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Poéticas, archivos y apuestas:

estudios del Caribe

Giselle Román-Medina y Lina Martínez Hernández


editoras
Colección Dársena
Departamento de Literatura
Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Director
raúl rodríguez freire

Comité editorial
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de Chile); Eneida Maria de Souza (Universidad Federal de Minas Gerais).

© Giselle Román-Medina & Lina Martínez Hernández, 2017. Editoras


Registro de Propiedad Intelectual Nº 286.069
ISBN: 978-956-17-0752-8

Derechos Reservados
Tirada: 300 ejemplares
Ediciones Universitarias de Valparaíso
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Calle Doce de Febrero 21, Valparaíso
E-mail: euvsa@pucv.cl
www.euv.cl

Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.

Impresión Salesianos S.A.

HECHO EN CHILE
Poética e inconsciente1

Edouard Glissant

La idea central de esta ponencia es que el martiniqueño como tal se ve obligado a una
poética que no realiza un saber colectivo “secularmente” establecido. Al contrario, esta
poética teje a trompicones una suerte de no-saber, a través del cual se intenta negar un
haber totalizador y corrosivo del Otro. Antipoética (o contrapoética). Un corolario es
que la posición así creada resulta insosteniblemente, y que al ser insostenible se constitu-
ye en elemento ejemplar, en elemento de ejemplo, en el drama moderno de la Relación.
Desde el punto de vista del método, esta ponencia tal vez esté marcada por la pasión
y la afectividad, que, me parece, se cuentan entre los componentes del problema. Puede
ser también que parezca oscura, cosa que no me disgustaría, si ustedes aceptan ser mis
cómplices en la oscuridad.
¿En qué “lugar” y cómo se articula esta poética?

Espacio, tierra, paisaje

El espacio martiniqueño es un antiespacio, tan limitado que recorta el ser, pero tan
diverso que lo multiplica infinitamente. Ambigüedad. Se trata de una isla que es como
una antología de paisajes llamados tropicales. Pero resulta significativo constatar aquí
que el martiniqueño nunca ha tenido el presentimiento ni el inconsciente estremeci-
miento de dominar ese espacio. Toda colectividad que sienta la rígida imposibilidad de
dominar su entorno es una colectividad amenazada.
La tierra sufrida se abandona. Todavía no es la tierra amada. Antes que el trabajo “en
sí” de la tierra, pese a que ahí su margen de movimiento se ve reducido. La tierra es de
otro. La poética de la tierra no puede ser entonces una poética del ahorro, del desbroce
paciente, donde hay que gastar todo de una sola vez. Es lo que comúnmente se significa-

1
Tomado de: Edouard Glissant, El discurso antillano, trad. Aura Marina Boadas, Amelia Hernández y
Lourdes Arencibia Rodríguez (La Habana: Casa de las Américas, 2010 [1981]), 274-271.

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ba cuando se decía, hasta no hace mucho, que somos niños grandes. Nosotros sabemos
que en realidad se trata de agotar la cadencia de la tierra y abrir los paisajes hasta esa
suerte de locura que ellos suscitan en nosotros.
Este sentido de la desmesura del paisaje se da, por cierto, en todas las poéticas del
Nuevo Mundo. Si las Américas son una desmesura, más que por un paisaje infinito, es
por lo siguiente porque todavía no ha brotado de su actualidad ninguna poética del co-
medimiento. Las sólidas virtudes de la paciencia campesina tal vez se adquieran pronto,
pero tardan en dejar huellas. El monstruo industrial quizás ha tachado aquí (y en otras
partes) la relación con la tierra, o esta ha sido anulada por la desposesión (aquí, en mi
país). Pero todo lo que grita es desmesurado. Nuestra tierra es desmesurada. Yo, que
podría darle la vuelta en pocos pasos sin nunca agotarla, lo sé.

La relación con el entorno

En este contexto, parece que para nosotros hierven los inevitables, y aunque no diré
que forman parte de nuestro inconsciente colectivo, lo cierto es que lo orientan. Se pue-
den detectar algunos, que provienen de nuestra historia y que, todos, desencadenan la
contrapoética que he señalado.
Primero, la trata de negros como arrancamiento de la matriz originaria. El viaje que
ha transplantado en nosotros esa obsesión por África contra la que, paradójicamente,
hoy debemos luchar simplemente para arraigarnos en nuestro debido suelo. Para noso-
tros, la madre tierra también es la tierra inaccesible.
La esclavitud como combate sin testigo, del que tal vez nos venga el gusto por la
repetición de las palabras, que recompone, si es posible, los susurros carraspeados en las
gargantas, en las cabañas del implacable universo mudo de la servidumbre.
La pérdida de la memoria colectiva, la tachadura cuidadosa del pasado, que hace que
nuestro calendario suela ser medido por las catástrofes naturales, no supone ninguna
linealidad y así el tiempo se voltea en contra nuestra.
La “liberación” de los esclavos, que hizo crecer otro traumatismo, el que proviene de
la trampa del estado civil asignado; es decir, otorgado; es decir, impuesto.
La única claridad, en definitiva, que fue la de la presencia trascendental del Otro, de
su evidencia —colono o administrador—, de su transparencia mortalmente propuesta
como modelo, debido a la cual nació quizás en nosotros un gusto por lo oscuro, y en mí
una necesidad, que es la de provocar lo opaco, lo no evidente, la de reivindicar para cada
colectividad el derecho a la opacidad recíprocamente consentida.
A esto se agregan otras determinantes, provechosas o no.
La temporada única, por ejemplo, ese canto llano del ritmo a través del cual desco-
nocemos el apresto de los cambios de estación, tan provechoso para las civilizaciones
occidentales, y a través del cual vivimos no solo otra cadencia, sino algo así como otra
medida del tiempo. La trampa folclórica, en la que tan gustosamente caemos al sentirnos
aliviados de no tener que reflejar la vivencia folclórica en una conciencia dolorosa.
Por último, y no es el aspecto menos importante de esta contrapoética, una viven-

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Poética e inconsciente

cia de la historia a la cual nos introducen el combate sin testigos, la imposibilidad de


la datación, aunque sea inconsciente, consecuencia de la tachadura de la memoria en
todos. Pues, para nosotros, la historia no es solamente como ausencia, es un vértigo. Ese
tiempo que nunca tuvimos, tenemos que reconquistarlo. No lo vemos extendiéndose en
nuestro pasado para llevarnos tranquilamente hacia una mañana, sino irrumpiendo en
nosotros por bloques, acarreados en las zonas de ausencia donde debemos, difícilmente,
dolorosamente, recomponerlo todo.

Las lenguas

Se ve lo que la textura del inconsciente manipulado se asienta, para nosotros, en la


trama del lenguaje. La desmesura, que debe aclimatarse. La palabra como incertidum-
bre, como susurro, ruido, reserva sonora contra la noche del silencio impuesto. El ritmo
eternamente repetido a partir de una duración única. El tiempo, que debe desdatarse.
La opacidad como valor, que debe oponerse a todo intento seudohumanista de reducir
a los hombres a escala de un modelo universal. La bienaventurada opacidad, en la cual
se me escapa lo otro, obligándome a estar pendiente, siempre, de ir a su encuentro. De-
beríamos desestructurar la lengua francesa para obligarla a tantos usos. Tendremos que
estructurar la lengua creol para abrirla a esos usos.
Pero ¿cómo “utilizamos” esas lenguas? ¿Cuál es, en nuestro contexto, la relación con
los demás (la relación de vecindad) que cimienta la comunidad y permite la relación
con otro? Esta relación con los demás es también de incertidumbre, está amenazada. El
lenguaje de una comunicación se resiente.
Mucho se ha dicho que el martiniqueño habla por antífrasis. Parece que el hombre
martiniqueño le teme a un lenguaje positivo y “cuadrado” en sus conclusiones. Una de
las explicaciones posibles de esto la observo en lo que llamo el fenómeno de inmediatez,
o sea, en el hecho siguiente: para nosotros, la relación con el entorno nunca es media-
tizada por la práctica técnica, entre otras cosas. Al no saber manejar las herramientas,
el martiniqueño desaprende a considerar el lenguaje como herramienta. Entonces lo
maneja como mediación fundamental y lo convierte en desvío. Puede entenderse así
cómo un pueblo tan “pequeño” tiene tantas élites con habilidad de expresión. Es por ahí
por donde debemos empezar. Adornamos la expresión y le damos la vuelta (técnica del
desvío) para medir mejor la impotencia ante nuestra situación. La poética de la lengua
creol pone en práctica esa artimaña del desvío: para aclarar. Las élites antillanas la aplican
a la lengua francesa: para camuflar. Hay que dominar la palabra. Pero ese dominio será
frágil si no inserta en un acto colectivo resolutorio, un acto político.
Así pues, la contrapoética de la que hablaba y de la cual a decir verdad, no dejamos
de hablar en ningún momento, no surge de manera espontánea —y como inocentemen-
te— del lenguaje cotidiano de comunicación. Es, al pie de la letra, su inconsciente ca-
dencia. Por eso digo que es una contrapoética. Marca la negación instintiva, que todavía
no se ha organizado en un rechazo colectivo consciente.

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Creolización

Se trata del consejo (impreso en un letrero): “Ne roulez pas trop près” [“No manejen
demasiado cerca”], distribuido por los servicios de seguridad vial. La estadística muestra
(desconfiemos de las estadísticas) que casi el 20% de los automovilistas martiniqueños
ha adherido al cristal trasero de sus vehículos ese letrero, que les distribuyeron en los
garajes al hacerle el servicio al auto. Un 20% recorta y transforma esta recomendación
que aconseja mantener una distancia prudencial con relación al vehículo que circula
delante, y la lleva al creol.
Lo interesante es la cantidad y la significación de las variantes que intervienen a la
hora de escribir la frase y su relación. Señalo que los automovilistas disponen de un ma-
terial de referencia dado, que es la frase en francés, y que por consiguiente las variaciones
son altamente significativas. Seguidamente se ofrecen algunas: 1) “Pas roulez trop près”.
En creol martiniqueño debería poderse escribir: “Pa roule tro prè”. La importancia de
ahorrarse la s de pas, la z de roulez, la p de trop y la s de près es fuerte, y no concierne
solamente al problema de la escritura fonética, sino también a la propia estructura del
creol. Hallamos entonces una cantidad determinada de ejemplos, diez, de un total de
veinticinco, con “Pas roulez trop près”. También están: 2) “Pas roulez trop prè”; 3) “Pas
roulé trop près”; 4) “Pas roulé trop prè”; 5) “Roulez pas trop près”. Esta última forma es más
extremadamente creol (afirma la acción y la recomienda antes de corregirla por la limi-
tante negativa), y es una manipulación de la frase que resulta mucho más significativa
que el simple hecho de eliminar letras.
Hay también verdaderas escenografías. Puede suceder que el individuo recorte uno
o dos letreros originales y se entretenga en formar combinaciones. Así, encontramos 6)
“Ou trop pré”. Ya ese no es un consejo sino una comprobación represiva. De la misma
manera encontré: 7) “Pas oule tro pre”, donde quitaron la r de roulez. Más adelante co-
mentaré esta fórmula. En fin, está 8) “Roulez” que es lo contrario de la recomendación
original. Y uno de los letreros era, incluso, festivo: “Roulez papa!”.
Ese ejemplo de contrapoética es valioso. Observamos en primer lugar que se trata de
personas con vehículo, no de campesinos sin recursos. En cuando al significado de esas
variantes, no lo podemos achacar a insuficiencia de “formación”. En segundo lugar, el
creol se manifiesta realmente aquí como recortado del francés. En tercero, también ma-
nifiesta una voluntad cultural de oposición, y si no contra el orden establecido, al menos
contra un orden determinado. En cuarto, la variedad de fórmulas es muy marcada, pero
muestra una frecuencia mucho mayor la expresión “Pas roulez trop près”, sin cambios en
la ortografía francesa. La fórmula “Pa oule tro pre” me dejó intrigado. Ocurrió a la salida
de un Monoprix. Y se trataba de una pareja mixta: un joven francés recién llegado a
Martinica, casado con (o que vivía con) una martiniqueña. Puesto que le habían dicho
(o había comprobado) que los martiniqueños no pronunciaban las r, recortó el letrero
hasta dejarlo en “Pa oule tro pre”. Es un ejemplo muy interesante no solo de afrancesa-
miento, sino de perturbación por este último. Pensar que haya que suprimir las r porque
los martiniqueños no las pronuncian es un error gracioso. Los partidarios del creol, sin

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Poética e inconsciente

embargo, rodaron por la misma pendiente; en muchos casos eliminatorios las r y las
sustituyeron, por ejemplo, por una w. Por eso escriben pawol como equivalente de la
palabra francesa parole [palabra]. Incluso si esa w parece valiosa (casi todos los guionistas
dan mwin por moin [mi]), introduce una dificultad de lectura suplementaria que no me
parece justificada.
Resumiendo las conclusiones de esta encuesta, más que primitiva. Se trata de una
contrapoética: operación irrisoria; intento de evadir, por variaciones no concertadas, no
concordantes, a la limitante de la lengua francesa; imposibilidad de hallar un lugar co-
mún gráfico; desviación de un sentido inicial; resistencia a un “orden” venido de afuera;
formación con una “contraorden”.

Antillanidad

¿Qué revelan tales prácticas? Examinaremos luego la ambigüedad en las relaciones


francés-creol. Para la población, hay una precognición de dicha ambigüedad, de que
hay aquí un problema por resolver. Y si el martiniqueño presiente de la ambigüedad de
su relación con el francés —lengua impuesta— y con el creol —lengua no puesta—,
quizás sea porque tiene la vaga sensación de que le falta en su espacio-tiempo real una
dimensión fundamental, que es la relación antillana. Contra la vinculación unilateral a
una metrópoli, la multirrelación con la diversidad antillana. Contra la obligación de una
lengua, la propagación de un lenguaje.
Las islas del Caribe, por utópica que pueda parecer hoy tal afirmación, constituyen
no obstante una entidad en el universo de las Américas, amenazada antes de salir a la luz,
cuya concepción solo se presenta en los intelectuales y todavía no ha sido asumida por
los pueblos. Lo cual quiere decir que esta es la armadura, el refuerzo, con lo que se domi-
nará quizás la incertidumbre y la ambigüedad. Lo que aquí nos interesa es la propuesta
para los antillanos, ya sean creolizantes, francófonos, anglófonos o hispanoparlantes, de
una misma operación que debe intentarse más allá de las lenguas utilizadas, operación
que tiene que ver con el lenguaje. Veamos entonces esta problemática del lenguaje.

El lenguaje

En Martinica, ya lo hemos visto, ninguna utilización de la lengua o de las lenguas


—ni el creol ni el francés— ha madurado “naturalmente” para nosotros y por nosotros,
los martiniqueños, en el ejercicio de una responsabilidad colectiva, proclamada, negada
o conquistada. La sociedad martiniqueña aparece así, en todos los niveles, exenta de
responsabilidades. La lengua oficial, el francés, no es la del pueblo. Tal vez por ello no-
sotros, las élites, la hablamos tan correctamente. La lengua del pueblo, el creol, no es de
la colectividad. Lo que quiero decir es que el creol es vejado por las condiciones de su
ejercicio, y también que por culpa de ello el creol no ha podido, por ahora, meditarse, ni
como sabiduría popular ni como decisión elitista; que el creol falta a sí mismo; que, por
ejemplo, en la masa de proverbios y refranes que transmite no hay ninguno, al menos en

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Martinica, que provoque esa suerte de giro de la lengua alrededor de su eco, esa burla,
o esa crítica de su glosario o de su sintaxis, que hacen que una lengua se constituya,
literalmente por reflexión, en lenguaje. Y es que el creol es también una concesión que
el Otro se ha hecho a sí mismo en su relación con nuestra existencia. Hemos confiscado
esta concesión a fin de utilizarla para nosotros mismos, y también hemos padecido esta
tierra minúscula para hacer de ella no nuestra propiedad, sino nuestra sola ventaja posi-
ble en nuestra relación con el Otro; pero no hemos podido proseguir hasta constituir la
utilización como lenguaje, ni proseguir la ventaja como nación.
Se ha dicho que no hay un verdadero bilingüismo en las Antillas Menores francófo-
nas, pues la lengua creol aparece como un avatar del francés. El drama es, sobre todo,
que se percibe la ausencia de una utilización responsable de las lenguas y, a la vez, una
práctica colectiva de un lenguaje. La llamada diglosia queda aquí muy especialmente
ilustrada. Somos hablados colectivamente por nuestras palabras mucho más de lo que
las practicamos, sean esas palabras francesas o creoles, y sea que cada cual las maneje a
la perfección, o no.
Así pues, nuestro problema no es que resurja en la conciencia un hecho lingüístico
patente —el creol—, que habría sido previo al acto desnaturalizador del afrancesamien-
to y que esperaría el momento de su renacimiento. El creol no fue, antaño, paradisiaco, y
todavía no es nuestra lengua nacional. Pretender que fue en todo tiempo nuestra lengua
nacional es oscurecer un poco más, con el triunfalismo, el lancinante cuestionamiento
desde el que mana nuestro malestar, pero en donde así se arraiga nuestra presencia. Para
que él tenga la oportunidad de convertirse en la lengua nacional de los martiniqueños,
sabemos que antes hace falta un trastrocamiento tal de las estructuras que resultaría
pueril tratar aquí, en el marco de esta reunión. Sabemos también que tal proporción del
creol no podría provenir de una decisión elitista. Sabemos, por último, que la ambigüe-
dad de la relación creol-francés desaparecería en cuanto todos los martiniqueños fueran
capaces, es decir, tuvieran los medios socioculturales de utilizar la lengua francesa sin
alienarse a ella, de hablar la lengua creol sin sufrir sus limitaciones.
Es desquite, y esta es la palabra justa, la definición de un lenguaje que se compartía
más allá de las lenguas utilizadas, en relación con la verdad de una antillanidad plurilin-
güe, me parece que podría desde ahora sostenerse por una suerte de decisión intelectual
y forzosamente elitista.
La revolución popular, sin duda, convertiría a Martinica en una constituyente de las
Antillas y, al liberarnos de la antipoética, el pueblo martiniqueño escogería una u otra de
las dos lenguas que utiliza, o ambas, integrándolas en una poética de su lenguaje. Pero en
un contexto más constreñido, el cuestionamiento mediante una antipoética, modelando
un lenguaje voluntario, con una función más limitativa, que no alcanza su plenitud, no
liberada, permitiría desde hoy mismo reiniciar la aventura de la expresión y preparar el
porvenir.
Nuestra perspectiva es forjarnos, por una u otra de esas vías por lo demás no contra-
dictorias y a partir de los usos debilitados de dos lenguas, cuyo control nunca habíamos

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conquistado de modo colectivo, un lenguaje con el que plantearíamos voluntariamente


la ambigüedad y arraigaríamos con franqueza la incertidumbre de nuestra palabra.
Pero tenemos que despejar esta alternativa, que interroga la historia: la utilización
actual del creol en las reinvindicaciones populares. En efecto, esta utilización deslastra la
lengua creol de la irresponsabilidad, la constituye en arma de su propio combate. Pero el
mundo vive la historia demasiado aprisa; no tenemos tiempo de “reflexionar” lentamen-
te el creol. Pueblo unánime o grupo elitista, poética liberada o antipoética cuestiona-
dora. Tendremos que constituir forzosamente un lenguaje, porque no tenemos tiempo
para madurarlo en los transcursos del desarrollo. Tal vez aquí no podamos esperar a los
irremplazables lingüistas. Si es que ellos nos alcanzan, será para explorar vestigios.
Planeta desconocido, ese lenguaje nos interpela. Para quienes no tuvieron floración
de palabras, la primera articulación es ingrata y pesada. La segunda serpa atrevida y
selectiva. Si no, desaparecerá en nuestra voz. Lo que quiero decir es que el arrebato
nos preservaría aquí de una minucia, necesaria pero fácilmente soslayable. A través de
este arrebato “estudiaremos” quizás la lengua creol, pero despojándola de su economía
propia. La lingüística en sistema puede “cortar en rodajas”, sin provecho, una lengua
amenazada.

Identidad

Es lo que llamo la identidad cultural. Una identidad cuestionadora, donde la relación


con lo otro determina el ser sin fijarlo con un peso tiránico. Es lo que vemos en todas
partes del mundo: cada quien quiere identificarse por sí mismo.

El lugar, la poética

¿Habrá algún lugar en el mundo donde se consignen esas pérdidas que el mundo
no tiene tiempo de verificar? ¿No se trata de las grandes calamidades, que son como los
monumentos obligados de la historia planetaria, sino de las acumulaciones oscuras de la
desgracia, la usura desconocida de los pueblos atrapados, las desapariciones insensibles,
la lenta pérdida de identidad, el sufrimiento sin ecos?
Si bien planteamos que, en definitiva, el eje de esas muertes colectivas y mudas debe
desplantearse del campo económico; si bien afirmamos que su resolución no puede ser
sino política, también, parece que la poética, ciencia implícita o explícita del lenguaje,
es al mismo tiempo el único recurso de la memoria contra tales pérdidas y el único lugar
verdadero de donde sacarlas a la luz con una conciencia de nuestro espacio planetario y
a la vez con una meditación sobre la necesaria y no alienada relación con lo otro. Iden-
tificarse a sí mismo es escribir el mundo.
Entonces, aunque al entrar en nuestra historia adoptemos (nosotros los antillanos)
las diversas lenguas europeas y las adaptemos, nadie sin embargo nos las enseñará. Se-
remos nosotros, a lo mejor, quienes enseñaremos a los europeos una nueva práctica y,
abandonando la poética del no-saber (la contrapoética), los iniciaremos en un nuevo

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Poéticas, archivos y apuestas: estudios del Caribe

capítulo de la historia de los hombres. Efectivamente, tal vez seremos nosotros (ob-
viando la hipótesis de una lengua monolítica de pronto convertida en pesada rémora
para nuestro país) quienes, con nuestras poéticas conjuntas y lejos del universalismo
abstracto, convidaremos esos idiomas, uno hacia otro, a la fecunda y difícil relación de
la opacidad consentida.

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