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La jueza disiente con los argumentos utilizados por su colega para descartar la aplicación de la ley 24.240 en este caso. A su juicio, dicha ley sí es aplicable ya que el demandante adquirió el equipo de riego para su uso final en su actividad agrícola y no para revenderlo, por lo que debe considerarse un consumidor protegido por la ley. Esto implica que la codemandada, como fabricante del equipo, es solidariamente responsable por el pago de la condena de acuerdo al artículo 40 de dicha
Descripción original:
derecho mc
Título original
LeveneDefensa del consumidor. Noción actual de consumidor
La jueza disiente con los argumentos utilizados por su colega para descartar la aplicación de la ley 24.240 en este caso. A su juicio, dicha ley sí es aplicable ya que el demandante adquirió el equipo de riego para su uso final en su actividad agrícola y no para revenderlo, por lo que debe considerarse un consumidor protegido por la ley. Esto implica que la codemandada, como fabricante del equipo, es solidariamente responsable por el pago de la condena de acuerdo al artículo 40 de dicha
La jueza disiente con los argumentos utilizados por su colega para descartar la aplicación de la ley 24.240 en este caso. A su juicio, dicha ley sí es aplicable ya que el demandante adquirió el equipo de riego para su uso final en su actividad agrícola y no para revenderlo, por lo que debe considerarse un consumidor protegido por la ley. Esto implica que la codemandada, como fabricante del equipo, es solidariamente responsable por el pago de la condena de acuerdo al artículo 40 de dicha
Comparto, en lo sustancial, la solución propiciada por mi
distinguido colega preopinante en lo que respecta al tratamiento de los aspectos fácticos de la cuestión sometida a juzgamiento.
Disiento, en cambio, con los argumentos utilizados en su
ponencia para descartar la aplicación al caso de la ley 24.240.
A mi juicio, dicha ley sí es aplicable al sub examine, lo cual
conlleva a la conclusión de que la codemandada Lindsay International Sales Corporation debe considerarse solidariamente obligada a pagar la condena pronunciada en este expediente en su calidad de fabricante del equipo de riego que fuera vendido al demandante (art. 40 de la ley citada).
Paso a explicar las razones que fundan mi antedicha
conclusión.
En lo que aquí interesa, del art. 1 de la Ley 24.240 resulta
que “…la presente ley tiene por objeto la defensa del consumidor o usuario, entendiéndose por tal a toda persona física o jurídica que adquiera o utiliza bienes o servicios… como destinatario final en beneficio propio o de su grupo familiar o social…” (el subrayado no está en el texto).
Ello ha llevado a esta Sala a considerar que, a los efectos
de determinar si una relación debe o no ser calificada como de consumo, la calidad de las partes es en principio irrelevante, dado que, como se desprende de la citada norma, lo que a estos efectos interesa, es determinar cuál ha sido el destino final recibido por el bien adquirido (conf. esta Sala, "Toyota Cía. Financiera de Argentina S.A. c/ Labonatur S.R.L. y otro s/ejecutivo", del 5.6.12; “Fábrica Austral de Productos Eléctricos S.A. c/ Márquez S.A. y otro s/ ejecutivo” del 8.03.12).
La Sala juzgó aplicable ese criterio a un supuesto
virtualmente idéntico al de la especie, oportunidad en la que subsumió dentro de la referida ley al negocio que había realizado un agricultor -al que calificó como persona física no comerciante- a fin de adquirir “…elementos destinados a bonificar su propio capital de trabajo…” (esta Sala, “Fideicomiso de recuperación crediticia Ley 12.726 c/ Pérez Adalberto s/ ejecutivo” del 5 de julio de 2012).
De esos precedentes y de los demás que cito más abajo se
desprende que, para determinar cuál es la hipótesis fáctica protegida por el ordenamiento consumerista, la ley ha acudido a la idea de “consumo final”, que es un típico parámetro objetivo que ha importado desechar las connotaciones subjetivas susceptibles de concurrir a delinear la figura de quien debe ser tenido por “consumidor” (Santarelli Fulvio Germán, Hacia el fin de un concepto único de consumidor, L.L. 2009-E, 1055).
De tal modo, y si bien los criterios que habían informado
esta última noción se habían distinguido en subjetivos u objetivos -según que atendieran a las características del sujeto, o a los datos de las operaciones económicas involucradas-, fueron los elementos objetivos los que terminaron prevaleciendo, como ocurrió también hace más de un siglo con los criterios para la calificación del acto de comercio (autor y obra recién citados).
Si, entonces, la noción central es la de “consumo final” de
los bienes o servicios a ser adquiridos, parece obvio que la clave discurre por delinear este último concepto.
En lo puntualmente debatido en la especie, parece claro
que el hecho de que el adquirente de un bien lo destine a su gestión empresaria no importa automáticamente que la operación respectiva deba ser excluida del ámbito de la ley.
La validez de tal conclusión se extrae a la luz del
razonamiento que se habilita a partir del hecho de que la ley haya incluido como consumidores posibles a las personas jurídicas.
En efecto: el art. 1 no establece ninguna restricción en
cuanto a cuáles son las personas de esa índole susceptibles de ser consideradas “consumidoras”.
En tal marco, y siguiendo al efecto el tradicional criterio
hermenéutico según la cual no corresponde que el intérprete introduzca distinciones allí donde no las ha establecido el legislador, forzoso es concluir que todas esas personas deben considerarse comprendidas, incluyendo, por supuesto, a las sociedades comerciales.
Si esta interpretación fuera correcta como entiendo, no
podría sino concluirse que el legislador ha implícitamente admitido la categoría del “consumidor empresario” y, con ella, también la posibilidad de que haya acto de consumo en la adquisición de un bien a ser destinado a la gestión empresarial.
Y esto, por algo obvio: si las sociedades comerciales
pueden ser consumidoras, y si ellas no pueden ex lege –so pena de inimputabilidad- actuar fuera de su objeto social (art. 58 LS) que es esencialmente empresarial (art. 1 misma ley), forzoso es concluir que no existe la posibilidad jurídica de que una sociedad de ese tipo realice un acto de consumo –habilitado en los términos del citado art. 1 de la LDC- sin actuar, a la vez, dentro del ámbito descripto por la actividad empresarial inherente a su objeto social.
¿Cuál es, entonces, el criterio para detectar en esas
sociedades la realización de un acto de consumo?
El ya dicho: su actuación siempre será empresarial, dado
que por ley no pueden tener otro objeto; pero quedarán comprendidas dentro de la ley 24.240 cuando procuren la adquisición de bienes o servicios para su “consumo final”.
Y ello sucederá en todo aquel supuesto en el que no haya
reventa de lo adquirido, supuesto en el cual el adquirente aparece –desde esta óptica- siendo destinatario final del bien al no ponerlo nuevamente dentro del circuito de comercialización que le es propio (Grossi Jorge, “Derecho del consumidor: ámbito de aplicación, documento de venta y garantía legal a la luz de la reforma de la ley 26.361, en “La reforma del régimen de defensa del consumidor por la ley 26.261”, obra coordinada por Ariel Ariza).
No importa, en este último caso, si el bien se aplica o no a
bonificar –del modo que fuere- la actividad empresarial: esto no obsta a que el acto quede comprendido dentro del estatuto consumerista, desde que, a estos efectos, el único dato relevante es que el bien no vuelva –él, en sí mismo- a la aludida cadena de comercialización de la que salió al ser adquirido.
No es necesario que el bien se aplique a una actividad que
sea ajena a la actividad profesional de la empresa: esto no es, como dije, siquiera jurídicamente posible so pena de inimputabilidad por exceder el objeto social en los términos del citado art. 58.
El bien, por ende, puede ser afectado a un proceso de
elaboración de bienes o de prestación de servicios sin que, por ello, deba excluirse la aplicación de la LDC a la operación respectiva.
Lo que importa es que el sujeto adquiera los bienes o
servicios, no para renegociarlos, sino para quedarse con ellos (Farina Juan M., Defensa del consumidor y del usuario, pág. 48, Ed. Astrea, año 2004).
En tal caso, la sociedad –o cualquier otro sujeto del
mercado- será considerado consumidor.
Y lo contrario sucederá si la adquisición de esos bienes
tiene por fin lucrar con su enajenación, bien sea en el mismo estado que fueron adquiridos o después de darle otra forma de mayor o menor valor (arg. art. 8 inc 1 del código de comercio). Esto, por razones no menos obvias: esa adquisición en tales casos tiene por finalidad intermediar en el mercado, esto es, reinsertar esos bienes –en su misma especie, o tras haberlos transformado- en la cadena de comercialización que les sea inherente, lo cual descarta que quepa predicar en el original adquirente su condición de destinatario final.
Infiérese de ello que tanto el consumo final como la noción
de actuar en beneficio propio tienen al mercado como punto de referencia: el adquirente será considerado destinatario final de los bienes o servicios si éstos no son susceptibles de ser reintroducidos en tal mercado (Farina, op. cit. pág. 49).
Tal concepción de las cosas ha permitido sostener que la
ley 24.240 es aplicable respecto de una sociedad anónima que adquirió a título oneroso un automotor para satisfacer las necesidades de la empresa comercial, pues reviste el carácter de consumidora o destinataria final de tal bien (CNCom., Sala A, “Artemis Construcciones SA c/ Dyon SA y otro s/ ordinario”, del 21.11.2000, L.L. 2001-B, 839; CCivCom y Familia y Trabajo Río Tercero, “Maldonado Jorge c/ Abeledo Perrot”; Farina Juan, Defensa del Consumidor y del Usuario, tercera edición, Astrea, Bs. As., 2004, p. 55).
Tal interpretación fue, no obstante, objeto de serias
divergencias con anterioridad a la entrada en vigencia de la ley 26.361.
Esas divergencias se fundaban en el hecho principal de
que el art. 2 de la versión original de la ley 24.240 establecía que no tenían el carácter de consumidores o usuarios quienes adquirieran bienes o servicios para integrarlos en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros.
Ese párrafo fue eliminado por la ley 26.361, según
modificación que no puede exhibir con mayor nitidez la intención legislativa de terciar en la discusión y dirimir las dudas.
Que esa fue la intención legislativa surge, además, del
hecho de que en los antecedentes parlamentarios de esa ley expresamente se consideró viable la incorporación de las PIMES como consumidoras dignas de protección.
Eliminado ese párrafo, entonces, claro resulta hoy que
quien adquiere un bien para aplicarlo a su gestión empresarial –no para revenderlo en los términos más arriba expuestos- se halla amparado por la ley de defensa del consumidor.
Desde tal enfoque autorizada doctrina sostiene hoy que tal
modificación nos ha puesto “…frente a un panorama en el cual en una importante cantidad de situaciones las empresas que actuaban como adquirentes pasarán a calificar como consumidoras, lo que, por cierto, venía insinuándose en algunas sentencias judiciales de los últimos tiempos” (Jorge Mosset Iturraspe - Javier H. Wajntraub , Ley de defensa del consumidor. Ley 24240, pág. 42, Rubinzal-Culzoni Editores, ed. 2008).
En el mismo sentido, esta Cámara ha sostenido que, al
suprimir la citada exigencia que contenía el antiguo art. 2 de la ley 24.240 -concerniente a la exclusión de la noción de consumidor de quienes consumían bienes o servicios para integrarlos a procesos productivos-, la ley 26.361 modificó el concepto de consumidor de manera tal que quien adquiera esos bienes o servicios en su carácter de comerciante o empresario quedará igualmente protegido por la citada ley siempre que el bien o servicio no sea incorporado de manera directa en la cadena de producción (CNCom., Sala D, “Consumidores Financieros Asociación Civil para su Defensa c/ Banco Meridian S.A.” del 5.5.10, DJ 12.01.11,65; íd. Sala F, “Banco Itaú Argentina S.A. c/ Barrera Héctor Hugo” del 23.10.10).
De tal modo, y si esa supresión implicó aclarar que la ley
no excluye de su ámbito a quienes adquieren bienes para integrarlos en procesos de producción, forzoso es concluir que no es posible fundar en tal elemento una exclusión que ha sido legalmente desechada.
El sujeto activo de la relación de consumo previsto en el
art. 42 de la Constitución Nacional ha quedado así definitivamente definido, ampliado tanto en el elemento personal como en el elemento material, como se infiere del hecho de que el nuevo ordenamiento mantiene el criterio de considerar como consumidores tanto a las personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, con fines de lucro o sin él, “… contradiciendo felizmente el predominante en el derecho europeo, circunscripto en líneas generales a la protección exclusiva de las personas físicas…” (Tinti Guillermo y Calderón Maximiliano R., Derecho del consumidor, pág. 26, 3ra. Edición, Alberoni, 2009).
Dado el basamento constitucional de los derechos
involucrados (art. 42 de la CN) es imperioso que la regulación abarque a todas las situaciones que exhiben la existencia de un poder asimétrico o minusvalía social o económica en sus actores, por lo cual son inadmisibles las distinciones que dejen sin protección a ciertas personas o grupos sociales sobre la base de fundamentos ficticios.
Eso es lo que ocurre con la fragmentación de la noción de
consumidor sobre esa base, dado que la pretensión de que el “empresario” debe quedar fuera de la protección legal porque él es alguien experto, conocedor profesional de los bienes que aplica a su gestión y dotado de una experticia que torna injustificado otorgarle un amparo adicional al que ya le otorgan las normas del derecho común, son declamaciones que, en la enorme mayoría de los casos, no se corresponden con la realidad de los hechos.
Nótese que el universo de sujetos –sean o no personas
jurídicas- susceptibles de ser abarcados bajo la aludida noción de “empresario” es de tal variedad y magnitud que no sólo incluye en su seno a la “macro” empresa, sino también a los miles y miles de titulares de pequeños emprendimientos, que son tan vulnerables como el consumidor doméstico o tal vez más, desde que lo que suelen tener en juego son sus herramientas de trabajo.
El enfoque que critico deja sin esa protección
constitucional al panadero que compró el horno para elaborar el pan, al kiosquero que compró la fotocopiadora para procurarse un ingreso adicional, al músico que hizo lo propio con el equipo necesario para su arte, al pintor que adquirió los enseres para su tarea y a tantos y tantos otros.
Todos aplican esos bienes a procesos productivos.
Y todos buscan también, mediante esas tareas, lograr
beneficios; beneficios que, en rigor, representan los ingresos necesarios para su vida y la de su grupo familiar, siendo trabajadores independientes, pero no por eso menos vulnerables ni débiles que el “consumidor” en su acepción original.
En todos, también -y en tantos otros casos que no
necesariamente exhiben ese grado extremo de minusvalía económica que es posible-, se verifica el fundamento que dio origen a la necesidad de elaborar toda una disciplina en torno al derecho de consumo.
Y si ese fundamento está, debe estar también la referida
protección constitucional.
Ello, con mayor razón, si se atiende a que lo que se afirma
para sostener lo contrario –esto es, que esos actores tienen aquella experticia que torna a ese régimen innecesario- es inexacto en la mayoría de los casos, desde ellos sólo tienen esa experiencia en lo que concierne a su actividad específica, sin trasvasar a sectores o rubros en los que, en cambio, cabe presumir lo contrario.
Es decir: el empresario conoce cómo realizar su actividad,
pero ello no lo convierte en especialista de todos los rubros de los que debe valerse para poder llevarla a cabo. Así, quien explota un restaurant, no se convierte por ello experto en heladeras, pese a que necesariamente debe contar con ellas para llevar a cabo su actividad. Es decir: tales heladeras quedan afectadas al “proceso de producción” respectivo y con la consecuencia de que, de atribuirse a tal afectación los efectos que critico, deberían –las operaciones concernientes a esos elementos integrantes de la hacienda empresarial- quedar fuera de la referida protección legal.
Por lo demás, no deja de resultar paradójico en estos
tiempos que se acuda a la noción de “empresa” como elemento para pretender que no existe necesidad de proteger al empresario.
Y ello pues, como es notorio –y puede ser verificado a lo
largo de los extensos repertorios judiciales- en los contratos entre empresas también se produce el abuso.
No es posible fundar un criterio opuesto sobre la base de
ponderar elementos tales como la profesionalidad, la índole mercantil, y los demás datos de esos sujetos, no sólo por lo ya dicho, sino también porque entre las empresas existe una diferencia en el poder de negociación que muchas veces es de enorme importancia y resulta decisiva a la hora de contratar (Ghersi Carlos y Weingarten Delia, Consumidores y usuarios, pág. 40, La Ley, Bs. As., 2001, T I).|
De todo lo expuesto deduzco que, suprimido el párrafo más
arriba referido, no hay en toda la ley 24.240 –según su texto actual- elemento alguno que permita desconocer al actor el carácter de consumidor.
Es más: aun cuando se supusiera que, por ser agricultor,
el demandante hubiera debido conocer que el sistema de riego que adquirió podía presentar las fallas que presentó en su instalación –lo cual no aparece respaldado por dato alguno-, lo cierto es que tampoco esto podría ser invocado para restarle aquel derecho.
El parámetro a estos efectos es, como dije, objetivo, al
punto de que no es necesario demostrar ninguna asimetría entre los sujetos vinculados, pues la ley no lo exige.
Y no sólo no lo exige, sino que desestima el conocimiento
que el consumidor pueda tener como elemento susceptible de alterar las soluciones en ella previstas, lo cual se comprueba a la luz del hecho de que su art. 18 inc. b expresamente dispone que el art. 2170 del código civil –norma que desecha la responsabilidad del enajenante por vicios redhibitorios cuando el adquirente conocía o debía conocer tales vicios por razón de su profesión u oficio- no es oponible al consumidor. De esto se deriva que la ley no permite distingos de ese tipo (Farina, opr. cit., pág. 52/3) de modo que, cualquiera sea la profesión del adquirente, él se hallará cubierto si la operación que realiza es susceptible de ser calificada como relación de consumo.
La ley sólo exige, se reitera, que el bien adquirido tenga al
adquirente por destinatario final y que él lo adquiera para su beneficio personal (o de su grupo familiar o social).
Ese concepto –el de beneficio personal- es amplio, y no
puede ser equiparado a uso doméstico o similar.
Esa es, por lo demás, la corriente imperante en los países
integrantes del Mercosur; corriente que, precisamente, llevó a nuestro legislador a introducir la reforma más arriba aludida a fin de coordinar nuestras normas con las que rigen en los vecinos países.
Ello, de modo tal que la categoría conceptual de
consumidor se estructura de manera unitaria, lo cual debe mantenerse a fin de evitar fragmentaciones susceptibles de menguar los niveles de tutela so pretexto de alegadas especificidades propias de la concreta operación económica involucrada en la relación de consumo (Frustagli, Sandra y Hernández Calos, El concepto de consumidor. Proyecciones actuales en el derecho argentino; L.L. 2001-992).
Ese mismo orden de ideas ha sido destacado por la Sala F
de esta Cámara, que ha considerado que la condición de orden público de los derechos de consumidores y usuarios obedece a la necesidad de fijar directrices para el mercado desde una perspectiva realista, lo que impone una interpretación amplia, extensiva y sistemática del dispositivo legal (Sala F, fallo más arriba citado).
Es mi conclusión, por ende, las normas del estatuto
consumerista hasta aquí citadas deben ser aplicadas al caso.
De ello se deriva que, acreditado -como surge de lo
expresado en la ponencia que antecede- que el servicio prestado al actor fue deficiente, y siendo que ese servicio -esto es, la instalación y puesta en funcionamiento del sistema de riego de marras- formaba parte de la prestación integral comprometida, forzoso es concluir que, por aplicación del art. 40 del citado ordenamiento –en cuanto pone sobre el fabricante el daño sufrido por el consumidor a raíz de la deficiente prestación de tal servicio-, dicho fabricante debe responder solidariamente con su intermediario. No obsta a lo expuesto que ellas hayan entrado en vigencia con posterioridad a los hechos debatidos en autos, toda vez que, a efectos de establecer cuál es el dies a quo de la vigencia de los derechos del consumidor es necesario remontarse a la entrada en vigor de la reforma introducida en el año 1994 al art. 42 de la Constitución Nacional , cuyo texto actual reza: "Los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho, en la relación de consumo, a la protección de su salud, seguridad e intereses económicos; a una información adecuada y veraz; a la libertad de elección y a condiciones de trato equitativo y digno...".
Que esto –es decir, que esa vigencia se remonta a ese
entonces- es así, no parece dudoso, desde que la declaración de derechos contenida en la mencionada norma constitucional no es meramente declamatoria, sino continente de un mandato supralegal de inmediato cumplimiento.
Esa ha sido la inteligencia que nuestra Corte Suprema ha
otorgado desde antaño a las normas de tal naturaleza, como se infiere de que, ya al resolver el famoso caso “Siri”, dicho Tribunal interpretó que las declaraciones, derechos y garantías constitucionales no son simples fórmulas teóricas: cada uno de los artículos y cláusulas que las contienen poseen fuerza obligatoria para los individuos, para las autoridades y para toda la Nación , por lo que los jueces deben aplicarlas en la plenitud de su sentido, sin alterar o debilitar con vagas interpretaciones o ambigüedades la expresa significación de su texto (Fallos 239:459).
Desde tal perspectiva, parece claro que las normas de la
ley de defensa del consumidor resultan claramente aplicables al caso, desde que lo contrario importaría tanto como soslayar que, en definitiva, esa ley no ha sido sino la instrumentación de ese estatuto protectorio que la misma Constitución Nacional garantizó al consumidor en forma operativa e inmediata.
Que esas normas constitucionales sean operativas, no
impide que sean susceptibles de reglamentación (Bidart Campos, "Tratado elemental de derecho constitucional argentino", T. I, pág. 110, edit. Ediar, 1994).
Y esto que fue precisamente lo que hizo el legislador
mediante la ley 24.240 y sus posteriores modificaciones; reglamentación que, por ser tal, no debe entenderse sino limitada a instrumentar los mecanismos destinados a regular el ejercicio de los derechos allí consagrados, sin alterar el espíritu de la norma reglamentada, aunque afianzando su vigencia práctica (Fallos 308:2268; 324:363; 308:1631; entre otros; esta Sala “Cooperativa de Crédito Cons y Viv. Nuevo Siglo Ltda. c/ Yufimchuk María del Carmen s/ ejecutivo” del 26 de junio de 2012). Esto explica la razón por la cual la aplicación de esta ley no puede ser descartada con sustento en que su sanción fue posterior al nacimiento de la relación jurídica que motiva el pleito.
Así ha sido entendido por Ricardo Luis Lorenzetti con
sustento en que "... la fuente constitucional confiere al derecho de los consumidores carácter ius fundamental, lo que significa que el sistema de solución de conflictos normativos no está guiado por las reglas de las antinomias legales tradicionales. Por ello, no es lícito fundar la prevalencia de una ley en la circunstancia de que sea anterior o especial" (sic, Lorenzetti Ricardo Luís, Consumidores, Segunda edición actualizada, año 2009, pág. 49, edit. Rubinzal - Culzoni).
Por el contrario, "...se aplican las reglas que guían la
solución de colisiones ius fundamentales: el derecho de los consumidores es un microsistema legal de protección que gira dentro del sistema de derecho privado con base en el derecho constitucional. Por lo tanto, las soluciones deben buscarse, en primer lugar, dentro del propio sistema, ya que lo propio de un microsistema es su carácter autónomo y aun derogatorio de normas generales..." (Ricardo Luís Lorenzetti, pág. 50, op.cit).
En tal marco, y dada la antedicha naturaleza
constitucional de la ley de referencia, forzoso es concluir que todo eventual conflicto normativo que tenga a dicha ley entre sus alternativas de aplicación posible, debe ser resuelta a la luz de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional, por lo que esa ley debe ser preferida por sobre toda otra disposición que se le oponga.
Dado el modo en que, según mi ver, debe ser resuelto el
asunto desde la perspectiva analizada, resulta abstracto expedirse acerca de cuál fue la naturaleza del contrato que vinculó a las demandadas y sus eventuales efectos en la cuestión de marras.
Por lo expuesto, propongo al acuerdo resolver la causa en
los mismos términos expresados por el Dr. Machín, salvo en lo que respecta al punto aquí tratado, revocando en este aspecto la sentencia apelada y, en consecuencia, extendiendo solidariamente la condena a ambas codemandadas, con costas a cargo de éstas en ambas instancias.
La Responsabilidad Civil en el Código Civil y Comercial de la Nación: Comentario a los Artículos 1708 a 1780 CCCN. Doctrinas esenciales. Modelos de escritos judiciales