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AUGUSTO MONTERROSO

La Oveja Negra
y demás fábulas
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A u g u s t o M o n t e r ro s o (Tegucigalpa, Honduras,
1921–Ciudad de México, 2003), de nacionali-
dad guatemalteca, vivió sin embargo exiliado
en México, país en el que desarrolló toda su
obra literaria y donde recibió el Premio Xavier
Villaurrutia de 1975 y la condecoración del
Águila Azteca en 1988. Entre sus obras desta-
can La Oveja Negra y demás fábulas (1969),
Movimiento perpetuo (1972), Lo demás es
silencio (1978), La palabra mágica (1983), La
letra e (1987) y Literatura y vida (2003). Autor
sobresaliente en las letras hispanas, fue nom-
brado miembro de la Academia Guatemalteca
de Lengua Española en 1993 y doctor Honoris
Causa por la Universidad San Carlos de Gua-
temala en 1996, recibiendo, entre otros galar-
dones, el Premio Nacional de Literatura en
Guatemala en 1997 y el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras 2000.
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AUGUSTO MONTERROSO

La Oveja Negra
y demás fábulas
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Título: La Oveja Negra y demás fábulas


© 1969, Augusto Monterroso
© Santillana Ediciones Generales, S.L.
© De esta edición: junio 2007, Punto de Lectura, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-6980-0
Depósito legal: B-25.990-2007
Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de portada: Ordaks


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Los animales se parecen tanto al


hombre que a veces es imposible
distinguirlos de éste.

K’NYO MOBUTU
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El Conejo y el León

Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en


medio de la Selva, semiperdido.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de inves-
tigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol,
desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta
puesta del sol sino además la vida y costumbres de algu-
nos animales, que comparó una y otra vez con las de los
humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo;
por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de men-
cionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus

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respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el


otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo
desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacu-
dió la melena majestuosamente como era su costumbre
y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el
Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los
ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el célebre Psicoanalista pu-
blicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que
el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva,
y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y
hace gestos y amenaza al Universo movido por el miedo;
el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza y se re-
tira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser
extravagante y fuera de sí, al que comprende y que des-
pués de todo no le ha hecho nada.

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El Mono que quiso ser escritor satírico

En la Selva vivía una vez un Mono que quiso ser


escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que
para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se
aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observar-
los por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la
copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas en-
tretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien
recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido
aún.
No había quien no se encantara con su conversación
y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las
Monas como por los esposos de las Monas y por los de-
más habitantes de la Selva, ante los cuales, por contra-
rios que fueran a él en política internacional, nacional o
doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo;
siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la na-
turaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era
el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin
que se le escapara nada.

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Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los


ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con
entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer
a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la
Urraca; pero de repente reflexionó que entre los anima-
les de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas
y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su
sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y pu-
so el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios
auxiliares en realidad de su arte adulatorio lograba siem-
pre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero
varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se
sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsi-
vos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamen-
te sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de
que sus amigos de este género, y especialmente uno, se

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ofendieran, terminó comparándola favorablemente con


la Cigarra, que, egoísta, no hacía más que cantar y can-
tar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscui-
dad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras
que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos;
pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lasti-
marlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente, elaboró una lista completa de las de-
bilidades y los defectos humanos y no encontró contra
quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los ami-
gos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le
empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero
a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron
que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni
con tanto gusto.

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La Mosca que soñaba que era un Águila

Había una vez una Mosca que todas las noches so-
ñaba que era un Águila y que se encontraba volando por
los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de fe-
licidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación
de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el
cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las
garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran apa-
rato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles
o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a con-
ciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas,
o en los espacios libres, ni mucho menos.

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Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma


no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tris-
tísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba
tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente,
por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

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La Fe y las montañas

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era


absolutamente necesario, con lo que el paisaje permane-
cía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gen-
te le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas
no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil
encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la
noche anterior; cosa que por supuesto creaba más difi-
cultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y
ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo
el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano
o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.

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La tela de Penélope, o quién engaña a quién

Hace muchos años vivía en


Grecia un hombre llamado Ulises
(quien a pesar de ser bastante sabio
era muy astuto), casado con Pené-
lope, mujer bella y singularmente
dotada cuyo único defecto era su
desmedida afición a tejer, costum-
bre gracias a la cual pudo pasar so-
la largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada
ocasión en que Ulises con su astu-
cia observaba que a pesar de sus pro-
hibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de
sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches
preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, has-
ta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a bus-
carse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado
mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles
creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises
viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado
Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba
cuenta de nada.

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La Oveja Negra

En un lejano país existió hace muchos años una


Oveja Negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó
una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas ne-
gras eran rápidamente pasadas por las armas para que las
futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pu-
dieran ejercitarse también en la escultura.

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El sabio que tomó el poder

Un día, hace muchos años, el Mono advirtió que en-


tre todos los animales era él quien contaba con la des-
cendencia más inteligente, o sea el hombre.
Animado por esta revelación empezó a estudiar un
gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su casa
y, a medida que aprendía, a conducirse como ser impor-
tante frente a las situaciones más comunes.
Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enor-
mes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en
saber por el Búho y la Serpiente.

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De esta manera, ante el asombro de los inocentes,


pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó el
día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario
del León.
Sin embargo, durante un insomnio (en los que ha-
bía caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hi-
zo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de
que el León, que contaba únicamente con su fuerza y el
miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera,
según leyó no recordaba dónde, con un poco de tesón
podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un
mero subalterno.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando
una y otra vez la garganta, durante más de una hora ex-
puso al León con largas y elaboradas razones la teoría de
que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles
debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de
frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descendencia
y, por supuesto, en sabiduría.

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El León, que intrigado por el vuelo de una Mosca


en ningún momento había bajado la vista del techo, estu-
vo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió
la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció
el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba
algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariable-
mente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba
por alguna orden mal entendida o por un discurso mal
redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiem-
po, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no
iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas
peores.
Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León
volver al anterior estado de cosas, a lo que el León, abu-
rrido como desde hacía mil años, le respondió con un
bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran
al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le de-
volvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la
pluma y el León la corona.

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