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Índice
Presentación
I La actitud de fondo
En presencia de Dios
Introducción
Los tres momentos de la acción
Puntos de meditación y preguntas
II La palabra en el desierto
El silencio interior
Introducción
Curaciones con gestos y palabras y predicación del Reino
Vivir de la Palabra
Preguntas para todos nosotros
III El pan para un pueblo
La aridez en la oración
Introducción
La hora de la revelación y la incomprensión de los apóstoles
El pueblo de Dios
El pan para un pueblo
Preguntas para todos nosotros
IV Pan partido y repartido
La oración rítmica
Introducción
Una comunidad ordenada
La responsabilidad de los discípulos
Conocer el misterio de Jesús
Preguntas para todos nosotros
V El gozo de compartir
La contemplación
Introducción
«Los discípulos distribuyeron los panes entre la gente»
«Comieron todos hasta saciarse»
«Recogieron los trozos sobrantes: doce canastos llenos»
Preguntas para todos nosotros
VI La comunidad de los santos
Introducción
Un cuadro pascual
Diversos tipos de comunidad de los santos
El germen al pie de la cruz
PRESENTACIÓN
- la actitud de fondo
- la palabra en el desierto
- pan para un pueblo
- pan partido y repartido
- el gozo del compartir
- la comunión de los santos.
Por eso nos ha parecido de gran utilidad publicar al comienzo del libro la
carta «Cien palabras de comunión», enviada por el Arzobispo el 10 de
febrero de 1987 al clero y a los fieles, porque en ella se exponen, con
brevedad y claridad, los principios de su acción pastoral y,
consiguientemente, puede ayudar a saborear mejor las enseñanzas de la
Escuela de la Palabra.
Confiamos estas páginas a la gracia del Espíritu Santo, para que quien
las lea se sienta movido a asumir su responsabilidad en la construcción
de la Iglesia: una Iglesia carente de toda belleza si no es capaz de
reflejar la belleza única del rostro de Jesucristo; si no consigue ser el
Arbol (según la expresión de Agustín) cuya raíz es la Pasión de
Jesucristo; si su doctrina y su vida no anuncian con toda limpieza la
verdad que es Jesucristo.
CIEN PALABRAS DE COMUNIÓN
Carta
¿Qué hombre?
La simiente y el terreno
tierra para, más tarde, germinar y llegar a producir el ciento por uno. Esta
Palabra no es simplemente algo extrínseco, algo añadido al hombre, algo
de lo que el hombre pueda prescindir. Terreno y simiente han sido
creados el uno para el otro. No tiene sentido pensar en la simiente sin
tener en cuenta su relación con el terreno; y este último, sin la simiente,
es un desierto inhóspito. Hablando sin metáforas: el hombre, tal como lo
conocemos, se convierte en estepa árida, en torre de Babel, si corta toda
su relación con la Palabra.
Algunas conclusiones
Sintetizando algunos de los puntos fundamentales que subyacen al
itinerario indicado en las Cartas Pastorales, diría, pues, lo siguiente:
Que el Señor nos conceda saber caminar juntos hacia la meta común, en
plena comunión de intenciones y saboreando de antemano el inmenso
gozo ocasionado por la cosecha mesiánica del ciento por uno.
Introducción
«Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario.
En cuanto lo supieron las gentes, salieron de las ciudades y fueron tras él
a pie. Y al desembarcar, vio a mucha gente, y sintió compasión de ellos y
curó a sus enfermos» (Mt14,13-14).
l la gente lo busca;
l Jesús lo ve y se conmueve.
Son muchas las veces que, en el evangelio de Mateo, Jesús «se retira».
Por ejemplo, cuando sobreviene la persecución de Herodes, «Jesús se
retiró a Egipto» (2,14); cuando Juan Bautista es encarcelado, «Jesús se
retiró a Galilea» (4,12); cuando los fariseos tratan de prenderlo, tras
haber curado Jesús al hombre de la mano paralizada, «Jesús se
retiró» (12,15).
• ¿Por qué se retira Jesús? ¿Cuál es, en este pasaje, el motivo inmediato
por el que se dirige a un lugar desierto? El primer motivo lo indica el
propio evangelista: «Al oírlo Jesús...», es decir, al enterarse de la trágica
noticia de la ejecución de su gran amigo Juan Bautista. Un
acontecimiento doloroso mueve a Jesús a retirarse aparte durante un
cierto tiempo.
Son dos, por tanto, los motivos que nos indica la narración evangélica:
uno se refiere a Jesús y a su necesidad de silencio y de oración tras
haberse enterado de la violenta muerte del Bautista. También a nosotros
nos ocurre, cuando se muere una persona querida o nos impresiona un
determinado hecho, que sentimos necesidad de retirarnos a reflexionar, a
llorar en silencio o, simplemente, a estar solos.
El otro motivo se refiere a los apóstoles, que están cansados y con los
nervios de punta por la labor realizada, y se encuentran al borde del
agotamiento. Jesús les invita a retirarse a un lugar solitario para impedir
que se afanen en exceso y se dejen atrapar por el engranaje del
activismo excesivo.
Se había retirado por un acto de amor, y por eso puede pasar con
libertad, de dicha búsqueda, al encuentro con la gente. Es la misma
historia de amor por la que, en el silencio, vive el contacto con el Padre
por causa de sus hermanos.
¡Qué útil sería, en cambio, efectuar una pausa para comprender de veras
la importancia de lo que se está diciendo, el motivo de la discusión, la
necesidad del compromiso...! Pienso, concretamente, en unas breves
interrupciones que permitan recuperar el control y ser objetivos.
¿Por qué sigue a Jesús esta gente dejando la seguridad de las ciudades
y haciendo el sacrificio de andar a pie? ¿Por qué escucha la llamada del
desierto?
Con Jesús hay algo que esperar, y es con esta actitud de fe como
debemos entrar en la oración.
¿Cómo miro a los demás? Esta es la pregunta que cada cual puede
hacerse a sí mismo.
¿Cómo miro a los demás: con confianza o con nerviosismo, con ternura o
con dureza, con interés o con aburrimiento?
A esta auténtica experiencia del Señor alude Job cuando dice: «Yo te
conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5).
«¡Oh Dios, (...) haz que, dóciles a tu voz, nos gocemos en tu palabra y en
tu comunión».
Introducción
-¿quién es ese Jesús que sana, enseña, habla del Reino de Dios y
realiza señales?;
Puede ser útil, además, recordar cómo cura Jesús en los evangelios: en
general, lo hace mediante gestos, como, por ejemplo, el de tocar al
enfermo:
Y otras veces, por último, son palabras reveladoras del ser de Jesús y
del misterio del Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn
14,9); «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30).
Se trata, pues, de palabras que en su conjunto, con los gestos y las
curaciones, comunican la voluntad de Dios de darse al hombre.
Vivir de la Palabra
¿O es, por el contrario, un momento que sirve para esperar a los que
llegan retrasados?
La aridez en la oración
El Salmo 29, que ahora recitaremos, hará que cada uno de nosotros
descubra la etapa que estamos recorriendo: del fervor a la aridez, y de la
aridez a la súplica, siempre en dirección al sosiego y el gozo de la divina
presencia: «Has trocado mi lamento en danza, mi sayal en túnica de
fiesta» (v. 12).
Introducción
La hora de la revelación
y la incomprensión de los apóstoles
Pues bien, volviendo a nuestro pasaje, los discípulos dan una orden al
Señor, convencidos de saber cómo hay que comportarse. Recordemos
que también Marta sabía lo que Jesús debía decir a Maria: «¡Di a mi
hermana que me ayude!» (Lc 10,40), porque era ella la encargada de
poner orden en la casa.
Los apóstoles saben que, si «le dan cuerda» al Maestro, la cosa puede
prolongarse indefinidamente, sin llegar jamás a una conclusión práctica.
El pueblo de Dios
Pero ahora el Señor desea que nazca una comunión de vida que se
exprese, ante todo, en una comunión de mesa.
Aquí debemos pedir al Señor que nos abra el corazón, porque hemos
llegado al verdadero centro del relato. En los anteriores encuentros
hemos reflexionado sobre el desierto, el silencio y la Palabra que en él
resuena; pero no habíamos llegado aún a la novedad del mensaje.
«No tenemos más que cinco panes y dos peces». Palabras que están
preñadas de significado. Y no se trata sólo de que sean números
misteriosos (cinco más dos hacen siete..., y ya los Padres reflexionaron
largo y tendido acerca de este número). Las palabras parecen aludir a
ese «poco» (que es poquísimo, pero que es algo) que consºtituye ese
nuestro «casi nada» que se nos pide seamos capaces de dar.
Los peces son los que Pedro ha pescado en una noche de penalidades y
de cansancio. El pan puede ser el dolor, la amargura, el corazón
contrito... Jesús asume toda nuestra humanidad para manifestar y
suscitar el Reino.
Y él insiste: «Tráeme lo que eres y tal como eres; tráeme lo que tienes,
por poco que sea, porque me sirve para la salvación de todo un pueblo».
l La segunda pregunta: ¿Le doy gracias al Señor por mis dones, por
mis pobres talentos, o me lamento por los que no poseo?
La oración rítmica
Ya hemos hablado de las condiciones necesarias para entrar en la
oración, tanto individual como comunitaria y litúrgica, tanto vocal como
mental. Sin esta preparación resulta un tanto difícil, incluso en la
celebración de la Misa, que se produzca un verdadero encuentro
personal con el Señor.
Tratemos, pues, de orar con lo más íntimo de nuestra alma, donde actúa
el Espíritu Santo, y con la mente, que reflexiona y se examina. Tratemos
de orar rítmicamente, a fin de que las palabras pasen de los labios a la
mente, y de ésta al corazón, involucrándonos totalmente a nosotros, y a
todos cuantos están junto a nosotros, en el deseo de que todas las cosas
cooperen a la mayor gloria de Dios, y que nuestros encuentros sean en
verdad un siempre nuevo y gozoso «tú a tú» con el Señor.
Introducción
Pero Jesús interviene: ¡No, esperad un poco! Aún hay tiempo; no tengáis
prisa por abandonar este lugar; sentaos, que aún falta lo más importante.
Jesús invita a la gente a un banquete que a los allí presentes les hace
rememorar las antiguas Escrituras y es como el símbolo del banquete
mesiánico, según las propias palabras del Señor: «Vendrán muchos de
Oriente y de Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y
Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Es esta mesa la que se
anticipa.
1. Jesús toma en sus manos los panes, como en la última cena tomará el
pan que hay en la mesa y lo declarará su propio cuerpo.
En nuestro pasaje, alza, pues, los ojos al cielo como lo hace siempre que
se dirige al Padre para invocarlo.
¿Quién es este Jesús que alza los ojos al cielo mientras sostiene el pan
en sus manos? Es el responsable de la Iglesia, del pueblo, ante la
imposible tarea de saciar el hambre de miles de personas con unos
pocos panes. El Señor no se desanima, sino que se fía de quien le ha
puesto en medio de aquella gente. Al contrario que Moisés y los
apóstoles, que rechazan la responsabilidad, él no se queja, sino que mira
al Padre y se abandona en sus manos.
Es una invitación a mantener, por encima de todo, los ojos abiertos a las
necesidades ineluctables y primarias de la gente: el pan, la vivienda, el
vestido...
La contemplación
Introducción
Debemos meditar las últimas palabras del pasaje que hemos escogido
para nuestros encuentros:
Los personajes que aquí aparecen son los discípulos y la multitud, que
en un determinado momento es llamada «todos», precisando un poco
más adelante que se trataba de cinco mil hombres, además de las
mujeres y los niños.
El don de Dios es una afirmación: hay una mesa, y esa mesa ¡es para
ti... y también para ti! Nadie, sea cual sea su condición o situación
humana, debe pensar que dicha mesa no es para él, que la comunidad
no es para él... Todos, sin distinción, estamos llamados.
Sin embargo, las palabras del evangelio que se refieren a los gestos
simples y cotidianos contienen siempre alguna revelación acerca de
nosotros mismos y de Dios.
«Hizo llover sobre ellos maná para comer, les dio el trigo de los cielos;
pan de ángeles comió el hombre, les dio alimento para que se
hartaran» (24-25).
«No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el
verdadero pan del cielo» (Jn 6,32).
Jesús invita, pues, a recordar el pan del desierto para hacer comprender
que el verdadero pan es don de Dios. Notemos, además, que, mientras
para referirse a Moisés emplea el verbo en pasado, para hablar del pan
dado por el Padre lo emplea en presente. El episodio de Moisés y el
milagro de Jesús son símbolo de lo que Dios hace por el hombre aquí y
ahora, y el pan es el propio Jesús:
Somos nosotros el pueblo que come ese pan, que se alimenta de Jesús,
que crece de un modo ordenado, estructurado, compacto. Somos
nosotros y aquí.
Es Dios quien da el pan del cielo, quien alimenta nuestra vida, quien nos
sostiene y nos da fuerzas. Somos nosotros aquellos «cinco mil hombres,
sin contar las mujeres y los niños», esta multitud, esta Diócesis tan
grande, a la que el Señor alimenta hoy de un modo ordenado, orgánico,
jerárquico.
Podríamos decir que el Concilio Vaticano II fue elaborado con los «doce
canastos de trozos sobrantes», porque expresó conceptos e intuiciones
bellísimas que aún no habían salido a la luz.
«No estéis con el alma en vilo buscando qué comer y qué beber...
Buscad el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Lc
12,29-31).
«Desde que era un adolescente hasta hoy, cuando creo haber alcanzado
la edad madura, he tenido una experiencia de la Eucaristía que, aunque
al principio no era demasiado frecuente, ya entonces no me parecía
banal. Después fue haciéndose cada vez más frecuente, hasta
convertirse en algo cotidiano, pero no por ello rutinario y sin relieve». Y
pasando entonces a describir el motivo por el que la Eucaristía ha de ser
recibida con gusto y con gozo, proseguía:
También para nosotros, la Eucaristía puede ser, y serlo cada día más,
esa riqueza infinita de dones, esa plenitud de vida.
Introducción
Esta noche se cruzan aquí dos caravanas que, durante algunos meses,
han recorrido distintos caminos.
El camino recorrido por los jóvenes, a través de cada una de las etapas,
ha pretendido comprender lo que significa seguir al Señor Jesús hasta la
claridad de aquello a lo que últimamente nos llama.
En todos los episodios, las personas que en ellos participan giran, por así
decirlo, en torno a la Pascua de Cristo. Veámoslo someramente.
Un cuadro pascual
- «Le ofrecieron allí una cena» (v. 2). Una alusión clarísima a la última
cena de Jesús, anticipada de algún modo por el misterioso gesto de
María.
- Esta mujer «ungió los pies de Jesús con una libra de perfume y los secó
con sus cabellos» (v. 3). Es el mismo gesto que hará el Señor en el
lavatorio de los pies relatado por el propio Juan.
Para ser más precisos: en todo ese trasfondo de cosas santas (la
Pascua, la Cruz y la Eucaristía), ¿dónde está la simbología de la Iglesia
que se hace comunión de los santos?
Existen hoy cristianos (tal vez nosotros mismos) que prestan atención a
la Iglesia, a los ritos, a las catedrales, a las tradiciones humanas, al
hecho de reunirse con fines sociales o de opinión... y que a lo mejor lo
hacen con sinceridad y con una cierta fe. Sin embargo, suelen quedarse
en un plano exterior que no excluye la presencia en él de chispazos y
corrientes internas de auténtica espiritualidad, pero que es bastante
incierto y confuso en sus motivaciones. Es ese mundo que,
genéricamente, suele llamarse «mundo de los cristianos», mundo
católico en el que no está claro si lo que se quiere definir, ante todo, es la
fuerza de la fe o el conjunto de las realidades (sociológicas, tradicionales,
culturales, de opinión...) que lo mantienen cohesionado.
Lo cual quiere decir que este «mundo de los cristianos» tiene su propia
función; Dios, en su inmensa misericordia, permite que allí donde aún no
se ha dado la total plenitud de fe se produzcan, sin embargo, buenos
resultados mediante el influjo de las causas exteriores, sociológicas,
tradicionales... Y las autoridades temen y se sienten incómodas con este
tipo de cristianismo, ¡cosa que no les ocurre con el grupo de Betania!
Se nos invita aquí a contemplar a ese pueblo mesiánico del que habla el
Concilio Vaticano II:
«Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, "que fue entregado
por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación"[Rom 4,25]...
Posee en suerte la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Su ley es el
mandamiento nuevo de amar como el propio Cristo nos amó. Finalmente,
su meta es el Reino de Dios, incoado por el propio Dios en la tierra y que
ha de ser consumado por El mismo al final de los siglos, cuando se
manifieste Cristo, nuestra vida» (Lumen Gentium, 9).
Esta comunión de los santos que nos describe el Concilio podemos verla
en la imagen de la muchedumbre de Jerusalén que aclama a Jesús, a
quien rodea como al Mesías, y para la que se han anticipado los últimos
tiempos en forma de exultación, de alegría, de gozo, de valor y falta de
miedo a las autoridades, de superación de todo obstáculo humano y de
capacidad de expresarse con entera libertad. Es éste el pueblo de Dios
que, a partir de la comunión con las cosas santas (y la realidad más
santa es Jesús), se convierte en comunión de personas santas y canta
abiertamente su júbilo y su fe.
Quisiera evocar en este punto una página de la vida del santo cardenal
Andrea Carlo Ferrari, que tanto trabajó y se esforzó por edificar un
pueblo de Dios tal como aquí lo hemos descrito.
Todo cuanto hemos dicho hasta ahora tiene un precio, sin el cual el
pueblo de Dios sería algo efímero, a semejanza de la multitud llegada a
Jerusalén.
Y con nosotros está siempre María, tanto en los inicios del pequeño
germen como en el momento de la fiesta del gran pueblo.