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Clase XIX.

  La infancia en sus bordes


Julio Moreno

Sitio: FLACSO Virtual


Curso: Diploma Superior Infancia, educación y pedagogía - Cohorte 12
Clase: Clase XIX.  La infancia en sus bordes
Impreso por: JULIO IGNACIO CABRERA
Día: sábado, 19 de octubre de 2019, 21:50

Tabla de contenidos
La infancia y sus bordes
Breve Glosario
Bibliografía citada
Bibliografía ampliatoria

La infancia y sus bordes


Desde hace algún tiempo viene asombrándonos el hecho de la caída del valor de la tradición en el devenir humano. Todo
parece inclinado a apostar preferencialmente al porvenir (aunque no podamos estimarlo), lo azaroso, aquello que no esté
condicionado por el pasado. Como en estas cuestiones tiene un peso fuerte la postura de cada quien y los valores con los
que las juzgan, no es fácil encontrar una posición que no esté marcada por el pre-juicio sobre el valor positivo o negativo
de la tradición.

Creo que el juego y los juguetes podrían ser un modo privilegiado y ejemplar de cómo ha procedido y se ha mantenido viva
la continuidad de la historia del humano. Es más, posiblemente podremos internarnos en la comprensión de los efectos
que podría tener el giro crucial que cambia el sentido del vector que presentifica el pasado desde el que emergimos en el
presente, lo que habitualmente llamamos transmisión a través de la tradición y que, por otro lado, es lo que sucede con los
mitos, con las vestimentas y las costumbres: es lo anterior lo que de algún modo condiciona el devenir. El giro al que aludo
es aquel que anticipa el futuro sin basarse plenamente en el pasado.

Quizá incluso podremos barruntar qué podría suceder si el sentido de ese vector se invirtiera, como postularemos que,
cuando se trata del juguete, existen indicios de que lo está haciendo.

El juego y lo humano se solapan desde sus orígenes. El paleoantropólogo I. Tattersall (2002) hipotetiza que el mismo
lenguaje ―atributo que según muchos nos distingue del resto de los animales― fue inventado (sic) por niños primitivos a
partir de juegos. Por ejemplo, podríamos imaginar que usando sonidos guturales (como copias de los aullidos emitidos por
los adultos en celebraciones rituales o en relatos de cacerías, o de simples referentes auditivos de objetos o de animales
evocados a través de un juego). Lo cierto es que deben haber emergido articulaciones entre dichos sonidos y sus
referentes, y de ahí sentidos nuevos, códigos y una rudimentaria gramática: un lenguaje capaz de crear expresiones aptas
para comunicar hechos y, luego, pensamientos. Lenguaje que luego excederá estos propósitos de los que partió. Como
los juguetes que se apartan del acontecimiento del que emergieron, pero que igual conservan algo así como una pura
esencia histórica (y hasta cierta semántica) proveniente de él.

Muchos de los juegos que practican los niños aún hoy nacieron de ceremonias sagradas, prácticas adivinatorias, danzas y
luchas rituales. Quizá lo lúdico nace siempre de una profanación de lo sagrado y de hechos socialmente significativos. Por
ejemplo, el juego de la pelota, según dicen, pudo haber derivado de la evocación de luchas divinas por poseer el sol; el de
la perinola y el trompo, de prácticas adivinatorias; las rondas, de ritos matrimoniales; los juegos de cartas, de luchas
bélicas por territorios y poder… El mismo sonajero parece haber surgido de maracas usadas por los hechiceros para
ahuyentar malos espíritus… Aunque ya no existen muchos de esos juguetes y juegos, debemos aceptar que “algo” de eso
que los originó continuó vivo en la práctica de los juegos mencionados.

/
En su libro Siglos de Infancia. Una historia social de la
vida familiar (1962), el historiador de arte Philippe Ariès
cuenta que, según una investigación del historiador de
religión Nilsson, en la antigua Grecia el sube y baja y la
hamaca, frecuentemente representado en iconografías
del siglo dieciocho, eran parte de los ritos de iniciación y
festivales de juventud. Las representaciones de niñas en
columpios que encontramos pintadas en vasijas de la
época, por ejemplo, evocaban ritos de fecundidad. Más
tarde, señala Ariès, estos juegos perdieron su simbolismo
religioso y su naturaleza comunal para volverse prácticas
profanas e individuales. En este desplazamiento, también
se volvieron propiedad exclusiva de los niños, aún
cuando con anterioridad habían sido frecuentados
también por adultos y adolescentes.

Entre lo sagrado y lo lúdico existen y existieron oposiciones y superposiciones. Los mitos y los ritos conservan,
respectivamente, la letra de lo que los originó y el punto de fijación del acontecimiento que supuestamente les dio origen
en el calendario. En cambio, los juegos anulan su contenido y su localización temporal preservando solamente algo de la
forma o de lo implícito en el drama o el acontecimiento de donde nacieron las evocaciones. Claude Lévi-Strauss lo sugiere
a través de la siguiente fórmula: mientras el rito transforma acontecimientos en estructuras y fija así las historias en el
calendario; el juego transforma estructuras en acontecimientos, disuelve lo evocado y el tiempo como referencia
cronológica de los eventos. Sin embargo, algo de lo original, de todos modos, persiste escondido detrás de los modos del
juego y las formas del juguete.

En El país de los juguetes de Collodi –comenta Agamben (1978)− el tiempo y el calendario han perdido el sentido de su
secuencia y de su dirección. Ese estado de cosas propias del juego preserva, no obstante, (como lo hacen los juegos de
“hacer de cuenta que”) ese impulso humano de retornar una y otra vez a las vivencias en un hábito repetitivo (W. Benjamin,
1928) (Ref: En “Juguetes y Juego”, 1928) y preservar, con cierta lejanía, algo de lo que los originó.

Los tiempos de Cronos y el de Aión parecen reproducirse en esta diversidad (Ref: Ver capítulo 8 de Moreno, Julio (2010):
Tiempo y Trauma: continuidades rotas. Buenos Aires: Lugar Editorial.). Eso es, como veremos, una de las características
del juego que más fascina a los niños: todo puede empezar siempre de nuevo.

El juego y el juguete son artífices predilectos de un camino de profanación innovador. Un camino que puede liberar las
ataduras de lo sagrado y de lo oficialmente establecido en un vuelo creativo que los transforma en “otra cosa”.

En el mismo libro señala Ariès que el origen de las muñecas también


puede rastrearse en ceremonias religiosas, pues solían participar de los
ritos funerarios o usarse como reliquias en peregrinajes. En estas
ocasiones las muñecas no eran consideradas juguetes de niños sino
replicas en miniaturas del mundo de los adultos. Las muñecas eran
también un instrumento de magia y brujería.

Dos pasajes de la clínica que quizás ilustren algo del contraste entre rito y juego. A) Algunos pacientes niños,
particularmente aquellos que requieren de una estabilización del mundo en que viven, −me refiero en particular, aunque no
solamente, a los denominados “post-autistas”− suelen obligarnos en forma desenfadada a que el juego en el que
transitamos se repita una y otra vez en forma puntillosamente textual: “tal cual”, y en el mismísimo orden y con idénticos
elementos lo que alguna primera vez sucedió. Requieren que el juego se ritualice y que ninguna diferencia advenga. B)
Otro tipo de pacientes –recuerdo en particular a uno llamado Diego– no toleran que se establezcan secuencias
cronológicas ni repeticiones porque tal repetición implicaría algún contacto con su banalidad, lo cual habilitaría el posible
cotejo de las etapas y del tiempo que pasa con los magros logros que el niño barrunta que ha conseguido. Diego evita que
se repitan secuencias que podrían habilitarnos a elucubrar sobre algún tipo de progresión que nos conduciría a una
comparación inaceptable y a la visión de una dirección y de un final a su vida que, por ahora, transcurre de modo /
aparentemente muy confortable en el claustro uterino que ha forjado con su madre donde el paso del tiempo está abolido.
Si alguno de nuestros juegos “progresa”, él lo interrumpe súbitamente con un “¡bueno, basta!”: no tolera ni la secuencia
lineal ni las observaciones sobre su desempeño.

Niños como Diego suelen usar preferencialmente los juegos conectivos (Ref: Ver glosario y capítulo 3 de Moreno, Julio
(2010): Ser Humano: la inconsistencia, los vínculos, la crianza. Buenos Aires: Letra Viva.) como los videojuegos, que son un
modo de establecer una pausa adormecedora (que, por otra parte, hacen del competidor una máquina, lo que es más
tolerable de comparar con él mismo que el hecho de cotejar su performance con la de otro humano). De los dos ejemplos
que mencioné, uno detiene la emergencia de lo nuevo y el otro, de lo secuencial. Uno tiene la forma de un ritual
inmodificado; el otro, la de una suerte de “puro juego” en el sentido de abolición de las constataciones del transcurrir de la
historia. Aunque, en verdad, ninguna de las performances de ellos es en verdad un juego que, como veremos, permitiría la
emergencia de creatividades y transformaciones.

El juego del niño nace en el seno de la relación con su madre. Gestos, balbuceos, verbalizaciones en las que subyacen
importantes intercambios comunicativos (Stern, 1985). El sentido de esos juegos es un verdadero acontecimiento inaugural
de una secuencia creativa y de lo que acompañará al pequeño. El nacimiento de las bases de lo que solemos llamar
“subjetividad”. Es evidente que en estas etapas predomina lo conectivo por sobre lo asociativo (Ref: Ver glosario y Moreno,
Julio (2010): Ser Humano: la inconsistencia, los vínculos, la crianza. Buenos Aires: Letra Viva. Y Tiempo y Trauma:
continuidades rotas. Buenos Aires: Lugar Editorial. ), por lo cual esos momentos tienen la imborrable marca de lo inaugural
y de encuentros fortuitos más que de algo repetitivo y contestatario como el circular recorrer sólo rutas conocidas.

En los juegos, juguetes e historias preferidas de los niños un poco más crecidos se evidencia un mundo interno poblado
no pocas veces de contenidos terroríficos. Esto se pone de manifiesto por la fascinación que causan cuentos como
Caperucita Roja, Pulgarcito, Barbazul, y los videojuegos y cartoons favoritos de los pequeños (y también de los no tan
pequeños) de hoy, repletos de situaciones violentas.

En Realidad y Juego (1971), el psicoanalista británico Donald Winnicott


denomina “objeto transicional” a los objetos (una manta o un juguete
generalmente blando) que los niños utilizan para “suplantar” el cobijo de la
madre en su ausencia, cuando es tiempo de ir a la cama o en momentos
de pesadumbre. Estos objetos representan, para Winnicott, la transición
entre un estado de consubstanciación entre madre e infante y la
separación entre ambos.

Algo que atrae a los niños de esto no es sólo la puesta en escena de contenidos internos terroríficos, sino también el
hecho de que situaciones críticas, aún las más temidas por lo catastróficas, encuentren “solución”. Son, en este sentido,
casi opuestos a las clásicas tragedias, como la de Edipo Rey de Sófocles o Hamlet de Shakespeare, que terminan en un
desastre escenificado sin consuelo o posible reversibilidad alguna. Suele suceder que las historias infantiles muestran
caminos reversibles en las que una catástrofe se revierte y genera un “de nuevo” como si nada hubiese pasado.
Escenifican así la ilusión de que el tiempo es reversible y los eventos repetitivos.

Es crucial en los juegos inventados o armados por los niños que los intersticios de las articulaciones entre secuencias
asociativas no estén saturados ni sean rígidos. Más bien, se ofrecen como continentes que albergan nuevas formas de
transformaciones. Estos espacios abiertos pueden albergar lo que cada niño requiera o necesite, con formas diversas y
hasta con cambios en el guión original. Esto quizá sea lo más fascinante del juego a los niños, y constituye una de las
claves de su potencia creativa. En este punto cabe hacer una distinción entre los juegos absolutamente asociativos,
creativos, ideados por los niños (narración de historias fabulosas, escenificación de situaciones inventadas), de los juegos
reglamentados como, por ejemplo, el ajedrez, el ludo, el dominó o el memotest. En estos últimos ya es más difícil que
emerja algún contenido nuevo generado por el niño. Lo cual no es imposible porque existe la posibilidad de hacer trampas
o cambiar (lo que siempre implica algo de creación) las reglas. Con esto quiero decir que no se trata sólo de hacer
“trampa”, sino de que esa trampa puede contener el germen de algo genuinamente creativo. Hay una tercera categoría,
más recientemente aparecida, que es la de los juegos conectivos, videojuegos como los de las hoy populares consolas de
marca playstation, Xbox, Nintendo o wii. Allí ya la inventiva no tiene fácil lugar; son juegos extremadamente saturados. Ni
siquiera los niños más arriesgados intentan “abrir” una consola ni, si así lo hicieran, sabrían cómo modificar uno de los
miles transistores y chips que “dominan”, por decir así, al juego por fuera de la voluntad de cualquiera. La pantalla, hasta lo
que yo sé, no habilita recorridos inventados por el usuario. Así, si en los mencionados en primer lugar (juegos asociativos),
el juego se ofrece como un continente que alberga contenidos, en los juegos conectivos el juego consiste en seguir

/
caminos preestablecidos en donde lo creativo se reduce al cotejo de habilidades en una secuencia predeterminada y el
continente y el contenido se superponen sin diferenciarse. Lo conectivo domina en ellos por sobre los avatares
asociativos.

Incluso, como dice A. Ferro (1998), el contar reiteradas veces el mismo cuento puede ser usado por el niño para que él
pueda ejercer una recomposición y un trabajo en el que despliegue sus propias fantasías. Para el niño el cuento nunca es
igual aunque el relator crea que sí: su escucha lo modula cada vez de un modo diferente. Da la impresión de que esto no
sucede en los videojuegos dominados por lo conectivo. En sesión, es crucial la no saturación del cuento, del juego, de los
juguetes y también de las intervenciones del analista y del paciente. Quizá por ello (o por una dificultad mía) no he podido
incorporar con algún éxito a los videjuegos en mi práctica con niños, excepto cuando ellos quieren mostrarme lo que pasó
con alguna circunstancia o que quieran que yo entienda de qué hablan. De ahí que la presencia (aún la silenciosa
presencia) de alguien junto al narrador (en sesión, ese alguien es el analista) puede ser crucial para que se genere un entre
en el vínculo que dé lugar a un espacio transicional y que puede servir para engendrar y albergar novedades.

Según el escritor norteamericano


Michael Chabon, los dos niños de la
tercera entrega de Toy Story (2010)
representan dos formas distintas de
cómo jugar. Andy, el dueño de Woody,
Buzz y el resto de los juguetes
protagonistas, utiliza sus muñecos de
manera ortodoxa, respetando las reglas
impuestas por sus diseñadores: el
cowboy como cowboy, el astronauta
como tal y así. Sid, por el contrario, el
niño “malvado” de la historia, ese
pequeño psicótico, creador de Frankensteins, juega como juegan la mayoría de los niños,
profanando las reglas de juego, inventando historias, componiendo y recomponiendo piezas a su
gusto, según les dicte la imaginación. En rigor, sin embargo, Sid no juega en verdad con sus
juguetes: los destruye. Un ejemplo es el episodio en el que le roba la muñeca preferida a su
hermana Hanna y, para horror de la pequeña, en una sala de operaciones (¿de tortura?) le realiza
un “transplante” de cabezas con un dinosaurio. Asimismo, Andy es inventivo con sus fantasías de
juego desafiando con frecuencia el horizonte de expectativas de juego de los fabricantes de estos
caros objetos de infancia.

Winnicott (1965) hace una crucial distinción entre niños capaces de jugar “solos”, “solos en presencia de la madre”, y los
que son “incapaces de jugar sin la participación de la madre”. La simple presencia de otro junto al niño no puede sino
modificar el campo en el que se desarrolla el juego. Diego, el niño de 11 años del que hablamos en el punto anterior de
este capítulo, trajo un dispositivo para jugar “solo” (creo que era un I-pod) y jugaba en sesión con él sin mirarme,
aparentemente ignorando mi presencia. En una de esas sesiones (luego de varios intentos fallidos míos de que
interactuáramos en algún otro sentido) tomé un libro e hice como que leía ignorándolo ahora yo también a él, mientras
Diego seguía aparentemente prestando sólo atención a su juego. Él, luego de mirarme con recelo y con evidente enojo, me
dijo: “Eh, pará de leer, ¿no te bancás que yo haga algo solo, ¿no?”. Lo cual me permitió comprender que Diego de algún
modo necesitaba mi tolerancia para que él ―con tantos problemas para “jugar” con otro como los que relaté
anteriormente― requería de un espacio de juego diverso y que yo le haga “el aguante”: una lección que me daba de qué
podía ser el holding. Puede ser que él necesitaba ante todo maltratarme, que yo no estuviese tranquilo como aparentaba
para él estar, pero Diego no necesitaba en ese momento que yo aportara ninguna interpretación con contenidos, ninguna
explicación, ninguna revelación que hubiese sentido como una exhibición de mi superioridad en posición trascendente de
nuestro estar juntos. Quizás sólo requería que yo estuviese ahí.

El juguete es una materialidad que, como residuo o por el hecho de estar relacionado con el origen del juego, tiene relación
con su historia. Un resto que, como una pieza arqueológica, “habla” de lo que transcurre en el juego: la materialización de
la historia del jugar.

Claude Lévi-Strauss y Giorgio Agamben comentan que el juguete es como la esencia misma de la historia: miniaturiza los
objetos viejos pertenecientes a una época económico-social anterior. “El juguete –dice Agamben− es aquello que
perteneció, una vez y ya no más, a la esfera de lo sagrado o a la de lo práctico económico”, ambas opciones
pertenecientes a la esfera del pasado. El juguete es de ese modo algo así como la presencia de lo histórico en estado
puro. El juguete sería entonces algo así como un pasado miniaturizado. En él se aprehende la temporalidad plena
contenida en ese resto objetivo. Algo muy parecido a lo que ocurría –y aún hoy ocurre con lapsos mucho más cortos– con
la vestimenta infantil: niños vestidos con trajes que evocan los usados hace años o siglos por los adultos.

/
En “El juguete del pobre”, Charles Baudelaire describe el
juguete de un niño rico, “guapo fresco, vestido con uno de
esos trajes de campo, tan llenos de coquetería”. A su lado,
dice el poema, yace un juguete espléndido como su amo,
“brillante, dorado, vestido con traje púrpura y cubierto de
penachos y cuentas de vidrio”. Este objeto contrasta con el
“juguete” del niño pobre y sucio que se encuentra frente a él,
que no deja de llamarle la atención y que es nada menos que
un ratón vivo. “Los padres –leemos en este notable poema en
prosa– por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma”. Es este contraste el
que explicaría, para el poeta parisino, la “culpabilidad” de los juguetes que menciona en las
primeras líneas.

En la década del '50 yo jugaba con mis amiguitos a los cow-boys, los indios o los piratas con juguetes que emulaban
arcos y flechas de indios y armas de cow-boys. Eran, indudablemente, evocaciones de una época muy vieja. Lo notable es
que, a pesar de que esto transcurriera pocos años después de terminada la segunda guerra mundial, no jugábamos a los
soldados armados con fusiles o ametralladoras, ni a los aviones, ni a los Nazis ni a los Aliados. Tampoco evocábamos en
nuestros juegos al General Perón ni a Evita que, según el colegio al que yo asistía, eran héroes contemporáneos
indiscutidos. Se cumplía entonces muy bien el postulado de Lévi-Strauss: el juguete miniaturizaba un pasado lejano.

Este uso infantil de objetos evocativos del pasado tienen una función agregada: la de preservar algo de las formas de aquel
pasado. El juego y el juguete pudieron haber sido un sustento nada despreciable del encadenamiento histórico que viene
acompañando la trayectoria humana. Una muestra elocuente de la presencia de algo del pasado en el presente que
sustenta una continuidad.

Desde hace algún tiempo, sin embargo, los juguetes preferidos por los niños no evocan pasado alguno, parecen más bien
diseñados por un futurólogo. Los personajes de los juegos usan armas y dispositivos del futuro. Robots y naves espaciales
que surcan el espacio a velocidades superiores a la de la luz, rayos láser capaces de perforar todo, seres clonados que se
transmutan y que cursan los espacios desafiando las leyes de Newton (pero compatibles con las de la mecánica cuántica).
Guerreros con habilidades novedosas como la de clonarse, mutar, succionar la energía de sus víctimas muertas o vivas,
reflejar en pantallas-espejo los rayos que emiten sus enemigos y, como hace el hoy famoso Ben 10, transformarse en otro
tan sólo tras apretar un botón de su mágico cinturón. La miniaturización del pasado, si existe hoy, es tan sólo de interés de
coleccionistas −niños o adultos, nerds un poco raros, que poseen piezas como objetos valiosos con los que, en general,
“no se juega” y pertenecen a otro discurso que el de los juegos: el discurso del museo donde no hay transformaciones ni
profanaciones, ya que todo es y debe seguir siendo igual a como fue.

Habría que dimensionar bien la magnitud de este cambio, pero en mi experiencia el valor de preservación histórica del
juguete se ha trastocado. En su lugar aparece la anticipación. Los juguetes incorporan para su uso novedades que en todo
caso tienen que ver con el por-venir. Sea como sea, los juguetes de hoy no miniaturizan ni evocan el pasado sino, en todo
caso, miniturizan al futuro.

Los soldaditos de madera o de plomo son un


buen ejemplo del juguete en tanto
miniaturización del pasado (épico) y de
preservación histórica. Cuenta una vez más
Ariès que en el siglo XVIII estos juguetes
tenían una justificación patriótica: preparar a
los niños para la guerra.

¿Qué ha pasado con el juguete como “pura esencia histórica”? ¿Simplemente se revirtió su potencia evocativa? (Ref: Está
claro que los niños de hoy suelen jugar a juegos y con juguetes que también evocan un pasado. Lo que destaco en este
punto es una tendencia cada vez más insistente.) Tal vez esa reversión esté relacionada con el hecho de que a partir de la
era informática en que vivimos ya no se requerirá como antes la preservación del pasado. Hoy tal vez parece más atinado
que los niños, los adultos del futuro, ensayen los formatos digitales y que se acostumbren a transitar lo no previsto
adelantándose con soltura a los vertiginosos tiempos por-venir. No sólo se trata de una práctica que usa joy-stiks en lugar
de pegamentos, clavos e hilos; se trata de concepciones diferentes de la realidad. Esa práctica anticipatoria se refleja en
los juegos y en los juguetes. Quizás ya no haya tiempo que perder en evocaciones, quizás porque éstas ya no se /
consideren necesarias. Tal vez esta inversión del sentido del juguete en relación al tiempo −de miniaturizar el pasado a
miniaturizar el futuro, de la evocación a la anticipación− tenga que ver con un cambio reciente de la concepción de
“infancia” que rige la conformación de subjetividades en el proceso de crianza. Y, ¿por qué no?, sea un adelanto a un
cambio crucial de lo humano.

En esta misma línea, los juegos que antes eran predominantemente asociativos y seguían el modelo de la libre asociación
en el que se despliega fundamentalmente la fantasía interior del niño; ahora son predominantemente conectivos ligados
cada vez más a la prosecución y conexión de íconos que tienen existencia en el afuera del universo asociativo o
representacional del niño como se puede constatar en los videojuegos basados en la realidad virtual, pasión de los niños
actuales. En ellos, también pueden apreciarse los efectos de una lógica de la inmediatez, la superposición de múltiples
realidades y la posibilidad de transformarse en y no la de disfrazarse de, como fuera usual en la modernidad del Zorro,
Superman o Batman.

Esta doble situación de los juguetes y las historias infantiles entre el pasado recordado (qué eran) y el futuro anticipado
(qué son) tal vez ponga un sello a lo que según creo deberíamos llamar hoy contemporaneidad: un cruce entre lo
decididamente actual, inmanente (que es la misma experiencia) y lo trascendente (que guarda una cierta distancia con
ella).

Los Sims es uno de los juegos


conectivos más exitosos de todos
los tiempos. Se trata de un
videojuego de simulación creado en
los umbrales del milenio que no
tiene mayor objetivo que el de
reproducir realidades virtuales,
dirigir los estados de ánimos de sus
habitantes y satisfacer sus deseos.
Esta dinámica entre jugador y
personajes ficticios posiciona al
primero antes en el lugar del
esclavo de sus propias creaciones que en la de su amo y señor. Los “efectos de una lógica de la
inmediatez, la superposición de múltiples realidades y la posibilidad de transformarse en” también
están en Second Life, otro popular videojuego que, como su nombre lo indica, no busca, como los
juguetes de antaño preservar un tiempo pasado, sino crear las condiciones de posibilidad para vivir
un alternativo presente.

Habrá que aceptar que el juguete, como “pura esencia histórica”, relacionado con la función de preservar el pasado,
parece ya no tener lugar y cede su espacio a otra función: presentar y ensayar con la no previsibilidad. Preparar a nuestros
niños para un futuro contingente, que no es simple continuación de líneas trazadas desde el pasado hacia el mañana, sino
más bien reglamentado por los vaivenes del mercado, de los medios, de la vertiginosidad y de la obsolescencia. La
coordenada central parece ser la impredictibilidad, la contingencia inanticipable del por-venir. Quizás en este cuadro de
hoy la inercia de lo histórico que se evidenciaba de algún modo en los juguetes como “pura esencia histórica”, es una
dimensión que ya resulta inútil y por ello está en vías de extinción.

Ignorancia

Todo lo que venimos diciendo roza la particular posición del niño ante la ignorancia. Él puede vivir en lo que lo circunda, los
objetos que lo rodean y que él usa, con los que él juega como si fuesen “dados”, aunque, en rigor no los conozca ni los
haya representado. Está abierto a ellos, absorbido o aturdido en ellos, sin necesidad de ocuparse ni de conocerlos. Es
decir, está cerrado a ellos en cuanto a objetos representables, pero abierto en cuanto a habitarlos. El humano adulto, en
cambio, está cerrado a los objetos. Reemplaza la apertura de los niños con un sinnúmero de saberes provistos por la
cultura, los padres, la escuela… El niño no busca ni necesita representar-se los objetos del medio en el que vive. Así como,
dice Deleuze, un libro no es un libro hasta que lo leemos, un juguete no es para el niño un juguete hasta que el pequeño
juega con él. En ese momento entre el niño y el juguete se genera un-niño-que-juega y un-juguete. Previamente ni el niño
ni el juguete eran tales. El Mundo donde vive el niño pequeño está para él “abierto” (como dirían Heidegger y Agamben) a
su interior sin que se represente sus objetos, sin considerarlos -como lo hará cuando sea adulto-, como sus objetos
representados, conocidos, cotejables. Mientras tanto los ignora como objetos cognoscibles y vive en plena inmanencia
con sus experiencias, aún cuando al interactuar con ellos (transformándose a sí mismo como un niño que juega y al
juguete como lo que juega con ese niño) exprese su emoción. Emoción que no requiere del relato para ser. La realidad y la
ficción no se diferencian en él. Vive, en ese sentido, en la ignorancia de tal división.

/
Los diccionarios suelen mencionar tres definiciones de ignorar: 1) Simplemente desconocer alguna cosa, por ejemplo, en
la frase “ignoro cuál puede ser el valor de esta pieza de antigüedad”. 2) No hacer caso de algo pretendiendo no tener
conocimiento de ello como en “ignorar los reglamentos puede perjudicarte”. 3) Actuar como si alguien no estuviera (en el
jargón contemporáneo “ningunearlo”) como en “cada vez que digo algo que no le gusta, me ignora” Es de notar que en los
tres casos hay una suerte de vacilación entre hacer como si aquello a lo que se refieren (el valor de la pieza, el reglamento,
a mí) no existiera y la suposición implícita y simultánea de que eso existe, ya que puedo referirme a ello.

Hay un punto no muy preciso pero bien advertido por muchos: el destino del humano es volverse de algún modo (más allá
de la provisión de sofisticadas herramientas) un simple animal como lo fuera algún homo previo al paleolítico. En ese
sentido –como destaca Heidegger− el aburrimiento es una suerte de adelantado hacia ese final, un modo que conecta al
humano con la verdad subyacente de su vacío, semejante al aturdimiento animal y emparentado con la ignorancia en el
sentido de vivir en un medio que no cuestionamos ni nos preocupamos por saber. Es en este punto donde se pone sobre
el tapete la cuestión del “estar abierto” a los objetos, como los animales no humanos, sin necesidad de reconocerlos como
tales y con la no posibilidad ni necesidad de representarlos. Estar aturdido frente a él y estar como metido en él sin poder
reconocerlo como tal ni representárselo como una cosa. Ese aturdimiento con el objeto, es un estado cercano a la
conexión pura que describí en Ser humano..., la representación, el signo, la asociación presuponen una pausa y una
distancia con el objeto. Distancia crucial para representarlo, pensarlo como objeto pero no para meterse en él. Quizás el
pensamiento, además de permitirnos elucubrar sobre lo que reconocemos, a su vez nos aparta de la posibilidad de estar
abiertos a ello. En este y otros sentidos hay un contraste manifiesto entre considerarnos en el pináculo del desarrollo
científico y tecnológico y estar al borde del final de nuestra carrera progresista que iniciamos en el paleolítico superior. No
es fácil apartarse de los arrebatos ideológicos a favor o en contra de estas posiciones. Pero es preciso que al menos
intentemos entender de qué nos habla.

Esto se relaciona con el aturdimiento animal al acercarse o al poseer una presa, no la reconoce en cuanto objeto, pero se
sume en él. Los que hablan del fin de la historia opinan que llegaremos a una posición animal semejante a ello frente a los
objetos. Lo que intento decir de esto en relación a los niños es que ellos también están ahí, en medio de las cosas,
formando parte de ellas, el juguete es parte de un universo propio sin que deba el niño reconocerlo como objeto. En ese
sentido es que cunde la frase de Winnicott de que él debe crear lo dado, pero además se relaciona con eso “dado” de
modo inmanente, como sin distancia para reconocerlo y representárselo. Luego, en el devenir un sujeto tocado por la
modernidad, perderá esa capacidad de ignorar, de entrar en él. Quizás esto se relaciona con el tremendo auge de los
videojuegos, de todo aquello que origine pausas en el enloquecido trajín del progreso y que no requiere del pensar. Un
niño frente a una pantalla ya no se pregunta, está como metido en ella, teniendo una experiencia que como tal sólo admite
la inmanencia.

No se trataría entonces de “resolver” la antinomia entre Cronos y Aión (Ref: Ver capítulo 8 de Moreno, Julio (2010): Tiempo
y Trauma: continuidades rotas. Buenos Aires: Lugar Editorial.), entre el recuerdo y la repetición, ni entre la vida espiritual y la
nuda vita ni menos que un término intermedio dé la solución a los misterios y enigmas en forma de pretendidas cifras. Pero
mucho menos aún entre una experiencia y el relato de la misma. Son cosas diferentes.

Breve Glosario
Abierto: el espacio en que los animales -y lo animal del humano- transitan sin enfrentar obstáculos ni inconsistencias. En
ese espacio abierto están aturdidos, sólo “prestando atención” a aquello que para ellos es significativo. Ya sea por lo que
son “signos de” sancionados por sus instintos o, particularmente en el humano, por los signos que se han convertido en
tales por indicación cultural.

Asociación-conexión: constituyen dos formas -regidas por lógicas heterogéneas- a través de las cuales nos
relacionamos. Entre ambas conforman un filtro activo que nos une y separa de la multiplicidad inconsistente que nos
rodea. Nuestra vinculación con el mundo siempre estuvo mediada por la asociación y la conexión. Pero esta última se ha
hecho más evidente en estos tiempos porque en la realidad informática las imágenes se conectan entre sí sin producir
sujetos ni significados asociativos: no se asocian ni generan significados como lo hacen las representaciones. La lógica de
la asociación impone a los elementos con que opera, la condición de tener un sentido que está reglamentado por un
código con leyes de traducción. Signos articulables entre sí que pueden ser enigmáticos pero no incoherentes. Frente a
alguna novedad perturbadora, lo asociativo genera significados con los que logra que ese elemento sea una particularidad
de lo conocido y localiza al sujeto de esa asociación. Según la lógica de la conexión, un elemento puede “conectarse” sin
articularse con otro, como pasa en las pantallas de los clips o de los videojuegos. En lo conectivo, el proceso se desplaza
a través de una red externa al sujeto. No hay oposición ni contraposición entre las lógicas conectiva y asociativa. Éstas
más bien se yuxtaponen una obstaculizando la hegemonía de la otra.

Aturdimiento: los animales viven “aturdidos” dentro del espacio abierto de aquello que es para ellos significativo, como
puede ser el olor a ácido butírico para una garrapata o las radiaciones cálidas emitidas por un pez enterrado en la arena y
percibidas por un tiburón martillo en su superficie. Los humanos –a través de “lo humano del humano”– podemos tomar
contacto con aquello que está más allá de lo abierto. Pero la tendencia de lo “animal del humano”, puede considerarse el
lograr un aturdimiento, encerrados en el saber preponderante.

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Inmanencia – Trascendencia: inmanencia es la propiedad por la que una determinada realidad permanece como cerrada
en sí misma, agotando en ella todo su ser y su actuar, no caben en su transcurrir preguntas sobre las causas que lo
determinaron. Es puro acto. Trascendencia intenta nombrar una posición que se encuentra “por encima” o “más allá” de lo
puramente inmanente y que, lógicamente, intenta dar una explicación de eso que ocurre. Explicación que emana de otro
tiempo y transcurre en otro espacio que aquel en el que está acaeciendo lo inmanente.

Lo animal del humano: es aquello que el humano puede explicar y entender usando la lógica y las representaciones
conocidas por él del mundo. Lo animal del humano genera así la creencia de que su transitar por un mundo conocido (es
decir, con marcas significativas ya sabidas), lo abierto, es posible. En su máxima expresión (generalmente asociada al
llamado “estado de excepción”) puede conducir a lo que se conoce como “vida desnuda” (W. Benjamin; G. Agambem).

Lo humano del humano: es la fatal o genial diferencia del humano con cualquier otra especie conocida en el mundo
biológico. El humano puede y suele tomar contacto no sólo con lo que es consistente con su lógica, sino con aquello que
es inconsistente para ella. Esto hace que el humano no pueda encerrarse en la quietud de lo asociativo ni en lo abierto.
Siempre hay signos provenientes de otras lógicas que atraviesan su cobertura.

Bibliografía citada
Agamben, G. (2003). Infancia e historia (1978). Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Benjamin, W. (1989). “Juguetes y juego”. Escritos. Nueva Visión.

Tattersall, I. (2002). Adaptation: The unifying myth of biological anthropology. Teaching Anthropology: Society for
Anthropology in Community Colleges Notes, 9(1), 9-39.

Winnicott, D. W. (1965). El niño y el mundo externo. Hormé.

Bibliografía ampliatoria
Moreno Julio. “La territorialidad de hoy”

Moreno, Julio. “Variaciones sobre el vínculo parento-filial”

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