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Clase XVII.

  Los bordes de la educación,


debates acerca de la pedagogía social en el
Siglo XXI
Dr. Segundo Moyano

Sitio: FLACSO Virtual


Curso: Diploma Superior Infancia, educación y pedagogía - Cohorte 12
Clase: Clase XVII.  Los bordes de la educación, debates acerca de la pedagogía social en el Siglo XXI
Impreso por: JULIO IGNACIO CABRERA
Día: miércoles, 9 de octubre de 2019, 09:00

Tabla de contenidos
Unas palabras previas
1. Acerca de la educación social
2. Acerca de la educación social de las infancias y las adolescencias
2.1. De la infancia a las infancias
2.2. Niños y menores: la minorización de una infancia
3. La función educativa del educador social
Referencias bibliográficas

Unas palabras previas


Antes de introducirnos en el texto, propongo una distinción que aclare alguna de las cuestiones a tratar. Así, al hablar de
Pedagogía Social lo haremos en tanto disciplina encargada, tal y como señala Núñez (1999: 25-26), de: el análisis crítico
de las prácticas sociales educativas, que se instituyen como dispositivos sociales*; el análisis de las políticas sociales en
las que tales prácticas educativas se inscriben; la valoración de los efectos que producen (en términos de realidad social);
y la elaboración y propuesta de nuevos modelos de acción social educativa.

Esta distinción inicial, si bien puede aparecer como obvia, si la comparamos con la distinción entre Pedagogía y
Educación, responde a los recorridos, las conceptualizaciones y las actualidades que ambos campos han transitado y
transitan en diferentes territorios*. Ahora bien, esto no es óbice para mantenernos en la conexión señalada respecto de
considerar la Pedagogía Social como “el marco teórico desde el cual podemos pensar las cuestiones que atañen a la
educación social” (Núñez, 1999: 32). En este sentido, en este texto nos vamos a referir a las prácticas de la educación
social, por lo que, de algún modo, estaremos haciendo pedagogía social.

Los recorridos históricos de la Pedagogía Social, con sus modelos de época, han otorgado a ésta tiempos y espacios
diversos. Si bien la eclosión de los sistemas escolares nacionales en el siglo XIX significó la cimentación de la Pedagogía
como disciplina de lo escolar, centrando las reflexiones y los análisis en el ámbito del aprendizaje y de la enseñanza en la
escuela; la actualidad remite a considerar la educación también desde otros lugares. Por lo que refiere a esta cuestión,
Petrus (1997: 31) advierte sobre lo ineficaz de contraponer el discurso pedagógico de lo escolar frente al de lo social,
creando así otro espacio discursivo que tan sólo se defina por eliminación. No obstante, y de la misma manera, la
Pedagogía debe asumir que la actualidad de época nos convoca a re-pensar la educación desde diferentes lugares.

Así pues, el contexto de emergencia (Ref: Para una ampliación del componente histórico y social del contexto de
emergencia de la Pedagogía y la Pedagogía Social nos permitimos señalar las siguientes obras de referencia: Sáez (2007);
Caride (2005).) de la Pedagogía Social propicia dos grandes líneas de orientación de la propia disciplina en sus orígenes.
Líneas que, con retoques de época y avances teóricos, perviven en la actualidad: una Pedagogía Social  fundamentada en
una idea de la educación “en, desde y por la comunidad” (Sáez, 2006: 50), por lo que el adjetivo social vendría a remarcar
la relación recíproca entre la educación del individuo y la comunidad, recalcando el componente social de la Pedagogía, en
tanto remite a una práctica imposible fuera de la comunidad; y una Pedagogía Social centrada, preferentemente, en la
atención y educación (ayuda social en los inicios) de poblaciones con dificultades sociales y problemáticas económicas.

Ambas concepciones perduran en los tiempos actuales. Sin embargo, si bien su diferenciación permite establecer líneas
de pensamiento que generan los actuales modelos de educación social, lo cierto es que ambas se han articulado a lo largo
de la historia de la Pedagogía Social, compartiendo premisas y puntos de encuentro. Así, observamos cómo es la
/
Pedagogía Social en algunos países, la que está permitiendo incorporar nuevos discursos en torno a las problemáticas
actuales de la educación. El hecho de contemplar prácticas educativas fuera de la institución escolar ha supuesto ampliar
el campo pedagógico y ha hecho emerger nuevas posibilidades de lo educativo.

1. Acerca de la educación social


El recorrido de la educación social es, sin duda, diverso y repleto de discontinuidades y cruces respecto de la posibilidad
de establecer un continuum cronológico. Ahora bien, últimamente existe un cierto consenso organizador producto de la
articulación de tres ejes: la universidad como uno de los marcos de producción y de generación de discurso pedagógico
en torno a la educación social; la profesionalización del educador social, que juega un papel fundamental en la
consolidación de las prácticas educativas; y las políticas sociales, unos espacios y unos tiempos donde se articulan
límites y posibilidades de las prácticas de educación social. Este planteamiento organizador va permitiendo establecer,
pues, limitaciones, a la vez que posibilidades futuras, respecto de lo que se entiende por educación social.

Sáez (2007) marca tres acepciones diferentes que sirven, por un lado, para diferenciar y dar cuenta de esas
discontinuidades y procedencias históricas, y por otro, para aglutinar la actualidad de la educación social, producto
precisamente de esa pluralidad de pertenencias:

La educación social como un tipo de práctica educativa y social. Unas prácticas que tienen sus orígenes remotos
en las intervenciones estatales respecto de las situaciones de pobreza y marginación, y se concretan en las políticas
de acción social y asistencia de los siglos XIX y XX en España. La actualidad articula políticas de ciudadanía y de
participación social en la órbita de las prácticas de la ES.
La educación social como una profesión, donde se entroncan las diferentes figuras vigilares y cuidadoras de esas
primeras políticas de asistencia social. La llegada de la democracia en España produce la preocupación política y
administrativa por la atención y educación más allá de las instituciones escolares, promoviendo las contrataciones de
personal más cualificado y especializado que implementará las nuevas políticas sociales de acción y protección social.
Paralelamente, cabe destacar en este sentido, la aportación incuestionable de las asociaciones, primero, y los colegios
profesionales, en un segundo momento, para hacer emerger y consolidar la profesión de educador social en el
panorama político, técnico y social.
La educación social como una titulación. Los recorridos prácticos y teóricos de la Educación Especializada
(nomenclatura de la atención a poblaciones en situaciones de inadaptación social -este es el significante de época-), la
Animación Sociocultural y la Educación de Adultos, se aúnan en la década de los '90 en la titulación universitaria de
Diplomado en Educación Social, y posteriormente en el Grado universitario de Educación Social, vigente en la
actualidad. Este hito permite establecer planes de estudio, líneas de investigación y un impulso a la profesionalización
de esta figura.

En los actuales panoramas sociales, la educación social ha asumido el reto de hacerse cargo, desde lo educativo, de lo
que “lo social define como problema” (Núñez, 1999: 26). Es decir, trabajar para lo que la educación siempre ha hecho: para
establecer vías de acceso e incorporación a la cultura de época. En efecto, las encrucijadas económico-sociales que se
establecen en el devenir contemporáneo promueven nuevas situaciones de fragmentación y exclusión social susceptibles
de un análisis con perspectiva pedagógica.

En Las leyes de la frontera (2012), el notable autor español Javier Cercas reconstruye,
a través de una entrevista ficcionalizada entre un escritor y los protagonistas de la
historia, el pasado de dos jóvenes quinqui y Gafitas, un muchacho de clase media
que se une temporalmente a la banda para robar casas de gente adinerada durante
los años setenta. Entre todos los personajes, el Zarco es, acaso, el más atractivo: con
solo dieciséis años es encarcelado por primera vez y llega a convertirse en un mito
urbano, un poco en la tradición del argentino Frente Vital, cuyas desventuras narrara
magistralmente Cristian Alarcón en Cuando me muera quiero que me toquen cumbia.
Vidas de pibes chorros (2003). La escuela, en la novela solo aparece de manera
marginal, cuando Gafitas decide abandonarla para adentrarse en el mundo fascinante
y seductor de la banda del Zarco. En este retrato de la juventud postfranquista las
instituciones estatales de la recién estrenada democracia parecerían fracasar en sus
intentos por alojar a los jóvenes de los sectores más vulnerables. Las sobrepobladas
prisiones a las que Zarco vuelve una y otra vez para “reformarse” son igualmente
ineficaces en su función instituyente.

/
 

Las miradas dirigidas al concepto de educación social abarcan abanicos muy amplios. Así, encontramos que algunas de
ellas sitúan los efectos educativos en el desarrollo de la personalidad del sujeto, en la preparación para la convivencia
reduciendo el conflicto social, en la comprensión de los demás y en el aprendizaje social necesario para andar por la vida.
Otras, sitúan la educación social alrededor de un cúmulo de programas de habilidades sociales capacitadoras de
autonomía y participación de los individuos. Si bien muchas de estas definiciones aportan algunas cuestiones interesantes
para el análisis del propio concepto, nuestro interés se centra precisamente en su amplitud, porque “[...] la educación es un
fenómeno muy complejo, difícil de definir en pocas palabras” (Luzuriaga, 1966: 126).

Sin entrar al detalle en las múltiples definiciones que de educación social se manejan en los diferentes entornos
académicos y profesionales, asumimos la que propone la ya desaparecida ASEDES (Asociación Estatal de Educadores
Sociales) como guía para el recorrido que se propone:

“Derecho de la ciudadanía que se concreta en el reconocimiento de una profesión de carácter pedagógico,


generadora de contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, que son ámbito de competencia
profesional del educador social, posibilitando: 

· La incorporación del sujeto de la educación a la diversidad de las redes sociales, entendida como el desarrollo de la
sociabilidad y la circulación social. 

· La promoción cultural y social, entendida como apertura a nuevas posibilidades de la adquisición de bienes
culturales, que amplíen las perspectivas educativas, laborales, de ocio y participación social”.

Asimismo, cierta historiografía educativa ha obviado la significación de los espacios y prácticas de la educación social
otorgándole, precisamente, cierta marginalidad. Una tendencia, pues, a pensar la educación social como simplemente la
que se ocupa de la excepción. Si consideramos que la excepción también es problema (Fitoussi y Rosanvallon, 1997: 23),
la educación social actual viene a hacer visibles ciertas prácticas educativas consideradas marginales y para marginales.
Puede que el epíteto “social” venga aquí a señalar precisamente la importancia de esa excepción. Y que las instituciones,
las prácticas y los profesionales forman parte de lo que hemos convenido en llamar educación. Sin embargo, conviene
añadir a esta reflexión los peligros de someter a la educación a un proceso de marginalización. Un proceso que vertebra
dos direcciones: por un lado, la marginalización en el sentido de colocar a la educación en un lugar secundario, lejos de ser
tenida en cuenta más que para solucionar todo, es decir, para no solucionar nada; y, por otro lado, una tendencia actual a
definir, en este caso, la educación social como la educación de lo marginal.

Así pues, el campo de las prácticas sociales y educativas se ha visto atravesado históricamente por diferentes
clasificaciones en función de la referencia a problemáticas sociales (drogadicción, maltrato infantil, desocupación laboral,
violencias...); a instituciones (centros de servicios sociales, prisiones, pisos tutelados...); a categorías poblacionales
(delincuentes, mujeres, menores en riesgo, tercera edad...); o a ámbitos de intervención (inserción laboral, protección a la /
infancia, justicia juvenil, toxicomanías...). Si convenimos que el eje que debe definir los campos de acción de la educación
social debe girar en torno a la propia denominación de la práctica, es decir, que ese eje debe ser la educación, algunos de
los campos señalados, todo y mantener un trabajo de acción social no podríamos considerarlos estrictamente de acción
social educativa.

Una sistematización actual que recoja la tradición de esas clasificaciones, pero que a la vez también dé cuenta de las
nuevas posibilidades y de nuevos planteamientos de las prácticas de educación social, podría basarse en la consideración
educativa en torno a diferentes franjas de edad, proporcionando una manera diferente de articulación entre los sujetos y
las instituciones del territorio. Es decir, si consideramos que todas las categorizaciones suponen adscripciones a modelos
de acción social y educativa y conforman modelos profesionales y formativos, este planteamiento intenta promover la
conformación del campo de la educación social a partir de las articulaciones entre las franjas de edad a las que dirige su
actividad, el territorio y las instituciones de la sociedad civil y de las administraciones públicas.

Entre los muros (2008), es una película


francesa dirigida por Laurent Cantet,
basada en el relato autobiográfico de
Francois Bégaudeau (quien actúa de sí
mismo en la película) y su experiencia
como maestro en una escuela media de
París. Cuando el maestro les intenta
enseñar la forma “correcta” de hablar en
francés o les da como tarea leer El diario
de Anna Frank, varios de los niños más
“conflictivos” y socialmente marginados
cuestionan la utilidad de tales
enseñanzas. La película parecería ser así
un llamado de atención sobre la
necesidad de reflexionar en lo social y
educativo no en términos de
instrumentalidad (esto es, la escuela
pensada para resolver la marginalidad)
sino en términos de mutua afectación (es
decir, como los conflictos sociales y
étnicos definen los límites y
problematizan las estrategias educativas
más convencionales).

Esto supone dos cuestiones fundamentales para la asunción de los retos actuales de la educación social: por una parte,
dejar de lado la categorización excluyente que supone establecer que la educación social es una práctica educativa tan
sólo para determinadas categorías poblacionales; y, por otra, potenciar una educación social en términos de ofrecer
trayectos y recorridos particulares y promoviendo los anclajes sociales desde la lógica de los derechos y deberes de
ciudadanía.

Por lo tanto, la educación social del siglo XXI se encuentra ante el desafío que supone no adscribir sus funciones a
ámbitos o categorías contextuales prêt à porter, sino ofrecer una apertura a lo social en el marco de lo educativo. Desde
esta lógica, la educación social amplía su campo a diferentes instituciones, servicios, programas y proyectos que son
susceptibles de un trabajo educativo que garantice y promueva la participación cultural, social y democrática del conjunto
de los ciudadanos. 

2. Acerca de la educación social de las infancias y las adolescencias


.

2.1. De la infancia a las infancias


El recorrido de la concepción de infancia durante el siglo XX nos ha dejado conquistas en diferentes terrenos de las
ciencias, aunque también ha significado la consideración de otras miradas hasta ese momento escondidas o,
simplemente, obviadas. Esas miradas suponen construcciones diversas en torno a la concepción moderna de la infancia.
La propia transformación social y económica de la familia, pero también del sentido actual de la escolarización y de la
educación, supone la emergencia de un contrapunto a la consideración generalizada de “la” infancia. La actualidad nos
convoca a pensar que “la infancia es un tiempo que los niños recorren de manera cada vez más diversa y desigual en una
sociedad atravesada por los procesos de globalización social y cultural y las políticas neoliberales” (Carli, 1999: 9). Esta
diversificación de recorridos supone una suerte de mutación de “la” infancia en “las” infancias. /
Así, familia, escuela y políticas públicas posibilitan una escenificación diferente en torno a las consideraciones de las
infancias como categoría de análisis social. El eje que enlaza estos análisis se sitúa alrededor de la desigualdad social en el
acceso a la cultura de época y a la diversificación de los recorridos de las infancias. Ya Philippe Ariès había señalado “que
la infancia no existe sino que existen infancias específicas producto de prácticas de socialización familiares e institucionales
que reenvían a grupos sociales” (citado por Varela, 1983: 13).

La pretensión de asumir estas consideraciones en torno a la existencia de las infancias supone un ejercicio de visibilización
de esas otras infancias que, de otro modo, quedan opacadas, negadas, meramente adjetivadas. Es decir, se trata de un
intento de pasar a un primer plano las infancias segregadas, aquellas que, históricamente, han sido menospreciadas en las
leyes, apartadas de los análisis pedagógicos y, simplemente, introducidas en clasificaciones y sectorizaciones arbitrarias.
A estos olvidos histórico-pedagógicos se añaden la emergencia de nuevas/viejas infancias: la infancia que trabaja, la
infancia que delinque, la infancia de la calle, la infancia que se prostituye, la infancia armada, la infancia que se droga, la
infancia maltratada... Estas infancias, viejas en cuanto algunas han recorrido el devenir histórico de la humanidad, y
nuevas, en cuanto algunas son producto de lo actual, forman parte de las estructuras sociales, pero ¿forman parte de las
educativas? ¿Y de las culturales? 

<

En el galardonado libro para


niños Voices in the Park [Voces
en el Parque], de Anthony Brown,
una misma historia (un paseo en
el parque) es relatada a través de
cuatro voces diferentes: la de una
acaudalada señora “de bien”, la
de su hijo, la de un desempleado
y la de su hija, todos ellos
caracterizados como primates.
Sin moralismo alguno ni golpes
bajos, el relato que acompaña las
ya icónicas ilustraciones de su
autor, da cuenta de infancias que
se contraponen en muchos
aspectos (por su educación y
trasfondo social) pero que en
muchos otros no son tan
diferentes (en el relato, los niños
vencen sus prejuicios, acaso
heredados de sus padres, y
terminan haciéndose amigos). El parque (como la escuela) es un espacio privilegiado de encuentro y
convergencia de esos niños y las distintas concepciones de infancia que representan.

Estas infancias, en definitiva desprotegidas, suponen para ciertas políticas sociales, educativas y asistenciales las “otras”
infancias; unas infancias como “población diana”, como “sectores en riesgo”, abandonando la consideración de infancia
para centrarse en el adjetivo que la acompaña. Si la concepción moderna de la infancia había establecido ésta como futuro
de la humanidad, ¿qué futuro auguramos adjetivándola, y posteriormente sustantivándola? Una sustantivización que
otorga al adjetivo un peso específico en cuanto conforma atributos que acompañan al niño en sus diversos recorridos
sociales, a la manera que Jacques Donzelot (1998: 84) señala cuando sitúa a finales del siglo XIX la confluencia de dos
concepciones de la infancia. Por un lado, la idea de una infancia en peligro, desprotegida y amenazada; y por otro, una
infancia peligrosa que resulta amenazante. Donzelot sostiene que ambas concepciones tienden a diluirse, considerando
finalmente a la infancia en peligro como realmente peligrosa. Esa misma reunión que se realiza en términos más actuales
en relación a una infancia en alto riesgo social; un riesgo referido al “riesgo que suponen las condiciones de vida del
sujeto y al riesgo potencial que éste representaría para la sociedad” (Tizio, 1997: 97).  Vamos, entonces, a pluralizar los
nombres, para hacer presente la diversidad de recorridos y para reclamar que las infancias sean albergadas en las
prácticas educativas.

2.2. Niños y menores: la minorización de una infancia


En el análisis de las consideraciones acerca de las infancias en la actualidad, nos confrontamos a dos conceptos
ampliamente difundidos y con un uso frecuente en los discursos sociales: el niño y el menor. En una inicial aproximación se
puede optar por referirse a ellos como sinónimos; sin embargo, conviene acercarse con rigor para descubrir que entre
ambos existe un distanciamiento que implica una toma de posición al respecto. Es decir, la pretendida similitud parece
esconder una definición de las infancias en términos de recorridos sociales diferenciados, donde niño y menor representan
/
dos concepciones de la infancia, e incluso una “clasificación institucional de los sujetos infantiles” (Costa y Gagliano, 2000:
69). Estos autores definen las diferencias históricas que se producen en las consideraciones acerca de la infancia,
señalando que el “niño propiamente dicho” responde a “un sujeto vinculado a su condición de hijo de familia legítima y su
inscripción como alumno” (op.cit.: 69), mientras que el “menor” es “un sujeto con carencia de familia, hogar, recursos o
desamparo moral y a su condición de pupilo protegido por el Estado” (op.cit.: 69-70). De nuevo, la familia y el Estado
aparecen como elementos definitorios de la inscripción de la infancia en lo social de la modernidad. Sin embargo,
podemos agregar, el estatuto económico familiar y del niño no es ajeno a su consideración social, ya que el niño pobre se
incorpora a la consideración social de menor sin que primen otro tipo de consideraciones, ya que la pobreza es siempre
“sospechosa” de desamparo. Por lo tanto, las significaciones que ambos conceptos tienen van más allá de simples usos
lingüísticos, suponiendo verdaderos puntos de partida en el análisis social de la infancia.

Nuestro particular punto de partida se inicia con la siguiente proposición: “Los niños son menores, pero ¿los menores son
niños?”. Tras lo capcioso de la pregunta se esconde una declaración de intenciones alrededor de la cuestión que hemos
venido planteando. La utilización de la palabra “menor” referida a la infancia se sostiene en el discurso jurídico, en alusión
en aquel individuo humano que posee una edad menor a la requerida para ser considerado, precisamente, mayor de edad.
En el caso español (también así lo recoge la Declaración de Derechos de los Niños de 1959) este límite de edad se sitúa a
los 18 años; por lo que todo individuo por debajo de esa edad se le considera “menor de edad”, y no capacitado para
asumir ciertas cuestiones de tipo legal.  Los textos jurídicos referidos a la infancia plantean con claridad la limitación legal.
Pero hay algo de una distancia no explícita entre niño y menor que llega a las leyes educativas o a las de protección o
justicia juvenil. En las primeras los términos que se utilizan para referirse al sujeto de la ley es el de niño, infancia,
adolescencia... Por el contrario, en las leyes concretas alusivas a la protección de la infancia o a la justicia juvenil el
concepto mayoritariamente utilizado es el de menor. La ciencia jurídica delimita, pues, un campo de la infancia adjetivada
(o sustantivada). Es más, “pareciera que hemos adoptado como moda o imperativo cultural una definición de la infancia
desde la perspectiva judicial de los derechos de los niños” (Costa y Gagliano, 2000: 117). De la denominación “menor de
edad” hemos ido pasando a utilizar “menor” como sinónimo de aquél que se incorpora a alguno de los circuitos sociales o
jurídicos establecidos precisamente porque no es un niño: es un menor.   

Si sostenemos que cada época histórica construye una noción de infancia, también podemos establecer que cada época
tiene su modo de “minorizar a los niños” (op.cit.: 89). El proceso actual de minorización de una infancia tiene sus propias
marcas, y acompañan al “niño minorizado”. Esas marcas se visualizan en los recorridos sociales diferenciados (incluyendo
los educativos y culturales) que estamos estableciendo para niños y menores. Unos recorridos que, en muchas ocasiones
(sobre todo los que se refieren a los niños minorizados), se están tornando trayectos únicos, lineales y con dificultades
para cruzarlos. Es decir, unos recorridos difíciles de abandonar si se entra en ellos, sobre todo los que se refieren a los
niños minorizados. En el caso de la institución escolar, como recorrido social, cada vez más se vislumbra esta
diferenciación. Los circuitos escolares se bifurcan en especializaciones que congregan a los niños en recorridos diferentes,
e incluso se crean nuevas instituciones pseudo-escolares encargadas de asumir a aquellos niños que muestran muchas
dificultades en sus aprendizajes, pero también por sus conductas y, últimamente, por su origen extranjero. Otro tanto
sucede con las instituciones de protección, donde los niños minorizados difícilmente escapan a esa consideración, ya que
incluso los informes que se realizan, los textos que se escriben y las alusiones en reuniones científicas siguen definiéndolo
como menor antes que como niño. Estos dispositivos sociales de carácter educativo están marcando destinos; lo que se
convierte en una paradoja si mantenemos que la educación, precisamente, opera como un anti-destino (Núñez; 1999). Por
lo que,  “el menor como categoría social se forja en un circuito de nominación y tutela que inhibe el pasaje a otros lugares o
espacios de la sociedad y la cultura” (op.cit.: 75).

En Los cuatrocientos golpes (1959), de


Francois Truffat, el niño protagonista,
Antoine Doinel, es confinado a varias
instituciones reformatorias, por padres
y maestros que lo consideran
extremadamente conflictivo y un
peligro para la sociedad. Esta obra de
arte de la pantalla grande es un
excelente fresco del modo en que la
sociedad parisina de los años
cincuenta “minorizaba al niño”. La
madre, padrastro, juez y maestros de
Antoine lo ven y tratan, efectivamente
como menor (con su conllevado riesgo
social) antes que como niño.

/
Entre estas marcas que vamos indicando alrededor de la consideración de la minoridad de algunas infancias, encontramos
una que, si cabe, señala un lugar social que toma forma (no exclusivamente) en las instituciones de educación social. Nos
estamos refiriendo, en efecto, a los “menores en riesgo social”, una infancia en muchas ocasiones sojuzgada al carácter
invisibilizador de las estadísticas sociales. Una categoría, esta de “menores en riesgo social”, que si bien no ha estado
sometida a un análisis exhaustivo, no podemos negar que campa a sus anchas en los discursos sociales y educativos
definiendo, proponiendo y proyectando “políticas, técnicas e intervenciones de carácter preventivo”.

Una visita al diccionario (un gesto olvidado) nos ratifica en nuestras dudas respecto de la indiscriminada utilización de esa
categoría: en el Diccionario de la  Real Academia Española, “riesgo” remite a contingencia o proximidad de un daño, a
estar una cosa expuesta a perderse o a no verificarse. En el Diccionario María Moliner, “riesgo” es la posibilidad de que
ocurra una desgracia o un contratiempo. Como sinónimos encontramos: peligro, trance, contingencia, escollo. Y como
antónimos, dos muy contundentes: seguridad y certeza.

A partir de esta mirada al diccionario, ha lugar a lanzar una hipótesis: si partimos de la idea de que el riesgo social es una
de las formas actuales del malestar social; y si éste, como nos enseñó Freud, es estructural: ¿qué viene a redundar el
“riesgo”? Siguiendo en la actualidad, el riesgo como contingencia, con su carga de incertidumbre ha caído, y lo que viene
a ocupar ese vacío es el riesgo como estado (estar en riesgo). Cae, pues, el riesgo como una apuesta y aparece el riesgo
como certeza y seguridad (sus antónimos).

Es en este momento en el que cabe introducir algo de lo que antes hemos expuesto como un elemento de anti-destino: la
educación.  La Pedagogía, en este caso, está llamada a pensar estas cuestiones desde otro lugar, donde el “riesgo” a
perderse o a la proximidad de un daño, de una desgracia o de un contratiempo sea tomado desde el lugar del desafío,
arriesgándose, tomando un riesgo.

Este desafío no es otro que tender los puentes para hacer posible el paso de esa “infancia en riesgo” al recorrido que le es
propio, el de la niñez, el de la infancia sin adjetivar. Y ese paso se ha de producir bajo el manto de la cultura, mediante su
herramienta de transmisión más preciada, que no es otra que la educación.

No hay niños en riesgo, el riesgo reside en dejar a estos niños que transiten por circuitos establecidos difíciles de
abandonar, para que acaben recorriendo los circuitos de la minoridad, y en ningún caso los de la niñez, “la sociedad y la
cultura”.

La trama argumental de Scum


[Escoria] (1979) se centra en un joven
de nombre Carlin y sus días en un
reformatorio británico, donde el
objetivo de los reclusos es apenas
sobrevivir, tal como reza el poster del
film [‘In Borstal Survival Rules’] . La
historia fue concebida por su director,
Alan Clarke, en formato serie y sería
transmitida por la cadena televisiva
BBC de Londres. Debido a su alto
contenido de violencia explícita, no
obstante, recién vio la luz dos años
más tarde, cuando Clarke la rehízo
esta vez como film. La prensa especializada ha leído Scum como una crítica al modelo de
reformatorios sociales británicos que antes que rehabilitar a los que pasan por sus claustros los
confinan a una guerra de todos contra todos. Aquí los niños no son siquiera definidos como ‘menores’
sino que ocupan un escalón aún inferior en la pirámide social: son pura escoria.

Así pues, ante cierta imagen de la infancia, alejada de los trazos que Hannah Arendt (2003) y Philippe Meirieu (1998) han
descrito acerca del “sujeto en el mundo”, el reto de las prácticas de educación social es ofertar un lugar “otro” que haga
posible su ocupación por parte de los niños y niñas a los que atienden. Es decir, se pueden orientar sus (pre)ocupaciones a
ofrecer lugares pensados desde la educación que puedan ser ocupados por el sujeto.

Previamente a significar esa propuesta de lugar a ocupar, cabe situar algunas cuestiones de partida:

¿Es posible, pues, hablar de sujeto de la educación en las prácticas de educación social?
¿Cómo construir el lugar de sujeto de la educación en las prácticas de educación social?

 
/
Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, reafirmar la posibilidad de que en instituciones creadas en su momento
no para educar, sino para ejercer modalidades de control social sobre las poblaciones desatendidas, el mandato social
actual requiere de la presencia educativa. Y para ello se torna imprescindible armar la construcción de ese lugar. De la
misma manera, hablar de sujeto de la educación en las prácticas de educación social solicita su articulación con el resto
de los elementos integrantes de un modelo de educación social (el agente de la educación, los contenidos y las
metodologías educativas, los marcos institucionales). Así, sus posibilidades de construcción se entienden si participan
agentes dispuestos a tal construcción, contenidos culturales y sociales valiosos que promuevan al sujeto y unas
metodologías de trabajo educativo que garanticen la transmisión educativa. Esto, por supuesto, enmarcado en
instituciones que incorporen la educación de los sujetos entre sus funciones.

Respecto a la segunda de las cuestiones planteadas, consideramos que las prácticas de educación social están en
condiciones de poner en marcha la arquitectura necesaria para construir un lugar y poder ofrecerlo. En esta línea,
entonces, se requeriría:

- Un modelo educativo que articule las exigencias sociales del mundo actual con los intereses particulares del sujeto,
con la finalidad de posibilitar lazos sociales consistentes que permitan al sujeto amplios recorridos por lo social. En
palabras de Meirieu (1998: 81) “hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para ocuparlo”.

- La consideración inicial de que el sujeto es un enigma para el agente de la educación. Esto supone la
contemplación de la dimensión subjetiva, tener en cuenta la opacidad del sujeto (incluso para él mismo) en una suerte
de actualización del orden moral kantiano* y alejarse de la mitificación a la que asistimos en torno a la idea de un
sujeto transparente del cual todo sabemos, incluso lo que necesita.

- Partir de que el trabajo educativo se lleva a cabo con los sujetos, no con las problemáticas sociales con las que
vienen definidos.

- Que la oferta de trabajo educativo suponga la puesta de marcha de acciones educativas que contemplen las
particularidades del sujeto expresadas por sus deseos, sus impulsos, sus capacidades y sus propios intereses.

- Que la disposición del sujeto a ser educado contempla el trabajo para su consentimiento. Sin embargo, la hipótesis
que lanzamos se refiere a que para que se produzca consentimiento del sujeto se ha de producir el consentimiento
del agente, es decir, el educador ha de consentir a educar, ha de autorizarse a ejercer la función educativa.

Estas premisas caracterizan el lugar ofertado, si bien establecen los recorridos diversos que cada sujeto realizará en el
tránsito por la institución.

Veamos un ejemplo, en relación a una de las prácticas de educación social en el campo de la protección a la infancia. Un
grupo de educadores sociales señala dos tiempos en la consideración y construcción del sujeto de la educación en un
Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE (Ref: Equipo Norai (2007). Un CRAE es una institución de protección a la
infancia donde viven un grupo de niños y niñas de diferentes edades cuya tutela recae en la administración pública por
motivos vinculados al desamparo.)): hablan de un primer momento, “del caso al niño”, que hace posible un segundo
momento que denominan “del niño al sujeto de la educación”. Este relato supone un recorrido posibilitador de la
emergencia del sujeto de la educación en un CRAE. Ambos tiempos articulan, a la vez que propician, las consideraciones
que señalábamos como exigencias sociales del momento histórico y los intereses particulares del sujeto. Es decir, facilitar
respuestas pedagógicas frente a la encrucijada (paradojal en muchas ocasiones) entre los tiempos subjetivos y los tiempos
sociales (entre ellos los institucionales). La mirada que nos aporta facilita la incorporación, por un lado, del sujeto a la
institución que lo acoge y, por otro, contribuye a iniciar la propuesta educativa.

“Del caso al niño”, así, supone sobrepasar la idea de niño que recorre los circuitos de la protección explicado por otros [“el
niño como propuesta” (op.cit.: 41)], produciéndose un tiempo de espera para la presentación del niño (más allá de los
informes que lo acompañan). Se introduce, pues, el vector del enigma y habilita un lugar diferente que se separa del
estigma* (Goffman: 1993). Aquel que llega a la institución llega como un caso. No obstante, es necesario operar una
apertura institucional que facilite la posibilidad de que algo de la dimensión subjetiva se haga presente. Es decir, no
planteamos obviar la información, sino considerar que esa información no explica al sujeto, sino un cúmulo de situaciones
sociales, subjetivadas por los ojos técnicos del que decreta el ingreso del caso en una institución de protección.
Proponemos que la mirada institucional se desvíe del informe hacia la sorpresa que nos aguarda: a que el sujeto que se
presenta no responde de manera unívoca a lo que se dice de él en los informes escolares, médicos, sociales y/o
psicológicos. Esta manera de mirar produce efectos de realidad en la inscripción del sujeto en la institución.

De hecho, contemplar al niño más allá de lo que lo explica, remite a establecer un tiempo de espera, un tiempo activo en el
que pasan cosas, en que el sujeto se presenta y la institución acogedora procura dar un lugar. Podríamos definir este
tiempo como un tiempo de desnaturalización del discurso social que acompaña el recorrer de estas infancias, donde la
mirada y también la palabra sean vehículos de ofrecimiento de la posibilidad de la educación, de ruptura con lo que a priori
se define como inevitable.

/
Pixote, la Ley del más débil (1981, dir.
Héctor Babenco) es un descarnado
retrato del sistema de reformatorios de
“delincuentes juveniles” en Brasil. La
película comienza cuando la policía
arresta a Pixote, un niño pequeño
nacido en la favela, y lo manda a un
reformatorio que, comparado con el de
la película de Trauffaut, es el mismo
infierno. Un dato ilustrativo: para
escapar a la realidad del encierro,
Pixote no visita la playa (como lo hacía
el protagonista de Los 400 golpes)
sino que consume pegamento. Los
niños en Pixote además no son
solamente marginados por sus
mayores, sino que cumplen principalmente funciones esclavas para los negocios de los guardias y los
traficantes de drogas.

El segundo tiempo a establecer en el trabajo educativo, para así posibilitar la emergencia del sujeto de la educación,
supone que la institución cuente con el ofrecimiento de ese “otro” lugar. Es decir, que contemple un lugar que el sujeto
quiera ocupar para apropiarse de lo que le pertenece, el patrimonio social y cultural, y que pueda así operar la posibilidad
de un vínculo con lo social. “Del niño al sujeto de la educación” establece los tiempos necesarios (en muchas ocasiones
superpuestos y discontinuos) para trabajar en relación a posibilitar la emergencia de los intereses del niño, a escuchar más
allá de las palabras y a suscitar el deseo de aprender.

La oferta educativa, en este caso que nos sirvió de ejemplo, remite a un lugar diferenciado, particular e intencionado, más
allá de lo que se define como “necesidad”; que suponga un trabajo de apropiación del sujeto. Este trabajo, por supuesto,
supone una responsabilidad y ésta, a su vez, demanda otra: la del educador y el ejercicio de su función.

3. La función educativa del educador social


“La calificación del profesor consiste en conocer

 el mundo y en ser capaz de darlo a conocer a los demás”

Hannah Arendt (2003:201)

El último apartado de este texto tiene el objetivo de reabrir y repensar algunas cuestiones en torno a la función educativa
de los educadores y las educadoras sociales. Los recorridos históricos del lugar que en la actualidad ocupa el educador
social en las prácticas de educación social han ido en correlación con las diferentes consideraciones que las políticas
públicas han desarrollado respecto de las problemáticas sociales. Así, de la corrección, la asistencia, la protección (por
ejemplo) han devenido funciones como la de vigilar, velar o educar. Sin duda, funciones diferentes emanadas de los
encargos correspondientes a las coyunturas políticas y sociales de cada época.

Si bien dejamos un estudio histórico más en profundidad de esta figura en las instituciones de atención y educación social
para otros trabajos, detendremos la mirada en el análisis del lugar que se abre con el inicio de las políticas sociales de
finales del siglo XX y los retos a los que nos convoca este inicio del siglo XXI.

Distintas variables han ido conformando la implantación creciente de la figura profesional del educador social en el
territorio. Entre ellas podemos destacar la promoción y ampliación de tareas específicas a desarrollar, el progresivo
reconocimiento social y la reflexión en torno al campo de actuación, o la intensificación del estudio de las prácticas y los
desarrollos teóricos y metodológicos de la educación social. Así pues, el panorama alrededor de este asentamiento del
educador social ha ido demandando el acercamiento paulatino de las administraciones públicas, de los colegios y
asociaciones profesionales y de las universidades a dar cuenta del trabajo de los profesionales de la educación social.
Esto ha supuesto un considerable número de listas, cuadros y clasificaciones que han ido construyendo el lugar social y
profesional del educador social pero, sobre todo, ha significado armar un complejo entramado de relaciones entre las
funciones a llevar a cabo, los perfiles necesarios que las garanticen y el diseño de la formación que asegure lo anterior. 

Como decíamos, todas estas aportaciones desde diferentes instancias han representado avances destacados en cuanto
que han promovido la reflexión en torno a qué trabajo está convocado el educador social. Ahora bien, también es
necesario señalar que tal abundancia ha subsumido la función educativa del educador social, y que en algunos aspectos
ha supuesto su dilución.
/
Al hablar de la Educación Social como una profesión social y educativa, se está tendiendo a dar por supuesto que la
propia denominación de educador ya confiere las características propias para ejercer la función educativa. Es decir, que
con hacer y decir lo que se le supone a este profesional ya emerge la intención, la acción y la responsabilidad educativa.
Por lo tanto, la mirada ha estado casi siempre dirigida a ocupar un espacio social y profesional, pero no tanto un espacio
pedagógico. En el campo profesional de la educación social, en muchas ocasiones, hablamos de las dificultades sociales
pero pocas de las dificultades educativas. Y de la misma manera, habría que poder diferenciar entre las dificultades que
existen en la actualidad para ejercer la función educativa (en todo el campo educativo), y los problemas endémicos  al
ejercicio de la función educativa en el campo de la educación social (por la propia historia del campo y por la construcción
profesional).

Lejos de sopesar la idoneidad de la capacitación aptitudinal y actitudinal de los educadores sociales en relación al
desarrollo de su trabajo, deberíamos preguntarnos por el lugar que se conforma (con sus límites y sus alcances) a partir de
la profesionalización del educador social y, más allá, de qué dotamos a esta figura para que se aleje (ahora definitivamente)
de las funciones vigilares y represoras de antaño. Parece que frente a la figura asilar de las políticas de encierro o la
cuidadora de las políticas asistenciales, el lugar que las políticas de protección han ideado y conformado para la figura
profesional que recibe el encargo social es la de un educador-modelo. El saber ser, saber estar y saber hacer
(implementado a partir de las propuestas del Informe Delors* (1996) de la UNESCO) borra una dimensión facultativa de
aquel que pretende ejercer la función que aparece como diferenciadora del resto de profesionales del campo social: la
función educativa. La dimensión que se borra tras la dilución que se produce al establecer perfiles de carácter personal es
una dimensión clásica, y puede que por ello abandonada: la dimensión del saber. No podemos por menos que recuperar
las palabras del maestro Lorenzo Luzuriaga, que retornan al aparecer la figura del educador, “[...] el educador necesita una
preparación especial para su profesión; esta preparación es doble: de cultura general y de técnica pedagógica” (1966: 129).
Esta propuesta se dirige a señalar los ejes fundamentales de la formación del educador, y esta doble preparación necesita
de una constante renovación del vínculo del educador con su disciplina y con la cultura en un sentido amplio. Nuestra
hipótesis es que para esa renovación se precisa mantener una cierta disposición al saber.

Si pensamos, entonces, el agente de la educación como un “pasador de cultura”  (Meirieu; 1998: 134),  podemos
considerar el lugar del educador en relación a:

El saber de la función a ejercer. Es decir, un saber ligado al corpus teórico de la Pedagogía (Social) como disciplina
que fundamenta la función educativa. En este sentido seguimos reivindicando una Pedagogía sólida, en tanto
promueva y proponga elementos de sujeción para las prácticas educativas y referencias para el ejercicio de la función
educativa. Una Pedagogía, pues, que haga frente al vaciamiento del discurso pedagógico y al creciente fortalecimiento
de la idea de Ciencias de la Educación (que asigna a la Pedagogía un carácter meramente técnico -técnicas
exploratorias, de diagnóstico, observacionales y de confección de protocolos de aplicación-). Ante estas
apreciaciones cabe introducir la reflexión pedagógica en términos de lo que Durkheim (1992) apuntó como “hacer
pedagogía”, para así fundamentar y conocer la tarea de “pasar” a la que hacíamos referencia. 

El saber sobre la materia a transmitir: la cultura. ¿Cómo causar el interés en la cultura sin estar causado por la
misma? O enunciado de otra manera: cuán difícil se torna transmitir interés por la literatura y la lectura a un sujeto si el
agente de la educación raramente se acerca a un libro. Esto exige de una disposición de enlace, de vínculo, de lazo
con las manifestaciones culturales de lo humano. Renovar el interés de las nuevas generaciones por las producciones
culturales humanas supone al educador la resignificación de sus propias adquisiciones. Aquí cobra cuerpo el ejercicio
de “pasar cultura”.

Pero estas dos premisas (que se han de revisar en cada sociedad y momento histórico), han de ponerse en relación con
una cierta disposición al no saber. Esto es, habilitar lugar a la docta ignorantia (Ref: Esta expresión está recogida del
Diccionario de Filosofía de J. Ferrater Mora (1994), págs. 927-928 - Tomo I. Tal y como se señala, es una expresión
conocida especialmente a través de la interpretación de Nicolás de Cusa, que escribió sobre el tema su más famoso libro,
De docta ignorantia [1440] (2003: 41) en el que escribe: “[...] ciertamente, puesto que el apetito en nosotros no es vano,
deseamos saber que nosotros ignoramos. Y si logramos alcanzar esto en su plenitud, habremos de acceder a la docta
ignorancia. Pues nada podrá más perfectamente acaecerle al hombre que esté sumamente interesado en la doctrina, que
se descubra doctísimo en la misma ignorancia que le es propia. Y uno será tanto más docto, cuanto se sepa a sí mismo
más ignorante”), donde a partir precisamente de ese no saber puede llegar a tener lugar una posición abierta al
conocimiento, dispuesta a consentir y a aceptar que existe una cuota de no saber acerca de los contenidos a transmitir y,
sobretodo, acerca del sujeto. Una postura, ésta, en clara oposición a la presentación del educador como un modelo a
seguir, que lo sabe “todo” acerca de “todo”, incluido sobre lo que le pasa al sujeto. La docta ignorantia nos obliga,
precisamente, a un duro trabajo de actualización, de formación y de estudio. Así, este requerimiento apunta a deshacer 
las certezas para abordar el enigma de lo humano, a incorporar la incertidumbre que todo acto educativo comporta.

/
En Sleepers [Traducida al español
como Los hijos de la calle](1996, dir.
Levinson), antiguos reclusos de un
reformatorio (que habían sido
confinados al lugar por un robo menor
mal planificado) tienen su venganza
cuando, ya adultos, engañan a los
guardias que los violaron y maltrataron
para que sean arrestados y
eventualmente enviados a prisión. El
lugar del cuidador social y el del educador no solo van aquí por carriles separados sino, en rigor, por
caminos opuestos.

Retomemos, brevemente, esa imagen tan actual del “educador-modelo”. Hannah Arendt (2003: 291) da cuenta no del lugar
del educador como “modelo”, sino como “pasador” de “el mundo”, en su carácter complejo e incluso contradictorio: “La
calificación del profesor consiste en conocer el mundo y en ser capaz de darlo a conocer a los demás, pero su autoridad
descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie
de representante de todos los adultos, que le muestra los detalles y le dice ‹Éste es nuestro mundo›”.

Tras estas reflexiones en torno al lugar del educador social, éste se configura no en base a un perfil caracterial, sino a una
encrucijada que remite a considerar esta figura como un representante de lo social que debe atender las particularidades
del sujeto. Un lugar, entonces, complejo, sometido a las presiones de los encargos sociales, la propia disposición del
educador y la dimensión subjetiva de los sujetos que atiende. Es en este lugar de cruce donde emerge y donde podemos
dar cuenta de la función educativa del educador social, en tanto el ejercicio de ésta supone un elemento distintivo frente a
otras profesiones del campo social.

No se nos escapa la doble dimensión (de atención y de educación) del encargo social que recibe el educador social.
Ciertamente, al cargo de éste se encuentran los cuidados y las atenciones que requieren los sujetos atendidos. La
hipótesis que venimos desarrollando y manteniendo es que la convivencia de ambas funciones (la cuidadora y la
educativa) no ha de suponer el menoscabo de ninguna de ellas. Y, por las aproximaciones realizadas al campo de estudio,
el diagnóstico actual apunta a un cierto vaciamiento de la función educativa que también influencia de manera directa la
función asistencial.

La función educativa remite a campos de responsabilidad basados en el saber pedagógico y cultural y con la
intencionalidad de promover efectos educativos en los sujetos. Por lo tanto, y bajo estas claves, la puesta en marcha de
procesos formativos solicita un encuadre construido en torno a: la lectura de las coordenadas del encargo social; la
habilitación de las condiciones necesarias para dar lugar a la emergencia del sujeto de la educación en instituciones
proclives a parapetarse en prioridades y urgencias; la organización y disposición de los elementos necesarios en las
instituciones para desplegar las acciones educativas; a la asunción de la responsabilidad educativa que emplaza a
entender que aquel que aprende necesita de otro que enseñe, también en el campo de la educación social; la apuesta
pedagógica ante el empuje actual del control y la represión; y, la confianza en que esa apuesta se encuadra en la promesa
educativa, esperando y trabajando para la disponibilidad del sujeto a adquirir aquello que, en definitiva, le pertenece.

En estos elementos puede fundamentarse el trabajo del educador social, un trabajo atravesado también por los horarios,
los sueldos, las dificultades, los límites, los tiempos y las supervivencias. No obstante, si existe intención educativa,
responsabilidad para el ejercicio de la función educativa y autoridad técnica que lo permita, estamos hablando de que eso
se inscriba en un Proyecto Educativo, un eje que permita acortar las diferencias entre aquello que se hace y aquello que
se dice que se hace.

Para finalizar, tan sólo indicar que uno de los compromisos de la educación social es ofrecer un lugar a la función
educativa, sólo así pasarán los tiempos del simple acompañamiento presencial a los sujetos, del darles el afecto del que
(se está convencido) carecen, o del atender tan sólo a problemáticas sociales que terminan configurando el horizonte de
los sujetos atendidos.

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