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“LEVENE JULIO C/ RAINLY S.R.L.

S/ORDINARIO” (Expediente
nº 31.833/97) 13/12/12.

Disidencia de la Dra. Villanueva:

Comparto, en lo sustancial, la solución propiciada por mi


distinguido colega preopinante en lo que respecta al tratamiento
de los aspectos fácticos de la cuestión sometida a juzgamiento.

Disiento, en cambio, con los argumentos utilizados en su


ponencia para descartar la aplicación al caso de la ley 24.240.

A mi juicio, dicha ley sí es aplicable al sub examine, lo cual


conlleva a la conclusión de que la codemandada Lindsay
International Sales Corporation debe considerarse
solidariamente obligada a pagar la condena pronunciada en
este expediente en su calidad de fabricante del equipo de riego
que fuera vendido al demandante (art. 40 de la ley citada).

Paso a explicar las razones que fundan mi antedicha


conclusión.

En lo que aquí interesa, del art. 1 de la Ley 24.240 resulta


que “…la presente ley tiene por objeto la defensa del
consumidor o usuario, entendiéndose por tal a toda persona
física o jurídica que adquiera o utiliza bienes o servicios… como
destinatario final en beneficio propio o de su grupo familiar o
social…” (el subrayado no está en el texto).

Ello ha llevado a esta Sala a considerar que, a los efectos


de determinar si una relación debe o no ser calificada como de
consumo, la calidad de las partes es en principio irrelevante,
dado que, como se desprende de la citada norma, lo que a estos
efectos interesa, es determinar cuál ha sido el destino final
recibido por el bien adquirido (conf. esta Sala, "Toyota Cía.
Financiera de Argentina S.A. c/ Labonatur S.R.L. y otro
s/ejecutivo", del 5.6.12; “Fábrica Austral de Productos
Eléctricos S.A. c/ Márquez S.A. y otro s/ ejecutivo” del 8.03.12).

La Sala juzgó aplicable ese criterio a un supuesto


virtualmente idéntico al de la especie, oportunidad en la que
subsumió dentro de la referida ley al negocio que había
realizado un agricultor -al que calificó como persona física no
comerciante- a fin de adquirir “…elementos destinados a
bonificar su propio capital de trabajo…” (esta Sala, “Fideicomiso
de recuperación crediticia Ley 12.726 c/ Pérez Adalberto s/
ejecutivo” del 5 de julio de 2012).

De esos precedentes y de los demás que cito más abajo se


desprende que, para determinar cuál es la hipótesis fáctica
protegida por el ordenamiento consumerista, la ley ha acudido a
la idea de “consumo final”, que es un típico parámetro objetivo
que ha importado desechar las connotaciones subjetivas
susceptibles de concurrir a delinear la figura de quien debe ser
tenido por “consumidor” (Santarelli Fulvio Germán, Hacia el fin
de un concepto único de consumidor, L.L. 2009-E, 1055).

De tal modo, y si bien los criterios que habían informado


esta última noción se habían distinguido en subjetivos u
objetivos -según que atendieran a las características del sujeto,
o a los datos de las operaciones económicas involucradas-,
fueron los elementos objetivos los que terminaron
prevaleciendo, como ocurrió también hace más de un siglo con
los criterios para la calificación del acto de comercio (autor y
obra recién citados).

Si, entonces, la noción central es la de “consumo final” de


los bienes o servicios a ser adquiridos, parece obvio que la clave
discurre por delinear este último concepto.

En lo puntualmente debatido en la especie, parece claro


que el hecho de que el adquirente de un bien lo destine a su
gestión empresaria no importa automáticamente que la
operación respectiva deba ser excluida del ámbito de la ley.

La validez de tal conclusión se extrae a la luz del


razonamiento que se habilita a partir del hecho de que la ley
haya incluido como consumidores posibles a las personas
jurídicas.

En efecto: el art. 1 no establece ninguna restricción en


cuanto a cuáles son las personas de esa índole susceptibles de
ser consideradas “consumidoras”.

En tal marco, y siguiendo al efecto el tradicional criterio


hermenéutico según la cual no corresponde que el intérprete
introduzca distinciones allí donde no las ha establecido el
legislador, forzoso es concluir que todas esas personas deben
considerarse comprendidas, incluyendo, por supuesto, a las
sociedades comerciales.

Si esta interpretación fuera correcta como entiendo, no


podría sino concluirse que el legislador ha implícitamente
admitido la categoría del “consumidor empresario” y, con ella,
también la posibilidad de que haya acto de consumo en la
adquisición de un bien a ser destinado a la gestión empresarial.

Y esto, por algo obvio: si las sociedades comerciales


pueden ser consumidoras, y si ellas no pueden ex lege –so pena
de inimputabilidad- actuar fuera de su objeto social (art. 58 LS)
que es esencialmente empresarial (art. 1 misma ley), forzoso es
concluir que no existe la posibilidad jurídica de que una
sociedad de ese tipo realice un acto de consumo –habilitado en
los términos del citado art. 1 de la LDC- sin actuar, a la vez,
dentro del ámbito descripto por la actividad empresarial
inherente a su objeto social.

¿Cuál es, entonces, el criterio para detectar en esas


sociedades la realización de un acto de consumo?

El ya dicho: su actuación siempre será empresarial, dado


que por ley no pueden tener otro objeto; pero quedarán
comprendidas dentro de la ley 24.240 cuando procuren la
adquisición de bienes o servicios para su “consumo final”.

Y ello sucederá en todo aquel supuesto en el que no haya


reventa de lo adquirido, supuesto en el cual el adquirente
aparece –desde esta óptica- siendo destinatario final del bien al
no ponerlo nuevamente dentro del circuito de comercialización
que le es propio (Grossi Jorge, “Derecho del consumidor: ámbito
de aplicación, documento de venta y garantía legal a la luz de la
reforma de la ley 26.361, en “La reforma del régimen de defensa
del consumidor por la ley 26.261”, obra coordinada por Ariel
Ariza).

No importa, en este último caso, si el bien se aplica o no a


bonificar –del modo que fuere- la actividad empresarial: esto no
obsta a que el acto quede comprendido dentro del estatuto
consumerista, desde que, a estos efectos, el único dato
relevante es que el bien no vuelva –él, en sí mismo- a la aludida
cadena de comercialización de la que salió al ser adquirido.

No es necesario que el bien se aplique a una actividad que


sea ajena a la actividad profesional de la empresa: esto no es,
como dije, siquiera jurídicamente posible so pena de
inimputabilidad por exceder el objeto social en los términos del
citado art. 58.

El bien, por ende, puede ser afectado a un proceso de


elaboración de bienes o de prestación de servicios sin que, por
ello, deba excluirse la aplicación de la LDC a la operación
respectiva.

Lo que importa es que el sujeto adquiera los bienes o


servicios, no para renegociarlos, sino para quedarse con ellos
(Farina Juan M., Defensa del consumidor y del usuario, pág.
48, Ed. Astrea, año 2004).

En tal caso, la sociedad –o cualquier otro sujeto del


mercado- será considerado consumidor.

Y lo contrario sucederá si la adquisición de esos bienes


tiene por fin lucrar con su enajenación, bien sea en el mismo
estado que fueron adquiridos o después de darle otra forma de
mayor o menor valor (arg. art. 8 inc 1 del código de comercio).
Esto, por razones no menos obvias: esa adquisición en
tales casos tiene por finalidad intermediar en el mercado, esto
es, reinsertar esos bienes –en su misma especie, o tras haberlos
transformado- en la cadena de comercialización que les sea
inherente, lo cual descarta que quepa predicar en el original
adquirente su condición de destinatario final.

Infiérese de ello que tanto el consumo final como la noción


de actuar en beneficio propio tienen al mercado como punto de
referencia: el adquirente será considerado destinatario final de
los bienes o servicios si éstos no son susceptibles de ser
reintroducidos en tal mercado (Farina, op. cit. pág. 49).

Tal concepción de las cosas ha permitido sostener que la


ley 24.240 es aplicable respecto de una sociedad anónima que
adquirió a título oneroso un automotor para satisfacer las
necesidades de la empresa comercial, pues reviste el carácter de
consumidora o destinataria final de tal bien (CNCom., Sala A,
“Artemis Construcciones SA c/ Dyon SA y otro s/ ordinario”, del
21.11.2000, L.L. 2001-B, 839; CCivCom y Familia y Trabajo Río
Tercero, “Maldonado Jorge c/ Abeledo Perrot”; Farina Juan,
Defensa del Consumidor y del Usuario, tercera edición, Astrea,
Bs. As., 2004, p. 55).

Tal interpretación fue, no obstante, objeto de serias


divergencias con anterioridad a la entrada en vigencia de la ley
26.361.

Esas divergencias se fundaban en el hecho principal de


que el art. 2 de la versión original de la ley 24.240 establecía
que no tenían el carácter de consumidores o usuarios quienes
adquirieran bienes o servicios para integrarlos en procesos de
producción, transformación, comercialización o prestación a
terceros.

Ese párrafo fue eliminado por la ley 26.361, según


modificación que no puede exhibir con mayor nitidez la
intención legislativa de terciar en la discusión y dirimir las
dudas.

Que esa fue la intención legislativa surge, además, del


hecho de que en los antecedentes parlamentarios de esa ley
expresamente se consideró viable la incorporación de las PIMES
como consumidoras dignas de protección.

Eliminado ese párrafo, entonces, claro resulta hoy que


quien adquiere un bien para aplicarlo a su gestión empresarial
–no para revenderlo en los términos más arriba expuestos- se
halla amparado por la ley de defensa del consumidor.

Desde tal enfoque autorizada doctrina sostiene hoy que tal


modificación nos ha puesto “…frente a un panorama en el cual
en una importante cantidad de situaciones las empresas que
actuaban como adquirentes pasarán a calificar como
consumidoras, lo que, por cierto, venía insinuándose en
algunas sentencias judiciales de los últimos tiempos” (Jorge
Mosset Iturraspe - Javier H. Wajntraub , Ley de defensa del
consumidor. Ley 24240, pág. 42, Rubinzal-Culzoni Editores, ed.
2008).

En el mismo sentido, esta Cámara ha sostenido que, al


suprimir la citada exigencia que contenía el antiguo art. 2 de la
ley 24.240 -concerniente a la exclusión de la noción de
consumidor de quienes consumían bienes o servicios para
integrarlos a procesos productivos-, la ley 26.361 modificó el
concepto de consumidor de manera tal que quien adquiera esos
bienes o servicios en su carácter de comerciante o empresario
quedará igualmente protegido por la citada ley siempre que el
bien o servicio no sea incorporado de manera directa en la
cadena de producción (CNCom., Sala D, “Consumidores
Financieros Asociación Civil para su Defensa c/ Banco Meridian
S.A.” del 5.5.10, DJ 12.01.11,65; íd. Sala F, “Banco Itaú
Argentina S.A. c/ Barrera Héctor Hugo” del 23.10.10).

De tal modo, y si esa supresión implicó aclarar que la ley


no excluye de su ámbito a quienes adquieren bienes para
integrarlos en procesos de producción, forzoso es concluir que
no es posible fundar en tal elemento una exclusión que ha sido
legalmente desechada.

El sujeto activo de la relación de consumo previsto en el


art. 42 de la Constitución Nacional ha quedado así
definitivamente definido, ampliado tanto en el elemento
personal como en el elemento material, como se infiere del
hecho de que el nuevo ordenamiento mantiene el criterio de
considerar como consumidores tanto a las personas físicas o
jurídicas, públicas o privadas, con fines de lucro o sin él, “…
contradiciendo felizmente el predominante en el derecho
europeo, circunscripto en líneas generales a la protección
exclusiva de las personas físicas…” (Tinti Guillermo y Calderón
Maximiliano R., Derecho del consumidor, pág. 26, 3ra. Edición,
Alberoni, 2009).

Dado el basamento constitucional de los derechos


involucrados (art. 42 de la CN) es imperioso que la regulación
abarque a todas las situaciones que exhiben la existencia de un
poder asimétrico o minusvalía social o económica en sus actores,
por lo cual son inadmisibles las distinciones que dejen sin
protección a ciertas personas o grupos sociales sobre la base de
fundamentos ficticios.

Eso es lo que ocurre con la fragmentación de la noción de


consumidor sobre esa base, dado que la pretensión de que el
“empresario” debe quedar fuera de la protección legal porque él
es alguien experto, conocedor profesional de los bienes que
aplica a su gestión y dotado de una experticia que torna
injustificado otorgarle un amparo adicional al que ya le otorgan
las normas del derecho común, son declamaciones que, en la
enorme mayoría de los casos, no se corresponden con la
realidad de los hechos.

Nótese que el universo de sujetos –sean o no personas


jurídicas- susceptibles de ser abarcados bajo la aludida noción
de “empresario” es de tal variedad y magnitud que no sólo
incluye en su seno a la “macro” empresa, sino también a los
miles y miles de titulares de pequeños emprendimientos, que
son tan vulnerables como el consumidor doméstico o tal vez
más, desde que lo que suelen tener en juego son sus
herramientas de trabajo.

El enfoque que critico deja sin esa protección


constitucional al panadero que compró el horno para elaborar el
pan, al kiosquero que compró la fotocopiadora para procurarse
un ingreso adicional, al músico que hizo lo propio con el equipo
necesario para su arte, al pintor que adquirió los enseres para
su tarea y a tantos y tantos otros.

Todos aplican esos bienes a procesos productivos.

Y todos buscan también, mediante esas tareas, lograr


beneficios; beneficios que, en rigor, representan los ingresos
necesarios para su vida y la de su grupo familiar, siendo
trabajadores independientes, pero no por eso menos
vulnerables ni débiles que el “consumidor” en su acepción
original.

En todos, también -y en tantos otros casos que no


necesariamente exhiben ese grado extremo de minusvalía
económica que es posible-, se verifica el fundamento que dio
origen a la necesidad de elaborar toda una disciplina en torno al
derecho de consumo.

Y si ese fundamento está, debe estar también la referida


protección constitucional.

Ello, con mayor razón, si se atiende a que lo que se afirma


para sostener lo contrario –esto es, que esos actores tienen
aquella experticia que torna a ese régimen innecesario- es
inexacto en la mayoría de los casos, desde ellos sólo tienen esa
experiencia en lo que concierne a su actividad específica, sin
trasvasar a sectores o rubros en los que, en cambio, cabe
presumir lo contrario.

Es decir: el empresario conoce cómo realizar su actividad,


pero ello no lo convierte en especialista de todos los rubros de
los que debe valerse para poder llevarla a cabo.
Así, quien explota un restaurant, no se convierte por ello
experto en heladeras, pese a que necesariamente debe contar
con ellas para llevar a cabo su actividad. Es decir: tales
heladeras quedan afectadas al “proceso de producción”
respectivo y con la consecuencia de que, de atribuirse a tal
afectación los efectos que critico, deberían –las operaciones
concernientes a esos elementos integrantes de la hacienda
empresarial- quedar fuera de la referida protección legal.

Por lo demás, no deja de resultar paradójico en estos


tiempos que se acuda a la noción de “empresa” como elemento
para pretender que no existe necesidad de proteger al
empresario.

Y ello pues, como es notorio –y puede ser verificado a lo


largo de los extensos repertorios judiciales- en los contratos
entre empresas también se produce el abuso.

No es posible fundar un criterio opuesto sobre la base de


ponderar elementos tales como la profesionalidad, la índole
mercantil, y los demás datos de esos sujetos, no sólo por lo ya
dicho, sino también porque entre las empresas existe una
diferencia en el poder de negociación que muchas veces es de
enorme importancia y resulta decisiva a la hora de contratar
(Ghersi Carlos y Weingarten Delia, Consumidores y usuarios,
pág. 40, La Ley, Bs. As., 2001, T I).|

De todo lo expuesto deduzco que, suprimido el párrafo más


arriba referido, no hay en toda la ley 24.240 –según su texto
actual- elemento alguno que permita desconocer al actor el
carácter de consumidor.

Es más: aun cuando se supusiera que, por ser agricultor,


el demandante hubiera debido conocer que el sistema de riego
que adquirió podía presentar las fallas que presentó en su
instalación –lo cual no aparece respaldado por dato alguno-, lo
cierto es que tampoco esto podría ser invocado para restarle
aquel derecho.

El parámetro a estos efectos es, como dije, objetivo, al


punto de que no es necesario demostrar ninguna asimetría
entre los sujetos vinculados, pues la ley no lo exige.

Y no sólo no lo exige, sino que desestima el conocimiento


que el consumidor pueda tener como elemento susceptible de
alterar las soluciones en ella previstas, lo cual se comprueba a
la luz del hecho de que su art. 18 inc. b expresamente dispone
que el art. 2170 del código civil –norma que desecha la
responsabilidad del enajenante por vicios redhibitorios cuando
el adquirente conocía o debía conocer tales vicios por razón de
su profesión u oficio- no es oponible al consumidor.
De esto se deriva que la ley no permite distingos de ese
tipo (Farina, opr. cit., pág. 52/3) de modo que, cualquiera sea la
profesión del adquirente, él se hallará cubierto si la operación
que realiza es susceptible de ser calificada como relación de
consumo.

La ley sólo exige, se reitera, que el bien adquirido tenga al


adquirente por destinatario final y que él lo adquiera para su
beneficio personal (o de su grupo familiar o social).

Ese concepto –el de beneficio personal- es amplio, y no


puede ser equiparado a uso doméstico o similar.

Esa es, por lo demás, la corriente imperante en los países


integrantes del Mercosur; corriente que, precisamente, llevó a
nuestro legislador a introducir la reforma más arriba aludida a
fin de coordinar nuestras normas con las que rigen en los
vecinos países.

Ello, de modo tal que la categoría conceptual de


consumidor se estructura de manera unitaria, lo cual debe
mantenerse a fin de evitar fragmentaciones susceptibles de
menguar los niveles de tutela so pretexto de alegadas
especificidades propias de la concreta operación económica
involucrada en la relación de consumo (Frustagli, Sandra y
Hernández Calos, El concepto de consumidor. Proyecciones
actuales en el derecho argentino; L.L. 2001-992).

Ese mismo orden de ideas ha sido destacado por la Sala F


de esta Cámara, que ha considerado que la condición de orden
público de los derechos de consumidores y usuarios obedece a
la necesidad de fijar directrices para el mercado desde una
perspectiva realista, lo que impone una interpretación amplia,
extensiva y sistemática del dispositivo legal (Sala F, fallo más
arriba citado).

Es mi conclusión, por ende, las normas del estatuto


consumerista hasta aquí citadas deben ser aplicadas al caso.

De ello se deriva que, acreditado -como surge de lo


expresado en la ponencia que antecede- que el servicio prestado
al actor fue deficiente, y siendo que ese servicio -esto es, la
instalación y puesta en funcionamiento del sistema de riego de
marras- formaba parte de la prestación integral comprometida,
forzoso es concluir que, por aplicación del art. 40 del citado
ordenamiento –en cuanto pone sobre el fabricante el daño
sufrido por el consumidor a raíz de la deficiente prestación de
tal servicio-, dicho fabricante debe responder solidariamente
con su intermediario.
No obsta a lo expuesto que ellas hayan entrado en vigencia
con posterioridad a los hechos debatidos en autos, toda vez que,
a efectos de establecer cuál es el dies a quo de la vigencia de los
derechos del consumidor es necesario remontarse a la entrada
en vigor de la reforma introducida en el año 1994 al art. 42 de
la Constitución Nacional , cuyo texto actual reza: "Los
consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho,
en la relación de consumo, a la protección de su salud,
seguridad e intereses económicos; a una información adecuada
y veraz; a la libertad de elección y a condiciones de trato
equitativo y digno...".

Que esto –es decir, que esa vigencia se remonta a ese


entonces- es así, no parece dudoso, desde que la declaración de
derechos contenida en la mencionada norma constitucional no
es meramente declamatoria, sino continente de un mandato
supralegal de inmediato cumplimiento.

Esa ha sido la inteligencia que nuestra Corte Suprema ha


otorgado desde antaño a las normas de tal naturaleza, como se
infiere de que, ya al resolver el famoso caso “Siri”, dicho
Tribunal interpretó que las declaraciones, derechos y garantías
constitucionales no son simples fórmulas teóricas: cada uno de
los artículos y cláusulas que las contienen poseen fuerza
obligatoria para los individuos, para las autoridades y para toda
la Nación , por lo que los jueces deben aplicarlas en la plenitud
de su sentido, sin alterar o debilitar con vagas interpretaciones
o ambigüedades la expresa significación de su texto (Fallos
239:459).

Desde tal perspectiva, parece claro que las normas de la


ley de defensa del consumidor resultan claramente aplicables al
caso, desde que lo contrario importaría tanto como soslayar
que, en definitiva, esa ley no ha sido sino la instrumentación de
ese estatuto protectorio que la misma Constitución Nacional
garantizó al consumidor en forma operativa e inmediata.

Que esas normas constitucionales sean operativas, no


impide que sean susceptibles de reglamentación (Bidart
Campos, "Tratado elemental de derecho constitucional
argentino", T. I, pág. 110, edit. Ediar, 1994).

Y esto que fue precisamente lo que hizo el legislador


mediante la ley 24.240 y sus posteriores modificaciones;
reglamentación que, por ser tal, no debe entenderse sino
limitada a instrumentar los mecanismos destinados a regular el
ejercicio de los derechos allí consagrados, sin alterar el espíritu
de la norma reglamentada, aunque afianzando su vigencia
práctica (Fallos 308:2268; 324:363; 308:1631; entre otros; esta
Sala “Cooperativa de Crédito Cons y Viv. Nuevo Siglo Ltda. c/
Yufimchuk María del Carmen s/ ejecutivo” del 26 de junio de
2012).
Esto explica la razón por la cual la aplicación de esta ley
no puede ser descartada con sustento en que su sanción fue
posterior al nacimiento de la relación jurídica que motiva el
pleito.

Así ha sido entendido por Ricardo Luis Lorenzetti con


sustento en que "... la fuente constitucional confiere al derecho
de los consumidores carácter ius fundamental, lo que significa
que el sistema de solución de conflictos normativos no está
guiado por las reglas de las antinomias legales tradicionales.
Por ello, no es lícito fundar la prevalencia de una ley en la
circunstancia de que sea anterior o especial" (sic, Lorenzetti
Ricardo Luís, Consumidores, Segunda edición actualizada, año
2009, pág. 49, edit. Rubinzal - Culzoni).

Por el contrario, "...se aplican las reglas que guían la


solución de colisiones ius fundamentales: el derecho de los
consumidores es un microsistema legal de protección que gira
dentro del sistema de derecho privado con base en el derecho
constitucional. Por lo tanto, las soluciones deben buscarse, en
primer lugar, dentro del propio sistema, ya que lo propio de un
microsistema es su carácter autónomo y aun derogatorio de
normas generales..." (Ricardo Luís Lorenzetti, pág. 50, op.cit).

En tal marco, y dada la antedicha naturaleza


constitucional de la ley de referencia, forzoso es concluir que
todo eventual conflicto normativo que tenga a dicha ley entre
sus alternativas de aplicación posible, debe ser resuelta a la luz
de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional, por lo
que esa ley debe ser preferida por sobre toda otra disposición
que se le oponga.

Dado el modo en que, según mi ver, debe ser resuelto el


asunto desde la perspectiva analizada, resulta abstracto
expedirse acerca de cuál fue la naturaleza del contrato que
vinculó a las demandadas y sus eventuales efectos en la
cuestión de marras.

Por lo expuesto, propongo al acuerdo resolver la causa en


los mismos términos expresados por el Dr. Machín, salvo en lo
que respecta al punto aquí tratado, revocando en este aspecto la
sentencia apelada y, en consecuencia, extendiendo
solidariamente la condena a ambas codemandadas, con costas
a cargo de éstas en ambas instancias.

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