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(N. del A.: El siguiente texto está sacado de un testimonio aparecido en Quotidiano
Donna. Nosotros lo hemos trasladado a forma teatral respetando su contenido.)
El corazón, que me late con tanta fuerza contra las costillas, me impide razonar.
Estoy obsesionada por estos golpes bestiales en el vientre, y por el dolor de la
mano izquierda, que se está́ volviendo insoportable. ¿Por qué́ me la retuercen
tanto? Yo no intento ningún movimiento.
El que me sujeta por detrás tensa todos sus músculos. Los siento alrededor de mi
cuerpo. No ha aumentado la presión. Sólo ha tensado los músculos, como para
estar preparado a sujetarme más fuerte.
El que me sujeta por detrás se está́ excitando, siento como se restriega contra mí.
El que está entre mis piernas ahora me penetra. Me entran ganas de vomitar.
Tengo que permanecer tranquila, tranquila. «Muévete, puta, hazme gozar.» Yo me
concentro en las palabras de las canciones; mi corazón se está́ rompiendo, no
quiero salir de la confusión en que me encuentro. No quiero comprender, no
entiendo ninguna palabra, no conozco ningún idioma.
Otro cigarrillo. « ¡Muévete! Puta.» Soy de piedra.
Siento un gran dolor: la cuchilla que ha servido para cortar el jersey se desliza
varias veces por mi cara. No siento si me corta o no. «Muévete, puta. Tienes que
hacerme gozar.» La sangre me resbala de las mejillas a las orejas. Ahora es el
turno del tercero. Es horrible sentir cómo gozan dentro de ti semejantes bestias.
«Me estoy muriendo», logro decir, «estoy enferma del corazón». Me creen, no me
creen, discuten. «Que se baje — no — sí», una bofetada entre ellos. Me aplastan
un cigarrillo en el cuello, aquí́, hasta que se
apaga. Ahí́ creo que por fin me desmayé.
Siento que se mueven. El que me sujetaba por la espalda me viste con
movimientos precisos, sin torpezas. Es él quien me viste, yo valgo para poco. Es
el único que no se ha desvestido, es decir, que no se ha abierto los pantalones.
Está nervioso y descontento por no haber «jodido»; se queja como un niño
despechado, siento sus prisas, su miedo. No sabe cómo arreglárselas con el
jersey cortado, y me mete los dos jirones por los pantalones.
La carrera por la ciudad se detiene justo el tiempo de que yo baje.
Me encuentro en la calle, sujeto con la mano derecha la chaqueta cerrada sobre
mis pechos desnudos. Está casi oscuro, ¿dónde estoy? Plantas, verde, prado.
Estoy en el parque.
Me apoyo a una planta, me siento mal, creo que voy a desmayarme, no sólo
por el dolor físico, en el cuerpo, sino por el asco, la humillación, por los mil
escupitajos que he recibido en el cerebro, por el esperma que siento salir y
resbalar.
Me dejo caer al suelo. Apoyo la cabeza en el árbol, y me doy cuenta de que hasta
el pelo me hace daño. Sí, es verdad, me sujetaban la cabeza, tirándome del pelo.
¿Qué hago? Me miro las manos que me he pasado por la cara, están manchadas
de sangre. Me levanto, camino al azar. El cuello de la chaqueta levantado deja
fuera sólo mis ojos.
Camino, doy vueltas...
Sin darme cuenta me encuentro ante una comisaria.
Apoyada en la pared de la casa de enfrente me la quedo mirando un buen rato.
Pienso en lo que me espera si entro.
Veo sus caras.
Me lo pienso una y otra vez. Luego me decido.
Vuelvo a casa.
Los denunciaré mañana.