora el conserje es


solo para mí, dijo. Él me besó, no yo; puso su lengua en mi
boca, Arami. Recordó la tarde en que Arami habló. «Panambi,
déjamelo a mí. Vete a volar como una mariposa, Panambi», le
había suplicado su hermana porque pelear no era su
naturaleza. Ya no iban al cine juntas. Ya ni Pedro Infante, ni
Agustín Lara ni el propio Jorge Negrete, que se casó con María
Félix, le causaban gracia a Arami. «Es lindo», lloraba Aramí,
«déjamelo a mí».

156
¡Lindo nada!, Arami. ¡Ya, deja de llorar! Que no ves las
manos grandes, la cabeza cuadrada, la quijadita, los dientes de
conejo, ¿que no ves que es casado, que no sabe querer, que hasta
su propio hijo le dice “tío Fritz”?

Nada de eso importaba, María lo sabía, porque cada noche,


a la misma hora marcial, Fritz venía y sacaba a bailar a su
hermana. Daba vueltas con Arami, haciéndola volar un poco,
rozando la punta de sus pies con el piso. María cantaba para
él y él para Arami, en el oído: «Amorcito corazón». Semejante
tamaño de hombre, todo el mundo podía verlo, agachaba la
cabeza hacia el cuello de Arami, solo para escucharla decir:
«Sos lindo, ne porã». A cambio él le había dicho, la noche antes
de su partida: «Tu carne no es un mal pasajero, Arami. Eres
mía».
Marrriiia, where are you!, la voz del conserje, en ese inglés
inmaduro que la atormentaba... De dónde provenía, cómo era
que no lo había visto. Siempre ponía mucho cuidado de estar
completamente sola. Sacó la cabeza hacia afuera del ascensor
y nada; puso la oreja en el intercomunicador y nada; por un
segundo pensó que la voz provenía de la cámara del pasillo,
pero no… Marrriiia, se escuchó nuevamente en el walkie talkie
que había olvidado en el bolsillo de su uniforme. Respondió.
No la llamó a su despacho. El baño de la 205 estaba sucio.

157
María iba a sacar el carrito del ascensor para ir a su encuentro
y nuevamente se miró, pero esta vez bajo otra luz. Una agotada
y vacilante, bajo la que Arami se rompía en el grito de un
alumbramiento, acompañando la llegada de un niño de ojos
azules y muertos. «Añamby, hijo de diablo», había dicho la
partera y en María se sucedían las imágenes de la sangre, de la
mesa alta y fría, de los brazos de Arami púrpuras, tantas veces
ensayados… La lavaza sana, se dijo entonces y refregó a su
hermana con el mismo trapo con que se habría de lavar el
cuerpo posteriormente. Pero a María le tomó mucho sanarse;
volver a oler a nuevo. Salirse de ese cuerpo.

Roipota, Arami, te quiero. Cielo, universo, relámpago,


llovizna, repitió varias veces en un rezo que a la vez era un
exorcismo, sentada en la esquina del ascensor, con el carrito
atascado en la puerta, el walkie talkie llamándola y los brazos,
bajo los reflectores, hendidos de viejas promesas de gloria y
perfección.

158
El señor Karr,
o lo que es la figura abotargada del señor Karr, es encontrado
bajo un tumulto de dinero que el cajero no ha cesado de escupir
sobre el cadáver

Alejandro Morellón18

Nada más retirar su tarjeta del cajero al señor Karr le llegan,


procedentes del otro lado de la máquina, una serie de ruidos
indefinibles que lo confunden, chisporroteos metálicos que
dan la sensación de que aquello va a estallar en cualquier
momento, y que le ponen en situación de fuga y «yo no he
visto nada», como cuando el señor Karr es testigo de un robo,
de un accidente en carreteras poco transitadas, de una pelea
doméstica a la que habría que poner denuncia, de un perro
apaleado por unos chavales en el arrabal; en esa situación
parecida a la que se encuentra cuando ha gastado la última tira
de papel higiénico en la oficina, y no sabe si avisar o no al
servicio de limpieza, que al final acaba siendo que no, o
cuando hay un niño perdido en el supermercado y él prefiere
desentenderse, fingirse despistado, mirar a otro sitio, todo con
18
Alejandro Morellón (1985), creció en Mallorca donde aprendió a leer y a escribir.
Ha publicado los libros de relatos La noche en que caemos (Premio Fundación
Monteleón 2012), El estado natural de las cosas (Premio Hispanoamericano
Gabriel García Márquez 2017), y la novela Caballo sea la noche (Candaya, 2019).
Actualmente vive en Madrid.
159
tal de no hacerse cargo de la situación; ser, lo que se dice, un
hombre miserable. El señor Karr es de los que miran las cartas
al contrincante por el rabillo del ojo, de los que nunca dejan
propina, de los que acuden a los cumpleaños sin regalo, de los
que se alegran cuando otros sufren.
El cajero tiembla y se encienden de forma intermitente
todas las luces, y el señor Karr procede a marcharse sin avisar
a nadie, sin dejar constancia de su persona, no quiere estar allí
cuando la máquina empiece a arder y tenga que elegir entre
salir despavorido o llamar a los bomberos, al servicio técnico,
a la policía (sabe que escogería más bien lo primero y que
luego tendría una leve sensación de ruindad, muy leve, de
apenas unos minutos); pretende darse la vuelta y reemprender
la marcha cuando ve algo asomando por una de las ranuras del
cajero, muy despacio, cada movimiento acompañado de un
chirrido como de impresora vieja, y parece que sí, que lo que
sale es justo lo que parece: un billete de quinientos euros.

Epifanía.
(Del lat. epiphanīa, y este del gr. ἐπιφάνεια,
manifestación).
1. f. Manifestación, aparición.

160
El aire en torno al señor Karr se hace más denso, la luz se
intensifica, durante un segundo o dos le pitan los oídos.
Vuelve a fijarse en la máquina. Un centímetro tras otro se da
el milagro, el divino alumbramiento: va asomando, cada vez
con más presencia, el papel púrpura, y el señor Karr mira a
todos lados e inmediatamente se pone otra vez frente al cajero
automático para que nadie más lo vea, rezando para que
ninguno de los viandantes se haya dado cuenta de que hay
dinero de nadie saliendo de la ranura. Por un momento se
pregunta si ese dinero bien puede ser suyo en realidad, y se le
cambia la cara por la de un hombre desalentado, pero se dice
que no, ha retirado la tarjeta, lo recuerda perfectamente, el
dinero no es suyo, o no le pertenece, aunque ahora sí, ahora es
suyo si nadie lo reclama, y nadie va a reclamarlo, no hay
cámaras en ningún lugar, no habrá registro del error. Se llevará
el billete y ya está, será quinientos euros más rico, quizá invite
a alguien a cenar, con vino de Rioja y todo. Falta poco para que
el billete salga y él pueda cogerlo y darse a la fuga. Un par de
coches pasan despacio y él se pega más al cajero, como si
quisiera hacerle el amor, como si su cuerpo se sintiera atraído
por el calor de las máquinas, por el olor del dinero. Sale, por
fin, el billete, y el señor Karr lo agarra como si agarrara una
hebra de oro, apretando mucho los dedos en pinza para que el
papel no se vuele (pero no hace ni pizca de aire). Vuelve a

161
mirar hacia atrás y sonríe, tiene el billete y nadie le ha visto,
ahora lo más sensato es abandonar el sitio para que nadie del
banco venga a reclamar el dinero y se le acabe el milagro. Pero
no. El señor Karr, como ya hemos dicho, es un señor de baja
estofa moral, irremediablemente avaro, una de esas personas
que piensan en toda situación: «¿qué puedo sacar yo de todo
esto?». Se queda, espera para ver si se produce un segundo
milagro, se guarda rápidamente el billete en el bolsillo y
agudiza la vista, la dirige a la consabida y bendita ranura. Y sí,
ocurre, otra vez el ruido, cientos de resortes activándose
detrás de la pared: otro billete.
Al tercer billete el señor Karr, algo perturbado, empieza a
tener sudores fríos; se le contraen las manos de puro nervio y
unos cuantos espasmos le cruzan la cara (le hacen levantar la
ceja derecha y el labio superior sin control ninguno). Cada vez
que sale un billete, se sobresalta. Ha empezado a respirar al
compás del sonido del cajero. Abre y cierra las manos y cada
tres segundos gira el cuello rápido para mirar atrás, arriba, a
los dos lados; comprueba que no hay nadie, sonríe, pero la
sonrisa le dura más bien poco, vuelve a instalarse en él la duda,
¿le habrá visto alguien? ¿Será todo un desafortunado montaje?
¿Una cámara oculta? Solo de pensarlo se le agarrota el cuello.
Observa el nuevo billete púrpura (ya es el decimonoveno): es

162
verdadero y está liso, recién sacado del horno, a estrenar. Lo
dobla con cuidado y se lo mete en el bolsillo, junto a los otros.
Cada vez salen más deprisa y a él cada vez le cuesta más
esfuerzo doblarlos bien y metérselos en el bolsillo sin pliegues,
así que pronto acaba haciéndolo mal, los billetes empiezan a
abultar en sus bolsillos, ya casi no dan más de sí y cuando no
caben más se mete la camisa por dentro y empieza a deslizarse
los billetes por el cuello (nota el frescor del dinero en la piel,
la riqueza colándosele en el pecho hasta el cinturón). Pronto,
en menos de diez minutos, la camisa va cediendo, el señor
Karr se ensancha, se infla de billetes. Hace todo lo posible para
seguir el ritmo de la máquina, que ahora es más expeditivo, un
billete, otro, otro más, y el señor Karr se los encaja como
puede, bajo las axilas, dentro de los calzoncillos, en los
bolsillos traseros del pantalón. Maldice por no haber salido
con el carro de la compra. Se dice que podría irse y sentirse
satisfecho, pero no se va, cada vez con más sudor, con la cara
encendida del esfuerzo y los ojos estroboscópicos mirando los
siguientes quinientos euros. Ah, ya sabe, en los zapatos, bajo
las suelas, por dentro de los calcetines, en la ranura del culo, a
cada nueva idea se ríe y sus ojos brillan. Luego resopla, le caen
gotas de sudor por la frente y la espalda. Se están mojando los
billetes, piensa. ¿Hasta cuándo saldrán? ¿No sería mejor irse,
ahora que parece un muñeco hinchable? Ya no le caben más

163
en ningún sitio, ¿no? Sí, espera, en la boca; si abre mucho la
boca puede caberle un buen fajo de quince o veinte billetes,
eso son diez mil euros más, para el Rioja, tal vez un viaje, se
dice. Abre la boca todo lo que puede para meterse una nueva
tanda de billetes, dos, tres. Se oye un claxon a dos manzanas
de allí y el señor Karr pega un respingo, da un salto y vuelve a
encogérsele el cuello; por efecto del susto sus pulmones han
reaccionado aspirando lo más posible y uno de los billetes ha
sido, lo que se dice, succionado, hasta quedarse a medio
camino entre la garganta y la tráquea. El señor Karr boquea,
abre mucho los ojos, intenta toser y en ese intento se incrusta
más el billete y le obtura toda salida o entrada de aire. Los ojos
le lloran y empieza a ejecutar aspavientos para que alguien le
vea, pero no hay nadie. No hay nadie.

164
Tití
Virginia Gallardo19

Llevaba días sin comer nada. El calor la había inmovilizado. O


tal vez fuera el temor. Dicen que el miedo paraliza. ¿No le
estaría pasando eso? Tan difícil no podía ser encontrar
comida. Metida en esa cueva a oscuras todo el día no iba a
lograr nada. Se sentía protegida. Falsamente protegida, pero
protegida al fin, como los chicos que juegan a las escondidas y
se tapan los ojos pensando que nadie los puede ver. Un felino
no cabía en la cueva. Ni podía meter el hocico. Sin embargo sí
podían entrar ratas, víboras, arañas y hasta un escorpión.
¿Habría escorpiones en esa zona? Se había quedado dormida
casi sin darse cuenta cuando el cansancio venció a las voces
que habían vuelto a aparecer y le repetían las palabras que
creía haber dejado de oír siglos atrás. La oscuridad le daba la
sensación de haber detenido el tiempo. El hambre y la sed le
hacían pensar que había pasado varios días durmiendo. El
19
Virginia Gallardo (Buenos Aires, 1971) es escritora, socia editora de ClubCinco
Editores y gestora cultural. En 2011 obtuvo la primera mención en el Premio Casa
de las Américas con su libro de cuentos El Porvenir. Está a cargo de la agenda
cultural de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz y colabora en la
organización del Encuentro Internacional de Narrativa de la misma ciudad.
Estudió Economía en la Johannes Gutenberg Universität-Mainz, Alemania, país
donde residió diez años. Desde enero de 2019 vive en Santa Cruz, Bolivia.

165
sueño había sido reparador. Ya no tenía esos dolores en la
espalda y en las piernas. Se sentía renovada, como esos fines
de semana en su casa cuando hacía una cura de sueño porque
había trabajado o estudiado mucho. Pero esta vez no se
despertó en la comodidad de su hogar y además, estaba sola.
Sin pensarlo demasiado salió de la cueva. No sabía qué le
pesaba más, si el hambre, la sed o las ganas de hacer pis. Por
el momento no tenía otras necesidades fisiológicas que no
fueran aquellas, gracias a su organismo generoso que le daba
tiempo para adaptarse a las nuevas situaciones. Cuando se
casó estuvo dos meses sin liberar la opresión de sus intestinos
sucios e insensibles. Qué iba a pensar Juan Carlos si oía u olía
algo impropio de una delicada dama, de su “monita”. Era un
mecanismo de autodefensa, de supervivencia de la especie si
se quiere, que la ayudaba a mantener su delicadeza de mujer
inmaculada. Por aquellas vueltas de la vida en su familia la
llamaban monita o monito tití. Sus nueve hermanos
comenzaron a llamarla monito tití cuando era chica. Tal vez
por su pequeña estatura, por sus redondeces, por la tenue
sombra que aparecía por encima de sus labios formando un
incipiente bigote, por el tamaño de sus ojos, por su carácter
tímido y huidizo, por sus largos brazos en comparación con el
resto de su cuerpo o por su predilección por las frutas y los
insectos. Con el tiempo fue cambiando su aspecto a fuerza de

166
horas de peluquería, que incluían baños de crema, planchita
para el pelo, largas sesiones de depilación, moldeado de uñas
de pies y manos y emprolijado de cejas. El gimnasio, la dieta,
su gusto por la ropa cara y las consultas con la asesora de
imagen habían logrado otro tanto. ¿Hacía cuánto se había
depilado por última vez? La luz le hizo cerrar los ojos y taparse
con los brazos, necesitaba unas cortinas doble black out, como
las que le había instalado la decoradora en su cuarto, no
dejaban pasar nada de luz. El barro que sentía en las plantas
de los pies, le dio un poco de asco. ¡Qué habría ahí abajo! Algo
se movió en el suelo, pero prefirió pensar que no era nada, que
era el barro mismo que estaba cediendo. Escuchaba ruidos de
pájaros, de follaje en movimiento y otros no reconocibles.
Tenía miedo de abrir los ojos. Sintió un leve mareo y comenzó
a tambalearse. Se sentó lentamente sin ver nada, tanteando
con una mano la tierra mojada mientras mantenía la otra
tapando la claridad. Descansó la cabeza entre las rodillas.
Comenzó a recordar todo lo que había caminado, con ese calor
pegajoso y aplastante, haciendo a un lado la maleza como
podía, con los brazos, el cuerpo, lastimándose a veces la cara
con las ramas. Se acordó de sus ojotas. Las había perdido en el
camino. Pensándolo mejor el lodo en los pies no la disgustaba.
Por fin podía caminar descalza sin que le importara que se le
ensuciaran los pies. ¿Total, qué zapatos se iba a poner? No

167
tenía ninguno para arruinar con los pies sucios. Recorrió con
la mente el interior de su placard con los zapatos ordenados
por color y por tipo de taco. La satisfacía pensar que seguían
ahí, pero no los echó en falta. Esa liviandad de espíritu le
gustó. No tenía nada y no necesitaba nada. El miedo de perder
cosas no tenía sentido ya. Se acostó sobre el lodo, sintiendo el
barro en todo su cuerpo e intentó ver el vasto cielo celeste que
ella conocía, pero el espeso follaje, formado por varias capas
de árboles y arbustos inmensos de distintas alturas, no se lo
permitieron. Se desperezó moviendo piernas y brazos,
terminando de cubrir las partes de su cuerpo que no estaban
teñidas de marrón oscuro por el barro. Relajada como estaba
pudo contemplar esta vez la naturaleza a su alrededor, lo que
parecía un picaflor de un turquesa brillante sobrevolaba una
orquídea rosa, una de las pocas que se veían en la cercanía,
iluminada por un fino, casi imperceptible rayo de sol. Plantas,
árboles de distintos tamaños, de troncos finos, gruesos,
frondosos y pelados. Ella, retozando su cuerpo sobre el lodo,
era la reina de la selva.
El tronco era fino pero lo suficientemente fuerte para
soportar su peso. La corteza era suave al tacto, las ramas
parecían estar dispuestas para que su ascenso fuera agradable,
fácil. Una vez arriba se acomodó en un rincón casi confortable
y lleno de frutos. Nunca antes los había visto ni probado. Los

168
tomó y los probó así, sin más, sin que surgiera la necesidad de
preguntar al mozo sobre su nombre, origen, características
generales, enfermedades o alergias que podrían derivarse de
su consumo. Su color era anaranjado, sabían a maracuyá u otra
fruta exótica que había conocido en un viaje a Brasil. Comió y
comió hasta que se cansó. La rama sobre la que reposaba era
cómoda como para poder recostarse en un rincón junto al
tronco. Le agarró modorra después de la comilona. Entre
dormida y despierta se puso a contemplar a unas abejas
gigantes que revoloteaban a su alrededor. No se asustó como
le sucedía normalmente sino que en algún nivel de su
conciencia se sintió acompañada y contenta por esta
presencia. Para poder relajarse no necesitó de ningún ritual,
como lavarse los dientes, hacer buches con el líquido antiplaca
bacteriana, sacar los almohadones blancos para que no se
mancharan con la grasitud que podía desprenderse de su pelo
o dejar las pantuflas a cuarenta y cinco grados de su cama. Al
cabo de una media hora, durante la cual tal vez se durmiera
unos minutos o simplemente pusiera su mente en blanco, su
vientre comenzó a hacer unos ruidos graves y fuertes. Un aire
potente y distraído se liberó de sus entrañas haciéndola
sonrojar y sin embargo produciéndole un inmenso placer.
Recordó que estaba sola, que nadie la había oído, y que era
libre de exteriorizar cuantas corrientes desease. Fue entonces

169
que al primer aire inocente le siguió un estruendo y luego otro
más fuerte aún. Buscando más placer, se puso en cuclillas,
posición que le facilitó la tarea y que incluso la hizo avanzar
un paso más, bautizando las plantas y arbustos que se
encontraban debajo de ella. Tal era el éxtasis que sentía, que
no oyó los gritos agudos de los monos que la sorprendieron
ocupada. Lejos de asustarse, se vio aún más acompañada y se
les unió en las exclamaciones y aquello que parecían cánticos
de alegría y excitación. El sol se empezó a poner en el
horizonte y los ruidos de la jungla aumentaron en intensidad.
Siguió a sus nuevos compañeros de ruta que la guiaron hacia
un cómodo y seguro lecho, en las alturas, al resguardo de unos
árboles más altos. Antes de dormirse sus amigos la incluyeron
solícitamente en el ritual de sacarse los piojos y de acariciarse
los unos a los otros en la cabeza y la espalda. Uno a uno, los
miembros del grupo fueron cayendo en un profundo sueño.
Ella sonrió al pensar que no la encontrarían allí por más que
la buscaran día y noche. Además, hacía rato había dejado de
oír aquellas voces.

170
Morir matando20
Pablo Cerezal21

a Dennis Salazar.

Dennis me conduce a un nuevo local. Hoy sólo se ha retrasado


media hora. No he podido seguir el hilo de las andanzas que
me relató, a su llegada, y con las que pretendía excusar la
demora. No importa, ya lo tengo asumido, carácter
cochabambino, ahorita llego menos de cinco minutos estoy a
un par de cuadras, mientras mi paciencia se suicida en
compañía de los cigarros que apuro para intoxicar la espera.

20
Del libro Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), de Claudio Ferrufino-
Coquegniot y Pablo Cerezal (3600, 2014).
21
Pablo Cerezal (Madrid, 1972). Escritor y guionista. Ha publicado la novela Los
Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012), el diario poético Breve Historia del
Circo (Chamán Ediciones, 2017), el libro de crónica periodística Al-Maqhaa
(Ayuntamiento de Madrid, 2017), así como, junto a Claudio Ferrufino-
Coqueugniot, el volumen de crónicas urbanas Madrid-Cochabamba en Bolivia
(Editorial 3.600, 2014) y España (Lupercalia Ediciones, 2015). Ha participado en
numerosas antologías literarias como Erosionados, El descrédito y Lift Off, y firma
el prólogo de libros de Vicente Muñoz Álvarez y Javier Vayá, entre otros. Autor del
texto introductorio para la caja recopilatoria Canciones 87-17 (2018) de Enrique
Bunbury, y de las letras de tres temas incluidos en el disco La Xana (2020), de
Alvaro Suite. Asesor de guion en el documental Quinuera (2014), coguionista de
los documentales Madrid-Cochabamba (2015) y Geometría del esplendor (2016), y
colaborador en numerosos medios periodísticos, como Frontera D (España), La
Razón (Bolivia) y Red Marruecos (Marruecos). Mantiene los blogs Postales desde
el Hafa y Vislumbres de El Dorado.
171
Pero Dennis ya ha llegado. Hemos intercambiado besos y
abrazos, y nos dirigimos a un nuevo local en que podemos
comer algo y nos dejan llevar nuestra propia botella de vino,
así lo asegura.
¿Aranjuez o Campos de Solana? Siempre la misma
pregunta cuando mi respuesta es, invariablemente, idéntica:
me da lo mismo. Ambos son igual de venenosos. Ambos
disfrazan con su falso dulzor el agrio despertar del chaqui. Por
otra parte, lo que interesa en estos casos es que ambos tienen
un precio moderado. La casera escudriña nuestro calzado
desde detrás de los barrotes que mantienen a salvo de
intimidades y latrocinios los productos que abarrotan su
colmado de telarañas milenarias y faraónicas capas de polvo.
Mejor comprar dos botellas, a mí me quedan 30 bolivianos,
nos da para compartir una milanesa en un boliche que
conozco, de camino, son enormes, y las acompañan de fideo y
arroz, yo tengo 20 más, quizás podamos tomarnos una tercera
botella pues.
Caminamos la España sorteando manadas de féminas
semivestidas por el mal gusto de la provocación animal, flores
como caderas a punto de estallar en germinación de savia,
piernas como tallos febriles de regadío adolescente, escotes
desordenados por el guerrear de unos pechos que nacen a la
vida queriendo devorarla o dejándose devorar por ella y por el

172
primero que se acerque con propuesta de relación seria, eso sí.
Nada que objetar, pero nada que aprovechar. ¿Por qué tanta
lubricidad si luego sólo pretenden matrimonio? La respuesta
de Dennis es la habitual: silenciosa mirada en que sólo susurra
una sonrisa a medio hornear. Caminamos la España, ya digo,
a la hora en que los bares de copas comienzan a abrir sus
puertas a la jauría del mírame pero no me toques y los brindis
desorientados. Dennis confunde el camino un par de veces. Lo
normal. Nunca está seguro de recordar la dirección, pero no
importa, siempre acabamos llegando a destino, y el destino no
es trascendental en estos casos.
Cruzamos la Heroínas con su tráfago de grasas
recalentadas en los puestos callejeros de comida, la
coreografía urgente de las monedas danzando de mano en
mano con pretensiones de perder el paso en los bolsillos del
mercadeo y el despiste. Alrededor del edificio de Correos se
afanan los chavales que trabajan vendiendo libros
fotocopiados en alguna ciudad lejana del cercano Perú.
Desmantelan los chiringuitos, hacen recuento, piden a mamá
quedarse con unas monedas para un hotdog que les recupere
la infancia, por un instante, mientras la garra antipática del
cansancio les araña la mirada.
Se rumorea que está prohibido consumir alcohol en la vía
pública, como en las grandes metrópolis de Occidente, pero

173
Dennis ignora la prohibición. O decide infringirla para seguir
haciendo bandera de la idiosincrasia cochabambina: libre de
todo y todos, de normas y decencias, de convenciones y
buenos modales. Además, de ser cierto, ¿has visto algún
agente de la ley merodeando las calles a la busca y captura de
infractores de tal ley, amigo Pablo? En el único lugar en que
desembocan las redadas de la policía local es en los bares de
moda, bien entrada la noche, cuando pueden hacer recuento
de monedas extirpadas de los bolsillos de aquellos extranjeros
incautos que deciden pagar la coima antes de tener que pasar
la noche en comisaría. Y a esos lugares nosotros no vamos, ya
sabes, nunca llevo la documentación encima. A veces dudo si
realmente Dennis tiene documentación, como dudaba,
antaño, si era realmente boliviano.
Pues va a ser que no es por aquí. Y desenredamos calles ya
desvestidas del terciopelo sónico del mediodía, cuando la
ciudad es trinchera de compraventas y bullicios. Nos dirigimos
hacia la Plaza Sucre, por la Bolívar, creo que es poco antes de
llegar por la zona, es un café nuevo que ha abierto el antiguo
dueño del Caracol, eso me han dicho. Por el camino sorteamos
grupos de cholitas que esperan la llegada de familiares o
amigos que cargarán, en los maleteros de sus utilitarios, los
excedentes del día, todo lo no vendido que, aunque ya
caducado, podrá abrillantarse para la transacción del día

174
siguiente. Alguna que otra deja escapar, mientras dialoga con
su compañera más cercana, un murmullo de orines que
desemboca a los pies del grupo dibujando riberas de fetidez
sombría. Más de una bosteza, tumbada sobre un saco de
papas. Con éstas tendrías más posibilidades que con las
jovenzuelas de la España. Y la noche queda derrotada por su
puñetazo de risa tenue, una carcajada de juguete que apenas
llega a lamer los labios de Dennis, pero que logra iluminar los
senderos indígenas de su rostro. Sentido del humor
cochabambino: afilado pero discreto.
Llegamos al local. ¿En verdad, llegamos? No lo sé, no lo
recuerdo, ni falta que hace. Ahora todo da igual. Porque el
avión comienza a despegar del suelo sus garras de metal e
inercia, pierdo pie, comienza el traslado, la huida, el vuelo que
me ha de regresar a la ciudad que me vio nacer. Abandono esta
otra ciudad en que asistí a un nuevo nacimiento, y el valle de
Cochabamba me despide con su resquemor de aguacero
inmediato y polución inexacta. Sobrevolamos la ciudad. La
aeronave dirige rumbos y somnolencias hacia las autopistas
que los cielos usurparon al altiplano boliviano.
No es la primera vez que la mirada se me pierde por entre
el andamiaje de calamina, polución, borrachera y polvo del
callejero cochabambino, desde las alturas. Pero, tal vez, sí
pueda tratarse de la última ocasión. Así pareció certificarlo el

175
torvo funcionario de Migración, remedo paleto y chusco de
Chuck Norris (aún más), cuando estampó en mi pasaporte el
sello de salida obligatoria de Bolivia. Atrás quedó el
premeditado desmantelamiento de equipaje, la búsqueda
atroz de restos de marihuana en mis bolsillos (ya me la fumé
toda, ¡cretino!, y no era buena, ni siquiera eso), las
inquietantes preguntas sobre el verdadero origen de mi
vástago menor de un año, la inquina evidente hacia mi
incoloro color de piel española. Y atrás quedó también el trago
roto de vino agrio de la despedida, el abrazo demediado por la
urgencia, el beso que rompió, con su peso de nieve, la rama de
la cercanía. Atrás también, y lejos, más de dos años de intentar
comprender un mundo al que nunca llegué a pertenecer del
todo. Cochabamba me despide a la velocidad fulgurante de
una aeronave que me devuelve a ninguna parte.
Permanezco asomado a la ventanilla.
Cochabamba, corazón de la madre tierra, vociferan las
autoridades del estropicio populachero desde gigantografías
que ocultan al paseante las desdichas de edificios en
descomposición, propaganda asimilable por los cachorros de
la educación militar y nacionalista de una patria que nunca
existió, Plaza 14 de Septiembre, reverdecida en mugre por los
líquenes de un pasado que hay que borrar del subconsciente
ciudadano porque era colonización, invasión, exterminio, y

176
ahora, en los antaño primorosos artesonados de madera
conviven/malviven, en voraz ciclo de cama caliente, heces de
palomas, presupuestos dilapidados, tuberculosis
automovilísticas, sombras chinescas del orín exhibicionista
del weekend y la estulticia de los funcionarios del miedo y la
burocracia, todos juntos, en la misma plaza, secretarías
departamentales, Interpol, trámites migratorios, cámara de
cultura y demás verborreas oficialistas que pretenden dotar a
la Plaza 14 de Septiembre del esplendor que perdieron sus
edificios en la batalla del abandono y el mejor dejarlo para
mañana que hoy me da flojera. Todo ese caos que hice mío,
que como propio adopté y conocí y llegué a asimilar como
llevadero, me contempla ahora desde abajo, manoteando
calles como despedidas.
Cochabamba es una mano leprosa que me saluda con
desgana mientras, al albur de caprichosas nubes, se desprende
de sus dedos menesterosos: la Blanco Galindo extendiendo su
arritmia de tubos de escape desastrados y atropellos fugaces
para desembocar en la festividad profana de un Quillacollo
sobrepoblado y perverso salvo cuando la Virgen que nada
tiene de ello se adueña de la zona y balbucea Viva la Señora de
Urkupiña entre tragos y danzas, la América con su romería de
socavones y chavales que trabajan la calle con la inestabilidad
provocada por tres pelotas de trapo que lamen la brisa

177
queriendo captar en su acrobacia de hambre las monedas que
esquivan los bolsillos de los potentados, El Prado con su
peregrinar de almuerzos mal digeridos y familias de paseo en
domingo sin nubes ni felicidad, y el Cristo de la Concordia
abriendo sus brazos a una despedida que pretende ser
bienvenida, desde su tabernáculo de montaña artificial, con
aquel cartel en su interior, se ruega no orinar dentro de Cristo,
o algo así.
Cochabamba, corazón de la madre tierra, y sus habitantes
abandonan la terminal de autobuses, a lomos de flota con
volante mal calibrado, despidiendo a la ciudad con una salva
de bolsas de plástico y restos de comida lanzados desde las
ventanas para ir a posarse en el suelo que nunca limpiarán los
operarios de limpieza municipal que el municipio no está
dispuesto a pagar porque debe abonar el coste de las
gigantografías. Cochabamba, corazón de la madre tierra,
Pacha Mama y toda la fenomenología del engaño, éramos
felices cuando amábamos la tierra y Cristo no existía y ni
pensábamos en erigirle memoria de granito en lo alto de un
cerro para que dominase la ciudad, a sus habitantes y a las
hileras de excursionistas que hacen caso omiso a las
advertencias de poder sufrir robo o violencia si deciden subir
la ladera a pie y sin acompañante local.

178
La Heroínas, Circunvalación, Oquendo, Santa Cruz,
Ayacucho, todas ellas líneas de una mano que hoy se cierra
estrujando entre su piel de asfalto y piedra las vidas de una
muerta ciudad viva que sigue latiendo en la prosa fulgor y
milagro de Claudio, en la sonrisa bronce y duda de Dennis, en
el abrazo sincero y siempre de Cristian, en la efusividad cristal
y armonía de Ariel, en la locuacidad cómplice de Enrique, en
la promesa café con miel de la mirada de Ingrid, en los
estruendosos silencios de Brita, en la cariñosa timidez de
Grisel, en la belleza equilibrista de Scarlet, en el verbo
adolescente de Adalid, en los dedos color esperanza de Wayra,
en los labios de una estudiante que balbuceaba el fin de mes
antes de pronunciarme el deseo, en el tubo de pegamento
glotón de respiraciones infantiles que me entorpecían el
sueño, en la violencia impronunciable del macho arracimado
a la tutuma, en la verbena de verduras y escombros de los
mercados, en el devenir inexacto de un tiempo que me fue
regalado mientras desordenaba horarios desde el reloj
desgañitado de La Cancha.
Ahora todo es adiós y lejanía desde aquí, desde las alturas.
Parto con un presidio de contradicciones encarcelándome la
coherencia, y prefiero volver a aquella noche en que Dennis
me llevó a un nuevo local. Nada nuevo, por otra parte. Uno de
tantos cafés de espuma urgente y galleta desaliñada. Pero nos

179
dejaron beber nuestra segunda botella de vino. El vino sienta
bien después del café, sobre todo si no sabe a nada más que a
ebriedad sincera. Y me dejaban fumar en el interior del local,
y nadie protestaba. Porque en Cochabamba nadie se queja, lo
de los bloqueos es parafernalia política. En Cochabamba la
vida sigue sin que nadie le pare los pies, y yo, hoy, desde estas
alturas trasatlánticas, comprendo que tal vez de eso se trate la
vida. También comprendo que Dennis haya decidido volverse
al pueblo huyendo de esta ciudad que muerde y daña con la
intención de morir, como el terrorista suicida, llevándose a
unos cuantos por delante.
Sigo asomado a la ventanilla, hasta que Cochabamba se
convierte en lágrima de queroseno que llora esta aeronave
para enternecer el rostro férreo de la geografía boliviana.

180
La noche llegaba más tarde
Gabriel Mamani Magne22

1
La recuerdo con su polera negra —de los Rolling Stones, la
famosa lengua— y sus pantalones de hombre.
Se llamaba Helena. Helena Estéfani Álvarez Noriega. Era
venezolana, de Coro, y estaba en Río para estudiar una
maestría pero sobre todo para olvidar a una mujer. Cuando se
presentó frente a la clase, con un español abrasilerado (no
portuñol, porque no conocía nada del portugués, salvo los
saludos y el acento carioca), dijo que todo lo que se decía en
la tele sobre su país era cierto.
¿Y qué se dice de tu país?, preguntó el estudiante
uruguayo.
No jodas, chamo. Se nota que en la tele solo ves fútbol.
Me gustaba. No tanto su físico, sino su actitud. La primera
vez que almorzamos, me preguntó si yo había elegido ese corte
22
Gabriel Mamani Magne nació en La Paz, Bolivia, en 1987. Publicó la novela Seúl,
São Paulo (Premio Nacional de Novela 2019), además de numerosos textos breves,
entre los que destaca el relato «Por ahora soy el invierno» (Premio de Cuento
Franz Tamayo 2018). Hizo una maestría en Literatura Comparada en la
Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil. Ha sido ganador, entre otros, del
Premio Eduardo Abaroa en la categoría de periodismo cultural (2015) y del
Concurso de Cuento Adela Zamudio (2012). Es coadministrador del blog
www.babelicas.com¸ dedicado a narrativas de desplazamiento.
181
de pelo o si al peluquero se le había ido la mano.
Lo segundo, le dije con la boca llena.
Quería ser escritora. Se notaba; en clases no ponía
atención y en los descansos puteaba contra teóricos como
White o Barthes. Una tarde que estábamos especialmente
drogados, se lo pregunté:
¿Tú también escribes?
A veces, respondió. (Fue la primera vez que la vi
avergonzada).
Esa misma noche busqué su nombre en Internet y me
enteré que había publicado una novela y algunos poemas
repartidos en diversas antologías. Su libro se titulaba Todos los
ocasos se fundieron en mi alma y la referencia pessoana me
hizo pensar que se trataba de una caribeña atormentada que
había venido a Río a suicidarse, poéticamente, en la tierra en
la que se suponía que todos la pasaban bien.
Cuánto me equivocaba.
Helena resultó ser esa clase de mujeres que destruyen todo
a su paso. Una mujer-Godzilla a la que nadie sobrevivía salvo
los más fuertes o los muy hijos de puta. (Y yo no era ninguno
de los dos).
Nos hicimos amigos por Coetzee. Ambos habíamos leído
gran parte de su obra y teníamos el anhelo secreto de
encontrar en Brasil a la Melanie Issacs (la muchacha a la que

182
David Lurie deshonra en Desgracia) que cambiaría nuestras
vidas. Nunca la conocimos —ni tampoco a la Fermina Daza de
mis sueños, ni al Jean Valjean que acabaría con la soledad de
Helena— pero sí a lo más cercano a una Susan Sontag crespa
que tendríamos en nuestras vidas: Tayná Esteno.
La conocimos en una clase llamada, pretenciosamente,
Biopolítica, posmodernidad y blogósfera latinoamericana.
Tayná se sentaba en la primera fila. Tenía el pelo recogido,
lucía una blusa sin mangas, y entre intentar capturar los
momentos en que mostraba parte de su cara e imaginar qué
historias había detrás de esa silueta, qué manos, qué
fantasmas, la clase pasó volando y nuestros cuadernos
quedaron sin una sola palabra.
Cuando llegó la hora de salida, además de sedientos,
estábamos enamorados.

2
Había llegado a Brasil en marzo. Estaba ahí por una beca,
aunque en el fondo no me importaba estudiar. Lo que quería
era escribir. Tenía un libro de cuentos casi listo y comenzaba
una novela sobre un adolescente que, en una pelea, sin querer,
asesinaba a un ebrio.
Por lo demás, Río me rechazaba. Las brasileñas me
ignoraban, los comerciantes me veían la cara y los mosquitos

183
no me dejaban dormir. Mis compañeros decían que era
normal. Que era un derecho de piso que todos los extranjeros
debíamos pagar antes de acceder a los placeres cariocas. Pero
yo me lo tomaba como algo personal. En una clase
interminable de un profesor octogenario que odiaba a Dilma
Rousseff, escribí en mi diario: Tardé 25 años en darme cuenta
de que odiaba La Paz. A vos, RJ, te odio desde que el taxista del
me estafó 20 reales.
Helena, por su parte, tenía otra versión de la ciudad. Le
gustaba la música, la playa, la bunda brasileira, el feijoão: todo
lo que las agencias de viaje te venden en sus trípticos
hiperbólicos. Sin embargo, a diferencia de otros extranjeros,
su condición de venezolana escapada de la crisis hacía que
disfrutara todo con la misma intensidad de un alcohólico que
bebe su primera cerveza luego de meses de una rehabilitación
infructuosa.
Qué feliz se veía cuando salía de la farmacia con su paquete
de Kotex.
Pana, lo bueno de la crisis es que me ha enseñado a valorar
lo mínimo. Capaz a ti te hace falta un poco de sufrimiento no
imaginario.
Más de una vez creí que estaba enamorada de mí. Cuando
bebíamos, me desordenaba el pelo y me decía que tenía una
playlist con al menos diez canciones que podría dedicarme en

184
caso de que nos hiciéramos novios. Entonces apoyaba su
cabeza sobre mi hombro —estábamos fumados, el mundo
pasaba lento y las nubes me daban mil ideas— y no era difícil
imaginarla desnuda en mi cama, de espaldas, la melena larga
llegándole hasta las caderas: en mis fantasías, la venezolana
tenía el culo picado por los bichos y gritaba ¡papi! cada vez que
la penetraba.
Claro que todo eso se acabó cuando apareció Tayná. Como
a estas alturas ya no había secretos entre Helena y yo, no
tuvimos empacho en admitir que la brasileña se había
convertido en la principal inspiración de nuestras más
recientes pajas. Es más, ambos la habíamos descargado la
misma foto de su página de Facebook.
Helena sacó el celular del bolso. Me mostró una imagen, la
agrandó hasta que esta se hizo borrosa.
El culo brasileño, murmuró, Dios, el culo brasileño.

3
El día que tanto esperábamos tardó en llegar, pero llegó.
Tomábamos una casquinha en el pasto del campus cuando
Tayná se acercó sonriente. Nos preguntó si habíamos
conseguido el libro de Toni Negri que el profesor había pedido
que leyésemos para la próxima semana.
Não, respondimos al mismo tiempo.

185
Tayná dijo que lo tenía. Que con gusto nos lo prestaría.
Aprovechamos para pedirle su número, y creo que es aquí
donde en verdad comienza esta historia: tres días más tarde,
en uno de los corredores de la facultad, Helena y yo nos
sorprendimos caminando a toda prisa con la evidente
intención de llegar primero para ocupar el asiento que estaba
al lado de Tayná.
Gané yo, aunque en el fondo fue como si ambos
hubiésemos perdido. El aire acondicionado no funcionaba,
tenía la frente empapada de sudor, y con las ojeras producidas
por el insomnio de la noche anterior me sentía con la
confianza de un quinceañero con un grano gigantesco en la
punta de la nariz.
Bolivia 0 - Venezuela 0.
Con Tayná en el salón, nuestra amistad parecía tener los
días contados. No sucedió así. Además de Coetzee, nos unía la
extranjería. Y además de la extranjería, nos hermanaba el
hecho de que ambos escupíamos sobre esa gente que hacía de
la literatura una cuestión de teorías y congresos donde el
puterío de la academia se ufanaba de haber pisado la Sorbona
o de haber leído la obra completa de Heidegger en idioma
original. Otra cosa que nos aliaba era el español. Los otros
hispanohablantes en el programa eran un uruguayo pedante y
un chileno que quería cogerse a Helena a toda costa. Al

186
primero nadie lo aguantaba, mientras que al segundo sí, pero
sólo cuando no estaba drogado, cosa rara en él.
De modo que nos éramos necesarios: alguien debía tomar
las fotos del otro y ambos creíamos que el bastón para selfis
era algo propio de los subnormales.
En cierto sentido, la presencia de la brasileña modificó
nuestros hábitos. Si antes nos la pasábamos hablando sobre
cuál país era más inviable (si Bolivia con su silencio y racismo,
si Venezuela con su falta de luz y papel higiénico), ahora solo
hablábamos de mujeres. Y como era de esperarse, luego de
hacer algunas paradas de rutina en los cuerpos de siempre,
toda conversación se detenía en Tayná, la diseccionaba, se
embriagaba de ella: pronto nos dimos cuenta de que sabíamos
más de su vida que de nuestros respectivos temas de tesis.
El día que un compañero de aula me confirmó que Tayná
no tenía novio, le escribí un mensaje a Helena diciéndole que
teníamos que festejar. Aceptó sin dudarlo: tomó una barca y
en cuarenta minutos se apareció con su polera de los Rolling
Stones y la cara reluciente.
Nunca bebimos como esa noche. Estábamos en Lapa —
barrio fiestero— y más allá, en Maracanã, los juegos artificiales
anunciaban el inicio de las olimpiadas.

187
4
Brasil ardía. No por el calor, sino por el momento político que
atravesaba. Dilma Rousseff había sido alejada de la presidencia
por la derecha más repugnante que había visto en mi vida (y
eso que soy boliviano) y el país estaba dividido en dos.
Tan fuerte era la tensión ideológica que, por un instante,
pensé que Tayná pertenecía a ese grupo de conservadores que
apoyaba al golpe de estado. Los indicios, aunque pocos,
saltaban a la vista: Tayná vivía en Leblon, era evangélica, y una
vez la sorprendí leyendo un libro cuyos autores eran Robert
Kiyosaki y Donald Trump.
Debo admitir que, pese a mi decepción inicial, pensarla
reaccionaria no hizo otra cosa que ponerme más caliente. Se
lo conté a Helena. Si me la cojo, va a ser pa’ contagiarle la
revolución.
Por fortuna me equivocaba. Y saber que me equivocaba fue
como encontrar en un pantalón sucio un billete de cien reales
que se creía perdido en el piso de algún bar: el profesor
octogenario criticó el sistema de cuotas y Tayná lo refutó con
contundencia. El profesor hizo la réplica, pero ella contraatacó
parafraseando a Marx. Hablaba despacio, de forma elegante,
como si su lengua pisara un freno imaginario: poco carioca.
Citaba a Spivak y a Homi Bhabha, aunque en el fondo lo que
quería decir era viejo de mierda, lo que sucede es que usted

188
odia a los pobres.
Puesto que mi silencio era tan boliviano y la alegría de
Helena tan caribeña, en un principio, tuve que conformarme
con admirar a Tayná a la distancia y aprovechar nuestras
breves conversaciones en la parada de buses.
Te lleva el 485, ¿no?, dijo Tayná en un español tullido.
Sí.
A mí me recoge mi hermana.
Ok.
A Helena, en cambio, le sobraban las palabras. Fue por eso
que no me sorprendí cuando me contó que ella y la brasileña
habían ido al museo a ver una exposición.
Lo valioso de la cita: la minifalda de Tayná.
El dato de oro: la garota es bi.
¿Te lo contó?
No exactamente. Tuvo algunos novios, pero por ahí se dio
unos besitos con algunas mujeres.
¿Y eso la hace bi?
Chamo, tú también eres bi. Solo que no lo sabes.
Mientras Helena acumulaba más puntos en el campeonato
Tayná, yo me refugiaba en la novela en la que trabajaba. La
escribía a mano. En un cuaderno que había comprado en La
Paz. De hecho, escribí esta historia en esas hojas: fue lo único
que quedó de ese año, porque al poco tiempo me di cuenta de

189
que todo lo que había escrito era bosta y me deshice del
cuaderno, me amargué, bebí, bebí y me prometí que lo lograría
a la siguiente, a la siguiente.
Pero no todo fueron derrotas. La noche que Brasil jugaba
contra Alemania por el oro olímpico en fútbol, conocí una
chica que se llamaba —o le decían— Crica. Veíamos el partido
en un bar y ella me preguntó por qué Neymar jugaba si se
suponía que se trataba de la selección sub-23. Le expliqué que,
según el reglamento, cada equipo tenía derecho a convocar a
tres jugadores mayores de veintitrés años. Así rompimos el
hielo. Conversamos durante todo el partido. Y solo al final,
luego de que Brasil convirtiera el último penal y toda Lapa
estallara en cánticos que incluían insultos a los argentinos y
en especial a Maradona, me preguntó de dónde era:
Da Bolívia, respondí.
Legal, dijo ella. Bem-vindo ao Brasil.
Salimos del bar y caminamos sin rumbo. Cuando llegamos
a Cinêlandia, Crica se agachó y dijo que no se sentía bien.
Aproveché para abrazarla y nos sentamos en las graderías
del Palacio Legislativo. Me pidió que la acompañara a casa.
Frente a nosotros, una imitadora de Amy Winehouse
cantaba con una voz más gangosa que la original.

190
5
Creo que no he hablado suficiente de Tayná. Así que la
resumiré en tres palabras: crespa, ojiazul, flamenguista.
Sobre lo primero no hay mucho que decir, salvo el hecho
de que a veces se alisaba el pelo y cuando llegaba a la
universidad le decía a Helena que la envidaba por tener el
cabello así, lacio como pasto crecido. Lo ojiazul y
flamenguista, en tanto, orbitaba en una contradicción. Tayná
era rica. Y subrayo: históricamente rica. Su padre era
descendiente de daneses —de ahí los ojos azules— y según
sabía era dueño de una pequeña cadena de supermercados que
funcionaba en Minas Gerais. Para reducir esa carga —carga
que le impedía defender con autoridad al proletariado—
Tayná se apasionó por el Flamengo. O mejor dicho: se obligó
a apasionarse. Ser flamenguista era estar con las masas. Ser del
Flamengo era, en fin, demostrar que no era tan distinta al
rapaz que jugaba descalzo en la favela.
Cuando a los veinte años entró a la sala de su casa luciendo
una camiseta rojinegra, contaba, se sintió como la primera vez
que aspiró coca en el baño del colegio.

6
De modo que mi gran ventaja era el fútbol. No apoyaba al
Flamengo —de hecho era del Flu— pero Tayná no lo sabía.

191
...Y de hecho nunca lo supo: el flamenguismo que me
encargué de representar estaba tan bien dramatizado que
incluía todo el kit del tradicional fanático enfermo: llavero,
fondo de pantalla, aplicación de resultados deportivos,
temperamento de desquiciado, camiseta Adidas.
Helena, por fortuna, era beisbolera. Sabía lo que era un
jonrón pero no un off-side, se declaraba una pitcher de raza (y
no un volante de contención con aires de nueve, como yo), y
lo que para mí eran el Arsenal y el Borussia Dortmund para
ella eran los Yankees de Nueva York y los Boston Red Sox.
Fue así que, durante algunas semanas, tuve la oportunidad
de pasar un tiempo con Tayná sin que Helena se robara el
protagonismo. Nos hicimos compañeros de estadio —nada
sexual— y de la furia de la gradería pasamos a la bohemia de
la cantina. El alcohol modificó el estatuto de nuestra relación
—me acuerdo: el Flamengo había empatado con el
Palmeiras— y bastó una mirada para darnos cuenta de que
donde antes había habido una pared gruesa ahora solo existía
un vidrio rajado que uno de los dos, con un simple empujón,
podría quebrar.
Bolivia 1 - Venezuela 0.
Repetimos la hermenéutica dos veces más: estadio, bar,
borrachera, cama. Luego la intensidad amainó, y, por motivos
económicos, decidimos suprimir el protocolo futbolero e ir

192
directo a la acción.
Solo una vez me invitó a su casa. Era domingo y en la tele
pasaban el Fla-Flu. Ella sacaba las pipocas del microondas
cuando aparecieron sus padres. Se presentaron; les dije mi
nombre. Cuando me preguntaron de dónde era, Tayná se
apresuró a decir:
Do Chile.
Silencio.
Nuestra relación estaba hecha de esos silencios. Era una
felicidad clandestina, igual que en un cuento de Lispector, un
placer que no podía presumir, tesoro privado, como una selfi
con la torre Eiffel de fondo que no puedes compartir en las
redes sociales. No importaba. De a poco, los cuerpos se
memorizaban; Tayná se abría, se hacía terrenal: una vez le
descubrí un rastro de vello encima del labio, en otra ocasión
me contó que cada vez que iba al baño luego del almuerzo era
para provocarse vómitos. Ella, a su vez, me preguntaba por
Bolivia. Su interés era antropológico y no sentimental. ¿En tu
país hay Whatsapp? Me prometí que en navidad le regalaría
una foto ampliada de Equipetrol. Quería que supiera que
Bolivia era igual que cualquier país latinoamericano:
contradictorio, estúpido, avergonzado de sus raíces,
capitalista, experto (pero no exitoso) en fingirse blanco. Pero
ese día nunca llegaría: dos meses después yo aterrizaba en

193
Santa Cruz y ella esperaba un hijo de un italiano.
Una tarde, Helena llegó hasta nuestro punto de encuentro
montada en su bicicleta y cubierta por una capa amarilla para
protegerse de la lluvia. Me saludó como era su costumbre:
Jelou, garoto.
Lloviznaba. Estábamos en la plaza Mauá, cerca del puerto,
y a lo lejos Niterói ya había encendido sus luces. Helena sacó
algo de su mochila: un ejemplar de su novela.
Quiero que no le tengas piedad.
Nuestro ritual mandaba que, antes de entrar al bar,
hiciéramos algo cultural para poder emborracharnos con la
consciencia limpia. Helena, sin embargo, dijo que tenía una
reunión urgente en otro lado. Me dio un beso en la mejilla, se
cubrió con la capa y se fue como había llegado: fantasmal.
De noche, luego de leer las primeras diez páginas de su
novela, sentí que toda mi vida era una mentira.

7
La noche que Helena me contó que ella también tiraba con
Tayná, Bolivia jugaba con Brasil en Natal. Mirábamos el juego
en un bar de Botafogo, en plena playa, cerca de unas peruanas
bellas y bulliciosas. El primer gol llegó a los diez minutos:
Neymar. Media hora más tarde, Bolivia ya perdía por cuatro
goles de diferencia. En el entretiempo, Helena pidió un plato

194
de calabresa con papas fritas, mis favoritos. Me acuerdo: en
ese momento pensé que se trataba de un acto de piedad, algo
así como un analgésico para aliviar la hinchazón producida
por la goleada, pero me equivocaba: la comida no era un
remedio, sino una anestesia.
Al principio, las peruanas de la mesa de al lado no me
dejaron escuchar lo que Helena decía. Por eso le pedí que
hablara más fuerte y ella, casi gritando, dijo:
Me estoy cogiendo a Tayná.
En algún lugar recóndito de mi mente se proyectó la
hollywoodense escena del hombre sorprendido que escupe su
bebida en la cara de su interlocutor, y esa imagen, tan ridícula
como imposible, me hizo sonreír. Solo por decir, dije:
Me parece bien.
Helena quiso ahondar en el tema, pero yo se lo impedí. Le
hablé de una novela que estaba leyendo, de la última película
de Terrence Malick, de mi futuro viaje a Bolivia. Quería dar la
impresión de que era un hombre con experiencia en la vida,
que era un hombre de mundo. Qué pelotudez.
Al día siguiente, en la universidad, en una conferencia
sobre literatura angoleña, me sorprendí observando las
piernas de Tayná como si tratase de encontrar las huellas
dactilares de Helena. De repente, tal como lo había temido,
patinaba sin sentido sobre una rampa de imágenes que

195
desplazaba todo lo demás. Otra vez, como hacía pocos años,
el insomnio regresó a mi vida. Esa noche no dormí nada. Y la
siguiente tampoco. En total, fueron tres días en los que apenas
dormité unas tres horas. Falté a la universidad, no hablé con
nadie. Escribí un par de minicuentos de los que solo sobrevivió
una oración que creo que usaré para el título de algún libro:
El pasado tiene cuerpo de hembra.
Logré conciliar el sueño un viernes en el que me bebí siete
latas de cerveza Bohemia de una sola corrida. Soñé —lo
recuerdo bien— que el tatuaje de Virginia Woolf que Tayná
tenía en el brazo salía de su piel y caminaba, como Jesús, sobre
las aguas turbias de la bahía de Guanabara.
Mi relación con la brasileña, sin embargo, no cambió o
cambió muy poco. Aún nos veíamos los miércoles y viernes, y
las breves conversaciones sobre mi país mantenían su patente
esencia antropológica.
A veces, sobre todo los fines de semana, que eran los días
en los que más me sentía extranjero, los celos me traicionaban
y llamaba a Tayná con la intención de hacerla reflexionar en
caso de que estuviera a punto de coger con Helena. Cuando
no contestaba, sentía ganas de volver a mi país.

8
Primavera: la noche llegaba más tarde. En octubre, Helena

196
viajó a La Paz para un encuentro de poetas. El resto de la clase
viajamos a Vitória para un congreso de literatura comparada.
Helena nos alcanzaría a los pocos días.
Vitória resultó ser una ciudad limpia y con poca población
negra. No era fácil admitirlo, pero esa característica nos hizo
sentir más seguros. A medianoche, caminando por la calle de
los bares, el ser más oscuro (y peligroso) era yo.
Solo cogimos la primera noche: luego de eso, gracias a un
cearense que impresionó a Tayná con su trabajo sobre
fotografía y memoria histórica, cada quien vivió el viaje por su
propia cuenta.
El último día del congreso, Helena se apareció en uno de
los simposios sobre edición digital. Entró a mitad de una
disertación y el coordinador —un argentino que no hablaba ni
portugués ni portuñol, sino espanglish— le dijo que, por
respeto al disertante, ya no podía ingresar. Helena hizo como
que no lo oyó y se sentó a mi lado.
A la hora del almuerzo, tuve la impresión de que quería
decirme algo pero no se animaba. Supuse que tenía que ver
con su estadía en La Paz. Antes ya me había dicho que el
sorojchi le había jugado una mala pasada, que los bolivianos
le parecían demasiado tímidos y que en la Feria de El Alto le
habían ofrecido un feto de llama para curar las heridas de
amor: nada nuevo.

197
Estoy limpia, dijo al fin.
¿Traducción?
Que estoy sin plata. Vas a tener que prestarme algunos
reales.
No dijo por favor y tampoco esperé que lo hiciera. La Paz
le había costado más de lo planeado. Contó que había visitado
el lago Titicaca y que se había enviciado con la pasankalla. En
la Isla del Sol, dijo orgullosa, conocí a un canadiense. Cogimos
y al día si-guiente lo asaltaron al volver a su hotel. Le presté
cien dólares porque todavía tenía que hacer un par de paradas
en Perú antes de devolverse pa’ su casa.
Pucha, el polvo más caro de tu vida, dije.
No creas. Una vez tuve uno tan bueno que casi me mata.
Para no pagar otra cama en el hotel, Helena se hizo pasar
por una de las prostitutas que trabajaban en la calle siguiente.
El encargado, un capixaba enfermo por el Corinthians, al oír
la historia, me guiñó el ojo y contuvo la risa como la contienen
los niños pequeños cuando oyen una palabrota.
Al entrar, la habitación estaba vacía. Mi compañero de
cuarto era un italiano que creía que Bolivia estaba en
Centroamérica y que Pablo Escobar había nacido en La Paz.
También era un gran fumador de marihuana. Helena reparó
en eso apenas se lanzó sobre la cama:
Huele a porro.

198
De repente me sentí exhausto. Era como si todo el trajín
del viaje hubiese caído de golpe sobre mi cuerpo, y puede que
eso explique por qué no me excité cuando Helena se quitó el
pantalón y se levantó para acomodar las sábanas.
Una vez dentro de la cama, me dijo:
No te quites la ropa.
¿Cómo?
Si vamos a dormir juntos, vas a tener que acostarte con la
camisa y el pantalón puestos.
¿Por qué?
Porque es incómodo, coño.
Aunque me moría de calor, acepté.
Apagué la luz. Me metí a la cama.
Poco después, el italiano entró a la habitación haciendo un
barullo. Encendió la luz; lo acompañaba una mujer.
No vi a la chica, pero su voz me resultó familiar: elegante,
poco carioca. Helena y yo nos miramos aprovechando la línea
de luz que entraba por las fibras desgastadas de la sábana. Y,
antes de que cerrara sus ojos, su expresión me dijo todo lo que
quizás un día me confesaría en clave de poema o ficción.

199
Uno de nosotros
Luis Leante23

Alguien me contó una vez que al principio eran solo once o


doce los que pasaban el día en el parque. Llegaban por la
mañana, muy temprano, y estaban allí hasta que se hacía de
noche. Luego, cada uno se marchaba sin decir siquiera «hasta
mañana». Nadie sabía adónde iban los demás, ni si tenían
casa, o familia, o dormían debajo de un puente. Nadie
preguntaba. Cuando yo llegué eran ya treinta o cuarenta, me
parece. Nos conocíamos del confinamiento por la pandemia:
todos habíamos estado varios meses encerrados por la
cuarentena, hasta que abrieron las puertas de la residencia y
nos dijeron «podéis iros, venga, cada uno a su casa o a donde
le dé la gana, pero marchaos ya, sois libres». Y nos fuimos lo
más lejos posible de aquel lugar horrendo. Luego, sin saber
cómo, fuimos encontrándonos poco a poco en el parque.
Nunca hablábamos de nuestra vida ni de nada, pero sabíamos

23
Luis Leante (Caravaca de la Cruz, España, 1963). Novelista, dramaturgo y autor
de literatura juvenil. Ha publicado varios libros teatrales, de relatos y novelas entre
las que destacan: Mira si yo te querré (Alfaguara, 2007), La Luna Roja (Alfaguara,
2009), Cárceles imaginarias (Alfaguara, 2012) y Annobón (HarperCollins, 2017). Ha
ganado algunos premios Literarios, como el Premio Alfaguara (2007) y el Premio
Edebé de Literatura Juenvil (2016 y 2020). Su obra está traducida a más de veinte
idiomas.
200
los nombres de los demás, y eso ya era suficiente. Cada uno de
nosotros tenía su sitio en el parque: unos en los bancos, otros
en la zona de pic-nic, los demás cerca de la fuente y por la zona
de los setos. Nadie te asignaba un lugar: llegabas, te sentabas
donde no hubiera nadie y ese era tu sitio para siempre. A veces
te movías un poco, estirabas las piernas, ibas de un sitio a otro,
saludabas a los demás en la distancia, intercambiabas gestos
con la cabeza, como fórmulas aprendidas, y luego volvías a tu
sitio. El día que vinieron los policías y nos detuvieron éramos
casi un centenar, puede que más. Todos habíamos padecido
alguna enfermedad mental o éramos retrasados que nos
confinaron con los locos porque no sabían dónde meternos;
alunados, nos decían. La gente, por lo general, no sabe
distinguirnos
Algunas veces —muy pocas, eso es cierto— entraba en el
parque gente extraña, algún despistado, una pareja de novios,
unos viejitos que pretendían tomar el sol, gente de ese tipo
que perturbaba la paz y rompía el equilibrio. Inevitablemente
nos poníamos nerviosos. No les decíamos nada, ni les
gritábamos, ni salíamos huyendo; simplemente nos poníamos
nerviosos, eso lo notábamos al mirarnos desde lejos. Por lo
general, al cabo de un rato los extraños se marchaban, porque
el parque estaba sucio y nosotros olíamos francamente mal.
Cuando se iban nos tranquilizábamos y todo volvía a la

201
normalidad al cabo de un rato. Lo que más deseábamos era la
normalidad, la rutina, la ausencia de perturbaciones.
Pero un día entraron dos tipos vulgares y corrientes, ni
jóvenes ni viejos, y se sentaron en uno de los pocos bancos que
no estaban rotos o llenos de excrementos de paloma.
Enseguida tuve la premonición de que iban a traernos
problemas. Y no me equivoqué. Se pusieron a hablar, a fumar,
a comer pipas. Hablaban a gritos aunque no estaban
discutiendo; simplemente era su forma de hablar. Nosotros
nos mirábamos, nerviosos, como siempre que entraban
extraños al parque. Había que tener paciencia y confiar en que
se fueran pronto. Pero no se iban. Al cabo de dos horas seguían
allí, sin hacer nada, hablando de cosas absurdas, cotidianas, a
gritos. Se reían como si estuvieran fumados. De vez en cuando
nos miraban y era como si no nos vieran. Menos mal.
No recuerdo quién fue el primero. Eso da igual. Pudo haber
sido cualquiera, incluso yo mismo. Uno de nosotros se acercó
y empezó a gritarles que se fueran. Los dos extraños se
pusieron bravucones y se burlaron de él. Parecían muy
valientes, los dos contra uno. Luego se acercó otro de
nosotros, y un tercero, y un cuarto. Al final los rodeamos y
empezamos a darles patadas en las piernas. Uno de los
extraños cayó al suelo y no pudo levantarse. Ya no parecía tan
valiente. El otro intentó correr, pero tropezó y se dio con la

202
cabeza en el suelo. Lo pateamos hasta que nos dolieron los
pies. Después alguien cogió una piedra, puede que fuera yo, y
le partió la cabeza. Sonó como un melón que cae al suelo desde
un segundo piso, o un tercero, desde muy alto. Ya no se movió,
pero seguimos golpeándolo hasta que llegaron los policías con
sus uniformes y sus porras.
De todo lo que ocurrió ese día, lo más desconcertante y
terrible fue no saber quién había llamado a la policía.
Desconcertante, porque era la primera vez que pasaba. Y
terrible porque siempre tuvimos la sospecha, la firme
sospecha, de que había sido uno de nosotros.

203
Roto
Daniel Averanga Montiel24

Estoy roto desde el 2052.


Sucedió la noche en que nos topamos, en medio de un
camino de tierra, a una moribunda. Un corte separaba sus
caderas y piernas del resto de su cuerpo. Yo, que era el
responsable de la limpieza de caminos esa semana y seguía al
escuadrón a casi cien metros de distancia, decidí no
arrinconarla. La dejé allí a su suerte.
Aunque se veía como esas personas accidentadas que
sabían que iban a morir, ella seguía consciente y no lloraba.
Miraba al cielo con los ojos bien abiertos y la boca temblorosa.
Sus labios eran bonitos, muy bonitos a pesar de la sangre que
los manchaba.

24
Daniel Averanga Montiel (Cercado, Oruro, 1982), educador, corrector de estilo
y escritor residente en El Alto. Publicó La puerta (novela, 2016), Emma y los
cuadernos de investigación (novela, 2018) y Sepulcros abiertos (cuentos, 2018);
obtuvo, de manera consecutiva, menciones de honor y resultó finalista en
certámenes como el Nacional de cuento Franz Tamayo (2010, 2012, 2013, 2014), el
Nacional de microcuento Somos Bolivia (2011), el Plurinacional de cuento Adela
Zamudio (2016) y en el Premio Iberoamericano de cuento Julio Cortázar - Cuba
(2019); ganador del Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz de novela por La puerta
(2015) y Premio Municipal de historieta por la coautoría de Ser digno (2018). Da
charlas motivacionales sobre orientación vocacional a colegios fiscales y rurales de
La Paz, Cochabamba y Oruro, a su vez que participa plenamente en los sitios web
Puño y Letra, Inmediaciones y Eclipse rojo.
204
Cuando la hallaron, el jaqi mayor y mis compañeros
analizaron la posibilidad de ayudarla, pero como el daño se
veía irreversible, decidieron dejarla allí, lista para mí.
Lo primero que vi fue el azul de sus intestinos y el amarillo
de la grasa en sus órganos expuestos; ambos colores estaban
opacados por el polvo. Las huellas de mis compañeros
rodeaban las dos secciones de cuerpo como de pasada.
Ninguno pisó la sangre de la muchacha, esparcida como un
clavel bermellón hacia el oeste. Supuse que el corte había sido
violento, realizado sin misericordia, para asperjarse de
semejante modo. Quizá usaron una sierra eléctrica.
Decidí sacar fotos del cuerpo. Mis demás compañeros
habían hecho lo mismo para nuestros archivos y para engrosar
las pruebas contra Morató y sus soldados.
En el momento de acercarle la cámara (diecinueve años,
me lo decía la placa de identificación que le colgaba del
pecho), ella me miró.
Sus pupilas estaban dilatadas.
Me di cuenta que murmuraba.
Me acerqué para escucharla mejor.
¿La matriz está intacta?
Eso preguntó.
Me incomodé.

205
Revisé la otra mitad de su cuerpo. El pequeñísimo feto
estaba seccionado, como ella. Debía tener seis meses.
Era diminuto pero notorio, horriblemente notorio.
Me levanté. La miré. Hice que sus pupilas me vieran.
Negué con la cabeza.
La muchacha cerró los ojos y no los volvió a abrir.
En estas situaciones no hace falta decir más.
Di tres pasos al este, donde nos dirigíamos todos.
Escuché un llanto leve, delicado, como un accidente de
garganta cuando uno fuma mucho y de pronto resopla.
Un llanto delicado. Mínimo. Febril.
Justo como me imaginé que los fetos debían llorar en los
úteros de sus madres.
Volví y vi la abertura de las caderas.
El cuerpo del feto seguía allí, como lo había visto antes.
Me asusté.
No era común hallar cuerpos de mujeres que estaban
embarazadas. Casi siempre se las llevaban y aprovechaban a
sus bebés recién nacidos para sazonar sus dietas: un bebé tenía
mejor sabor que un adolescente o un adulto. Eso lo había
escuchado de los mismos soldados de Morató, antes de ser
ejecutados.
Me asusté mucho.

206
Sentí algo así como una mano gomosa y fría posándose
sobre mi cuello.
Era el temor, ese temor que se asocia a la oscuridad, a la
nada.
Rápidamente me alejé del cuerpo cercenado y alcancé a mi
escuadrón.
Mis compañeros preguntaron que por qué no había
arrinconado aquel cuerpo.
Está muerta y por allí no pasará nadie.
Ante esa respuesta, seguimos.
Me puse al lado de Villaró. Sus labios formaban una línea
lívida.
¿Seguro que está muerta? Preguntó.
Sí. Estoy seguro.
Los hombres de Morató la deshuesarán y filetearán.
Lo sé.
Y sabiéndolo, no la arrinconaste.
Sí. Sigamos.
Villaró era extrañamente atrayente, como pocas mujeres
que tuve el honor de conocer en la guerra contra Morató; pero
me miró con un aire de decepción y eso la transformó. Supe
que ya no me haría caso y que mi cuerpo y el suyo nunca más
se unirían en medio del frío de la noche.

207
Quise volver y arrinconar los restos de la cercenada, pero
no lo hice.
Los soldados de Morató la encontrarían y extraerían todo
de ella, hasta los huesos para hacer sus collares y manillas.
En esos tiempos, la única regla o ley que acataban los
soldados de Morató era la de respetar a todos los cadáveres
que se encontraran arrinconados en carreteras, avenidas o
caminos de tierra. No sé por qué él había ordenado a sus
hombres aquello desde el inicio de los conflictos, pero había
una suerte de admiración hacia los cadáveres que eran
atendidos de esa manera por los vivos.
Por ejemplo, en la llamada “Nueva noche de San Juan”,
cuando estos soldados hicieron explotar cerca de ochenta
surtidores de gasolina en la hoyada y casi treinta en todo El
Alto, Morató ya había adoctrinado a sus soldados para no
hacer nada a los muertos de las aceras.
Ah, pero a los cadáveres que estaban en medio de las calles
los desollaron y deshuesaron esa misma noche, y todo ante la
mirada incrédula y horrorizada de los civiles; las filmaciones
de sus celulares recorrieron el mundo y los organismos
internacionales intervinieron hasta que los bombardeos de
“pacificación” consolidaron aquel infierno.
Un infierno donde hasta uno muerto servía al enemigo...
Sangre, carne y huesos. Eso era lo que buscaban más.

208
Sangre para la sed. Carne para el hambre. Y huesos para
sus ornamentos bélicos.
Como esa noche Villaró no se abrazó a mi cuerpo, me
consolé con Fuentes, otra de las mujeres de mi escuadrón.
Desperté a las cuatro de la mañana, mi cara estaba hundida
en la raja de los senos de mi compañera y sentí de pronto que,
en cierto momento, me había roto.
Intenté no sentirme así, pero me fue imposible. Caminaba
con lentitud y sentía los fragmentos de lo que sea que se haya
roto en mi interior; corría y era como una alcancía de yeso que
guarda pedazos de algo que, sabe, era parte de su interior.
No le dije nada a nadie y, aquella mañana, al recibir
órdenes superiores, tuvimos que retroceder y pasar por donde
habíamos encontrado a la muchacha, pero ya no estaba, o
corrijo: estaba solo lo que no les sirvió de ella.
Su piel, sobre la tierra, cubría sus órganos (o al menos los
que no se podían comer): le habían extraído los huesos y los
músculos. Pero lo más terrible, es que también encontramos,
a unos cinco centímetros de los restos de la muchacha, a una
pequeña, diminuta alfombra de piel nueva que cubría órganos
a escala reducida, como una imitación patética de los restos
de su madre.

209
Villaró me miró con odio, sentí sus ojos en mi nuca por
mucho tiempo; ese día le tocaba a ella la limpieza de las calles
que peinábamos.
Y así me quedé.
Me rompí por dentro y lo sabía.
Y aún sé que lo sé.

***
Lo bonito de estar roto es que sabes que no tienes solución.
Vives consciente de eso, y por ello no le tienes miedo a
nada.
No sientes nada. No te pueden dañar.
Como todos saben, la guerra contra Morató terminó hace
poco. Lo ejecutaron lentamente, como todos lo pedimos.
Nadie protestó al ver las ejecuciones de sus aliados ni de sus
soldados.
Las madres no lloraron por sus hijos, los traicioneros.
Yo mismo no lloré ni mostré piedad cuando decapitaron a
mis hermanos biológicos.
Escupí en los cestos donde terminaron sus cabezas.

***
210
Hoy, vivo solo y siempre duermo de lado, como si esperara que
alguien esté en mi cama.
Me paralizo cuando percibo el aroma de la muchacha, ese
aroma a entrañas abiertas que me asalta a las dos o tres o
cuatro, casi todas las noches.
Vivo solo.
A pesar de mi condición de benemérito, de poder escoger
a cualquier mujer si prefiero para que me acompañe, porque
ese es mi premio: pensión vitalicia, poder cogerme a la mujer
que quiera, como hace Villaró al escoger varones aptos...
Pero yo no lo hago.
Estoy roto, y sé que estoy esperando la madrugada
indicada para irme de esta vida, esa madrugada que es como
las demás, pero será única en sí misma, porque sé que veré,
por fin, a los pies de mi cama, el rostro de ojos bonitos, de
labios sensuales, de la muchacha partida que dejé en medio de
esa calle de tierra, esa noche de 2052.
Deseo que esa madrugada suceda, y que ella me sonría y se
acerque y aproveche mi parálisis para preguntarme si su
matriz todavía está intacta.
Sé que solo ella podrá arreglarme.

211
Tengo un mal presentimiento
Arquímedes González Torres25

Escuché golpes en la puerta, pero me negaba a abandonar el


sillón en el que miraba la televisión. A la tercera vez,
comprendí que habían destrozado la paz de mi estancia
solitaria.
Era la esposa de mi amigo.
Se veía tensa.
Cargaba en brazos a su hijo de dos años quien era el diablo
personificado.
―Tengo un mal presentimiento ―anunció, entrando aún
sin decir buenas noches ni pedir permiso.
Se acomodó en una silla soltando al mocoso que comenzó
a hacer travesuras y destrozar cuanto había a su paso.
Su esposo había viajado esa mañana a Francia y estaría
unas doce horas en vuelo. Iba a unos seminarios sobre

25
Arquímedes González Torres, (1972) escritor nicaragüense. Libros publicados:
La muerte de Acuario, Qué sola estás Maité, Tengo un mal presentimiento,
Conduciendo a la salvaje Mercedes, El Fabuloso Blackwell, Dos hombres y una
pierna, Clases de natación y Como esperando abril. Reconocimientos: Finalista del
IV Certamen de Novela de Crímenes Medellín Negro, finalista del Premio
Internacional de Cuento La Felguera en España, ganador del Premio
Centroamericano de Novela Rogelio Sinán y ganador del II Premio
Centroamericano de Novela Corta de Honduras, entre otros reconocimientos.
212
administración de empresas. Yo mismo los trasladé en mi
vehículo al aeropuerto y me regresé a la ciudad con ella y el
niño ogro.
Su cara se desbordaba de angustia. Habló de pequeños
golpes en el corazón, jadeos respiratorios y un constante
pensamiento negativo que la mantenía nerviosa, sin embargo,
la mayoría de sus problemas eran por el niño regordete que
iba y venía por la sala, tomando el teléfono, el control remoto,
apagando y encendiendo el televisor, pidiendo agua, tirando
el vaso y yo, impaciente, contaba los segundos para que se
largaran pues estaba a la mitad de un documental sobre
Monet.
Ella insistía en llamar por teléfono a su marido. ¡Las
mujeres pueden ser tan tontas!
Le expliqué que no se podía porque estaban en pleno
vuelo.
Era mejor esperar.
Para relajarla, comenté riendo:
―Igual, si el aparato cae, te darán cien mil dólares de
indemnización.
Fue un mal chiste porque me miró con ojos de buitre.
Cambió de tema.
El niño se tomaba no sé cuántos biberones de leche al día,
compraban cuatro bolsas de pañales desechables para una

213
semana, estaba demasiado gordo para su edad, se había vuelto
adicto a la Coca Cola y, el médico, temiendo se volviera un
triglicérico y colesterótico obeso, lo había mandado a dieta. El
esposo había comprado un traje muy lindo para el cumpleaños
del niño y también le regaló al monstruito una cama en forma
de un automóvil.
Pero lo que mi amigo decía y que me lo guardaba, era que
estaba ahogado por las deudas. No podía vivir oyéndola
acusarlo de ‘avaro’ porque se oponía a más gastos. Entre tragos
de whisky, me confesaba que su deuda con las tarjetas de
crédito ascendía a quince mil dólares.
Yo trataba de no involucrarme, pero una vez le expresé mi
rechazo: ¿¡Estás loco!? ¡Te endeudás sólo para satisfacer las
rabietas de tu mujer!
Mientras platicaba con ella, el pequeño huracán revolvía,
iba y venía sin que yo pudiera tomarlo de los cabellos y
sentarlo de una vez para que dejara de joder.
Le dediqué miradas serias, la mamá observó mi rechazo, lo
tomó de la cintura y lo colocó en sus piernas.
El niño se agitaba, se retorcía, daba manotazos, la arañó en
la cara, la pateó y gritó como perdido en la selva. Ella amenazó
con dejarlo sin su Coca Cola de la noche.
¡Pobrecito!
El niño lloró como condenado.

214
Ella agregó que mi amigo había comprado casa nueva y
pronto se mudarían. Que era grande, tres cuartos, uno para
ellos, otro para ese demonio y, el último, para la empleada.
Describía una espaciosa cocina, un lindo jardín y una terraza
para pasar las tardes.
De pronto, recordó el tema que la había traído.
―No sé qué voy a hacer si le pasa algo…
Traté de consolarla explicándole que, según las
estadísticas, es más probable morir en un accidente de tránsito
que en percances aéreos y para hacerla olvidar su temor, le
ofrecí comida. Aceptó y me arrepentí de la invitación, pero ya
era tarde.
Preparé unos espaguetis con carne y ensalada.
Comí despacio oyendo el interminable y aburridísimo
relato de su diaria vida con el pequeño engendro que no
paraba de molestar.
Su plática era como una infinita vomitada.
Guardando mi enojo, miraba a la bola de carne que estaba
hipnotizado frente al televisor comiendo o más bien tragando
como un cerdo.
Se quedaron tres largas y tortuosas horas.
Ya me sentía cansado.
No soportaba a pequeños ciclones que no pueden ser
controlados por sus padres, me hastiaba el monólogo de su

215
fastidiosa vida y que no paraba de hablar como si se hubiera
comido un perico.
Pobre mi amigo.
Al fin, se fueron.
Miré una película comenzada. Casi me dormía y cambié a
la estación de noticias. Para asombro y horror, hablaban de un
accidente aéreo. Un avión se había estrellado cinco minutos
antes de aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Petrificado, escuché los primeros informes.
Según decían, la nave había estallado poco antes de caer y
los restos se habían esparcido en una pequeña población en
las afueras de París desatando incendios y matando a decenas
de moradores.
Calculé las horas.
Había una gran probabilidad que fuera el aparato en el que
viajaba mi amigo.
Me sentí mal por mi anterior burla.
―¡Oh Dios! ―solté, tomándome los cabellos.
Había un dato importante: presentaban el número del
vuelo.
Llamé por teléfono a las oficinas de la compañía.
Aseguraron no tener información. ¡Pero si está en las noticias!
Les grité, sin embargo, no obtuve más datos.

216
Pidieron que me calmara y aguardara a que se aclararan las
versiones. ¡Pero es mi amigo!, insistí.
En mi cabeza bailaba la terrible danza del remordimiento
por el comentario fúnebre que yo había hecho y me imaginaba
los reproches que me haría su esposa.
Esperé unas horas y la mujer apareció, esta vez sin el niño
que lo había dejado donde sus padres.
Lloraba.
Su cara estaba desfigurada por el dolor de la terrible noticia
y por la confirmación de su mal presagio.
La abracé, sentí su pecho jadeando y me entraron unas
horribles ganas de besarla y hacerle el amor.
La culpa embargó mi corazón y también lloré.
―¿Qué voy a hacer? ―preguntó convencida que su
marido y mi mejor amigo estaba muerto.
Traté de aliviarla, pero no almacenaba palabras para esto.
Contó que hacía poco la habían contactado de la aerolínea
para comunicarle que el avión en el que viajaba su esposo
estaba ‘desaparecido’.
Fuimos al aeropuerto en mi automóvil y en el camino, ella
me preguntó quejumbrosa:
―¿Cuánto dinero dijiste que daban?…

217
Carne de subasta
Pedro Novoa26

“El juego está arreglado, naturalmente.


Pero no te detengas por eso.”
Robert Heinlein.

I
El taxi ha cruzado el centro de la ciudad, rasante y veloz como
una ojiva nuclear, se ha detenido en una esquina prohibida y
tú, aún con la estática a flor de piel, le has pagado al taxista,
has bajado del auto y cotejado la hora, todo en un solo
movimiento: la cara endurecida por el frío, los ojos rojos, la
lengua pegoteada en el paladar. Caminas por las delgadas
aceras del Cusco y piensas en el Guajolote y su clan sureño: Ya
verían esas pinches ratas, le rajarías la mismísima madre en su
propia tierra. A mí con chingaderas de aquí o de allá. Esta vez
no se te adelantarían…

26
Pedro Novoa (Lima, 1974) ganó el Premio Horacio de Novela por Seis metros de
soga (Altazor 2012) y el Premio Internacional de Novela Corta Mario Vargas Llosa
por Maestra vida (Alfaguara, 2012). Publicó Cacería de espejismos (Fondo UCV,
2013), Tu mitad animal (Fondo UCV, 2014), y El aleteo azul de la mariposa (Fondo
UCV, 2015). Fue finalista en el Premio Herralde 2014 con la novela La sinfonía de
la destrucción (Planeta, 2017). Ganó el primer lugar en el Concurso de las 1000
Palabras de la revista CARETAS por la historia corta Inmersión, que fue traducida
al inglés (The Dive, traducido por George Henson), la cual fue publicada en The
Guardian.
218
Cruzas un pasaje, contemplas los muros incaicos, su
empedrado geométricamente encajado, sin fisuras, sin error.
Guajolote puto, no debió llevarse la Gran Venus de
Guanajuato ese día que ya la tenías prácticamente en tus
manos. Y luego de unos años, después de haber vendido el
bultito a los franchutes, venir a restregártelo en la cara con sus
acostumbrados mensajitos de texto, el muy culero. Y eso de
que todos somos carne de subasta, que tarde o temprano
terminamos vendidos al mejor postor, qué uno es así, que uno
es asá, que todo depende del martillero que está allá arriba,
que no te enmules, que Jalisco no te rajes. Pen-de-jo, ahora vas
a tener tu Jalisco, pero bien dentro: ¡enterito y bien chingón!
Resoplas, todavía no te acondicionas del todo a estos
nuevos aires peruanos. Llevas la atmósfera atascada en los
pulmones, un desayuno mal digerido y toda la noche del vuelo
sin dormir: lo que era el pinche jet lag. Ganas unos metros y
buscas el bar donde tenías que llegar: ¿cómo se llamaba?
Sigues avanzando media cuadra más y abordas a un poblador
que esperaba su bus en un paradero: Buenos días, carnal, estoy
buscando el bar Pututos, Kututus o algo parecido. El poblador
te mira con esa mezcla de pena y apremio que inspiran los
turistas recién llegados. Dirá Ukukus, te corrige, es el que está
a media cuadra, aquicito nomás, ¿lo ve? Te señala con un dedo
elocuente, didáctico, es el letrero que destaca entre todos, el

219
único que tiene luces de neón. Y tú (¡qué poca madre!),
sonriente, avergonzado, que sí lo veía, que muy amable y vaya
qué ciego estaba para no haberlo visto a la primera.
Cruzas la pista y llegas al bar.
En la puerta te recibe el vigilante vip, un orangután
enorme de rostro aburrido que se agacha, te palmotea los
tobillos, las pantorrillas, va subiendo y te estruja el culo, la
espalda, los sobacos y está limpio, le dice al intercomunicador
que tiene colgado al lado izquierdo de su boca, como un
escarabajo suspendido. Pasas, observas el lugar, es agradable,
amplio. El clásico ambiente de una fiesta privada o de una
conspiración: poca gente, poca luz y música jazz a bajo
volumen. Lo tienes todo bajo control, Jalisco, susurras como
para no olvidarlo. Hace meses el clan del Norte te había
facilitado el soplo del año: en ese bar, dentro de un par de
horas se estaría subastando las Orejeras más buscadas del
Señor de Sipán. Terminada la puja, tu clan se encargaría de
hacer pasar el bultito por los aeropuertos del Cusco y París
convenientemente. Sonríes, miras tu reloj: las tres de la tarde.
Órale, Jalisco, a ponerse abusado. La hora de la verdad había
llegado, la neta que sí.
Vamos a ver qué onda.

220
II
Terminado el remate de un cuadro de la Escuela cusqueña, un
par de monedas coloniales y una cerámica de la cultura
Tiahuanaco, el hombrecillo que fungía de martillero suspiró.
Estaba listo para el gran cierre del día. Durante las dos horas
que habían transcurrido, los postores habían estado cautos.
Nadie había arriesgado más de la cuenta. A pesar de ser una
subasta «negra», los pujadores se habían comportado dentro
de los niveles de la sensatez: celulares en vibrador, laptops
desconectadas, no audífonos, no bebidas, no drogas.
Durante unos segundos, el martillo quedó relegado
encima de una vieja cátedra en el más completo abandono.
Aprovechaste para observar a los postores: sus rostros, sus
facciones, todo te pareció sospechosamente irrelevante. Eso te
inquietó, Jalisco, te valía madres, preferías estar entre perros
bien gachos, de trazos definidos y no en esa especie de
concierto de rostros plastificados. En eso llegaron dos sujetos
enviados por el clan del Norte, te traían el dinero para la
subasta del cierre en dos pequeñas mochilas. Tú las recibiste
sin ceremonias, las entreabriste una por una y te dejaste
seducir por los fajos de dólares que, cuidadosamente
acomodados, te hicieron recordar la perfección geométrica de
los muros incaicos.

221
El martillero sacó de la parte inferior de su cátedra la
vedette del show: una cajita de cristal en cuyo interior dos
orejeras impresionantes relumbraban como soles dentro de
un universo en miniatura. De pronto vibró tu pinche móvil,
¿quién se atrevía a llamar justo ahora? Hacía frío, pero
comenzaste a sudar, no debías responder, pero tu curiosidad
pudo más. Con disimulo sacas tu aparato y lees el mensaje de
texto que te han enviado desde un número desconocido: «Esas
orejeras son carne de subasta como tú». Guardas tu teléfono,
debía de ser el Guajolote, ¿quién más? Pretendía meterte
miedo, Jalisco, pero no lo conseguiría, te valía madres su
intento de rajarte.
Observas con detenimiento a los pujadores, ¿cuál de ellos
sería el reculero infiltrado? Quizá el del mostacho, o el
escuincle del chullo multicolor, o ese otro, el tipo que lucía un
terno impecable, o aquel anciano desdentado que parecía
masticar el aire... No sabes, pero por ahí debían estar. Podías
oler y hasta sentir su respiración de pinches ratas sureñas.
Pero no importaba, hoy debías ganarles por puesta de mano y
sonreíste.
El chaparrito del martillo desenroscó una voz estentórea
de barítono ebrio: Damas y caballeros, lo esperado de esta
tarde: las orejeras del Señor de Sipán. Ciento treinta gramos
de oro turquesa con incrustaciones de gemas multicolores y

222
concha de Spondylus. Lo singular de estas joyas es que son las
únicas referidas a un ritual de guerra y no las ceremoniales que
se conocen hasta ahora.
Algunos acercaban, pasmados, sus cabezas de gatos
curiosos.
El martillero prosiguió: presentan en alto relieve la batalla
fabulosa del hombre contra su destino. Un destino feroz y
tremebundo representado por una deidad zoomorfa (mitad
puma y mitad serpiente) en pleno salto de ataque. Mide ciento
veinte milímetros de alto, cien de largo y ciento diez de ancho.
Tiene una antigüedad de por lo menos dos mil quinientos años
y el precio base de esta maravilla es diez mil dólares. ¿Quién
da más?
Había comenzado la chingadera.

III
El del mostacho no se quedó en mamadas y le entró duro y
parejo al baile, ofreció quince, luego veinte, pero se detuvo en
treinta mil. El chavo que estaba dentro de un chullo que solo
le dejaba libres la nariz y la boca llegó a cuarenta mil. El del
terno pulcro se rajó y con mucha frustración se plantó en
cuarenta y cinco mil, más es una locura, protestó. Pero el
anciano fue el que se robó el show, chimuelo como estaba,
tapó el hocico a todos con ochenta mil de los grandes. Ó-ra-

223
le, me-xi-ca-ni-to, y ahora có-mo-la-vez, te dijo canturreando
las palabras, en un tono que pretendió ser ofensivo, pero que
solo te hizo reír. En las bolsas tenías más que eso, pero había
que ser cauto. Noventa mil dólares y una dentadura nueva
para que mi abuelote mastique bien su chingadera diaria,
bromeaste, confiado, ganador. Los pujadores te miraron como
si, de golpe, fueras la entidad zoomorfa de las orejeras.
El pequeño martillero engoló su voz aguardentosa todo lo
que pudo, levantó el martillo y Noventa mil a la una, noventa
mil a las dos…
Noventa y cinco mil, dijo el pinche mocoso del chullo. Lo
miraste encabronado, pero tranquilo, Jalisco, susurraste. No
podías excederte, tenías en la bolsa cien mil, pujar todo lo que
tenías era además de arriesgado, estúpido: Noventa y ocho
mil, dijiste, se te partía la voz, el mundo, la madre.
Comenzaste a sudar, viste en el portador del chullo al
Guajolote y su bola de ojetes del clan sureño burlándose por
segunda vez de ti. Imaginaste las noticias que saldrían luego
de la venta de las orejeras, la suma astronómica que de seguro
conseguiría en la casa Sotheby's de París como lo hizo la Venus
de Guanajuato en su momento. Pasaste una saliva espesa,
densa, oprobiosa, se había anulado la razón y el tiempo. Solo
saliste de tu estado de imbecilidad cuando escuchaste el
martillazo final y vendido al señor Jalisco, felicitaciones.

224
Esa noche, en la habitación de tu hotel, luego de embalar
convenientemente «el bultito», te metiste cuatro pastillas para
dormir y quedaste encima de tu cama reducido a la
conveniente condición de bulto. Al día siguiente te despertó
el teléfono de recepción: Aló, ¿señor Jalisco Méndez?
Bueno, sí, él mero mero, ¿qué rollo?
La policía está subiendo a su habitación.

IV
En la carceleta de la comisaría del Cusco, revisaste tu teléfono,
el cabrón del Guajolote te había dejado otro mensaje: «El que
puja mucho y mal, se caga antes de tiempo». Que no mamara,
estás seguro que ese güey estaba agitando las aguas de este
fango para hundirte. Pero no lo permitirías, esta vez no. Serías
más que prudente, serías chingón.
Buenos días, señor Méndez, soy el Comandante encargado
de las investigaciones sobre la subasta ilegal de ayer…
Disculpe que lo interrumpa, oficial, pero no hablaré una
palabra hasta que no llegue mi abogado. Le rogaré que me
permita hacer un par de llamadas…
El policía estaba desconcertado, tenía el rostro bovino,
hinchado del lado derecho, como si tuviera rumiando una
eterna bola de alfalfa. ¿No lo entiendo?, pero si es su deseo, no

225
hay ningún problema. Lo mando llamar, está alojado en el
mismo hotel donde usted estaba.
Ahora el desconcertado eras tú. ¿Qué desmadre era todo
esto? Ibas a reclamar, pero mejor decidiste averiguar quién era
tu supuesto abogado. ¿Puede traerlo aquí, por favor?

V
Cuando entró, en el momento exacto que se sacó el sombrerito
panamá —que lucía esa mañana—, reconociste al enormísimo
cabrón. Déjenos solo, comandante, muchas gracias por todo,
le dijo al policía con su inconfundible vocecita de pajarraco
ahorcado. El comandante asintió con un gesto entre sumiso y
obsequioso: Les doy lo acordado, para que ustedes se repartan
como crean conveniente. Lástima que no se haya recuperado
«el bultito». Hubiera sido mejor para todos, lamentó y dejó un
sobre manila encima de la mesa.
¿De qué se trata toda esta pendejada?
Ya te explicaré, Jalisco, ¿cómo estás?
Hasta el ojete, estoy en el subsuelo de donde hubiera
querido estar.
¿Por qué?
¿Y lo preguntas? No mames, güey, me has denunciado y en
ese sobre tienes la lana que Judas cobró por Cristo… ¿Carne de
subasta y barata, no, pinche pendejo?

226
No te adelantes, este dinero es para los dos.
¿Qué? ¿No me denunciarán por adquisición irregular de
arqueología?
No, Jalisco y no te rajes por lo que voy a decir. Yo le aseguré
a la policía que iba a infiltrar a un colaborador eficaz en la
subasta negra, para que fingiera comprar las orejeras y
capturar al saqueador que las vendía. Cosa que ya se hizo y acá
está la recompensa: dos mil dólares para ti y dos mil para mí.
Abrió el sobre manila, separó lo suyo y te dio el resto.
Recibiste la lana, pero no la contaste. Estabas ofendido,
qué se creía este güey… ¿Y la feria que pagué por las orejeras?
Yo tengo el dinero, la policía me lo entregó ayer.
¿Me lo darás?
Depende, si dejas a los norteños y te vienes con nosotros.
Eres bueno, mexicano, pero estás en el equipo contrario.
¿Por qué el policía dijo que no se había recuperado el
bultito?
Porque no se ha recuperado, tú compraste una imitación y
esa es la que tienen las autoridades. Las verdaderas orejeras
están ahora en poder de nuestro clan en Francia…
De golpe, comenzaste a entender algunas cosas: el
chaparrito del martillo hizo el cambiazo debajo de la cátedra,
¿no?

227
Así es, el martillero era de nuestro clan, como todos los
pujadores. Solo el que vendía el bultito, tú y la policía no
sabían quién era quién. ¿Cómo la ves?
Tengo que reconocer que son una perfecta bola de
pendejos.
Si te pasas a los nuestros, recuperas tus noventa y ocho mil,
y te ofrezco el diez por ciento de lo que se obtenga por la venta
de las orejeras verdaderas allá en París… ¿Qué dices mexicano?
Recuerda que todos somos carne de subasta. Si hasta Cristo
fue vendido por treinta monedas, ¿por qué un simple cabrón
como tú no?

VI
Por un momento recuerdas la escena en la filigrana de las
orejeras del Señor de Sipán: el hombre luchando contra un
destino escabroso y atroz. Quizá a eso se resuma todo: a luchar
en las peores circunstancias, apostar y ver qué pasa. Bajas la
guardia, ya no había más que hacer, la propuesta del Guajolote
era como optar por una nueva vida: los ojos inyectados en
sangre, nuevamente la lengua pegoteada al paladar, la rabia
disuelta en la saliva espesa.
Acepto, pinche culero, le respondes, convencido,
arrebatado como el luchador de la filigrana precolombina ante
su destino feroz. Y, desde algún lugar del mundo, escuchas un

228
atronador martillazo que te deja sordo, libre de tu pasado,
lleno de un mañana inquietante, pero de poca, poquísima
madre, carnal.

229
Uno en la llovizna
Rodrigo Soto27

Aquella misma tarde le había dicho a Juan Carlos y a la Poison


que pasaran a buscarme para ir donde Renato, pero ya estaban
media hora tarde y seguían sin aparecer. Como si fuera poco,
mi tata tenía un arrebato de inspiración musicológica y llevaba
horas oyendo unos tangos de sepulcro. Creo que era Gardel:
veinte años no es nada, decía el animal, y yo acababa de
cumplir los veinte y sentía la muerte en la acera de enfrente.
Iba a darle un poco más de tiempo a Juan Carlos pero no
pude resistir. Tomé la chaqueta de mezclilla y, cuando estaba
a punto de salir, mamá vino a buscarme. Estaba alegre porque
también disfrutaba de Gardel, pero yo la encontré
terriblemente vieja; veinte años es mucho, mamá, quise decir.
Preferí mentirle que iba solo al barrio y regresaría temprano,

27
Rodrigo Soto (San José, 1962), escritor, guionista y productor audiovisual.
Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica. Publicó Mitomanías (1983,
Premio Nacional de Cuento Aquileo J. Echeverría), La estrategia de la araña (1985),
Mundicia (1992), La torre abolida (1994), Dicen los monos que éramos felices (1996,
finalista del Premio Literario Casa de las Américas en 1992), Figuras en el Espejo
(2001), El nudo (2004), Floraciones y desfloraciones (2006, ganador del Premio
Aquileo J. Echeverría de ese año), entre otros libros publicados que van de la
narrativa breve, la literatura juvenil y poemarios. Ha sido incluido en numerosas
antologías de cuento tanto en Costa Rica como en el extranjero, entre las que
destacan la célebre Mc Ondo (Mondadori) y Líneas Aéreas (Lengua de trapo).
230
pero su sonrisa desapareció y entonces la vi más vieja todavía,
casi anciana, y fue tan fuerte que preferí salir sin dar
explicaciones.
Aunque era temprano, las calles estaban desiertas. Hubiera
ido a la casa de Juan Carlos, pero él vivía en Tepeyac y la
distancia desde el centro de Guadalupe era demasiada para un
lunes de octubre. La Poison vivía más cerca, pero no podía ir a
su casa desde hacía unos meses, cuando le encontraron unos
cannabis en su tocador y dijo que eran míos para salvarse. No
pudo ponerme sobre aviso y, cuando al día siguiente fui a
buscarla, su mama salió a corretearme crucifijo en mano,
amenazando con decirle todo a la policía. Aquéllos eran otros
tiempos y caerse con la ley, aun por cosa de uno o dos puritos,
era serio.
Caminé por las calles solitarias y humedecidas. No sé por
qué me puse a tararear algo de Dylan, aquélla que Jean Luc nos
tradujo, de una fuerte, fuerte lluvia que iba a caer. Me hubiera
gustado un purito y seguir caminando, pero no tenía ni
siquiera una semilla y la lluvia arreciaba.
Entré donde el Caníbal, la cantina que utilizábamos como
punto de reunión. Al dueño le decíamos Caníbal por su
nombre, Aníbal Núñez, un español con casi treinta años de
vivir en Costa Rica. Le gustaba la gente joven y veía en
nosotros el futuro de la humanidad. A menudo nos hablaba

231
del anarquismo, la explotación y cosas por el estilo. Nosotros
lo escuchábamos condescendientes y él nos dejaba fumar. Lo
único malo era la música, porque el Caníbal era adicto a la
zarzuela y eso era lo peor que nos podía pasar.
En el primer momento no pude distinguir a nadie. Lo
único que vi fue el gran ojo enrojecido del habano que el
Caníbal nunca se sacaba de la boca. Después reconocí a Jean
Luc y a Remedios, la fea. Hacía meses no se aparecían y me
alegró encontrarlos. Él era francés y hablaba bien el español,
ella bogotana y espantosa. Iban de camino a Estados Unidos
financiados por el padre de Jean Luc, un respetable comer-
ciante parisino. No, no habían visto a Juan Carlos ni a la Poison
y también los buscaban, les pregunté si iban a ir donde Renato
y Jean Luc me respondió que sí.
Poco después llegaron Fernando y Lucy, bastante
borrachos y contentos, y pidieron cerveza para todos. A pesar
de sus fervientes discursos anarquistas, el Caníbal era
inflexible en su contabilidad, de modo que mientras Fernando
rebuscaba en sus bolsillos los billetes, aguardó junto a
nosotros escuchando a Remedios, la fea, que en ese momento
afirmaba que en Bogotá llovía mejor, con esas palabras o
parecidas. Fernando y yo nos volvimos a ver horrorizados, se-
guros de que el Caníbal la interrumpiría para iniciar una
disertación en favor de las lluvias españolas, pero en ese

232
instante entraron, heroicos, empapados y sonrientes, Juan
Carlos y la Poison.
La Poison me besó en la boca y se sentó sobre mis rodillas.
Vestía una camiseta anaranjada y unos jeans que apenas
comenzaban a desteñirse. Juan Carlos acercó una silla y dio
una larga, increíble explicación sobre su atraso. Fernando y
Lucy querían tomar otra cerveza, pero ya eran más de las ocho
y la casa de Renato estaba lejos. De no ser porque esa noche
Fernando tenía el carro no hubiéramos podido ir. De nuestras
familias, la de Fernando era la única con carro, un pequeño
Sumbean color caca.
Nos despedimos del Caníbal y nos embutimos en los
asientos. Seguía lloviendo y debíamos viajar con las ventanas
cerradas, en pocos minutos sudábamos a mares. La Poison iba
de nuevo sobre mis regazos y eso me encantaba. Era baja y
gordita, las mechas le caían ocultándole la cara. Nos
acostábamos cuando podíamos, o sea, muy pocas veces,
porque los dos vivíamos con la familia y los hoteles resultaban
caros. Siempre estábamos calientes y no dejábamos pasar un
momento sin acariciarnos. Metí la mano por debajo de su
camiseta y la subí hasta topar con el sostén. Después de
acariciar un rato, di el siguiente paso y encontré los pezones,
grandes como los conocía, morados. Ella se apretó contra mi
cuerpo y sentí que una de sus manos me tocaba. Lo hacía muy

233
bien y generalmente yo no lo soportaba mucho tiempo.
Cuando la Poison comenzó a gemir (mi mano sudaba y tam-
bién su pecho y estábamos tan cerca) nos hicieron algunas
bromas; la Poison, que era tímida, dejó de acariciar, tomó mi
mano y me obligó a sacarla.
Renato y sus amigos tenían con nosotros la sencilla, y sin
embargo decisiva, afinidad de fumar mota como
desesperados. Eso bastaba para entendernos, siempre y
cuando ellos no se enfrascaran en una de sus enrevesadas
discusiones universitarias. Casi nos había decepcionado
descubrir que los ricos se aburrían tanto como nosotros (con
la diferencia sustancial del aderezo, pues si ellos podían
emborracharse con vino o coñac, nosotros debíamos
conformarnos con las humildes pero incomparables
cervecitas, de las que consumíamos cantidades admirables). El
recelo que nos producían sus barbas bien cuidadas, las pieles
bronceadas en playas a las que jamás tendríamos acceso, se
disipaba en el momento en que nos invitaban a una de sus
fiestas. De vez en cuando hasta podíamos acostarnos con
muchachas de ese medio, que acaloradas por las discusiones y
estimuladas por los «Peace and Love» que iban y venían, se
sentían muy libres encamándose con uno de nosotros, aunque
si luego nos encontraban en la calle, seguían de largo sin
siquiera dirigirnos la palabra.

234
Renato nos abrió la puerta; aunque era evidente que había
tomado mucho, nos acompañó a servirnos el primero y bebió
el suyo de un sorbo. La sala estaba llena y no conocíamos a
nadie. Jean Luc descubrió a un tipo con cara de europeo y
arrastró a Remedios hasta él. Los demás nos acercamos a un
grupo en el que la gente hablaba a gritos y fumaba mucho.
Sobre la mesa había platos con comida y yo, que no probaba
bocado desde la mañana, me escabullí hasta allá. Iba a engullir
el primer bocado cuando dos manos me taparon los ojos.
Palpé y eran de mujer, inconfundibles, alargadas. Dije todos
los nombres que me vinieron a la mente, pero me sacudieron
suavemente la cabeza. Vino el ofrecimiento de rendición y la
consiguiente respuesta afirmativa. Las manos se retiraron y
era Leda. Besos, abrazos, dónde estabas, cómo te ha ido y todo
eso. Mi vecina de toda la vida, fumamos los primeros puros
juntos antes de que su familia cambiara de casa y perdiéramos
toda comunicación. Alguien me dijo que se había hecho
amante de ejecutivos y empresarios. Se veía bien, a pesar de
todo. Al menos sabía disimular que no era cierto. Iba a
preguntarle todo, pero ella volteó los ojos indicándome que la
esperaban. Un tipo alto, de pelo rubio, vestido con corbata,
nos miraba desde lejos.
—¿Dónde vivís? —pude preguntarle antes de que corriera
hacia el tipo. Creí que respondía «en Guadalupe», pero no

235
escuché bien la respuesta. La vi abrazarse con el hombre y
besarlo varias veces.
Devoré un par de bocados. Se me acercó la Poison y me
preguntó por Leda. Le dije nada más que era una amiga para
abrir la llaga y el misterio. La Poison celosa era el ser más
posesivo de la Tierra, las caricias en el carro me habían
excitado y di la bienvenida a los gestos seductores con que me
hizo saber que le desagradaba mi encuentro con Leda.
Sonaba algo de Janis Joplin cuando ella tomó mi mano y la
llevó hasta su pecho. Nos abrazamos y decidimos buscar algo
de yerba antes de subir. Nos acercamos al grupo en el que
estaba Fernando y nos pasaron dos puros descomunales.
«Talamanca red», nos anunciaron, y antes de que terminaran
de decirlo ya nos habíamos dado cuenta. Janis Joplin seguía
cantando y nosotros la amábamos. Hubiéramos amado a
cualquiera que cantara en ese momento, pero era Janis y eso
era lo mejor que nos podía pasar. Su voz de hierro mutilado
nos ponía los pelos de punta y, aunque no entendiéramos lo
que decía, sabíamos que era cierto, porque sólo alguien que
dice la verdad puede cantar de esa manera.
Los dedos de la Poison acariciaban mi brazo. La miré y sus
pequeños ojos asomaban detrás de los mechones. Ahora sé
que estábamos lejos de amarnos, pero juntos la pasábamos
bien y eso era suficiente. No podía verla sin sentir que a la

236
primera palabra que dijera yo reventaría a reír; en ese
momento, sin embargo, no me dieron ganas de hacerlo, sino
de decirle que nosotros, ella y yo y Juan Carlos y todos los
demás, estábamos fuera de lugar.
Quise preguntarle si sentía lo mismo, pero al verla la sentí
tan frágil… Y por primera vez advertí en su mirada un tono de
súplica o temor. Entonces apreté su mano y comenzamos a
caminar hacia los cuartos.
Cuando bajamos era tarde pero la fiesta seguía y mejor.
Más gente había llegado y algunos bailaban en la sala.
Nosotros estábamos contentos porque en la cama todo
anduvo bien, jugamos mucho y nos dijimos estupideces
cariñosas.
En las mesitas distribuidas por la casa habían puesto
fuentes llenas de fruta y marihuana; encendimos un «joint» y
compartimos una tajada de piña. Un tipo con los ojos como
tomates se acercó para decirnos que la ley de la gravedad
ejercía mayor influencia durante la noche que durante el día,
por eso los humanos dormíamos de noche, acercándonos al
centro gravitacional del planeta. La Poison y yo nos miramos
tratando de contener la carcajada, pero fue imposible y
estallamos mientras el tipo continuaba desarrollando su
teoría, como él mismo la llamó.

237
En ese momento, Renato corrió hasta el tocadiscos,
levantó el brazo metálico y desapareció el encanto de Santana.
Después alzó una mano en un gesto terminante y supimos que
era en serio. Todos nos callamos. Renato caminó muy
despacio hasta una de las ventanas, entreabrió el cortinaje y
miró. Me acerqué a la Poison y le acaricié el brazo. Renato se
volvió con el rostro lívido y tartamudeó que había dos carros
de policía frente a la casa. Aunque algunos gritaron y otros
quedaron paralizados durante un momento, en pocos
segundos nos habíamos organizado bastante bien: mientras
unos recogían las fuentes con la yerba y las llevaban a los
baños, otros lanzaban los puros dentro de la taza y halaban la
cadena.
Golpearon la puerta. Renato interrogó con la mirada.
Nadie se opuso y comenzó a abrirla despacio. Desde afuera
empujaron y Renato salió disparado hacia atrás. Corrimos en
todas direcciones, la Poison y yo hacia el cuarto, en medio de
los gritos y la confusión.
Mientras subíamos, me rezagué para mirar el grupo de
policías que se lanzaba en pos de todo lo que se moviera.
Llegué al cuarto agitadísimo y busqué a la Poison, que se había
escondido debajo de la cama. La saqué de un jalón y miramos
al mismo tiempo la ventana. Corrimos hasta ella, la abrimos y
la mancha silenciosa del patio era, lo juro, el paraíso. Primero

238
se lanzó la Poison. Se colgó del marco de la ventana, con lo
que disminuyó algo —no mucho— la altura de su caída;
después sus manos se soltaron y escuché el golpe de su cuerpo
contra el zacate. Dejé pasar unos segundos antes de seguirla.
El patio estaba oscuro, pero poco después se dibujaron las
siluetas de los arbustos. Más allá, terrible y maravillosa a la
vez, la tapia en donde terminaba la propiedad. Corrí a
esconderme tras el primer arbusto y llamé a la Poison. Nada.
Sabía que ninguno podría saltar la tapia solo, casi había
llegado al muro cuando escuché que me llamaba. Había
descubierto un árbol desde donde se podía saltar al otro lado.
La Poison estaba arriba y, aunque mis ojos se habían acostum-
brado, no la pude distinguir. Rápidamente me indicó la forma
de trepar; lo hice sin mucha dificultad —nada es difícil con los
polis a tu espalda— y cuando estuve arriba sentí su mano
sobre la mía. Nos separaríamos; ella saltaría primero y yo la
seguiría unos minutos después. Le di el dinero que tenía para
que tomara un taxi. Tranquila, hablaríamos mañana por
teléfono. Creo que sonreía cuando se acercó para besarme.
Luego escuché el sonido de las ramas que se agitaban con su
peso y después no supe más. Dejé pasar unos minutos antes
deslizarme por las ramas. Cuando me supe sobre la acera, me
colgué y me dejé caer. Me convencí de que nada dolía y caminé
lo más serenamente posible.

239
Había dejado de llover hacía varias horas pero las calles
seguían húmedas. Después de atravesar algunas calles poco
transitadas, salí a la carretera. Reconstruí mentalmente el
momento en que la policía entró: estaba casi seguro de que a
Juan Carlos, Fernando y Jean Luc los habían agarrado. Sobre
Remedios no tenía dudas. A Lucy no la había visto, quizás se
había marchado antes. En fin, habría que esperar.
A lo lejos, vi la silueta de alguien que caminaba en la misma
dirección. Iba como a cincuenta metros de distancia, por la
acera opuesta y sin prisa. Pensé que podía ser la Poison y
aceleré el paso. Enseguida me di cuenta de que era un hombre.
Aunque la calle estaba de por medio y no lo podía ver con
claridad, me pareció que no era joven ni viejo, supuse que ve-
nía de una fábrica al terminar su jornada nocturna. No sé por
qué, me dieron unas ganas inmensas de cruzar la calle y
caminar con él. El hombre me miró con recelo al principio y
luego con indiferencia, enderezó la cara y siguió caminando.
Los pasos del tipo golpeaban a mi izquierda, trató de
adelantarme pero fue inútil. Parecíamos sincronizados,
avanzando en la misma dirección, al mismo paso, con la calle
de por medio. En ese momento pensé en hablarle.
Hubiera sido fácil acercarse, lo difícil eran las palabras,
siempre las palabras.

240
Era imposible hablar aunque camináramos en plena
madrugada y con viento. Algo hay podrido en Dinamarca,
recuerdo que pensé, y en el resto del planeta para que esto
pase. Algo hay podrido en Dinamarca. Me moría de ganas de
contarle a alguien lo que nos pasó: de pronto nos cayó la ley y
por poco nos agarran, mi chamaca y yo salimos escupidos. Por
primera vez en mi vida pensé que tal vez, casi seguramente,
algo importante decían las frases garabateadas en los muros
de San José. Y en un instante pasaron por mi mente las
imágenes que había visto en los periódicos sobre las
manifestaciones juveniles en México, París, Río de Janeiro y
California, y sentí que mi garganta se trababa y estuve a punto
de gritar, no sé, tal vez de llorar. Algo hay podrido en Costa
Rica, en Dinamarca y en todos los que somos incapaces de
hablar con un desconocido. Y supe que Janis Joplin decía lo
mismo y que en su voz de diosa herida se mezclaban la furia y
los lamentos.
Por eso, al día siguiente, todavía sin desayunar, antes de
llamar a la Poison y comprobar que había llegado bien, robé
de la casa un poco de pintura y caminé hasta el final del
callejón. Lloviznaba despacio y las gotas me humedecían la
cara. Ahí, con grandes letras celestes y con las manos
temblando por la emoción, escribí:
ALGOHAY PODRIDOENDINAMARCA

241
La lluvia arreciaba y deformó un poco las letras. Levanté la
vista y me salió al encuentro el cielo gris y entristecido. Era
temporal del Atlántico, sin ninguna duda. Miré una vez más
las letras y la pintura resistía el embate de la lluvia.
Serenamente, conteniendo una alegría indomable que me
venía de atrás, metí una mano en el tarro de pintura y deslicé
los dedos por mi cara.
Sentí la pintura aferrándose a la piel y caminé hacia la
carretera, ignorando las miradas de asombro de los vecinos,
mientras recordaba la canción del viejo Dylan: una fuerte,
fuerte lluvia iba a caer.

242
Mira nuestros pies
Gabriel Rodríguez Liceaga28

Vengo sentado en el metro, vibra el teléfono en mi bolsillo del


pantalón. Lo saco para ver de quién se trata aunque es cien por
ciento seguro que es Marisol. No le voy a contestar. ¿Qué voy
a decirle? ¿Qué puedo yo decir que cambie algo? Son cosas que
pasan. En parte fue tu culpa. Es lo mejor para los dos. Todas las
relaciones llevan implícita su autodestrucción. El tiempo curará
todo… ¡mentira! El tiempo es la enfermedad. El tiempo tiene la
maldita culpa, como siempre. Tiembla quedo e inocente el
maldito teléfono celular, como si tuviera frío. No le voy a
contestar la llamada. Para qué escuchar a Marisol llorando,
hipando, pidiéndome que haga algo. No se puede hacer ya
nada. Con esta van once llamadas perdidas entre ayer y hoy.
Tal vez debería sencillamente apagar el teléfono. ¿Pero y si me
llaman del trabajo? Me urge que me llamen del trabajo. Viene
lentísimo el metro. Cada vez es más infrahumano

28
Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980), ganador del Premio Bellas
Artes de Cuento de San Luis Potosí (2012), el Premio Nacional de Cuento Agustín
Yáñez (2015) y el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz
(2018) en el Género Novela. Finalista del concurso de relato Cosecha Eñe (2012) en
España. Seleccionado en el Programa Al ruedo: ocho narradores emergentes, en la
FIL Guadalajara 2018. Su novela más reciente es La felicidad de los perros del
terremoto.
243
transportarse en esta ciudad. Al menos hasta ahora no se han
aparecido los sujetos que cargan a cuestas una bocinota o los
drogadictos que hacen malabares sobre fragmentos de botella
o los sidosos que venden empanadas de atún. ¡Hazme el favor!
Quién en su sano juicio le compraría alimentos a un sidoso.
Son las cuatro y media. Quedé de verme a las cuatro con Ulises
en el restaurante de Bellas Artes. No entiendo por qué le
encanta ese restaurante de viejitos que huelen a que no se
saben bañar. Ulises quiere que conozca a su nueva novia.
Estoy a dos estaciones de mi destino. Ojalá me preste el dinero
que le pedí. Pienso en Marisol. Era linda Marisol. O más bien
lo sigue siendo. El teléfono deja de vibrar. Imagino a Marisol
desesperada al otro lado de la línea, con la cara roja de tanto
llorar y los ojos de sapo. Aun así debe lucir bellísima. Un
chamaco indígena recorre el vagón repartiendo pequeñas
hojas color rosa fluorescente. Meneando la cabeza le indico
que no estoy interesado en su misiva pero él de todas maneras
coloca el papel arrugado en mi rodilla. Leo:

“Somos pobres, mira nuestros pies. Pido ayuda


a usted ya que no tengo, y como vengo de la
comunidad más pobre de puebla no tengo que
comer, por lo cual le pido de todo corazón que

244
me ayude con una moneda que no le afecte su
economía y que dios lo bendiga”

Uno ya no puede salir de su casa sin que dios lo acabe


bendiciendo en contra de su voluntad. Observo los pies
descalzos del chiquillo alejándose mientras reparte sus
tarjetas a lo largo de todo el vagón. Pies hinchados y ateridos
de tanta mugre, pies con una cicatriz de carne haciendo las
funciones de suela.
A Marisol se le reducía el corazón cuando un hambriento
se le acercaba suplicante. O más bien, se le reduce. Obvio, que
yo sepa, ella jamás ha viajado en metro. Es la típica mujer que
quiere solucionar los problemas del mundo regalando dulces
Acuario. También les obsequiaba cigarros a los
limpiaparabrisas, hasta traía una cajetilla de Delicados
exclusiva para ese fin. Cientos de veces me tocó verla pedir que
pusieran las sobras de su comida para llevar. Pinche Marisol
toda flaca pero regalando cajitas de unicel a las marchantas y
vienevienes del rumbo. Más de una vez nos burlamos Ulises y
yo de ella. ¡Preocuparse por los pobres! Eso es como del siglo
pasado. Una vez le dije que los pobres eran tan necesarios
como la gente que en un baile permanece sentada, para
establecer así la diferencia entre una circunstancia y otra. Me

245
gritó que era un ignorante y Ulises tuvo que intervenir. La voy
a extrañar.
Estación Bellas Artes. Me bajo sin poder devolverle al
chamaquito su tarjeta rosa fluorescente, la guardo doblada a
la mitad. Regreso a la superficie. Qué día más espantoso. ¿Por
qué me duele tanto lo de Marisol? No debería ser así. Ando
cabizbajo, apesadumbrado, como en una disolvencia a negros
desesperantemente lenta. Entro al Palacio. Vibra el teléfono
de nuevo. ¡No puede ser! Qué mujer más ociosa. Reviso la
pantalla, capaz son los de la chamba. No. Es Marisol. Leo su
nombre en la pantalla parpadeante. No voy a responder.
Camino rumbo al restorán. Tal como lo predije: está todo lleno
de ancianos olor a aserrín. Ulises me observa a lo lejos y sonríe.
—Pinche cabrón que llega tarde —grita y se acerca a mí
para abrazarme. Nos besamos en la mejilla.
Vuelvo la mirada y en la mesa está sentado un escote. Lo
reviso cínicamente. No hay mucho que agregar: dos tristes
piquetes de mosco presumiblemente suaves y pecosos.
—Te presento a mi hermano, Beatriz —dice Ulises. Y luego
de reversa— Beatriz, él es mi hermano.
La chica se pone de pie y me abraza, yo padezco una
erección. O al menos la idea de una erección. En escasos cinco
segundos Beatriz y yo intercambiamos saludos y miradas y
sonrisas y estaturas. Somos casi del mismo tamaño, acaso

246
podríamos hacer el amor de pie. Llega el mesero a interrumpir
y tomamos asiento.
—Pide lo que quieras, nosotros ya comimos —dice
Ulises— te tardaste un chingo…
—No hay fijón, desayuné bastante. No tengo hambre.
Pero sí tengo hambre. Me dan vuelta en el estómago
apenas si cinco tacos de canasta. Observo a Ulises. No le cabe
la sonrisa en el rostro. Sonrisa de idiota. Este baboso sí le
compraría una empanada a un cabrón con sida.
—Pide algo de picar. ¿O qué te tomas?
—Un vodka con quina —ordeno.
—Estamos aquí desde temprano —cuenta mi hermano—
ya recorrimos todas las exposiciones. Es que Beatriz quiere ser
pintora, ¿verdad?
La mujer sólo asiente con la cabeza. Mete un popote en un
rinconcito de sus labios. Labios que parecen dos aves volando
paralelas. Mujer pálida. Sus ojos azules me recuerdan el revés
inestable de un disco compacto. No me gustan nada sus lentes.
Enormes, sin chiste. Muerde el popote entretenidísima. Todo
su cabello luce tenso, aprisionado por una coleta malhecha.
Cabello color piolín. De hecho Beatriz parece un pollito recién
mojado. Ulises la besa desde el cuello hasta la oreja. Sonríen.
Actúan como si se conocieran desde siempre. Ambos tienen

247
en los ojos un pedazo de sol: el resplandor de la novedad.
Hallar un cuerpo nuevo y dispuesto.
—¿Cómo se conocieron? —pregunto.
—Ya ves cómo es mamón el destino —responde Ulises sin
interrumpir su labor en el arete de la chica. Estoy seguro que
esa frase la sacó de alguna película.
—Oye, Betty… ¿y qué opinas de la pobreza mundial? —
pregunto. Ella se me queda viendo sin saber qué responder.
—Te está molestando, no le hagas caso —la protege mi
hermano.
—Voy al baño —indica ella y se aleja. Ese diálogo es su
única participación en toda la entrevista.
—¿Cómo ves? —me pregunta Ulises.
—Pues cógetela —respondo seco, dándole sorbos a mi
vodka prácticamente antes de que lo ponga el mesero en la
mesa. Apuro el trago para poder pedir uno más antes que nos
desbandemos.
—Luego te cuento bien. Estoy contento, ¿sabes?
—Pues aprovéchalo. No es algo que suceda tan seguido.
Hace cuatro años no te pasaba.
—Es un amor, no sabes…
—No es muy expresiva.
—Es porque está nerviosa. Me dijo que la ponía nerviosa
conocerte.

248
—¿A mí? ¿Yo qué? Ulises quiero decirte dos cosas. Una,
necesito que me pases la lana que te pedí. Dos, Marisol no deja
de marcarme.
—No le contestes y ya.
—Doce llamadas perdidas y contando, no me chingues.
—No le contestes.
—La voy a extrañar —digo y le pido otro trago al mesero.
—Bueno, yo también la voy a extrañar pero qué se le va a
hacer. Apaga el teléfono, es lo que yo hice. A la verga. Si sigue
chingando cambiamos nuestras líneas.
—¡Qué fácil! Yo estoy esperando una llamada de la
chamba. Necesito dinero.
—Es lo de menos, eso es lo de menos. Estoy feliz cabrón.
Vamos a celebrar en la noche los tres. ¿Eh? Para que se vayan
conociendo.
Ulises se levanta de golpe. Intercepta a su nueva noviecita
regresando de orinar. La toma de la mano y comienzan a
bailar. Así nada más, sin música. No he decidido si eso me da
pena ajena o envidia. Los polillitas de las otras mesas se nos
quedan viendo. Vibra el teléfono en mi bolsillo del pantalón.
Es Marisol. Vibra dulcemente, con suavidad mecánica. Ellos
bailan alegres, con lujo de torpeza. Ella sonríe, lo besa. Le pasa
los brazos por la nuca. Lo besa maldita sea. Observo mis pies.
Para que los demás bailen es necesario que alguien

249
permanezca sentado, así se establece la diferencia entre una
circunstancia y otra.
Soy pobre, miro mis pies.
—Ahorita vengo —exclamo y saco el teléfono de mi
bolsillo. Respondo a la llamada alejándome hacia la otra ala
del palacio.
—Bueno.
—Hola —dice ella, llorando, hipando—... qué bueno que
contestas. Llevo todo el día marcándote. Estoy desesperada.
—Me imagino. No me llames por favor. Yo no tengo nada
que ver.
—Tienes que hacer algo. Te lo suplico. Habla con él.
—¿Pero qué puedo yo decirle?
—Habla con él. A ti es al único que le hace caso. No me
contesta mis llamadas, tiene apagado el celular. Cómo puede
olvidar cuatro años en un día… no sé qué hacer.
—Nada, no hagas nada. Son cosas que pasan —digo y
tomo asiento en unas escaleras. Trato de sonar contundente.
La imagino divina y llorando el maquillaje en los ojos.
—¿Qué hice mal? Yo lo amo muchísimo.
—En parte fue tu culpa, Marisol…
—Lo amo, en serio lo amo.

250
—Yo creo que es lo mejor para los dos. Además todas las
relaciones llevan implícita su autodestrucción… a lo mejor si
dejas que pase el tiempo...
—No quiero perderlo... habla con él... habla con él...
No me está poniendo atención esta mujer. La escucho
berrear y sonarse la nariz. Qué sonido tan tétrico el de una
mujer llorando a través de un teléfono. Pareciera que la están
matando. Permanezco en silencio también llorando, pero
lágrimas invisibles. Se tranquiliza.
—¿Sigues ahí?
—Sí, sí. Recupérate y me vuelves a llamar.
Pero ninguno de los dos cuelga. Nos quedamos callados.
Ulises debe seguir bailando o besando el cuello de la chulada
esa y los hielos en mi vodka ya deben estar derritiéndose. Un
oficial me pide que me mueva, dice que ahí no puedo estar
sentado.

251
Árbol
Rodrigo Urquiola Flores29

El sol de las nueve de la mañana absorbe, sobre el asfalto, los


últimos rastros de la llovizna que cayó en la madrugada. El
aroma que emerge tiene algo de dulzón en su frescura. Unos
niños juegan fútbol con una Brazuca en la cancha enrejada a
unas cuadras de aquí. Mateo, mi hijo de tres años, suelta la
bolsa del pan por señalar hacia allí. Levanto la bolsa de tela,
está mojada, tendré que pedir una de nylon. Estamos
caminando hacia la tienda.

29
Rodrigo Urquiola Flores nació el 1 de noviembre de 1986 en La Paz, Bolivia. Es
autor de las novelas Lluvia de piedra (Mención de Honor Premio Nacional de
Novela, 2010, Bolivia), El sonido de la muralla (Premio Marcelo Quiroga Santa
Cruz, 2014, Bolivia; Premio Interamericano Carlos Montemayor, 2016, México) y
Reconstrucción (Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, 2018, Bolivia), de los libros
de cuentos Eva y los espejos (2008) y La memoria invertebrada (2016) y de las obras
de teatro El bloqueo (Premio Adolfo Costa du Rels, 2010, Bolivia), El retorno
(Premio Municipal de Dramaturgia Cochabamba, 2015, Bolivia) y La serpiente (2do
Premio Adolfo Costa du Rels 2018). Es también autor de los cuentos La caída
(Finalista Premio Copé Internacional, 2010, Perú), Mariposa nocturna (Premio
Adela Zamudio, 2013, Bolivia), El pelícano (Premio Binacional ArBol —Argentina
Bolivia—, 2014), El amante (2do Premio Internacional Antonio di Benedetto, 2014,
Argentina), El espantapájaros (Mención Premio Iberoamericano Julio Cortázar,
2015, Cuba), Mientras el viento (2do Prêmio Cataratas de Foz do Iguaçú, 2015,
Brasil), El cazador (2do Premio Franz Tamayo, 2015, Bolivia), Árbol (Premio Franz
Tamayo, 2017, Bolivia), Senkata (Premio Latinoamericano Edmundo Valadés, 2018,
México) y Ashley (Premio Internacional José Nogales, 2019, España). Cuentos
suyos fueron traducidos al quechua, portugués, bengalí, alemán y croata, y
participaron de diversas antologías nacionales e internacionales.
252
—Quiero pelota —balbucea Mateo.
—Después —le digo.
Frente a nosotros atraviesan perros grandes que corretean
a uno pequeño. Mientras mordisquean su cuerpo, el perro
pequeño, un ch’api negro de panza blanca, aúlla. Sus quejas de
dolor se amplían por el vacío de las calles. No puede escapar,
está atrapado en una jaula de dientes.
Mateo llora. Lo levanto en mis brazos. Observamos.
—No pasa nada —le digo.

Cuando era niño, mi abuela Justina siempre me contaba


historias mientras cocinaba. Yo agachaba la cabeza, para
intentar imaginar mejor, y escuchaba.
Una vez —a decir verdad, me repetía sus historias una y
otra vez, pero pienso que todas aquellas veces conforman, en
realidad, una sola vez— me contó que Fabián, un primo suyo
que, como toda familia anterior a nosotros yo nunca llegaría a
conocer, le contó que, alguna vez, en el cuartel, en algún lugar
del altiplano, él y los demás soldados siempre pasaban
hambre. Hambre cuyos estremecimientos de estómago
desembocaban en dolor de huesos. Hasta que un día
recibieron una sorpresa. En la sopa del rancho había bollos de
carne para todos los platos. La carne era suave y deliciosa. Fue

253
un milagro que devoraron ávidos. Cuando terminaron de
comer, los superiores hicieron formar a los soldados y los
llevaron a un galpón donde descubrieron que los milagros no
siempre dependen de magias ocultas al entendimiento.
Colgaban, de ganchos aferrados al techo, varios cadáveres de
perros sangrantes y, en el piso, se acumulaban cueros. Algunos
vomitaron, contó mi abuela que le contó el primo Fabián, pero
otros simplemente se quedaban observando, hipnotizados,
aquella jauría acabada. Desde entonces, los soldados salían a
robar perros a los pueblos cercanos, además de otros animales.
—Piensa la gente, ¿no ve?, que poniéndose lagañas de
perro puede ver fantasmas —decía mi abuela cuando
terminaba de contar esta historia—, así también han debido
pensar los milicos que comiendo perros uno perdía el miedo a
matar. Tienen que saber matar, ¿no ve?, para ir a la guerra.

Dicen que debería recordar —aunque en este momento me


cuesta hacerlo, ver su rostro, quiero decir— que había un loco,
un ebrio, un salvaje, un maloliente, un casi animal, un casi
monstruo, un pervertido, o, mejor dicho, uno de esos tantos
que podía ser todo y que podía ser nada al mismo tiempo, que
caminaba por donde yo caminaba cuando tenía siete años y
estaba en primero básico.

254
Dicen que esta persona, un hombre ya anciano, de ropas
viejas y acartonadas apestosas a orín, mierda y alcohol de
quemar, de canas que contrastaban bastante con las grietas de
su piel morena incendiada por el sol, hablaba en balbuceos en
algún idioma que seguramente él mismo había inventado
mientras caminaba por los basurales de los barrios y andaba
por la arena plomiza y pedregosa del río de aguas color café
con leche que atravesaba Wilacota, Chasquipampa, el playón
de Coqueni y que se iba por atrás de Cota Cota hacia las
montañas de Irpavi y Calacoto.
Dicen, y esto es lo que más recuerdan quienes hablan de
él, que, adonde fuera que fuese, siempre lo acompañaba un
grupo grande de perros de todos los tamaños y tipos. Y que,
de vez en cuando, cuando las perras estaban en celo, este
hombre, quitándose los pantalones, se acoplaba a ellas, a
veces, inclusive, disputándose el privilegio con los otros
machos del grupo a fuerza de patadas, puñetes y mordiscos.
Dicen que debería recordar con mayor claridad algo tan
evidente y ahora pienso que pude haberlo visto sin verlo, como
suele suceder, y es por eso que recuerdo testimonios apenas.

Del río, una tarde de sol y polvo en la calle 1 de Santa Fe de


Khessini, emergió un cachorro de pelaje anaranjado tirando a

255
plomizo. Era muy pequeño y se tambaleaba. Nosotros
jugábamos fútbol y, cuando Gonzalo, el arquero de mi equipo,
nos lo señaló, nos quedamos quietos y en silencio. Lo que más
llamaba la atención de este animal, aparte de su cabeza calva
dueña de una piel semejante a la humana que brillaba bajo el
sol a causa de su propia transpiración, era la expresión de
tristeza sobre unos ojos que parecían humanos también, en la
forma, ya que el color, oscuro como suelen tenerlo los perros,
era normal. Apestaba, además, a las aguas servidas que caían
al río por un tubo blanco que emergía de entre los arbustos,
los eucaliptos y los senderos de descenso. Nadie se atrevió a
tocar al cachorro. Parecía que todos hubiéramos tenido el
mismo presentimiento terrible, el mismo miedo, la misma
confusión; nos mirábamos atónitos y luego agachábamos los
ojos para ver que el perrito no se nos acercara demasiado.
Don Eustaquio, que todas las tardes se sentaba para vernos
jugar en un tronco a la puerta del cuarto que le alquilaba doña
Arminda, se puso de pie y levantó al cachorro sin miedo
alguno. No dio ninguna explicación ni nada. Lo vimos entrar
en esa pequeña habitación de adobes en la que vivía
llevándoselo.
—Es el hijo del loco— dijo Gonzalo.
—Es un perro humano —dijo Dimas.

256
Esa semana fue distinta a las acostumbradas. Ya no nos
quedábamos hasta la noche después de jugar fútbol. Ya no
pasábamos cerca de la puerta del cuarto de don Eustaquio. Y,
aunque no habíamos vuelto a ver al cachorro en ese tiempo, lo
imaginábamos a cada momento.
—Don Eustaquio se va a morir— dijo Daniel, una tarde.
—No digas eso— dijo Ana, su hermanastra.
—El perro humano está aprendiendo a hablar —dijo
Dimas y todos nos callamos.

Pasaron algunas semanas y terminamos acostumbrándonos al


perro y a su extraña calva y a sus ojos tan expresivos, y, aunque
todavía le teníamos cierto recelo, había días en los que nos
olvidábamos del miedo y nos olvidábamos de que quizás,
algún día, más allá de entender todo lo que decíamos, iba a
contestarnos usando palabras como las nuestras.
Don Eustaquio nos contó que, a veces, por la noche, si
acercaba el oído al piso y se quedaba en completo silencio,
evitando la respiración inclusive, podía escucharle susurrar
palabras que parecían ser de otro idioma y siempre las mismas,
pero, de pronto, cuando ya estaba convencido de que le
habíamos creído, él se largaba a reír y terminábamos
confundidos.

257
—Es un demonio disfrazado —dijo Ana una noche de esas.
—Ya lo verán. Los demonios siempre se disfrazan.
Nos quedamos en silencio como si pudiéramos observar
las palabras que Ana había dejado en el aire y luego corrimos
hasta nuestras casas, espantados, las palabras nos perseguían.

Quizás sólo sea una cuestión de fantasmas. El lugar del miedo,


quiero decir.
Cuando tenía seis o siete años, me fui a vivir una breve
temporada a casa de mi tío Ricardo, en Villa Salomé. El primer
domingo, recuerdo, él me mandó a comprar, para el almuerzo,
una botella de Coca Cola a la tienda, que distaba unas cinco o
seis cuadras. En aquel entonces las construcciones recién
iniciaban por allá, todo eran arbustos y excavaciones vigilados
por pequeños cuartos de ladrillo o adobe. En algún momento
del camino, salió un perro de no sé dónde y empezó a
perseguirme. Ahí descubrí que mis piernas podían ser más
veloces de lo que aparentaban. Le di dos vueltas al manzano
siempre ganándole al perro hasta que, de no sé dónde
tampoco, salió una señora para rescatarme arrojándole
piedras a mi persecutor. Fui a la tienda, compré la Coca Cola
y retorné, todavía con miedo, por un camino distinto, más
largo.

258
Nunca le conté a nadie esto.
Durante aquella temporada muchas veces me mandaron a
la tienda y lo que yo hacía era rodear el lugar donde ese perro
me había encontrado y caminar mucho más para no ver su
pelaje blanco, su torso amplio y sus dientes babeantes
queriendo arrancar un pedazo de mi cuerpo. Hasta que un día,
agotado por el cansancio que sentir miedo provoca, decidí
pasar nuevamente por el lugar donde me había encontrado
con él. El animal dormitaba sobre la hierba. Al presentirme
levantó la cabeza y nos miramos a los ojos. Yo llevaba una
piedra grande en la mano y no sé si la habrá advertido, pero ya
no le interesaba mi existencia y continuó durmiendo. Al día
siguiente volví a pasar por ahí, pero ya no lo encontraría nunca
más en mi camino.
Para aniquilar al fantasma hay que volver al lugar donde se
lo dejó. Eso es lo que quiero decir. Y, quizás, a veces, el
fantasma llega antes de que exista un lugar. Es una cuestión
de retornar, nada más, de encontrarse las miradas, de
sostenerlas.

Jugábamos fútbol con una pelota de trapos que nos ayudó a


hacer don Julián, el zapatero, el padre de Dimas. No era
perfecta, ni siquiera era del todo redonda, pero era una gran

259
pelota. Estaba unida con clefa y costurones y, si te llegaba a la
cara o a los genitales, te lastimaba el doble de lo que lastiman
las pelotas comunes. Giraba, y eso era todo lo que importaba,
no pedíamos más.
Cuando Ángel trajo su pelota nueva, una blanca con
rombos rojos, demoramos en empezar el juego porque cada
quien quería sostenerla en sus manos antes de tirarla al suelo.
Era perfecta, ni siquiera rebotaba tanto como creímos que lo
haría. Ahora podríamos cabecear sin sentir una piedra
partiéndonos el cráneo al hacerlo.
En algún momento del partido, el perro de don Eustaquio,
bautizado como Tío Lucas por su calva humana, y que para ese
entonces ya no era un cachorro y sí un jovenzuelo vigoroso,
corrió hacia nosotros como nunca lo había hecho antes.
Todavía le teníamos miedo, así que, al verlo, nos detuvimos.
Recuerdo que en ese breve momento me pregunté a quién
elegiría para morder e imaginaba mucha sangre regando la
tierra. Pero el Tío Lucas no mordió a ninguno de nosotros. Fue
directo hacia la pelota, le clavó los dientes y la asesinó, ni
siquiera la soltó cuando estaba desinflada. Nosotros
mirábamos atónitos. Yo tenía ganas de arrojarle una piedra,
pero tenía miedo y no lo hice. Justo en ese momento llegó
doña Arminda, la mamá de Ángel, del trabajo. Ella no lo dudó,
dejó las bolsas que llevaba en el suelo, levantó una piedra y le

260
dio al Tío Lucas en el cuerpo, fuerte. Escuchamos un aullido y
luego los gritos de doña Arminda:
—¡Sarnoso maldito! ¡Perro demonio!
Ángel lloraba. El Tío Lucas había corrido a resguardarse a
los pies de su amo. Doña Arminda, ahora, se dirigía a don
Eustaquio con el dedo índice como espada:
—Vas a pagar lo que tu perro ha hecho, ¡vas a pagar!

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, cuando iba a la tienda


a comprar no recuerdo qué, vi a don Eustaquio compartiendo
su comida con el perro calvo. Ambos comían del mismo plato,
lento; el hombre agarraba una papa con las manos, la miraba
y le daba un mordisco, reposaba el brazo en la pierna y el
animal lamía la misma papa y luego el hombre volvía a
metérsela en la boca.
Don Eustaquio tenía la mirada perdida, parecía observar el
polvo que levantaba el viento, nada más, o quizás los arcos
hechos de piedras en medio de la calle que utilizábamos como
cancha de fútbol.

Si uno se pone las lagañas de los perros en los ojos para ver los
espíritus que ellos sí pueden ver y si uno come perros para ir a

261
la guerra sin tenerle miedo a matar o morir, ¿por qué a alguien,
por más loco que sea, se le ocurriría tener sexo con un perro?,
me pregunté, años después, mientras observaba las sombras
que se dibujaban en el suelo gracias al viento agitando las
ramas del árbol.
No encontré nada que decirme. Reí por la ocurrencia de la
pregunta, un loco es un loco. Era una risa silenciosa, casi
forzada, pero, en el fondo, creía que era la única respuesta
posible. El árbol reía conmigo. ¿O era el sonido del viento
cruzando entre sus hojas?

Aquella tarde, un par de horas después del almuerzo, nos


reunimos para jugar fútbol, otra vez con la pelota que el
zapatero nos remendaba cuando amenazaba con
despedazarse. Recuerdo que mi equipo iba ganando por un gol
cuando vimos salir a don Eustaquio de su habitación de
adobes. Nos sorprendió que llevara al Tío Lucas con un cable
amarrado a su cuello. Quizás lo más sorprendente era la
longitud del cable, le cruzaba varias vueltas al hombro.
Escuchamos la puerta cerrándose con violencia, como tirada
por el viento, y no tardamos en ver a don Eustaquio atravesar
justo por nuestra cancha, salir de un arco, dejar a medio
equipo en el camino, superar a los defensores sin

262
complicaciones, llevar al perro como si se tratara de una
pelota, a momentos asiéndola hacia sí con fuerza para que no
se escurriera, cruzar el arco de piedras con el perro dominado,
haciendo un gol tan desconcertante que el arquero no ha
podido moverse siquiera para impedirlo. Dejamos que se
adelantara unos metros y lo seguimos, con cautela al principio.
Como no nos reprochara, asumimos que quería que viéramos
lo que iba a hacer. Nos acercamos, pero nadie se atrevía a
preguntarle nada. Bajamos el sendero hacia el río en silencio;
apenas se escuchaba el rodar de las piedrecillas que nuestros
pasos desbarrancaban. Caminamos sobre la arena plomiza
hundiendo sus piedras con nuestro peso mientras el río de
aguas color café con leche no cesaba de discurrir. Llegamos a
la altura de la montaña que separa Santa Fe de Coqueni y
volvimos a subir por un sendero entre los eucaliptos. Llegamos
a la breve explanada donde se encontraba el árbol de tronco
más grueso y la marcha se detuvo. Don Eustaquio, mirando el
piso, que en ningún momento había intentado descubrir
nuestros rostros, dejó caer al suelo el cable que sostenía en los
hombros. Le dio una vuelta más al cuello del perro para
asegurarla bien, hizo un nudo, lo tensó y le acarició la cabeza
calva. Tomó la punta libre del cable y la arrojó a una rama alta
y firme. Cuando tuvo el dominio del cable, vimos que el perro
agachaba la cabeza por primera vez; durante todo el camino

263
hasta aquí había estado observándolo todo inquieto, hasta
juguetón, pero ahora estaba inmóvil, aguardando.

Cuentan que el loco, el que creíamos padre del Tío Lucas,


corría por el río que pasa por el playón Coqueni. Dicen que
corría porque una decena de mujeres le arrojaba piedras.
Dicen que, aunque estaba desnudo, era veloz. Dicen que
estaba desnudo porque había intentado violar a una niña que
volvía de la escuela. Dicen que la niña gritó tan fuerte que
pensaron que el loco le había clavado un cuchillo. Levantaron
las piedras del suelo y las arrojaron. Dicen que cuando las
piedras le llegaban a la cabeza el loco no sentía dolor. Dicen
que dejó un rastro de sangre por donde corría, pero que
pronto, con las lluvias, la crecida del río lo borró. Cuentan que
los perros con los que siempre andaba no hicieron nada por
defenderlo ni tampoco fueron detrás de él después de esta
expulsión. Dicen que se dispersaron, que ya no eran una jauría.
¿A quién le importan los perros?, preguntaban.
Nunca más se volvió a ver al loco. Y nadie tampoco
encontró su cadáver.

264
Años después, luego de un viaje prolongado que tuve, volví a
ese árbol donde don Eustaquio había ahorcado al perro calvo
que creíamos humano y volví a vivir estos momentos: los
brazos de don Eustaquio tensándose, las venas intentando
escapar o desbordarse, el cable elevando con fuerza al Tío
Lucas, sus patas desprendiéndose del suelo, los aullidos
reprimiéndose, haciéndose un breve chillido y luego nada, una
sonrisa que no reía en la cara del perro, muchos minutos que
se agolpaban uno tras otro en silencio, nuestras bocas
cerradas, los labios de hielo, la sangre que, quizás por no poder
salir por la boca, salía por el hocico del perro, don Eustaquio y
sus ojos cerrados con firmeza, la sangre del perro que goteaba
y, a pesar del cuerpo tambaleante, caía en un mismo sitio
sobre el suelo, los ojos enrojecidos y la voz de don Eustaquio,
ronca de pronto, que nos decía, cuando todo hubo terminado:
—No pasa nada.
Años después, cuando volví a ese árbol, descubrí que sobre
el suelo, donde había caído la sangre del perro, crecía un fino
pasto de verde exuberante. Eso, y el viento entre las hojas del
árbol que parecía emular una risa humana.

Mateo llora. Los perros no van a soltar a ese ch’api negro. Sus
aullidos resuenan y pareciera que paredes metálicas los

265
devolvieran. Dejo a Mateo en el suelo. Busco una piedra.
¡Vaya!, les grito y arrojo la piedra con fuerza. Había apuntado
a uno de los perros grandes, pero la piedra le llega con todo a
la víctima, que suma un aullido más. Los perros se dispersan.
El herido cojea y huye lo más veloz que puede. Lo vemos
esconderse detrás de un árbol para lamerse las heridas y luego
sigue caminando. Escuchamos a lo lejos los gritos de los niños
que, indiferentes a todo, no han dejado de jugar fútbol.
—Vamos a comprar pan —digo y, tomando la mano de mi
hijo, continuamos caminando por las calles vacías de la
mañana con olor a llovizna.

266
A la una en punto
Ariel Urquiza30

Colectiveros que pisan el freno frente al semáforo, chicos con


guardapolvo sobre una cebra de asfalto, edificaciones bajas,
antenas que señalan el sol del mediodía, un hombre que
ingresa en un restaurante, una pelirroja sola en una mesa
disfrutando una copa de vino, saludo que demuestra un
reencuentro después de muchos años, un beso en la mejilla
muy cerca de los labios, palabras que buscan romper el hielo,
una mancha de rouge en el cristal, una mano ansiosa que juega
con un salero, el mozo que se acerca, dos platos que marchan,
una servilleta blanca que terminará ensangrentada, un
brindis, una carcajada, una mano que cruza por encima de la
mesa y acaricia una mejilla, un zapato de taco alto que se
desliza por un pantalón de hombre hasta encontrar un
revólver en una tobillera, broma sobre el caño largo del arma,
risas, alusión a mañas que no se pierden, recuerdo con
nostalgia de otros tiempos, un suspiro.
Quince minutos para la una en punto.
30
Ariel Urquiza (Tres arroyos, Argentina, 1972). Escritor, traductor y periodista.
Publicó la novela Ya pueden encender las luces (2019), la misma que fue finalista
en el III Premio Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional.
También publicó No hay risas en el cielo (2016). Ha publicado cuentos en diversas
antologías y periódicos.
267
Un gordo en una mesa de un rincón que de vez en cuando
levanta la mirada, un giro en la conversación, el sobrenombre
de una persona muy poderosa, un silencio incómodo, labios
ásperos que se refugian en un trago de vino, unos ojos
almendrados que preguntan, una explicación confusa, dedos
gruesos que rozan otros más delgados, un mozo inoportuno,
un pollo con salsa de verdeo y papas noisette, un bife de
chorizo con papas fritas, ruido de cubiertos, una anécdota que
ha sido recordada muchas veces, comentario sobre la
curiosidad del gordo, la melena pelirroja que gira sin disimulo,
un gesto displicente con los hombros, unas palabras
tranquilizadoras, dos sonrisas simultáneas, el gordo que se
levanta y camina hacia la mesa con el pollo al verdeo que no
ha sido tocado, unos ojos desconfiados que lo siguen, labios
carmín que pronuncian con tristeza una disculpa que suena a
despedida, dientes que dejan de masticar un trozo de bife de
chorizo, una mano que busca en la tobillera y no logra hacerse
del revólver, el gordo que saca una pistola de la cintura y
gatilla.
Fuego, quemazón, suelo, gritos, sangre.
Y él: aturdido, engañado, vendido, ensangrentado.
Un minuto para la una en punto.
La cabeza sobre el mosaico, piernas desconocidas y
oblicuas, voces imperiosas, números de emergencia, papas

268
fritas desparramadas, una boca deseada que no aparece,
lágrimas que no caen sobre su cara. Ojos a punto de cerrarse
que perciben la luz del mediodía, la ventana y unos tacos altos
que salen a la calle.
La oscuridad.

***
Nada. Ella va a caminar unas cuadras y se va a subir a un taxi.
Y desde el taxi va a ver pasar una ambulancia con una urgencia
inútil, va a oír la sirena como quien oye un llanto desmedido,
un dolor vago le va a atravesar el pecho y le van a venir ganas
de dormir muchas horas. Va a volver a repasar los proyectos
que él le contó mientras esperaban la comida. Antes él no era
así, cuando estaban juntos él no pensaba en el futuro, vivía al
día, como si tuviera un corazón tan miserable que no le
alcanzara para ahorrar una mínima esperanza, un deseo por
cumplir. Pero ahora él tenía planes, a corto y a largo plazo.
Mañana iba a pasar a buscar a la hija y la iba a llevar al cine. El
año que viene iba a ir a Chile a visitar a la familia de su madre.
Él no le contó, claro, que le estaba robando los hombres a su
exjefe, excompañeros del grupo Halcón, y que los llevaba a
trabajar para Ugoni junior. Eso ella lo sabía por los otros. Pero
sí le había comentado que se estaba haciendo una regia casa
en General Rodríguez, y que le gustaría compartirla con una

269
mina de fierro. Le había dicho esas cosas entusiasmado, con
los ojos encendidos, con tanta certeza que ella no había
podido creer que todo eso nunca se cumpliría, que esas ideas
iban a terminar por el suelo y que no iba a escuchar más su
voz de seductor diciéndole estás más hermosa que nunca. Le
había asegurado también que estaba solo, pero ella sabía que
no era cierto. Seguía tan mentiroso como siempre. Rofo, que
lo conocía bien, la había tenido al tanto de sus andanzas.
Estaba saliendo con una abogada, una penalista, por supuesto,
y antes, o al mismo tiempo, quién sabe, con la mujer de un
relojero. Así era él, siempre al límite. Ese era el hijo de puta al
que una vez le había jurado que se la iba a cobrar, y a quien en
noches de insomnio imaginó destruir de mil maneras
diferentes, noches sin fin en las que se consolaba fantaseando
con el momento en que él le pediría perdón antes de sufrir una
muerte tremenda.
Ya en su casa, después de darse una ducha, ella va a
recordar una vez más el almuerzo interrumpido. Los días
anteriores había pensado en las estupideces que él diría
durante el reencuentro y se había visto a sí misma gozando
esos últimos minutos, para finalmente decirle lo que tenía que
decirle: cagaste, Fabián, yo te advertí que me las ibas a pagar.
Pero no le dijo nada de eso, y tampoco lo escuchó decir las
bobadas de otros tiempos, porque no se encontró con el

270
mismo Fabián, este era otro, más viejo, más tranquilo, sus
palabras daban algunas señas de madurez, se notaba que había
tomado conciencia de que los años pasan. Tal fue así que ella,
al descifrar esa mirada alegre en la superficie pero melancólica
en el fondo, la mirada de alguien cansado de andar sin rumbo,
sintió que todos sus deseos de revancha se estrellaban contra
el tiempo. Entonces fue que casi pasó lo que de ningún modo
podía pasar y ella no iba a permitir que pasara. Iba a
demostrarse a sí misma que en esos años algo había
aprendido. Porque cuando él le acarició la cara, ella estuvo a
punto de decirle andate, salí ya mismo de acá que esto es una
trampa. Pero en lugar de decir eso se quedó mirándolo,
curiosa por presenciar cómo la cercanía de la muerte
ensombrecía esos ojos azules que alguna vez la habían
enloquecido, ojos mentirosos, traicioneros, la puta madre,
Fabián, la había hecho perder la cabeza, dejar todo en Santa
Fe para venirse a vivir con él y para qué, para un día enterarse
de que siempre había sido una cornuda. Por eso se merecía ese
final, por eso ella tenía que ser fuerte. Y fue fuerte. Pudo
vencer esa voz interior que siempre la había hecho tomar la
decisión equivocada. Esta vez no, esta vez había ganado. Había
sido difícil, sí. Cuando finalmente llegó el momento y las
pupilas de Fabián se achicaron y ella pudo interpretar que el
gordo Balbuena se acercaba, se vio otra vez empujada por un

271
deseo tremendo de decirle cuidado. Había tantas ganas de
vivir en él, que ella, justo en el instante en que Balbuena
sacaba su pistola y en la cara de Fabián nacía una expresión de
alarma, estuvo por levantarse e interponerse entre los dos.
Podría jurar que incluso llegó a pedirle perdón antes de que
Fabián se agachara a buscar el revólver que ella le había
desacomodado. Por eso, para no enloquecer, se había dicho
que no debía mirarlo tendido en el suelo, queriendo tomar aire
con la boca llena de sangre; menos aún mirarlo a los ojos, ya
de un color diferente, menos azules, más grises, cargados de
una intensión que no iba poder olvidar nunca. Mejor irse
rápido, atravesar la puerta de ese restaurante de mala muerte
y salir al sol de un día como tantos otros.

272
La reina de España31
Pablo Colacrai32

“¿Tenéis un río? ¿Por qué lo habéis encerrado?”


Federico García Lorca.

Ella tenía que verlo, había dicho. ¿O había dicho que quería
verlo? No. Ella había dicho que tenía que verlo, necesitaba
decirle algo. Después de cuatro meses y veinte días de estar
separados, de repente, de la nada, esa necesidad, esa casi
imposición, como si él fuera a estar siempre disponible.
Bueno, está bien, le respondió, simulando que la situación no
tenía nada de extraordinaria. A las tres en el Parque España.

31
Del libro Nadie es tan fuerte, Modesto Rimba, CABA, 2017.
32
Nació en 1977. Creció y vive en Rosario, Argentina. Es licenciado en
Comunicación Social y miembro fundador de la editorial Río Ancho Ediciones.
Desde el 2010 coordina talleres de escritura creativa y en el 2016 fundó en Taller
de Escritura Creativa Alma Maritano. Publicó los libros de cuentos La noche en
plena tarde (Río Ancho Ediciones, 2012, Rosario) y Nadie es tan fuerte (Modesto
Rimba, 2017, CABA). Textos suyos aparecieron en medios locales (Rosario 12, El
Corán y el Termotanque, Revista REA), nacionales (Página 12, Revista Anesha) e
internacionales (Revista Arcadia de Colombia y Casa Palabras de Ecuador).
Entre otras distinciones, recibió en 2006 el primer premio en el Concurso De las
sombras a la luz, organizado por la Municipalidad de Rosario y, en 2009, obtuvo
el primer premio en el concurso convocado por la revista Una Mano. En el 2017
fue elegido para formar parte de los proyectos Rosario se lee organizado por la
editorial Casa Grande de Rosario. En el año 2018 fue seleccionado para participar
de la colección del proyecto Audiocuentos, organizado por Una Brecha. También
en el 2018, el libro Nadie es tan fuerte fue uno de los cinco finalistas de quinta
edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez.
273
Ok, a las tres ahí, dijo ella y cortó. Así, en seco, sin decir nada
más. Sin anticiparle nada.
Después, él intentó seguir con su día tal como lo había
planeado: estudiar hasta las doce, comer algo, dormir una
siesta y estudiar un poco más antes de ir a la facultad.
Imposible. Leyó y releyó la misma página hasta que se cansó y
decidió salir a caminar. Anduvo despacio, mirando vidrieras
que no le interesaban, viendo pasar a la gente, deteniéndose
en cualquier esquina. Para matar el tiempo entró a un bar y
comió frente a un televisor. Así y todo, llegó temprano al
parque. Dio varias vueltas antes de decidir sentarse en un
banco frente al río.
La tarde era gris y ventosa. Ni un rayo de sol se filtraba
entre las nubes. Ella iba a tener un poco de frío. Seguro. ¿Por
qué se te ocurrió venir acá?, iba a reclamarle. ¿Por qué no en
un bar, o en tu casa? ¿Por qué esa manía por hacer las cosas
difíciles? Y él, como siempre, no sabría qué contestarle. No lo
había pensado, simplemente quedaba cerca de la facultad y
después tenía que cursar. O no, a lo mejor fue porque ese
parque significaba mucho para él. Se había criado ahí,
prácticamente. Yo vivía allá, mirá, iba a decirle cuando viniera,
en esa ventana. Entonces ella quizá lo acusara de romántico o
de nostálgico y, además, le dijera que todo eso ya lo sabía, que
se lo había contado al menos cien veces. Pero a él no le

274
importaba. Ella había llamado, así que él podía hablar sobre lo
que quisiera, como quisiera. Y si quería volver a contarle la
historia del parque, tenía derecho a hacerlo. Porque allá, ¿ves?,
había una fuente. Ya nadie se acuerda, pero había una fuente
grande. Yo tengo una foto en la que estoy adentro, cuando era
muy chiquito, algún día te la voy a mostrar. Se detuvo.
¿Decirle que algún día se la iba a mostrar significaba que ella
volvería a entrar a su casa? ¿En carácter de qué? Mejor no
mencionar la foto. No, al menos, hasta saber qué era eso tan
importante que ella tenía para decirle.
Sacó los cigarrillos. Antes de prender uno se dio vuelta,
buscándola. El parque estaba casi vacío. Una mujer, a lo lejos,
paseaba a un perro grande y negro. Unos chicos de uniforme
(¿habrían faltado a la escuela?) sentados en ronda se reían a
carcajadas. Y nada más. No era un buen día para estar al aire
libre. Jugó con el cigarrillo entre los dedos. No quería fumar.
Se había propuesto no hacerlo delante de ella. Habían
discutido mucho porque a él no le gustaba verla fumar. Le
resultaba desagradable el gusto a tabaco en su boca, parecía
sucia. No creas que es femenino, le había dicho muchas veces,
le quedará muy bien a las divas del cine pero en la vida real es
distinto. Y ella se reía y le largaba el humo en la cara. No seas
tonto, Marcos, decía. Y después lo besaba y el repugnante
gusto del cigarrillo se confundía con el deseo y la excitación.

275
No seas tonto, Marcos, le repetía, susurrando, al oído, y
entonces, de repente, la pelea ya no tenía ninguna
importancia. Hasta que un día él también quiso probar. ¿Sería
lo único que le había quedado de la relación? Parece una
metáfora, pensó y levantó la cabeza para ver si ella llegaba.
Nunca era puntual, pero esa tarde, a lo mejor... Metáfora: del
griego meta y pherein; trasladar más allá. Sonrió y prendió el
cigarrillo. Dio una larga pitada, puso los labios en “o” y soltó
un perfecto anillo de humo que se disolvió rápidamente en el
viento. ¿Esa también sería una metáfora? ¿Un presagio? Negó
con la cabeza. Mejor no pensar en eso. Mejor no. Mejor pensar
en que ella ¿arrepentida? lo había llamado. Había sido un gran
esfuerzo, un gesto de grandeza, de madurez. Se le notó, sobre
todo en el tono de voz, más bien frío y cortante, casi solemne;
no muy apropiado para una reconciliación. Pero él la conocía
bien: sabía que era orgullosa y no le gustaba aceptar los
errores. Mucho menos, dar un paso atrás. Y por eso era más
valioso todavía. No te hagas problemas, iba a decirle para
consolarla, ni bien pudiera, en una relación siempre hay que
hacer sacrificios. Y, aunque entendía que debía moverse con
prudencia y no anticiparse a nada, estaba confiado. El lugar le
traía buenos recuerdos y eso ayudaba. Delante de él, por
ejemplo, donde ahora había un pequeño tapial, hacía muchos
años había una inmensa reja que siempre le había llamado la

276
atención. Era una reja de hierro, alta y gruesa, de esas que
protegen las ventanas de las casas coloniales. Pero detrás de
ésta no había nada; sólo la barranca (que ahora ya no existía)
y el río. ¿Para qué habría estado esa reja? ¿Eso también podría
ser un augurio? ¿De qué?
Dio la última pitada al cigarrillo y miró el reloj. Ya eran las
cuatro y media. Volvió a darse vuelta. Los chicos se habían ido.
Una mujer caminaba hacia él por el sendero de piedras blancas
que se abría entre los árboles. Era ella. La reconoció por el paso
rápido y seguro. Llevaba las manos en los bolsillos de un largo
saco bordó. El viento le empujaba el pelo sobre la cara, pero
parecía no importarle. Por Dios, cuánto tiempo sin verla.
Ella lo saludó con un beso y se sentó a su lado mirando
hacia delante.
—Hace un poco de frío acá, ¿no? —dijo después,
restregándose las manos.
Él contuvo la sonrisa y le dijo que no tanto, de a ratos el
viento paraba y estaba lindo. Ella asintió. Ahora iba a empezar
a cuestionarlo. Ahora, mientras asentía como dándole la
razón, iba a decirle que ése no era un buen lugar para un
reencuentro y hasta era capaz de echarle la culpa de la
separación. Ella podía hacer eso. Eso y más.
Pero no. Simplemente se recogió el pelo con una hebilla y
dijo que así estaba mejor, era tan molesto el pelo en la cara.

277
Él la observó en silencio. Había algo distinto en ella. No
llevaba ni una línea de maquillaje y estaba hermosa y
radiante. Más hermosa y más radiante de lo que la recordaba.
Algo había cambiado. Y mucho. Pero ¿qué?
Levantó la vista. El río estaba picado por el viento sur. Por
todas partes se veían pequeñas líneas blancas, como de
espuma. A pesar de eso, una canoa cruzaba, calma, hacia la
isla.
—Antes, ahí había una reja —dijo.
—¿Dónde?
—Ahí, donde ahora está ese tapial. Había una reja, me
acordé recién, mientras te esperaba.
Ella lo miró de reojo.
—¿Eso fue antes o después de los reyes? —preguntó.
—¿Te conté de los reyes?
—Obvio, varias veces.
Qué extraño, pensaba que no le había contado de los reyes
de España. Habían venido cuando él era muy chico a poner la
piedra fundamental a las reformas del parque o algo así. En
realidad, él apenas los recordaba. A los que sí tenía muy
presentes era a los cabezudos, esos muñecos enormes que las
colectividades españolas sacaban de tanto en tanto a las calles.
Ese día estuvieron todo el tiempo acompañando el acto.
—¿Y de los cabezudos también te hablé?
278
—Sí, claro. De lo mucho que te gustaban y de dónde
estarán ahora y todo eso.
—Es que fue un día muy especial. Eran los reyes de España
los que venían al barrio. Entraron por el mismo camino por el
que viniste vos. No el mismo, claro, porque ahora todo está
muy distinto, pero el lugar es el mismo.
Se escuchaba decir esas cosas y le parecía que algo no
andaba bien. Nada estaba sucediendo como lo había previsto.
Él no debía hablar. En absoluto. Ya no tenía nada que decir;
había dicho todo en su momento. Ella lo había buscado, ergo:
ella era la responsable de sostener la conversación. Sin
embargo, no lo hacía. Miraba el río en silencio, con la cara
apoyada en las manos, como si nada. Entonces, él también
decidió callarse y esperar.
La canoa ya no se veía por ningún lado. Sólo algunos
pájaros, de tanto en tanto, surcaban el río a toda velocidad,
casi rozando el agua. Empezó a sentirse incómodo y buscó el
atado de cigarrillos.
—¿Querés? —le ofreció.
—No, gracias —dijo ella alzando la palma de la mano.
¿No gracias? ¿No gracias? ¿Ahora también había dejado de
fumar? Levantó los hombros como con desinterés (al fin y al
cabo, ¿qué le importaba?) y prendió un cigarrillo. Soltó el
humo ruidosamente, en un largo suspiro.

279
—Todo cambia —dijo, casi sin querer. Y se arrepintió de
inmediato.
Ella asintió.
—Es cierto. Todo cambia.
Entonces él hubiera podido decir algo pretencioso y
erudito acerca del tiempo, de lo que perdura y de lo que se
modifica. En otro momento lo hubiera hecho y ella, quizá,
hasta lo hubiera mirado con interés. Pero eran otros tiempos.
Ahora todo eso le parecería aburrido, predecible.
—¿Y te conté de la fuente? —dijo, decidido a no repetir los
mismos errores.
—¿La de la foto? —dijo ella, sonriendo—. Sí, sí me
contaste.
Él también sonrió. No todo cambiaba, había cosas que
seguían igual.
—Pero nunca te la mostré.
—No, nunca.
Podría mostrártela cuando quieras, pensó. Podrían ir a la
casa de su madre ahora mismo y se la mostraba. En el camino
tomaban un café en algún lugar cálido, al reparo del viento.
Eso iba a ayudar a romper ese clima tenso y distante. Debería
haberla citado en un bar. Él conocía muchos bares por la zona
para tomar un café un día como ése. En algunos hasta podrían

280
seguir viendo el río mientras charlaban. Deberían haber ido a
un bar. Todavía estaba a tiempo.
—Si querés... —empezó a decir, pero tuvo que detenerse.
Ella lo miraba de una forma muy extraña y él supo que estaban
conectados otra vez, como antes, como cuando se habían
conocido. Después de tomar el café no irían a la casa de su
madre, verían la foto otro día. En cualquier momento del
futuro, porque había cosas que no cambiaban. No importaba
qué dijera la filosofía o la ciencia. Había cosas inmutables, para
siempre, por los siglos de los siglos.
—Marcos... —dijo ella sin bajar la vista. Él sentía que el
corazón le golpeaba en el estómago—. Marcos —repitió ella y
tomó aire y él vio esos labios a medio abrir y pensó que era,
sin dudas, la mujer más sensual que había visto en su vida—:
estoy embarazada.
Primero abrió grande los ojos y hasta estuvo a punto de
sonreír. Eso era todavía mucho más de lo que había
imaginado. Había cambios para bien, cambios magníficos,
fascinantes. Cambios que prometían una vida nueva, mejor.
Pero después, o casi al mismo tiempo, algo detuvo su euforia
incipiente. Algo en el tono de ella, en cómo se lo había dicho
o en la forma en que lo miraba. ¿Qué era? ¿Lástima? ¿Pena?
¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?

281
Claro, no era suyo. Cómo podría serlo.
Respiró profundo; el aire frío le llegó hasta los huesos.
Después le miró, sin disimulo, la panza.
—No seas tonto —dijo ella—, todavía no se me nota.
—Claro —dijo él y volvió a mirar el río. Seguía gris, opaco.
Una lancha avanzaba a toda velocidad, corriente arriba.
—Por eso te llamé —la voz de ella le llegaba desde muy
lejos—. Quería que lo supieras.
—Claro —se escuchó repitiendo como un autómata—.
Claro.
Después ella dijo algo más que él no pudo oír y se paró. ¿Él
también debería pararse? ¿Tenía que saludarla, felicitarla? No
podía, no tenía fuerzas. Ella caminó unos pasos. Ahora estaba
en el lugar exacto en el que, hacía muchos años, hubo una reja.
—¿Acá estaba? —preguntó, levantando la voz.
Él dijo que sí.
Ella dijo que la idea de una reja que no diera a ningún lado,
por alguna razón, le gustaba.
—¿De cuánto estás? —preguntó él, sin pensarlo.
Ella se acercó lentamente mordiéndose los labios y se
agachó un poco. Cuando sus caras quedaron casi a la misma
altura, él vio que ella resplandecía. A pesar del gesto adusto,
por debajo, sutilmente, casi a pesar de ella, resplandecía. Iba a
ser la madre más hermosa del mundo.

282
—¿Tiene importancia? —dijo ella tomándole las manos.
No lo sabía. No sabía si tenía importancia o no. Creía que
sí.
—No sé —dijo—. Es lo que se dice en estos casos, ¿no?
—Sí, es lo que suele decirse —dijo ella y volvió a sonreír.
Él reconoció esa sonrisa y pensó que todavía había
esperanzas. Ahora ella iba a decirle que lo sentía y le pediría
perdón. Había sido un error, es cierto, pero nada más. Y él era
capaz de perdonarla, de perdonarle todo, todo, todo, todo...
hasta eso.
Sin embargo, ella sólo dijo:
—Gracias, siempre fuiste bueno conmigo. —Después se
incorporó y se acomodó el saco.
A él le pareció altísima, inalcanzable.
—Me voy —dijo ella—. Hace un poco de frío para mí.
Él supo que si se iba, sería para siempre. Ya no habría
llamados, ni discusiones, ni esperanzas. Quiso hacer algo más.
No darse por vencido. Luchar por lo que amaba. Sin saber qué
decir, empezó a balbucear algunas palabras sueltas.
Ella lo interrumpió, glacial.
—No, Marcos, en serio —dijo—. No vale la pena.
Él no se atrevió a seguir y se calló. Por un largo rato
permanecieron en silencio. Hasta que de repente, sin que nada

283
lo anunciara, ella se cubrió la cabeza con la capucha del saco
y miró el cielo.
—Parece que va a llover —dijo—. Mejor me voy.
Y lo hizo.
Metió las manos en los bolsillos y se fue. Cruzó la hilera de
árboles de cara al viento. Llegó hasta las piedras blancas y
después se perdió, despacio, por el mismo camino por el que,
muchos años atrás, él había visto pasar a los reyes de España.

284
Pinter Residence
Giovanna Rivero33

He descubierto un secreto abominable, le dije a Pedro con una


voz que más parecía de felicidad que de asco.
Habíamos llegado hacía menos de un mes a ese pueblo en
el corazón de Arkansas y la nieve se amontonaba en los
balcones, en los umbrales, en los techos. Menos algodonoso,
más texturado, me imaginaba a Marte, el planeta guerrero,
pero de una blancura igual de siniestra.
Un crimen en la nieve debía ser la tutti, algo para tener
orgasmos inconfesables.

33
Giovanna Rivero nació en Montero, Bolivia, en 1972. Ha publicado libros de
cuentos y novelas. Se destacan Sangre dulce (2006), Niñas y detectives (2009,
Finalista de los Premios Cálamo 2010), Tukzon (2008), Helena 2022 (novela de
ciencia ficción para lectores jóvenes, 2012) y Para comerte mejor (2015 y ganador
del Premio Dante Alighieri 2018), 98 segundos sin sombra (2014 y ganador
del Premio Audiobook Narration: Best Spanish Voiceover por la Society of Voice
Arts and Sciences (SOVAS) en Estados Unidos), novela que además ha sido llevada
al cine por el director boliviano Juan Pablo Richter. En 2006 ganó el Premio
Nacional de Cuento Franz Tamayo por Dueños de la arena. En 2011 fue
seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los
25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina”. En 2015 recibió el
Premio Internacional de Cuento “Cosecha Eñe”. En 2004 participó del Iowa
Writing Program. Recibió la beca Fulbright en el año 2007 y obtuvo el doctorado
en literatura hispanoamericana por la University of Florida, en 2015. Junto a la
escritora Magela Baudoin, dirige la colección de narrativa Mantis (Plural), que
publica exclusivamente la producción literaria de mujeres. Vive en Lake Mary,
Estados Unidos.
285
Esto no le dije a Pedro, claro. Pero le hablé del secreto
abominable.
¿Cometen incesto? Su imaginación me gustaba. Venía él
de biología, pero ese detalle le sumaba un no sé qué carnal o
carnoso a sus suposiciones. Le habían dado la beca para que
investigara un modelo de clonación de llamas destinadas a
mejorar la calidad de vida en los insondables territorios
andinos de Bolivia. Pedro hablaba con pasión de ese proyecto
animal y por su culpa yo había comenzado a experimentar
pesadillas de tipo vanguardista, una mezcla de álgebra y
naturalismo. La mayor parte de las veces una misma llama se
multiplicaba exponencialmente generando una
superpoblación incontrolable. Nadie podía matar a las llamas
porque estas te desarmaban con esa mirada dulzona de
pestañas a lo Marilyn Monroe.
Mi beca era obvia: estudiaría literatura en febril búsqueda
de una teoría con la que justificar mis inconsistencias, mis
derivas, mi falta de “sujeción” en el género de la novela (la
posmodernidad nunca fue una excusa suficiente y, a estas
alturas, uno debería morirse de la vergüenza de usar
semejante disculpa). De todas maneras, no estaba segura de
que un doctorado fuera a solucionar semejantes males
congénitos. Por lo pronto, practicaba mi inglés en esa casa. Sin
embargo, mi estadía en la residencia de los Pinter era

286
temporal, estaría allí hasta el deshielo, luego me mudaría a
uno de esos departamentos de los bloques modernistas que los
hípsters defendían de la demolición con disciplinadas
protestas en el hall del condado. “Dinamyte your ass!”, “Ass-
hole!”, decían algunas pancartas.
No, no cometen incesto, dije. Ahora mi voz caía en picada
hacia los tonos graves. Había tomado un par de copas de vino
a escondidas. Jamás me imaginé que a mis treintaytantos yo
iba a contrabandear una botella de vino bajo el abrigo. Pero,
dicho sea en mi descargo, bebía para calentarme. A pesar de
que eran ricos, controlaban el gasto en calefacción y, por
supuesto, estaban enormemente más acostumbrados que yo a
esa suerte de anticipo del pago karmático. Las gélidas
temperaturas con que, según la mitología greco-católica, se
castiga el pecado capital de la envidia ahora resbalaban muy
por debajo del temible cero. ¿Qué había envidiado yo con
tanta fruición? Ni siquiera intentaba responderme, era pura
indagación retórica. Uno siempre envidia algo.
(Hubiera querido, por ejemplo, ser hermosa. Siempre creo
que hay una mujer muy hermosa dentro mío, un Alien positivo
y sensual).
¿Entonces?, preguntó Pedro con su morbo salivoso que
también me gustaba. Muchas cosas en Pedro me gustaban,
pero ambos sufríamos. Él era viudo y había dejado tres hijos al

287
cuidado de una tía. “Hoy estuve con mis fantasmas”, decía
cuando yo le reclamaba que por qué se había quedado todo el
fin de semana hibernando en su departamento. Nos
necesitábamos. ¿No se daba cuenta de que nos necesitábamos
de un modo patético? El hecho de que yo no hubiera aceptado
que él me besara la espalda (solo quería besarme la espalda,
solo eso) no podía ser un motivo de lejanía en semejante
corazón helado y extraño. Ya no éramos adolescentes, pero
nos comportábamos como tales. Sin hijos y rodeados de
montañas y colinas donde los chicos malos de Truman Capote
habían cometido sus imperdonables crímenes, volvíamos a ser
ingenuos. No quieres que te bese la espalda porque soy
aymara, decía Pedro. Y yo le sonreía y le contestaba con alguna
frase recién aprendida: Oh, sweetie, that’s not true. Más allá de
los fardos que cada uno cargaba como podía, aquí estábamos,
aprendiendo una lengua que lastimaba nuestros paladares.
Es peor que eso. Es algo menos evidente, dije. Es… es como
un agujero negro, expliqué. La nieve golpeaba suavemente el
vidrio de mi ventana. Es un vacío absurdo.
Me pones nervioso, dijo Pedro. Yo que tú hacía hervir unas
hojitas de ruda y…
¿Y dónde demonios voy a conseguir ruda en estas gringas
estepas, a ver?, me impacienté. Pedro tenía la facultad de
desvincularse del plano real, de resistirse a las circunstancias,

288
de imponer su propio eje existencial como quien esparce una
capa de mermelada sobre el waffle (se iba enajenando mi
lenguaje con una humildad vergonzosa). Pero además,
agregué, lo que he descubierto no se arregla con ruda.
Le describí entonces la mansión Pinter. Amplia, grande,
abovedada. Los enormes ventanales entregaban sin pudor la
sala de estar a una ladera oscura, donde recientemente había
muerto Betty, la perra, atravesada por unas estacas que el
propio Pinter había instalado ante la sospecha de un zorro que
ya había regado sangres por el barrio. Lo único que me
tranquilizaba de la mansión era la chimenea. Me sentaba a
escribir de espaldas al fuego, sin temor de que una llama
trepara por mi pelo y me cubriera en una caricia última y letal.
Toda convertida en una tea de mis pasiones, yo. Ni siquiera mi
propia habitación de un tocador con espejos móviles y
foquitos hollywoodenses como jamás había soñado conseguía
apaciguar mis extrañezas. De hecho, en las noches de
tormenta, prefería colgar mis abrigos en los espejos para que
la electricidad no rebotara.
De noche me levantaba a robar frutas, como si no tuviera
derecho. Así lo sentía, robaba manzanas e higos que no
siempre comía. Las manzanas tardaban veinte días en
comenzar su putrefacción. Una no se rindió hasta los 28 días,
como en un ciclo menstrual la muy perversa.

289
La Pinter a veces me sonreía con los dientes manchados de
un vino arkansense o arkanseño, vaya a saberse el gentilicio, y
yo no me atrevía a pedirle una copita. Guardaba no sé qué
estúpidas apariencias. Quizás el tercer mundo arreciaba con
sus complejos en mi atormentada psiquis y no me atrevía a
admitir que el shock cultural era demasiado, que me
quebraba, que deseaba volver a casa en el primer avión,
derrotada por la imposibilidad imperial. Buscaba entonces el
sótano por si allí escondían lo que faltaba.
Pedro me escuchaba con amor, como escuchan los
especímenes en extinción a las últimas criaturas. Quizás por
eso no podía cortar definitivamente con sus fantasmas, de
auras tan poderosas, además, que habían conseguido brincar
mares, bosques, manchas infinitas de tierra desconocida para
instalarse con toda confianza en su departamentito. Qué te
dicen, preguntaba yo. Me miran, decía Pedro, solo me miran
mientras cruzan de la cocina al comedor (y esto me activaba
el estribillo de la naranja asesinada, “no me mates con
cuchillo, mátame con tenedor”). Ella nunca dice nada. No
pregunta por sus hijos, no me reclama, decía Pedro con
seriedad conmovedora. Es que vos no tuviste la culpa,
respondía yo, sin saber muy bien por qué decía eso.
¿Y qué encontraste en el sótano?

290
Nada. Nada, Pedro. O bueno, sí, una mesa de billar y
juguetes.
¿Juguetes descuartizados?
Ojalá, Pedrito, ojalá. Juguetes casi nuevos, plata botada.
Oh.
Por eso te digo, Pedro, yo de acá me tengo que ir. Me tengo
que ir.
¿Y les preguntaste?
Directo no, no me atreví. Me parece una falta de
educación. Pero es que no puedo creerlo. No puedo creer que
en una mansión como esta no tengan lugar para algo tan
necesario, tan liberador…
¿Ni siquiera los niños tienen uno?
Ni siquiera ellos, Pedrito. Yo tengo los míos, si no, moriría.
Los niños viven enchufados a sus laptops, son unos androides
totales. Esta gente es rara. Tenés que venir a visitarme para
que lo comprobés.
Pedro vino ese fin de semana. Me traía, bajo el abrigo, una
botella de vino blanco (blanco, siempre, por el asunto de las
huellas) y una ramita de ruda seca. Directo desde El Alto, me
dijo en un susurro. Traficábamos energía para sobrevivir en la
nieve, en la blancura invasiva. Me sentí alegre. Miramos al
Pinter y sonreímos. El gringo andaba down por la muerte de
Betty e intentaba ahogar su dolor, o su culpa, mirando un

291
partido de fútbol americano en el que los cuerpos se
inclinaban taurinamente para atacar.
Acá tu fantasma se pondría muy triste, le dije a Pedro.
Pedro asintió.
Almorzamos unos sándwiches de tuna, especialidad de la
Mrs. Pinter. Y cuando la oscuridad avanzó por detrás de esa
capa esponjosa que cubría el cielo no eran ni siquiera las cinco
de la tarde. Pensé en el índice de suicidios en Escocia durante
los meses invernales. ¿Qué demonios hacíamos allí? Escocia,
Arkansas, daba lo mismo, todo era de una agresión
insoportable.
Y bien, dijo Pedro, hazme un tours por la casa.
Pedro halló que yo era afortunada. Su minúsculo
departamentito daba a otro edificio, se perdía todo el
espectáculo de los copos cruzando el aire casi
horizontalmente. Él solo veía una mole de ladrillo con algunos
graffitis encriptados, demasiados ajenos. También le gustaron
los salones de juego y el hall de las cristalerías de Mrs. Pinter
con su colección de angelitos Swarovsky. Un angelito tenía un
ala desportillada y la fractura había creado un filo peligroso.
Pedro tomó el angelito y lo lio en su bufanda. Ni siquiera temí
que fuesen a culparme. Hay un ángel roto y lo tomás. Cosas
naturales que se dan.

292
El sótano estaba habitado por los androides machitos. (La
androide hembrita era mi vecina y compartíamos un baño
todo rosa). Un plasma gigante y un set de pistolas para jugar
tiro al blanco eran los protagonistas de esa zona.
Pedro aclaró que mi vecina no podía ser una androide, sino
una “ginoide”. Demasiada fantasía en Animal Science, pensé
con un poco de envidia.
La inquietud comenzó a roernos las gargantas cuando
atravesamos el jardín hacia el amplio cobertizo que los Pinter
usaban como despensa. Quizás un repentino moho o uno de
esos hongos importados a la Tierra por los meteoros que en
Arkansas suelen encontrarse en las faldas de las montañas
habían obligado a los Pinter a guardar sus preciados tesoros
en el depósito.
Pero no. Allí habían erigido el imperio de las latas. Frejoles,
maíz, sopas, arroz, puré, suflés, carnes, fideos, mermeladas,
frutos secos y todo tipo de salsas se apilaban unos sobre otros
en una taxonomía perfecta.
Pedro me miró shockeadísimo. Hablan mucho del 2012,
dije por toda respuesta, pues ahora no solo me parecía
abominable el secreto, sino embebido en esa sustancia inerte
y gelatinosa que es el terror religioso.
Volvimos a la casa. Por suerte habían prendido la
chimenea y la Pinter se tomaba una copa, hipnotizada por las

293
lenguas de fuego. Los televisores murmuraban noticias y del
sótano subía el sistemático sonido de disparos inútiles sobre
un mismo blanco. Los androides tenían mala puntería.
Pedro se despidió nervioso. Lo acompañé a la parada del
autobús, justo en la base de la colina. Bajamos haciendo
equilibrio. Mientras el autobús se acercaba como un tanque
de guerra rodando sobre gruesas cadenas antideslices, Pedro
me dijo que ahora comprendía la fealdad de la ausencia. En la
casa Pinter no había ningún fantasma. Ni de los silenciosos, ni
de los resentidos: en la casa Pinter no había un solo libro con
el cual enfrentar ese anhelado final de los tiempos.
Cuídate, dijo Pedro. Y cuídate me hizo recordar un cuento
de Vila Matas, una historia que espanté como a una mosca
para no herirme más.
Caminé en cámara lenta hacia mi nuevo hogar, mi hogar
abominable, pensando que emigrar es siempre una mala
decisión, pero una decisión que hay que tomar. Entonces,
buscando con qué miga o papelito olvidado distraerme,
manoseé los bolsillos hondos de mi abrigo, y a través del
grosor de los guantes me di cuenta de que Pedro había
olvidado su bufanda, y a través de la lana de alpaca de la
bufanda sentí aun más, sentí el filo amenazante del ángel
quebrado.

294
La casa de techo rojo y cerca color chocolate, sin un solo
libro en su interior, emergió con la colina. “Pinter Residence”
se leía en el cartelito ajetreado por la nieve. Me quedaban seis
meses entre las estanterías con porcelanas y los enlatados de
supervivencia. Decidí que no iba a poner el ángel en su lugar.

295
Los nietos de los peces
Andrés Montero34

“Excluyamos severamente la ironía y la sátira


de toda discusión, de todo asunto serio
y de toda conversación con personas con quienes
no tengamos ninguna confianza”.
Manual de Carreño.

Un peruano, un boliviano y un chileno entran a un salón,


seguidos por sendos peruanos, bolivianos y chilenos. El primer
peruano, que oficia de anfitrión, les ofrece asiento al boliviano
y al chileno en torno a una mesa larga y ovalada, donde

34
Andrés Montero (Santiago de Chile, 1990). Escritor y narrador oral. Autor de las
novelas Taguada (Sudamericana), Tony Ninguno (La Pollera), el libro de cuentos
La inútil perfección y otros cuentos sepiosos (Lom Ediciones), y los libros juveniles
Alguien toca la puerta. Leyendas chilenas y En el horizonte se dibuja un barco (SM).
En 2017 obtuvo el X Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska por
Tony Ninguno, novela que también obtuvo el Premio Pedro de Oña y fue finalista
del Premio Clarín de Novela (Argentina) y los Juegos Literarios Gabriela Mistral.
Esta novela ha sido publicada, además de Chile, en Argentina, Italia y Dinamarca.
Alguien toca la puerta recibió en Chile el Premio Municipal de Santiago y el Premio
Marta Brunet, los dos reconocimientos más importantes para un libro destinado a
público juvenil. Será publicado en SM México en 2020.
En sus libros entrelaza la ficción literaria con la tradición oral. En 2018, fue uno de
los autores seleccionados para el programa Latinoamérica Viva de la FIL
Guadalajara, y ha participado en Ferias del Libro, Festivales de Narración Oral y
encuentros literarios de países como Argentina, Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay,
Uruguay, Colombia, México, España, Estados Unidos, Italia y Holanda.
Es director de la Escuela Casa Contada y fundador de la Compañía de Narración
Oral La Matrioska.
296
perfectamente podrían acomodarse unas veinte personas,
pero por ahora sólo toman asiento el peruano, el boliviano y
el chileno. Sus acompañantes esperan de pie y en silencio,
mezclados sin orden patrio cerca de la puerta, esperando
alguna bendita orden que seguir.
Decenas de metros bajo ellos, cardúmenes de peces se
mueven lento, con movimientos certeros y más bien rectos, y
si alguien los viera en este momento creería que ellos son
incapaces de ver nada: sus ojos son grandes, pero quietos. No
parece que tuvieran razón alguna para nadar, excepto
sobrevivir: perseguir y escapar de otros peces, a veces más
grandes, a veces más pequeños, habitantes del fondo del mar.
Al sentarse a la mesa, allá en la superficie, en ese gran
barco sobre el que ondea una bandera roja, blanca y roja, el
boliviano tiene la sensación de que el salón se mece un poco.
El chileno, por su parte, toma su teléfono móvil, masculla algo
incomprensible y finalmente pregunta al peruano si hay
conexión wi-fi. El atento anfitrión consulta a uno de sus
coterráneos, quien se apresura a salir del salón para averiguar.
Entre tanto, el boliviano declara que definitivamente se siente
un poco mareado y el peruano sólo comenta que así es el mar,
y que es cosa de acostumbrarse. El boliviano va a responder
algo, pero en ese momento el asesor peruano regresa al salón
y dice a su superior que sí, que hay conexión wi-fi, que la

297
busque como marperuano2014 y que la clave es
vivaelperucarajo. El chileno quisiera poner cara de
incredulidad o de sorna, pero le resulta una mueca extraña que
el peruano no puede interpretar sino como un gesto de
derrota, lo que lo obliga a levantar ambas manos como
diciendo “así está la cosa, mi amigo”.
—Están contentos, parece —murmura finalmente el
chileno, por decir algo.
—Contentísimos —responde el peruano—. Ustedes
estarán tristes.
—No se crea, tenemos mucho mar.
—Estarán más tristes, le aseguro —dice el boliviano, y el
peruano le devuelve una mirada cómplice.
—No se crea, para usted sí que no habrá nada.
—Veremos.
—Veremos.
—Veremos.
—¿Les importaría que esta conversación fuera privada? —
pregunta el peruano—. Al menos durante el almuerzo.
—En absoluto.
—No hay problema.
—Por favor, si pueden retirarse todos... —dice el peruano,
mirando hacia la puerta—. Les avisaremos si los necesitamos.

298
Hay un movimiento rápido allá en torno a la puerta, pero
en realidad han sido sólo los asesores peruanos los que han
abandonado el salón.
—Por favor, ustedes también —dice el boliviano, cansado.
—Por favor, ustedes también —dice el chileno, cansado.
La puerta se cierra cuidadosamente, y el peruano, el
boliviano y el chileno quedan solos, sentados en una esquina
de la mesa larga y ovalada, decenas y hasta cientos de metros
más arriba que los peces.
—¿Usted conocía el mar? —le pregunta el chileno al
boliviano.
—¿Usted me está tomando el pelo? —responde el
boliviano.
—Para nada. Simple curiosidad. ¿Vio lo grande y azul que
es?
—Sí, sigue siendo igual que las quinientas veces que lo vi
antes.
—Igual no —interviene el peruano—. Igual no.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, si hubiéramos estado aquí mismo hace un año
nos habríamos encontrado sobre aguas chilenas, pero hoy día
son peruanas. Así que igual-igual, no. ¡Por favor!
—Pues yo lo veo igual —dice el boliviano.

299
—Por supuesto que lo ve igual, aquí no ha pasado nada —
espeta el chileno.
—¿Cómo que no? ¿No se fijó que estamos en un barco
peruano?
—¿Y qué? Lo mismo podríamos estar en el barco chileno
que está dos millas al sur.
—En otra ocasión, estaremos encantados de almorzar con
usted en ese barco —sonríe el peruano—, pero ahora estamos
aquí.
—Pero que sea pronto ese almuerzo —se mete el
boliviano, que aprovecha su oportunidad—, porque no falta
mucho para que sea mar boliviano.
—No se crea —repite el chileno, a falta de argumentos—.
No se crea.
—Si Perú ganó el juicio en La Haya, nosotros también
ganaremos. Tenemos todavía mejores argumentos que ellos.
—A nosotros no nos meta —interviene el peruano—, son
cosas distintas. Además, ya sabe usted que sin nuestra
aprobación será difícil que consigan obtener finalmente su
pedacito de mar.
—Lo tengo claro, ministro —reconoce el boliviano—. Pero
estoy seguro de que lo podremos arreglar. Mal que mal, somos
naciones amigas, ¿no? Aunque probablemente, para entonces

300
ninguno de nosotros tres será quien almuerce en el barco
boliviano.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, pues es que es imposible que se zanje el asunto
antes de las próximas elecciones.
—¿No lo van a mantener en el cargo?
—Lo dudo.
—¿Ni siquiera si vuelve a ganar Evo?
—Puede ser, pero lo dudo.
—¿Le puedo hacer una pregunta? —se mete el chileno.
—Adelante.
—¿Y por qué no lo van a mantener?
—Piense un poco. Si Bolivia gana el juicio en La Haya, mi
carrera se dispara. Me convierto en carta política para lo que
sea. Este cargo me quedaría chiquito.
—¿Y si no gana?
—Entonces no pasa nada. De modo que tendrán que poner
a otro.
—Tiene razón entonces, porque no va a pasar nada —dice
el chileno—. Claro, qué va a pasar si todos los gobiernos
bolivianos prometen lo mismo y nunca consiguen nada. Es
como sacar campeón al Tricolor de Paine: no es una
obligación, ni siquiera un anhelo, pero el DT que llega tiene

301
que decir que es su humilde pretensión y que luchará por ello.
Si no, para qué está ahí.
—No sé qué es el Tricolor de Paine pero más o menos le
sigo. En todo caso, ahora es distinto, nos hemos preparado
bien y Chile está obligado a ofrecer una solución. No tienen
salida.
—Los que no tienen salida son ustedes —dice el chileno, y
hasta el peruano se ríe.
—Ve cómo se pone —menea la cabeza el boliviano.
—Un chistecito nomás, no se altere —sonríe el chileno—.
¿Le hago otra pregunta?
—Hágala.
—Dígame la firme, pero sin respuestas nacionalistas.
Dígame la legal, como dicen los muchachos en Chile. ¿Para
qué quieren ese poquito de mar? Tampoco es que les vaya a
cambiar la vida. Le pregunto como ciudadano boliviano, no
como ministro porque esa respuesta ya me la sé.
—¿Y para qué lo quieren ustedes? —contraataca el
boliviano.
—Uh, esto se puso bueno —dice el peruano, atento y de
brazos cruzados como un árbitro de tenis.
—Nosotros no estamos peleando por tener mar, estamos
peleando por mantenerlo —suelta el chileno.

302
—Entonces responda, pues: ¿para qué lo quieren
mantener? Tienen 5.000 kilómetros de mar y ni siquiera lo
explotan bien. Le pregunto como ciudadano chileno, no como
ministro porque esa respuesta ya me la sé.
El chileno se rasca la cabeza.
—No sea bruto, no puedo responderle eso.
—Pero si estamos off the record —dice el peruano.
—Bueno, bueno. ¿Pero no es obvio? Es una cuestión de
principios patrios.
—Esa es la respuesta institucional, yo le preguntaba su
opinión personal.
—Es que es la misma. Yo me debo a mi patria. Yo soy mi
patria. Y no sólo por el honorable cargo que ejerzo. Desde niño
canté a la bandera cada lunes, y aprendí a amarla.
—¿Y qué es para usted la Patria, a ver? —insiste el
boliviano—. Pero para usted… Hablemos con franqueza.
Hablemos con… ¿cómo era? Con la legal.
—Es que cómo que qué es para mí la Patria… —se
incomoda el chileno, sacando su celular por debajo de la
mesa—. La Patria es la Patria, y sanseacabó. ¿No vamos a
almorzar?
—Ahora llegan los platos —dice el peruano—, pero la
pregunta del bolivianito es interesante.

303
—A ver, qué le picó al peruanito —responde molesto el
boliviano—. Responda usted también entonces.
—Primero el chileno.
—Bueno, a ver… —comienza el chileno, mirando cada
tanto en tanto su teléfono móvil—. Me ponen en un asunto
difícil, porque la Patria me genera profundas emociones. Pero
para no defraudarlos diré que para mí la Patria es,
generalmente hablando, toda aquella extensión de territorio
gobernada por las mismas leyes que rigen en el lugar en que
hemos nacido, donde formamos con nuestros conciudadanos
una gran sociedad de intereses y sentimientos nacionales. Más
o menos eso.
—Oiga, pero lo está leyendo del celular —acusa el
peruano.
—No, no, era una referencia de una cosa que leí que me
gustó.
—Perdóneme señor ministro, pero eso que dijo es textual
del Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres, escrito por
Manuel Carreño —afirma el boliviano.
—Ah, mire cómo sabe… —reconoce el chileno,
avergonzado—. Sí, bueno, no sé expresar muy bien la idea,
pero comparto con este señor Carreño. Fíjese lo que dice
después, en el punto 2 del capítulo “Deberes para con la
Patria”. Ahora sí cito textual: “Cuanto hay de grande, cuanto

304
hay de sublime, se encuentra compendiado en el dulce
nombre de Patria; y nada nos ofrece el suelo en que vimos la
primera luz, que no esté para nosotros acompañado de
patéticos recuerdos y de estímulos a la virtud, al heroísmo y a
la gloria”.
El silencio llena de pronto el salón, que se sigue meciendo
dulcemente. El peruano hace un primer intento de hablar,
pero la voz se le atasca por la emoción.
—Perdonen mi ignorancia, señores —dice al fin el
peruano—, pero debo reconocer que pensaba que este señor
Carreño era sólo el que decía cómo comportarse en la mesa.
No sospechaba que su sapiencia hubiese llegado tan lejos, tan
lejos como para haber logrado describir tan hermosamente lo
maravilloso de mi patria.
—Oiga, pero no se refiere a “su” patria —se mete el
boliviano—, sino al concepto general. De hecho, era
venezolano.
—No podemos negar, señores —dice el chileno, ya fuera
de bromas—, que si a todos nos produce esta emoción, es
porque todos amamos nuestras respectivas patrias, nuestras
hermosas banderas. Y nada hay de malo en eso, sino lo
contrario. Yo propongo un salud por Chile, Perú y Bolivia.
Alza la copa teatralmente, pero los comensales no le
siguen.

305
—El burro por delante —comenta bajito el boliviano—.
Según el mismo Manual de Carreño que usted acaba de alabar,
el suscrito, o sea, el que habla, debe nombrarse a sí mismo al
final.
—Pero yo no hablaba de mí, hablaba de Chile.
—En este barco, usted es Chile. Y ya lo dijo antes, usted es
su patria.
—Bueno, qué sensibles. Quería hacer un acto de
hermandad americana y ustedes la cagan.
—Pruebe de nuevo, perdone, hemos exagerado.
—Ya. Un salud por Bolivia, Perú y Chile.
Y alza su copa, pero sólo le sigue el boliviano.
—¿Y a usted qué le pasó ahora? —pregunta el chileno al
peruano.
—¿Por qué Bolivia primero?
—Por nada, es que tenía que decir a uno primero nomás y
me salió Bolivia.
—¿Pero por qué Bolivia primero?
—¿Qué, va a llamar a la guardia marina ahora?
—No, pero…
—No más discusiones, señores —se mete el boliviano—.
Hagamos salud a la de tres, y cada uno dice el nombre de su
país. ¿Vale? Uno, dos, tres.
—¡Viva PECHIBORULELIVIA carajo!

306
—¿Quién dijo carajo?
—Yo no.
—Tampoco.
—Usted entonces.
—Mal eso del carajo.
—Mal, quien haya sido.
—El que primero lo huele debajo lo tiene.
—Si yo no fui.
En este estado de cosas los encuentran los mozos peruanos
que entran al salón con sendos platos de ceviche, ostras y
camarones.
—¿Y por qué no han tocado a la puerta antes de entrar? —
ruge el peruano a los mozos, que se quedan a medio camino
mirándose unos a otros.
—Señor Ministro, ofrecemos nuestras disculpas —
comienza uno, que parece ser el de mayor edad—. Creímos
que…
—Nada de creímos que. ¿No sabe que jamás debemos
entrar a un aposento, aun cuando se encuentre abierto, sin
llamar a la puerta y obtener el correspondiente permiso?
—Sí, señor, lo sabíamos, pero como los platos están listos…
—Déjelos aquí y retírese, y no se olvide de tocar antes de
entrar —espeta el peruano. Cuando los mozos ya se han
retirado, en silencio, agrega, contento de haberse mostrado

307
severo e implacable—: Voy a hacer que repartan el Manual de
Carreño a todo mundo. Cómo se ve que hace falta.
—Si me permite —se mete el boliviano—, usted también
ha cometido un acto juzgable desde el punto de vista
carreñista.
—¿Yo?
—Sí. No me acuerdo exactamente de la cita, déjeme
buscarla. A ver. Ahí está: “La intolerancia para con los criados
es tanto más injusta, cuanto que en general son personas a
quienes la ignorancia conduce a cada paso al error”.
—Mire, visto así —reconoce el peruano—. Nunca deja de
sorprenderme este señor Carreño. Bueno, ¿qué le parecen
nuestras ostras, señor ministro?
—Excelentes —responde el boliviano, que a él se le ha
hablado.
—Es que son chilenas —interviene el chileno.
—¿Va a seguir? Estamos sobre mar peruano, señor
ministro.
—Sí, pero las ostras no tienen idea. Creen que siguen
siendo chilenas, por eso saben tan bien.
—No sea pendejo —se logra exaltar el peruano.
—Y usted no diga malas palabras. El mismo Manual de
Carreño lo prohíbe, especialmente a la mesa.
—Está bien. Discúlpeme.

308
—Está disculpado, sobre todo porque me siento muy de
acuerdo con usted en la importancia de las reglas de
urbanidad en estos días. Diría que es algo esencial. Déjeme
que le cito algo que estaba mirando recién —murmura el
chileno, mirando su teléfono móvil—. Sí, dice el señor
Carreño: “La urbanidad es una emanación de los deberes
morales, y como tal, sus prescripciones tienden todas a la
conservación del orden y de la buena armonía que deben
reinar entre los hombres y estrechar los lazos que los unen,
por medio de impresiones agradables que produzcan los unos
sobre los otros”. Eso es, las buenas costumbres son
importantes porque representan lo que somos interiormente,
lo que emana de la moral de cada ser. Sobre todo, quienes
están encargados de relaciones entre países, como nosotros,
deberíamos estar muy atentos a estas reglas para hermanarnos
algún día, porque representan lo que somos y deseamos en el
fondo.
—Sí, yo creo que es una lástima que se estén perdiendo las
buenas costumbres —comenta el boliviano, mientras chupa la
colita de un gran camarón—. Pero no creo, como usted, no
creo en absoluto que se preocupen del fondo de las cosas, sino
apenas de las formas, y no sé si las formas revelen fondos. Si
alguien comete alguno de estos errores por mala educación, o
por joder, sí tiene sentido: revela el desprecio que siente por el

309
resto de sus comensales, o familiares, o coterráneos. Pero si lo
hace sin querer queriendo, o por ignorancia como dice
Carreño… ¿cuál es el problema? No debemos quedar en las
formas sino en el fondo de las cosas. He dicho.
—Curioso que lo diga usted, ministro —se sorprende el
chileno—, cuando su país está alegando por forma y no por
fondo.
—¿Cómo así? Explíquese.
—Volvemos a lo mismo. Un pedacito de mar no cambia
nada, no soluciona los problemas de fondo de su país. Es pura
forma.
—Para nosotros sí es fondo, absolutamente, se trata del
dolor de todo un pueblo. En cambio para ustedes sí que
mantener el mar es pura forma, puro chauvinismo —gruñe el
boliviano—. En el fondo, les importa un carajo. Lo importante
para ustedes no es ser un país soberano sino parecer un país
soberano.
—Escoba. Y usted, que está tan callado —le espeta el
chileno al peruano—, sabe que lo mismo para Perú.
El peruano se encoge de hombros.
—Nosotros ya ganamos el mar, me importa poco si es
forma o fondo. Y ahora vamos por más.
—¿Más? ¿Qué más?
—Queremos recuperarlo todo.

310
—¿Se refiere al Huáscar? Ni lo sueñe.
—El Huáscar, los miles de libros que tienen sus militares y
muchísimas otras cosas. Pero, fundamentalmente, Tarapacá.
—No sea huevón, sabe que eso es imposible.
—Nada es imposible.
—Es pura forma.
—Las formas revelan los fondos, recuerde al señor
Carreño.
—¿Y a usted qué le parece? —pregunta el chileno al
boliviano.
—A nosotros, pásennos un poco de mar y listos, al menos
por unos buenos lustros.
—Este triángulo amoroso no tiene salida, no sé si se van
dando cuenta. Bolivia quiere mar, pero aunque ganaran en La
Haya los peruanos no lo van a permitir.
—¿Por qué no? Perú es nuestro aliado.
—¿Somos aliados, señor ministro? —se acomoda los lentes
el peruano—. ¿No recuerda cómo nos abandonaron y
traicionaron en la guerra del Pacífico?
—No, yo no había nacido.
—¿Ve? —pregunta el chileno—. Perú no está ni ahí.
—Tampoco estamos con ustedes —espeta el peruano al
chileno.

311
—Pero si ya le dimos su estúpido ángulo de mar, ahora
dejen de joder y seamos buenos hermanos, como dice la
canción.
—No puede esperar que un país como el nuestro se quede
tranquilo con eso. Mucho daño nos han hecho los chilenos.
Además que no nos dieron el estúpido ángulo de mar, como
dice usted: lo ganamos ante la ley competente, en un juicio
que duró años y que tenía jueces imparciales. No venga a
cambiar la historia. Y si Bolivia nos quiere copiar y seguir el
mismo camino, bien por Bolivia. Después de que ganen, como
creo que ocurrirá, tendremos que conversar peruanos y
bolivianos de los pasos a seguir.
El chileno se queda callado y sigue revisando su celular.
Los mozos entran a retirar los platos y traen el segundo:
corvina frita con arroz y ensaladas.
—¿Le podría pedir que trajera limón? —pregunta el
chileno a uno de los mozos.
El mozo asiente. Los tres comensales almuerzan en
silencio, hasta que el mozo regresa con un plato de limones
cortados a la mitad.
—Muchas gracias.
Sin embargo, el chileno no toma ningún limón, sino que
mira a ambos comensales con una extraña sonrisa.

312
El peruano, presa fácil, toma de pronto un limón para
aliñar su ensalada y su corvina.
—¡Ajá! —grita el chileno, emocionado—. Señor ministro,
antes de que aderece su ensalada con limón, permítame leer
esta regla de urbanidad del señor Carreño, a quien tanto
hemos alabado hoy. Cito textual: “Al tomar un limón para
aderezar la ensalada, es de muy baja educación mancharse con
el jugo del fruto. Por lo tanto, deberá apuntarse con él hacia el
comensal de menor importancia de los que tenga a su lado”.
El peruano lo mira con incredulidad.
—¿Eso dice?
—Eso dice.
El peruano mira su plato, mira al chileno y mira al
boliviano.
—Pero yo no quisiera decidir. Además, es pura forma...
—Forma que revela el fondo.
—Pero lo haría a título personal, no crean que...
—No señor, en este barco, usted es Perú, yo soy Chile y el
señor ministro es Bolivia.
—Simplemente, devolveré este limón al plato y…
—Carreño indica, en el punto siguiente: “Es muy mal visto
devolver una fruta que se ha tomado con las manos. En el caso
del limón, este debe utilizarse íntegramente y quedar sobre el
mismo plato de quien lo hubiere recogido”.

313
Por primera vez, el peruano se ve realmente incómodo.
Mira al chileno y al boliviano, que de brazos cruzados esperan
el veredicto de Perú. Parece que el tiempo se detiene en un
limón.
Finalmente, el peruano introduce el tenedor en el limón
con la mano temblorosa, y expulsa el jugo, apuntando el fruto
hacia el boliviano y salpicando su traje de gotas amarillentas.
—¡Traición! —grita el boliviano, poniéndose de pie.
—No sea absurdo, ustedes nos traicionaron mucho
primero.
—¿Cómo le puede parecer Bolivia menos importante que
Chile? Somos un país mucho más grande.
—Sí, pero Chile tiene muchísimos más ciudadanos
peruanos en su territorio, y sobre todo, tiene territorio que
consideramos nuestro, amén del Huáscar y esas cosas. Por
último, ustedes, los bolivianos, no tienen mar.
El boliviano toma entonces otro limón, e incrustando su
tenedor con rabia apunta al chileno.
—¡Traición! —grita el chileno, poniéndose de pie.
—Ninguna traición. Perú merece nuestro respeto mucho
más que Chile, porque hemos sido aliados y porque cuando un
país roba territorio y mar, no merece ser considerado
importante. Así se trata a los que roban, señor ministro

314
peruano. Una lección de su par boliviano, espero que la
recuerde.
El chileno, rojo de ira, toma a su vez un limón y lo expulsa
casi íntegramente sobre el peruano.
—¡Traición! —grita el peruano, poniéndose de pie.
—Nunca hemos sido aliados, así que ninguna traición. No
consideramos importantes a quienes inventan artilugios para
quedarse con un ridículo ángulo de mar, sobre el que estamos
ahora. Menos a los que se preocupan de recuperar barcos que
tienen 150 años. Bolivia, al menos, tiene bases algo más firmes
para pelear por el mar.
—¿Le parece, señor ministro? —pregunta el boliviano,
sorprendido.
El chileno lo mira fijamente, como sopesando sus palabras.
—Sí, pero igual no van a ganar —dice, tomando asiento—
y si ganan, sus hermanos peruanos, a quienes respetan ustedes
más que a los chilenos, no los van a dejar pasar porque siguen
heridos.
Los comensales se quedan en silencio. El chileno mira su
plato y los otros dos comensales intercambian miradas de
sorpresa.
—Pero lo que yo crea personalmente no tiene ninguna
importancia, claro —apunta el chileno—. Igual, le pido que no

315
comente nada de lo que dije, no me vaya a pasar lo que a mi
pariente.
—¿Quién es su pariente?
—El abogado Carlos Vicuña, habrá escuchado hablar de él.
—En absoluto.
—¿Ah no?
—No.
—Era un profesor de la Universidad de Chile, cargo
público por entonces. En 1921 se le ocurrió decir en la
universidad que tenía que resolverse todo este asunto de los
territorios y del mar mediante la devolución al Perú de Tacna
y Arica y la cesión a Bolivia de una faja de terreno en Tarapacá,
para que tuviera salida al mar.
—¿Y qué pasó después? —preguntan, casi a coro, el
boliviano y el peruano.
—Qué cree. Lo tildaron de traidor a la patria y se pidió,
literalmente, que lo echaran a la calle y lo infamaran. Lo
expulsaron del cargo y de la universidad. A ver si encuentro
por aquí una cita de… deme un segundito… mire, acá está. El
ministro del interior de entonces, Héctor Arancibia Laso, dijo
que… cito textual: “no es posible que los propios encargados
de formar el alma nacional estén sembrando en las almas
infantiles la semilla funesta del anarquismo y del desprecio
por la Patria y sus instituciones”. ¿Se da cuenta lo difícil que es

316
tener una opinión sobre este tema? Igual, mi pariente recibió
cartas de apoyo de muchas personas, hasta el mismo Miguel
de Unamuno le envió una misiva de total solidaridad con su
caso y sus palabras. En fin.
—Oiga, ¿y usted cómo sabe todo eso? —pregunta el
boliviano—. ¿O es un caso conocido?
—No, conocido no, pero como era mi pariente hice mi
tesis de licenciatura en su caso. Casi repruebo, pero defendí
bien y pasé.
—Y en su tesis… ¿usted defendía la posición de su
pariente?
—Claro, la sangre tira.
—¿Y la Presidenta sabe que usted hizo su tesis en el caso
de este señor?
—¿Está loco? Quemé la tesis, con suerte debe quedar una
copia en la Facultad. Si se enteran, me sacan y hasta puedo
correr su misma suerte. Igual fue hace 30 años, cuando era
inocente y más openmind.
El boliviano y el peruano intercambian miradas de
inteligencia.
—¿Usted se da cuenta de que nos dejó en las manos la
posibilidad de quemar su carrera política? —pregunta el
boliviano.

317
El chileno definitivamente parece no haberse dado cuenta
hasta ese momento.
—Puede ser, pero confío en que…
—No confíe, señor, no confíe. Más bien, ofrezca.
—¿A qué se refiere?
——Saque sus conclusiones.
—¿Esto es un chantaje?
—Sí, pero off the record interviene el peruano.
——¿Y ahora resulta que se quiere aliar de nuevo con
Bolivia? Le acaba de tirar el limón a la cara.
—Usted me lo tiró a mí también. Así es la política. Va y
viene.
—Pero lo del limón lo inventé yo, no está en el Manual de
Carreño —lanza el chileno, como última salida—. Sólo lo hice
para saber a quién consideraba más importante. Discúlpenme,
¿no?
—Lo debería haber sospechado —reclama el boliviano.
—Pero qué más da, ya sabemos que Chile considera más
importante a Bolivia, Bolivia a Perú y Perú a Chile. Un
limoncito nos ayudó a poner las cosas claras aquí —señala el
peruano.
—No se trata de preferir, sino de…
—Ah, no siga —interrumpe el peruano al chileno—. No
siga. Más bien, ofrezca.

318
—¿Qué quiere que ofrezca?
—Usted dirá.
—Yo no ofrezco nada, no vine a negociar.
—¿Y a qué vino?
—Se iba a ver feo que rechazara su invitación al barquito,
más todavía si estaba invitado el boliviano.
—Como sea, yo sólo le digo que si usted no nos ofrece algo
interesante, mañana mismo sale en la portada de los diarios
que usted no sólo es pariente, sino que además hizo y defendió
su tesis en torno a este señor Vicuña, acusado de traidor a la
patria por proponer algo, digámoslo, bastante sensato.
—Pero si usted ya ganó el ángulo huevón de mar —
transpira el chileno—, al boliviano por último le creo más.
—Ya le dije: queremos Tarapacá, por lo menos.
—Nosotros, lo de siempre, ya sabe —corta el boliviano—.
A ver qué nos ofrece.
—Por del Huáscar podría hacer unas movidas —titubea el
chileno.
—Nada, Tarapacá.
—Pero si usted sabe que no tengo poder para eso.
—Claro que no, pero si usted se convierte en un caudillo
de los chilenos que sí quieren resolver esto, que no se nos
escapa que son miles, ya se arma una presión social
interesante.

319
—Y lo de La Haya va a correr por un caudal ligerito de
piedras —completa el boliviano.
—Me van a matar…
—Ofrezca, señor, ofrezca.
—Lo que ofrezca, tendré que plantearlo y me van a creer
loco.
—Haga el intento. De todos modos, le matamos mañana
la carrera si no llegamos a acuerdo.
—Podríamos ver algo por el Huáscar, para Perú.
—¿No lo deberían haber devuelto hace tiempo? —
interviene el boliviano.
—Sí, creo que sí, pero según entiendo los trofeos de guerra
no se devuelven.
—¿Quién dice eso?
—Los milicos, supongo.
—Pero si su país ya no lo gobiernan los militares.
—No, claro, pero siguen teniendo las armas. En fin, por eso
el Huáscar sigue varado en Talcahuano.
—Va siendo hora de que lo devuelvan o de que busquen
mejores argumentos.
—Eso propongo, devolverlo… con tal de que no me caguen.
—¿Y a Bolivia?
—Lo de Bolivia es más difícil, ya sabe. Es un problema de
fondo.

320
—¿No era de forma?
—Eso dije, pero ya que estamos… yo creo que es de fondo.
Pero no va a suponer usted que lo puedo solucionar yo.
—Ofrézcame algo o ventilamos lo de su tesis. Y entre nos,
le agradezco que haya hecho su tesis sobre el único chileno
sensato del siglo XX.
El chileno se rasca la cabeza.
—¿Le interesa el fondo?
—Ya lo hablamos, señor ministro. Claro que sí, esto no es
forma.
—No, no, no me refiero a forma y fondo. Me refiero al
fondo del mar.
—¿Cómo así?
El chileno mira al techo, buscando inspiración.
—Hagamos algo. No podemos darle a Perú toda Tarapacá,
es muy difícil, y tampoco el mar cuyas olas chocan contra las
rocas de las playas de Tarapacá.
—Ay, se puso poeta —se ríe el peruano.
—Dicen que en Chile, debajo de cada piedra hay un poeta.
¿El mar los pone así, sensibles? —pregunta el boliviano.
—Sí, es que el mar y un par de copas hacen poeta a
cualquiera, fíjese —sonríe el chileno—. Y nosotros tenemos
mar y tenemos vino. Por eso Chile es una tierra de poetas.
¿Qué era lo que tenían ustedes? ¿Gas?

321
—Cuidado, señor, recuerde que está en la posición débil
—se enfada el boliviano—. Ya, continúe nomás.
—Bien, decía que no podemos devolverles Tarapacá ni su
mar a Perú, y la verdad es que me estaba carrileando con lo del
Huáscar porque no conozco bien el asunto. Además que los
trofeos de guerra no se devuelven, o eso dicen.
—Una soberana estupidez.
—Bueno, bueno, yo repito nomás lo que escuché. Pero sí
podemos dar u ofrecer lo que nunca nos perteneció, ni
tampoco a ustedes. Me refiero al fondo del mar. ¿Qué tal si
todo el mar de Tarapacá es para Perú, pero solo de 200 metros
para abajo? Las profundidades del mar son desconocidas. Es
un golazo tener soberanía ahí. Y bueno, Perú se compromete
a darle unos buenos kilómetros del fondo de su nuevo mar a
Bolivia. Y todos contentos. Y así hablamos de fondos y no de
superficies. Y ustedes quedan como reyes y cantan victoria.
—Eso es absurdo.
—Todas las victorias son absurdas.
—Pero eso no nos va a servir de nada.
—Menos les sirve no tener nada. Es una victoria social.
—Una victoria política —saborea el peruano,
convenciéndose.
—No es una victoria, me cuelgan en la plaza pública si
acepto algo así —dice el boliviano.

322
—Pero usted les habla de estos temas, del fondo, de lo
superficial, y los convence a todos. La gente va a celebrar y lo
va a querer como se quiere a los héroes. Y además, sigue el
juicio en La Haya y a lo mejor hasta ganan.
En ese momento, el boliviano se pone de pie.
—Señor ministro —dice, la cara roja de ira—, permítame
que le lea otra cita del señor Carreño. Dice así: “Los cuidados
que hemos de emplear para no molestar a nuestros vecinos,
deben ser todavía mayores respecto de los que habitan las
casas más inmediatas a la nuestra”.
—Usted me pidió que ofreciera algo y eso es lo que puedo
ofrecer.
El boliviano toma su chaqueta salpicada de limón y su
maletín.
—Nos vemos en La Haya.
—¡Espere! ¿Me va a cagar la carrera?
—No, capaz que ponen a otro menos bolas que usted.
Quédese donde está, creo que nos conviene.
Y dicho esto, el boliviano abandona el salón. El peruano y
el chileno se quedan solos frente a tres copas de helado que se
derriten poco a poco.
—Al señor ministro se le olvida que estamos en el mar y
que de todos modos tenemos que irnos juntos, cuando llegue
la lancha —sonríe el chileno.

323
—Se le olvida, sí.
—Yo creo que no es tan absurdo ofrecer el fondo del mar.
—No tanto, no.
—En el fondo, puede tener sentido.
—En el fondo, sí.
—Pero se enojó.
—Se sintió ofendido.
—Ah, problema de él.
—¿De él o de Bolivia?
—No sé, me confundo a veces.
El salón se sigue meciendo dulcemente, moviéndose al
compás de las olas de la superficie del mar. Más abajo, los
nietos y bisnietos y tataranietos de los peces que hace siglos
nadaban con los ojos abiertos nadan todavía con los ojos
abiertos, intactos, ya solos, ya en cardúmenes, buscando el
alimento, procurando descansar. No sospechan ni imaginan
que allá arriba, en un barco, en un salón, sentados ante una
mesa larga y ovalada, los nietos y bisnietos y tataranietos de
los hombres siguen hablando del mar, decidiendo entre tres o
diez lo que afecta a cardúmenes enteros, hablando del mar
como si fuera Patria, hablando de la Patria como si fuera
fondo, y hablando del fondo como si fuera mar.

324
Adriana en el andén
Andrés Mauricio Muñoz35

El edificio lo reconoce de inmediato. Hace por lo menos ocho


años no había pasado por ahí; tal vez un poco más, porque
aquella vez había hablado con Adriana un par de noches atrás
y en eso pensó cuando lo vio aquella tarde. Era la época en que
aún hablaban con cierta regularidad, aunque cada vez que lo
hacían podía intuir cómo una suerte de incomodidad se
instalaba complaciente entre los dos. Ya para entonces eran
llamadas cortas; un comentario vago sobre lo que había visto
en el pueblo en su última visita o alguna mención halagadora
sobre lo feliz que lo hacía verla tan bien ubicada. Sortear las
preguntas de ella sobre su situación laboral no era tan terrible;
a veces aventuraba una que otra mentira o bien exageraba al

35
Andrés Mauricio Muñoz (Popayán, Colombia, en 1974). Ganador de los
concursos nacionales de cuento Libros y Letras, en 2006; Premio Literario
Fundación Gilberto Alzate Avendaño, en 2007; TEUC, Universidad Central, en
2008. Autor de los libros de cuentos Desasosiegos menores (Premio Nacional de
cuento UIS 2010) y Un lugar para que rece Adela (UdeA, 2015), recibido con
entusiasmo por los lectores y la crítica en Colombia. Seix Barral publicó en 2016 su
novela El último donjuán. Su libro de cuentos, Hay días en que estamos idos (Seix
Barral, 2017), fue seleccionado por el IV Premio Biblioteca de Narrativa
Colombiana como uno de los tres mejores libros de 2017, y fue finalista de la V
edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018.
Seix Barral acaba de publicar su novela Las Margaritas, historia de un hombre
minúsculo. Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán, francés e italiano.
325
referir ciertas labores que le permitían unos cuantos pesos
para subsistir. De eso habían hablado: estoy restaurando un
pequeño aplicativo de nómina para una empresa de abarrotes,
le dijo. Recuerda muy bien el énfasis que puso al decir pequeño
aplicativo, como una forma de restarle importancia aunque en
verdad se aferraba a la posibilidad de que surtiera el efecto
contrario. La restauración, en realidad, consistía en instalarle
un antivirus y activar una licencia pirata de Windows a un
computador de un vecino, que trabajaba en una empresa de
abarrotes. El edificio está ahí de nuevo. Un poco más
deteriorado y es evidente que más chico. A su lado han
construido dos modernas torres de apartamentos que parecen
esmerarse en opacarlo. Entonces se detiene. Parquea la moto
en un lugar conveniente y se sienta sobre el andén a mirarlo
con detenimiento.
Hace trece años había llegado con Adriana a Bogotá. Fue
él quien la convenció de viajar. Vamos, no seas bobita, acá no
hay nada. Adriana lo miraba sonriente, diciendo que no con la
cabeza, un poco intimidada por el entusiasmo con el que su
mejor amigo le pintaba maravillas sobre la capital. No es que
ella quisiera permanecer en el pueblo toda su vida; de alguna
manera mamá, agobiada por una vida difícil, le había
sembrado la certeza de que tenía que explorar otros
horizontes para aspirar a una vida digna. Pero esos horizontes

326
siempre los imaginó en Cali o Popayán, ciudades que le
permitirían ir y venir sin problema; Bogotá, en cambio,
suponía un viaje de más de doce horas por tierra y la siempre
latente posibilidad de perderse de por vida o ser arrancada de
raíz. Pero Fabián insistía. El futuro nos espera; no sé tú, pero
yo arranco, aunque del putas si nos vamos los dos. Ve tú que
yo te caigo, contestaba Adriana; entonces él arrugaba la boca
con mucha incredulidad. Pero después empezaba a cantar un
estribillo que improvisaba con mucha picardía, uno que
hablaba sobre un tren que se disponía a partir reservando para
ellos el mejor vagón, uno que hacía sonar su silbato estridente
para que no vacilaran más en la estación. Fabián, mientras
mira cómo una mujer entra al edificio con un paquete de
supermercado, recuerda que era un sonsonete desastroso.
Pero Adriana se reía. Parecía disfrutarlo. En realidad siempre
era así ante cualquier estupidez suya. Todo se lo celebraba y
en todo lo seguía sin importar cuán absurdo pudiera parecerle.
Tal vez por eso a Fabián le resultaba inadmisible que ante su
propuesta, que había ido madurando desde hacía un tiempo,
dudara. La decisión, como todas las que de algún modo
pretenden alterar la vida, no fue fácil; sin embargo, el futuro
esperaba por ellos, y cualquier desaire adquiriría la dimensión
de un desatino de vida.

327
Es por eso que ahí están. Cada uno por su lado, pues la
ciudad que tanto atemorizaba a Adriana los ha arropado de
manera diferente. A ella con galantería fina y a él con un poco
de saña, una suerte de crueldad que se le antoja morbosa.
Adriana es una importante ejecutiva. Vive en un suntuoso
apartamento en Chapinero. Sale con gente bonita, bien
arreglada e importante. Ella, en sí misma, es ahora una mujer
con mucha clase. Dueña de una belleza mesurada y una
manera de vestir sobria, franca y elegante. Lo sabe porque
siempre, desde que la encontró en Facebook luego de haber
perdido el contacto, entra a su perfil para ver qué es de su vida.
Él, en cambio, no ha hecho otra cosa que ir de tumbo en
tumbo. Cree con mucha convicción que una especie de
enemigo afantasmado se esmera en propinarle cada vez
mejores golpes. Tal vez sea esa la razón por la que buscarla no
es una opción para él. Verse frente a ella haciéndola reír ya no
le resulta natural. Atrás quedaron los días en que hacían
campeonatos de serios; ella inflaba con mucha gracia las fosas
de la nariz cuando se sentía derrotada. Fabián calcula que hace
más de cuatro años no hablan; es decir, hablar como lo hacían
antes, pues hace algún tiempo cruzaron algunos pálidos
mensajes por correo. Ese futuro que tanto anheló lo tiene ahí,
sentado en ese andén, mirando cómo entra y sale gente que
no repara en el hombre sentado en la acera del frente con una

328
moto repleta de hamburguesas que parecieran que jamás van
a repartirse.
Fabián mira hacia arriba, a la ventana. Entre la cortina se
abre una pequeña hendidura por la que le es posible mirar una
porción del interior. Es la habitación donde pasó la noche con
ella. Estaban recién llegados y la prima de un tío político de un
tendero del pueblo les dio hospedaje por unos cuantos días.
La primera noche tendrían que dormir juntos. Pero no lo
hicieron. Estuvieron recordando los años en el pueblo y
aventurando hipótesis sobre el futuro en la ciudad. Hablaron
sobre lo que harían, siempre juntos, cuando cada uno tuviera
las cuentas bancarias abultadas. Él quería ser ingeniero de
sistemas, en lo cual había dado ya algunos pasos, pues antes
de venir, su tierra lo había mandado convertido en el más
inquieto tecnólogo en computación. Adriana, que solo tenía
un diploma de bachiller que permanecía ajado dentro de su
maleta, estudiaría administración de empresas en algún
instituto nocturno. Aunque no aspiraba a grandes cosas, pues
en asuntos de la vida solía ser un poco cauta, esa noche se
concedió la libertad de fantasear un poco. También
recordaron cómo se hicieron amigos. Hasta entonces habían
sido solo conocidos que no intuían que después estar juntos
sería todo un ritual. Adriana sabía de su afición creciente por
las motos; varias veces lo había visto atravesando el parque

329
picando una motico de un tío, haciéndola sonar como si fuera
de alto cilindraje. En algunas ocasiones lo veía en la calle
cuando caminaba con algunas compañeras de colegio; todas
hablaban de lo apuesto y bien vestido que era, su naricita fina,
los labios gruesos y ese corte al rape que le quedaba tan bien.
A sus amigas les parecía un buen partido. O bien coincidían
en la tienda cuando ella iba por verduras con su uniforme de
colegio y él acumulaba botellas de cerveza con quien tuviera
el coraje de seguirle el ritmo. Ella lo saludaba con una rápida
sonrisa y él se limitaba a mandarle pequeños besitos; nada
seductor o que llevara implícito algún tipo de hombría
arrogante en busca de algún tipo de avanzada, no, eran picos
infantiles como los que un niño lanza a su mamá después de
alguna picardía. Así de básico era y a ella eso le gustaba.
Se hicieron amigos cuando él ganó un campeonato de
merengue en Paradise, la única discoteca capaz de alojar a
todo el pueblo los viernes por la noche. Adriana lo había
estado observando fascinada dando vueltas con una rapidez
vertiginosa, ceñido con firmeza al cuerpo menudo de una
chica que no sabía que, un par de años más tarde, moriría
despeñada en una carretera camino al Santuario de Las Lajas.
No lo sabía. Entonces se movía con la convicción genuina de
que bailaría con ese frenesí hasta entrada la vejez, como lo
había hecho su abuela. Fue un amigo en común quien desafió

330
a Fabián para que bailara con Adriana; esta carajita, ahí donde
la ve, se mueve delicioso. Bailaron casi toda la noche. Muchos
imaginaron que al final terminarían en la cama. Pero no fue
así sino hasta aquella noche en Bogotá, muchos años después,
en esa habitación en la que alguien acaba de encender la luz.
Fabián ve cómo una sombra se mueve de un lado para otro
mientras recuerda que, aunque no la deseó, sí alcanzó a
contemplar la posibilidad de besarla. Entonces le había
sostenido la mirada con firmeza mientras ella se esmeraba en
contarle lo feliz que había quedado mamá con su partida; lo
único que no la convencía, se lo dijo varias veces, era que fuera
con ese loco del Fabián. Ese que se volaba con ella llevándola
de parrillera en esa moto a la máxima velocidad que diera el
aparato. Ese mismo que estaba a punto de besarla pero que,
asistido por algún tipo de lógica que se abrió paso en su cabeza
en el último segundo, optó por una guerra de cosquillas.
Unos minutos después la sombra desiste de su andar
arbitrario y de nuevo apaga la luz. Fabián siente cómo un gas
le viene desde adentro. Se inclina hacia un costado y deja que
tome camino. Un malestar estomacal lo aqueja desde hace
más de tres años; sin embargo, las pocas veces en que ha
estado afiliado a salud no ha sacado el tiempo para
examinarse. Qué cagada, se dice; mira hacia abajo y
comprueba, una vez más, que aquella combustión dentro de

331
sus intestinos le mantiene el estómago abultado con una
obstinación tenaz. La barriga, y una calvicie que se anuncia
victoriosa, lo hacen parecer mayor de lo que es. Parece de
cuarenta aunque en realidad aún no llega mayo para celebrar
los treinta y cinco. Después siente una vibración en el
pantalón; no contesta, tan solo mete la mano y silencia el
celular. Sabe que es su jefe para averiguar dónde diablos se
metió. De seguro los clientes han llamado angustiados para
preguntar qué pasó con sus pedidos. No le importa.
Entonces trata de recordar en qué momento comenzó a
alejarse de Adriana. Fue hace más de seis años, cuando a ella
la ascendieron a directora comercial de aquella sucursal de
equipos médicos. Por aquella época él no tenía trabajo. Aún
no lo atormentaba la sospecha, aunque lo rondaba con
malicia, de que esto sería una constante en su vida. Pasaba
todo el tiempo sin saber qué hacer, de tal manera que entre
ires y venires a un café internet se consumía el día. Ahí se
gastaba las pocas monedas que tenía mandando hojas de vida
o en espera de algún tipo de respuesta. Varias veces se vio
obligado a almorzar en los supermercados con bocados de
queso o jamón que alguna señorita repartía como muestra
comercial. El poco dinero que tenía, que por lo general
conseguía cediendo su turno en las interminables filas para
renovar el pasaporte o tramitar el pasado judicial, prefería

332
ahorrarlo para pagar la pieza y comprar algo de ropa; bajo
ningún motivo podía permitir que el deterioro, que
comenzaba a consumirlo, se hiciera evidente. Hablar con
Adriana comenzó a inquietarlo. Al principio había sido una
especie de reserva, una suerte de retraimiento menor ante la
auténtica preocupación de ella cada vez que se veían. Todavía
era la época en que consideraba su situación económica un
accidente pasajero; sin embargo con el tiempo, cuando
empezó a comprender que la vida les había señalado ya
caminos diferentes, al final de los encuentros terminaba
abatido. Entonces el orden entre los dos se trastocaba.
Dejaban de hablar por unos cuantos días. Cuando
recuperaban el contacto, cualquier intento de ella por
entusiasmarlo solo conseguía en él una lánguida sonrisa. Los
viernes por la noche, cuando ella lo invitaba a salir con otros
amigos del pueblo que también habían sido seducidos por la
capital y sus múltiples posibilidades, prefería quedarse en
casa; no soportaba oírlos hablar de sus trabajos, jefes, líos y
rutinas laborales. Recibía como si fuese una agresión que
alguien quisiera saber en lo que andaba él. Unos años atrás
había evadido las preguntas sobre su situación con relativa
soltura; un comentario gracioso sobre lo que le tocaba en
suerte, una maldición al sistema o respuestas tibias seguidas
de un enérgico brindis eran suficientes. Pero con el tiempo no

333
sabía qué decir. Entonces ensayaba gestos de resignación poco
convincentes o balbuceaba alguna que otra incoherencia ante
lo que comenzaba a considerar como una afrenta, una
confabulación, un pacto silencioso al que todos se entregaban
con mucha devoción buscando humillarlo. Adriana no, ella
solía socorrerlo cambiando de tema cuando lo sentía sofocado,
acorralado por bromas o agudos comentarios. Aun así prefería
no salir. Dormir hasta el embotamiento para levantarse
cuando fuera la hora del almuerzo era lo indicado, no solo
porque le ahorraba lo del desayuno sino porque lo consideraba
bastante conveniente.
Replegarse en casa, además, le daba la posibilidad de
reflexionar. Se hacía un ocho la cabeza tratando de descifrar
por qué la estabilidad le resultaba tan esquiva. En cada una de
las faenas laborales se había aplicado con rigor. Incluso
cuando ejerció como mensajero de una oficina de abogados:
las carpetas muy bien organizadas, pruebas de entrega
debidamente legajadas, de todo guardaba fotocopias. Además
era eficaz con las entregas; de algún modo la pericia que
desarrolló con las motos le resultaba útil a la hora de sortear
las calles bogotanas, evadiendo los trancones con destreza,
llegando siempre a punto a cada lado. No fue suficiente. El
trabajo se esfumó cuando ya comenzaba a darle forma a la
esperanza de estudiar sistemas en las noches. Sus tropiezos no

334
eran un asunto de falta de devoción o incompetencia; eso lo
tenía claro, aunque no atinara a descifrar dónde residía la
clave de sus reveses. Sin embargo, es evidente, aquella moto
con ese cajón empotrado en la parte de atrás y repleto de
hamburguesas en cierta forma lo contradice. Pero hay veces
que la realidad vulnera toda posibilidad de defensa; en
ocasiones así, como ahora en que el portero del edificio lo mira
con recelo, tal vez lo más sensato sea bajar los brazos en señal
de rendición. A lo mejor así cesen los golpes de su
contrincante afantasmado. Regresar a su pueblo siempre ha
sido una idea que ha latido con constancia, mas no una
posibilidad real; hacerlo equivaldría a claudicar, dejar a ojos
de todos su fracaso, exponer su frustración como si fuera una
exótica pieza de museo. El portero ha abandonado la caseta y
camina hacia él. Entretanto Fabián piensa que tal vez fue un
error haber anunciado a viva voz la prosperidad que le
esperaba. Era muy joven, apenas superaba los veinte, una edad
en que ser cauto era lo mismo que un defecto. El portero le
pregunta algo pero él decide ignorarlo. En su defensa
considera que tal vez tanto brío en su partida obedecía al
hecho de no viajar solo; iba con ella, de alguna manera no
había sido irresponsable. Adriana estaría a su lado y estando
juntos todo era posible.

335
En alguna ocasión consiguió trabajo como mesero en un
bar de Galerías. Entonces le aterraba la posibilidad, una vez el
sitio comenzaba a llenarse, de que Adriana o alguno de sus
conocidos pudieran descubrirlo; registraba con angustia,
agazapado atrás de la barra, cada una de las caras. Al
comienzo, en los primeros años, no le hubiera importado; pero
ahora sí, cómo no, si todos sus amigos estaban bien ubicados.
No tanto como Adriana, cuyos logros le mantenían un
deslumbramiento siempre renovado, pero tenían trabajos
estables que les permitían trazarse metas, soñar con algo, sin
la preocupación que lo asaltaba a él por las noches sobre lo
que le depararía el otro día. En el bar le pagaban con propinas
y por lo general no resultaban buenas. El portero parece
ofuscarse; saca su radio y habla con una voz que ganguea al
otro lado. Entonces Fabián se pone de pie. Camina hasta su
moto. Se sube. La prende de un solo zapatazo. Se pone en
marcha. Sabe muy bien lo que hará.
Al cabo de un rato está frente al otro edificio. Es el
apartamento de Adriana. Hace un par de años ella le dio sus
datos para que fuera a visitarla. Pero nunca se sintió capaz.
Ahora está ahí, sentado en el andén del frente. Tiene una
ramita en la mano izquierda y se esmera en perturbar la
marcha de unas hormigas que entran y salen de un pequeño
orificio en el cemento. No se atreve a anunciarse; tal vez está

336
con él, el hombre con el que vive desde hace seis meses. El tipo
que ahora ocupa el lugar que algún día fue de él. Uno que la
merece ahora como él la mereció antes. El hombre que la
rodea con el brazo en casi todas las fotos que sube a su
Facebook. En todas Adriana parece una mujer feliz. Piensa que
a lo mejor la misión de él en la vida ya está del todo cumplida;
tal vez su tarea tan solo consistía en acercarla a su verdadero
mundo, llevarla donde pudiera ser ella y no esa otra que se le
parecía tanto y que había conocido en el pueblo. Su celular
suena cada vez con más insistencia. Lo apaga. Admite que
estuvo bien aceptar sin remilgos cuando ella le contó, algunas
semanas después de haber llegado, que se iría a compartir
apartamento con dos estudiantes de la Universidad Nacional.
Hasta entonces habían vivido los dos en una austera pensión
en la parte más occidental de Bogotá. De haberse ido con ella
tal vez la habría arrastrado hacia su propio lodo. Mientras
piensa esto Fabián siente cómo algo le ensombrece la mirada,
distraída en ver cómo las hormigas han comenzado a treparle
por la mano. Levanta la cabeza.
Es Adriana. Desde arriba lo mira con una ternura infinita.
Se sienta a su lado. Está ahí con él en el andén. Ella le pasa la
mano por el hombro y recuesta su cabeza como si no hubiese
lugar en el mundo más confortable que ese. No dicen nada.
Celebra los azares de la vida que aunque sea por un momento

337
lo han dispuesto todo como muchos años atrás. Piensa en el
tiempo que ha pasado; siente que en realidad no le afecta el
tiempo transcurrido como le teme al que está por venir. Aguza
su oído para escuchar la sutil respiración de su amiga. Ahí
están de nuevo. Él un poco más viejo y en cierta forma apocado
por la vida. Adriana, en cambio, continúa luciendo su belleza
mesurada e intuye que, de algún modo, también una suerte de
arrogancia que sin embargo lleva con recato. Tal vez su
temeridad, el hambre con que pretendía devorar la ciudad, lo
indispuso para las cosas buenas; ella, por el contrario, había
dejado que la vida fluyera y recibía todo como fuera llegando.
Comprende que el tiempo no sería nada si no fuera por esa
capacidad obscena para transformarnos. Con la mano
izquierda mueve su ramita; ella solo lo mira, lo deja hacer.
Fabián piensa que Adriana, tal vez, había estado esperando ese
momento en que él volviera derrotado; entonces continúa
aplicado en arruinar la marcha de las hormiguitas mientras
siente cómo sus ojos comienzan a irritarse y un gas se abre
camino desde sus entrañas con una fuerza inusual. Aprieta las
nalgas. No puede permitirse una falta de decoro como esa. No
en ese momento. Pero es inevitable. El gas sale con la fuerza
de un tsunami produciendo un sonido seco, acolchado y
constante que poco a poco se extingue en un silbido. Adriana
se para de un brinco y camina hasta la moto. Venga, le dice,

338
en vez de estarse ahí cagando; lléveme a dar una vuelta antes
de que ese tren vuelva a silbar. Nos vamos de regreso, le dice,
picando el ojo con mucha picardía. Fabián se levanta. Camina
hasta ella. Lo hace despacio, como quien después de una
paliza al fin se pone en pie. Le parece percibir en su nariz el
aire cálido del pueblo. Se deja invadir por esa súbita humedad
del trópico. Sube en la moto. Tiene que dar tres zapatazos para
poder encenderla. Ella se sube con delicadeza y no de un
brinco como solía hacerlo antes. Rodea su barriga distendida
con los brazos. Se aferra a él como si de esa sujeción
dependiera la vida. Entonces Fabián le pregunta si quiere
comer algo; ahí tengo como cinco hamburguesas, le dice
mientras se ponen en marcha.

339
Déjà Vu[Dú]36
Javier Viveros37

Soy huraño, debo decirlo. Si bien no llego a la misantropía, me


gusta demasiado la soledad. En un carácter así, la niñez tiene
siempre algo que ver. Recuerdo la mía sin nostalgia. Me veo
creciendo bajo la luna del escaso contacto con mis padres. No
extraño en lo absoluto aquella época cincelada al mandato de
institutrices anacrónicas e invariablemente despóticas, que
eran un verdadero solecismo contra la infancia. Los otros

36
De Manual de esgrima para elefantes (2012).
37
Javier Viveros (Asunción, 1977). Narrador, dramaturgo y guionista. Es Magíster
en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Nacional de
Asunción. Ha publicado alrededor de treinta obras de diversos géneros: poesía,
cuento, teatro, novela, historieta y literatura infantil. Textos suyos integran
antologías de países de América y Europa; parte de su obra ha sido traducida al
guaraní, alemán, inglés, portugués y japonés. En el rol de editor ha publicado
varios libros. Dirige la editorial Rosalba, especializada en literatura infantil. En el
2016 fue elegido por Luvina, la revista de la Universidad de Guadalajara, como una
de las voces latinoamericanas más originales de entre los escritores de «treinta y
tantos» años. Ha participado como invitado en ferias del libro de Argentina,
Bolivia, México, Paraguay, Santo Domingo y Uruguay.
Fue finalista del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo en el 2009; un jurado
del PEN Club de los Estados Unidos galardonó su obra Fantasmario - Cuentos de
la Guerra del Chaco en el 2018, año en que también recibió el Premio de Literatura
Roque Gaona por su obra de teatro Flores del yuyal y quedó finalista del Concurso
Regional de Nouvelle organizado por la Editorial Municipal de Rosario
(Argentina). Fue vicepresidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay por el
periodo 2016-2018 y es académico correspondiente de la Academia Paraguaya de
la Lengua Española.
340
niños eran para mí planetas que danzaban alrededor de
estrellas que no eran la mía.
Podría decirse que, a pesar de todo, aquello me ha servido.
Ahora que soy adulto y llevo dos décadas metido en el
mercado laboral, lo de ser un solitario es como parte de mi
uniforme. Una parte importante. Mi trabajo como auditor
externo para una poderosa empresa europea de televisión, me
ha llevado a recorrer en profundidad el continente africano.
Laboralmente, me sirve mucho esa incapacidad de construir
lazos con los otros. Soy un auditor, un planeta retrógrado,
sulquivagante iceberg de oficinas. Mi labor es visitar las
sucursales para controlar el trabajo ajeno y por eso siempre las
miradas se cargan de recelo cuando no de un indisimulado
desprecio. No pocas veces oí aquello de que el auditor es
alguien que llega después de la batalla a patear a los heridos.
A todos los países donde soy enviado como mercenario para
buscar trampas en los sistemas, voy siempre acompañado de
un rostro marcial, impenetrable. Mister-no-friends, me
apodaron en Sudáfrica. En Senegal, Kou doul reee, el que no
ríe, o algo así. Debido a las numerosas sospechas de fraude
contra la compañía, me ordenaron que visitara con urgencia
la sucursal de Ghana, tenía que realizar la auditoría tanto
informática como contable. Menudo trabajo. Y para nada
enternecedor.

341
En el aeropuerto de Ámsterdam, en la fila de embarque de
la aerolínea KLM, coincidí con quien era el gerente de
infraestructura de la sucursal que me dirigía a auditar, un
chileno acribillado de pecas, código Morse en sus brazos y
cara. Ambos íbamos a Ghana y terminamos compartiendo
asientos contiguos. Fue él quien me enteró de todo. Me
comentó que estaban con nuevo gerente general, porque el
CEO anterior había renunciado "luego de lo que pasó". Yo
sabía que el gerente de quien me hablaba era un paraguayo
como yo, sabía que no era apreciado por la gente de ese país
africano: su despotismo, megalomanía y su permanente
estado de grito tenían no poco que ver en ello. Algo más sabía
de él. Me habían comentado que procedía de una familia bien
conectada con la dictadura de Stroessner. Me bastaba esa
información para conocerlo por entero. Era el típico sujeto que
cruzaba un semáforo en rojo y al ser detenido por un oficial de
tránsito gritaba: ¡no sabés con quién te estás metiendo,
pendejo! Se llamaba Carlos Caseros, y había llegado a
matrimoniar esos dos perniciosos demonios: ignorancia y
poder.
El chileno me contó que una mañana, a la salida de su casa,
al incinerable Caseros lo habían, efectivamente, incinerado.
Lo rociaron con akpeteshie, una bebida alcohólica casera
destilada del vino de palmera, y le prendieron fuego. Los

342
autores del hecho eran locales y "probablemente ashantis",
según la criada que algo alcanzó a ver. Fueron dos, uno de ellos
lo bañó con un balde repleto de la inflamable bebida y el otro
le arrojó un fósforo. Huyeron después, en medio de risas de
alegría y los gritos de dolor del déspota en su hora más negra.
Una buena golpiza hubiera sido suficiente, pensé.
Fuenteovejuna, Fuenteovejuna, me repetí. Había sufrido
quemaduras de tercer grado. La cosa era grave. Luego de
recibir los primeros tratamientos en Accra abandonó el país y
terminó en un hospital de Asunción. El día de su partida, la
empresa fue una tácita fiesta, agregó el chileno, y a partir de
ahí los números florecieron. Esos mismos números que me
tocaba auditar. Al ser también paraguaya mi nacionalidad, me
causó temor la noticia, porque estaba destinado a pasar un
mes en ese país. Temía que malinterpretaran mi poca
capacidad de relacionamiento, que la conectaran con la
soberbia del anterior gerente y que quisieran también tomar
represalias. La timidez y el amor a la soledad tenían que
quedar de lado si quería sobrevivir al período que se venía. Era
imperativo ser más sociable, abandonar el caparazón. Me dije
a mí mismo que eso haría, no quería que heredaran en mí el
odio hacia mi compatriota, el del ego ahora carbonizado.
Fue esa la principal razón por la que trabé amistad con el
chofer que me asignaron. Mawusi, que era de la tribu ewe,

343
debía pasar a buscarme al guesthouse de la empresa cada
mañana. Me tenía que llevar a almorzar al mediodía y de
vuelta a la casa una vez terminada la jornada laboral, o a algún
restaurante para ir a cenar. Digo esto para dejar constancia de
que lo veía varias veces al día y podía conversar bastante con
él: su energía y locuacidad eran aluvionantes. Mi idea era
sencilla: trabando amistad con un local, la gente de la empresa
seguramente iba a reprimir sus impulsos piromaniacos hacia
mi persona. Me di cuenta pronto de que Mawusi era muy
creyente; crédulo, más bien. Le pregunté cosas sobre la cultura
de su tribu. Me contó que si uno se casaba con una joven sin
el consentimiento de sus padres, y esta llegaba a morir, el
marido debía entregar el cuerpo a sus familiares y estos tenían
el derecho de obligarlo a desposar al cadáver. "Ahora sí te
autorizamos a casarte con ella, aprobamos el matrimonio".
Debía seguirse todo el proceso. El viudo tenía que comprar el
vestido y el anillo, tenía que pasar una noche con su prometida
en el lecho nupcial y al día siguiente se celebraba la unión
matrimonial. Solo entonces los padres aceptaban el cuerpo de
su hija y se podía proceder al entierro. Me dio a entender
además que a veces eran los mismos padres quienes pagaban
hechizos para que la hija rebelde muriera. La crueldad tiene
corazón humano.

344
Me contó también que cuando el marido muere, la mujer
está obligada a lavar el cadáver y beber un vaso del agua
resultante del procedimiento. Si sobrevive una semana,
significa que no fue ella la asesina, por lo que es apta para ser
desposada por el hermano del marido, si este así lo quisiere.
Le pregunté qué le parecían esas cosas y me dijo que estaban
bien, que eran parte de la "ley natural". Mawusi creía que su
cultura era la normal y universal. Me enteré también de otras
costumbres y creencias de su natal Región del Volta. Supe que
allí los hombres mandan lanzar hechizos sobre sus mujeres
para que estas no los engañen o que sufran si es que lo hacen.
La supuesta magia podía, por ejemplo, lograr que la mujer
adúltera quedara fusionada al amante por vía genital, si
incurriera en el engaño. Muchas cosas más contó Mawusi y no
me atreví a argumentarle en contra. Su convicción era
granítica y ¿quién era yo para venir a desordenarle el tablero
mental?
Hay un fuerte componente químico en las relaciones
humanas, se entabla la amistad rápidamente con algunos
mientras que con otros sentimos una inmediata repulsión o
preferencia de lejanía, para usar términos menos incorrectos
políticamente. Era grande la calidad humana de Mawusi, la
soberbia y arrogancia no tenían cabida en él. Solo le noté
cierto orgullo infantil aquella vez en que aseguró ser pariente

345
de Kwame Nkrumah-Acheampong, más conocido como "El
Leopardo de las Nieves", el único esquiador que dio Ghana y
que llegó incluso a participar de los Juegos Olímpicos de
Invierno, en Vancouver 2010. Parecía un oxímoron, esquiador
ghanés, país donde jamás ha caído un copo de nieve; pensé en
eso y recordé un haiku de Bashō que, en mi contexto mental,
me pareció racista. Pero esa era otra historia, ciertamente no
me estaba resultando nada mal esto de la amistad, aunque en
mi caso fuera una amistad utilitaria. Mawusi, oscuro escudo
contra el fuego, mi africano traje de asbesto. Debo, sin
embargo, reconocer que mi cercanía era también científica,
me interesaba sobremanera hacer una suerte de lectura
antropológica de sus creencias, estudiar el modo en que
ciegamente bañaba de veracidad lo que se le enseñó de
pequeño. La cultura es la materia de la que estamos hechos.
Es demasiado difícil sustraerse a ella y enfocarla
racionalmente desde afuera: mirar la Tierra desde la Luna. Los
viajes son de gran utilidad para ello. Sobre todo los que tienen
como destino otros continentes, viajes a países cuya cultura es
por completo diferente a la de uno, donde hay maneras
distintas de descifrar la penumbra de la realidad y el cerebro
funciona bajo otros parámetros.
Una noche acompañé a Mawusi a su casa. Al llegar, abrió
la puerta su esposa Áfua, nos saludamos y enseguida invitó a

346
que pasáramos a la mesa, donde ya aguardaba la deliciosa
cena: grasscutter, con banku y plátano frito. La pasé muy bien
con ellos, un poco incómodo tal vez por ese halo de reverencia
con la que esa gente suele envolver a los extranjeros, sobre
todo si visten piel blanca. Pero bien, la pasé de lo mejor.
Hablamos de todo, me preguntaron cosas de Paraguay y yo les
pregunté cosas de la Región del Volta, quería oírlos. Me
hablaron de sus planes para el futuro cercano, la ampliación
de la casita, la lista de nombres probables para el primogénito.
Fue una agradable reunión que vivirá por siempre en mi
memoria, porque pude sentir que había como una genuina
hermandad entre los seres humanos.
Había concluido mi trabajo de auditoría, por lo que
Mawusi me llevó a Kotoka, el aeropuerto de Accra. Nos dimos
un cálido apretón de manos como despedida. Mi pasaporte fue
adquiriendo los sellos de entrada y las visas para Tanzania,
Chad, Sierra Leona y Congo. Luego de cinco meses tuve que
regresar a Accra. En el aeropuerto, me esperaba otra vez
Mawusi, pero era otro, lucía flaco como un masái. Quiero que
me retornen al anterior, devuélvanme al Mawusi eléctrico y
locuaz. Me lo han cambiado por uno triste, sombra y piltrafa
del que antes irradiaba energía. ¿El porqué? Áfua había
muerto, una enfermedad la demolió por entero en menos de
una semana. La enterraron el día anterior al de mi llegada. Me

347
siento como alguien que está parado en la playa y a quien las
olas van hundiendo de a poco, socavando las arenas de debajo
de sus pies, me dijo Mawusi en el único roce con la poesía que
le oí alguna vez. Agregó que las horas eran para él como las
olas que lo iban enterrando cada vez más, desde que Áfua
murió. En lo que restaba del camino al guesthouse no
cruzamos palabras.
Al siguiente amanecer, vino a buscarme para ir a la oficina.
Mawusi estaba con otro brillo en sus ojos, me contó que había
visto una nube con forma de no sé qué símbolo adinkra divino
y aseguró también tener la solución. Me dijo que si le daba
libre el fin de semana visitaría a un brujo que podía “resolver
lo de Áfua”. Me dio mucha pena, se lo veía trastornado. En las
tragedias o en los momentos de trance —como el que Mawusi
estaba atravesando— uno suele prestar mayor crédito a las
supercherías, es un estado propicio para ver dioses y vírgenes
llorosas en las manchas de humedad. Un elemento que sí
puede contar es el poder modificador de la realidad que tiene
la mente humana. Yo siempre he creído en eso, que
fabricamos nuestra realidad, somos verdaderamente los
arquitectos de nuestro destino. Así como nos vemos a
nosotros mismos nos verán los demás, y del mismo modo
nuestro cerebro puede proyectarse futuros brillantes o
presentes ruinosos. Aunque parece parte de esos horrorosos

348
textos de autoayuda, me parecía factible. Todo está en la
mente. Pero de ahí a creer en la efectividad de los brujos y
hechizos había un gran trecho, Mawusi confiaba ciegamente
en esas prácticas que para mí nunca fueron más que una
enfermedad mental, una contagiosa enfermedad mental,
como lo son todas las religiones.
Me pareció que ayudándolo podría hacer caer al gigante
con pies de barro de sus creencias, desmalezar su cabeza.
Recién era miércoles, así que para no esperar a que llegara el
fin de semana, en lugar de ir a la oficina, le dije que
enfiláramos hacia la casa del mago, jujuman o brujo vudú de
su predilección. Brillante relámpago de gratitud en sus ojos.
Aceleró con ganas. El cinturón de seguridad estaba firme.
Llegamos a una especie de templo posmoderno. Era una choza
sobre la cual se erguía orgullosa la circunferencia metálica de
una antena de DsTV. Entramos. El estafador estaba
semidesnudo, descalzo y llevaba un sombrero donde no
escaseaban las plumas ni los dientes de cuadrúpedos. Fiel al
estereotipo, se apoyaba en un estrambótico bastón de
hechicero. Me enojé al ver a Mawusi llenarlo de mil
reverencias. Hablaban en una de las lenguas locales, por lo que
nada pude entender de la conversación. De vez en cuando, el
brujo miraba hacia mí. Tal vez podía leer mi escepticismo, mi
desconfianza era palpable y seguramente acompañada de una

349
mueca de desprecio. Al final, el brujo pareció aceptar el
trabajo, cosa que pude concluir por la gratitud y las
genuflexiones que alternó Mawusi, antes de que
abandonáramos el recinto. Y bueno, me dije: un trozo de
madera que flota en el agua no puede convertirse en cocodrilo.
En el camino de regreso, le pregunté qué era lo que había
pasado. Él me miró y me dijo que tenía que esperar. Solo
esperar. Y otra vez se abismó en un silencio glacial. Sumada a
su tristeza, la mía extendió los dominios de la tristeza en el
mundo. Mi chofer e inocentón amigo estaba destruido; el
momento que le tocaba vivir potenciaba su fe en las
charlatanerías. Me dije que el tiempo lo cura todo, sabía que
dentro de un par de días se daría cuenta de que el brujo lo
había engañado, pero con seguridad el charlatán le diría que
algo salió mal, que tal vez él no tuvo la fe suficiente o alguno
de esos versos que suelen emplear los farsantes, los que lucran
con la ajena ignorancia. Recordé aquella frase de Tagore de
que no hay cosa más difícil de soportar que la fe ciega del
estúpido. Odié a Tagore en ese momento, pero sabía que tenía
razón.
El resto del día lo pasé en la oficina, enfrentando otra vez
números y más números. A la mañana siguiente desperté con
una inquietante sensación que no podría describir con justeza.
Era como un déjà vu, esa sensación de estar viviendo algo ya

350
vivido, era como un déjà vu pero no exactamente un déjà vu
sino una sensación que podía ser como el prólogo a un déjà vu,
una sensación de déjà vu inminente. Era como un inquietante
cosquilleo en la conciencia, sentía una alegre extrañeza como
la que se experimenta al contemplar por primera vez un
eclipse total de sol con sus misteriosas shadow bands. Estaba
decidido a hacerme examinar la cabeza; se me antojó que el
maldito brujo me había —motu proprio— enviado algún mal
para castigar mi desconfianza. Eso lo pensé nada más por un
rato y lo descarté con un ramalazo de raciocinio. La Ciencia
me ha probado todo lo que me postuló, me habló de la
gravedad y me habló de la inercia y allí estaban, las podía
encontrar cuando quisiera repitiendo los experimentos. Lujo
que no podían darse estos charlatanes de feria.
La sensación, sin embargo, se prolongó durante el resto del
día. Terminada la jornada laboral, Mawusi insistió en que
fuéramos a cenar a su casa. No lo quise incomodar con una
negativa, a pesar de mi enorme cansancio. Otra vez aceleró
como un enfermo de la velocidad, nuevamente revisé que el
cinturón estuviera bien ajustado. Llegamos. Estacionó el
vehículo en la calzada. Y a partir de ese momento todo lo hizo
en cámara lenta. Pausa, Pausanias. Bajó el freno de mano.
Apagó las luces. Subió las ventanillas. Giró la llave para
detener el motor. Y como epílogo sonó dos veces la bocina. A

351
continuación, sonrió y vi otra vez en sus ojos ese brillo que
podía significar gratitud pero también otra cosa. Temí lo peor:
que su dolor lo hubiera llevado finalmente a la locura. Decidí
seguirle nada más la corriente. Sin ningún apuro, abandoné el
vehículo, cerré la puerta y percibí el ruidito del bloqueo
central cuando Mawusi le echó llave. Después, lentos como
astronautas, nos dirigimos a la casa.
Y otra vez nos abrió la puerta Áfua.

352
Mi lejano oeste
Guillermo Ferreyro38

Hace varios días que el relato de una mujer me llevó hacia el


oeste de la ciudad. Necesito comprobar que la casa de la que
ella habló no es la que me imaginaba. De nada sirve que le
pregunte. Debo averiguarlo por mis propios medios; es que
ella advirtió: nunca más voy a tocar este tema. Por qué. No sé.
Imagino que no quiere destruir su hogar. Ella descubrió, dijo,
hace muy poco, que su marido escondía en el fondo de la casa
materna, que ahora era donde el matrimonio moraba, decía,
el esposo, su esposo, guardaba un secreto familiar adentro de
un armario viejo, en el quincho del fondo. Ella revolvió y
revolvió hasta encontrar un extraño y pesado paquete, que con
sus propias manos fue desenvolviendo. Era un bebe de ocho

38
Guillermo Ferreyro. Novelista y cuentista argentino. Fue técnico químico,
vendedor ambulante, maestro de escuela, pintor de brocha gorda, artesano,
imprentero, periodista y redactor publicitario. Sus textos aparecieron en las
revistas Pan Caliente, Clepsidra, Filofalsia y Puro Cuento.
Obtuvo los siguientes reconocimientos: Premio Internacional de narrativa Sor
Juana Inés de la Cruz 2014, México. Premio Latinoamericano de Primera Novela
Sergio Galindo 2018, México. Premio Internacional de Novela Kipus 2019, Bolivia.
Premio Dionisio Losada de Cuento 1986, Argentina. Mención especial Premio
1993, Biblioteca Rafael Obligado, Argentina. Finalista del Premio Bernardo Kordon
2018, Argentina. Publicó: Pinturitas (2016, FOEM, México), La Cloaca (2018,
Editorial Veracruzana, México y Paisanita Editora, Argentina) y Mal Trato (2019,
Kipus, Bolivia).
353
meses conservado en formol, dentro de un frasco de
preparados.
Estoy demasiado cerca del lugar, apenas unas cuadras del
parque Avellaneda, parado justo en la entrada del vivero,
donde aún quedan algunos rastros del viejo mercado. Esta
esquina, es para mí, un punto muerto, un lugar donde se
estacionan los recuerdos de una adolescencia temprana.
Miró bien. El bar intacto de la esquina. El ventanal ocupa
toda la ochava. La madera oscura enmarca un cuadro de
apesadumbrados viejos tomando café, grappa, ginebra,
vermouth, sentados alrededor de dos mesas de fórmica
blancuzca, sobra esa superficie que imita al mármol se
desparraman cáscaras de maní, papitas quebradas , carozos de
aceituna e incontables pedacitos de escarbadientes
masticados y partidos. Esos ancianos que permanecen allí
desde que eran hombres jóvenes, siguen bebiéndose las
tardes, tan callados e inertes como entonces.
Los colectivos repletos rugen por la avenida Directorio, el
sonido azota el zaguán donde vivía el pibito que entró a La
Tablada de la mano de Gorriarán, pero nunca volvió a salir por
ese pasillo. La puerta del tipo casa al fondo está abierta,
alguien la entorna y me pregunto quién habitará esa tristeza
ahora.

354
El musgo tapiza el frente de un almacén clausurado, de
lejos, podría ser que un gran paño de felpa verde hubiese
servido de revestimiento. Dudo. Me fijo adentro del bar, allá
en el medio, la mesa de billar está vacía, la bola blanca inmóvil
espera que alguien agarre uno de los palos que está colgado.
Cuando me acerco voy descubriendo los detalles de ese musgo
comiéndose el gris del cemento despintado, que suda con olor
a humedad podrida.
Voy a cruzar la esquina de Olivera y el fantasma de un Ford
hiena blanco frena justo delante mío. Les digo que voy a tomar
el 107, que voy a la escuela, que estudio química y que esto es
un erlenmeyer y esto un frasco de preparados y esto un balón
y esto un vaso de precipitados, no hago bombas (no les
confieso que sé hacer explosivos) miran mis libros, se quedan
observando las fotos de los fetos, dudan, concluyen: no les
importan los estudiantes de química; me dejan en la parada,
en este mismo refugio que tiene el olor rancio del mundial
78, pero igual me quedo abajo del techo oxidado. Las placitas
arboladas asoman por debajo de la autopista. El cabaret
Flamingo, como un espejismo, sigue a un costado de la ruinas
de la casa de doña Tita, me acuerdo cuando la derrumbaron y
ella se mató. Si le había pagado bien, decían las vecinas, qué
más quería. El rincón que queda es un pedazo de living donde
ella tenía un hogar. Qué lindas eran las mayólicas azules, aún

355
hay unos pedacitos pegoteados en el muro, parece que las
hubiera puesto Gaudí. Los yuyos le crecen alrededor pero eso
le aporta cierta gracia. Me recuerda a l parque Güell. Tita
también era catalana. Y republicana. Un día, cuando le llevé la
estampita por mi comunión, antes de darme un billete, me
enseñó una canción que haciendo palmas y con una sonrisa de
oreja a oreja, cantaba: si los curas y frailes supieran, la de palos
que van a llevar, subirían al trono cantando libertad, libertad,
libertad y después la repetía en su lengua. Estoy cruzando en
rojo. Casi me atropella un taxi. No seas atropellado me
aconsejaba mi madre y yo quizás por eso me salve tantas veces.
Esta ha sido una más. Fue un segundo: vi sobre el pavimento
a todos los atropellados que han agonizado en esta esquina. El
bocinazo aún chilla en mis oídos. He sido por un segundo el
centro de atención de todos los transeúntes. Me da vergüenza.
Entonces la vista se me va al bar nuevamente, a las caras ahora
arrugadas de estos viejitos, que siguen viendo el mundo pasar
sin mosquearse, tragándoselo como venga.
Me tranquiliza que ellos ni siquiera hayan notado mi
torpeza.
Acabo de acordarme del relato que me trajo aquí, la casa,
sí era mucho más adelante, cerca de la estación de Villa Luro,
apuro el paso, ahí a la derecha, ocupando todas las veredas de
la derecha, está la mole blanca, ahora los policías de civil

356
revisan números de motor sin inmutarse, como si allí nunca
hubiese sucedido nada. Trabajan, sólo trabajan como los
vecinos que pasaban todos los días por la puerta del Olimpo,
antes de ir a trabajar. Se tomaban el 5 en la esquina, el 86 en
Rivadavia, iban al norte, al centro, al sur, sacaban fotocopias
en la librería de enfrente o compraban el diario en puestito de
la otra cuadra o pagaban los impuestos en el banco que estaba
a pasitos. Todo era normal, nadie veía nada raro. El sol me
enceguece, igual que cuando me encandilaban los reflectores
del ejército; el buscador me seguía toda la cuadra hasta que
me perdía en el luminoso cambio de nombre: Lacarra se
transformaba en Carrasco ¡Carrasco! el soldadito que salvo a
nuestros hijos de la colimba, no, no otro, otro que no sabía que
cruzando Rivadavia iba a ser Lacarra.
Esta es la huella del dolor, por aquí junto a las vías un poco
más allá vuelven el sonido de los disparos, las tanquetas y me
veo asomado a una ventana escuchando el relato de las viejas,
la chica se subió al parapeto de la terraza y gritó “ustedes no
me matan”, se pegó un tiro y dejó una bebita en la casa, una
bebita arriba de la cama. Es que ya estoy en Corro y la vía, años
después supe que la chica suicidada era Victoria Walsh, pero
la única que habló fue esa vieja y nadie más habló y nadie dijo
quién se llevó a la bebita, ni adónde, nada, todos estaban

357
callados como los viejos del bar, viendo pasar las cosas por
delante de sus ojos.
Me paro frente a aquella casa, que hoy es la morada del
comisario retirado, el de la 44 que por entonces custodiaba
todo este silencio. Los azulejos amarillos, rejas por todos
lados, y en la vía, al costado sus eternos perros ladrando, guau,
guau, desafiando el aire, guau, guau, ahuyentando las
sombras, guau, con los hocicos congelados mostrando los
colmillos blancos y filosos, desgarradores. Me pregunto qué
tipo de callosidad puede tener un alma para vivir bajo el
mismo techo donde vio tendidos sesos, riñones, gargantas y
ojos desorbitados. Guau, sólo me responden los perros, guau.
Entro por Lope de Vega, la autopista prepotente tapó a la
vieja estación del trencito a Versalles donde descansan las vías
muertas. Una lagartija eterna se escapa entre los pastos.
A unos metros está la casa con un fondo grande y gran
quincho al fondo. Creo que puede ser esa. Estoy casi seguro.
Trato de pispiar; hoy es un bunker. Han tapiado el jardín de
adelante y la entrada lateral que conducía directamente al
fondo. Creo que esa caprichosa arquitectura de tanos debe
seguir dominando el terreno , aunque tantos agregados le
hayan hecho perder toda su antigua solemnidad.
A unos cien metros de allí vivía la partera, adónde habrán
ido a parar los surcos de su cara.

358
Por la calle trasera está el depósito de química oeste: allí
comprábamos los compuestos y las sustancias para usar en los
prácticos, lo más común, sodio, cloruros y formol para
nuestros preparados.
Me acabo de acordar de algo muy importante. Tengo que
ir a la parroquia ya mismo.
Estoy llegando a la iglesia. Voy a volver a entrar después de
35 años para ver una sola cosa. Quiero revisar debajo de la
escalera, en el closet donde el padre Somolinos nos encerraba
cuando hacíamos travesuras, allí había unos estantes con
frascos de vidrio. Dos guardaban serpientes y cuatro
contenían fetos en distintos estados de evolución.
Acabo de pasar el portón de la entrada, le sonrío a la gente
que ahora atiende la parroquia, les digo que yo tomé
comunión, confirmación allí, que también fui al jardín y a la
primaria ahí mismo. Me hago el simpático. Un cura me invita
a pasar, por favor, adelante, adelante. Cuantos recuerdos, le
digo mientras me paseo por el hall, ahora una monjita joven
me saluda. Le sonrío pero la detesto (al cura en cambio lo
desprecio) Cuantos recuerdos repito como un loro. Repito sin
contar nada, no les develo mis venenos. Sé que no existe
antídoto contra todo lo que yo puedo inocularles en unos
minutos de charla. Simplemente hablo para escurrirme hasta
la escalera de madera. Ya no hay closet y pregunto por el padre

359
Somolinos, el curita se incomoda pero me revela, fue preso por
abusar de los niños hace más de veinte años, en la época de
Alfonsín. Qué bien, qué bien, le digo y haciéndome el tonto
me meto en el hueco donde estaba el closet de Somolinos. Ya
no hay puertas, no hay estantes, nada.
Me quedo un rato debajo de la escalera. Siento frío. Revisó
con la mirada ese espacio que de niño me parecía inmenso.
Ese lugar exacto donde sumergido en la oscuridad
experimenté por primera vez el miedo, donde se cocinó mi
más temprana imagen del horror.
Ahora no hay nada, está todo limpio, pero yo sigo
sintiendo ese tufito a formol.

360
Juliette muere39
Jaime Collyer40

Se enviaban duplicados de cada uno con regularidad, como


una forma de prolongar ese noviazgo vacilante en la distancia.
Robledo recibía en Madrid las réplicas de Macarena, que ella
misma denominaba las Juliettes («… te estoy enviando otra
Juliette…»), y le enviaba de vuelta a Santiago sus versiones de
sí mismo, un procedimiento que el nuevo mercado genético
—dominado por la omnipresente Trans-RVU— hacía cada vez
más fluido, permitiéndoles disfrutar del otro por un rato en
versión clonada. Eran, en rigor, versiones de corta duración y
extinción rápida, cuya gran ventaja era esa, que duraban poco,
unos días a lo más, y luego decaían sin estridencias. Solo que
esta vez no decayó, la última Juliette, no al menos cuando
estaba programado, dejando a Robledo por completo
descolocado, mirando al clon de reojo y evaluando sus gestos,

39
Del libro Swingers (2015).
40
Jaime Collyer es psicólogo por formación y escritor por vocación, autor de los
premiados volúmenes de cuentos Gente al acecho, La bestia en casa y La voz del
amo. Su novela El habitante del cielo obtuvo además el Premio Altazor en el 2003.
Ha incursionado adicionalmente en la crónica histórica y publicado Una Historia
sexual de los chilenos en dos volúmenes. En el 2015, su libro de relatos Swingers,
un volumen temático que imagina una era futura habitada por los humanos y sus
clones, fue galardonado con el Premio de la Academia Chilena de la Lengua. Acaba
de publicar su última novela, Gente en las sombras.
361
y luego releyendo las instrucciones del envío, la fecha de
caducidad, a ver si había hecho algo mal.
En términos generales, le acomodaba muchísimo el
asunto, esa modalidad pasajera de alegría con una réplica
exacta de Macarena, su novia lejana, que solo persistía lo justo
para no derivar al horror cotidiano. Al enviárselas desde
Santiago, Macarena las programaba normalmente para cinco
días, no más, pero tampoco menos, un intervalo justo para
dejar a Robledo añorándola hasta el próximo envío. Solían
llegarle un lunes y él las veía marchitarse, a cada Juliette en
particular, recién el viernes, podía disfrutar del duplicado toda
la semana.
Eran copias propiamente orgánicas, designadas en la jerga
oficial como RVU (Réplicas a Voluntad del Usuario), en que el
milagro de la vida ocurría en tiempo récord: a Robledo le
llegaba una célula de Macarena en fase germinal y él la
transfería a un contenedor plástico, el container lleno de jalea
amniótica donde el clon maduraba en escasas dos horas, en
una floración pasmosa, de una celeridad impensada. Al cabo
de esas dos horas, se alzaba de su sarcófago plástico y ocupaba
sus coordenadas en el medio externo, parándose un segundo
a observar a Robledo, a quien reconocía al instante y le
sonreía, qué hay, cómo has estado, con la expresión vaga de
quien vuelve de una siesta. «Una cualidad muy provechosa de

362
las réplicas de duración restringida es que no tienen
conciencia de ser una réplica», decía un artículo del London
Times cuando se anunció el lanzamiento al mercado de las
RVU. «Viven el lapso escaso que les está programado como si
hubieran estado siempre aquí, es extraño. Una cualidad muy
singular de su parte y a la par muy llevadera, ¡no tienen noción
de su propia finitud!»
Transcurridos dos años del intercambio —el tiempo que
llevaba en Madrid—, se sentía más que conforme y casi le
parecía que era en verdad Macarena junto a él, compartiendo
su mesa o esperándolo a que volviera de la agencia, absorta y
en la sala, contemplando ensimismada a un gorrión en la
ventana, sumida en la misma languidez característica de
Macarena. Más tarde la veía desnudarse junto a su cama con
expresión reconcentrada, quizá demasiado, algo robótica, así
que el sexo le resultaba siempre un poquito estereotipado con
el clon, quizá porque traía un repertorio fijo y desarrollaba la
misma secuencia cada vez. Al gesto de desnudarse
mecánicamente seguía una breve oferta de sexo oral de su
parte, luego se tendía de espaldas, se ponía en pies y manos
sobre la sábana y lo miraba de manera invitante, se movía atrás
y adelante al sentirlo entrándole desde atrás, se retorcía un
poco, se quejaba y apretaba las nalgas y concluía el
procedimiento boca abajo, esperando a sentir el rostro de

363
Robledo junto al suyo, punto en que le susurraba —ella a él—
su gratitud y su amor, aunque solo durase, ese amor, hasta el
viernes siguiente.
Había la opción de hacer envíos múltiples —por ejemplo,
de cada Juliette con una amiga o varias amigas de Macarena
también clonadas— pero era bastante más caro y exigía de
alguna coordinación previa, los psiquiatras y otros
especialistas dentro del ramo lo desaconsejaban. Se sabía de
un costoso envío de varias réplicas a un cumpleaños, en el cual
los invitados, clones agrupados al azar, habían terminado
incendiando la casa del festejado: la combinatoria
improvisada había funcionado de manera explosiva y, en lugar
de moverlos a apagar las velitas, había suscitado en ellos una
algarabía pirómana. Era mejor no arriesgarse, decían los
expertos, mejor hacer de momento envíos unitarios.
La secuencia germinal fue la de siempre: el lunes por la
mañana —se había tomado el día libre en la agencia— vio
activarse en la probeta la célula matriz de esa nueva Juliette y
la traspasó, mediante la pipeta incluida en el envío, al
container, esa especie de ataúd plástico en que terminó de
madurar alrededor del mediodía y abrió los ojos, despertando
prontamente de su sueño, incorporándose con elegancia en su
útero artificial, desnuda y con el cuerpo cubierto de la jalea
amniótica.

364
—Qué tal —le dijo Robledo.
—Cómo estás —dijo ella sin el menor asomo de sorpresa.
Enseguida advirtió la gelatina cubriéndole los brazos—. Huy,
estoy toda pegoteada, ¡para variar!
—Por mí no hay problema... ¿Tienes hambre?
—Un poco.
—El almuerzo está listo.
—¿Alcanzo a darme una ducha antes?
—Obviamente —respondió él y le indicó, aunque no era
preciso indicárselo, el camino del baño.
Al oír el agua de la ducha corriendo, pensó maravillado en
esa naturalidad ahora incorporada a los clones, el recuerdo de
una existencia que no era, en rigor, la suya. Una semana de esa
felicidad tan discreta bastaba para renovarlo en su vida
madrileña, con los paseos de ambos por la Gran Vía o los
diálogos de madrugada en un bar, algún concierto en el Teatro
Real o los encuentros íntimos cada noche. Casi lograba no
añorar a la Macarena original, que permanecía en Santiago y
le aseguraba de vez en cuando, a través de la vieja internet o
el teléfono, que aún lo amaba. Para nadie hacía mucha
diferencia a esas alturas —salvo quizá para los organismos a
cargo de controlar la proliferación clónica— que el
interlocutor fuera una réplica o el original. ¡Un tercio o más de

365
los transeúntes dispersos en cualquier gran ciudad del mundo
eran, para entonces, clones de algún humano!
El martes fue a la agencia y volvió a la hora de almuerzo.
Ella se interesó como siempre en su labor de publicista.
—¿Y en qué estás trabajando ahora?
—Una campaña para promover la donación de órganos.
—Qué noble.
—¿Sí, verdad? —acotó halagado. Y añadió—: Aunque no
sé si sea necesaria a estas alturas, una campaña de esa índole,
con tantas… —se frenó justo cuando iba a decirlo: «Con tantas
réplicas hoy disponibles y órganos de sobra…». A ella, una
réplica sin conciencia de que lo era, no le provocó mayor
resquemor, ni siquiera advirtió el lapsus, pero él se reprochó
igual en su fuero íntimo la indelicadeza y mejor le ofreció una
copa de vino.
El miércoles anunció por teléfono a la agencia que estaba
enfermo y que seguiría con seguridad enfermo hasta el viernes
y le propuso a ella un paseo hasta el Palacio de Oriente.
Deambularon largo rato por los Jardines de Sabatini y
volvieron al atardecer por el trazado sinuoso que conducía a
su apartamento cercano a la Plaza Mayor, él por completo
embriagado de su perfil y sus ojos felinos, ese algo oriental en
sus rasgos, que era la tonalidad oriental de Macarena. En
silencio, vieron un camión del municipio regando la calzada,

366
a un mendigo tapándose con cartones en la banqueta de una
placita, a una prostituta de gran altura que los miró a ambos
de manera provocativa y era, para ser estrictos, un muchacho
de rasgos bellísimos. Robledo dedujo que eran los dos —el
menesteroso y el travesti— indefectiblemente humanos y no
réplicas: nadie hubiera sido tan inoportuno de clonar
semejantes opciones y dejarlas a la deriva en las calles. Luego
vieron a un perro muerto en la acera, junto a un tarro de
basura, una imagen no demasiado frecuente en Madrid, ni
muy feliz. Debía haber muerto hacía poco, no había aún
ninguna mosca rondándolo. Por alguna razón los convocó a
los dos, atrayéndolos como un imán.
—Qué pena, ¿no? —dijo ella, pero a Robledo le sonó poco
convincente, una acotación en exceso neutral.
Dedujo que no era auténtica pena, solo un formulismo
incluido en su cerebro clonado, un protocolo hecho de frases
programadas. A fin de cuentas, su naturaleza fugaz no debía
incluir tribulaciones existenciales de peso, menos lo de
pararse a considerar el intervalo escaso de un perro en las
calles de Madrid. Era el sesgo deliberado en las RVU de corta
duración, que excluía de su mente la noción del porvenir. Su
propio intervalo de vida era así perfectamente soportable, ni
siquiera advertían que se les venía el término, la extinción
apacible en mitad del living, proceso que era a la vez muy

367
expedito: una hora antes del plazo, el nivel energético del clon
decaía de manera ostensible y su rostro se volvía levemente
ceroso, translúcido, hasta derivar de a poco a la inmovilidad.
Entonces perdía densidad molecular en forma automática, se
tornaba liviano como una pluma y podía metérselo sin
problemas en una bolsa de desechos orgánicos para sacarlo a
la calle. El municipio se encargaba luego de transferir ese
material al vertedero genético.
Se debió en parte a eso —el procedimiento tan cómodo al
final— que no llegara a anticipar el giro imprevisto de esa
última Juliette. Programada para agotarse en cinco días, el
viernes la vio instalarse en el sillón después del almuerzo y
quedar con la mirada perdida en la terraza. Afuera llovía, el
otoño atenuaba la luz diurna con una lluviecita indecisa.
Robledo prefirió no asistir a su declive —era algo que solía
rehuir— y mejor se sirvió una copa de vino, le sirvió una a ella,
se la puso entre las manos, la besó en la frente y salió a la
terraza para dejar que se extinguiera en su ausencia, no debía
durar más de media hora.
Las veredas y calles estaban húmedas y una madre y su hijo
volvían de la escuela, ella reprendiendo al niño a causa de algo
que Robledo no pudo descifrar. Transcurrida media hora, se
bebió de un trago el vino que le quedaba en la copa y volvió al
interior. Juliette estaba donde antes, con sus piernas

368
espléndidas a la vista y su fragancia aún en el aire, emanando
de su cuerpo intacto: no parecía en absoluto a un paso de
decaer.
—¿Estás aquí aún? —musitó perplejo.
Ella pareció extrañada y se encogió de hombros, como
diciendo «¿Y por qué habría de no estarlo?». Un gesto a su
manera soberbio, que dejó a Robledo inmóvil en su sitio,
buscando alguna frase adicional.
—¿Quieres otra copa? —propuso al fin.
—No —dijo Juliette y se estiró en el sillón—. Tengo un
poco de sueño, ¿te importa si duermo un rato?
—Para nada.
Ella se alzó, vino hacia él, lo besó en los labios y se fue al
dormitorio. Robledo se palpó los labios. No había indicio
alguno de un cambio químico en ella, ni su piel se había
tornado translúcida. Llegada al final de su plazo, Juliette, esa
Juliette en particular, seguía viva.
Durante su breve siesta, Robledo buscó el manual de
Trans-RVU en algún cajón de la cocina y lo leyó, pero no
encontró allí mayores pistas o respuestas. Entre las anomalías
que el manual enumeraba, había clones que se resfriaban o
tenían cambios imprevistos de humor, o demoraban en
reconocer al destinatario, pero ninguno que siguiera viviendo
más allá del plazo fijado, durmiendo la siesta como si nada.

369
Luego chequeó en el paquete del envío el plazo exacto que
Macarena le había dado a esa réplica: hasta el viernes a las tres
de la tarde, no se había equivocado, pero eran ya las seis y ahí
estaba la réplica aún viva y durmiendo en su cama.
No la oyó despertarse y volver al living y dio un salto en el
sillón cuando sus brazos, los de ella, emergieron desde atrás y
lo rodearon.
—¿Qué pasa, cariño? —indagó ella desconcertada.
—Nada —replicó él con demasiada presteza, cerrando el
manual de Trans-RVU—. ¿Qué podría pasar…?
El fin de semana completo estuvo observándola,
preguntándose cómo podía ser, qué podía haber sucedido, y a
la vez disfrutando —con un grato desconcierto de fondo— de
ese plazo adicional. Pensando en conectarse por la red con
Macarena para saber si no se habría equivocado al
programarla, pero no tuvo oportunidad de estar a solas para
conectarse, ni le dieron muchas ganas de hacerlo. Casi le
pareció una descortesía frente a la naturalidad con que Juliette
se lo estaba tomando, razón por la cual descartó a la vez
hablarlo directamente con ella: no le pareció en absoluto
delicado preguntarle, cuando estaban cenando el viernes por
la noche, si no debía haberse muerto ya hacía unas horas.
Desvelado en su cama, con ella dormida junto a él, pensó
que quizás el lapso adicional no fuera solo de unas horas sino

370
varios días. Tendría que buscar nuevos pretextos para no ir a
la agencia, quizás otra semana completa, o incluso más. O
menos. A la luz de la luna filtrándose por entre la persiana,
examinó el rostro dormido de Juliette, sus cabellos en
desorden sobre la almohada, como la hiedra que persiste sobre
las paredes de cualquier monasterio. Sintió pavor de que solo
fueran unas horas, apenas esa noche adicional, un intervalo no
previsto que ahora habría de cumplirse al azar y no de forma
programada, quizás en los próximos segundos, o al despertar,
quién podía saberlo, cuando ya no fuera la luna cubriéndola
de esa pátina resplandeciente, sino el nuevo día con su
luminosidad flagrante, y ella se quedara al fin inmóvil, incapaz
de reaccionar al tañido multitudinario en el exterior, a la vida
aún latiendo en las calles.
Fue como una tenaza hecha de insomnio que le oprimió el
pecho hasta el despertar, cuando se sorprendió verificando el
ritmo tenue de su respiración, suplicando que aún lo hubiera,
esa corriente de aire que hasta la pasada noche insistía entre
el mundo y sus pulmones. Luego el temor se le convirtió en
euforia, una dicha contenida al verla abrir al fin los ojos y darle
los buenos días.
—¿Estabas despierto…?
Él la atrajo hacia sí y la besó, y hasta tuvo el impulso de
susurrarle al oído que la amaba, pero mejor se contuvo,

371
temeroso de que asomara en la frase el miedo que ahora
sentía, un leve matiz desesperado.
Esta vez el sexo entre ambos fue distinto, diverso a su estilo
programado, y se ubicó ella con delicadeza sobre él, abriendo
las piernas y dejándose penetrar con suavidad, para ser
conducida a un vaivén tibio al despertar, subiendo y bajando
por su miembro con una alegría nueva, Robledo pudo verlo en
su rostro agradablemente lejano y sus ojos adormilados, que
estaba sintiéndolo en su interior de un modo no previsto,
quejándose suavemente, abandonándose.
El sábado sonó largamente el teléfono. Casi no usaba ya el
teléfono, solo las vías de conexión digital. Dedujo que sería
Macarena desde Santiago, pero no contestó y a Juliette no
pareció molestarle. El día transcurrió con ritmo disímil, como
un arroyuelo que se fue llenando de a poco en su cauce y los
arrastró en la hora de la siesta al Retiro, donde se quedaron un
rato frente al estanque y viendo a los patos en su deriva,
flotando como ellos en una suerte de inconsciencia, con
Robledo agradecido de ese aplazamiento impensado que los
hados de la genética o el servicio a distancia de Trans-RVU
acababan de concederles. Igual dudó, en algún momento, de
que fuera lo mejor, eso de disponer ahora de Juliette por un
lapso adicional e indeterminado, no saber cuánto podía durar.
Como la vida misma, pensó y le propuso que fueran enseguida

372
hasta una de las mesitas junto al estanque, donde ella pidió un
granizado y comenzó a revolverlo con aire distraído.
—¿Estás bien? —le preguntó Robledo, no pudo evitarlo.
Ella lo miró de vuelta con la misma extrañeza del día
previo, sorprendida otra vez de la pregunta.
—Muy bien —respondió—. ¿Pasa algo?
Robledo evitó responder. Se dio cuenta —con una mezcla
de alivio y pavor— de que no lo sabía, seguía ella misma sin
saberlo: su ADN tan transitorio no incluía el miedo a lo que se
venía, ninguna forma de incertidumbre respecto a su futuro.
—¿Volvemos? —le propuso cuando la vio acabarse el
granizado.
—Volvamos —acató ella.
En el camino de regreso cruzaron de nuevo por la callecita
donde estaba, días antes, el perro muerto. Para sorpresa de
ambos, estaba aún junto a la basura, tieso y degradado; ni
siquiera daba ya mal olor, aunque algunas moscas rezagadas
seguían disfrutando de sus restos. Él pretendió obviarlo y
hacer como que no estaba, pero ella reaccionó esta vez con
súbita conmoción y se paró a mirarlo en detalle, con más
detención que antes, aferrada al antebrazo de Robledo.
—Qué pena —dijo otra vez y hundió al cabo su rostro en
el cuello de Robledo, para no seguir viéndolo.

373
¿Cuánto más había durado ya? ¿Veinticuatro horas? Un día
entero, incluso un poco más. El atardecer lo sorprendió
haciendo esa contabilidad mental en la sala, contra el fondo
purpúreo del cielo en la terraza, aquella decoloración
magnífica de los crepúsculos madrileños. Juliette leía
entretanto a Kavafis en el dormitorio, recogida como un
animalito bajo el cobertor.
Al anochecer sonó de nuevo el teléfono, pero él volvió a
obviarlo y mejor fue a meterse en la cama con ella.
De nuevo estuvo toda la noche atento a su perfil inmóvil y
el breve latido de sus fosas nasales, con la esperanza oscilando
dentro de su mente hasta el amanecer. Momento en que
advirtió su cuerpo aún tibio y uno de sus pies lo rozó allí abajo,
y sus labios musitaron desde el sueño un «te quiero»
inesperado, que a Robledo lo dejó embelesado, mirándola con
devoción.
Casi llegó a creer que duraría para siempre, cuando se
encerró luego en la cocina a preparar el estofado para el
almuerzo, y después en la mesa, al descorchar el vino y
escanciarlo en ambas copas.
—Por ti —le propuso detenido a las puertas del cielo,
imaginándolas abrirse para él y su bella, última versión de
Juliette.

374
Fue un segundo apenas, o dos, en que ella lo miró de
vuelta, le sonrió débilmente y hasta intentó alzar su copa, pero
la copa resbaló de su mano a la alfombra y ella se volvió con
infinita lentitud a contemplar el estropicio. Quedó con la vista
fija en la mancha de vino, que se extendió con dolorosa
parsimonia por un sector de la alfombra, y ya no volvió, ella, a
hablar nuevamente. O a moverse. Solo hubo, como último
detalle, una lágrima que resbaló con lentitud por su mejilla. Él
sintió que algo se recogía en su interior y le impedía tragar, y
los ojos anegados de pronto en lágrimas.
Demoró más de lo habitual en desembarazarse de sus
restos, el cuerpo cada vez más liviano de Juliette, y al atardecer
seguía mirándola, detenida para siempre en el sillón, a cada
segundo más pálida, destiñéndose de a poco en su
inmovilidad, tornándose ingrávida. Con el crepúsculo de
nuevo en los ventanales, trajo el recipiente para desechos
genéticos y lo dejó a sus pies. La hora de sacar los desechos era
a las diez, incluidos los domingos, pero no fue capaz de
cumplir ese plazo habitual, esta vez no. Al llegar la
medianoche, estaba aún observándola sin saber qué hacer, ni
cuál el gesto que seguía.
Entonces sonó de nuevo el teléfono.

375
—¿Amor mío? —oyó la voz de Macarena desde Santiago—
. ¿Por qué no me contestaste el teléfono? Llevas desde el
viernes sin conectarte a la red, ¿pasa algo…?
Robledo intentó responder, pero la voz, esa voz
proveniente de Santiago, le sonó extraña, súbitamente
irreconocible. Ya no supo qué más decir, por dónde
comenzar a explicárselo.

376
Asalto en la penumbra
Sebastian Ocampos41

Ambos, al verse a lo lejos, sabían que se cruzarían en contados


minutos si continuaban corriendo a toda prisa. Debían decidir
rápido qué hacer: seguir o volver sobre sus pasos. Entonces,
como si hubieran llegado a un acuerdo, disminuyeron la
velocidad y caminaron agitados hasta encontrarse a escasos
metros de distancia.
El varón, luego de observar a la mujer, la saludó confiado
en sí mismo e intentó aproximarse, pero ella retrocedió. Los
dos percibieron que huían de situaciones similares. Seducido
por la belleza femenina (poco habitual a esas horas y en esos
lugares), quiso aproximársele de nuevo, pero al presentir el
inminente rechazo resolvió invitarla a tomar la perpendicular

41
Sebastian Ocampos (Asunción, 1984) es escritor, editor y gestor cultural. Autor
del libro de cuentos Espontaneidad (2014), distinguido con una mención de honor
en el Premio Academia Paraguaya de la Lengua Española 2015. Antólogo de
Paraguay cuenta. Cinco siglos en cuarenta ficciones (2019). Presidente de la
Asociación Literaria Arandu (ALA) y coordinador general del Foro Internacional
del Libro de Asunción 2018. Director fundador de la RevistaY.com y el Taller de
Escritura Semiomnisciente (TES). Jurado de concursos literarios locales y
regionales, entre los que cabe destacar el Premio Dr. Jorge Ritter 2019, el Premio
Municipal de Literatura 2018 y el Premio Itaú de Cuento Digital 2017. Expositor
invitado de universidades, mercados y centros culturales, foros y ferias del libro de
Paraguay, Argentina, Colombia y Rep. Dominicana. En 2017 fue seleccionado como
uno de los veintitrés escritores jóvenes de América para el ProyectoArraigo.com.
377
calle empedrada y oscura e ir juntos hasta donde les
permitieran esas circunstancias inciertas. La mujer se
mantuvo en silencio un rato. Después le mostró un cuchillo
largo y fino, dándole a entender que ni siquiera pensara en
sobrepasarse, y aceptó. No tenés que tener miedo de mí, yo ko
soy bueno. Ningún hombre es bueno, mucho menos a esta
hora. Con esas palabras las cosas quedaron claras... durante
algunas cuadras, pues tanto él como ella querían algo del otro.
Caminaron en la misma dirección, pero a metros de
distancia. ¿Cómo te llamás? La mujer no respondió: no se
involucraría más de lo necesario con el extraño compañero de
fuga. Y él no se daría por vencido. ¿Te puedo llamar Linda? A
mí me dicen Ñakurutũ; un viejo me puso ese marcante hace
mucho. Ella no le prestaba atención; sólo miraba adelante,
atrás, a los costados, sin detenerse en un mismo punto. ¿De
qué tenés tanto miedo? No le tengo miedo a nadie, me sé
defender sola. No tenés que ser tan dura; yo no te voy a hacer
nada malo; ojalá pudiera estar algún día con alguien como vos
de linda. En eso nomás piensan todos. Sos tan linda que no se
puede pensar en otra cosa… ¿Querés tomar algo? Vamos a la
bodeguita de la avenida, yo te invito, ¿sí? No seas mala, Linda.
Hay gente en ese lugar. Podés esperarme cerca de ahí. Bueno.
Apresuraron el paso. Llegaron. Sólo él cruzó la avenida.
Compró un vino barato y una gaseosa. Ella lo esperó en la

378
esquina, observándolo desde la oscuridad. Cuando regresó
con las bebidas, le propuso ir a un lugar tranquilo, donde no
se preocuparan de nada. Caminaron uno al lado del otro y
entraron en un baldío. Alejados de la calle, ella le dijo con una
voz casi sensual que se sentara en el suelo. Él la miró y pensó
que esa sería su gran noche. ¡Por fin una mujer hermosa! ¡Y sin
pagarle un guaraní! Presentía su mejor encuentro en
muchísimo tiempo. Sonreía orgulloso de sí mismo cuando, de
repente, la vio amenazarlo con el cuchillo a la altura del
estómago. ¡Dame todo lo que tenés! ¡Dale! ¡Dame tu billetera
y el bolso! El varón dejó caer el vino y la gaseosa y retrocedió
algunos pasos mientras le decía que se tranquilizara. Yo ko no
tengo nada de valor, no vayas na a hacer esto. ¡Callate! ¿Qué
mierda esperás para darme el bolso y tu billetera? Calmate un
poquito, Linda, ya te voy a dar... Con las dos manos tomó su
bolso, lo levantó hasta su pecho y, con un movimiento ágil,
aprovechando la penumbra, metió una mano en él y sacó su
revólver.
A la mujer no se le pasó por la cabeza que el varón tendría
un arma de fuego. Ninguno lo había tenido antes. Quiso
volverse hacia la calle pero su cuerpo no reaccionaba. Le tenía
pavor a ese tipo de armas. Soltó su cuchillo y balbució con
esfuerzo que por favor no la matara. Cualquier otra cosa hacé
conmigo, menos eso... ¡Nde rakóre, Linda! Así no se vale; en

379
serio ko yo no te iba a hacer nada malo; no entiendo por qué
me hiciste esa porquería, si te traté masiado bien en el camino.
La observó de arriba abajo y pensó en golpearla fuerte con la
culata o dispararle cuanto antes, pero temía las consecuencias.
No quiero meterme en otro problema grande; de sobra ya
tengo. ¿Qué voy a hacer contigo? Decime, ¿qué lo que voy a
hacer contigo? Se acercó unos pasos y ubicó la punta del
revólver entre las cejas de la mujer, que al sentir el metal frío
palideció por completo. ¡Quitate todo lo que tenés encima!
¿Escuchaste? Con las manos temblorosas empezó a
desvestirse, dejando caer al suelo, además de su ropa, un reloj
y dos billeteras gruesas. ¡Con razón corrías como yegua loca!
No me vayas a matar... ¡Callate! Y caminá hacia allá, le ordenó
tajante, apuntando con el dedo índice el fondo del baldío. Ella,
resignada a su suerte, obedeció.
Al verla alejarse y perderse de a poco en la negrura de la
madrugada, el varón recogió el reloj, las billeteras, el cuchillo,
los calzados y la ropa, los metió en su bolso y corrió a toda
prisa hasta la calle, donde se detuvo de golpe, como si hubiera
olvidado algo importante. Volteó y no la vio. Entonces, sin
dejar de mirar hacia el fondo del baldío, sacó la remera y el
pantalón, y los dejó en la vereda.

380
Raíces
Guillermo Ruiz Plaza42

Cuando yo tenía diez años y mi hermano quince, el abuelo se


vino a vivir con nosotros. Había enviudado poco tiempo antes,
y en su casita de Miraflores, según decía, no lo dejaban dormir
los fantasmas. Papá le vendió la casa y le dio nuestro cuarto,
que se llenó con su olor a tabaco frío y medicinas. Puso en la
pared, encima del respaldar de la cama, dos espadas samurái
colgadas en cruz. Como no se veían clavos desde donde yo las
miraba, parecían suspendidas por un hechizo. Pero lo que más
llamaba la atención era el enorme baúl negro que había en un
rincón, entre el ropero y el ventanal que daba a la calle. Estaba
cerrado con un candado que parecía tan pesado como antiguo.
Al bajar, el abuelo siempre cerraba la puerta con llave; Julio
y yo no tardamos en sentir curiosidad por lo que guardaba con
tanto recelo. De no ser por mi hermano, jamás hubiera
entrado a escondidas en el cuarto. No sabía si al desobedecer
sentía miedo porque era miedoso —como decía él— o
simplemente porque no había cumplido aún su edad. Esa edad

42
Guillermo Ruiz Plaza (La Paz, 1982), es autor de los libros de cuentos El fuego y
la fábula (Gente común, 2010), La última pieza del puzzle (3600, 2013) y Sombras
de Verano (Edite Moi, 2015/3600, 2016). En poesía ha publicado Prosas sacras
(Plural, 2009) y El tacto y la niebla (Paroxismo, 2016/3600, 2016), en ensayo:
Eduardo Mitre y la generación dispersa (3600, 2013) y la novela Días detenidos
(3600, 2019) con la cual obtuvo el Premio Nacional de Novela, en 2018.
381
en que uno empieza a fumar los primeros puchos y a tomar los
primeros tragos en las fiestas, cosas de las que yo no sabía nada
todavía. Ese mundo desconocido me daba miedo, la verdad,
pero debía reconocer una cosa: que a la edad de Julio el miedo
no parecía ser un obstáculo. A la hora del té, apenas se oían
los pasos del abuelo escaleras abajo, Julio saltaba de la cama y
me hacía señas para que lo siguiera por el pasillo. Yo obedecía.
Había que moverse rápido y sin hacer ruido. El abuelo podía
subir en cualquier momento.
Antes de devolverle la llave a papá, Julio había ido, una
tarde después del colegio, a que le hicieran una copia. Ahora
dormíamos en el otro extremo del pasillo, en un cuarto
pequeño con una cómoda y un escritorio que debíamos
compartir. Nuestros padres dormían en la planta baja, así que
estábamos solos con el abuelo en el primer piso. A veces, en la
madrugada, me despertaban los ronquidos —potentes y
silbantes como los de un animal agonizante— que llegaban
desde el otro lado del pasillo. Y otras, llegaba una voz
incomprensible que no parecía de este mundo, y sentía tanto
miedo que me tapaba los oídos con la colcha para tratar de
conciliar el sueño.
A Julio le brillaban los ojos cada vez que giraba la llave en
la cerradura, empujaba la puerta y se volvía para animarme a
entrar. La primera vez me negué, pero mi hermano me miró

382
sin decir nada, conteniendo en los ojos algo demasiado
parecido a la burla, y entré. Julio cerraba la puerta a mis
espaldas y, en la penumbra, emergía el brillo de las dos hojas
de acero en cruz suspendidas en la pared. Las cortinas del
ventanal permanecían cerradas y había un vago olor a pis
fermentado. Yo sentía que habíamos entrado en un lugar
peligroso y que una amenaza oscura pesaba sobre nosotros. El
pecho me palpitaba con tanta fuerza que sentía un placer
doloroso, y me preguntaba si mi hermano sentía lo mismo.
Las primeras veces nos contentamos con estar ahí dentro,
admirar las espadas, abrir los cajones de la cómoda (ropa
interior descolorida, botes de pomada seca, frascos de colonia
que habían desaparecido del mercado, un par pantuflas de
cuero que parecían roedores muertos, una máquina de afeitar
con la navaja blanca de pelos y tan oxidada que parecía
imposible que todavía funcionara). Cuando se oían las pisadas
lentas del abuelo escaleras arriba, el placer doloroso se
convertía en algo paralizador. Odiaba y agradecía que Julio me
tirase de la ropa para que reaccionara. Justo antes de salir,
echaba una última mirada al baúl.
En la oscuridad (las camas estaban tan próximas que
bastaba con estirar la mano para tocar al otro), Julio trataba de
adivinar su contenido.

383
—Te apuesto que tiene ahí una colección de revistas de
peladas —decía él—. No, hablando en serio —reía—, te
apuesto que tiene ahí a la abuela embalsamada. O una parte
de la abuela. ¿Cuál crees que sea? ¿Una mano?, ¿un pie?, ¿la
cabeza?
Estas imágenes me dejaban intranquilo y solía dormirme
con alguna de ellas impresa en el revés de los párpados.
La abuela era callada, discreta, casi invisible. Encorvada y
ligera, se deslizaba sobre sus “patines” de tela —que todos
debíamos utilizar para no ensuciar el piso— hasta la alacena
de la cocina, sacaba la lata de galletas surtidas La Francesa e,
inclinada sobre la mesa, nos la ofrecía con una expresión de
travesura, como si estuviera haciendo algo prohibido. Después
el abuelo pedía sus galletas con un vozarrón que daba miedo.
En más de una ocasión, por diversos motivos, se sacó el
cinturón para darle a Julio, y papá nunca dijo nada al respecto.
Una vez Julio se quejó de que el abuelo le había pegado por
tirar una puerta que, en realidad, había cerrado el viento.
—Siendo menor que vos, el abuelo ya había ido a la guerra
—contestó papá—. Pensalo. No tienes de qué quejarte.
Julio miró a papá con rabia contenida, y luego, con una leve
sonrisa, como si hubiera decidido hacer justicia a su manera.
Yo recordaba esa escena las noches en que pensaba en el baúl

384
y me daba miedo la curiosidad de mi hermano por abrirlo y
descubrir qué contenía.
Se fue convirtiendo en una obsesión. Después de las
primeras incursiones en el cuarto del abuelo, Julio decidió que
había que encontrar la llave del baúl. Al principio me negué y
dije que solo quería mirar las espadas (me daba vergüenza
confesar el temor que me infundía el baúl). En una de nuestras
intrusiones, mi hermano se subió a la cama cubierta de
frazadas grises, descolgó una de las espadas y estuvo jugando
con ella como si luchara contra un samurái invisible. Luego
me ordenó que subiera y que la tocara. La hoja era espejeante
y por un instante pude ver mis ojos reflejados en el metal. Se
abrió la puerta y apareció el abuelo. Amenazante, avanzó con
el bastón hasta el borde de la cama y Julio apenas tuvo tiempo
de dejar la espada en su sitio. Se oyó un golpe seco. Mi
hermano saltó de la cama y salió cojeando sin volverse. El
abuelo me lanzó una mirada terrible y yo cerré los ojos. No
llegó el golpe que aguardaba; los volví a abrir. Se había puesto
a revisar las espadas, absorto, como si quisiera comprobar que
no se hubieran movido un milímetro. Salí de allí. Al entrar en
nuestro cuarto, encontré a mi hermano boca abajo en su cama,
agarrándose una pierna. Se volvió. Tenía la cara roja, y en los
ojos, pequeñas lágrimas de rabia o de dolor. “¿A ti no te dio?”.

385
Negué con la cabeza. “Más le vale”, dijo, y volvió a hundir la
cara en la almohada.
Nos sorprendió que papá no nos castigara; concluimos que
no se había enterado de nuestra intrusión. En la cena,
mientras papá y mamá hablaban de sus cosas, el abuelo comía
en silencio con aire ausente. De vez en cuando levantaba la
vista hacia nosotros y sonreía con un solo lado de la cara. Ese
gesto siempre me había inquietado y por eso temía cruzar su
mirada. No me gustaba la fijeza de máscara de la mitad de su
rostro ni la expresión extraviada de su ojo malo. Papá nos
había contado que, en la guerra, el abuelo recibió un disparo
en la cabeza. La bala le atravesó el cráneo sin causarle la
muerte, pero le paralizó la mitad de la cara. Yo miraba la
expresión indescifrable de mi abuelo y me preguntaba por
qué, sabiendo que teníamos la llave de su cuarto, se había
negado a denunciarnos. “Esto queda entre nosotros”, parecía
decir la media sonrisa que nos lanzaba.
Desde entonces redoblamos nuestras precauciones. Yo
debía quedarme apostado en la puerta entreabierta, atento a
cualquier ruido en las escaleras, mientras Julio buscaba la llave
del baúl en los muebles del cuarto sin dejar huellas de su paso.
Después de varias búsquedas inútiles, concluimos que el
abuelo debía llevarla siempre consigo.

386
—¿No te digo que hay algo turbio en ese baúl? —dijo mi
hermano—. Tenemos que entrar de noche.
Tragué saliva y pensé en negarme, en decirle que si el
abuelo nos pillaba en su cuarto de noche, nos daría a los dos,
y que encima, papá y mamá oirían todo y lo descubrirían todo
y nos castigarían como nunca; pero Julio me miraba
expectante, con los ojos brillantes, como si de mi respuesta
dependiera la idea que tenía de mí.
Esa noche, después de acostarnos, no oí a Julio una sola
vez. Abajo se apagaron las últimas luces y se hizo el silencio.
Pasaron los minutos y pensé que mi hermano se había
quedado dormido. Empezaba a sentirme aliviado, cuando
unas palmaditas sobre las sábanas me sobresaltaron. Vi la
sombra de Julio incorporarse y hacerme una seña. Con un
nudo en el estómago, me levanté y lo seguí por el pasillo
oscuro. No sentía mis pies. Pensé: El que se ha quedado
dormido soy yo y esto no es más que un sueño. Pero cuando
Julio empujó la puerta y me golpeó el olor a pis fermentado, a
tabaco frío y medicinas, volví a sentir mis pies y supe que
estaban entumecidos. Nos adentramos en el cuarto y la forma
oscura de la cama se fue recortando contra la débil luz que se
filtraba por las cortinas cerradas. Me alarmó no oír los
ronquidos del abuelo y traté de advertirle a mi hermano.
Extendí la mano para tirarle del pijama, pero no encontré más

387
que el vacío. Se oyó esa voz gutural, inexpresable, que ya había
oído otras noches. Costaba creer que saliera del abuelo. “No,
eso no”, decía. “Por favor, por favor”. Mi hermano se quedó
inmóvil, y después de unos segundos se volvió hacia mí, como
para asegurarse de que yo también había escuchado. Poco a
poco, apareció la imagen pálida del abuelo echado bocarriba.
Tenía una expresión de indefensión y todo su cuerpo parecía
temblar bajo las frazadas. “Aquí no, por favor”, dijo el abuelo
y entonces abrió grande los ojos. Brillaban con perplejidad,
como al borde de algo terrible o milagroso que no acababa de
producirse. Julio dio media vuelta y salió disparado. Yo me
quedé unos segundos más, incapaz de moverme, seguro de
que el abuelo me miraba, hasta que comprendí que estaba
soñando con los ojos abiertos.
No hablamos de lo sucedido sino dos o tres días más tarde.
Creo que Julio estaba avergonzado de su fuga precipitada.
—Lo torturaron —dijo una tarde de repente, inclinado
sobre sus cuadernos en el escritorio. Y como yo no entendía,
se volvió hacia mí y añadió—: Los pilas lo apresaron y lo
torturaron. Tiene que ser eso.
Y como yo seguía sin entender (no sabía lo que significaba
tortura ni pilas: lo primero me hacía pensar en tortugas, y lo
segundo, en baterías eléctricas), Julio me miró como si, por

388
primera vez desde que empez lo del abuelo, se hubiera dado
cuenta de que yo no era más que un niño.
Habló con papá esa misma noche o un día después. No
eran muy cercanos en esa época. Mi hermano, desde que entró
en la adolescencia, se las hizo ver negras a papá, pero de todas
formas papá intentaba no alejarse demasiado y pareció
agradablemente sorprendido por el interés que Julio mostró
por el pasado militar del abuelo. Así que le contó la historia.
No era mucho lo que sabía porque al abuelo no le gustaba
hablar de eso.
Nada más morir su padre, mandaron al abuelo a la
academia militar. Como solo tenía unos catorce años, sus
superiores y sus compañeros le apodaron “La Wawa”. Un año
después, cuando estalló la guerra, engrosó las filas del cuarto
regimiento de infantería como soldado raso. A fines de
octubre, en las trincheras, una bala le atravesó el cráneo y se
apagaron las luces. Volvieron a encenderse en un hospital,
donde permaneció varios meses hasta que le dieron de alta. “Si
la trayectoria de la bala hubiera sido un milímetro distinta,
ninguno de nosotros estaría aquí”, concluyó papá.
La historia no nos resultó satisfactoria, ni a Julio ni a mí, y
seguimos dándole vueltas al asunto por las noches, en la
oscuridad de nuestro cuarto. Julio dijo que si el abuelo había
estado solo tres meses en el Chaco, costaba creer que los pilas

389
lo hubiesen apresado y torturado. Como se dio cuenta de que
no entendía, me explicó quiénes eran los pilas y también qué
era torturar. “¿Y para qué hacían eso?”, le pregunté, pero en
lugar de responderme, dijo: “Paula, tenemos que averiguar
quién era Paula”. Lo dijo como si hubiera establecido una
conexión entre los suplicios juveniles del abuelo y ese nombre
de mujer.
Ahora mirábamos distinto al abuelo. Su silencio obstinado
nos resultaba magnético. Más de una vez, en el almuerzo o la
cena, me descubrí observándolo cuando se llevaba la cuchara
a la mitad sana de su boca o cuando hacía bolitas perfectas con
las migas de pan. Ya no entrábamos en su cuarto a la hora del
té; coincidíamos con él en la cocina. El abuelo sopaba sus
galletas La Francesa en el café con leche, perdido en sus
pensamientos; de repente levantaba los ojos y, por unos
segundos, nos miraba con curiosidad. Yo me sentía entonces
a punto de hablar, de preguntarle algo, pero no me salía nada.
Y poco después, él volvía a ensimismarse.
Pocas veces habló a la hora del té. A Julio, que yo recuerde,
no le dirigió la palabra después del incidente de las espadas.
Pero a mí sí. En la cocina había una tele vieja y salpicada de
grasa, y en esos días pasaban imágenes de lo que estaba
sucediendo en Cochabamba. Las barricadas de adoquines y de
llantas. Las hogueras y los gases lacrimógenos. La multitud

390
enardecida. El abuelo dirigió su ojo bueno a la pantalla y se
inclinó lentamente hacia mí. “El gigante ha despertado”, dijo
y me miró. Parecía estar seguro de que yo había entendido. En
otra ocasión se quedó mirándome y me preguntó cuántos años
tenía. “Voy a cumplir once”, respondí, aunque estaba más
cerca de los diez. Asintió muy serio y dijo: “Preparate para la
guerra”. Lo miré sin entender. “Aprovechá, solo te queda un
año o dos, después estás jodido”. Intranquilo, pensé que se
había perdido en el tiempo y estaba teniendo una
conversación con el niño que fue justo antes de ir al Chaco.
Pero ahí cambió de expresión y dijo: “Las chicas, hijo, las
chicas, ¿qué más va a ser?”. Mi hermano, que estaba a mi lado,
no pudo evitar la risa. El abuelo sonrió un instante con esa
media sonrisa suya y luego siguió tomando su café en silencio.
Por lo demás, no parecía enterarse de nada, y solo una vez,
durante la cena, cuando mamá le preguntó qué tal dormía,
pareció volver entre nosotros y la miró sorprendido, como si
le agradeciera la pregunta.
—Es cada vez peor, hija.
—¿Qué cosa, don Roque?
—Los fantasmas, hija.
—Pesadillas, papá —intervino el nuestro y, mirándonos,
añadió—: Su abuelo tiene pesadillas desde siempre.

391
—Tú qué sabes —replicó el abuelo—. Cuando estás cerca
de la muerte, dejan de ser pesadillas y se convierten en otra
cosa.
Hubo un silencio y, sin mirar a nadie, dijo:
—Son visitas.
Soltó algo inaudible entre dientes, se quedó mirando el
vacío y, unos segundos después, su expresión cambió. Al
principio parecía que se había atorado; solo cuando mamá le
dio unas palmaditas en la espalda soltó la risa con nitidez.
Nunca lo había visto así. Mamá debió de asustarse, porque le
quitó la servilleta del cuello, le ayudó a levantarse y lo llevó
escaleras arriba. “Con cuidado, don Roque”, le decía.
“Despacito, don Roque”. Nos quedamos a solas con papá, que
tenía los dos brazos sobre la mesa y estaba inclinado sobre su
plato. “¿Quién era Paula?”, preguntó Julio. Papá levantó la
mirada arrugando el entrecejo y mi hermano tuvo que repetir
la pregunta. “El abuelo dice su nombre cuando sueña”, añadió.
Papá no respondió; parecía demasiado contrariado. Acabamos
la cena en silencio y yo me pregunté si mi hermano había
vuelto a espiar al abuelo.
Ese fin de semana, papá se sentó en el borde de mi cama,
me pasó la mano por el pelo y le dijo a Julio que había
recordado algo. No era mucho y tal vez no fuera la Paula con
la que el abuelo soñaba. La madrastra del abuelo, nos contó,

392
se llamaba Paula, y era apenas un año mayor que él. Su mamá
había muerto en el parto, al tenerlo a él precisamente, y su
padre volvió a casarse con una muchacha cuando el abuelo
tenía trece. Papá recordaba haber visto alguna vez una foto
sepia, que había sido tomada en un patio, el patio de la casa
del bisabuelo. Don Claudio —así se llamaba— estaba sentado
en un banco de madera. Debía rondar los cuarenta, tenía
barba y era más bien alto. A su lado, de pie, una morena muy
guapa que parecía su hija. A los pies de la pareja se agolpaban
dos niños pequeños vestidos como príncipes, y al otro extremo
del banco, de pie, la figura espigada de un adolescente: el
abuelo. Aunque le llevaba un año, la muchacha era un poco
más baja que él. Me pareció increíble que, siendo una
adolescente, tuviera dos hijos. Julio le preguntó a papá cómo
era ella.
—En esa foto antigua no se distinguía muy bien —dijo
papá—, pero los ojos sí. Tenía unos ojos negros bárbaros.
Parecía una mujer de mucho carácter; y debía serlo, porque,
con el marido enfermo, dirigía la casa solita.
El abuelo le había dicho a papá que esa foto databa de 1931,
poco tiempo antes de que el bisabuelo muriera y a él lo
enviasen a la academia militar. “¿Dónde estará esa foto?”, se
preguntó papá por lo bajo. Julio no parecía dispuesto a dejar

393
que se perdiera en sus pensamientos y siguió con el
interrogatorio:
—¿De qué murió don Claudio?
Papá hizo memoria unos segundos.
—De cáncer —respondió.
—Y el abuelo, al volver de la guerra, ¿ya no volvió con su
madrastra? —preguntó Julio.
Papá, muy serio, negó con la cabeza.
—Solo llegaron a convivir un año o poco más, pero la
odiaba.
—¿Y por qué la odiaba?
—Al morir don Claudio, Paula lo mandó a la academia
militar, y ella y sus hijos se quedaron con la casa y toda la
herencia. Cuando salió del hospital, con quince años, mi papá
era un herido de guerra y estaba solo en el mundo.
Hubo un silencio. Su expresión grave desapareció.
—¿Ya ves por qué te digo que no te quejes? —le dijo a mi
hermano, y le pasó la mano por el pelo.
Julio no parecía convencido. Se sacudió la cabeza y replicó:
—Habla todo el tiempo de Paula.
A papá no pareció extrañarle, como si él también, en un
momento de su vida, hubiera espiado al abuelo dormido. O tal
vez suponía que desde nuestro cuarto podíamos oírlo. En todo
caso, pareció no darle importancia, y cuando mamá lo llamó

394
desde la cocina se fue de inmediato, como si ya no tuviese
nada que decir.
No le hice ningún reproche a Julio, porque en el fondo le
agradecía que fuera al cuarto del abuelo sin mí. Me limité a
preguntarle: “¿La encontraste?”. “¿Qué cosa?”, me preguntó él
extrañado. “La llave del baúl”, le dije. “Ah, no”, respondió, y se
quedó pensativo. Sospeché que lo que había empezado para
mi hermano como una secreta venganza contra el abuelo se
había convertido en una necesidad más difusa, pero también
más íntima. Que yo recuerde, no volvimos a hablar del asunto.
Muchos años después, cuando vi a Julio por última vez en
esa cama de hospital, sentí unas ganas tristes e irracionales de
apagar la luz y de echarme a su lado para volver un instante a
nuestro cuarto y retomar la charla interrumpida sobre el
abuelo, sobre el baúl y sobre Paula, la terrible Paula. Hablar
del abuelo —tal vez Julio lo sospechase y por eso lo
obsesionaba— era hablar de nosotros, de quiénes éramos, de
nuestro destino. Desde la cama de hospital, conectado a una
maraña de cables, calvo y pálido, aunque todavía joven, Julio
me miraba con una sonrisa débil y se despedía en silencio. Lo
vi a los quince años, echado en su cama con las manos detrás
de la cabeza y una expresión triunfante y maliciosa, y el
impacto de esas dos caras opuestas me paralizó en el acto. Esas

395
dos caras las tenemos todos, pensé. Quise hablarle del abuelo,
de tantos recuerdos juntos, pero no me salió nada.
Tal vez fuera una forma de no ver a mi hermano. O de no
ver a mi hijo de cuatro años que me tiraba de la manga
preguntándome por qué el tío Julio estaba conectado a esos
cables. O de escapar de ese cuarto de hospital. Lo cierto es que
me puse a pensar en el abuelo. Conjeturé que una parte suya
se había quedado anclada en el pasado, en una dolorosa
inmovilidad. Y entretanto, la otra había seguido viviendo en el
flujo de los días y las décadas. Casarse, tener hijos, envejecer,
todo se le deshizo a medida que avanzaba, pero bajo las aguas
permanecía algo antiguo y feroz, esperando la noche para
subir a la superficie. El tiempo no pasa en los sueños, gira
sobre sí mismo obsesivamente, cavando cada vez más hondo,
me dije. Ninguno de nosotros había podido ver de qué estaba
hecha esa otra cara. Me pregunté si mi hermano también
tendría una y si alguien se preguntaría lo mismo de mí el día
que en me tocase afrontar el abismo.
Recordé la mañana en que mamá fue a despertar al abuelo
y tuvo que tocarle la cara y las manos para darse cuenta de que
ya se había ido. Muchos años después, nos reveló que tenía los
ojos abiertos y el pantalón del pijama empapado. Tuvo que
pasar más tiempo aún para que papá nos confiara que ese era
un problema recurrente en los últimos meses. “Nunca lo

396
soltaron sus fantasmas”, nos dijo. “Por eso cruzaba las espadas
en la pared encima de su cama. Por alguna razón, creía que lo
protegían de las visitas nocturnas”. Ahora papá hablaba como
el abuelo. Visitas. ¿Escenas de la guerra o de esa madrastra que
podía haber sido su hermana mayor y que seguía aterrándolo
a los 84 años?
Unos días después del entierro, papá nos pidió que lo
acompañáramos al cuarto del abuelo. Una vez allí, rompió el
candado con un alicate y abrió la tapa del baúl. Palpó el
interior con insistencia y luego se volvió hacia nosotros. Mi
hermano y yo nos inclinamos para ver el fondo blanquecino y
cruzamos miradas incrédulas en medio del polvo que se había
levantado del interior. “No lo entiendo”, dijo papá. “Este baúl
lo tenía desde que yo era chico”. Esperábamos sin duda
encontrar un uniforme, fotos, cartas, algo que nos revelara los
hechos borrosos de su adolescencia, un diario de sus días en
la guerra o de su vida cotidiana, algo terrible o banal que nos
permitiera entender quién había sido el abuelo, algo a lo que
hubiéramos podido aferrarnos ahora, en este cuarto de
hospital, mientras Julio se iba tan despacio y yo no podía
sostenerle la mirada. Pero el baúl estaba vacío, y nadie dijo
nada, y el polvo blanco y espeso de su interior se quedó
girando en el aire al trasluz del ventanal, formando figuras
instantáneas y borrándolas como fantasmas.

397
Mi hermano murió poco después de mi última visita. A
diferencia del abuelo, que habíamos enterrado, Julio pidió una
cremación. Solo quedó de él una urna de vidrio pintada de
gris. Después de la ceremonia la tuve en las manos, y me aterró
comprobar que los treinta y cuatro años de mi hermano no
pesaban más que un florero. De pronto me sentí
horriblemente ligero; la urna reflejaba mi cara y había algo
deformante y burlón en ese reflejo. Debí dársela a papá con
cierta brusquedad, porque me miró raro, aunque después
pareció comprender. Ahí, sacudiéndome aún los escalofríos,
pensé en el polvo del baúl y me pregunté si no sería ceniza. Si
esa ceniza, con el tiempo, no se habría transformado en el
polvo de aquella tarde, ese polvo blanco y espeso que se
demoraba en el aire.
En esos días la idea de las cenizas en el baúl me visitó cada
vez con más insistencia. Traté de deshacerme de ella
diciéndome que la brusca muerte de mi hermano me había
impresionado, que era natural tener ideas mórbidas
relacionadas con él y que pronto las olvidaría. Pero algo en mí
no podía evitarlo y me preguntaba a quién pertenecían y por
qué el abuelo las había guardado tantos años en un baúl. La
respuesta a esta pregunta no parecía difícil: para ocultarlas,
simplemente, pues ni siquiera el que abriera el baúl se daría
cuenta. Al contrario, una cajita o, por supuesto, una urna

398
funeraria habrían delatado la naturaleza de su contenido. El
truco había funcionado tan bien que solo ahora, dieciséis años
después, se despertaban mis sospechas.
Esto me llevó a otra interrogante: ¿Por qué ocultar las
cenizas? El abuelo quiso guardarlas, pero temía que alguien las
descubriera, pues habría implicado preguntas que no estaba
dispuesto a responder. “Este baúl lo tenía desde que yo era
chico”, había dicho papá. Sentí ganas de contarle mis
conjeturas, pero, conociéndolo, me dije que todo eso le
parecería, en el mejor de los casos, una ocurrencia macabra, y
en el peor, un insulto a la memoria de su padre. Así que decidí
no molestarlo. Luego me di cuenta de que no había sentido
ganas de contarle a él mi hallazgo, sino de compartirlo con mi
hermano.

Una tarde, mientras leía el periódico, abrí por error la


página de avisos necrológicos; estaba por pasarla cuando un
nombre femenino llamó mi atención. La esquela decía lo
siguiente: “Obituario María Paula P. Z. // Se ha ido una mujer
generosa que prodigaba amor por donde pasaba. Una mujer
maravillosa que siempre mostraba una sonrisa a pesar de las
adversidades de la existencia. Una mujer fuerte, que le peleó a
la muerte hasta el último instante [sic]. Te has ido, mamita,
pero dejas una gran familia agradecida”. Luego seguía el

399
nombre de su hija, Claudia B. P., los nombres de sus otras
hijas y los de sus numerosos nietos. El nombre de la difunta —
Paula— asociado a su segundo apellido, Z. —el del abuelo, el
de papá, el mío—, despertó mi curiosidad. No es un apellido
común en Bolivia. Busqué en Internet las señas de Claudia B.
P. y solo hallé dos en el país, de las cuales, una vivía en La Paz
y tenía una cuenta en Facebook. A punto de escribirle un
mensaje, me contuve. Era demasiado improbable. Y así fuese
familiar de Paula —la madrastra de mi abuelo—, ¿qué iba a
decirle?
Papá tocó a mi puerta unos días más tarde. Llevaba una
caja de zapatos Bata que me resultó vagamente familiar. Entró,
la puso sobre la barra de la cocina y me dijo que la abriera.
Obedecí. Había una hilera de cassettes en cuyos lomos
reconocí la letra de mi hermano. Eran sus compilaciones de
canciones grabadas de la radio. Pink Floyd (influencia de papá
nunca confesada por mi hermano), Alice in chains, Soda
Stereo, entre otros. También había unos cómics de Batman.
Una pluma fuente que parecía nueva. Un llavero con el
emblema de Nirvana, esa carita amarilla que parece drogada y
feliz. La foto carnet de una muchacha de dieciséis o diecisiete
con una nota detrás: “Vale por un beso”. Miré a papá con
agradecimiento. Levantó la mano como si adivinara mis

400
pensamientos y dijo: “Es tuyo por derecho”. Después añadió:
“Yo me quedé con las cenizas”. Y no sé por qué nos reímos.
Esa noche tuve que aguantarme hasta la desesperación las
ganas de fumar (lo había dejado una semana atrás). Como no
lograba conciliar el sueño, me senté en la alfombra, abrí la caja
y me puse a leer los lomos de los cassettes. Quería escuchar
una de esas compilaciones que le habían dado forma a las
tardes de mi adolescencia, cuando Julio y yo todavía vivíamos
juntos en la casa familiar. Pero al elegir una y sacarla de su caja
recordé que, durante el traslado (me separé poco antes), había
regalado mi última casetera. Fue como recibir un sopapo. En
mi nerviosismo, saqué unas cuantas revistas y empecé a
hojearlas. En eso, algo se deslizó y cayó sobre mis rodillas. Era
una foto. El retrato sepia de una familia. Están en el patio y de
fondo se levanta una pared blanca cubierta de hiedra. El padre,
de unos cuarenta y tantos, tiene el pelo ralo y la barba cuidada
y está sentado con aire patriarcal en un banco de madera.
Lleva un traje negro y estricto con un pañuelo blanco en el ojal
y zapatos relucientes, tal vez de charol. A su lado, de pie, una
hermosa muchacha de ojos negros y vivaces, aunque
levemente avergonzados, como si la apenara transmitir con su
mirada esa luz turbadora. Tiene el pelo muy largo y muy negro
recogido en una cola de caballo. Lleva un vestido simple de
color claro, con una cinta en el talle, que luce casi infantil.

401
Menuda, de huesos pequeños, resulta difícil creer que haya
aterrado alguna vez a alguien. Dos niños vestidos de forma
angélica o ridícula están sentados a los pies de sus padres. Un
poco aparte, un adolescente de chaleco lustroso y corbata
oscura —una versión criolla del famoso retrato de Rimbaud—
mira a la cámara sin mirarla realmente, como perdido o tal vez
distraído por esa muchacha que don Claudio rodea con un
brazo todavía fuerte. Así que mi hermano había tenido la foto
durante todos esos años. Tal vez la robó una de aquellas
noches en las que espiaba al abuelo y no me había contado
nada para protegerme, para que olvidara esa historia. Pero
visiblemente era él quien había olvidado con el tiempo. Uno
también acaba olvidando sus secretos, pensé.

Llegué al café céntrico en el que habíamos quedado. Me senté


en la terraza y pedí una cerveza. En menos de cinco minutos
pedí otra. Faltaban quince para las siete y la jornada en la
editorial me había resultado interminable. Tuve que admitir
que estaba nervioso, aunque no llegué a comprender la razón.
Días atrás, Claudia B. P. había contestado a mi mensaje con
una rapidez inesperada. Después de presentarme, le pregunté
si no había en su familia una Paula casada muy joven con un
hombre ya de cierta edad, Claudio Z. N., allá por mil

402
novecientos veintipico, en La Paz, especificando que ese señor
era mi bisabuelo. Había enviado el mensaje después de
contemplar la foto sepia, insomne y con los ojos ardientes,
hasta que la necesidad de saber se hizo irreprimible. Después
de todo, me dije, no tenía nada que perder. Dos días más tarde
recibí una respuesta: Claudia decía que Paula Inés Z. G. era su
abuela, casada cuando tenía unos catorce años con Claudio Z.
N. Había decidido que la mejor estrategia era ser directo, no
andarme con rodeos, así que esperé un día y le pregunté si
podíamos vernos para hablar de su abuela y también si podía
mostrarme fotos de aquella época.
Y ahí estaba ahora, esperando a Claudia B. P. en la terraza
del café que me había indicado. Tomaba mi segunda cerveza
cuando vi llegar a una mujer de unos cuarenta y cinco vestida
con un blazer color mostaza, pantalón negro y zapatos de
tacón. Recorrió las mesas de la terraza hasta dar conmigo.
Cruzamos miradas y vi en sus rasgos maquillados una antigua
belleza que no me era desconocida (había estado mirando la
foto sepia en esos días), pero que ya se había desdibujado casi
del todo. Sonreí y le hice una seña. Algo desconfiada todavía,
se acercó y nos saludamos. Volví a presentarme, como si no lo
hubiera hecho ya en mi primer mensaje, y supe que eran otra
vez los nervios. Pidió un té con limón y me dijo que tenía poco
tiempo, que pronto vendría su hija a buscarla. Yo no sabía muy

403
bien por dónde empezar, así que saqué la foto de mi maletín y
se la mostré. Vi el asombro en sus ojos.
—Sí, sí —dijo—. Es ella... Son ellos.
Levantó la vista. La desconfianza había desaparecido,
aunque todavía era visible el desconcierto.
—Pero no sé quién es el chico —añadió.
—Ese es mi abuelo —respondí—. Yo era un niño cuando
murió y nunca tuve el valor de preguntarle ciertas cosas.
—Pero yo no sé nada de él.
—¿Y de Paula?
Bebió un sorbo de té.
—De mi abuela sí le puedo decir algunas cosas.
Le pedí que me contara todo lo que sabía.
—Después de todo, somos primos lejanos —le dije con una
vaguedad voluntaria que pareció gustarle, pues sonrió.
Bebió otro sorbo de té y por alguna razón empezó a
hablarme de su vida. Había nacido en 1971, “poco después del
golpe de Banzer”, puntualizó, como si ese dato sombrío fuera
imprescindible cuando hablaba de sí. Me dije que en realidad
Claudia era mi tía, aunque la única persona que nos
emparentaba era Claudio Z, a la vez su abuelo y mi bisabuelo.
Volví a escucharla. Seguía contando todo retrospectivamente
y en base a fechas, como si temiera cometer alguna
inexactitud. Todo lo que decía me parecía irrelevante y por un

404
momento me arrepentí de haberle soltado la lengua. En eso
dijo que su madre, María Paula P. Z., había nacido en 1945.
—No puede ser —la corté—. Mi padre nació en el 50 y para
entonces mi bisabuelo llevaba varios años muerto.
Pareció hacer un esfuerzo por recordar. Luego dijo como
si recitara:
—La abuela Paula tuvo a dos niños antes de los quince
años. Y luego, con más de veinticinco, tuvo a dos niñas.
—No puede ser —insistí, negándome a ver lo que una
parte de mí adivinaba—. El bisabuelo murió antes de la guerra.
Frunció el ceño.
—¿Don Claudio?
Sacó un sobre manila de su cartera y extrajo una foto en
blanco y negro. Me la enseñó. El patio. La pared blanca
cubierta por una enredadera. El banco de madera. Un hombre
de estricto traje negro, pero ya calvo y con una barba crecida
a la mala, como de guerrillero. La piel sobre los huesos, las
cuencas de los ojos hundidas, lo cual le confiere una expresión
azorada. Un hombre de cincuenta y tantos sorprendido por
una súbita decrepitud. Está rodeado de dos adolescentes y
tiene a una niña sentada en cada pierna. “Esa es mi mamá”,
dijo Claudia, y señaló a la que parecía mayor, aunque no
pasaba de los cinco años. Sentada al lado del hombre, una
mujer de una belleza todavía sólida, la mirada tan intensa

405
como antes, pero algo en las ojeras incipientes o en los labios,
un rictus casi imperceptible de soledad o de cansancio.
—Estamos hablando de él, ¿no es cierto? —preguntó
señalando al hombre de la foto—. De Claudio Z.
Asentí.
—Esta foto es del 51 —explicó—, alguien lo escribió en el
reverso. Mire.
Le dio vuelta a la foto. La tinta azul se había difuminado
pero aún resultaba legible. Dieciséis años después del fin de la
guerra, don Claudio seguía vivo. ¿Por qué había mentido el
abuelo? ¿Por qué había inventado la muerte prematura de su
padre? Estaba tratando de ordenar mis pensamientos cuando
añadió:
—Don Claudio murió un año después, en el incendio.
—¿Qué incendio?
—El que acabó con la casona de mis abuelos.
Incendio, escombros, cenizas. El corazón empezó a latirme
con fuerza.
—Mi mamá siempre hablaba de eso —continuó—. Tantas
cosas, tantos recuerdos se perdieron con ese incendio… ¿Se
siente bien?
—Estoy un poco acalorado —dije, consciente de que en esa
terraza hacía cada vez más frío.

406
Me miraba de otra forma. Encendí un pucho y le ofrecí la
cajetilla que había comprado esa tarde (era la primera en dos
semanas). La rechazó con una leve mueca.
—Usted es joven, ¿por qué le interesan tanto estas cosas?
Si lo supiera, tal vez no estaría aquí, pensé. En lugar de eso,
dije una ridiculez:
—Tengo que hacer tiempo antes de recoger a mi hijo de la
casa de su madre.
Se quedó mirándome, echada un poco hacia atrás, como si
no quisiera que la tocara el humo. Me descubrí preguntándole
si lo del incendio había sido un accidente.
—Nunca se supo, pero mi mamá pensaba que habían sido
los campesinos que bajaron del Altiplano. Sucedió en abril del
52 —dijo, como si eso lo explicara todo.
Me dio las coordenadas de la que había sido la casona de
don Claudio. Quedaba a pocas cuadras de donde estábamos,
pero ahora, en esa esquina, se levantaba un edificio de seis
pisos. Supe que no iría a verlo, al menos esa tarde, pues solo
serviría para olvidar lo que de verdad buscaba.
—Así que unos campesinos quemaron la casa —dije.
Debía haber algo en mi tono, porque enseguida replicó:
—Era una casona, le digo, grande, hermosa, llena de
muebles europeos. La quemarían por la misma razón por la

407
que, hace diez años, ocuparon y quemaron la hacienda de mi
familia.
Hubo un silencio.
—Quién más iba a querer quemarla —dijo, y no supe si
pensaba en voz alta o se dirigía a mí.
Con un presentimiento, le pregunté si conocía los detalles
de la muerte de don Claudio.
—Es horrible cómo murió. Desde hacía un tiempo ya no
podía moverse solo. Debió morir en su cama, impotente,
cercado por el fuego. Y debió ser traumático para mi abuela,
para mi mamá y sus hermanos, cuando volvieron de misa o del
mercado y encontraron la casa hecha ruinas.
Se le había ensombrecido la cara, pero una luz dolorosa le
cruzó por los ojos.
—Mi mamá lo contaba hasta en sus últimos días. En esa
época todavía era chiquita, imagínese. Todo echaba humo, un
humo negro que no dejaba ver nada. Parecía que llovía, pero
lo que caía eran cenizas. Mi abuela Paula cayó de rodillas y
empezó a gritar, pero no se oían sus gritos, y mamá se asustó
más todavía. Algunas vigas sobresalían en el terreno
devastado, retorciéndose, haciendo un ruido espantoso que lo
tapaba todo.
Siguió un silencio en el que pareció que se disponía a
retomar el hilo, pero no dijo nada más, como si estuviera

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cansada o ya hubiera dicho todo lo que podía contarle a un
extraño. Acabó el té sin mirarme y yo encendí otro pucho. Una
mano se posó en su hombro. Alcé la vista: veinteañera, de ojos
negros, la boca pequeña y precisa como su cuerpo. Me levanté.
Paula resucitada y a colores, cien años después de la foto sepia,
aunque ahora tenía el pelo corto, lo cual subrayaba sus ojos
grandes y rasgados. Una belleza inquietante que la hacía
parecer más alta de lo que era.
Claudia también se había levantado. Dijo que se les hacía
tarde para el cine. No me presentó. Su hija alzó los ojos, me
miró durante un segundo turbador pero de una manera
accidental o distante, luego dio un paso hacia atrás, como
molesta por el humo, y siguió enviando mensajes en su celular.
Claudia se despidió y su voz sonó lejana. Salieron. Dejé un
billete sobre la mesa y, ya en la acera, las busqué con la vista
entre la gente que fluía calle abajo. Las dos figuras se alejaban
teñidas por las luces de los postes y los letreros luminosos. Me
habían negado la entrada a sus vidas y, por alguna razón, me
dolió. Entonces, en latigazos sucesivos, comprendí todo o creí
comprenderlo todo. Lo de Paula y mi abuelo. Lo de mi abuelo
y su padre. La casa en llamas y las cenizas del baúl.
Había en la calle luces rojas que parecían arder salpicando
a la gente, y fue inevitable: imaginé a mi abuelo a los treinta y
tres o treinta y cuatro años recorriendo esa calzada en el caos

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glorioso de abril, fundiéndose en el gentío con las manos y la
cara tiznadas, y al hombro, un saco lleno de cenizas. Las
cenizas de la casa que le habían negado. Las cenizas del padre
que lo había mandado a la guerra para librarse de él. ¿Paula
apoyó o sufrió esa decisión? Tal vez las ojeras y el rictus de la
segunda foto significaran algo; tal vez no. Lo cierto es que ahí
empezó el suplicio de mi abuelo. El callado suplicio que
atravesó la guerra y las décadas. Haber amado como al borde
de un milagro que se convirtió en desierto.
Lo imaginé en su casita de Miraflores: se miró con
perplejidad en el espejo, se lavó la cara y las manos, le hizo upa
a su hijo de dos años y le dio un beso a su mujer. Quizá ella le
preguntó por qué temblaba y él sospechó que ya nada podría
ahuyentar a sus demonios, pero decidió contener el horror
hasta donde le fuera posible, vivir el momento, y le dijo que
todo estaba bien y tal vez sonrió con esa media sonrisa suya
(joven todavía), protegiéndola, protegiéndolos.
Aunque no tenía certezas, la necesidad de contarle todo a
Julio me hizo pensar en la urna con un estremecimiento.
Quise llamar a Claudia y a su hija, pero me invadió la
sensación de impotencia y de parálisis que había
experimentado con mi abuelo y mi hermano, esa incapacidad
de romper el silencio, y me quedé allí, mirando cómo las dos

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se perdían en la noche, presa del humo y de un presentimiento
extraño, como si de un momento a otro fuera a desaparecer.

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Índice

1. Quedarse en casa (Presentación) / 5


2. Rabia, de Claudia Andrea Michel Flores (Bolivia) / 10
3. Estuario, de Patricio Jara (Chile) / 26
4. Caramelos de limón, de Cecilia de Marchi Moyano (Bolivia) /36
5. Quimbamba, de Yolanda Arroyo Pizarro (Puerto Rico) / 47
6. El vuelo, de Yady Campo Ramírez (Venezuela) / 57
7. La marcha del tiempo, de Ernesto Endara (Panamá) / 71
8. El cholo burgués, de Oscar Martínez (Bolivia) / 83
9. Cuando todo cambió, de Julio Durán (Perú) / 96
10. Los gatos de Estambul, de Rogelio Riverón (Cuba) / 102
11. La egipcia y la beniana, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Bolivia) / 118
12. Yo, Claudio, de Alejandra Costamagna (Chile) / 125
13. Los ojos de los pobres, de Julián Fuks (Brasil) / 136
14. Mengele y el amor, de Magela Baudoin (Bolivia) / 148
15. El señor Karr..., de Alejandro Morellón (España) / 159
16. Tití, de Virginia Gallardo (Argentina) / 165
17. Morir matando, de Pablo Cerezal (España) / 171
18. La noche llegaba más tarde, de Gabriel Mamani Magne (Bolivia) / 181
19. Uno de nosotros, de Luis Leante (España) / 200
20. Roto, de Daniel Averanga Montiel (Bolivia) / 204
21. Tengo un mal presentimiento, de Arquímedes González (Nicaragua) / 212
22. Carne de subasta, de Pedro Félix Novoa (Perú) / 218
23. Uno en la llovizna, de Rodrigo Soto (Costa Rica) / 230
24. Mira nuestros pies, de Gabriel Rodríguez Liceaga (México) / 243
25. Árbol, de Rodrigo Urquiola Flores (Bolivia) / 252
26. A la una en punto, de Ariel Urquiza (Argentina) / 267
27. La reina de España, de Pablo Colacrai (Argentina) / 273
28. Pinter Residence, de Giovanna Rivero (Bolivia) / 285
29. Los nietos de los peces, de Andrés Montero (Chile) / 296
30. Adriana en el andén, de Andrés Mauricio Muñoz (Colombia) / 325

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31. Déjà vu[dù], de Javier Viveros (Paraguay) / 340
32. Mi lejano oeste, de Guillermo Ferreyro (Argentina) / 353
33. Juliette muere, de Jaime Collyer (Chile) / 361
34. Asalto en la penumbra, de Sebastián Ocampos (Paraguay) / 377
35. Raíces, de Guillermo Ruiz Plaza (Bolivia) /381

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#YOMEQUEDOENCASALEYENDO

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