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NARRATIVA 1900-19531

Mariano Martín Rodríguez


Proyecto HISTOPIA-Universidad Autónoma de Madrid2

1. INTRODUCCIÓN
La ficción científica española 3 tuvo un desarrollo paralelo al de otras tradiciones
europeas de esta modalidad. Sus referencias eran británicas, francesas y, en menor
medida, alemanas o italianas hasta la década de 1950, cuando la imitación masiva de la
ciencia ficción estadounidense comercial, entre otras cosas, puso prácticamente fin a su
positiva consideración literaria. Esta clase de ficción estaba bien integrada antes en la
literatura cultivada y respetada en los círculos intelectuales europeos más exigentes,
como sugieren tanto los nombres de los escritores que publicaron ficciones científicas
como su recepción en los medios críticos y literarios institucionalizados. La ficción
científica y utópica española no se diferenciaba por sus planteamientos literarios ni por
la calidad de su escritura de la literatura general de la época y como tal fue acogida
normalmente por la crítica, al igual que ocurrió en otros países del continente.4 Los
reseñadores más prestigiosos de entonces no tuvieron reparo alguno en elogiar sin
reservas obras que luego numerosos críticos e historiadores de la segunda mitad del
siglo pasado prefirieron omitir de sus panoramas de la literatura española del período.
El hecho indudable de que esta modalidad literaria contara con pleno reconocimiento
por los intelectuales, al menos hasta la Guerra Civil de 1936, habría de hacer recapacitar
a los guardianes del canon literario, máxime teniendo en cuenta que la ficción científica
1
En el presente capítulo, el término narrativa designa cualquier ficción en prosa y forma no dramática,
por lo que se incluyen también las ficciones descriptivas/argumentativas, como la que presenta, en
forma publicitaria, la máquina cerebral ideada por el marqués de Valero de Urría.
2
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto HAR2015-65957-P del Plan Nacional de I+D+i del
Gobierno de España.
3
A efectos prácticos, distingo la ciencia ficción, cuyo nombre inventó Hugo Gernsback para designar un
tipo de producción literaria de vocación eminentemente comercial (los pulps) y del que procede la
ciencia ficción hegemónica en la actualidad, de la ficción científica, que indica la literatura prospectiva
de tradición predominantemente intelectual y europea, cuyo ejemplo más conocido son los scientific
romances de H. G. Wells.
4
La situación era así en Francia, por ejemplo: “Écrite par des écrivains reconnus, la littérature de
fantaisie est admise comme composante du domaine littéraire. […] L’opposition entre littérature
légitimée et non-légitimée ne passe pas par l’appartenance de l’oeuvre à un genre. […] Ce qui sera
dénommé plus tard science-fiction ne bénéficie donc d’aucun statut particulier” (Bozzetto, 1992: 186).

1
española no fue un fenómeno marginal ni tampoco se limitó a seguir servilmente
modelos extranjeros.

2. LA NOVELA CIENTÍFICA, FRENTE A LA COSMOVISIÓN POSITIVISTA


Durante el período positivista en España (aproximativamente, 1868-1898), la llamada
novela científica se benefició de una mayor curiosidad intelectual española por las
ciencias y técnicas como manera de poner al país a la altura de las grandes potencias
europeas, lo que se consiguió en parte antes de la crisis de 1898, que aquí sirve de hito
inicial de nuestro período de estudio.5 En este contexto se inscribe la obra fictocientífica
de Nilo María Fabra, así como las incursiones en esta modalidad literaria de diversos
intelectuales que utilizaron la ficción para ampliar la aceptación y el conocimiento de la
ciencia moderna por parte de un público no especialista (Amalio Gimeno, Santiago
Ramón y Cajal, etc.) —véase el capítulo anterior de este volumen—. El declive de la
mentalidad positivista tras el desastre y desengaño de 1898 contribuyó a interrumpir
este desarrollo de la ficción científica acorde con esa mentalidad, tanto en sus
manifestaciones serias como más humorísticas (Enrique Gaspar, Sinesio Delgado, etc.).
De hecho, entre las publicaciones fictocientíficas de principios del siglo XX, pocas
glorifican la ciencia al modo positivista. Pueden recordarse como excepciones varias de
las ficciones del divulgador científico Vicente Vera, sobre todo la descripción de “El
periodismo dentro de cien años” (1901; Amenidades científicas, 1914);6 los Cuentos de
vacaciones (1906), de Ramón y Cajal, que se escribieron en realidad en el siglo anterior,
y una novela como Dos mundos al habla. Cuarenta días de relaciones interplanetarias
(1922), de José Ferrándiz, que sigue el modelo de las influyentes narraciones de Camille
Flammarion hasta el extremo de que su astronomía no parece haber avanzado nada
desde ese famoso astrónomo francés decimonónico, como si se hubiera escrito también

5
No obstante, la derrota sufrida por España ante los Estados Unidos solo se reflejó directamente en una
obra de anticipación española, que sepamos. Se trata de “La Yankeelandia. Geografía e Historia en el
siglo XXIV” (1898), de Nilo María Fabra. En esta historia prospectiva, la próxima hegemonía
estadounidense ha dado lugar, en el futuro descrito, a un estado de cosas distópico.
6
Pese a su tecnofilia, Vera escribió un importante cuento científico en el que la invención de un aparato
capaz de registrar detalladamente imágenes y conversaciones, “El diafotófono” (1902; Amenidades
científicas, 1914), revela al científico inventor secretos de familia que dan lugar a una tragedia y a la
destrucción del aparato, subrayándose así los peligros de la tecnología cuando no se piensa en las
posibles consecuencias negativas de su aplicación.

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7
a finales del siglo XIX. Otros títulos aún fieles también al espíritu decimonónico —
como Canuto Espárrago (1903), de Antonio Ledesma Hernández, en cuyas páginas
finales el científico protagonista desarrolla un método de guerra bacteriológica para
defender su utopía rural y una España entera regenerada de sus enemigos exteriores, y
El último héroe (1910), de Roque de Santillana (seudónimo de Julio Eguilaz Cabeza),
en la que el descubrimiento por un científico español de una sustancia en la cueva de
Altamira le permite imponer la paz mundial— expresan también la bancarrota de los
viejos ideales de progreso, al confiar el futuro destino glorioso de España a
procedimientos casi milagrosos y a un héroe providencial, como si se desesperara de la
capacidad de la sociedad española para regenerarse recurriendo a las propias fuerzas
colectivas, debido sobre todo a su percibida psicología nacional.8
Como consecuencia de esta crisis de la ideología modernizadora antes
predominante, el referente positivista perduró, sobre todo, como aquel al que se oponía
una nueva mentalidad española caracterizada por la reacción contra el capitalismo
moderno y la tecnociencia en que este se apoyaba. El célebre dicho “¡Que inventen
ellos!”, atribuido a Miguel de Unamuno, es una expresión que se puede aplicar a una
literatura fictocientífica que, paradójicamente, muestra el progreso científico y
tecnológico como un elemento negativo para el ser humano y la sociedad. Esta crítica
no es siempre meramente oscurantista. A menudo, parece ligada a un rechazo de los
valores del capitalismo industrial y financiero del período. Se trataba, sobre todo, de
negar los valores implícitos en el lema positivista de “orden y progreso”, al que se
contraponían una valoración del arte, la tradición y la espiritualidad, además de una idea
difusa de una sociedad alternativa en la que el dinero no fuera el único móvil de la
7
Ferrándiz añade al enfoque positivista de Flammarion una defensa de la eugenesia, al presentar como
modelo una sociedad venusiana en la que la aplicación de esos principios, tan tristemente populares en
las primeras décadas del siglo XX, produce una especie de utopía observada con admiración por los
astrónomos terráqueos que miran a aquel planeta y se comunican con sus habitantes, hasta que una
erupción volcánica destruye el observatorio terrestre e interrumpe el diálogo entre ambos mundos.
8
A este respecto, destaca la historia futura “Heterobulia” (1905), de Francisco Navarro Ledesma, sátira
ambigua de la civilización mundial a finales del siglo XXI, época en la que la sugestión hipnótica aplicada
colectivamente soluciona los problemas sociales, educativos, militares e, incluso, sentimentales; salvo
en España, a causa de la falta de proporción y medida de sus ciudadanos. El mismo autor firmó varias
anticipaciones quizá menos interesantes, tales como “El último amor” (1902), sobre un descendiente de
Alonso Quijano que se mata debido a la inexistencia en el porvenir del amor romántico; “De aquí a cien
años”, que es la descripción, utilizando el futuro verbal, de la jornada de un hombre del porvenir, y “Las
muertes futuras: El hippoide” (1904), cuento en el que se suicida el último caballo, una especie de
Rocinante redivivo.

3
historia.
La crítica del materialismo egoísta del capitalismo industrial y de la carrera por la
ganancia como principal objeto en la vida no era nueva. En Francia, había inspirado una
de las primeras distopías, Le Monde tel qu’il sera en l’an 3000 (1845-1846), de Émile
Souvestre, traducida al castellano en 1890 como El mundo tal y como será en el año
3000. El sarcasmo de Souvestre frente a una sociedad capitalista que despreciaba todo
lo que no fuera utilitario ni sirviera para hacer dinero a cualquier precio lo retomaron en
España dos autores hoy casi desconocidos, pero cuyas obras se cuentan entre las más
radicales de su tiempo. En primer lugar, Un drama en el siglo XXI (1902), de Camilo
Millán, cuenta con gran agilidad estilística, en frases y párrafos dinámicos ajustados a
las movidas peripecias y a los rápidos y frecuentes traslados de los personajes, una
historia de amor frustrada por su inadecuación a un mundo en el que “el cálculo y el
interés integran todos los actos del individuo, incluida la vida amorosa“ (Santiáñez-
Tió, 1995: 29). Aunque el sistema sociopolítico y la tecnología han acabado en la
novela con numerosas lacras anteriores, queda la impresión de una visión pesimista
desde el punto de vista de la integridad de la persona, fuera de su dimensión económica.
Críticas semejantes a la deshumanización inducida por el sistema capitalista pueden
observarse en el resumen de la novela, luego no escrita, El último tirano, que Manuel
Bescós Almudévar (más conocido por su seudónimo, Silvio Kossti) comunicó en una
carta de 1910 a su amigo Joaquín Costa,9 así como en la novela sí realizada y de
escritura más comercial La ciudad de los suicidas (1909), de José Muñoz Escámez, que
llegó a traducirse al francés, al italiano y al portugués. Por último, El amor en el siglo
cien (1922), del Coronel Ignotus (José de Elola), es una novela10 en la que un científico
malvado, en una sociedad dividida radicalmente entre ricos y pobres, inventa un

9
Este gran intelectual regeneracionista también tiene cabida en el presente estudio, no solo por su
proyecto de novela El siglo XXI (plan y fragmentos escritos en 1870-1871, según su descripción detallada
hecha por Sánchez Vidal [1984: 30-42]), sino también por las primeras secciones (“El Dios de Plinio en el
telescopio”, “El velo de Urania se descorre” y “Numisio entra definitivamente en el nirvana”) del
capítulo XIV de su novela arqueológica póstuma e inacabada Último día del paganismo y primero de… lo
mismo (1918). En dicho capítulo se narra la invención de un telescopio y su uso para observar el
universo lejano por parte de un ciudadano romano del Bajo Imperio. Se trata, por lo tanto, de una
ficción retrofuturista, si entendemos por tal la que se centra en alguna invención tecnológica imaginaria
en una sociedad del pasado, pero que no dé lugar a un curso histórico alternativo al conocido
históricamente.
10
Este libro desarrolla el tema de un relato anterior del autor, “Amor y fuerza. Cuento del año 10.000”
(Cuentos estrafalarios de ayer y mañana, 1913).

4
dispositivo para aprovechar la energía generada por la práctica sexual. Aunque este
libro es posterior a la Primera Guerra Mundial, el hecho de que su autor siguiera
patrones escriturales decimonónicos, sobre todo vernianos,11 aconseja recordarlo aquí.
Más negativas aún que estas obras frente al orden coetáneo político,
socioeconómico y tecnológico resultan varias ficciones integradas por el marqués de
Valero de Urría (Rafael Zamora y Pérez de Urría) en su originalísimo libro Crímenes
literarios12 (1906). “Áureas lavas” se presenta como el informe, hecho por carta, acerca
de una erupción del Vesubio, que expulsa oro a toneladas, y de las consecuencias que de
ello cabe imaginar, dada la codicia humana.13 “Banquete anual” consta de la explicación
de un menú caníbal y de una apología de la antropofagia por una sociedad de
millonarios estadounidenses en una América hipotética en la que parece ser de
aplicación lo modestamente propuesto por Jonathan Swift en su famoso panfleto
irónico. Por último, “Máquina cerebral”, cuya primera versión es de 1892,14 sobresale
por más de un concepto. El texto está escrito en forma no convencional, ya que se
presenta como un extenso y detallado folleto publicitario.15 En cuanto al objeto, este
podría ser uno de los primeros ordenadores personales de la ficción, a juzgar por la

11
El modelo de Julio Verne continuó siendo operativo en España hasta bien entrado el período de
entreguerras. Siguieron escribiendo novelas didácticas y de aventuras realistas como las más famosas de
la época central de aquel escritor francés Verne, sobre todo, narradores populares como el citado
Coronel Ignotus, autor de una serie de escasamente imaginativos Viajes planetarios del siglo XXII (1919-
1927) y de El amor en el siglo cien (1922), y el Capitán Sirius (Jesús de Aragón), que publicó movidos
relatos de aventuras científicas, como Una extraña aventura de amor en la Luna (1929) y El continente
aéreo (1930), cuya escritura descuidada anuncia asimismo la narrativa popular de los posteriores
bolsilibros españoles, aunque estos imitarían, sobre todo, los pulps norteamericanos.
12
El título completo reza como sigue: Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas
(Máquina cerebral. Dogmas éticos. Banquete anual. Áureas lavas. Los ojos del amor. El cuadrúpedo-
Dios) perpetrados por el profesor D. Iscariotes Val de Ur, catedrático de Paleografía, Criptología y
Zoophonía en la Universidad de Polanes, publicados, comentados y precedidos de una biografía del
mismo por Rafael Urdeval, telarañista, su discípulo y albacea. Se puede observar que ambos nombres
propios son variaciones anagramáticas de Valle de Urría.
13
El descubrimiento del preciado metal cierra la anticipación política satírica de Luis Bello Una mina de
oro en la Puerta del Sol (1913). Ahí, también, la nueva riqueza es asimilada por un sistema sociopolítico
corrupto.
14
Se publicó en El Día (Madrid) y La Vanguardia (Barcelona) a finales de mayo de 1892 con el título de
“The Universal, Mechanic, Literary, Poetical and Prosaic Company Limited”.
15
Otro ejemplo de uso ficcional del discurso publicitario en esta época es el catálogo de libros “Del año
3000”, publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1901 por el editor español Rosendo Pons. El
texto es una graciosa sátira de la literatura del momento.

5
descripción que se hace de su aspecto, funcionamiento y usos. Este cerebro mecánico
sirve para sustituir con ventaja al humano, al menos al de los escritores y políticos, pues
su función es producir todo tipo de textos, desde obras literarias16 hasta discursos
parlamentarios, con lo que hace innecesaria la existencia tanto de los escritores como de
los políticos. De esta manera, se subraya que el arte y la discusión ideológica solo sirven
de adorno en la sociedad del lucro. La religión, por su parte, se somete a una degradante
mecanización capitalista en una narración igualmente sarcástica de Pompeyo Gener
titulada, en su versión propia en castellano,17 “El Theological Palace” (Del presente, del
pasado y del futuro, 1911), donde se puede rezar directamente al cielo por teléfono,
aunque quien recibe la comunicación es un empleado de lo que, en nuestra actualidad,
se conoce como centro de llamadas. Otras críticas burlescas, y más ligeras, del progreso
positivista que podrían mencionarse figuran en varios de los últimos relatos de José
Fernández Bremón, como “Sacrilegio (episodios del siglo XXIII)” (1900), “Vestir al
desnudo” (1901), la distopía médica “El terror sanitario” (1905) y “Besos y bofetones”
(1909), que prolongan su particular planteamiento satírico frente a las certidumbres
modernas, presente desde los comienzos de su obra narrativa. En estas narraciones, los
científicos no salían muy bien parados, ya que solían ser objeto de burla, lo que
contrasta con su categoría más bien heroica en la anterior novela científica, salvo
excepciones. Sin embargo, por su humor, ninguna de ellas llegó al extremo del “Cuento
absurdo” (Los buitres, 1908), de Ángeles Vicente, que siguió el ejemplo del “Cuento
futuro” (1886; El señor y lo demás, son cuentos, 1893), de Clarín (Leopoldo Alas), al
imaginar la manera en que un científico decidía y llevaba a cabo la extinción casi
completa de la humanidad.
Otros cuestionamientos de la herencia positivista guardaban relación con un nuevo
vigor de la fe católica. A este respecto, puede ser representativa de esta reacción
espiritualista la transformación que sufrió la primera historia fictocientífica sobre un
hombre menguante, “El doctor Hormiguillo” (1891), de José Zahonero, cuando este la
concluyó ya en el siglo XX, tras rebautizarlo como “El doctor Menudillo” (Cuentos

16
Esta función pudo inspirar a Machado la “máquina de trovar” descrita en el “Diálogo entre Juan de
Mairena y Jorge Meneses”, de la sección “De un cancionero apócrifo”, publicada en la edición de 1928
de sus Poesías completas.
17
En catalán, se había publicado primero en dos partes independientes: “Un somni futurista
espatarrant” (Monòlegs extravagants, 1910) y “El telèfono ultra-mundial” (1911), antes de su versión
catalana final, “El Theological Palace” (Pensant, sentint i rient, 1910-1911).

6
quiméricos y patrañosos, 1914). Los capítulos añadidos rebajan el primitivo heroísmo
del científico miniaturizado, que no había dudado en luchar contra una araña para
demostrar su hombría, al mostrar su impotencia actual con ese tamaño diminuto y, en
consecuencia, la vanidad de sus sacrificios en nombre de la ciencia, a la que se
contrapone como mejor camino vital el de la religión. A conclusiones parecidas llegaron
otros escritores católicos, como Carlos Mendizábal Brunet en Galatea (1915; luego
reeditada en 1922 con el título de Pygmalión y Galatea), que parece ser una derivación,
bastante melodramática, de la historia de la creación de un robot femenino como amante
ideal contada magistralmente por Auguste de Villiers de l’Isle-Adam en L’Ève future
(1886).
Otras ficciones científicas antipositivistas de estos primeros años del siglo XX

prefirieron, frente al humor negro o a la apología confesional, la melancolía


decadentista ante el espectáculo de un fin del mundo que vendría a vaciar de toda
pertinencia el progreso promovido y prometido por el capitalismo y su tecnología. Esa
melancolía baña un magistral cuento lírico de Azorín (José Martínez Ruiz), “El fin de
un mundo” (1901), 18 en el que el último ser humano medita sobre el destino
insignificante de la humanidad en el universo, observado con un logrado sentido de lo
sublime. A este monólogo precede una descripción de la utopía alcanzada hacía siglos
en la Tierra,19 cuya consecuencia final había sido el estancamiento y la esterilidad: “La
amplia y fecundadora ley del progreso tornábase en deprimente ley de ruina y
acabamiento” (Martínez Ruiz, 2014: 148). De esta manera, se reconocía la utilidad
práctica del progreso, pero se señalaba también que tal progreso, por sí solo, no podía
satisfacer las necesidades profundas del ser humano y, sobre todo, que esa supuesta
utilidad se revelaba como falsa, en el fondo, a la luz de la acción inevitable de la ley de
la evolución.
Una perspectiva análogamente melancólica puede observarse en otro de los
grandes cuentos del período, “Mecanópolis” (1913), de Miguel de Unamuno, quien lo
escribió años después de haber abandonado los ideales modernizadores y europeístas de
su juventud en favor de una búsqueda de la inmortalidad como principal meta del ser
18
Azorín escribió otro cuento apocalíptico de menos empeño más adelante: “Se acabó el sol. Humildad”
(1935).
19
Una visión puramente utópica de una civilización urbana futura y libre de las lacras sociopolíticas y de
la fealdad del presente protagoniza otro cuento del joven Azorín, “La casa, la calle y el camino” (1904;
Tiempos y cosas, 1944).

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humano. Esta búsqueda la entendía como una tarea, sobre todo, espiritual, para la cual
los avances técnicos no eran pertinentes e, incluso, podían considerarse
contraproducentes (y de ahí el “¡que inventen ellos!”). En ese cuento, escrito “bajo la
inspiración de Erewhon: or, Over the Range (1872), novela precursora de S. [Samuel]
Butler, se describe una ciudad deshabitada y controlada por máquinas pensantes; la
denuncia del mundo mecanizado, inhumano y fantasmagórico de Mecanópolis encaja
perfectamente con las tendencias antiindustrialistas de su autor” (Santiáñez-Tió, 1995:
24). Sin embargo, a diferencia de aquel viaje imaginario inglés, “Mecanópolis” no se
distingue por su ironía. Se trata más bien de una parábola lírica cuya riqueza simbólica
le confiere un singular atractivo.
La nueva (o reavivada) desconfianza hacia la ciencia se refleja asimismo en la literatura
dirigida al gran público, como indican algunos de los títulos fictocientíficos que se
pueden encontrar en las colecciones periódicas de novelas cortas que tanto éxito tenían
en la época, tales como El Cuento Semanal, La Novela Corta, La Novela de Hoy y
otras. Cada colección solía publicar un original cada semana y varias de esas
colecciones competían al mismo tiempo por el favor de los lectores, con lo que la cifra
de novedades aumentaba rápidamente. El hecho de que se dirigieran a un público
mayoritario no fue la causa de la desatención crítica que solían sufrir, puesto que la
calidad variable de los textos tenía más que ver con la capacidad de cada autor que con
la índole popular de las distintas colecciones. A diferencia de lo que ocurría con sus
equivalentes norteamericanos —las publicaciones pulp, de escritura bastante descuidada
en general—, las colecciones periódicas de novela corta y teatro españolas acogieron sin
distinciones muestras de todo el panorama literario del país, desde lo más comercial
hasta lo más exigente desde el punto de vista intelectual y estético. De hecho, lo que
hace de ellas un fenómeno único en Europa es no solo su abundancia y enorme éxito,
sino también su calidad literaria, más que aceptable en general a lo largo de toda su
historia. Su aspecto externo era tan pobre como el de los pulps anglosajones o los
feuilletons (folletines) franceses, pues se trataba de folletos que no solían superar las
sesenta páginas, pero su contenido era sin duda mucho mejor que el material en que se
imprimían. Sus ilustraciones las firmaban algunos de los mayores dibujantes españoles
del período, como Rafael de Penagos, mientras que se cuentan entre sus escritores

8
figuras indiscutibles del canon literario como, por ejemplo, Emilia Pardo Bazán.20 Así
pues, lo que podría considerarse literatura comercial desde un punto de vista sociológico
no constituía una literatura meramente comercial en su filosofía. Aparte de las
consideraciones crematísticas, los escritores e intelectuales de entonces pretendían
seguramente llegar a un amplio número de lectores sin necesidad de rebajar su arte.
Numerosos relatos publicados en primer lugar en la prensa o en esas colecciones
periódicas se recogían a menudo en volumen sin apenas cambios, mientras que una
historia podía pasar de un libro de difusión limitada a una colección de tirada masiva.
Aparte de las de novela galante, las principales de estas colecciones periódicas
albergaban todo tipo de géneros y planteamientos literarios. Aunque dominaran las
narraciones que prolongaban la estética realista con un contenido sentimental, erótico,
costumbrista o social (regeneracionista o revolucionario), también vieron la luz en ellas
diversos relatos fantásticos y un puñado de ficciones científicas, cuyos autores las
cultivaron a menudo “como una forma de vehicular sus inquietudes, la mayor parte de
las veces de impulso regeneracionista, ante determinados aspectos de la sociedad”
(Gutiérrez, 2012: 26), pese a lo cual la visión negativa de lo científico y de la
innovación era a menudo manifiesta, tanto si era el resultado de actividades humanas
como de importaciones alienígenas. Varias novelas cortas publicadas en estas
colecciones pueden servir de ejemplo.
La verdad en la ilusión (1912), de Luis Antón del Olmet, es una visión sarcástica de un
futuro aséptico, no muy distinto (en un registro cómico) del imaginado por Azorín,
aunque se presente con mayor énfasis en lo político, por la tendencia anarquista del

20
Tal y como se ha comentado en el capítulo anterior, esta gran narradora publicó en El Libro Popular
una interesante novela corta prehistórica feminista y hasta anticlerical titulada En las cavernas (1912),
que amplía un cuento anterior de asunto similar titulado “Progreso” (1907). Otras ficciones de este
género publicadas antes de 1936 en España son “El primer amor” (1902), de Francisco Navarro
Ledesma; El rey de los trogloditas (1925), del paleontólogo Jesús Carballo; “Historia del buen rey Totem”
(1925; ampliada en Cuentos sin importancia, 1927), curiosa parábola anarquizante de José María
Pemán; “El traje milenario” (1926), de Antonio de Hoyos y Vinent, y la primera parte de La novela de
España (1928), del historiador Manuel Gómez-Moreno. Tampoco el género emparentado de la narrativa
de razas y mundos perdidos o arqueoficción tuvo demasiado predicamento en España antes de 1936,
aunque se pueden recordar dos narraciones que imaginan la pervivencia en un paraje aislado de una
sociedad incaica (La ciudad sepultada, novela popular de Jesús de Aragón publicada en 1929) o colonial,
con tintes distópicos (“En la caverna encantada”, de José María Salaverría, publicada primero en la
revista argentina Caras y Caretas en 1929 y recogida en El libro de las narraciones, 1936).

9
orden futuro. El cuento finamente irónico El planeta prodigioso, 21 de José María
Salaverría, adopta la forma de una conferencia histórica de un erudito marciano a un
público de su planeta sobre la Tierra, sus habitantes y sus irracionales costumbres, antes
de su colonización por los civilizadores del planeta rojo, cuya superioridad tecnológica
se expresa públicamente en un desprecio manifiesto de los subdesarrollados humanos, a
los que era obligado colonizar. En El embajador de la Luna (1925), de Emilio Carrere,
cohabitan observación costumbrista y hasta castiza y la perspectiva distanciadora
introducida por la visita de un selenita a los barrios bajos madrileños. La fauna reciente
(1928), de Wenceslao Fernández Flórez, se ha leído bastante gracias a su inclusión en
su novela disparatada de gran éxito El hombre que compró un automóvil (1932) con el
título de “Colofón fantástico”. Este relato narra con humor la evolución de los
automóviles a una especie de conciencia animal.
Estas narraciones se caracterizan por la comicidad. Un registro serio predomina, en
cambio, en otras del mismo género, algunas de las cuales combinan innovaciones
científicas imaginarias y motivos fantásticos.22 En La ciencia del dolor (1907), de
Marcos Rafael Blanco Belmonte, la telepatía inducida artificialmente acaba
convirtiéndose en un don trágico, rechazado al final por razones éticas.23 La involución
experimental hacia la animalidad revela la esencia genuina de una mujer (¿o de la
mujer?) en El caso del doctor Iturbe (1912), de Rafael López de Haro. En El aborto

21
En su primera edición, este relato se publicó tras la novela El oculto pecado (1924), pero se reeditó en
1929 en La Novela de Hoy con un título doble, el anterior y Un mundo al descubierto.
22
El mismo Carrere combinó ciencia natural y espiritismo en El sexto sentido (1921; reeditada en La
Novela de Hoy en 1928 con el título de El viaje sin retorno), de acuerdo con las doctrinas que perseguían
conferir racionalidad a lo sobrenatural, en la línea de las visiones celestes cósmico-espiritualistas de
Camille Flammarion que constituyen, por ejemplo, Lumen (1872; obra traducida al español ya en 1873),
obra imitada por Enrique Feyjoo y Rubio (Doctor Spero) en “Los hombres de vidrio” (Los hombres de
vidrio y otros ensayos, 1929) y, de forma más libre, por Melitón Leoz en La gran Psiquis (1922). Por otra
parte, las pretensiones científicas del espiritismo se sometieron a sátira en El plano austral (1922), de
Enrique Jardiel Poncela, en la que un aparato permite entrar en contacto con el más allá. También
existen diversas narraciones españolas que explotan la ciencia desde una perspectiva semifantástica
postromántica, aunque no espiritista, hasta bien entrado el siglo XX, a saber: “La mujer número 53” (El
dulce enemigo, 1904), de Alejandro Larrubiera; Eva inmortal (1917), de Bernardo Morales San Martín;
“Dura Lex…” (1918), de Miguel A. Calvo Roselló; La voz de la sangre (1922), de Ángel Marsá; Ella no tuvo
la culpa (Documentos del extraño doctor Flaver) (1931), del Caballero Audaz (José María Carretero), o
“Quinientos” (El libro de las narraciones, 1936), de José María Salaverría.
23
El planteamiento moral(ista) predomina también en otro relato de este autor, “Los inventos del
doctor Ramírez” (Pues, señor…, 1910).

10
(1921, en el volumen titulado La voluntad de Dios24 y 1922, en La Novela Corta), del
hispano-cubano Alfonso Hernández Catá, la invención por un científico germano de un
dispositivo capaz de transferir todas las cualificaciones y habilidades de un agonizante a
una persona viva se ensaya en una localidad española donde está trabajando un
arqueólogo amigo del inventor, con resultados terribles: el tonto del pueblo, antes feliz,
se suicida tras recibir los conocimientos de un filósofo y los pueblerinos matan a
pedradas a los dos sabios. De esta forma, Hernández Catá acertó en criticar a la vez la
pretensión colonial de una ciencia extranjera en un país atrasado, a cuyos habitantes se
trataba ahí como conejillos de Indias, y la brutalidad de una sociedad rural
profundamente reacia al progreso científico. El realismo de la historia intensifica el
efecto de una escritura antipastoral que contrasta con la nostalgia de la vida tranquila
del campo frecuente en la literatura, especulativa o no, de países más desarrollados.
Después de todo, el progreso técnico seguía siendo un requisito previo para la
regeneración de España, pero reconocer este hecho no impidió a estos tres escritores
presentar a sus científicos como personas que solían anteponer la investigación a
cualquier consideración ética, sin que ello se tradujera en una mayor felicidad para ellos
o sus semejantes, como sugiere el bien llevado relato de Hernández Catá.
Frente al optimismo antes propiciado por los avances técnicos y la expansión
económica e imperialista, todos estos autores no cesan de avisar de que el cambio no
tenía por qué ser necesariamente para mejor. Este mensaje subyace a su obra y, por
ende, a esta corriente principal de la ficción científica de los primeros años del siglo XX
en España. Una idea similar puede deducirse de la ficción científica renovadora
derivada, sobre todo, de la imitación del scientific romance británico, en general, y
wellsiano, en particular. La nueva tendencia en la ficción científica no se limitaba ya a
adoptar los valores positivistas e invertirlos, aunque dejando intacto el cariz del mundo
anticipado por la imaginación progresista decimonónica. Pese a la radicalidad formal e
ideológica de un marqués de Valero de Urría, por ejemplo, los cultivadores de la
narrativa científica contraria al cientifismo tradicional no parecían interesados por
anticipar un futuro que no fuera análogo a su presente capitalista, ampliado hasta un
grado tal de hipérbole que quedaba al descubierto su monstruosidad. El scientific
romance proponía, en cambio, nuevos tipos de futuro, abriendo así la puerta a una

24
En el mismo volumen, que se tradujo al alemán, figura otro relato fictocientífico, “Fraternidad”, cuyo
asunto prefigura el de la obra de teatro posterior de Pedro Salinas Caín o una gloria científica (1957).

11
variedad de realidades posibles y diversificando la especulación científica ficcional de
forma nunca antes vista. Si a ello se suma una paralela experimentación con las formas
para ajustarlas a la novedad de las visiones, no extrañará que este tipo de ficción
científica fuera bien acogida por los intelectuales españoles desde la primera traducción
española del Wells especulativo. Al fin y al cabo, gran parte del atractivo del scientific
romance radicaba en su capacidad de presentar órdenes humanos alternativos, positivos
o negativos, de manera que resultaba relativamente sencillo evocar su parentesco con la
prestigiosa tradición literaria utópica. De hecho, el scientific romance se denominó a
menudo en España novela utópica, de manera análoga a la práctica paralela alemana
(utopischer Roman).25

3. LA NOVELA UTÓPICA Y SU RECEPCIÓN


Según Brian Stableford, como en las ficciones de Jonathan Swift o Voltaire, el
scientific romance is always inherently playful and is never without at least a hint of
seriousness. Both these things are inherent in the nature of the exercise and we should
not fall into the trap of considering playfulness and seriousness to be contradictory. […]
This combination of playfulness and seriousness makes scientific romance inherently
iconoclastic (Stableford, 1985: 9).

También esto lo hacía intrínsecamente más ambiguo, porque su construcción suele


revelar la búsqueda de una pluralidad de sentidos, como ocurre en las primeras ficciones
científicas de Wells, las cuales tuvieron una recepción extraordinariamente positiva
tanto en Gran Bretaña como en el resto del mundo. De hecho, la reputación de Wells
fue esencial para la formación de la ficción científica internacional. En España, la
traducción de The War of the Worlds (1898), con el título de La guerra de los mundos,
por uno de los jóvenes intelectuales mejor vistos en la época, Ramiro de Maeztu,26

25
En la época misma, el sintagma preferido parece haber sido, en efecto, el de novela utópica
(Andrenio, 1925). Existía entonces la tendencia de englobar toda la literatura especulativa en el universo
de la utopía, de acuerdo con la concepción de esta definida, por ejemplo, por Ruyer al final de esta
época: “Une utopie est la description d’un monde imaginaire, en dehors de notre espace ou de notre
temps, ou en tout cas, de l’espace et du temps historiques et géographiques. C’est la description d’un
monde constitué sur des principes différents de ceux qui sont à l’œuvre dans le monde réel” (Ruyer,
1950: 3).
26
Se publicó por entregas en El Imparcial entre marzo y abril de 1902. El propio Maeztu no escribió nada
wellsiano original, aunque sí una breve anticipación económica sobre el desarrollo y el abandono de una
región minera del norte de España. Esa anticipación se presenta como un sueño intercalado en un
artículo titulado “Fantasías verosímiles” (1899).

12
revistió importancia crucial para la aceptación del género como un esfuerzo literario
digno de respeto. Un crítico muy influyente, Andrenio (seudónimo de Eduardo Gómez
de Baquero), aclamó la llegada de “una nueva forma de lo maravilloso en literatura”, pues
Wells había llevado a cabo “una restauración de lo maravilloso en literatura realizada
con originalidad y aprovechando hábilmente los materiales de la actual cultura
científica”, con lo que había conseguido “dar color de realidad histórica a lo fantástico“
(Andrenio, 1902). Especulación y verosimilitud se habían combinado para renovar la
literatura de lo imaginario en un sentido moderno.

Tras este juicio atinado y altamente positivo, varios de los scientific romances (novelas
y relatos) de Wells se tradujeron y publicaron rápidamente en España. Su éxito se puede
inferir del hecho de que incluso dieron lugar a parodias,27 Sin embargo, habría de pasar casi una década
antes de que el modelo de Wells fuera seguido en serio. Carlos Mendizábal Brunet pretendió cubrir las supuestas lagunas de la

intriga de The Time Machine (1895) mediante la narración con un realismo meticuloso del segundo viaje del protagonista al futuro

en su extensa novela Elois y morlocks (1909), firmada con el anagrama de Lázaro Clendábims. E
l autor español no
escatimó esfuerzos a la hora de explicar cómo habían aparecido ambas especies futuras
y la manera en que la fe cristiana, redescubierta gracias al hermano misionero y
acompañante del viajero en el tiempo, los había redimido y permitido rehacer una única
humanidad de acuerdo con la doctrina católica. La novela abunda, consecuentemente,
en predicaciones: “Si Wells superpone a la temática social perspectivas escatológicas
propias de un filósofo de la Historia, Mendizábal la aplasta con ellas” (Uribe, 2002: 39).
No es de extrañar, pues, que el libro sea pesadamente didáctico y que su escritura
parezca anacrónica en su detallismo al decimonónico modo. Sin embargo, fue bien

27
Una de las principales fue Seis días fuera del mundo (1905), de Juan Pérez Zúñiga, que parodia The
First Men in the Moon (1901), de Wells, aunque la Luna de Zúñiga no estaba habitada por insectos
inteligentes, sino por banquetas, y su humor paródico es tan eficaz que la obra se tradujo al italiano en
2011. También citó al escritor inglés José Fernández Bremón en su tratamiento humorístico de un
motivo wellsiano (“se trata de una invasión de hombres invisibles debida precisamente al influjo de H.
G. Wells”; Martín, 2012: 20) en “Besos y bofetones” (1909). Asimismo, existen varias narraciones
marcianas españolas paródicas, tales como La conquista de un planeta (1905), de Luis Gabaldón, y El
secreto de un loco (1929; versión muy revisada con el título de El fin de una expedición sideral, 1932;
existe una tercera versión de 1938 que recuperaba el título de El secreto de un loco), de Benigno
Bejarano. Esta última constituye una muestra interesante de humor moderno que adopta parcialmente
la escritura incongruente y disparatada de los vanguardistas populares de la llamada otra Generación del
27, adoptándola a una imaginación desbordada que se manifiesta, por ejemplo, en sus originales
marcianos. No obstante, el tipo de literatura parodiado parece ser el folletín decimonónico más que la
ficción científica de su tiempo, a juzgar por el tenor de las aventuras, burlonamente folletinescas, en
efecto.

13
recibida, principalmente por la prensa católica, además de ser imitada por otros autores
confesionales, algunos de ellos sacerdotes, que escribieron diversas ficciones científicas
ambientadas en un futuro más bien apocalíptico, tales como la relativamente amena y
moderna Jerusalén y Babilonia (1927), de Antonio Ibáñez Barranquero, o El fin de los
tiempos, de Carlos Ortí y Muñoz (1933).28 Estas obras, muy influidas por Lord of the
World (1907), de Robert Hugh Benson, fueron acogidas con simpatía sobre todo en los
círculos católicos fundamentalistas, pero la institución literaria las desdeñó a menudo,
probablemente por la cortedad de las ambiciones literarias de estas novelas de
propaganda.
La corriente principal de la ficción científica española la representaban entonces más
bien algunos escritores que siguieron los pasos de Maeztu. Este desempeñó un papel
crucial, aunque indirecto, como mentor de varios intelectuales jóvenes que habían
acudido a Londres después de él para completar su educación, tal como les había
animado a hacer tras la derrota de España en la guerra hispano-norteamericana de 1898.
El resultado de esta contienda implicó, entre otras cosas, una marginación geopolítica
de España aún mayor, lo que contrastaba tristemente con su antigua prominencia
histórica. Para hacer frente a esa amarga realidad, muchos intelectuales empezaron a
creer que la modernización técnica propugnada por los positivistas no bastaba para
devolver a España al corazón del mundo civilizado. También se consideraba necesario
conocer de primera mano lo que estaba propiciando el éxito de las grandes naciones
industriales y coloniales, así como poner fin al tradicional aislacionismo de la cultura
española. Los jóvenes escritores que posteriormente constituyeron la generación de
1914, con José Ortega y Gasset a la cabeza, adoptaron con entusiasmo esta actitud
cosmopolita y muchos de ellos se fueron a estudiar o trabajar al extranjero. Aunque
varios marcharon a Francia o Italia, la mayoría optó por Alemania o Gran Bretaña.
Londres, como el centro del mayor imperio de la época, fue el destino preferido,
siguiendo los pasos de Maeztu. Tres de los intelectuales españoles más influyentes de
esa generación, Ramón Pérez de Ayala, Luis Araquistáin y Salvador de Madariaga,

28
Existen varias novelas católicas que ponen al día, con inclusión de elementos sociales y tecnológicos
futuristas, la mitología del Apocalipsis de Juan, tales como El ocaso del hombre (1920), de Bernardo
Morales San Martín, y La bestia del Apocalipsis (1935), de Juan José Valverde, aunque ambas novelas
son más bien alegóricas. Otra novela española de este tipo es la muy extensa titulada Los últimos
capítulos de la historia desde la revolución bolchevique hasta el fin del mundo (1930), de Enrique J. J.
Sánchez Rubio. Edgar Neville se burlaría luego de este apocalipticismo religioso en su cuento paródico e
iconoclasta “Fin” (Música de fondo, 1936).

14
fueron algunos de los London boys (Santervás, 1990: 142 y nota 45), como Maeztu los
llamó en una carta, que se instalaron en aquella ciudad durante al menos un par de años,
familiarizándose con las prácticas de una verdadera democracia liberal y conociendo y
hasta entablando amistad con figuras como George Bernard Shaw o el mismo Wells.
También se familiarizaron entonces con el espíritu de la literatura inglesa moderna, por
lo que no sorprenderá que esos autores escribieran asimismo ficciones científicas de aire
británico.
Los frutos literarios de esta influencia vinieron, sobre todo, después de la Gran Guerra,
cuando la tendencia (anti)positivista ya había agotado su recorrido y la novela utópica
de influencia inglesa pudo desarrollarse plenamente, hasta experimentar un breve auge
en los primeros cinco años de la década de 1920. Una nueva traducción de Wells puede
considerarse el hito simbólico de inicio. En 1919, Alfonso Hernández Catá publicó su
traducción, precedida de un interesante prólogo, de varios de los relatos de aquel en un
volumen titulado El país de los ciegos y otras narraciones, que recogía una pequeña
parte del contenido de The Country of the Blind and Other Stories (1911). A esta
iniciativa sucedió una serie de nuevas traducciones gracias a la publicación, entre 1921
y 1926, de gran parte de las ficciones científicas wellsianas por el editor barcelonés
Bauzá. La versión de Hernández Catá tuvo, además, el efecto de merecer una reseña
muy inteligente del poeta y crítico Gabriel Alomar, que se esforzó por situar a Wells en
su contexto literario correcto. Según él, el autor de El país de los ciegos había sucedido
a Edgar Allan Poe y Julio Verne, pero pertenecía más bien a “la tradición inglesa del
proyectismo social de Tomás Moro y a la del humorismo de Swift. Wells es, a la vez,
un conciudadano de Utopía y de Liliput” (Alomar, 1919). Su arte transcendental era,
efectivamente, swiftiano en su origen y había heredado de aquel clásico la capacidad de
crear una belleza filosófica capaz de expresar un sentido estremecedor de la relatividad
del ser humano, tanto en su naturaleza como en el orden social que había creado, de
manera que impulsaba a los lectores a poner en duda cualquier certidumbre de cara a
una nueva interpretación más personal del mundo, fundada en una lucidez desengañada
y ecuánime. Después de la crisis de la Primera Guerra Mundial y el derrumbe
consiguiente de los ídolos de la tribu, se volvió a escuchar claramente la lección
swiftiana, ahora traspuesta al nuevo género de la ficción científica, “the romance of the
disenchanted universe” (Stableford, 1985: 9). Alomar señaló su potencial literario para
España, cuya neutralidad no la había librado de la crisis universal de valores
característica de la modernidad en su apogeo, una crisis que fue también estética. La

15
novela tradicional estaba perdiendo terreno ante experimentos narrativos muy variados,
que el público parecía acoger con favor creciente tras el desconcierto inicial. El uso de
un novum o innovación de orden científico o tecnológico, o pseudocientífico o
pseudotecnológico, que sirve de motor a la fábula, en un marco heredado del viaje
imaginario clásico, fue uno de los procedimientos renovadores ensayados para crear un
nuevo tipo de narrativa acorde con los tiempos.
Entre los ejemplos españoles del viaje imaginario de la primera mitad del siglo
XX, dos obras destacan incluso a escala internacional. El primero, El paraíso de las
mujeres (1922), de Vicente Blasco Ibáñez, fue probablemente el que cosechó más éxito
entre el gran público, como correspondía quizá a la categoría de productor de
superventas mundiales del autor. Novelas suyas como Los cuatro jinetes del Apocalipsis
(1916) le habían reportado fama y dinero, especialmente en los Estados Unidos, donde
este libro y otros suyos como Sangre y arena (1908) se adaptaron al cine y se
convirtieron en tempranos blockbusters. Con estos antecedentes, no es extraño que la
industria de Hollywood le pidiera un guion original para hacer una película, pero Blasco
Ibáñez era sobre todo un novelista y acabó escribiendo un texto tan largo y complejo
que excedía de las posibilidades fílmicas de la época. De hecho, El paraíso de las
mujeres no dio lugar a ninguna película y ni siquiera se tradujo al inglés. Sin embargo,
el escritor no abandonó el proyecto, sino que aprovechó la oportunidad para probar lo
que él denominó “novela cinematográfica” (Blasco Ibáñez, 1922: 9), según figura en el
prólogo del libro, en el que también intentó matizar el alcance satírico indudable de la
obra, al declarar que “[h]asta en los Estados Unidos —país donde las mujeres ejercen
una enorme y legítima influencia— creen algunos, equivocadamente, que mi novela es
a modo de sátira del feminismo contemporáneo” (1922: 15). Pero ¿se trata realmente de
una narrativa antifeminista? La gran potencia norteamericana estaba bastante más
avanzada que España en lo relativo a los derechos de las mujeres y a su papel en la vida
pública y un escritor progresista y liberal como Blasco Ibáñez no parecía estar
disconforme con ello. Al contrario, utilizó en El paraíso de las mujeres una “estrategia
de denuncia tanto de la marginación social de la mujer como de otros defectos de la
sociedad“ (Castillo Martín, 2000: 820), sobre todo el militarismo, tradicionalmente
identificado con la masculinidad. En su novela, que pertenece a la modalidad de la
gulliveriada, un estadounidense llega a Lilliput en el período contemporáneo y observa
como las mujeres, gracias a su monopolio de un rayo que desactiva cualquier tipo de
arma, han excluido a los varones de cualquier cargo con alguna autoridad, hasta que un

16
inventor descubre un procedimiento para anular ese rayo y los varones se rebelan para
obtener el reconocimiento de sus derechos y construir un nuevo orden, más igualitario.
El resultado final se ignora, porque el personaje principal despierta antes: la aventura no
había sido sino un sueño. Esto limita el carácter fictocientífico de la novela, pese al uso
de dispositivos técnicos como motores de la intriga y fuentes de un maravilloso
científico, wellsiano, según señaló Gómez de Baquero en su reseña del libro.29 No
obstante, su descripción de la ginecocracia liliputiense representa un ejemplo
sobresaliente del distanciamiento cognitivo que se suele considerar propio de la ciencia
ficción, mientras que el libro destaca en la producción de Blasco Ibáñez por la coherente
ligereza irónica del tono, además de por su buen ritmo narrativo, que hace muy
agradable su lectura. Sin embargo, y a pesar del atractivo de su tema desde el punto de
vista de la crítica feminista, no ha suscitado apenas interés en el mundo académico. ¿Se
debe este hecho al carácter insólito de la obra en medio de la producción realista del
autor? O ¿pudo influir la recepción más bien negativa de esta novela, cuya novedad
distó de ser entendida? En efecto, la crítica coetánea prefirió pasar más o menos por alto
la verdadera novedad de la obra, que radicaba en su dimensión especulativa y en su
hábil recuperación del modelo swiftiano, para insistir más bien en su fracaso evidente
como narrativa cinematográfica. Por ejemplo, Gómez de Baquero condenó el intento de
escribir una novela como si fuera una película, ya que “el autor tiene que pensar, ante
todo, en lo plástico, en lo aparente” (Andrenio, 1922). Sin embargo, hay que precisar
que ni su género temático ni sus elementos fictocientíficos fueron las razones de la
recepción poco entusiasta de El paraíso de las mujeres, porque el segundo gran viaje
imaginario moderno español, publicado un año después, fue muy aplaudido por la
crítica.
El archipiélago maravilloso (1923), de Luis Araquistáin, es una “novel in the
manner of Gulliver’s Travels” (apud Martín Rodríguez [2011a: 45]), como el propio
autor indicó en una carta enviada a una editorial británica cuando intentaba, sin éxito,
que se tradujera al inglés. En ella se describen tres islas imaginarias del Pacífico
visitadas por dos marineros náufragos. La primera es la isla de los Inmortales, donde

29
“No es difícil distinguir el origen de los varios elementos que han entrado en la composición de la
fábula novelesca de Blasco Ibáñez. En las líneas generales de su invención sigue a Swift; el elemento
fantástico, de maravilloso científico, los rayos negros, los cables de las máquinas voladoras y de los
buques sumergibles que defienden el paraíso de las mujeres, proceden de Wells o tienen en las novelas
del célebre autor inglés un antecedente inmediato” (Andrenio, 1922).

17
una sociedad muy avanzada tecnológicamente queda completamente estancada a raíz
del descubrimiento de una píldora de la inmortalidad, la cual también confiere juventud
e invulnerabilidad, pero que acaba teniendo como resultado un aburrimiento sin fin. La
segunda isla alberga una sociedad primitiva en la que un cristal que allí se encuentra de
forma natural permite ver las intenciones de otras personas, lo que termina siendo,
evidentemente, una fuente de desencanto y, en definitiva, de violencia. La última isla
está organizada como una ginecocracia (utópica), en la que se sacrifican los bebés de
sexo masculino y sus padres, atraídos a la isla por la perspectiva de fornicaciones
ilimitadas con las bellísimas mozas del lugar, son utilizados sexualmente hasta el
agotamiento y la muerte. Estas sociedades son “réplicas pesimistas de las utopías
sociales y políticas del hombre contemporáneo” (Calvo Carilla, 2008 273), cuya
descripción configura “una visión paródica, mordaz y desencantada tanto de las
ideologías redentoras emergentes como, en general, de las frustraciones de la Europa de
entreguerras“ (274). Las ideologías objeto de la ironía de Araquistáin eran,
respectivamente, la obsesión unamuniana por la inmortalidad personal y la pretensión
psicoanalítica de desvelar el subconsciente y el feminismo, si bien el autor negó tener
un propósito abiertamente polémico y que sus islas representaran una crítica seria del
impulso utópico, al declarar, en el prólogo de su continuación inacabada y manuscrita
“Ucronía”, que El archipiélago maravilloso “es un libro caricaturesco y ligero, que no
merece ser clasificado entre los utópicos” (Araquistáin, 2011: 195). Sin embargo, así es
precisamente como fue entendido por los críticos, empezando por el defensor constante
de la ficción científica, Gómez de Baquero (Andrenio). Para él, la obra era una “novela
de la utopía”, que reflejaba “lo que no existe en el mapa de la realidad”, pero “puede
existir en el mapa más ancho de los posibles” (Andrenio, 1923). Lejos de ser arbitrario y
absurdo, el discurso utópico podía aportar verosimilitud a lo maravilloso de lo narrado,
con lo que se ampliaba el realismo con una orientación ética y filosófica, tal como
Araquistáin había demostrado ejemplarmente en su novela:
El libro de Araquistáin une al interés literario el filosófico. La misión de la
novela no se reduce a levantar los tejados de las casas de vecindad […]. Las
utopías no le están vedadas, y estos viajes pueden ser tan atractivos como el
paseo por las escenas corrientes de la comedia humana, siempre que el guía
acierte a dar colorido y plasticidad a las imágenes, como lo ha conseguido el
autor de El archipiélago maravilloso (Andrenio, 1923).

Este juicio abiertamente positivo fue general en la crítica y, probablemente, entre los
intelectuales. El archipiélago maravilloso debió de producir una buena impresión en el

18
mundillo literario español. Se convirtió en ejemplo paradigmático de la ficción
científica española, siendo mencionado como referencia al comentarse otras novelas del
género, como la de Madariaga, además de recibir el homenaje creativo de Azorín, quien
añadió a las islas de Araquistáin otra, “La isla de la Serenidad” (1923), uno de sus
cuentos-crítica luego recogido en Los Quinteros y otras páginas (1925) y a cuyo
espacio ficticio retornó con otro cuento (anti)utópico, “Los intelectuales” (1928;
recogido en Cuentos, 1956). No faltaron quienes lo consideraron un modelo para una
nueva literatura española que superara el provincianismo tradicional de sus temas para
tratar asuntos universales. Araquistáin había saltado “los límites de la nacionalidad por
su ideación, por sus dotes temperamentales y por su cultura” (Ballesteros de Martos,
1923), convirtiéndose así en un ejemplo a seguir. El autor había aprovechado,
efectivamente, su estancia en Inglaterra como uno de los chicos de Londres de Maeztu
para familiarizarse con el espíritu de la ficción científica, que él fue uno de los primeros
en cultivar en España en su forma pura con éxito. El mismo Araquistáin reconoció en
una entrevista su deuda con sus predecesores británicos, aunque insistió también en que
El archipiélago maravilloso “no tiene de inglés más que el género” (Giménez
Caballero, 1926), quizá para defender tanto su originalidad como su lugar legítimo en el
marco de la literatura española. ¿Disentía también veladamente del carácter
exageradamente foráneo de La jirafa sagrada, una ficción científica de su compañero
del grupo de Londres y de su generación Salvador de Madariaga aparecida en 1925?
Pese al carácter de conjetura de esta afirmación, cabe pensar que Araquistáin viera más
próxima su novela a la vida literaria española (recuérdese su ataque implícito a
Unamuno) que la de Madariaga, la cual es tan deliberadamente británica que
difícilmente puede considerarse una muestra española del género, si bien su autor
publicó una versión propia en castellano unos meses antes que el original inglés (The
Sacred Giraffe) y la obra ha sido mucho más comentada por la crítica académica
española que por la del país para el que se escribió.
Ebania es un país africano en que, en el año de gracia de 6922 y pese a una
agitación masculinista creciente, las mujeres excluyen a los varones de cualquier
actividad seria, desde la política, que refleja burlescamente el sistema de partidos
británico, hasta la ciencia. Esta es sobre todo de carácter historiográfico. Esta sociedad
futura no es tecnológicamente avanzada, sino más bien un paraíso de las humanidades,
donde los escasos restos de la civilización europea, desaparecida siglos atrás, se
estudian con ahínco y resultados hilarantes. Las prácticas del pasado europeo,

19
especialmente del inglés, que no es sino el presente de Madariaga, se observan así desde
un punto de vista distanciado que explota sus posibilidades cómicas con ánimo satírico.
Desgraciadamente, el autor presta tanta atención a la descripción de los ridículos
diversos del presente que se olvida a menudo de que hay una historia que narrar. Se ha
afirmado que La jirafa sagrada es principalmente “una serie ininterrumpida de
episodios humorísticos con referencia en usos y creencias de nuestra civilización” (Sanz
Villanueva, 1987: 298). El argumento es, de hecho, bastante leve y parece más propio
de una sátira que de una novela. Sin embargo, nada nos impide compartir la opinión de
uno de sus primeros críticos, Enrique Díez-Canedo, quien declaró que “por todas [sus
páginas] corre abundantemente la ironía, y aun los matices más serios, si se piensa en la
realización novelesca, asumen aspecto más convincente rebajando la solemnidad del
tono narrativo” (Díez-Canedo, 1925). La jirafa sagrada era para él una obra
carnavalesca, y así debía leerse. De esta manera, entendió que la ficción científica
exigía un enfoque crítico distinto al aplicado a la novela realista. Su valor tenía que
aquilatarse recurriendo a su propia tradición y marco de referencia. Esto es lo que la
crítica coetánea hizo en general y, por ejemplo, Díez-Canedo mencionó El archipiélago
maravilloso como obra perteneciente al mismo género que la de Madariaga, mientras
que Gómez de Baquero aprovechó su reseña de La jirafa sagrada para ofrecer una
inteligente apología del género, 30 que ambos críticos llamaban utópico, igual que
Araquistáin, y que designaba la ficción científica que, según el modelo wellsiano,
afrontaba la sociedad presente desde fuera, desde la perspectiva de una sociedad
imaginaria alternativa en el tiempo o el espacio que le servía a la vez de reflejo o
comentario semialegórico. Sería esta clase de ficción, en la que se combinaban
pensamiento, humor y una disciplina razonada de la fantasía en pos de una
verosimilitud que hiciera más eficaz el mensaje, la que solía favorecer la crítica
española en aquel período. Sin embargo, hubo también en esos años una ficción
científica menos inglesa que la de los chicos de Londres. Hubo así algún ejemplo de

30
“El placer estético de desarrollar una hipótesis en forma antropomórfica, de crear el mito literario de
una idea, bastaría para justificar la novela utópica. El juego de los posibles atrae a los espíritus curiosos.
Mas en esa clase de novelas opera generalmente otro móvil: el móvil satírico social. […] Aunque
el procedimiento general de la novela es la imitación de la vida humana, el procedimiento mítico no la
desnaturaliza por completo, y hasta es un medio para introducir elementos poéticos en el campo
novelesco. Aparte de esto, puede tener utilidad práctica para dar corporeidad a la sátira, haciéndola
más asequible y elocuente; para atacar más suavemente los prejuicios sociales, y en momentos de
intransigencia y opresión, para salvar a la crítica bajo el velo de la alegoría” (Andrenio, 1925).

20
ficción científica en los medios de las vanguardias históricas, normalmente más
interesadas en la fantasía onírica o incongruente, así como en el lirismo.31 De hecho,
Ramón Gómez de la Serna demostró que la ficción científica y la escritura vanguardista
no eran incompatibles al ofrecer un relato titulado “El dueño del átomo” (1926; 1928,
en el volumen del mismo título), en el que se jugaba anticipadamente con la energía
atómica, si bien el alcance propiamente especulativo de la narración era marginal.
Asimismo, Gómez de la Serna puede considerarse el pionero del microrrelato
fictocientífico en España gracias a Caprichos (1925/1956) como “El gran gasómetro”
(1920) o “Diez millones de automóviles” (1926), entre otros. Ninguno de estos relatos
tenía intención satírica ni crítica, como correspondía a las preferencias apolíticas del
autor.32
Esta postura se ajustaba bien al espíritu antiparlamentario de la dictadura coetánea de
Miguel Primo de Rivera, cuya postura entre la represión y una tolerancia relativa había
contribuido a limitar las ficciones relacionadas en la política del día, al tiempo que había
favorecido, por otra parte, el auge de la ficción utópica, cuya crítica se aplicaba a
situaciones generales. En cambio, la tendencia más pujante en la ficción científica
española fue marcadamente política y coyuntural, sobre todo desde que la monarquía
fuera sustituida en 1931 por una república democrática, amenazada por una revolución
anarquista o comunista a la izquierda y por la reacción conservadora y fascista a la
derecha. En este contexto, la ficción científica empezó a verse no solo como un
vehículo oportuno para criticar el estado de cosas mediante parábolas verosímiles
dirigidas a un público intelectual capaz de entenderlas y apreciarlas, sino también, sobre
todo, como una literatura que podía ponerse al servicio de una determinada ideología,
sea para promoverla o denigrar las rivales, sea para avisar de las consecuencias futuras
de la aplicación a rajatabla de cualquier doctrina que, prometiendo la utopía, podía
volverse fácilmente en todo lo contrario, pese a las buenas intenciones. Por supuesto,
tampoco faltaron entonces los escritores políticamente escépticos. Así, La Tierra n.º 2
(1933), novela escrita en colaboración por dos jóvenes médicos, Manuel Torres
Oliveros y Federico Oliver Cobeña, ofreció la imagen de una Tierra paralela, en la que

31
Excepcionalmente, introdujeron elementos fictocientíficos en sus cuentos líricos Gerardo Diego, en “El
vendedor de crepúsculos” (1926), y Azorín, en “Materia radiante” (Félix Vargas, 1928).
32
Ramón Gómez de la Serna no varió de estética al escribir otro relato de anticipación después de la
guerra de 1936, “Nochebuena del año dos mil quinientos” (Cuentos de fin de año, 1947).

21
se había promovido primero una utopía y explicado cómo alcanzarla, para luego
mostrarla en acción en un futuro asombrosamente avanzado desde el punto de vista
tecnológico, así como libérrimo en costumbres eróticas, pero con tales disfunciones
sociales y personales que solo cabía interpretarlo como una utopía invertida. La novela
fue bastante comentada en la prensa, pese a la limitada habilidad narrativa de sus
autores y a su despliegue confuso de gran número de motivos fictocientíficos
deficientemente estructurados. Además de contar la novela con un prólogo de Alberto
Insúa, un novelista entonces muy respetado, esta atención crítica pudo deberse también
a que se trata de una novela wellsiana “situada en zonas donde la fantasía y la ciencia se
buscan y completan” (Jarnés, 1933) y, por lo tanto, clasificable en la modalidad
especulativa mejor acogida por los intelectuales en España. 33 Por eso mismo, era
entonces una novela quizá anacrónica, dado el militantismo extremo de la ficción
científica durante el período de la Segunda República, que no hizo sino acentuar una
tendencia anterior.

4. LA NOVELA POLÍTICA DE ANTICIPACIÓN


Tras algunos precedentes en años anteriores, 34 el primer gran ejemplo de ficción
científica política española tras la Gran Guerra es Un país extraño, de Miguel A. Calvo
Roselló. Se trata de una distopía publicada primero en Blanco y Negro en 1919 y luego
en la colección periódica argentina La Novela Semanal en 1925. En ella, la impresión
causada por la Revolución soviética se traduce en una imagen del futuro que recuerda
33
En la reseña de la novela aparecida en La Época, el apoyo a este tipo de narrativa es expreso: “Ha de
darse alientos a este género de literatura, muy cultivado con asuntos de novela en Inglaterra y Francia,
por la flexibilidad y el encanto que en él cobran las ideas; porque dice armonía entre las sensaciones, la
imaginación y la inteligencia; porque afina el gusto y proporciona agilidad al intelecto, incluso al de los
lectores; por la esbelteza mental y del trabajo; por la fuerza del análisis disimulada con la gracia y
ligereza de quienes componen y escriben una obra en el tono y en el estilo que Oliver Cobeña y Torres
Oliveros han estimado por mejor para ingresar en el mundo de los novelistas” (E. A. C, 1933). Para
Benjamín Jarnés, La Tierra n.º 2 obedecía a “un profundo deseo de prolongar, por terrenos muy poco
frecuentados, la historia de nuestra mejor novela” (Jarnés, 1933).
34
Por ejemplo, la novela antiproletaria Oriente 1953… (1903), de Adelardo Ortiz de Pinedo, y la
especulación antirrepublicana, muy ligada a la coyuntura política del día, titulada La república española
en 191… (1911), de Domingo Cirici Ventalló y José Arrufat Mestres. Pío Baroja había escrito antes otra
anticipación de la futura república española ideológicamente más ambigua, a saber, “La república del
año 8 y la intervención del año 12” (1903). Por su parte, Miguel de Unamuno contaría, desde la
perspectiva de finales del siglo XX, la historia del triunfo en 1989 de una revolución demagógica y
populista en España en torno a la hueca consigna de “¡Viva la introyección!” (El espejo de la muerte,
1913).

22
inevitablemente, en un tono más ligero, la de Nineteen-Eighty Four (1949), de George
Orwell, cuyo dispositivo fundamental de control, una telepantalla que sirve a la vez para
emitir propaganda y para vigilar a los ciudadanos-espectadores forzosos, figura ya con
sus características funcionales esenciales en el interesante relato profético de Calvo
Roselló, aunque en la novela española se trata más propiamente de una radiopantalla.
Por lo demás, su ataque al totalitarismo distaba de ser tan trágico como en el autor
inglés. El español adoptó un tono tragicómico, con notas costumbristas, como si la
admonición política no fuera, en realidad, demasiado acuciante. Además, su alcance era
más bien universal. Lo mismo puede decirse de la utopía más amplia y detallada
publicada en este período,35 Viaje a Marte (1930), de Modesto Brocos, si bien la estricta
reglamentación que rige todos los órdenes de la vida, incluida la religión, remite a los
ideales de orden militar encarnados idealmente por la dictadura militar primorriverista.
A pesar de que un socialismo utópico anarquizante parece inspirar la obra, en el planeta
“se da en la práctica un Estado omnipresente” (Jaureguízar, 2009: 1320), así como un
general aire cuartelero que, pese a la variedad de formas políticas admitidas, se
corresponde al aspecto totalitario de tal orden utópico.
Este totalitarismo amenazaba extenderse por el mundo gracias a la propaganda hábil y
efectiva de los dos grandes regímenes antidemocráticos de la época, el fascista italiano
y el comunista ruso, que fueron tomados como modelo por numerosos políticos e
intelectuales. Como no podía ser menos, otros avisaron contra el peligro que ambos
representaban mediante parábolas especulativas que mostraban los horrores del control
político pleno en espacios simbólicos. Así había procedido Calvo Roselló frente al
socialismo totalitario y así lo haría luego Tomás Borrás en El poder del pensamiento
(1928, en la colección periódica Los Novelistas y, luego, en el volumen de 1929 Sueños
con los ojos abiertos) frente al fascismo, encarnado aquí en un personaje femenino de
nombre significativo, Norma, líder de un Estado policial y represivo fundado en el
ejercicio desnudo del poder, sin las excusas sociales del comunismo. Frente a ella, un
artista descubre su capacidad de manipular el pensamiento de los demás,36 al modo del

35
Existen escasas utopías propiamente dichas dentro de la ficción especulativa en estos años. Pueden
recordarse un par de breves ejemplos: “Filantropoli” (El apostolado moderno, 1909), de José Cascales
Muñoz, y “Ciudad futura. Adolfo Posada” (1935), de Azorín. No he podido consultar dos posibles utopías
extensas, a saber: En el país de Macrobia (1928), de Albano Rosell, y La Sapien (1933), de Alberto Pérez
Borges.
36
Debido a esta capacidad extraordinaria, que Borrás no explica científicamente, El poder del
pensamiento podría clasificarse entre lo que luego tendrían gran éxito popular, las historias de

23
posterior Mule de la trilogía Foundation (1951-1953), de Isaac Asimov. Al contrario de
este, el protagonista de la novela corta de Borrás no aprovecha su dominio de la
voluntad ajena para hacerse con el poder, sino para liberar a las personas de la norma
oficial mediante actos absurdos a que los obliga, al modo de las bromas y happenings
vanguardistas. Norma acaba venciéndolo y anulando su poder gracias a su mayor
voluntad de dominio. Esto sugiere, entre otras cosas, la inanidad de una liberación, en
definitiva, meramente artística, como la propugnada por los surrealistas. No obstante,
Borrás rehúye la reflexión ideológica, de forma que no cabe atribuirle un compromiso
con ninguna tendencia política concreta. Desde este punto de vista, la lectura de la obra
por Albert (2003) como prefascista es abusiva, pues el personaje negativo de la historia
es, precisamente, la totalitaria y fascistoide Norma.
Junto a esta ficción política de vocación universal, se publicaron también durante la
década de 1920 algunas anticipaciones arraigadas en la realidad española, tales como
Abel mató a Caín (1920), de Ramón Franco, sobre la sustitución de una república burguesa por otra
proletaria; Los desengaños de un comunista (1925), de Pascual Santacruz, de título
elocuente y tendencia católica; La nueva España 1930 (1927), de Gabriel García
Maroto, que es un panorama del mundo artístico tras la nacionalización de la cultura
tras una revolución no descrita (Morales y Marín, 1988), y la novela convencional, pero
bien pergeñada, 37 Entre dos continentes. La novela del túnel bajo el estrecho de
Gibraltar (1928), de Jesús Rubio Coloma, que parte de la política colonizadora al fin
exitosa en el Rif para imaginar un futuro imperial para España gracias a la construcción

personajes con superpoderes. A Borrás se le adelantó el importante divulgador científico Francisco Vera
con una novela corta, El Inapresable (1923), y, sobre todo, una novela más extensa, muy ágil y bien
escrita, titulada El hombre bicuadrado (1926). A pesar de sus elementos más bien fantásticos, Vera sí se
esfuerza por dar la impresión de que el superpoder de su protagonista, que parece seguir el modelo de
The Invisible Man (1897), de Wells, se justifica por motivos relacionados con las dimensiones estudiadas
por la física moderna.
37
No en vano, fue muy elogiada por el fino crítico Esteban Salazar Chapela en su reseña, en la que hizo
hincapié en su carácter de novela histórica del futuro: “Siempre hubo la novela histórica (del pretérito).
También existieron novelas históricas sin otro apoyo que la imaginación (del porvenir). La de Coloma
corresponde a estas últimas. Pero en contra de lo corriente (un vuelo humorístico, muchas veces
irónico, del espíritu), Entre dos continentes se ajusta con sincero patriotismo a las posibilidades
españolas y da por logradas las aspiraciones más comunes hoy día en el ambiente peninsular. […] El
propio asunto novelístico se halla tecnificado con aportaciones nuevas, con nuevos dinamismos, con
acción —justificada— continua, con ímpetu.

Acción, descripción —e intenciones— se hallan dosificados con felicidad en esta nueva (lo es de verdad)
novela de Coloma Entre dos continentes” (Salazar Chapela, 1929).

24
de tal túnel.38
Tras la proclamación de la Segunda República, la tensión entre revolucionarios y
reaccionarios, con una tercera España en medio cada vez más débil, favoreció una
literatura militante que aspiraba a influir en el proceso político nacional, con lo que los
planteamientos generales y cosmopolitas pasaron a menudo a un segundo plano. La
política española se convirtió en una obsesión para los españoles, muchos de cuyos
intelectuales limitaron sus perspectivas al mero marco del propio Estado, a juzgar por
las numerosas anticipaciones ficcionales del futuro curso del nuevo régimen publicadas
en esos años, casi todas obedientes a tendencias políticas determinadas. A la derecha, el
novelista más famoso entre los archiconservadores ponía en escena en Bajo el yugo de
los bárbaros (1932) a un anacrónico caballero español como héroe efectivo contra el
caos, descrito con viveza, de una revolución proletaria propiciada por la debilidad de la
república burguesa. En el centro, Joaquín Belda imaginó festivamente 39 en La
revolución del 69 (1931) una próxima revolución comunista en España, con “escenas de
alcoba más o menos mercenaria y de conjura menos o más grotesca“ (Ruiz de la Serna,
1931: 5).40 A la izquierda, tampoco faltaron las anticipaciones de la próxima revolución,
que se creía en ciernes tras la segunda caída de la monarquía borbónica. Entre ellas,

38
Pese a la gran cantidad de novedades tecnológicas descritas, tiene una estructura más alegórica que
fictocientífica otra fantasía imperial española de esta época, profundamente antiyanqui, Don Quijote y
Tío Sam (1930), de Nicasio Pajares. También tiene un marcado carácter alegórico la novela Más allá de
la Tierra (1931), de Enrique Tusquets y Tressera, que es un viaje imaginario a distintos planetas del
sistema solar, en los que existen distintas sociedades inspiradas en el simbolismo ético de la mitología
grecorromana. Además, el viaje imaginario de tipo simbolista, consistente en expediciones a espacios
simbólicos inventados y narrados con marcado lirismo, tuvo notables ejemplos en España en el período
que nos ocupa, tales como “La ciudad eterna” (1902), de Francisco Navarro Ledesma que recuerda por
su tema (ciudad de los inmortales) y ambientación (ruinas de origen griego) el famoso cuento de Jorge
Luis Borges “El inmortal” (1947; El Aleph, 1949); “Las peregrinaciones de Turismundo. La ciudad de
Espeja” (1921), de Miguel de Unamuno, en las que el filósofo toca varios de sus temas preferidos (por
ejemplo, la personalidad y sus dobles) y, ya con grandes influencias vanguardistas, Efectos navales
(1931), de Antonio de Obregón, y, La isla sin aurora (1944), de Azorín, que lleva a su culminación esta
modalidad en España, combinando la base simbolista con elementos más modernos tomados de las
Vanguardias, de manera paralela a Le Mont Analogue (1952), de René Daumal, por ejemplo.
39
El mismo autor había descrito antes, también con humor, la utopía de un Madrid convertido en
puerto de mar en El señor Manzanares (1920).
40
Años antes, Antonio Porras también se había burlado donosamente de la politiquería, sobre todo la
revolucionaria, en su novela corta “Pérez, revolucionario” (El misterioso asesino de Potestad, 1922), la
cual realzaba la figura del ciudadano común, del Pérez protagonista, frente a los manejos de unos y
otros.

25
mereció alguna reseña El banquete de Saturno (1931),41 de Matilde de la Torre, en la
que esta imaginó con alto grado de detalle y considerable habilidad narrativa la futura
construcción de un orden socialista, calcado del de la Unión Soviética, tras el triunfo de
la revolución, primero en Urba (Barcelona) y luego en España y el mundo, sin ocultar
sus problemas, pues el libro acaba ambiguamente, al asentarse el sistema y la paz tan
solo tras una guerra entre las distintas patrias socialistas, saldada con millones de
víctimas.
En cambio, pasaron completamente desapercibidas en la prensa general las obras de
tendencia ácrata, cuya circulación fuera de los círculos proletarios era muy limitada. En
primer lugar, Ricardo Baroja inauguró en junio de 1931 la efímera colección periódica
La Novela Roja con la Historia verídica de la Revolución (1931), que reescribía la
proclamación de la Segunda República en forma de un violento proceso revolucionario
anticlerical y anarquista total. A la ucronía42 de una revolución paralela triunfante en la
ficción sucedió la narración anticipatoria de la próxima disolución pacífica del Estado
en 1945. El advenimiento del comunismo libertario (1932), de Alfonso Martínez Rizo.
Este, cuyo anarquismo difería bastante del anarcosindicalismo entonces predominante,
anticipó también “la vida sexual en el futuro”, tal como reza el subtítulo de El amor
dentro de 200 años (1932). En esta época futura, una sociedad mundial libertaria
admitía el amor libre, incluido el homosexual, pero no había renunciado todavía al
control, aunque fuera colectivo: un rayo accionado por la voluntad coincidente de
centenares de personas al mismo tiempo acababa con criminales y disidentes, previa
indicación de un cerebro electrónico central. Cuando una conspiración encuentra un
modo de anular este rayo y de controlar el ordenador planetario, un verdadero orden
anarquista se anuncia como venidero, aunque el científico-líder ha de asumir el poder
absoluto mientras tanto, en lo que parece una solución transitoria escasamente libertaria

41
No obstante, parece ser que la escribió años antes, según testimonio de M. A. (1931), quien afirmó en
su reseña de El Sol que “El banquete de Saturno lo escribió hace ya algunos años, antes de que la
República española dejara ver su fisonomía”.
42
El uso de la ucronía para reflexionar sobre cursos alternativos y mejores a la historia real de España, al
modo de los “Cuatro siglos de buen gobierno”, de Fabra, fue adoptado por Azorín en “Lo que debió
pasar. Historiatorio” (1934), cuento en el que se especula sobre dos puntos de divergencia histórica
distintos que habrían podido dar lugar a una evolución de España distinta a la accidentada que estaba
sufriendo.

26
y quizá distópica.43
Un año después, Salvio Valentí fue más allá de la ambigüedad calculada de Martínez
Rizo al pintar un futuro de pesadilla, tras la imposición del anarcosindicalismo, en una
obra que representa uno de los escasos ejemplos de distopías de anticipación en un
registro enteramente trágico en España. 44 Su novela Del éxodo al paraíso (1933)
aprovecha el cronotopo de un personaje contemporáneo que duerme durante un largo
período y se despierta en un mundo mejor, tal como había hecho Julian West, el
protagonista de la célebre utopía socialista Looking Backward (1887), de Edward
Bellamy. Valentí le dio la vuelta al cronotopo, ya que su protagonista mira atrás para
entender cómo la tentativa revolucionaria de acabar con toda autoridad y traer el paraíso
a la Tierra había degenerado en un régimen tiránico. En él, los dirigentes sindicales
detentaban un poder no institucionalizado, aunque omnímodo, al tiempo que preparaban
al país y a las masas revolucionarias para lanzarse a una guerra de conquista, mediante
la cual se podrían apoderar fuera de lo que habían destruido dentro y se habían revelado
incapaces de reconstruir en su sociedad solo teóricamente igualitaria. La última imagen
de esta potente novela, que recuerda a menudo la obra de Orwell por su escritura y
atmósfera, muestra a las masas desesperadas por el hambre marchando a ocupar el
mundo en una especie de apocalipsis político, un apocalipsis que parecía no estar lejos
no solo para la España republicana, como predecían sus diversos adversarios, sino
tampoco para el mundo todo. Aquellos eran tiempos en verdad apocalípticos y la ficción
científica así lo reflejó.

5. ANUNCIOS DE CATÁSTROFE: LA NOVELA APOCALÍPTICA LAICA


Si bien la imaginación de unas postrimerías seculares no era nada nuevo, la crisis
general que hacía barruntar el estallido próximo de una nueva guerra mundial propició
la escritura de ficciones en que el fin de la humanidad era, sobre todo, obra del propio

43
Tienen un carácter parecido de utopía ambigua y, quizás, de distopía de una sociedad exclusivamente
masculina La ciudad que no tenía mujeres (1932), de Antonio Pérez de Olaguer, y La isla de la Paz y de la
Guerra (1935), de José Mesa Ramos, al menos en los capítulos de esta última árida narración, que
adoptan el discurso historiográfico.
44
Recordemos Un drama en el siglo XXI (1902), de Camilo Millán, y las demás distopías antipositivistas
españolas. También cabe mencionar un relato de Antonio Porras titulado “El misterioso asesino de
Potestad” y publicado en el volumen del mismo nombre de 1922, que combina intriga policial y
descripción distópica de un Estado del futuro autoritario y tecnológicamente avanzado, pero falta
prácticamente en él la dimensión opresiva del terror político.

27
ser humano. La Gran Guerra ya había mostrado tales masacres en los campos de batalla
y todo hacía presagiar que una próxima contienda aún fuera más feroz, hasta aniquilar la
humanidad, tal como imaginó Blanco Belmonte en “El ocaso de la humanidad” (1920),
un poético cuento apocalíptico de tendencia pacifista: a raíz de una conflagración bélica
total, solo parecen haberse salvado los agricultores y pastores de una isla idealizada,
espacio para un nuevo punto de partida, alejado de los horrores de la civilización
mecánica. Otras veces, la respuesta a la violencia bélica se caracterizó por un trágico
sarcasmo. Por ejemplo, en su parábola “El desastroso fin de la humanidad”
(Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres
humildes y desconocidos, 1920), Manuel Chaves Nogales recurrió a rasgos absurdos a
fin de satirizar de la manera más apropiada la estupidez de una humanidad capaz de
destruirse a sí misma.
El optimismo de los llamados años locos despejó hasta cierto punto los temores
a un nuevo apocalipsis bélico, aunque no por ello se perdió el gusto morboso por las
perspectivas del fin.45 De hecho, remonta a la década siguiente la primera gran novela
apocalíptica española del período, Las confesiones de Cayac-Hamuaca (1931), de José
Lion Depetre. En ella se narra el fin absoluto según el Sol va enfriándose y se congela el
planeta hasta que únicamente los trópicos son habitables. Pero el hielo también llega
hasta allí y la muerte de frío en un Río de Janeiro congelado de los amantes
protagonistas de esta novela muy bien escrita cierra con una emoción de buena ley la
visión del profeta inca Cayac-Hamuaca, el narrador introducido por Lion Depetre para
solucionar el problema ficcional de contar lo que no se puede una vez que el ser
humano habrá abandonado la escena, tras actuar indignamente hasta el fin, pues “[l]a
Humanidad se extingue por una causa exterior, un fenómeno cósmico que la Tierra no
puede enfrentar, aunque no deja de darse un juicio sobre la Humanidad que perece”
(Jaureguízar, 2011: 193). La novela explota hábilmente los temores a la muerte
colectiva, así como la emoción de lo sublime ante el espectáculo abrumador de la
pequeñez humana frente a un universo hostil. Lo mismo hizo Wenceslao Fernández
Flórez en su impresionante relato “Tinieblas” (Fuegos artificiales, 1931), cuyo asunto
45
Por ejemplo, N. Tassin (Naum Yákovlevich Kagan), un judío ruso exiliado en España, publicó en 1924 la
novela La catástrofe, sobre una invasión de gigantescos marcianos no inteligentes y la creación
subsiguiente de una sociedad subterránea bajo la ciudad de París hasta que se consigue rechazar a las
bestias extraterrestres. Se trata de la traducción propia de una novela anterior suya del mismo título en
ruso, publicada en Berlín en 1922, por lo que forma parte de la ficción científica y utópica rusa más que
de la española.

28
(la incapacidad súbita de los seres humanos de ver la luz, pese a que el Sol sigue
alumbrando) anuncia la premisa especulativa de Ensaio sobre a cegueira (1995), de
José Saramago. Aunque se aventuran hipótesis de aire científico, las causas de esta
catástrofe óptica tampoco se explican en la narración precursora de Fernández Flórez,
que destaca por el efecto de terror que produce el fenómeno, tanto más intenso por
cuanto el final abierto, en pleno desastre, niega cualquier final consolador. Las tinieblas
del título parecen terminar siendo un misterioso castigo que sufre la humanidad por
razones desconocidas, aunque también aquí podría entenderse que se lo merecían de
alguna manera.
De este merecimiento no cabía duda, en cambio, en los apocalipsis bélicos, los cuales
podían y hasta debían leerse como advertencias realistas de los sufrimientos de un
futuro posiblemente muy cercano, a juzgar por el cariz de la política internacional en la
década de 1930. Aunque España estaba ensimismada en sus procesos locales
revolucionarios y contrarrevolucionarios, y no prestaba demasiados oídos a los
tambores de guerra europeos, produjo una anticipación bélica escrita con un planteamiento
pacifista de tendencia proletaria, La guerra que viene (1931), de Augusto Vivero, y una novela
apocalíptica muy atractiva y bien recibida por la crítica sobre una guerra futura
mundialmente destructiva. Después del gas (1935), de David Arias, revivió el
subgénero de la anticipación bélica 46 mediante una narración que destaca por su
agilidad y buen sentido del ritmo y de la intriga al contar una guerra próxima que se
prolonga hasta el derrumbamiento completo de la civilización, mientras el inventor del
destructivo gas profusamente utilizado en la lucha observa horrorizado desde su búnker
el ocaso del hombre. Sin embargo, el libro, que alcanza “momentos de suprema

46
Otras anticipaciones bélicas españolas en forma de novela son, por ejemplo, Los diablos amarillos
(1912), de Adrián del Valle, manifestación hispana y bastante ponderada del tema internacional del
peligro amarillo, entonces muy de moda, y Rinker, el destructor del mundo (La guerra del año 2000)
(1933), de Agustín Piracés, una novela de aventuras político-científicas que enfrenta en el futuro a las
potencias comunistas con la Europa burguesa, que acababa por salir triunfante. Además, España no fue
ajena a la moda de las especulaciones narrativas sobre el curso futuro de la Primera Guerra Mundial y
sus consecuencias. Se pueden mencionar a este respecto El secreto de Lord Kitchener (1914), de
Domingo Cirici Ventalló, cuya simpatía por la causa de los imperios centrales facilitó seguramente que se
tradujera al alemán, además de al sueco; la novela aliadófila Los sueños del káiser (1915), de los
hermanos Miguel y Emigdio Tato Amat; Don Quijote en la guerra (1915), de Elías Cerdá, de tendencia
neutralista y destacable por su humor, y El fin de la guerra (1915), de Ignotus (José de Elola), obra que
lleva el subtítulo de Disparate profético soñado por Míster Grey y que es, efectivamente, una novela
carnavalescamente disparatada. A estos títulos se puede sumar el árido tratado de arte militar
ligeramente ficcionalizado (se desarrolla en Marte) De actualidad (1917), del general Serra.

29
grandeza” (Somoza Silva, 1935), sobre todo en sus descripciones de los
enfrentamientos, acababa con una nota optimista, ya que el colapso total del viejo orden
facilita la creación desde abajo de una utopía pacifista y cooperativa. Como Wells en su
fictohistoria The Shape of Things to Come (1933), Arias debió de sentir la necesidad de
dejar a sus lectores alguna esperanza para compensar la verosimilitud de sus
presentimientos funestos, que pronto se realizarían en los campos de batalla de la
Guerra Civil. Durante los tres años de esta, apenas se publicó nada fictocientífico en
España. 47 Una vez acabada, pasó escaso tiempo hasta reanudarse el hilo de su
evolución, ahora dividida entre los autores que se quedaron en el país y los exiliados.
Esta división es quizá la solución de continuidad más importante entre la anteguerra y la
postguerra civiles en España, pues ese período se caracterizó sobre todo por un auge
renovado de la novela utópica de tipo wellsiano.

6. PROLONGACIONES DE LA NOVELA UTÓPICA DESPUÉS DE 1939 Y EL AUGE DE LA DISTOPÍA


Entre los numerosos lugares comunes que siguen afectando a la visión históricamente
imparcial de la Guerra Civil de 1936-1939 y la subsiguiente postguerra, está la idea de
que esta supuso un corte cultural total y de que España permaneció completamente
aislada por el conflicto y la represión posterior, incluida la censura, respecto a las
grandes inquietudes internacionales del momento, y que esto también afectó a la ficción
científica, prácticamente desaparecida según varios estudiosos no siempre bien
informados. 48 Sin embargo, existen manifestaciones literarias que desmienten tal

47
No me consta más título que “El alfakih del pañuelo celeste” (1938), de Luis Antonio de Vega, una
historia de espionaje con dispositivos técnicos futuristas, al estilo del posterior techno-thriller.

48 Según Saiz Cidoncha,, en los años posteriores a la Guerra Civil se produjo “una casi completa desaparición
no solo de la novelística de ciencia ficción, sino también de toda clase de literatura simbólica e imaginativa”
(1988: 127). Más recientemente, en el estudio que precede a su valiosa antología de la ciencia ficción española,
sus editores científicos incluyen una sección titulada nada menos que “La desaparición del género en el
primer franquismo” (Díez y Moreno, 2014: 71-73), en la que declaran que “hubo una verdadera persecución
de la literatura fantástica” (72). En realidad, como en otros regímenes totalitarios de derechas (Italia,
Alemania, Portugal, etc.), la censura era menos estricta con las ficciones desarrolladas en sociedades
alternativas, ya que su lejanía de la realidad consensuada dificultaría la expresión de una crítica directa de tal
realidad. Por ejemplo, en el caso de Wells, sus novels of manners anticonformistas fueron muy censuradas o
quedaron prohibidas en la postguerra española, mientras que sus scientific romances se siguieron traduciendo y
publicando sin problemas y sin apenas cortes, como ha demostrado documentalmente Lázaro (2004). En
cambio, los regímenes totalitarios de izquierda, como el soviético en el período estalinista, eran lo
suficientemente listos como para darse cuenta del potencial subversivo de la imaginación de sociedades
alternativas, por muy fantásticas que fueran. De hecho, la ciencia ficción solo pudo renacer en Rusia tras la
muerte de Stalin y el deshielo y la distensión subsiguientes. Con anterioridad, estuvo prácticamente prohibida
en el campo comunista. Los intelectuales occidentales de esa ideología, entonces de estricta obediencia
soviética, no tardaron tampoco en condenar esta literatura por su carácter supuestamente escapista. Puede ser

30
impresión común de vacío, tales como la narrativa utópica. Quizás mejor que otras, esta
modalidad puede ilustrar que, tras el hiato físico de la Guerra Civil, la España de la
postguerra no sufrió una mutación literaria radical. Antes y después de esa contienda,
hubo escritores que concibieron su obra desde una perspectiva universalista. Por
ejemplo, algunos se preocuparon por el destino del ser humano en una sociedad
crecientemente tecnológica y por las posibles consecuencias políticas que podría
acarrear el nuevo orden técnico (y tecnocrático en algunos casos). Fueron estas posibles
consecuencias las que se abordaron en varios libros españoles que se ocuparon en este
período de esta cuestión recurriendo a procedimientos especulativos. Su repaso podría
contribuir tal vez a sugerir que la Guerra Civil española fue, para la ficción científica,
un trágico intermedio más que una línea divisoria neta. Únicamente sufrió un frenazo
brusco la novela de anticipación política, que era imposible cultivar en aquellas
circunstancias de represión y censura.49 En cambio, floreció la novela utópica, sobre
todo su variedad distópica.
Críticos y estudiosos siguieron denominando utópicos a los scientific romances
españoles de la postguerra. Así lo hizo, por ejemplo, el historiador de la novela Eugenio
de Nora al llamar así a obras como La verdad en la ilusión, de Olmet (“intensa ficción
utópica”; Nora, 1968: 380) o El archipiélago maravilloso (1923), de Araquistáin (“una
de las raras novelas utópicas de nuestra literatura”; Nora, 1968: 78), además de no
darles un trato distinto que a cualquier otro tipo de narrativa canónica. El mismo crítico
aplicó una clave de lectura análoga a obras de la misma modalidad publicadas después
de 1939, tales como La bomba increíble (1950), del exiliado Pedro Salinas, que

sintomático a este respecto que un escritor de izquierdas, y socialista para más señas, como Luis Araquistáin
sintiera la necesidad de defender la ficción utópica como una forma de literatura aceptable literaria y
políticamente en el prólogo de su continuación inacabada (e inédita hasta mi edición de 2011) de El
archipiélago maravilloso, titulada “Ucronía”, cuya tendencia utópica socialista es clara, por lo demás. Esta
apología es seguramente una respuesta a la estrecha noción de literatura comprometida adoptada por los
intelectuales izquierdistas ortodoxos, que apenas admitían otra cosa que no fuera el realismo, socialista,
histórico o como lo llamaran según la moda ideológica del día. Al mismo tiempo, los intelectuales
nacionalistas conservadores, encabezados por Ramón Menéndez Pidal y contando con los oficios de alguien
tan bien colocado editorialmente como Federico Carlos Sainz de Robles, propagaron e impusieron en su
campo, gracias a su prestigio, la idea reductora de que la literatura española siempre había sido sanamente
realista, lo que no contribuyó precisamente a que se reconocieran las aportaciones fantásticas y especulativas
españolas que sí habían contado con reconocimiento crítico con anterioridad, al menos en la prensa cultural.
Entre unos y otros, la ciencia ficción española continuó desarrollándose sin soluciones de continuidad, pero
prácticamente fuera de los circuitos de legitimación cultural (y política).
49
Una vez perdida la posibilidad de influir en la vida política española, los escritores exiliados también
dejaron de estar interesados por la imaginación de regímenes futuros. Entre las escasas excepciones
que me constan se cuenta un techno-thriller de David Arias, Llegará del mar (1944), escrito en apoyo del
esfuerzo de guerra aliado y publicado en Méjico.

31
“combina originalmente la anticipación utópica […] con la pura fantasía” en una
“novela de anticipación, sobre base más o menos sociológico-científica […] casi
desconocida entre nosotros” (Nora, 1968: 221). Sin embargo, este desconocimiento era
más bien del propio estudioso, porque La bomba increíble solo es la manifestación más
reputada de la novela utópica de la postguerra española, distando de ser la única. Su
tema y planteamiento cosmopolitas, además de su hincapié en el orden socio-político
desde un punto de vista crítico, coinciden más bien con los de varias obras publicadas
dentro de España antes de 1953.
La primera narración utópica del período parece haber sido una novela corta y
satírica de Emilio Carrere, titulada La momia de Rebeque (1941), en la que el resucitado
de ese nombre se veía confrontado a una futura sociedad comunista vista de forma muy
negativa, aunque de forma superficial, tal vez porque el texto publicado da la impresión
de ser una obra solo parcialmente elaborada. En cambio, destaca por su complejidad y
consistencia la siguiente novela clasificable en la ficción científica en esta época,50 Los
días están contados (1944), de Cecilio Benítez de Castro. Su trama se desarrolla
primero en nuestro planeta, en el marco de una sociedad primitiva aislada en los
Pirineos franceses, a la manera de un mundo perdido.51 La llegada de un francés
moderno da pie, sin quererlo él, a una atroz historia de violencia que refuta en la
práctica el mito del buen salvaje. Este mito lo había explotado pocos años antes Luis
Antonio de Vega en Los que no descienden de Eva (1941), esto es, una humanidad
alternativa que no conoce el mal en ninguna forma. En esta novela, el explorador
moderno que accede al valle sahariano escondido y fértil que la oculta a la humanidad
convencional se ve incapaz de superar la innata propensión humana a la violencia. En la

50
En su historia, Saiz Cidoncha (1988: 140) menciona Tania o la mujer nueva (1942), del Caballero
Audaz, debido a los avances tecnológicos a los que se alude en ella, pero la historia no es especulativa
en absoluto. Se trata de una novela sentimental y hasta rosa por su asunto, y tauromáquica por su
ambientación.
51
La arqueoficción experimentó cierto auge en la postguerra. Además de la novela de Benítez de Castro
y la de Vega descrita a continuación, destaca El Dorado (1942), de Ricardo Baroja, que retoma la
condena de la conquista española de América y de sus descendientes criollos hecha antes por Salaverría
en el relato “En la caverna encantada” al imaginar también la degradación absoluta de una sociedad
colonial de conquistadores supervivientes. Baroja publicó también en la postguerra una breve novela
prehistórica que transponía al mundo de las cavernas la reciente Guerra Civil, La tribu del halcón (1940).
Otra importante novela de esta última modalidad publicada en la postguerra es Balok, el hombre que
cazó al ruido (1946), de R. J. Salvia, que se desarrolla en el Paleolítico inferior. Balok es un héroe cultural
que descubre el tambor y, con ello, la música.

32
de Benítez de Castro, el primitivismo no es óbice para el despliegue de esa propensión,
que la Segunda Guerra Mundial estaba mostrando en toda su crudeza y con el horror del
pleno recurso a unas posibilidades tecnológicas que hacían posible la guerra total. En
estas circunstancias, no es de extrañar que el autor fuera pesimista. El descubrimiento
por el protagonista de un bólido extraterrestre con una momia humanoide y unos
documentos que cuentan la historia de un planeta del sistema de Alfa Centauri, la guerra
total que había destruido prácticamente su civilización, la tentativa de iniciar una nueva
civilización sin tecnología para evitar la violencia institucionalizada y su fracaso debido
al resurgimiento maligno del ansia de poder, hasta la simbólica explosión natural de
aquel planeta, se corresponden tanto con la historia de violencia del mundo perdido
descrito como con la contienda que se estaba librando entonces. La novela es un alegato
pacifista desesperado y no partidista, porque ninguna ideología ni manera de
organización ni civilización, humana o extraterrestre, se presentan como
intrínsecamente más positivas o negativas que las otras y toda utopía humana lleva
dentro el germen destructivo de la violencia.
El pesimismo antropológico de Los días están contados encontraría émulos en diversas
narraciones apocalípticas posteriores. Entre ellas, destaca uno de los primeros y más
logrados cuentos de José Luis Sampedro, “Arca número dos” (1950; Mientras la tierra
gira, 1993). Se trata de una reescritura del mito hebreo de Noé, adaptado a los riesgos
de la era atómica, aunque no se describe el temido holocausto nuclear, sino una
catástrofe radiactiva provocada por la técnica, según un planteamiento sobre todo
simbólico análogo al adoptado años antes por Blanco Belmonte en “El ocaso de la
humanidad”. Por lo demás, ese simbolismo puede considerarse un rasgo común en la
novela utópica española de este período de asunto más o menos apocalíptico, 52 y
también aparece en la novela fictocientífica mejor tratada por el mundo académico, La

52
Después de 1953, tal enfoque lo prolongaría la novela Crisópolis (1956), de José Luis López Cid, que
también hereda de Benítez de Castro la desconfianza hacia la colusión de ciencia y tecnología al servicio
de los intereses (geo)políticos, una colusión que habría de traer un temido apocalipsis de origen
tecnológico. Su escritura remite aún a los modelos de la novela utópica, en su variante catastrofista.
Igual ocurre con dos novelas en las que el fin se debe con claridad a un enfrentamiento nuclear, a saber:
Después de la bomba de hidrógeno (1961), de José Canellas Casals, y Después de la bomba (1966), del
exiliado Esteban Salazar Chapela. Ambas se centran sobre todo en las reacciones psicológicas de los
supervivientes, el primero con una nota trágica y el segundo con más ligereza, porque su interés radica
en las interacciones, sobre todo intelectuales, de un pequeño grupo que se cree solo en el mundo más
que en la catástrofe en sí, que al fin y al cabo resulta geográficamente bastante limitada (solo parece
haber afectado a las islas Anglonormandas).

33
bomba increíble, de Pedro Salinas, publicada en Argentina en 1950. Esta fabulación
destaca, entre otras cosas, por su estilo. Su prosa hereda el ingenio de las greguerías,
pero sin descuidar la fluidez de la narración ni una ironía de aspecto británico, por
ejemplo, en la descripción del disimulado sibaritismo artístico del regente del Estado
Técnico Científico (ETC) imperante en el mundo, que proscribe, por inútil, la literatura
y el arte. En efecto, el mundo ha conocido una guerra destructora (alusión probable a la
Segunda Mundial) y se ha ido implantando progresivamente, pese a algunas
resistencias, un orden tecnocrático caracterizado por el racionalismo y el funcionalismo
instrumentales, fundados en la ciencia y apoyados en la burocracia y los medios de
comunicación. No se trata de un régimen totalitario, pues los tecnócratas gobernantes
son lo suficientemente flexibles como para permitir elecciones e, incluso, preservar a
efectos museísticos (o de válvula de escape) la Ciudadela, una vieja ciudad de refugio
del arte y de un modo de vida tradicional, al modo de la reserva imaginada por Aldous
Huxley en Brave New World (1932). Será de esta ciudadela de donde saldrá Cecilia
Alba, la joven que conseguirá salvar el mundo de la increíble bomba que lo amenazaba.
Esta, situada en el centro del edificio que simboliza el éxito de la utopía tecnocrática, la
Rotonda de la Paz, no es un explosivo cualquiera. Su poder destructivo es omnímodo,
una queja de dolor que va creciendo y extendiéndose, haciendo huir a las personas que
la oyen. Esa queja es la de las víctimas, la expresión de su sufrimiento, irresistible ante
todos aquellos que, en el ETC, lo habían menospreciado. La joven conjura la nube de
burbujas sollozantes abrazando la bomba, asumiendo el sufrimiento que esta simboliza,
antes de que envuelva al mundo. Así puede comenzar una nueva civilización realmente
pacífica, cuyas perspectivas se presentan mediante un lenguaje poético acorde con la
difícil sencillez de los poemas del autor, entre los cuales destaca “Cero” (1944; Todo
más claro y otros poemas, 1949), que no es sino una descripción sobrecogedora de los
efectos de una bomba de potencia comparable a la atómica, entonces todavía no
desarrollada. De hecho, en su reseña de la fabulación saliniana publicada por Melchor
Fernández Almagro en 1951 y que demuestra que la obra se conoció dentro de España,
señala la unidad de sentido de la misma con aquel poema, aunque también indica su
tono distinto, por el que se trata de una “novela satírica” o, más bien, “una dificilísima
mezcla de sátira y poesía”, de ironía y de emoción fundidas en un grado excepcional en
la ficción científica moderna, en España y fuera de ella. De igual forma, La bomba

34
increíble combina equilibradamente lo sublime de la perspectiva apocalíptica y la
mordaz gracia de la sátira53 contra la supuesta perfección utópica conseguida en el
mundo posible descrito, hasta conferirle un inconfundible aspecto distópico, aunque
alejado de la tragedia sin salida que determina el tono de las distopías inglesas de
Huxley y Orwell, que Salinas debía de conocer. El escritor español deja entornada la
puerta de la esperanza. Ni siquiera el héroe inconformista es aplastado por la
maquinaria del Estado. Aunque no todos los héroes de las distopías españolas consiguen
elevarse a la categoría soteriológica de Cecilia Alba y su amado colaborador, el
disidente y pacifista Víctor Ensenada en esta fabulación, la mayoría consigue escapar de
la atmósfera opresiva del orden totalitario. Así lo habían hecho los de Calvo Roselló y
Valentí, e igual lo harían los de las otras dos grandes distopías publicadas en la
postguerra, por los mismos años que la obra maestra narrativa de Salinas.
La más completa de ellas es probablemente “Futurama”, de Tomás Borrás, el cual se la
atribuyó a un alter ego estadounidense llamado Tom Whor Ras-Leig. En efecto, esta
novela corta apareció en un volumen de narraciones atribuidas a otras tantas
contrafiguras del autor, Antología de los Borrases (1950), con un claro ánimo
experimentalista.54 Cada una explora una técnica escritural y un tema determinados. El
heterónimo norteamericano de Borrás produce una sátira de una sociedad
hipertecnificada del porvenir, la indicada en el título, cuya historia y funcionamiento se
explican con gran detalle. La obra parece el equivalente español en espíritu y estilo de la
famosa distopía Мy, de Yevgueni Zamiatin, conocida primero en su traducción inglesa
We (1924). La prosa de Borrás retoma en “Futurama” sus querencias vanguardistas, su

53
El humor de La bomba increíble es un elemento destacable en su contexto. La comicidad había
desaparecido prácticamente en la novela utópica de la postguerra. Una excepción es la novela corta “En
el país de los platillos volantes (¡¡Un mundo ha sido descubierto!!... que se dispone a invadir el
nuestro)”, de J. Curto Guzmán, publicado en el volumen del mismo título en 1950. Esta narración no
pasa de ser una burla de la primera oleada de fenómenos ufológicos, que se explota para justificar una
sátira más bien superficial de la universal estupidez.
54
Tomás Borrás no dejó de experimentar en su abundante narrativa breve con diferentes técnicas
literarias, a veces con pervivencias de la iconoclastia vanguardista. Un ejemplo de ello es “La novela que
no escribió Cervantes” (Cuentacuentos, 1948), protagonizada por el manco de Lepanto, ya anciano,
cuando se siente fracasado frente a Lope de Vega y otros ingenios más jóvenes, y sueña con los fastos
cervantistas en 1960, en lo que es una doble anticipación (para él y para el lector de 1948). Borrás
aprovecha para burlarse donosamente de la manía cervantista y del nacionalismo cultural, al tiempo
que subraya la incomprensión sufrida siempre por el escritor. Es más, hasta se atreve a atribuir al propio
Cervantes esa anticipación, que transcribe como una obra suya perdida. Se trata del apócrifo cervantino
no fraudulento quizá más original, al menos por su asunto.

35
agilidad de ritmo y su ingeniosidad metafórica, que determinan un humor no disímil del
desplegado tanto en la fabulación de Salinas como en aquel modelo ruso. Aunque no
adopta la escritura diarística de este, la narración está focalizada completamente en el
protagonista, perteneciente a la casta de los Superdotados, pero excepcional por su
sentimentalismo atávico, por lo que no encuentra su sitio en una ciudad de la que está
desterrada la expresión natural del sentimiento. Futurama es una urbe hipermoderna de
arquitectura geométrica y racional dirigida por un Gran Cerebro electrónico55 y poblada
exclusivamente por varones numerados, ya que las mujeres se han marchado a la Luna,
tras terraformarla. Se trata de una sociedad tecnológicamente muy avanzada, y
completamente racional, en la que todas las necesidades materiales están cubiertas y la
química (gases o pastillas) sirve para controlar y modular las emociones de sus
habitantes. Las diferencias con la novela de Zamiatin son, por otra parte, significativas.
En Futurama, la represión política es innecesaria, simplemente porque el hedonismo
individualista de sus habitantes parece excluir toda preocupación colectiva y la ciencia y
la técnica resuelven todos los problemas, incluida la amenaza supuesta por los planes
antiterrestres de las selenitas. La alienación expresada poderosamente por Borrás parece
hoy más actual que la del ruso, pues no se deriva tanto de la falta de libertad como de la
incapacidad de sentir naturalmente, que el sistema y sus ciudadanos intentan paliar
mediante un uso muy profético de los narcóticos con fines recreativos y de satisfacción
emocional, al modo de las pastillas antidepresivas de hoy. Sin embargo, esto acaba por
no bastar humanamente al héroe, que termina apoderándose de una nave espacial y
secuestrando a una mujer de la Luna, al principio igualmente incapaz de sentir nada,
para mudarse a Venus y fundar una sociedad de la emoción, previa desintoxicación
narcótica y tecnológica de la nueva pareja adánica. De este modo, el cohete
propagandístico del Estado zamiatiano desempeña una función opuesta, además de
brindar la escapatoria negada al disidente ruso.
También consigue escapar el héroe de la distopía de Jaime de Foxá Marea verde (1951),
ya que se podrá unir en el último capítulo a las guerrillas que, en la sierra, se oponen al
régimen impuesto, cuyo referente son las partidas de resistentes al totalitarismo, sobre

55
Un cerebro electrónico similar administraba el mundo libertario, pero aún no anarquista, en El amor
dentro de 200 años, de Martínez Rizo. En ambas novelas, la asunción del poder real por una máquina en
una sociedad de bienestar es el resultado de la inactividad política de unos habitantes adormecidos por
las ventajas del sistema e incapaces de concebir alternativas y de oponerse, salvo los héroes disidentes
de ambas narraciones.

36
todo al comunista impuesto por los ejércitos soviéticos. El autor evitó, no obstante,
atacar directamente una ideología en concreto. Su blanco era más bien el populismo
demagógico utilizado por revolucionarios profesionales de cualquier signo para alcanzar
su principal objetivo, el poder absoluto sin los contrapesos de las sociedades abiertas.
Más que el resultado del proceso narrado en la novela, que es un régimen totalitario
típico, destaca el novum que da pie a tal proceso. La revolución no es el producto de una
ideología, sino de un descubrimiento científico. Se ha inventado un producto que
convierte la sangre en savia y permite a las personas procesar la luz como las plantas,
sin necesidad de alimentarse de otra manera. Los demagogos manipulan a las masas
para que estas exijan el producto y, más adelante, que se obligue a todos los habitantes a
tomarlo, pese a las prevenciones de una minoría resistente, que teme las consecuencias a
largo plazo. En efecto, el producto tiñe a sus consumidores de verde y los hace caer en
un estado de pasividad propiamente vegetal, de forma que no tienen la energía para
oponerse a los designios del gobierno revolucionario, que ha subido al poder gracias a la
agitación proclorofílica y cuyos miembros siguen alimentándose a la antigua, pues el
producto se destina únicamente a las masas. El protagonista habrá de huir para no
acabar siendo un apático hombre verde, pero su compromiso con la lucha antitotalitaria
sugiere una salida de acción en el mundo real, en contraste con las conclusiones
simbólicas en Salinas o Borrás. Jaime de Foxá asume en cierta medida el compromiso
político común en la narrativa realista coetánea, cuyo estilo y técnicas literarias también
adopta, a diferencia de la pervivencia de escrituras de la preguerra en aquellos. El hecho
de que su solución intermedia no fuera seguida, tal vez por la escasa resonancia crítica
de Marea verde, privó a la novela utópica española de una posible vía de renovación y
no pudo impedir su extinción, pese a manifestaciones posteriores dispersas.56
Pese a la importancia de La bomba increíble y de las demás distopías españolas aquí
recordadas, la ficción científica española iría definitivamente por otros derroteros en la
segunda mitad del siglo XX e, incluso, la recuperación de alguna novela utópica del

56
En España, las principales manifestaciones tardías de la narrativa utópica son obra de Agustín de Foxá,
hermano de Jaime. Se trata del relato “Hans y los insectos” (1953), en el que se imagina un
procedimiento para comunicarse con los insectos y se repasa la historia de las civilizaciones de las
hormigas y las abejas, y del “Viaje a los efímeros” (1958), un pueblo que experimenta el tiempo, tanto el
personal como el histórico, de manera acelerada. Entre los exiliados, destaca el cuento especulativo
antirracista “Una historia de tiempos futuros” (1957; republicado con el título de “Bajo la piel”, en El
centro de la pista, 1960). A estos relatos habría que añadir las novelas apocalípticas antes mencionadas
de López Cid, Canellas Casals y Salazar Chapela.

37
exilio se produciría ya en el contexto de la ciencia ficción tal como hoy se entiende. Así
ocurrió, por ejemplo, con el relato “La misteriosa ciudad de Aurora”, publicado en
Argentina en el volumen Se abre una puerta… (1953), de Álvaro Fernández Suárez. Su
primera edición española fue en el sexto volumen de una Antología de novelas de
anticipación (1966), en la que predominaban las traducciones de la ciencia ficción
contemporánea en inglés. La narración de Fernández Suárez presentaba una ciudad
tecnificada supuestamente utópica situada en la Antártida, una ciudad amenazada por el
estancamiento y la esterilidad espiritual, en la línea de las sociedades imaginadas por
Salinas y Borrás. Como estos autores, Fernández Suárez recurrió también al simbolismo
para transmitir un mensaje humanista, llegando al extremo de introducir en Aurora
presencias angélicas procedentes del acervo teológico cristiano. Pese a ello, se la
consideró ciencia ficción. Más allá de controversias taxonómicas, esto sugiere hasta qué
punto el recuerdo mismo de la novela utópica se había perdido y cómo la ciencia ficción
reinaba ya sin rivales en su nicho literario a la altura de los años sesenta del siglo
pasado, tras la revolución de los bolsilibros en 1953 y el conocimiento más amplio de la
ciencia ficción estadounidense, que sustituyó al anterior modelo británico y, en general,
europeo.

8. DE LA FICCIÓN CIENTÍFICA A LA CIENCIA FICCIÓN: NOVELAS COMERCIALES Y LIBROS

MISCELÁNEOS

Las colecciones periódicas al estilo de las de preguerra se mantuvieron durante un


tiempo tras 1939. En una de ellas, Vértice, se publicaría La momia de Rebeque, de
Carrere. Junto a ellas, otras editoriales solían publicar otras colecciones con aspecto de
fascículos y unos contenidos de los que estaban prácticamente ausentes los escritores de
literatura general de las antiguas colecciones periódicas, sustituidos por escritores
estrictamente profesionales que producían narraciones destinadas a un público heredero
del de los folletines, según fórmulas consagradas. Los temas remiten a la influencia
creciente de la cultura de masas de origen sobre todo estadounidense, difundida
principalmente por el cine. Por eso, abundaban en estos fascículos las historias de la
conquista del Far West, thrillers policíacos o de espías, aventuras exóticas, etc.,
derivadas de la cinematografía más comercial hollywoodense. Como la ciencia ficción
no había cuajado aún como modalidad popular en este cine, no extrañará que no
abunden los títulos clasificables en ella o en modalidades afines aún en esta época.
En la colección de la editorial Molino, apenas son dignas de nota una ficción

38
prehistórica, El señor del fuego (1944), de Manuel Vallvé, cuya escritura se esfuerza
aún por ser literariamente competente, y una narración de mundos perdidos sobre la
pervivencia en un valle de una paternalista sociedad hispana colonial en América, El
Valle del Olvido (1942), de Enrique Guzmán Prado, seudónimo de José Mallorquí. Este
sería luego el autor principal de la industria de los bolsilibros, no solo gracias a sus
numerosas novelas del Oeste protagonizadas por el Coyote, sino también a su serie de
aventuras galácticas en torno al convencional héroe viril Pablo Rido, en el marco de la
colección Futuro, a partir de 1953. Tras algún precedente aislado,57 ese año fue aquel en
el que el fenómeno de los bolsilibros introdujo un verdadero corte histórico en nuestra
materia. También fue en esa fecha cuando se inició la serie de bolsilibros de Luchadores
del espacio, importante sobre todo por haber incluido la llamada Saga de los Aznar, de
Pascual Enguídanos Usach, quien las firmaba con su seudónimo de aspecto inglés
George H. White. Otros muchos usaron seudónimos parecidos, disimulando su
españolidad y revistiéndose falsamente de los prestigios de lo norteamericano. Este
ocultamiento no hace sino subrayar el carácter derivado y subalterno de los bolsilibros
frente a sus modelos, los pulps norteamericanos. Como casi todas las copias, estos
bolsilibros no hacían sino multiplicar los defectos de los originales, agravándolos por
las condiciones con plazos brevísimos de producción en serie, mientras que los pulps
fictocientíficos anglosajones no excluían en la misma medida el cuidado literario del
producto. En estas condiciones, el advenimiento de los bolsilibros pudo tener un efecto
negativo en la producción y recepción de la ficción científica culta, pues la cantidad tan
ingente de ciencia ficción comercial, la cultura limitada o subalterna de su supuesto
público y de sus autores y su desconexión total de las instancias de legitimación literaria
algo debieron de contribuir al declive de la consideración de la ficción científica como
manifestación intelectual.
La ciencia ficción que se presentaba masivamente como tal tenía más que ver con la
acción aventurera que con las hipótesis especulativas respetadas entre el limitado
público literariamente capacitado de la anterior novela utópica. A través de los

57
El formato (tamaño y extensión máxima de cien páginas) y la escritura meramente funcional, con
extensos diálogos banales para rellenar páginas, ya aparece, por ejemplo, en una serie de seis novelas
de Jaime Blay Zuribi, una de las cuales es un techno-thriller [La fórmula Z-26 (volando sin alas), 1950] y
otra es un viaje espacial que no brilla por su imaginación [Hacia otros mundos (en el año 2001), 1950].
Otra serie de techno-thrillers de espionaje con gadgets tecnológicos es la serie publicada entre 1946 y
1952, protagonizada por Yuma, obra de Rafael Molinero (Guillermo López Hipkiss), o las novelas
similares de la colección El átomo mortal firmadas por un desconocido J. L. Wharton.

39
bolsilibros, la ciencia ficción se presentaba como un producto industrial paralelo a la
literatura reconocida, esto es, paraliterario. Sus cultivadores tampoco pretendían
seguramente otra cosa sino entretener sin romper demasiado la cabeza. Esto no quiere
decir que ninguno supiera escribir de otro modo. Alguno de ellos alternó la producción
de bolsilibros con la de novelas escritas literarias. Por ejemplo, Eduardo Texeira firmó
unos cuantos interesantes bolsilibros con su propio nombre, pero también una novela
más ambiciosa, Ruy Drach, los primeros hombres en Marte (1953). Ruy Drach es un
émulo español del John Carter de las novelas de Barsoom (Marte) de Edgar Rice
Burroughs, con el que comparte el vigor viril, gustosamente entregado a orgías de
violencia heroica. Texeira siguió a su maestro americano en la propuesta de una ciencia
ficción comercial dinámica, pero también literariamente bien escrita según los patrones
de la novela de aventuras decimonónica, brillantemente prolongada en el siglo XX por
Burroughs. Con todo, se trataba de un modelo ya anacrónico. La ciencia ficción
estadounidense había iniciado ya su golden age o edad de oro, cuyos autores (Isaac
Asimov, Robert Heinlein, etc.) pronto serían imitados creativamente también en España
desde la década de 1950 (Antonio Ribera, Tomás Salvador, etc.), si bien cabe
preguntarse si los primeros relatos de los autores de la golden age pudieron ser
conocidos con anterioridad. Un libro, titulado Bajo las constelaciones (Viajes de Gil de
Mar) y publicado en 1943, da que pensar a este respecto. Su autor, Carlos Buigas, era
un ingeniero innovador perfectamente enterado de la ciencia más avanzada de su
tiempo, que había empezado a divulgar en la prensa barcelonesa antes de tener que
exiliarse en 1936 debido a la represión revolucionaria en Cataluña durante la Guerra
Civil. A su regreso a España, recopiló dichos artículos, añadió otros y acabó de
constituir aquel volumen misceláneo, intercalando veintitrés relatos. Entre ellos,
varios 58 se presentan como imágenes de la humanidad en un futuro lejano, como
instantáneas de diferentes momentos de la historia del porvenir. Esto no era nuevo en sí
mismo, pero la naturalidad con que se exponían los resultados del progreso científico y
técnico como un fenómeno que se daba por supuesto, sin relacionarlo directamente con
un propósito aleccionador o admonitorio, alejaban estas narraciones del scientific
romance, acercándolo a la visión optimista del progreso tecnocientífico, visto al menos

58
Se trata de los siguientes: “Un extraño mensaje de Marte”, “Una extraordinaria aventura en la Luna”,
“La amenaza cósmica”, “La tentativa marciana”, “El peligro puede venir de lejos”, “La nube tóxica”,
“Primera excursión”, “Colonización de Venus y el problema geográfico”, “Receptopatía y evolución”,
“Tres escritos del siglo desorientado”, “Diálogos en el siglo setenta” e “Isanora y yo”.

40
como un proceso inevitable y casi siempre deseable. Esta cosmovisión, característica de
los escritores de la golden age, era la de Buigas. Este también parece coincidir con
aquellos en lo referido a su escritura, por su búsqueda común de una expresión narrativa
escueta y eficaz. En Bajo las constelaciones, la opción por la sencillez es compatible
con una discreta carga poética, tal como se puede apreciar sobre todo en el relato final,
“Isanora y yo”, una trágica historia de amor en el espacio que se cierra con la imagen, a
la vez conmovedora y sublime dada la perspectiva, de la mujer gravitando eternamente
en torno a la nave perdida. En vez de comunicarse mediante una retórica
convencionalmente poética, el lirismo se desprende ahí sobre todo del enfoque
narrativo, de forma análoga a lo que ocurre en la narrativa de autores americanos de la
vertiente emotiva de la golden age, como Clifford Simak o Ray Bradbury.
Esta cercanía de Buigas a lo que se estaba haciendo al otro lado del Atlántico, que se
puede observar en la misma estructura del libro, construido mediante una concatenación
de relatos que recuerda a los fix-ups o novelas modulares de la golden age, era algo
inusitado en la ficción científica española y europea de la época, fuera pura coincidencia
o no. La obra de Buigas pudo haber supuesto por ello el arranque de una ciencia ficción
autóctona que se encontrará de inmediato al nivel histórico de la coetánea
norteamericana y que hubiera podido realizar la transición desde el scientific romance a
la ciencia ficción contemporánea, sin caer ni en la tosquedad de los bolsilibros ni en el
seguidismo epigónico de una ciencia ficción española cocacolonizada y literaria y
culturalmente subalterna durante décadas. Por desgracia, ni el mismo Buigas perseveró
por ese camino hasta transcurridos bastantes años,59 tal vez por la falta de eco de su
propuesta. Su libro, en el que conviven ficción y una escritura cuidada y divulgación

59
En Viajes interplanetarios y algo más… (1973), Buigas reeditó algunos de los relatos intercalados en
Bajo las constelaciones y añadió otros nuevos, menos logrados, en el marco de un libro de divulgación
sobre la conquista espacial que estaba teniendo lugar entonces. El nuevo libro incluye una introducción
en la que el autor explica su procedimiento literario. Sus misceláneas son “una plural mixtura de
elementos unidos por sutiles hilos de pensamiento y sentimiento: Conocimientos profundos; fantasías
trenzadas con aquellos; contrapuntos de lo racional frente a lo imaginario; contrastes entre la frialdad
científica, pura y aisladamente expuesta, con la poesía de esta ciencia; saltos en el tiempo con
evocaciones retrospectivas, etc., etc.” (1973: 19).

41
científica de alto nivel de forma tan amplia que casi no tiene antecedentes,60 era tal vez
demasiado poco convencional para los medios literarios de su tiempo. Prácticamente
nadie lo siguió por ese camino, salvo una escritora también barcelonesa, Mercedes
Salisachs, con otra miscelánea, Foehn (1948; luego revisada y reeditada como Adán
Helicóptero en 1957), pero en ella apenas si se puede mencionar una ficción-ensayo
clasificable en la ciencia ficción, “La metamorfosis de los microbios”. De hecho,
Salisachs, célebre luego por sus novelas sentimentales, tenía seguramente otros
intereses literarios. 61 Así pues, la vía de Buigas quedó truncada y Bajo las
constelaciones cayó en el olvido, triste destino que dista de ser excepcional en la ficción
científica española.

9. CONCLUSIÓN
Hasta hace poco, casi nadie sabía de la existencia de aportaciones españolas pioneras en
el mundo al acervo de motivos de la ficción científica/ciencia ficción universal en su
período formativo (la máquina del tiempo, el hombre menguante, el cerebro electrónico
como objeto exento no antropomórfico, etc.), del auge de una novela utópica de tipo
wellsiano escrita por algunos de los intelectuales más reputados de la modernidad
española y muy bien recibida en la década de 1920, de visiones catastrofistas
verdaderamente universales y dignas de su grandioso tema, de manifestaciones de
anticipación política tan originales como las utopías y distopías anarcosindicalistas
durante la Segunda República, de combinaciones de divulgación científica y ficción
relacionada con ella en libros de la postguerra española más fieles al espíritu del
proyecto original de la science fiction de Hugo Gernsback que la propia ciencia ficción
estadounidense o de distopías equiparables a las clásicas internacionales publicadas en
torno a 1950, pero con rasgos diferenciales (simbolismo, final feliz, etc.) que
60
Aunque la divulgación científica era común en Gran Bretaña, por ejemplo, solo me consta un ejemplo
comparable hasta cierto punto a la introducción de textos ficcionales en una miscelánea como la de
Buigas, el volumen Possible Worlds (1927), de J. B. S. Haldane, que incluye una historia prospectiva
imaginaria, “The Last Judgment”, publicada ese mismo año de 1927 en Revista de Occidente como “El
juicio final”.
61
En esa época, parece como si la mujer solo pudiera tocar temas fictocientíficos si les imbuía un
contenido sentimental, más acorde con la tradición literaria, supuestamente femenina, del análisis
obsesivo de las relaciones de pareja, con una óptica introspectiva. “La metamorfosis de los microbios”
difiere de este enfoque femenino entonces generalizado, pero no lo hacen su historia de hormigas
enamoradas “Hasta el último minuto” (Pasos conocidos, 1958) ni tampoco el cuento de la condesa de
Campo Alange con novum tecnológico titulado “Electroamor” (La flecha y la esponja, 1959).

42
justificarían el hablar de una escuela española propia, cuya culminación sería La bomba
increíble. Esta novela que no es sino la que cuenta hoy con un mayor reconocimiento
literario entre toda una serie de hitos de una ficción científica española que puede
rivalizar sin desdoro con la de otras grandes literaturas europeas. Ojalá el presente
panorama dé una idea de su riqueza y de lo injustificado de su olvido por demasiados
estudiosos y escritores de ciencia ficción españoles. Porque el desconocimiento de la
historia no puede tener más resultado que una continua reinvención de lo ya existente
desde casi cero, en vez de mirar más lejos, encaramados sobre hombros de gigantes.

43

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