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Universalidad y contextualidad en teología

José Míguez Bonino1


(Cuaderno de Teología ISEDET - Vol. XVI, 1997)

En el variado panorama de la llamada "Teología Latinoamericana de Liberación" Juan Luis Segundo


ha jugado - y jugará, en la memoria y en la inspiración de su persona y de sus escritos - a la vez el papel de
iniciador, de creador y de crítico. Nadie puede desconocer que ya sus tempranas producciones - por ej. su
tesis sobre los escritos juaninos - anuncian una "implosión" de la misma théologie nouvelle en la que se
inspira. Pero también es cierto que su participación decisiva en la teología latinoamericana representó una
aguda crítica a las generalizaciones, los slogans, los atajos o las inconsistencias que percibía en la teología
de liberación. En particular, rechazó todos los intentos de "regionalizar" la teología, insistiendo a la vez en la
universalidad de las llamadas "teologías contextuales" y la contextualidad de las autoproclamadas
"universales". Las reflexiones que siguen son una especie de humilde tributo al amigo y hermano en la fe y
en el trabajo - y un intento de reflexionar sobre esa intención suya en este momento en que se entrecruzan y
disputan - en nuestro continente y en el mundo - toda suerte de teologías regionales, contextuales,
indígenas, feministas, ecológicas o - todavía - ¡neo-confesionales!2

Frecuentemente hablamos de "teología europea", o más específicamente aún, de teologías


“británicas”, “suecas"' u “holandesas". Los estudiosos distinguen y analizan cristianismos "galileos",
“helenistas" y hasta “samaritanos”. Identificamos cristologías “alejandrinas” o “antioqueñas”. No deja de
ser curioso que, en tanto que consideramos perfectamente lógicas y aceptables esas distinciones,
mantenemos ásperas discusiones acerca de la legitimidad de las teologías generadas en el llamado “tercer
mundo". No es mi intención discutir las posibles, y a veces probables, razones ideológicas, prejuicios
culturales u otras motivaciones "no-teológicas". Lo que sí me parece importante abordar es lo que
considero un problema teológico fundamental que toda teología debe enfrentar en relación con su locación
en el tiempo y en el espacio. Trataré de hacerlo de dos maneras: 1) identificando lo que considero la
cuestión básica, la que plantea el dilema epistemológico fundamental y 2) señalar algunos de los
problemas metodológicos que se plantean al hacer teología tomando en serio aquella cuestión. No
pretendo, por cierto, ofrecer un análisis completo o suficiente de la cuestión sino más bien algunos
“itinerarios" para la discusión.

I. La cuestión básica

Creo que la cuestión central que aparece al abordar este tema es un reflejo de la afirmación
cristológica fundamental: “El verbo se hizo carne”. En otras palabras, ¿cómo tomar con total seriedad el
hecho de la particularidad y universalidad de la revelación de Dios en Jesucristo: en verdad, de la
particularidad y universalidad de toda la obra de Dios atestiguada en las Escrituras, respetando a la vez la
unidad trinitaria del Dios uno y la especificidad, de una vez, de la historia de la redención?
1.Sabemos que este fue el nudo cristológico de los debates en la iglesia de los primeros cuatro
siglos. Nicea, Éfeso, Calcedonia son intentos de proteger, mediante formulaciones paradójicas, a la vez la

1
Pastor metodista, profesor emérito de Teología sistemática en el ISEDET (Instituto Superior Evangélico de Estudios
Teológicos).
2
El presente trabajo es una ampliación y revisión del que fue originalmente presentado en la consulta teológica
celebrada sobre este tema en Noruega en enero de 1993.
1
universalidad y la particularidad. Pero estas mismas fórmulas tuvieron que ser a su vez interpretadas y
generaron nuevas discusiones. Por ejemplo, la compleja polémica acerca del carácter "anhipostático ” o
“enhipostático" de la “persona humana", humanidad particular o humanidad universal, en la encarnación
refleja este dilema y conduce a afirmaciones tan extrañas como que la encarnación produce “un ser que es
perfectamente humano sin ser una especie particular de ser humano".
El dilema encuentra expresión en la “piedad" de la Iglesia. El esfuerzo por expresar la
"universalidad" de la humanidad de Jesucristo conduce a identificar esa humanidad con lo que es
concebido en determinado tiempo y cultura como la "corona" de lo humano: el poder absoluto y la
dignidad incomparable del "Pantocrátor" o la belleza dulce y seductora de los cristos "románticos" de
Hoffmann. El sufrimiento y la tragedia de los oprimidos ha “localizado" la universalidad en los cristos
sufrientes del español Velázquez o en los sangrantes, azotados y cubiertos de llagas de los artistas mestizos
del Cuzco (Perú). Albert Schweitzer nos ha mostrado como los esfuerzos del siglo XIX por descubrir la
personalidad concreta y la enseñanza del “Jesús histórico" no han sido sino un reflejo idealizado de ideales
y valores muy "locales" del siglo.
2. No sería difícil descubrir la presencia de este dilema básico en otras áreas de la doctrina: la
universalidad y localidad de la iglesia, la interpretación de las dimensiones éticas del evangelio o la relación
de fe y experiencia son ejemplos obvios. La perplejidad aparece porque la teología no puede dejar de lado,
olvidar o minimizar ninguno de los dos miembros del dilema: toda teología tiene que ser fiel a la totalidad
de la revelación de Dios en Cristo y a la “catolicidad” del pueblo de Dios y a la vez comunicar esa plenitud
en la “carne” concreta del lenguaje, tiempo y cultura en que se desarrolla. Las tentaciones aparecen en
ambos extremos. Tal vez la tentación dominante en la historia ha sido la de universalizar y absolutizar una
aprehensión teológica particular de esa revelación universal normalmente, la del “conquistador". Las
pretensiones de la moderna teología académica de medir con sus criterios el derecho de una obra a
considerarse legítimamente "teología" son el más reciente ejemplo de esa tendencia. Pero "los derrotados"
no abandonan sus Cristos: sus rostros se muestran en las "sectas” de los pobres y marginales a lo largo de
la historia de la iglesia. La otra tentación, que se hace cada vez más fuerte en ambientes teológicos
contemporáneos como una suerte de "coexistencia pacífica", es la de relativizarlo todo: que cada pueblo,
cada momento, cada género, cada temperamento cree su propia teología, su propia imagen de Cristo -
¡una es tan buena como la otra! El mood del llamado pos-modernismo legitima cultural y filosóficamente
esa "solución" del dilema.
3. Considero que no debemos ceder a ninguna de las dos tentaciones. ¿Pero es posible no hacerlo?
Sugiero algunas líneas de aproximación al tema.
a) El punto de partida sería un claro y honesto reconocimiento de la paradoja. La revelación y la fe
son siempre absolutas: son revelación del único Dios verdadero, nada menos que eso. Cualquier "rebaja"
en esa afirmación destruye de raíz la misma posibilidad de la fe, la naturaleza del encuentro con el
mysterium tremendum et fascinosum. Al mismo tiempo, toda aprehensión y expresión de esa revelación,
toda experiencia de esa fe es necesariamente relativa: condicionadas por el tiempo, el lugar, la cultura, el
género, el temperamento, la condición social, el lenguaje, los medios de expresión. No debemos procurar
encontrar alguna salida astuta o sencilla, alguna triquiñuela para resolver la paradoja.
b) Pero debemos avanzar un paso y reconocer que no se trata sólo de una paradoja sino también, y
al mismo tiempo, de una promesa. Esta aprehensión histórica, concreta y condicionada de la revelación no
es, para la fe cristiana, sólo un proceso natural y neutral: tiene lugar en el ámbito de la operación del
Espíritu Santo, es obra del Dios trino. Por supuesto, resta aún el tema del "discernimiento". En este punto,
la teología debería retomar la discusión del tiempo de la Reforma y reconsiderar las interpretaciones
protestantes clásicas sobre el papel del Espíritu Santo en relación con las Escrituras y el dogma: discusiones
que se plasmaron en los conflictos con los "espiritualistas" y "entusiastas" y quedaron, a mi ver, como
"entrampadas" por esos conflictos. No entraré en este momento en esa discusión, pero si me atrevo a
proponer que, al menos, ubiquemos la cuestión básica que estamos considerando en la siguiente
perspectiva: la aprehensión y expresión por la iglesia, y por lo tanto la teología, como acto de la iglesia,
de la revelación y redención tienen lugar bajo la promesa del Espíritu.

2
c) Si verdaderamente podemos abandonar la pretensión de que nuestra aprehensión y expresión de
la revelación son "absolutas" y por lo tanto universalmente normativas, y si podemos realmente creer en la
presencia y el poder del Espíritu siempre y en cualquier lugar en que el evangelio sea proclamado y creído,
podemos comenzar a transitar una ruta que llamaré el camino de la mutua rendición de cuentas3 en la
labor teológica. "Rendición de cuentas", en el sentido en que estoy utilizando la expresión incluye,
concretamente, varios elementos: En primer lugar, que tenemos conciencia de que la teología (a todos los
niveles en la iglesia, del banco al púlpito y viceversa) tiene lugar dentro de la iglesia universal. Esto significa
que ponemos nuestro trabajo al servicio de todos y nos hacemos responsables de él ante todos. En
segundo lugar, que creemos que, en nuestro trabajo, somos verdadera y efectivamente guiados por el
Espíritu y que tratamos de someter nuestras presuposiciones, metodologías e ideologías a su dirección. Por
lo tanto, estamos dispuestos a dar cuenta de nuestra teología sobre la base del evangelio. En tercer lugar,
que también reconocemos la presencia del Espíritu en otras y diversas formulaciones y por lo tanto que, en
principio, podemos aceptar su reclamo de que ellos también han tratado de someter sus presuposiciones,
metodologías e ideologías a esa misma dirección: por consiguiente, que admitimos la posibilidad de ser
enriquecidos, corregidos e incluso convictos de error por el Espíritu mediante el trabajo de ellos.
Finalmente, que estas posibilidades que admitimos “en principio" tienen que ser comprobadas - testeadas.
si se me admite el neologismo - en una conversación disciplinada, continua y comprometida en cada uno
los niveles de la vida y el pensamiento de la comunidad cristiana mundial. Éste es uno de los aspectos
positivos del movimiento ecuménico. Pero creo que estamos muy lejos de sacar provecho - capitalizar -
plenamente de esta posibilidad - tanto por parte de los teólogos como de las instancias de decisión de las
iglesias, menos aún en la comunidad local.

II. Cómo hacerlo

Esta rendición de cuentas es más fácil de proponer que de hacerla; es una conversación de fe a fe,
pero una conversación que tiene que vencer las distancias del tiempo, de la historia, de la geografía, de la
cultura, del lenguaje, de todo lo que los pueblos son y hacen. Por consiguiente, plantea una serie de
cuestiones de las cuales me propongo señalar algunas que han ocupado un lugar importante en la historia y
que demandan un cuidadoso esfuerzo crítico, teológico e interdisciplinario. Más bien que intentar
analizarlas, desearía simplemente ilustrarlas y mencionar luego algunas de las formas en que las iglesias
han tratado de responder a ellas.
1. Si entendemos por cultura todo lo que los seres humanos hacen con el propósito de organizar su
vida en el mundo, desde las más simples herramientas materiales hasta las más sofisticadas creaciones
intelectuales, es fácil ver que la cultura no puede ser considerada como teológicamente indiferente o
neutra. Sin duda, los cambios al nivel material (nuevos instrumentos, nuevas técnicas, nuevas formas de
apropiar y transformar el mundo y la naturaleza) disparan nuevas formas de auto-comprensión, nuevos
hábitos y costumbres, nuevas visiones del mundo, nuevas interpretaciones de la relación con la totalidad
de la realidad y por consiguiente nuevas preguntas e interpretaciones religiosas. Pero, recíprocamente,
también es cierto que un cambio de visión del mundo, de costumbres y hábitos, de concepción y práctica
religiosa (producido por dominación, acción misionera o relación "ecuménica") introducirá, si es
suficientemente profundo y extendido, cambios en todos los niveles materiales mencionados. Cuando una
comunidad cristiana se encuentra con otra, lo hace como portadora de un conjunto - un paquete - en el
que este proceso de interacción entre las dimensiones materiales y espirituales ya ha tenido lugar. Y se
encuentra, a la vez, con un paquete similar del otro lado. Sea que una “cultura cristiana" confronte a otra
"cultura cristiana” o a una cultura no-cristiana, o post-cristiana, es un encuentro de culturas. Esta

3
Reconozco que la expresión "rendición de cuentas" suena extraña. En realidad, no encuentro una traducción
adecuada del término inglés accountability, que une la idea general de "responsabilidad”, (Verantwortlichkeit -
obligación de dar respuesta) con la más concreta de una obligación, demostrar por qué y cómo se llega a un
resultado; en breve, rendición de cuentas.
3
afirmación parece un truísmo. Y lo es. Pero es un truísmo que ha sido consistentemente negado, ignorado o
rechazado en la historia de nuestras iglesias. Aunque tal vez no lo negaríamos en teoría, en la práctica
hemos actuado y actuamos "como si” representásemos la "fe", la "teología" en sí misma, una esencia sin
accidentes, o peor aún, un "fenómeno" que fuese la perfecta representación de "la cosa en sí". Explícita o
implícita, tal presuposición se torna tanto más peligrosa cuando el proceso tiene lugar entre el vencedor y
el derrotado, el poderoso y el débil, el rico y el pobre.
Probablemente, ninguno de nosotros defenderíamos estas actitudes. Y éste es precisamente el
problema: que a esta altura de las relaciones ecuménicas y de la globalización de todas las esferas de la
vida humana, venimos tomando conciencia de la relatividad, tanto de nuestras culturas como de nuestras
religiones. Y de que, ni podemos separar la una de la otra ni tratar, en buena conciencia, de "vender el
paquete completo". Tal reconocimiento requiere en nuestra metodología teológica ajustes que recién
comenzamos a intentar. ¿Es posible formular algunas de las tareas, los "deberes" teológicos que este
reconocimiento nos impone?
a) Los emprendimientos misioneros se han preocupado recientemente cada vez más por comprender
las otras culturas; pero no se han ocupado mayormente por entender la propia. Este esfuerzo por
escudriñar nuestro propio "paquete cultural - religioso - teológico" es una tarea urgente. La relación entre
teología y cultura (en este sentido abarcativo que hemos dado a “cultura") ha figurado prominentemente
en los estudios bíblicos e históricos pero, luego del trabajo pionero de Ernst Troeltsch en los comienzos de
este siglo y con la posible excepción de Paul Tillich, parece casi totalmente ausente del horizonte de la
teología sistemática (¡probablemente no faltarán quienes nieguen a Troeltsch el título de teólogo!).
Probablemente un malentendido de Barth y del renacimiento teológico posterior a la primera Guerra
Mundial ha llevado a poner bajo sospecha toda “mezcla" de teología y cultura como “antropocentrismo".
Pero a menos que emprendamos esta tarea no podremos entender la "localidad" de nuestra propia
(occidental, moderna) teología y por consiguiente no seremos capaces de tomar seriamente en cuenta los
desafíos y reclamos de otras teologías igualmente locales.
Se trata de una tarea necesariamente interdisciplinaria, en la cual el teólogo trata de comprender las
diferentes aproximaciones al estudio de la cultura que la moderna antropología cultural ha desarrollado -
funcionalistas, materialistas, estructuralistas, semióticos - y aplicar esas nuevas percepciones a la
comprensión del desarrollo de "nuestra" - en este caso occidental-moderna - teología. Pero es igualmente
importante comprender que tal estudio no conlleva en sí mismo una evaluación teológica. Puede ser - de
hecho es altamente probable - que la doctrina de la vocación de Lutero, por ejemplo, se relacione con el
nacimiento de la dignidad y responsabilidad del individuo de la cultura humanista y por las nuevas
relaciones mercantiles del capitalismo naciente en las ciudades a la vez que esa doctrina influyó en el
desarrollo del concepto moderno de "profesión”. Pero estos hechos ni confirman ni debilitan la validez de
esa doctrina. Y bien puede ser que, al encontrarse esta doctrina con otras visiones religiosas del trabajo,
desarrolladas en sociedades comunitarias - a su vez moldeadas por sus propias condiciones materiales y
visión del mundo - ambas visiones se corrijan, enriquezcan y reinterpreten mutuamente y den origen a una
nueva articulación del tema. Creo que cuestiones teológicas fundamentales como la doctrina de la Trinidad
o la escatología y candentes cuestiones éticas como la ecología o el matrimonio pueden ganar en una
aproximación de este tipo.4
b) El mismo encuentro intercultural que ha venido creciendo desde los albores de la edad moderna
nos ha generado también una situación histórica que, en algunos sentidos, facilita la tarea. Cada vez
vivimos más claramente inmersos en una situación poli-cultural. El encuentro entre culturas ya no tiene
lugar solamente en "las fronteras" sino en la vida cotidiana de todas las sociedades: el "mercado abierto"
no incluye solamente el comercio y las finanzas sino igualmente la tecnología, las comunicaciones, el arte,
las ideologías y las religiones. El renacimiento de los "fundamentalismos" y confesionalismos sólo
manifiesta el sentimiento de temor e inseguridad que esta situación produce, pero mal podrá detener los

4
De hecho, Juan Luis Segundo, retomando una observación histórica de Petersen, ofreció una significativa
revaloración de la doctrina de la Trinidad, relacionada con las condiciones ideológicas y sociales contemporáneas.
In: Juan Luis Segundo, Nuestra Idea de Dios, Buenos Aires: Editorial Lohlé, 1970.
4
procesos históricos que la producen. No hay camino de retomo a culturas cenadas, autosuficientes.
Viviremos todos en medio de reclamos culturales diversos, contradictorios y en competencia. Eso nos
permite mirar con mayor libertad nuestra propia herencia cultural (y sus comprensiones religiosas y
teológicas) no como algo de lo que hay que desprenderse sino que hay que incorporar a la búsqueda
común.
c) Lo que la observación anterior implica es simplemente que las culturas (y las teologías que a la vez
las han moldeado y han sido moldeadas por ellas) no son estáticas. Siendo ellas mismas resultado de
encuentros previos, de condiciones cambiantes, de trans-culturaciones e in-culturaciones, están siendo
constantemente modificadas por esos mismos factores. Este proceso tiene lugar en la vida cotidiana de la
gente: la función del teólogo es traerlo a la luz, examinarlo y así ayudar a la comunidad cristiana a
"discernir” lo positivo, auténtico, congruente con el evangelio.
2. El surgimiento de propuestas teológicas generalmente llamadas "teologías de liberación" (tengo
en mente en esta sección tanto teologías de liberación del "Tercer Mundo" como teologías feministas y de
minorías dentro de los países desarrollados) ha contribuido a la consideración del tema de la
contextualidad, planteando algunas cuestiones específicas.
a) La comunidad creyente como sujeto activo de la teología:
El dato primario para una teología local no ha de ser la cultura local como tal sino la forma en que
esta cultura está presente y es interpretada y vivida en la comunidad cristiana local. Si me toleran una
forma un tanto presuntuosa: tenemos que mirar qué es lo que el Espíritu Santo ha hecho en esta
comunidad cristiana local. Tal pregunta, por supuesto, tiene también su dimensión critica - la comunidad
creyente probablemente también ha "internalizado" la cultura extranjera en la que recibió el evangelio o ha
hecho “falsas" traducciones y adaptaciones de aquella y de la local. Pero también probablemente ha
sutilmente reubicado la influencia foránea y reinventado ritos, gestos y fórmulas recibidas. El teólogo, en
todo caso, no "es dueño" de la interpretación: trabaja, críticamente por supuesto, desde la comunidad y al
servicio de ella. Esto es lo que hace, por ejemplo, James Cone cuando considera "los spirituals y los blues” o
Clodovis Boff cuando reflexiona sobre la experiencia de las comunidades de base en el sertão brasileño.5
Estas comunidades locales, sin embargo, no se hallan aisladas en el tiempo o en el espacio. De hecho,
lo que tienen - sea lo que fuere que hayan hecho con ello - lo han recibido y lo tienen en el contexto de sus
relaciones presentes: pertenecen a una tradición. El teólogo es un testimonio y un vehículo de esa
tradición. Puede "retroceder" de los spirituals y los blues a los salmos y los cantos de treinta siglos: puede
contar a las comunidades de base del Mato Grosso o en las favelas de São Paulo las historias de las
comunidades errantes del desierto o los conflictos entre los miembros de la ekklesia de Corinto o las
tentaciones de las iglesias que se hicieron poderosas en el corazón del Imperio. Puede, debe, ayudar al
diálogo que cruza el tiempo y el espacio y ver como esa historia es recibida y "digerida" en la comunidad
local.
b) Texto y contexto
A lo largo de estas líneas he utilizado frecuentemente adjetivos tales como “genuino", "fiel",
"auténtico", que parecen implicar una tensión entre un hecho empírico - la fe tal como es experimentada,
el evangelio tal como es proclamado, la dirección del Espíritu, tal como es discernida - y una "norma" que lo
autentica. La teología ha confrontado siempre este problema. Habitualmente se lo encara desde los
criterios clásicos de Escritura, tradición y magisterio, en las diferentes formas que estos son relacionados o
calificados en distintas tradiciones. Los metodistas solían añadir una cuarta instancia que es la
"experiencia", entendiendo por ello la experiencia del creyente, vivida dentro de la comunidad. Las
teologías de la liberación han complicado el tema, refiriéndose frecuentemente al contexto como una
suerte de "autoridad". Algunos han criticado esta expresión suponiendo que se entendía que el contexto
determina o dicta la interpretación del "texto" de la Escritura o la tradición. Aunque puede haber habido

5
James H. Cone, The Spirituals and the Blues: An Interpretation, New York: Sivory Press, 1972; Clodovis Boff, Deus e o
homen no inferno verde, Petrópolis: Editora Vozes, 1980 e id. Teología pé no chão, Petrópolis: Editora Vozes, 1986.
5
expresiones equívocas en este sentido, tal cosa sería a todas luces inaceptable. Pero es, además, imposible,
porque no existe tal cosa como un "contexto" no interpretado. El contexto en el que leemos un texto es un
complejo de condiciones históricas, materiales y subjetivas, de experiencia de la comunidad, de
interpretaciones recibidas. En otras palabras, estamos siempre tratando con instancias "interpretadas",
sean éstas la Escritura, la tradición o el contexto. Todo lo que las teologías de liberación sostienen es que
sería bueno y saludable reconocer ese hecho en lugar de reclamar para alguno de estos parámetros un
carácter absoluto. Si así lo hacemos, aún tendremos que confrontar el tema de la "autenticidad", pero en
términos diferentes, que tienen que ver con la cuestión de autoridad, de las relaciones entre estas
instancias y de la manera de verificar (testear) nuestras interpretaciones teológicas.
Con respecto a la cuestión de autoridad tenemos que evaluar una situación nueva en la que el
"apoyo externo" a las decisiones eclesiásticas - que desde el siglo IV ha marcado tan profundamente la
concepción y el ejercicio del magisterio - es cada vez menos significativo. Hay que agradecer ese cambio,
porque desplaza el peso del magisterio del carácter jurídico de la autoridad al contenido intrínseco de la
decisión. Si bien el carácter formal de las diferentes instancias jurídicas no desaparece, en estas instancias
tiene que asumir la tarea de convencer de la validez de sus juicios en referencia a la fe común. Es decir,
adquiere mayor peso la "recepción" de las decisiones propuestas por los magisterios. Esta observación
conduce a considerar las relaciones entre Escritura, tradición y lectura de la comunidad: no hay dudas que
las teologías de liberación han vindicado la importancia de esta tercera instancia, que había sido
subestimada o totalmente excluida, y coloca un límite tanto al poder omnímodo del magisterio oficial como
a la pretensión exclusiva del "erudito”. Pero a la vez hace posible una nueva relación entre el magisterio
jerárquico, el erudito y la congregación, el pueblo creyente. Finalmente, la forma de verificar las
interpretaciones teológicas desborda la naturaleza puramente preposicional de la legitimación e inquiere
sobre las implicaciones espirituales y éticas, una piedra de toque, un criterio de evaluación que tiene una
antigua y significativa tradición bíblica, pero que apenas ha figurado en la discusión teológica formal.
c) ¿Bueno y mal sincretismo?
La palabra se ha usado casi siempre en tono de reproche. ¿Puede, o debe, ser redimida? Las
teologías de liberación pretenderían, al menos, clarificar un tanto el tema. Los problemas aparecen ya al
momento de definir. Es interesante notar que un misiólogo católico como R. J. Schreiter, cuyo tratamiento
del tema es sumamente valioso, no deja de hacer sonar una nota negativa en la definición misma de
sincretismo al caracterizarlo como "la mezcla de elementos de dos sistemas religiosos al punto en que al
menos uno, si no los dos sistemas pierden su estructura e identidad básicas".6 Más explícitamente, Louis
Luzbetak lo define como “una amalgama teológica insostenible".7 Leonardo Boff, luego de analizar
diferentes tipos de definición, habla de sincretismo como refundiçao (aproximadamente re-moldear o re-
fundir) y lo caracteriza como "un proceso vital de una religión”.8 Tal vez Ringgren, que ha lidiado con estos
temas extensa y sabiamente en sus conocidas investigaciones veterotestamentarias, ha sido más realista al
sugerir que tratar de definir el sincretismo no sería una empresa muy útil.9 En efecto, ¿qué valor analítico
tendría una definición que debiera abarcar simultáneamente fenómenos tan diversos como la relación del
Antiguo Testamento con los cultos del Cercano Oriente, los procesos religiosos en la cuenca del
Mediterráneo en los primeros dos siglos AD, el sistema de cargo en la Melanesia, las Iglesia Independientes
de África, el Candomblé o los cultos Yoruba en el Brasil o el Caribe o la introducción del Budismo en China y
Japón, por nombrar sólo unos pocos de lo que suele caracterizarse como "sincretismos"? Más bien que
enredarnos en esa fútil tarea, me parece preferible sugerir una cierta perspectiva para considerar la
cuestión del sincretismo, las religiones duales y fenómenos semejantes, como entrada a un estudio del

6
Roben J. Schreiter, Constructing local theologies, London: SCM Press, 1982, p. 144.
7
Louis Luzbetak, The Church and Cultures, Pasadena (California): William Carey Library, 1976. In: Robert J. Schreiter.
Op. cit. p. 149.
8
Leonardo Boff, Igreja, carisma e poder, Petrópolis: Vozes, 1982, p. 149.
9
Helmer Ringgren, The Problems of Syncretism, In: S. Hartmann (ed.) Syncretism, (Scripta Instituti Donnerano
Aboensis, III) Stockholm: Almsqvist and Wiksell, 1969,. p. 7-14
6
tema en función de nuestro interés en "la contextualidad en teología".
En primer lugar, ¿desde qué perspectiva? Sugeriría que tales fenómenos no deben ser abordados en
primer lugar desde la teología sino desde la historia: son procesos de cambio cultural (en la aceptación
abarcativa de "cultura” que hemos venido utilizando) que tienen lugar a lo largo de un periodo más o
menos extenso. En segundo lugar, se los comprende mejor cuando se los mira en la perspectiva de una
cultura en la que se están produciendo cambios más bien que fijándose en qué elementos ha incorpo-
rado. En nuestro caso, por ejemplo, ¿qué ha ocurrido o que está ocurriendo a una cultura particular (el
estudio debe ser hecho siempre sobre casos concretos) con la cual una “cultura cristiana"- con su mensaje
y praxis - entra en contacto? Esto nos permitirá, ahora sí, ver qué cosas son incorporadas y cómo lo son. En
tercer lugar, todo el proceso puede ser mejor estudiado con los instrumentos de un enfoque semiótico y
estructuralista, viendo la cultura como un sistema de signos y códigos (que se descubren ce diversas
maneras en sus ritos, mitos, tabúes, relatos, etc.) Así hallamos qué nuevos signos se incorporan, qué signos
existentes son reinterpretados, si los viejos signos son ahora “leídos" con nuevos códigos. Finalmente, sólo
cuando ha sido comprendido el proceso cultural es posible plantear la pregunta teológica ¿lo que es
esencialmente cristiano ha devenido central a la auto-comprensión de esa cultura y ha tomado control
del sistema de signos y códigos que dan sentido a la vida dentro de ella? Esa pregunta teológica, sin
embargo, no puede ser planteada como si tuviéramos - o esperáramos hallar - una esencia totalmente
"pura": por así decirlo, el sincretismo cristiano perfecto. Sólo podemos abstraer, del largo proceso del
cristianismo, ciertos paradigmas. En este sentido, me parece un buen camino el que Leonardo Boff señala,
al apuntar a tres “pruebas". En sus propias palabras, el corazón de la identidad cristiana es “la experiencia
del Misterio absoluto que se comunica a sí mismo [en Jesucristo] como gracia, amor y perdón para todos los
humanos, en la realidad misma de una vida humana (encarnación)". Cuando esa comunicación es recibida,
evoca una respuesta que incluye dos elementos que vienen a ser "señales" de identidad cristiana: "un culto
espiritual"- y aquí “espiritual" se entiende como “el culto del corazón, la consagración de toda la persona" y
"un compromiso ético” - la “causa de Dios”; [culto espiritual] deviene inmediatamente, al mismo tiempo “la
causa humana".10
¿Qué tiene todo esto que ver con nuestra preocupación por la contextualidad en teología? Mi muy
simple propuesta es que antes de ocupamos en hallar cómo nuestro cristianismo se ha extendido y ha sido
recibido en culturas no-cristianas (que es lo que hacen la mayor parte de los estudios dichos misiológicos)
tenemos que preguntarnos cómo el proceso cultural de recibir el cristianismo ha conducido al
cristianismo que confesamos y practicamos. ¿De qué formas, con qué signos, en qué códigos de
interpretación ha incorporado nuestro cristianismo el mensaje cristiano? o ¿cómo podemos crear teología
contextual?, ¿cómo es local nuestra teología?, ¿cómo podemos crear nosotros teología contextual? ¿Cómo
refleja esa teología la forma en que nuestra cultura ha apropiado la fe cristiana? Esto nos llevará a ver si
nuestra teología está en contacto vivo con la fe de la comunidad creyente, si el proceso cultural ha
continuado más allá del punto de ''cristalización'’ de nuestra teología o si tal vez nuestra cultura ha
incorporado nuevos signos y códigos que han reemplazado - o reinterpretado o distorsionado - aquellos
que en un momento representaron la incorporación del mensaje cristiano. Creo que ésa podría ser una
tarea fecunda de “contextualización”. Que, tal vez entonces, nos permitiría plantear más legítimamente la
pregunta misiológica en relación con otras culturas.

10
Id. ibid., p. 168-170.
7
8

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